CAPÍTULO X. Una propuesta sorprendente

A la mañana siguiente los diarios llevaban en primera plana noticias abundantes del barco que había salido del fondo del mar. Los periodistas habían aprovechado bien lo que les contó el tío de los chicos, y algunos de ellos se proponían trasladarse a la isla y tomar fotografías del viejo castillo.

Jorge estaba furiosa.

– ¡Ese castillo es mío! -gritó frenéticamente a su madre-. Esa isla es mía. Tú dijiste que acabaría siendo mía. ¡Lo dijiste! ¡Lo dijiste!

– Ya lo sé, Jorge querida -dijo su madre-. Pero tienes que ser comprensiva. Yo no puedo impedir que quien quiera visitar la isla lo haga y tampoco tengo derecho a prohibir que saquen fotografías del castillo.

– Pero es que yo no quiero -dijo Jorge enfurruñadamente-. La isla es mía. Y el barco también. Tú siempre lo has dicho.

– Sí, claro, pero yo no podía adivinar que iba a salir a flote -dijo su madre-. Sé comprensiva, Jorge. ¿Qué le vamos a hacer si la gente quiere acercarse al barco y mirarlo? Eso no se puede impedir.

Jorge sabía que era verdad, que eso no podía impedirse, pero ello no la calmaba lo más mínimo. Los chicos estaban maravillados y sorprendidos de ver el interés que había despertado el barco rescatado de las aguas y la misma isla Kirrin. Ésta acabaría llenándose de gente curiosa que los pescadores llevarían en sus barcos. Jorge lloraba de rabia y Julián intentaba consolarla.

– ¡Escucha, Jorge! Nadie conoce todavía nuestro secreto. Esperaremos hasta que haya pasado todo este interés por la isla y el barco y entonces iremos al castillo y encontraremos los lingotes.

– Eso será si nadie los descubre antes que nosotros -dijo Jorge, enjugándose las lágrimas. Estaba furiosa consigo misma; pero lloraba y no lo podía evitar.

– ¿Por qué razón van a descubrirlo antes? Nadie sabe todavía qué es lo que hay dentro del cofre. Buscaré una oportunidad para recuperar el plano antes de que nadie pueda verlo.

Pero esa oportunidad no apareció jamás; por el contrario, sucedió algo terrible. ¡El tío Quintín vendió la caja y el cofre a un anticuario! Dos o tres días después de que se despertara el interés por el barco y la isla, salió de su despachó y se lo contó a tía Fanny y a los chicos.

– He hecho un buen negocio con ese anticuario -dijo a su mujer-. ¿Te acuerdas de aquel cofrecillo que había en la caja? Pues resulta que ese señor colecciona cosas raras como ésa y me lo ha pagado todo a muy buen precio. Realmente ha sido una ganga. ¡He ganado mucho más de lo que pensaba ganar con el libro que estoy escribiendo! En cuanto vio el viejo plano que había en el cofre y el arrugado diario me dijo que quería comprar todo el lote.

Los chicos miraron a su tío, horrorizados. ¡Había vendido el cofre! Ahora, cualquiera que examinase un poco al detalle el plano y supiese el significado de la palabra "lingotes" podía echar por tierra el secreto. Pronto aparecería en todos los periódicos la historia de las barras de oro. Los chicos no se atrevieron a decirle a su tío lo que sabían acerca del tesoro. Él estaba ahora muy satisfecho y sonriente y en su euforia les había prometido comprarles un equipo completo de pesca, pero era de carácter muy variable. Se hubiera puesto hecho una furia si se hubiese enterado de que Julián había sacado la caja del despacho aprovechando que él estaba dormido.

Un rato después estaban los chicos reunidos aparte y discutiendo a fondo el asunto, que para ellos era de lo más importante. Sopesaban la idea de contarle a tía Fanny lo de la caja, pero no se decidieron. Era un secreto maravilloso que no podía ser revelado a nadie.

– ¡Oíd! -dijo Julián, por último-. Me parece que lo mejor que podemos hacer es pedirle permiso a tía Fanny para que nos deje pasar uno o dos días en la isla, durmiendo allí, por supuesto. Eso nos dará ocasión y tiempo para explorar el castillo y ver si encontramos algo. Estoy seguro de que aún han de transcurrir unos días antes de que los curiosos empiecen a invadir la isla. Quizás encontremos el tesoro antes de que todo el mundo conozca nuestro secreto. Hay que tener en cuenta que no es seguro que el que compró el cofre adivine que aquel papel es un plano del castillo.

Las palabras de Julián consolaron a todos. Era terrible no hacer nada. Y el haber adoptado una resolución concreta los animaba en gran manera. Decidieron, por tanto, pedirle al día siguiente permiso a tía Fanny para pasar el fin de semana en el castillo. El tiempo era magnífico y a la fuerza tendrían que pasarlo bien. Se llevarían provisiones suficientes.


Cuando fueron a pedirle permiso a tía Fanny, su marido estaba con ella, risueño y muy contento. Le dio a Julián una palmadita en la espalda.

– ¡Vaya! -dijo-. ¿Venís en comisión? ¿De qué se trata?

– Queremos que tía Fanny nos dé permiso para hacer una cosa -dijo Julián cortésmente-. Tía Fanny: como el tiempo es ahora muy bueno quisiéramos que nos dejaras ir a la isla para pasar el fin de semana, o sea estar allí un día o dos. Nos gustaría una enormidad.

– Yo no tengo inconveniente. Y tú, Quintín, ¿qué opinas? -preguntó tía Fanny dirigiéndose a su marido.

– Sí ése es su deseo, pues que vayan -dijo Quintín-. Quizá sea la última vez que lo puedan hacer. Queridos: me han hecho una proposición formidable para vender la isla. Hay un señor que la quiere comprar para reconstruir el castillo, convertirlo en hotel y hacer allí una especie de balneario. ¿Qué os parece?

El tío estaba sonriente, pero los cuatro chicos lo miraban, descompuestos y horrorizados. ¿Habrían, tal vez, descubierto el secreto? ¿No sería que el comprador quería hacerse dueño del castillo porque había visto el plano y adivinado que allí se escondía un tesoro?

La impresión de todo ello produjo en Jorge una violenta reacción. Sus ojos parecían despedir llamas.

– ¡Mamá! ¡Tú no puedes vender mi isla! ¡No puedes vender mi castillo! ¡Yo no quiero!

Su padre frunció el ceño.

– No seas tonta, Jorgina -dijo-. La isla y el castillo no son realmente tuyos. Lo sabes muy bien. Son de tu madre; y ella, naturalmente, quiere aprovechar la oportunidad que se le ha presentado de venderlos a buen precio. Estamos muy necesitados de dinero. Pero cuando vendamos la isla podremos comprarte lo que tú quieras.

– ¡No quiero que me compren nada! -gritó la pobre Jorge-. ¡Prefiero mil veces tener mi isla y mi castillo! ¡Mamá, mamá! ¡Tú siempre me habías dicho que yo acabaría siendo la dueña de la isla! ¡Siempre me lo dijiste y yo te creí!

Jorge, querida, lo que yo quería decirte era que tu podías ir allí a jugar siempre que quisieras; pero yo no sabía entonces que la isla iba a subir de valor de esa manera -dijo su madre, compungida-. Ahora las cosas son diferentes. A tu padre le han ofrecido mucho dinero, mucho más de lo que hubiéramos llegado a sospechar, y, de todas formas, ya no podemos volvernos atrás.

– O sea que tú no tenías inconveniente en regalarme la isla cuando no valía nada -dijo Jorge, pálida de rabia-. Pero en cuando te enteras de que puedes venderla a buen precio te echas atrás. Eso que haces es algo horrible. No es… no es… honorable.

– Basta ya, Jorgina -dijo su padre, irritado-. Tu madre sólo hace lo que yo le he aconsejado. Tú eres todavía muy niña. Cuando mamá te dijo eso de la isla, lo único que quería era halagarte. Y sabes muy bien que parte del dinero de la venta será para ti, y podrás tener entonces las cosas que quieras.

– ¡No pienso tocar ni un penique! -dijo Jorge-. ¡Os arrepentiréis de lo que vais a hacer!

La chica salió violentamente de la habitación. Sus primos estaban muy apenados por ella. Comprendían lo que debía de sentir. Se había tomado en serio las palabras de su madre. Julián pensó que ella no podía comprender a las personas mayores. Sus padres podían hacer con la isla lo que les pareciera bien. Tenían perfecto derecho a venderla si así lo querían. Claro que el padre de Jorge no sabía que en la isla había un tesoro escondido. Julián miró a su tío, acariciando la idea de decírselo. Pero al final decidió no hacerlo. ¡Sería formidable que ellos encontrasen el tesoro antes que nadie!

– ¿Cuándo venderás la isla, tío? -preguntó con sosiego.

– Firmaremos el contrato dentro de una semana, más o menos -fue la contestación-. Por eso, si queréis pasar un par de días allí, es menester que vayáis en seguida, porque no sé si los nuevos dueños os lo permitirán.

– Ese señor que quiere comprar la isla, ¿es el mismo que te compró el cofre? -preguntó Julián.

– Sí -dijo su tío-. Por cierto que me sorprendió un poco, porque es un señor que se dedica únicamente a comprar antigüedades. Me quedé pasmado cuando me dijo que pensaba comprar la isla y convertir el castillo en un hotel. Sin embargo, me atrevería a decir que es un buen negocio instalar un hotel en la isla. Resultará muy romántico y a la gente le gustará. Yo no soy hombre de negocios y tal vez no me atrevería a invertir mi dinero en un asunto así. Pero estoy seguro de que él sabe perfectamente lo que hace.

– Ya lo creo que sabe lo que hace -dijo Julián, cuando ya habían salido de la habitación y estaba con Dick y Ana-. Él ha visto el plano y ha tenido la misma idea que nosotros: que hay una buena cantidad de barras de oro escondidas en la isla, ¡y se ha apresurado a comprarla! ¡Veréis como no construye ningún hotel! ¡Lo único que quiere es el tesoro! ¡Habrá ofrecido una cantidad irrisoria por la compra y el pobre tío se habrá quedado tan satisfecho!

Se fue a buscar a Jorge. Ésta estaba sola en el cobertizo y tenía la cara muy pálida. Dijo que se encontraba enferma.

– Es que todo esto te ha puesto muy nerviosa -dijo Julián. Le echó el brazo por los hombros. Por primera vez en su vida Jorge no hizo nada por impedirlo. Se sintió confortada. Las lágrimas le afluían a los ojos y ella, muy irritada, intentaba afanosamente disimularlo-. ¡Escucha, Jorge! ¡Ten confianza! ¡No todo está perdido! Mañana por la mañana iremos a la isla Kirrin y ya verás como encontraremos los lingotes. Contamos con tiempo suficiente y lo pasaremos muy bien. ¿Entendido? ¡Anímate! Nosotros estamos contigo y te ayudaremos en lo que necesites. Fue una buena idea lo de sacar una copia del plano.

Jorge se sintió algo más animada. El enojo con sus padres no se le había pasado todavía, pero la perspectiva de pasar un par de días en la isla en compañía de sus primos y de Timoteo la enardecía.

– Mis padres son malos -dijo.

– No lo creas; en realidad, no lo son -dijo Julián, prudentemente-. Al fin y al cabo, si les hace falta el dinero, sería una tontería para ellos no desprenderse de una cosa que no necesitan para nada. Y, como dijo tu padre, cuando hayan vendido la isla tú podrás tener lo que se te antoje. Si yo fuera tú, ya sabría lo que tendría que pedirles.

– ¿Qué? -preguntó Jorge.

– ¡Pues Timoteo! -dijo Julián.

Esta nueva idea hizo que Jorge se sintiera de pronto tremendamente animada.

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