Tía Fanny estaba esperando la llegada del coche. En cuanto le oyó se dirigió rápidamente al vestíbulo y abrió la vieja puerta de madera. Su aspecto impresionó favorablemente a los chicos.
– ¡Bienvenidos a Kirrin! -gritó-. ¡Saludos a todos! ¡Qué alegría poder veros! ¡Cómo habéis crecido!
Se prodigaron los besos y luego los chicos fueron introducidos en la casa. Tampoco la casa les desagradó. Sus vetustos y señoriales muebles le daban cierto aire de mansión misteriosa.
– ¿Dónde está Jorgina? -preguntó Ana, mirando en derredor, en busca de su desconocida prima.
– ¡Oh, la muy pícara! ¡Le dije que os esperara en el jardín! -dijo tía Fanny-. Debe de haberse marchado a cualquier sitio. Os advierto que al principio quizás encontréis a Jorge un poco rara. Habéis de saber que le gusta estar sola. A lo mejor los primeros días se siente molesta con vuestra presencia. Pero eso no debe preocuparos: Jorge, en poco tiempo se acostumbra a todo. Me alegro mucho por ella de que hayáis venido aquí a pasar las vacaciones. Lo que necesita son precisamente amiguitos para jugar y distraerse.
– ¿Por qué la llamas Jorge? -preguntó Ana, soprendida-. Yo creía que se llamaba Jorgina.
– Es cierto -dijo tía Fanny-. Pero es que a ella le molesta mucho ser una chica, y hay que llamarla Jorge. La muy pícara nunca contesta cuando la llamamos Jorgina.
Los chicos pensaron que Jorgina debía de tener un carácter muy singular. Estaban deseando que apareciera por allí para conocerla. Pero esto no ocurrió. El que apareció de pronto fue tío Quintín. Era un hombre de buen aspecto, pero de carácter sombrío. Tenía la frente amplia y muy ceñuda.
– ¡Hola, Quintín! -dijo papá-. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Espero que mis chicos no te molesten demasiado en tu trabajo.
– Quintín está ahora escribiendo un libro muy complicado y difícil -dijo tía Fanny-. Para que esté cómodo mientras trabaja le he preparado una habitación aislada, en un extremo de la casa. No creo que los chicos puedan llegar a molestarlo nunca.
El tío contempló a sus sobrinos durante unos instantes y cabeceó después. Ni por un momento desapareció el ceño de su rostro, por lo que los muchachos se sintieron algo amedrentados. Menos mal que su habitación de trabajo la tenía lejos, en un extremo de la casa.
– ¿Dónde está Jorge? -preguntó con voz baja y profunda.
– Ha vuelto a marcharse -dijo tía Fanny, molesta-. Le encargué especialmente que se quedara en casa para esperar a sus primos.
– Se ve que quiere que le demos una azotaina -dijo tío Quintín.
Los chicos no acababan de entender si su tío hablaba en serio o en broma.
– Bien, muchachos, espero que lo paséis bien aquí y, por favor, sed un poco comprensivos con Jorge.
En la pequeña casita de Kirrin no había sitio para todos: papá y mamá no podían pasar allí la noche. Por ello, después de cenar apresuradamente, marcharon a un hotel de la ciudad próxima. Habían pensado en regresar a Londres inmediatamente después del desayuno, por lo que, en cuanto acabaron de cenar, se despidieron de los niños.
Jorgina no había aparecido todavía.
– Cuánto siento que no esté aquí Jorgina -dijo mamá-. Me hubiera gustado mucho saludarla y decirle que espero que se distraiga mucho jugando con Dick, Julián y Ana.
Mamá y papá se marcharon. Los chicos sintieron cierta sensación de desamparo cuando vieron el gran automóvil negro desaparecer al doblar la esquina. Pero tía Panny se los llevó en seguida para enseñarles sus respectivos dormitorios, y pronto olvidaron su tristeza. Los dos niños tenían asignado un dormitorio, en el piso más alto de la casa. Desde él se divisaba el magnífico panorama de la bahía, cosa que les agradó enormemente. Ana y Jorgina tenían destinada una habitación más pequeña, cuyas ventanas daban al pantano que había en la parte de atrás de la casa. Pero por una ventana lateral se veía también el mar y esto le gustó mucho a Ana. Era una habitación muy bonita. En una de las ventanas, unas cuantas rosas rojas se balanceaban bajo la acción del viento.
– Qué ganas tengo de conocer a Jorgina -dijo Ana a su tía-. Quiero saber cómo es.
– Pues es una muchachita muy agradable -dijo su tía-. Claro que tal vez sea un poco arisca y tenga algo de mal genio, pero es de buen corazón y muy noble y sincera. Cuando se hace amiga de alguien lo es para siempre, aunque le cuesta mucho trabajo trabar amistad con las personas. Es una pena.
Ana empezó de pronto a bostezar. Sus hermanos la miraron con gesto ceñudo: temían que sucediera lo que realmente sucedió en seguida.
– ¡Pobre Ana! ¡Qué cansada debes de estar! Será mejor que os vayáis ya a la cama todos. Tenéis que dormir muchas horas para estar mañana bien descansados y dispuestos -dijo tía Fanny.
– Ana, eres idiota -dijo Dick, furioso, cuando su tía salió de la habitación-. Sabes perfectamente que cuando empezamos a bostezar lo primero que hacen es mandarnos a la cama. Y yo tenía muchas ganas de ir un rato a la playa.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo Ana-. No pude evitarlo. De todos modos, tú estás bostezando ahora, y tú, Julián, también.
Así era, en efecto. El largo viaje en coche al aire libre los había dejado soñolientos a más no poder. Secretamente todos anhelaban meterse en la cama cuanto antes y echarse a dormir.
– ¿Por dónde andará Jorgina? -preguntó Ana al despedirse de sus hermanos antes de acostarse-. Debe de ser una chica muy rara. No ha querido recibirnos ni ha venido a cenar y ni siquiera ha aparecido todavía por la casa. Menos mal que dormiremos juntas en la misma habitación, pero, Dios mío, a saber cuándo tendrá la intención de regresar.
Mucho antes de que Jorgina volviera, los tres chicos estaban profundamente dormidos. No pudieron oírla, por tanto, cuando ella abrió la puerta del dormitorio de Ana ni cuando se desnudaba y se lavaba los dientes. Tampoco oyeron el leve crujido de la cama al meterse en ella. Estaban demasiado cansados e ineptos para enterarse de nada, hasta que el sol, inundando sus habitaciones, no los despertase por la mañana.
Cuando Ana se despertó al día siguiente, lo primero que hizo fue preguntarse dónde se encontraba. Observó extrañada su pequeña cama y el inclinado techo de la habitación, así como las rosas rojas que se mecían suavemente en el antepecho de una ventana. De repente lo recordó todo.
"¡Estoy en Bahía Kirrin pasando las vacaciones!", se dijo a sí misma, mientras golpeaba el colchón con las piernas, en un gesto de alegría.
Entonces reparó en la otra cama. Sólo pudo ver un trozo de cabeza con cabellos rizados: lo demás estaba envuelto en las sábanas. En cuanto Ana vio que el bulto se movía algo, empezó a hablar:
– ¡Hola! ¿Eres Jorgina?
La muchachita que había en la otra cama se incorporó y observó a Ana. Tenía el pelo muy rizado y corto, casi tan corto como el de los chicos. Su tez estaba soberanamente bronceada por el sol y sus ojos azules brillaban, enmarcados por un rostro singularmente bello. Pero su boca se torcía con una mueca de descontento y en la frente podía notarse un ceño similar al de su padre.
– No -dijo-. Yo no soy Jorgina.
– ¡Oh! -dijo Ana, sorprendida-. Entonces, ¿quién eres?
– Yo soy Jorge -dijo la muchacha-. Sólo te contestaré si me llamas Jorge. Odio ser una chica. No quiero serlo. No me gusta hacer nada de lo hacen las chicas. Me gustan las cosas que hacen los chicos. Puedo trepar a los árboles mejor que cualquier muchacho y también nado como ellos. Remo mejor que lo pueda hacer un pescador de por aquí. Si quieres que te hable me has de llamar Jorge. Si no, no.
– ¡Oh! -dijo Ana, considerando lo extraordinaria que era su prima-. Muy bien. Me da igual llamarte de un modo o de otro. También Jorge es un bonito nombre. No me gusta mucho el de Jorgina. Además, tú pareces enteramente un chico.
– ¿Verdad que sí? -dijo Jorge, desarrugando el ceño durante un instante-. Mi madre está muy disgustada porque me dejo el pelo muy corto. Antes tenía una melena horrible.
Las dos niñas se miraron durante unos instantes.
– ¿No te da asco ser una chica? -preguntó Jorge.
– No, por supuesto -dijo Ana-. Me gusta llevar trajes bonitos y jugar con mis muñecas: esas cosas no las pueden hacer los chicos.
– ¡Bah! ¡Vaya fastidio tener que preocuparse por los trajes bonitos! -dijo Jorge, con voz desdeñosa-. ¡Y además, muñecas! Total: que eres una criatura. Es lo único que puedo decir.
Ana se sintió ofendida.
– Eres poco cortés -dijo-. No creas que mis hermanos vayan a formar una buena opinión de ti se te portas como si lo supieras todo. Ellos son realmente chicos, no chicos simulados, como eres tú.
– Está bien. Si les va a molestar mi trato, yo, por mi parte, no quiero conocerlos ni saber nada de ellos -dijo Jorge, saltando de la cama-. Yo no le he pedido a nadie que vinieseis a esta casa a interferirse en mi vida. Soy perfectamente feliz estando sola. Todo lo que he conseguido hasta ahora es tener la oportunidad de conocer a una niña tonta que le gustan los trajes bonitos y las muñecas, y a dos primos estúpidos.
Ana tuvo la sensación de que las vacaciones habían tenido un mal comienzo. Se puso unos shorts grises y un jersey rojo. Jorge se puso también unos shorts y un jersey masculino.
En cuanto acabaron de arreglarse llamaron los chicos a la puerta del dormitorio.
– ¿Estáis ya listas? ¿Estás ahí, Jorgina? ¡Prima Jorgina, sal, que te queremos conocer!
Jorge abrió rápidamente la puerta y salió de la habitación muy erguida. No acusó recibo en lo más mínimo de la presencia de los dos sorprendidos muchachos. Sin hacerles caso, empezó a bajar la escalera. Los otros tres se miraron unos a otros.
– No contesta nunca cuando la llaman Jorgina -explicó Ana-. Es una chica muy rara. Dice que no quiere saber nada de nosotros, que nos hemos interferido en su vida. Se ha reído de mí y se ha portado conmigo de un modo desagradable.
Julián rodeó a Ana con el brazo para consolarla. Parecía muy resentida.
– ¡Ánimo! -le dijo-. Nos tienes a nosotros, que te queremos bien. Vamos abajo a tomar el desayuno.
Los tres estaban verdaderamente hambrientos. Les llegaba del comedor un agradable olor a jamón y huevos. Bajaron rápidamente la escalera y le dieron los buenos días a su tía Fanny, que en aquel momento servía el desayuno. El tío estaba sentado a la cabecera de la mesa leyendo el periódico. Hizo a los chicos un gesto con la cabeza en señal de saludo. Éstos se sentaron a la mesa sin pronunciar palabra: no sabían si les estaría permitido hablar durante las comidas. En casa sí que los dejaban sus padres, pero tío Quintín parecía muy severo.
Jorge estaba también allí tomándose una rodaja de pan tostado con mantequilla. Miraba a sus primos muy enfurruñada.
– No te portes de un modo tan desagradable -dijo su madre-. Espero que os hayáis hecho amigos ya. Te gustará mucho jugar con ellos. Esta mañana podrías enseñar a tus primos la bahía y los sitios mejores donde bañarse.
– Yo pienso ir a pescar -dijo Jorge.
Su padre levantó rápidamente la vista del periódico.
– No irás -dijo-. Tienes que dejar los malos modos y acompañar a tus primos a la bahía. ¿Me has oído?
– Sí -dijo Jorge, frunciendo el ceño lo mismo que su padre.
– Oh, nosotros podemos muy bien ir solos a ver la bahía, si es que Jorge se quiere ir de pesca -dijo Ana al punto, pensando que sería mejor que Jorge no los acompañara, si estaba tan de mal humor.
– Jorge hará exactamente lo que le acabo de decir -dijo su padre-. Y si no, tendrá que entendérselas conmigo.
Total que, poco después de haber terminado de desayunarse, los cuatro niños estaban ya preparados para marcharse a la playa. Fueron corriendo alegremente por una senda que comunicaba la casa con la bahía. Hasta la misma Jorge dejó de fruncir el ceño cuando sintió la fuerza de los rayos del sol sobre su rostro y contempló sobre el mar los danzantes destellos de su luz.
– Puedes irte a pescar si quieres -dijo Ana cuando hubieron llegado a la playa-. No lo diremos a nadie. Has de saber que no tenemos intención de interferirnos en tu vida. Nosotros ya nos hacemos suficiente compañía: y si a ti no te gusta acompañarnos, te marchas y en paz.
– Pues a nosotros nos gustaría mucho que nos acompañaras -dijo Julián, generosamente. Él había notado, por supuesto, que Jorge era arisca y de malos modales. Pero no podía impedir el sentir cierta atracción hacia aquella extraña personita de cortos cabellos y erguida espalda, brillantes ojos azules y labios contraídos en disgustado mohín.
Jorge se le encaró.
– Pues ya ves -le dijo-. No tengo la menor intención de trabar amistad con nadie que sea primo mío o alguna estupidez por el estilo. Sólo me hago amiga de las personas que me son simpáticas.
– A nosotros nos pasa igual -dijo Julián-. Y, por supuesto, tú también puedes sernos antipática: no lo olvides.
– Oh -dijo Jorge, indiferentemente-. Desde luego que puedo seros antipática. Ahora que lo pienso, hay mucha gente que me tiene antipatía.
Ana, mientras tanto, se había dedicado a explorar la bahía. A su entrada podía distinguirse un extraño islote rocoso en cuya parte más alta había un antiguo castillo en ruinas.
– Qué isla más bonita, ¿verdad? -dijo-. Me gustaría saber cómo se llama.
– Se llama la Isla Kirrin -dijo Jorge, volviendo sus ojos azul-mar en dirección al islote-. Si me sois simpáticos os llevaré algún día a verla. Pero no puedo prometerlo. Sólo se puede ir en bote.
– Y ¿a quién pertenece la isla? -preguntó Julián.
Jorge lanzó una respuesta que los dejó desconcertados.
– Me pertenece a mí -dijo-. Por lo menos, algún día me pertenecerá. ¡Tendré entonces una isla y un castillo propios!