CAPÍTULO 11

Lo primero que hago al llegar a casa es abrir el minúsculo buzón metálico del apartamento 708, recoger la última pila de correo y dirigirme a la conserjería.

– ¿Hay algo para mí? -le pregunto a Fidel, que es el portero del edificio desde antes de que yo me mudase.

Mira debajo del mostrador, donde guarda los paquetes.

– ¿Puede mirar también lo de Sidney? -añado.

Se levanta con una caja de cartón con una etiqueta de Federal Express y la deja sobre el mostrador. Repica como una maraca.

– Para usted no hay nada; pastillas para Sidney -dice Fidel, enarbolando su amplia sonrisa.

Con el maletín en una mano y el correo en la otra, me pongo el paquete bajo el brazo, lo levanto del mostrador y me voy hacia el ascensor.

– Buenas noches, Fidel.

Sujeto como puedo la esquina de la caja demasiado grande para apretar el botón del ascensor con el número siete, miro el nombre en el paquete. Sidney Gottesman. Apartamento 709. Sidney es mi vecino desde hace dos años y celebra su noventa y seis aniversario en octubre. Y lleva dos meses en cama. Cuando llegué a la casa, un domingo de Super Bowl, fue muy amable conmigo y me invitó a ver el partido en su casa: se quedó dormido en el segundo cuarto. Cuando los médicos le amputaron la pierna derecha debido a complicaciones de su diabetes, hice todo lo posible por devolverle el favor. Puede recoger su correo en la silla de ruedas, pero no soporta llevar paquetes. Haciendo equilibrios con el paquete bajo un brazo y el maletín en el otro, llamo a su puerta.

– ¡Sidney! ¡Soy yo!

No contesta. Nunca contesta. Como ya sé la rutina, dejo la caja en la alfombrilla de goma y cruzo el pasillo hasta mi apartamento. Al girarme, el pasillo sigue en silencio. Más que cuando llegué. El aire acondicionado del edificio zumba. La secadora de la lavandería rueda. Detrás de mí oigo la llegada metálica del ascensor. Me giro en redondo para ver quién es, pero no sale nadie. La puerta vuelve a cerrarse. El pasillo continúa en silencio.

Al buscar las llaves meto la mano en el bolsillo derecho, después en el izquierdo. No están. Maldición. No me digas que… las habré dejado abajo donde el… No, aquí, las tengo en la mano. Sin perder tiempo, meto la llave en mi puerta y la giro.

– ¿Qué, buscando un trabajo nuevo? -pregunta una voz de hombre un poco más allá del pasillo.

Me giro hacia la derecha, sobresaltado, y veo a mi vecino de al lado, Joel Westman, que sale de su apartamento.

– ¿Perdón? -digo.

– Un tipo llamó esta tarde a mi puerta y me hizo unas cuantas preguntitas sobre usted. La última vez que pasó eso, era el FBI.

El maletín se me resbala de la mano y cae al suelo. Al golpearse, se abren los cierres y mis papeles se desparraman por delante de la puerta.

– ¿Está usted bien? -pregunta Joel.

– S-sí. Desde luego -digo, luchando por devolver los papeles a su sitio. Cuando empecé en la Casa Blanca, el FBI habló con mis vecinos como parte de su examen de seguridad. Anden en lo que anden, van más de prisa de lo que esperaba.

– ¿Entonces no está buscando otro trabajo?

– No -digo con una risa forzada-. Probablemente anden poniendo al día sus archivos -como Joel se va por el pasillo, añado-: ¿Qué preguntaron?

– Esta vez era sólo uno. Veintimuchos. Acento de Boston. Con unas buenas cadenas de oro.

Miro sorprendido a Joel, pero ahogo mi reacción. ¿Desde cuándo los del FBI llevan cadenas de oro?

– Sí, ya sé, bastante raro, pero… eh, cualquier cosa para que la nación esté a salvo -continúa Joel-. Pero no sufra, no preguntó nada especial: qué sabía de usted, a qué horas estaba en casa, qué horarios tenía. Parecido a la otra vez. -Joel empieza a notar el nerviosismo en mi cara-. ¿Se supone que no tenía que decir nada?

– No, no, en absoluto. Esto lo hacen cada dos o tres años. No hay nada de que preocuparse.

Joel se dirige al ascensor y yo intento adivinar con quién habrá hablado. Hace un minuto, estaba aterrado de que fueran del FBI. Ahora rezo para que lo fueran.

Abro la puerta de mi apartamento y veo un papel doblado por la mitad. Alguien lo metió por debajo de la puerta cuando yo no estaba. Tiene un mensaje de tres palabras: «Tenemos que hablar», y lo firma «P. Vaughn».

P. Vaughn, P. Vaughn, P. Vaughn. Doy vueltas al nombre por mi subconsciente pero no sale nada. A mi espalda, la puerta del apartamento se cierra de golpe. El ruido me hace pegar un salto. Aunque el sol todavía no se ha puesto, el apartamento está oscuro. Enciendo las luces del vestíbulo tan pronto como puedo, las de la cocina y la sala. Algo sigue sonando mal.

En la cocina oigo los chasquidos regulares del grifo que gotea. Hace dos días era un ruido que tenía asumido hacía tiempo. Hoy, sólo sirve para recordarme cuando encontré a Caroline. El charquito de café que goteaba en el suelo. Un ojo al frente, el otro bizco.

Cojo una esponja de la barra y la embuto en el desagüe. Eso no impide el goteo, pero amortigua el sonido. Ahora sólo percibo el zumbido en sordina del aire acondicionado central. Desesperado por lograr silencio, me dirijo a la sala y lo apago. Se calla como una tos difícil.

Observo todo el apartamento, estudiando los detalles. Mi mesa. Los muebles alquilados. Los carteles. Todo parece estar igual, pero hay algo distinto. Por ninguna razón especial, mis ojos se fijan en el sofá de cuero negro. Los dos almohadones beige están exactamente donde los dejé. El cojín del medio todavía tiene la marca de donde estuve sentado mirando la televisión anoche. Una única gota de sudor me corre por la nuca. Sin el aire acondicionado, la habitación es agobiante. Vuelvo a mirar el nombre de la nota. P. Vaughn, P. Vaughn. El grifo sigue goteando.

Me descalzo y me quito la camisa. Lo mejor que puedo hacer es perderme en una ducha. Limpiarme. Volver a empezar. Pero al ir hacia el cuarto de baño, descubro, justo al borde del sofá, una pluma tirada en el suelo. No cualquier pluma, sino mi pluma con las barras rojo, blanco y azul de la Casa Blanca. Con el pequeño sello presidencial y las palabras «La Casa Blanca» grabadas en letras de oro. Un regalo de mi primera semana en el trabajo. Todos tenemos una, pero eso no significa que no la valore…, que es exactamente la razón por la que no la dejaría en el suelo. Vuelvo a mirar alrededor y no veo nada fuera de su sitio. Podría simplemente haberse caído de la mesita. Pero al alargar el brazo para recogerla oigo un ruido procedente del armario del vestíbulo.

Nada fuerte, tan sólo un pequeño clic. Como el chasquido de unos dedos. O alguien cambiando el peso de pie. Me doy la vuelta buscando algún movimiento. Nada. Me pongo la camisa y meto la pluma en el bolsillo como si eso ayudase. Nada. El apartamento está tan silencioso que oigo mi propia respiración.

Me acerco lentamente a la puerta del armario. Está ligeramente abierta. Siento cómo me sube la adrenalina. No hay más que un modo de ocuparse de esto. Es hora de dejar de ser víctima. Antes de que pueda pensar en no hacerlo, me lanzo contra la puerta con el hombro. La puerta se cierra de golpe y sujeto el tirador con todas mis fuerzas.

– ¿Quién demonios está ahí? -grito con mi voz más intimidatoria.

Apoyando todo mi peso contra la puerta, me preparo para el impacto. Pero nadie contraataca.

– Conteste -advierto. Pero el apartamento permanece en silencio.

Miro hacia atrás, escudriñando la cocina. Sobre la barra hay un bloque de madera lleno de cuchillos.

– ¡Voy a abrir la puerta y tengo un cuchillo!

Silencio.

– ¡Ya está… salga muy despacio! ¡Cuento hasta tres! Uno… dos… -Abro la puerta de golpe y echo a correr hacia la cocina. Cuando me giro otra vez, ya tengo un cuchillo de carnicero en la mano. Pero lo único que veo es un armario lleno de abrigos.

Doy un paso hacia el armario, esgrimiendo el cuchillo por delante.

– ¿Hola?

En cualquier película de terror adolescente, éste es el momento en que el asesino sale de un salto. Eso no me detiene. Voy abriéndome camino lentamente entre las perchas de abrigos. Cuando he terminado comprendo la verdad: ahí no hay nadie.

Tengo la camisa pegada al pecho por el sudor, vuelvo a llevar el cuchillo a la cocina y enciendo el aire acondicionado. Justo cuando vuelve a zumbar, aprieto la tecla del contestador. Es hora de librarse del silencio.

«Tiene usted un mensaje -me dice la máquina con su voz mecánica-: Sábado, una cincuenta y siete de la tarde.»

Transcurre un segundo hasta que una voz de hombre empieza: «Michael, aquí Randall Adenauer, del FBI. Tenemos cita para el martes, pero me gustaría enviarle algunos agentes maña…», se corta, algo lo distrae. «¡Entonces dígales que lo llamaré yo!» exclama, sonando como si estuviese tapando el auricular. Vuelve al teléfono y añade: «Perdone usted, Michael. Haga el favor de llamarme.»

Saco la pluma de la Casa Blanca del bolsillo, anoto su número y suelto un rápido suspiro de alivio. Fue él quien los mandó, eran ellos, con o sin cadenas de oro, los que deben de haber hablado con Joel. El agente del FBI Vaughn. Aprieto «Borrar» en el contestador y vuelvo al dormitorio. Cuando llego a la mesita de noche, me paro en seco. Ahí está, encima del crucigrama de ayer: una pluma de rayas roja, blanca y azul con las palabras «La Casa Blanca» grabadas. Miro la pluma que tengo en la mano. Luego otra vez la que está en la mesita. Rebobino veinticuatro horas, recuerdo la visita de Pam con la comida tailandesa. Podría perfectamente ser la de Pam, me digo a mí mismo. Por favor, que sea la de Pam.


El lunes, Día del Trabajo, por la mañana temprano, estoy sentado en el asiento trasero de una camioneta de pasajeros, intentando todavía convencerme a mí mismo de que un agente del FBI se comunica deslizando notas por debajo de la puerta. P. Vaughn. ¿Peter Vaughn? ¿Phillip Vaughn? ¿Quién demonios será ese tipo?

Conducida por un sargento con chaqueta sport gris y corbata estrecha negra, la furgoneta corre como un rayo por la carretera, siguiendo a otras dos idénticas que la preceden. A mi lado va sentada Pam, que no ha dicho una sola palabra desde que nos recogieron a las seis de la mañana en el parking de la West Exec. Los once pasajeros restantes siguen su ejemplo. La verdad, es un pequeño milagro: trece letrados de la Casa Blanca apretados en una furgoneta y ninguno alardeando, ni siquiera hablando. Pero no es sólo lo temprano de la hora lo que nos mantiene a todos en silencio. Es nuestro destino. Hoy enterramos a uno de los nuestros. Veinte minutos después, en la base aérea de Andrews, un guardia de uniforme nos inspecciona en la entrada. Apenas son las seis y media, el cielo todavía está oscuro, pero todo el mundo está bien despierto. Casi hemos llegado. Es la primera vez que voy a una base militar, de manera que espero ver pelotones de jóvenes marcando el paso y corriendo en formación. Pero en cambio, cuando avanzamos por la carretera pavimentada llena de curvas, lo único que descubro son unos pocos edificios bajos que supongo que son dormitorios y un aparcamiento muy amplio con toneladas de coches y unos pocos jeeps militares dispersos. Al final de la carretera, la furgoneta se detiene por fin ante la Sala de VIPS, un edificio de ladrillo de una sola planta muy mundano que evoca toda la creatividad de un estornudo de los cincuenta.

Una vez dentro, prácticamente todos nos vamos hasta el amplio ventanal que da a las pistas. Todos pretenden parecer indiferentes, pero están demasiado inquietos para conseguirlo. Se nota en el modo de moverse. Como un niño que intenta echar una ojeada a los regalos de cumpleaños antes de tiempo. ¿Qué es tan importante? me pregunto. Para obtener respuesta, voy directo al ventanal, dispuesto a no dejarme impresionar. Y entonces lo veo. Las palabras «United States of America» pintadas con enormes letras negras a lo largo del fuselaje blanco y azul, y una gigantesca bandera norteamericana pintada en la cola. Es el avión más grande que he visto nunca: Air Force One. Y vamos a volar en él hasta Minnesotta para el funeral de Caroline.


– ¿Lo has visto? -le pregunto a Pam, que está sentada sola en un banco de un rincón.

– No, yo…

– Vete a la ventana. Te prometo que no quedarás decepcionada. Es como un 747 preñado.

– Michael…

– Sí, ya sé que parezco un turista, pero eso no siempre es tan malo. A veces hay que sacar la cámara, ponerse la camiseta Hard Rock y dejar que todo…

– No somos turistas -gruñe, apuñalándome con una mirada heladora en el pecho-. Vamos a un funeral.

Como de costumbre, tiene razón. Doy un paso atrás para contenerme. Me siento como si midiera medio metro de la cabeza a los pies.

– Perdona. No quería decir que…

– No te preocupes -me dice, evitando mirarme-. Sólo avísame cuando sea la hora de irse.


A las siete menos cuarto nos conducen al avión donde formamos en hilera de a uno. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Uno tras otro. El mensaje está claro: es un funeral, pero al menos haremos algo de trabajo. Miro mi propio maletín y deseo no haberlo cogido. Después miro a Pam. Ella no lleva nada más que un pequeño bolso negro.

Al principio de la cola, al pie de la escalera que sube al avión, está el agente del Servicio Secreto que va comprobando los nombres y credenciales de todos. Al lado del agente está Simon. Lleva un traje negro y una corbata gris plata tipo el-Presidente-llevaba-una-hace-pocas-semanas, y va saludando a cada uno de nosotros según llegamos. No es frecuente que el consejero haga una demostración pública así, y por la expresión tonta de su cara, disfruta de lo lindo. Se le nota en la manera de hinchar el pecho. La cola sigue avanzando y finalmente nuestros ojos establecen contacto. En el momento en que me ve, se da la vuelta y va hacia su secretaria, que está un poco más allá con una tablilla en la mano.

– Tonto del culo -le susurro a Pam.

Cuando llego a la escalerilla doy mi nombre al agente del Servicio Secreto. Busca en la lista que sujeta en la mano.

– Lo siento, señor, ¿cómo era su nombre?

– Michael Garrick -digo, sacando mi tarjeta de identidad de detrás de la corbata.

Comprueba de nuevo.

– Lo lamento, señor Garrick, no lo tengo a usted aquí.

– Eso es imposi… -Me quedo cortado. Por detrás de la gente veo que Simon mira hacia nosotros. Exhibe la misma sonrisa que el día que me mandó a casa. Ese hijo de…

– Llame a Personal -dice Pam al agente-. Verá que está en plantilla.

– A mí no me importa si lo está o no -explica el agente-. Si no está en esta lista, no sube al avión.

– Un momento, ¿puedo interrumpir un momento? -pregunta Simon. Se saca un papel del bolsillo interior de la chaqueta, vuelve a ponerse al principio de la fila y se lo pasa al agente-. Con las prisas por organizar todo esto, creo que sin darme cuenta dejé fuera a algunas personas. Aquí tiene la lista de autorizaciones puesta al día. Tendría que habérsela dado antes…, como ha sido una pérdida tan…

El agente mira la lista y comprueba el código en la hoja de autorización.

– Bien venido a bordo de Air Force One, señor Garrick.

Hago un gesto al agente con la cabeza y clavo mi mirada más fría en Simon. No hay nada que decir. Para subir a bordo, mejor que esté a bordo. Cualquier otra cosa tendría sus consecuencias. Da un paso a un lado y me indica que siga; me recompongo y subo la escalerilla. En un día normal, los empleados utilizan la escalerilla de cola; hoy, subimos por delante.

Cuando entro en la cabina busco alguna azafata con la mirada, pero no hay ninguna.

– ¿Es la primera vez? -pregunta una voz. A mi izquierda hay un chico joven con una camisa almidonada inmaculadamente blanca. Los galones de sus hombros me indican que es de la Fuerza Aérea.

– ¿Son asientos libres o…?

– ¿Cómo se llama usted?

– Michael Garrick.

– Sígame, señor Garrick.

Avanza, decidido, por el pasillo principal que corre a lo largo del lado derecho del avión con filas de sillones de terciopelo con el respaldo bajado y mesitas auxiliares imitando antiguo. Como una sala de estar volante.

Al entrar en la zona de pasajeros, más que meter a todo el mundo en una gran cabina para cien personas, los asientos están divididos en secciones más pequeñas de diez plazas. Los asientos se dan frente, de cinco en cinco, y hay una mesa de fórmica compartida entre tú y la persona de enfrente. Todos mirando a todos. De este modo es más fácil promocionar el trabajo.

– ¿Podría ser un asiento de ventanilla? -pregunto.

– Esta vez, no -dice al pararse. Me señala un asiento de pasillo que mira hacia adelante. En el asiento hay una tarjeta blanca doblada con el sello presidencial. Bajo el sello se lee: «Bien venido a bordo de Air Force One.» Y debajo leo mi nombre: «Señor Garrick.»

Mi reacción es instantánea:

– ¿Puedo quedarme con esto?

– Lo lamento, pero tenemos que guardarla por cuestiones de seguridad.

– Por supuesto -le digo, tendiéndole la tarjeta-. Lo comprendo.

– Es broma. Era una broma, señor Garrick-dice, poniendo la mejor sonrisa que sabe. Y cuando ve que lo he entendido, añade-: Ahora, ¿quiere visitar el resto del avión?

– ¿En serio? Me encantaría. -Por encima de su hombro veo que se acerca Pam-. ¿Sabe qué? De momento pasaré. Tengo algo de trabajo.

Pam comprueba la tarjeta que está frente a mí, ve su nombre y se sienta. Estoy a punto de dejar mi cartera sobre la mesa que hay entre nosotros, pero en vez de eso la pongo debajo del asiento.

– ¿Cómo lo llevas? -le pregunto.

– Pregúntamelo cuando hayamos terminado.


A las siete en punto estamos todos a bordo y preparados para salir, pero como no es un vuelo comercial, la mayoría de la gente no está en su asiento, están de pie, reunidos en pequeños grupos o paseando, explorando el aparato. Sin la menor duda parece más un cóctel que un viaje en avión.

Pam levanta la vista del periódico y me pilla asomado al pasillo para espiar.

– No te preocupes, Michael, vendrá.

Cree que estoy buscando a Nora. Le digo:

– ¿Por qué siempre supones que es por ella?

– ¿Y no es todo por ella?

– Muy graciosa.

– No, gracioso es Charlie Brown… -Levanta el periódico y lo mete en su sitio-. Sí, Charlie Brown… ya lo creo que te gusta esa chica pelirroja…

Me levanto del asiento sin hacerle caso.

– ¿Adonde vas? -pregunta, bajando el periódico.

– Al baño. Volveré en seguida.

Encuentro dos servicios en la parte delantera, los dos ocupados. A mi izquierda, en una mesa plegable bajada hay un plato de caramelos. En el plato hay carteritas de cerillas con el logotipo Air Force One. Cojo una para Pam y otra para mi padre. Antes de poder coger otra para mí, oigo el petardeo rítmico de unos helicópteros que llegan. La puerta del baño se abre, pero yo voy directo a las ventanillas. Atisbo el exterior y veo dos helicópteros idénticos de varios pasajeros. El que lleva a Hartson es Marine One. El otro es un simple señuelo. Trasladándolo en un aparato u otro, confían en que los posibles asesinos no sepan cuál de ellos han de derribar.

Los dos aparatos aterrizan casi al unísono, pero uno está más cerca del avión. Ése es Marine One. Cuando se abre la puerta, la primera persona que sale es el jefe de Gabinete. Tras él aparece un alto consejero, unos pocos adjuntos y, finalmente, Lamb. Este hombre es asombroso. Siempre atento. A continuación aparece Nora, seguida de Christopher, su hermano pequeño, un chico de aspecto nervioso que todavía va al colegio. Los dos vástagos presidenciales se detienen un momento, cogidos de la mano, esperando a sus padres. Primero, la señora Hartson. Luego, el Presidente. Naturalmente, mientras todo el mundo mira a POTUS, yo no puedo quitar los ojos de su hija…

Una mano poderosa se apoya en mi hombro.

– ¿A quién miras? -pregunta Simon.

Me giro rápidamente al reconocer su voz.

– Al Presidente, claro -replico.

– Una vista increíble, ¿no te parece?

– Las he visto mejores -le espeto.

Me lanza una mirada que sé que dejará cicatriz.

– Recuerda dónde estás, Michael. Sería una verdadera lástima que tuvieras que irte a casa.

Siento ganas de pelea, pero ésta no la voy a ganar. Es hora de andar listo. Si Simon quisiera verme fuera, hace tiempo que lo estaría. Sólo quiere silencio. Eso es lo que hará que este asunto no llegue a la prensa; lo que me hará conservar el trabajo; lo que servirá para mantener a Nora a salvo. Y, como ella dijo en la bolera, el único modo que tenemos de llegar al fondo del asunto.

– ¿Nos hemos entendido? -pregunta Simon.

– No tiene que preocuparse por mí -digo, asintiendo con la cabeza.

– Bien -dice con una sonrisa. Se dirige hacia la cola del avión y me deja seguir.

Vuelvo a mi asiento con una sensación como si me hubiesen dado una patada en el estómago.

– ¿Has visto a tu novia? -me pregunta Pam cuando estoy a punto de sentarme. Está otra vez oculta detrás del periódico y su voz tiembla.

– ¿Qué te pasa?

No me contesta. Alargo la mano y le bajo el periódico.

– Pam, dime qué…

Tiene los ojos anegados de lágrimas. El periódico cae sobre la mesa y veo por primera vez lo que leía. Página B6 de la sección metropolitana. Necrológicas. Arriba del todo, una foto de Caroline. El titular dice: «Muere la abogada de la Casa Blanca Caroline G. Penzler.»

Antes de que pueda reaccionar, el avión empieza a moverse. Un tirón brusco hacia adelante hace caer el bolso de Pam al suelo y, al golpear, su pluma de la Casa Blanca rueda por la alfombra. Tras un breve anuncio, recorremos la pista preparados para despegar. Algunos regresan a sus asientos; a otros les da igual. El cóctel continúa. La cabina entera se estremece con el último acelerón del despegue. Aun así, nadie se ha puesto el cinturón. Es un detalle sutil, pero eso implica poder. E incluso camino de un funeral, eso es la esencia de la Casa Blanca.


El aterrizaje en el aeropuerto internacional de Duluth es mucho más suave que el despegue. Cuando ya podemos ver la pista, los monitores de televisión de la cabina cobran destellos de vida. Los televisores están encastrados en la pared, uno encima de la cabeza de la persona a mi izquierda, otro sobre la cabeza a la izquierda de Pam.

En los monitores veo un avión gigantesco azul y blanco a punto de aterrizar. Los noticiarios locales cubren nuestra llegada, y puesto que estamos en su radio de acción, han sintonizado las estaciones de aquí.

Asombroso, me digo a mí mismo.

Dando más crédito a la televisión que a la realidad, mantenemos la vista en los monitores, y en un instante, eso convierte nuestras vidas en la mejor película interactiva del mundo, cuando las ruedas tocan tierra en la tele, notamos cómo tocan debajo de nosotros.

Una vez que han desembarcado los peces gordos, los demás podemos ir hacia la puerta. No hay que andar mucho, pero ya se puede notar el cambio de ánimo. Nadie habla. Nadie se distrae. El jolgorio en el mejor avión privado del mundo se ha terminado. Finalmente, la cola empieza a avanzar y le ofrezco la mano a Pam.

– Vamos, es hora de salir.

Alarga su mano y acepta mi invitación, entrelazando sus dedos con los míos. Le doy un apretón cálido, reconfortante. Un apretón como los que se reservan para los mejores amigos.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunto.

Me aprieta todavía más fuerte y dice una palabra:

– Mejor.

Vamos avanzando lentamente hacia la proa del avión y finalmente vemos lo que produce el retraso en la salida. El Presidente está de pie junto a la puerta principal y va ofreciendo personalmente sus simpatías a cada uno de nosotros.

Ese contacto humano… esa necesidad de ayudar… ésa es exactamente la primera razón por la que vine a trabajar con Hartson. Si estuviera estrechando manos al pie de la pasarela, sería un gesto puramente político, un acto preparado para las cámaras y la reelección. Aquí dentro, la prensa no puede verlo. Es el sueño de cualquier colaborador: un momento que se produce sólo entre él y tú.

Cuando estamos más cerca, veo a la Primera Dama de pie a la izquierda de su marido. Ella conoció a Caroline antes que todos nosotros, algo que puedo descubrir en la tensión de sus labios apretados.

Me lleva otros tres pasos ver esa silueta conocida. Detrás del hombro de Hartson descubro a mi miembro favorito de la Primera Familia de pie en el pasillo y observando los acontecimientos.

Cuando levanta la vista, nuestras miradas se cruzan. Nora me dedica una tímida sonrisa. Está intentando aparentar su indiferencia habitual, pero yo ya empiezo a saber ver lo que hay detrás. La manera en que mira a su padre… luego a su madre… es que ya no son el Presidente y la Primera Dama… son sus padres… eso es lo que puede perder. Para nosotros es un puesto. Para Nora… Si llega a producirse un atisbo de escándalo en torno a ella y el dinero -o, incluso peor, la muerte…-, es su vida.

Suelto la mano de Pam y le hago un ligero gesto con la cabeza a Nora. No estás sola.

No puede evitar devolverme una sonrisa.

Sin decir palabra, Pam vuelve a coger mi mano con fuerza.

– Recuerda solamente esto -me susurra-: «Que cada bestia lleve su carga.»

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