CAPÍTULO 27

Empujo con fuerza la puerta de la antesala, que da un golpe contra la pared.

– ¡Nora! ¿Estás ahí?

No hay respuesta.

Continúo adelante y abro la puerta de mi despacho.

– ¿Nora?

Tampoco hay respuesta. Lo compruebo yo mismo. Sofá, mesa, chimenea, sofá. No se ve a nadie. Quedan siete minutos.

Me giro a toda prisa y corro a los despachos de Julian y Pam.

– ¿Nora?

El de Julian está vacío. Y el de Pam, aunque tiene la luz encendida. Eso quiere decir que todavía está en el… No, ahora no. Si Nora no está aquí ni está arriba, ¿dónde puede…? Sí. Tal vez.

Vuelvo zumbando al pasillo y corro a toda velocidad hacia la salida y me precipito a la avenida West Exec bajando los escalones de unos cuantos grandes saltos. Pero tras pasar muy apretado junto al coche de Simon en el aparcamiento, no me dirijo a la entrada normal bajo el toldo. En vez de eso, voy serpenteando por el flanco norte de la mansión, a todo lo largo del Ala Oeste, más allá de la cocina hasta la entrada de suministros. La tarjeta azul me permite pasar por el centinela, luego tuerzo a la izquierda y voy hacia el único sitio en el que nunca nos han interrumpido.

Pongo la mano en el pomo de la gruesa puerta de metal que sé que ha de estar cerrada. Pero cuando lo giro, se oye un sonido metálico. Y cede. Está abierto. Abro la puerta y entro de un salto.

Mis ojos recorren rápidamente la longitud de la bolera. Calle, bolos, estante de bolas.

– ¡Nora! ¿Estás…?

El corazón se me para y doy un paso atrás, golpeándome contra la puerta justo cuando se cerraba detrás de mí. Ahí. En el suelo. Sus piernas cuelgan ocultas por la mesa de anotaciones y veo el borde de la falda. El cuerpo está inerte. Oh, Dios mío.

– ¡Nora!

Me precipito detrás de la mesa, me dejo caer de rodillas y la tomo entre los brazos. De la nariz brotan dos finos hilillos de sangre que le corren por la cara, reuniéndose en el labio de arriba. Está muy pálida.

– ¡Nora! -le levanto la cabeza y la sacudo. Suelta un suave gemido. No muy seguro de mis primeros auxilios cardiorrespiratorios, le doy una palmada en la mejilla. Otra. Y otra.

– ¡Nora! ¡Soy yo!

Surgiendo de la nada, empieza a reírse, una risita oscura que me produce un escalofrío en la espalda. Levanta el brazo derecho absurdamente por el aire y lo deja caer por detrás de la cabeza, golpeando con la muñeca sobre el suelo pulido. Antes de que yo pueda decir ni una palabra, su risa se convierte en tos. Un ronquido profundo, húmedo que sale directamente de los pulmones.

– Venga, Nora, recupérate -la agarro, frenético, por el delantero de la blusa, tirantes del sostén incluidos, y la incorporo. Al venirse hacia adelante, brota de su boca una oleada de vómito claro que se derrama por toda mi camisa. La suelto del susto, pero como la tos empeora, consigue sentarse por sí misma.

Limpio sus interioridades de mi corbata y ella levanta la vista con los ojos semicerrados, el cuello flojo y dando cabezadas sin control. Todo su cuerpo funciona a cámara lenta.

Empieza a hablar, pero sin ningún sentido. Sólo balbuceos y palabras entrecortadas. Poco a poco, empieza a recuperarse.

– Pues… yo no… tú tienes… Especial K… sólo un poco de K…

Especial K. Ketamina. Enhorabuena a Rolling Stone. Me acuerdo del artículo como si hubiera sido ayer. Se esnifa como la cocaína y, dependiendo de cuánto tomes, estás ido entre diez y treinta minutos.

– ¿Cuánto te has tomado, Nora?

No me contesta.

– ¿Cuánto, Nora? ¡Dímelo!

Nada.

– ¡Nora!

Justo entonces, me mira y, por primera vez, veo en sus ojos que me reconoce. Parpadea dos veces e inclina la cabeza.

– ¿Los engañamos?

– ¿Cuánto has tomado?

Cierra los ojos.

– No lo suficiente.

Muy bien, eso ya es una respuesta. Está volviendo en sí. Miro el reloj: cinco minutos para que empiece, más cuatro de introducción. Me precipito al teléfono, llamo a la operadora y le pido que envíe un mensaje a Trey. Vuelvo corriendo junto a Nora y la ayudo a levantarse.

– Déjame sola -dice, apartándose.

La cojo por los hombros.

– ¡No empieces a pelearte conmigo! ¡Ahora no! -Veo que está a punto de caerse y la empujo sobre el asiento de la mesa de anotaciones y le doy otra bofetada en la mejilla, no demasiado fuerte, no quiero hacerle daño, sólo lo justo para…

– Por favor, Michael, no te enfades conmigo. Por favor.

– No quiero hablar del asunto -le replico.

Sobre la mesa de anotaciones veo su bolso abierto. Saco el contenido lo más de prisa que puedo. Llaves, pañuelos, y un tubito metálico de lápiz de labios que, gracias a la inclinación de la mesa, viene rodando hacia mí. Lo cazo justo cuando se cae, parece lápiz de labios, pero… Le quito la tapa y veo un polvo blanco. ¿Cómo puede esta chica ser al mismo tiempo tan lista y tan estúpida? Incapaz de responderme, vuelvo a poner la tapa y lo meto en el surco donde se sujetan los lápices. En este preciso momento, hay cosas más importantes de las que ocuparse.

Cojo los pañuelos, abro el paquete, escupo en uno de ellos y, como cualquier madre a su hijo, limpio la cara de Nora. La sangre de su nariz está fresca. Se quita con facilidad. Con la mano derecha le aparto el pelo de la cara pero vuelve a caerse. Se lo aparto de nuevo y se lo encajo detrás de la oreja. Que se aguante ahí como sea. Una vez el pelo fuera del camino, le levanto la barbilla y puedo verla mejor. Con el puño de la camisa, quito el último resto de vómito que tiene en la comisura de la boca. Por el modo en que se le caen los labios, comprendo que todavía no ha vuelto en sí del todo. Pero su aspecto, tras comprobar el resto de su persona, no es demasiado malo. Está inclinada hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas. Posición de impacto.

Además, el vómito lo tengo todo yo. Ella está limpia. Y «Dateline» esperando.

Vuelvo corriendo al teléfono y llamo otra vez a la operadora. Me dice que ya ha pasado el mensaje a Trey. Pero que aún no ha contestado. Ya deben de estar empezando.

– ¡Levántate, Nora! -grito corriendo a su lado. La cojo por las muñecas e intento ponerla en pie. Pero ella no colabora, se limita a seguir sentada-. ¡Vamos! -le chillo, y tiro más fuerte-. ¡Levántate! -Pero no se mueve.

Paso por detrás del respaldo de la silla de anotaciones, me echo la corbata por encima del hombro, deslizo los brazos bajo sus axilas y, cuando ya la tengo bien cogida, tiro hacia arriba tanto como puedo. Es un peso muerto. Noto un agudo chasquido en la espalda, pero no hago caso. Por supuesto que siento tentaciones de dejarla allí colgada… catorce plenos y fuera. La cuestión es que, si no la llevo al programa… mierda. Hay veces que no me soporto a mí mismo. Es un puto programa de televisión. Toda esta mierda por un programa de televisión.

– ¡Nora, por Dios, levántate!

Con un último tirón la levanto y ya está. Todavía podemos llegar, me digo, pero en el instante en que la tengo derecha, las piernas se doblan bajo su peso. Damos un traspiés hacia adelante, totalmente desequilibrados. Y, con un golpe sordo, otra vez al suelo, los dos sentados.

La observo. Los dos jadeamos. Pero hemos llegado aquí, nuestros pechos suben y bajan exactamente al mismo ritmo. Para desmarcarme, ralentizo mi respiración y me aparto. La mantengo sentada los siguientes treinta segundos viendo cómo vuelve el color a su cara. No hay elección: si queremos salir de aquí, tengo que darle un minuto. Lentamente, alza la cabeza.

– De verdad, Michael, yo no quería romper mi promesa.

– ¿Entonces esto sucedió solo?

– No lo entiendes.

– ¿No lo entiendo? Tú eres la que…

Antes de que pueda terminar, la puerta de la bolera se abre con fuerza y Trey entra trayendo un estuche y una brocha de maquillaje. Siento la tentación de sentirme aliviado, hasta que veo quién llega tras él: Susan Hartson. A pesar de la laca atómica, su pelo castaño claro rebota con rabia contra sus hombros, y a la luz fluorescente de la bolera el pastel de maquillaje de su cara ya no logra ocultar la dureza de sus rasgos. Negándose a tocar algo, entra en la bolera como una madre entraría en un club juvenil.

– ¿Podrá llegar? -brama.

– Acaban de meter la introducción -me dice Trey, apresurándose-. Tenemos tres minutos.

Pongo a Nora sobre sus pies, pero sigue sin equilibrio. La sujeto y la dejo recuperarse un segundo. Está arrimada contra mi hombro, con los brazos enganchados a mi cuello. Tras un momento, todavía colgada de mí, va ganando rápidamente la batalla de mantenerse derecha. Al mismo tiempo, la Primera Dama se abre paso, apartando a Trey, y avanza hasta quedar cara a cara con su hija. Y conmigo. Sin decir palabra, la señora Hartson se lame el pulgar y limpia, rabiosa, con su saliva los últimos restos de sangre de la nariz de Nora.

– Perdona, mami -dice Nora-. Yo no pensaba…

– Cállate. Ahora, no.

Noto que Nora se tensa. Sin siquiera respirar, ya se sostiene por su cuenta. Levanta la barbilla y mira a su madre a los ojos.

– Ya podemos ir, mami.

Siguiendo el olor ácido, la Primera Dama contempla mi camisa vomitada y luego, sin mover la cabeza, levanta la mirada para clavármela en los ojos. No sé muy bien si me está culpando o solamente estudiando mi rostro. Finalmente, me espeta:

– ¿Cree que podrá hacerlo?

– Lleva años haciéndolo -le replico.

– Señora Hartson -interviene Trey-, todavía podemos…

– Dígales que vamos para allá -dice la Primera Dama sin apartar los ojos de mí.

Trey corre a la salida. La Primera Dama se vuelve hacia su hija, la coge por el brazo y tira de ella hacia la puerta. No hay tiempo para despedidas. Nora sale la primera y la señora Hartson detrás. Yo me quedo allí de pie.

Una vez que se han ido, miro para atrás y veo el bolso de Nora en la mesa de anotaciones. Qué jodida estupidez. Meto otra vez las llaves y los pañuelos dentro y veo el tubito plateado que parece un lápiz de labios. Si lo dejo por ahí, alguien lo encontrará. Bien… puede que ésta sea la mejor forma de ayudarla. Durante un minuto entero me quedo inmóvil, calculando mentalmente las consecuencias. Esto no es un rumor sobre asientos traseros en Princeton. Esto son drogas en la misma Casa Blanca. Mis ojos se clavan en el tubo brillante, observando cómo reluce con el reflejo de las luces del techo. Tan pulido, tan perfecto en su curva convexa, es como si viera una versión troquelada de mí mismo. Yo. Todo está en mis manos. Lo único que tengo que hacer es herirla.

Eso es.

Como un niño pequeño que juega a las canicas, levanto el tubo de Nora, lo aprieto en el puño y, con una breve oración, me lo meto bien dentro del bolsillo del pantalón, rezando para que no sea éste el momento que en el futuro recordaré siempre con pesar.


Una breve escala en el servicio de caballeros para mandar lo que queda del Especial K de Nora por la tubería antes de dirigirme por fin otra vez a la oficina. La hora siguiente la paso con los ojos pegados al pequeño televisor. Las bromas de Hartson deben de haber funcionado, porque Stulberg abrió hablando sus buenos dos minutos, con lo que Nora tuvo tiempo suficiente para cambiarse de vestido y ponerse un poco de colorete en las mejillas.

Como era de esperar, la mayor parte de las preguntas son para el Presidente, pero Stulberg no es ninguna idiota. Los Estados Unidos aman la familia, y por eso la sexta pregunta va para Nora. Y la séptima. Y la décima. Y la undécima. Y la duodécima. A cada una de ellas, contengo el aliento. Pero pregunten lo que pregunten, ya sea sobre si está indecisa ante los planes para el posgrado, o qué se siente al volver a vivir en la Casa Blanca, Nora lo encaja. Algunas veces vacila, otras se coloca el pelo detrás de la oreja, pero en todas las respuestas es toda aplomo y sonrisas, nunca discute. Hace incluso una broma con eso de que la llamen «la primera pasota», sutil momento de humildad que hará babear a los santones de las tertulias televisivas del domingo que se desharán en elogios.

A las nueve en punto se ha acabado y yo estoy verdaderamente atónito. De alguna manera, y como siempre, Nora lo superó… lo que significa que en cualquier momento alguien…

– ¿Qué medalla me merezco? -pregunta Trey al abrir la puerta de mi despacho-. ¿El corazón púrpura? ¿La medalla de honor? ¿La cinta roja al valor?

– ¿Cuál es la que te dan cuando te pegan en la barriga?

– El corazón púrpura es para cuando te hieren.

– Entonces, ésa es la tuya.

– Estupendo. Gracias. Tú también te ganas una.

Trey se acerca al sofá y se deja caer en él. Ambos mantenemos un silencio mortal. Ninguno de los dos tiene que decir ni una palabra.

Finalmente, sin embargo, acabo por ceder.

– ¿Te dijo algo la Primera Dama?

– Como si nunca hubiera sucedido -contesta, meneando la cabeza.

– ¿Y Nora?

– Me sopló un «gracias» al salir. -Se sienta muy derecho y añade-: Déjame que te diga una cosa, amiguito: esa chica es la reina de los psicópatas, ¿sabes qué quiero decir?

– No quiero comentarlo.

– ¿Por qué? ¿Tan ocupado estás de repente?

Llaman con fuerza a la puerta. Miro a Trey.

– ¿Quién es? -pregunto.

La puerta se abre y una figura familiar aparece. La boca se me seca. Trey ve mi expresión y vuelve la vista.

– Hola, Pam -dice displicentemente.

– Buen trabajo con la entrevista -responde ella-. Todavía lo están celebrando en la Sala Diplomática. Hasta a Hartson se lo veía relajado.

Trey no puede evitar estar radiante. Mis ojos siguen fijos en Pam. En su sonrisa puedo ver que no tiene ni idea de lo que nosotros hemos visto. Ni de lo que sabemos.

– ¿Qué hay por ahí? -pregunto.

– Nada -responde-. Por cierto, ¿habéis visto la encuesta en directo que hizo la NBC con el Herald? Después de la entrevista, preguntaron a cien alumnos de quinto grado si les gustaría ser Nora Hartson. Diecinueve dijeron que sí porque podrían conseguir todo lo que quisieran. Ochenta y uno, que no, porque no merecía la pena tanto dolor de cabeza. ¿Y dicen que nuestra política educativa no tiene eficacia? Por favor… si ochenta y uno de ellos son Einsteins.

Evito responder para que las cosas sigan tranquilas.

– Trey, ¿no tienes que llevar a la señora Hartson a ese acto de recogida de fondos?

– No.

Tiene la esperanza de quedarse y presenciar el espectáculo. Le lanzo una mirada.


– ¿No tienes un hobby o algo en lo que tuvieras que estar trabajando?

– ¿Hobby? -exclama con una carcajada-. ¡Yo trabajo aquí!

Endurezco la mirada.

– Vale, vale, me quito de en medio -se dirige hacia la puerta y añade-: Me alegro de verte, Pam.

La liebre se ha levantado. Pam sabe que pasa algo.

– ¿De qué se trata? -pregunta.

Espero a que Trey cierre la puerta. Desaparece con un portazo. Allá vamos.

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