CAPÍTULO 28

– ¿Qué pasa aquí? -pregunta Pam, plantada frente a mi mesa.

No sé muy bien por dónde empezar.

– ¿Tú has… alguna vez has…?

– Suéltalo, Michael…

– ¿Has estado escuchando por mi línea de teléfono?

Suelta su cartera y la deja caer al suelo.

– ¿Perdón?

– Dime la verdad, Pam, ¿has estado escuchando?

Al contrario que Nora, Pam no estalla. Más bien, se queda confusa.

– ¿Cómo iba a poder escuchar?

– He oído tu teléfono… y he visto que funciona.

– ¿De qué…? ¿Qué teléfono?

– ¡El teléfono de la antesala!

– ¿De qué estás hablando?

Salgo de detrás de la mesa y me precipito por la antesala al despacho de Pam. Descuelgo el teléfono y marco mi extensión. Dos teléfonos suenan simultáneamente. El de mi despacho y el del escritorio pequeño de la antesala.

– ¡Son la misma línea! -exclamo-. ¿De verdad pensabas que no iba a darme cuenta de que tenías el timbre en off?

– Michael, te juro por mi vida que si son la misma línea yo no lo sabía. Tú me has visto cuando estaba sentada ahí, sólo para hablar por teléfono.

– Ésa es la cuestión.

– Espera un minuto -dice empezando a molestarse por fin-. ¿Crees que fingía las conversaciones? ¿Que era alguna especie de complot secreto para engañarte?

– Dímelo tú. Tú eras la única que hablaba por ese teléfono.

– ¿Por el…? No puedo creerlo, Michael. Después de todo lo que te he… ¿Quién te contó ese cuento? ¿Nora?

– A ella no la metas en esto.

– No me digas lo que tengo que hacer. Da igual lo que vieras hacer a Simon, el mundo no se ha confabulado contra ti. Sabes perfectamente cómo funciona aquí el sistema, sigue siendo el gobierno federal. Puede que las líneas se cruzaran cuando estuvieron arreglándolo.

– Y puede que haya estado así todo el tiempo.

– ¡Deja de decir eso!

– Entonces dime la verdad.

– ¡Ya te la he dicho, coño!

– ¿Y ya está? ¿Las líneas eran distintas y cuando las arreglaron la última vez cruzaron la tuya con la mía?

– ¡No sé qué más quieres que te diga! ¡Yo no lo sabía!

– ¿Y nunca estuviste escuchando?

– ¡Nunca! ¡Ni una sola vez!

Ver cómo se pone furiosa no me facilita las cosas.

– ¿Entonces puedo aceptar tu palabra?

– Michael, soy yo -dice dando unos pasos hacia mí.

– Contesta la pregunta.

Sigue sin poder creerlo.

– Yo nunca te mentiría -insiste-. Nunca.

– ¿Estás segura?

– Lo juro.

Ella se lo ha buscado. La miro directamente a los ojos y se lo suelto:

– Entonces, ¿por qué no me contaste que Caroline tenía tu expediente?

Pam se queda clavada en el sitio. Es demasiado lista para acercarse más.

– Venga, Pam, ahora eres un pez gordo, ¿qué responde el pez gordo?

Se niega a responder y aprieta la mandíbula en silencio.

– Te he hecho una pregunta.

Más silencio.

– ¿Has oído lo que te he dicho, Pam? Te pregunté…

– ¿Cómo averiguaste que lo tenía? -su voz es apenas algo más que un susurro-. Dime quién te lo dijo.

– No importa quién me lo dijo, pero…

– ¡Quiero saberlo! -exige-. Fue Nora, ¿verdad? Siempre anda revolviendo…

– Nora no ha tenido nada que ver. Y aunque lo hubiera tenido, eso no cambia las cosas. Así que, ¿por qué tenía Caroline tu expediente?

Empieza a pasear por la antesala y se apoya contra la mesita del fax. Se inclina hacia adelante, se pone una mano en un costado como si le doliera el estómago. Es una postura fetal en vertical.

– Sabía que era ella -dice-. Lo sabía.

– ¿Sabías que era quién?

– Caroline. Era la que tenía acceso. Sólo que yo no quería creérmelo.

– No te entiendo. ¿Qué hay en el expediente?

– En el expediente no hay nada. No era así como trabajaba.

– Deja ya de ser tan críptica, Pam, y dime qué coño hacía.

– Doy por hecho que sacaba aparte la letra pequeña. Era lo que mejor hacía. Quiero decir, no es como si en tu expediente dice «hijo movió hilos para padre retrasado». Probablemente ella simplemente se dio cuenta de que las instituciones en que estaba tu padre eran residencias de grupo. Con un poquito más de trabajo de investigación, ya tenía todo lo que necesitaba.

– ¿Y entonces qué es lo que había en tu letra pequeña?

– Tienes que comprenderlo, fue nada más empezar, todavía estaba…

– Dime lo que hiciste -insisto.

Hace una pausa, cierra el puño y se golpea suavemente con los nudillos varias veces en la mejilla. Penitencia.

– ¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?

– Pam…

Me conoce perfectamente. Al final, pregunta:

– ¿Te acuerdas de en qué estaba trabajando Caroline cuando yo llegué?

Me quedo pensando unos segundos y luego niego con la cabeza.

– Una pista, cuando Blake anunció que dimitía…

– … Kuttler fue nominada. Iba a ocupar el puesto de Blake en el Tribunal Supremo.

– Eso es -dice Pam-. Y ya sabes lo que pasa cuando un magistrado renuncia a su puesto. Cualquier abogado que se precie empieza a pensar que es el más guapo. Así que cuando el Gabinete empezó a revisar en la lista de nominados, nos tocó a nosotros hacer las comprobaciones. Por esa misma época me cayó el primer plazo del crédito escolar para la Facultad de Derecho. Tenía un crédito de noventa mil dólares, o sea que más de mil dólares al mes. Añádele a eso el primero y el último mes de alquiler del apartamento al que acababa de trasladarme, más el depósito de la fianza, más los plazos del coche, más el seguro, más la tarjeta de crédito, más el hecho de que tardas un mes en cobrar la primera paga… llevaba aquí nueve días en total y ya estaba hasta el cuello. Y de pronto, se pone en contacto conmigo una periodista del Washington Post que se llama Inez Cotigliano.

– Ésa es la chica que…

– Ya sé quién es, Michael. Vivía en la habitación de al lado en mi último año de universidad.

– Así que eres tú la que…

– Nunca le dije nada de ti, lo juro por la vida de mi madre. Bailamos aquella vez y nada más. Créeme, para mí fue más que suficiente.

– Te escucho -le digo, cruzando los brazos.

– De todos modos, como yo revisaba a todos los posibles nominados para el Supremo, Inez, como cualquier reportero hambriento de esta ciudad, intentaba descubrir quiénes estaban en la lista restringida.

– Pam, no me digas que tú…

– Me ofreció cinco mil dólares por confirmarle que Kuttler era la que estaba mejor situada. Yo no sabía qué otra cosa hacer. Todo iría bien en cuanto empezaran a venir los cheques del sueldo, pero para eso faltaban tres semanas -mientras cuenta la historia, rehúsa mirarme.

– ¿Y entonces el Post adelantó el dinero?

– ¿El Post? Nunca lo hubieran permitido. Todo venía del bolsillo de Inez, se moría por tener algo grande. Su padre está metido en fondos de inversión en Connecticut. Su familia tiene la patente de la Aspirina o de algo así de absurdo.

– Pero eso era información confidencial.

– Apareció el peor día de mi vida, Michael. Y por si esto te hace sentirte mejor, yo me sentía tan destrozada por el remordimiento que acabé devolviéndole todo el dinero. Tardé casi un año.

– Pero ella tuvo la infor… -Me corto en seco. Juzgar es muy fácil; basta coger la maza. La única pega es que yo sé lo que es que te machaquen los dedos-. Debió de ser un gran día para Inez.

– Su primer trabajo en primera página, en la parte inferior, pero en la Al: «Hartson se queda con tres: Kuttler va primera.» Pero no importaba. El Herald les ganó la baza. Sacaron una historia parecida el mismo día, lo que supongo que significa que yo no era la única que filtraba cosas.

– Eso no es más que buscar excusas y tú lo sabes.

– No llegué a darle nada concreto; sólo le dije quién estaba mejor situado.

– Entonces, ¿qué pasó? ¿Caroline lo descubrió?

– Tardó menos de una semana -dice Pam-. Al repasar mi expediente, probablemente se fijó en la conexión. Inez Cotigliano. Vecina en el colegio. Periodista nueva. En cuanto lo descubrió, podía haberme despedido, pero su norma era mantener a su alrededor a la gente con problemas y cobrar por sus secretos. Y en cuanto quise darme cuenta, estaba atrapada en su red.

– ¿Cómo lo hacía?

Por primera vez desde que empezamos a hablar, Pam me mira. En sus ojos se ve el miedo a ser juzgada.

– ¿Cómo lo hacía? -repito.

– Cuatro días después de publicarse la noticia, recibí un anónimo pidiéndome que pagara diez mil dólares. En dos pagos. Con seis meses de diferencia. -Con aspecto cansado, se sienta-. Me pasé varios días sin dormir. Cada vez que cerraba los ojos, te aseguro, todavía lo veo: todo aquello por lo que había luchado colgando justo allí delante de mí. Y me encontraba tan mal que empecé a escupir sangre. Pero al final… no había manera de impedirlo… y no podía permitirme empezar de nuevo. -Se tapa los ojos con las manos y se frota la parte alta de la frente haciendo círculos lentos, tensos-. Dejé el dinero en una taquilla de Amtrack en la estación Union.

– Creí que no tenías con qué…

– Vendí el coche, fui haciendo de morosa con el préstamo, y saqué el máximo de efectivo autorizado de todas las tarjetas de crédito que conseguí. Mejor ser poco solvente que no tener futuro profesional.

Dice algo más, pero ya no la escucho. Una oleada de ira rompe contra la base de mi cráneo. Hasta los dedos de los pies se me tensan.

– ¿Qué? -me pregunta al ver la rabia en mi rostro.

– ¡Tú lo sabías! -rujo-. ¡Sabías todo el tiempo que era ella la del chantaje!

– Pero eso no…

– ¡Y me mandaste directamente a verla! Cuando vine el primer día y te pregunté si Caroline era de fiar, ¡me dijiste que sí! ¿Qué coño estabas pensando?

– Tranquilízate, Michael.

– ¿Por qué? ¿Para que así puedas seguir con más medias verdades? ¿O para servirme a Inez en bandeja? ¡Me has mentido, Pam! ¡Me mentiste con lo del teléfono, me mentiste en lo del expediente y me mentiste en lo de Caroline! Piénsalo por una vez: si yo no hubiera ido a verla aquel día, nada de esto… -Una vez más me interrumpo y miro atentamente a Pam. Inclinando la cabeza veo cambiar el prisma. Ella sabe lo que pasa por mi mente.

– Espera un momento -me interrumpe-. ¿Tú piensas que yo…?

– ¿Me estás diciendo que me equivoco?

– ¡Estás como una cabra, Michael! ¡Yo no la maté!

– Tú lo has dicho, no yo.

– ¡Nunca le hice nada! ¡Nunca! -insiste-. Lo juro, ¡yo creía que era mi amiga!

– ¿De verdad? ¿Así que todos tus amigos te sacan grandes cantidades de dinero por chantaje? Porque si ése es el caso, me vendrían bien unos miles extra. En billetes pequeños, por supuesto.

– Eres un gilipollas.

– Llámame lo que quieras, por lo menos yo no te estoy exprimiendo para sacarte dinero. Quiero decir, que si eso es un amigo, no resistiría ver a tus enemigos.

– Nunca tuve enemigos. Por lo menos hasta ahora.

– ¿Y qué me dices de…?

– ¿No lo entiendes, Michael? ¿Ni siquiera me has escuchado? Todo lo que yo tenía era una nota y un lugar. Nunca supe quién era.

– Pero tú sabías que Caroline tenía acceso a los expedientes.

– Eso no importaba, era… -se interrumpe-. Era como de mi familia.

Me lleva un segundo procesar esa información.

– ¿Así que nunca sospechaste de ella?

– Sospeché de ti antes que de ella.

No estoy muy seguro de cómo debo reaccionar ante esto.

– Además -continúa Pam-, no hacen falta los archivos del FBI para descubrir que Inez y yo fuimos juntas a la escuela. Imaginé que alguna otra persona había sumado dos y dos y entonces investigó por su cuenta.

– Pero bueno, ¿no te pareció raro cuando Caroline apareció muerta con treinta mil billetes en la caja fuerte y todos nuestros expedientes sobre la mesa? Es decir, que si andas buscando a un chantajista…

– Te juro que fue lo primero que pensé. Pero hasta ese momento yo no había ni alzado una ceja de interrogación.

– ¿Alzar una ceja? ¡Si es como una huella de ADN, lo único que le faltaba era sangre en la punta de los dedos y un tatuaje en la frente que dijera «matamos por dinero»!

– ¡No hagas chistes con esto!

– ¡Entonces deja de hacer el tonto! Una vez muerta Caroline, tú sabías que ella era la chantajista. Yo llevo todo este tiempo husmeando como un loco y tú no me das ni una pista. ¡Ni una!

– Tú ya lo sabías, Michael.

– Yo no…

– ¡Lo sabías! -exclama con rabia renovada-. Lo dijiste la noche que cenamos comida tailandesa. Te preguntabas si a Simon le estarían haciendo chantaje.

– Y tú podrías haberme respondido: «¡Sí! ¡Probablemente, sí! ¡Igual que a mí!» Y en vez de eso dejaste que me reconcomiera.

– ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡He estado de tu parte desde el mismo momento en que empezó todo!

– ¿Entonces por qué no me contaste lo que había pasado con Inez?

– ¡Porque no quería que lo supieras! -grita con voz que retumba por todo el despacho-. ¡Ya está! ¿Esto es lo que quieres? Yo me sentía mortificada cuando sucedió, me daba náuseas.

Y entonces, como si aquello solo no fuera lo bastante malo, Caroline se aprovechó de mi peor momento y me humilló con ello.

Y tú tendrías que ser el que mejor lo entendiera de todos; es mejor guardar la ropa sucia en el armario.

– Sigo sin…

– Eso es lo único que te he ocultado, Michael. Mi ojo morado particular. De lo demás te dije la verdad. Y si tú no te hubieras olido el chantaje por tu cuenta, yo te lo hubiera puesto delante de los ojos.

– Pero aun así, echaste a Inez sobre mí.

– Eso no te lo crees ni por un momento.

Tiene razón. Era un farol para ver cómo reaccionaba. Por lo que veo, pasa.

– ¿Entonces nunca has hablado de esto con Inez?

– Me llamó el día después de que ocurrió. Y le conté menos incluso que a los del FBI. Puedes creerme, si hubiera querido joderte, hubiera hecho lo más fácil de todo.

– ¿Como qué?

– Les hubiera contado lo tuyo -dice clavándome la mirada en los ojos-. Con Nora. De eso podría haber sacado por lo menos veinte mil.

Ya estamos. Sinceridad guerrillera. Si no resultase tan desconcertante, probablemente me echaría a reír. Vuelvo a preguntar:

– ¿Entonces nunca supiste que era Caroline quien exigía dinero?

– No creo que lo pensara nadie. Repásalo, ¿por qué iba a dejar Simon aquel dinero en el bosque? Si hubiera sabido que era Caroline, le habría pagado cara a cara.

No es una mala teoría.

– Tal vez por eso la mató. Cuando fue a contarle a ella el cuento de su versión de la historia, Caroline le hizo algún comentario malicioso y se dio cuenta de que ella era la señorita Dineros.

– Pero ¿matarla por eso? No te ofendas, pero ¿y qué? Ella sabe que es gay. ¿Le importa a alguien?

– Seguro que a Simon, no. Si le importara, nunca hubiera aparecido sin disfraz en un bar gay. Que es por lo que creo que hay algo más que la cuestión gay, no te olvides que Simon tiene mujer y tres hijos. Cualquiera que sea tu opinión, eso no deja de destrozar una vida.

Nos quedamos los dos sentados en silencio, moviendo la cabeza con asentimiento. En un momento, dice Pam:

– Yo sigo pensando que Caroline sabía algo de Nora.

– No quiero hablar de eso.

Pam hace una pausa y continúa:

– Y si no hubiera muerto, apuesto a que te hubiera hecho chantaje a ti. Y que por eso tenía tu expediente.

– Eso nunca lo sabremos -digo, alegrándome de cambiar de tema-. Era su secreto.

– Hablando de secretos, ¿qué pasa con el mío? -pregunta Pam, saltando sobre su propio tema-. ¿Tienes previsto delatarme?

– Tú ahora eres la nueva Reina de la Ética. ¿Tienes pensado trasladar a mi padre?

Nos miramos durante un buen rato y luego bajamos las cabezas con una torpe inclinación de alivio.

– ¿Puedo hacerte una última pregunta? -añado al ver que se gira para marcharse-. ¿Qué ha pasado con el expediente de Vaughn del FBI? Dijiste que nos lo ibas a conseguir.

– Creí que lo habías conseguido a través de Lamb.

– Pues sí. Sólo quería saber por qué no lo conseguí gracias a ti.

Su sonrisa desaparece tal cual. Su entrecejo se tensa y la boca se entreabre de dolor. No, no dolor. Tristeza. Decepción.

– Sigues pensando que yo… después de lo que acabamos de… -la voz vuelve a arrastrarse.

– ¿Qué? ¿Qué ibas a decir?

Ha terminado de darme respuestas. Se precipita hacia la puerta principal de la oficina, tapándose la boca con la mano y conteniendo las lágrimas.

– He hecho cuanto he podido, Michael.

Estoy a punto de seguirla cuando me interrumpe el timbre del teléfono. Resuena simultáneamente en mi despacho y en la antesala. Miro el identificador de llamadas. Llamada exterior. A unos pocos metros, Pam coge la puerta y la abre. Dentro de un segundo se habrá ido. Es difícil, pero elijo esto.

– Aquí Michael -digo al descolgar el teléfono.

Pam sale y la puerta se cierra con un tremendo portazo. Cierro los ojos con fuerza para combatir el ruido.

– ¿Preparado para poner cara de miedo? -pregunta una voz excitada al otro lado del teléfono.

Lo reconozco al instante. Vaughn.

– ¿Está usted loco? -exclamo-. Podrían estar…

– Tardan ochenta segundos en pillar una llamada. No van a encontrar nada.

– Más vale que sea algo bueno.

– ¿Iba a incordiar yo, si no?

Ignoro la pregunta y señalo…

– Veinte segundos.

Va directo al asunto.

– Pues empecé a preguntar a los colegas sobre tu amiguita, ésa, ya sabes, la del papi que manda.

– Entendido -digo, cortante.

– Encontré un par de tíos que la conocen. Parece que sigue con algún problemita de garganta, nariz y oídos… mayormente nariz. Y, ¿cuestión Especial K? Anda comprando como si estuviera en rebajas, un colega de mi colega Pryce dice que es lo que más les va.

– ¿Les? ¿Quiénes son esos les?

– Mira, ahí es donde aprieta el zapato -dice con voz que se pone seria-. Es demasiado lista para ir a comprar los caramelos ella, así que manda al novio a buscarlos.

– ¿Qué novio?

– Por eso llamo, chaval. Me parece que aquella noche del bar te liaron un poco. Aquí, según mi fuente principal, y que lo jura por la vida de su primo, ésa es la verdad…

– Dígame quién es -le exijo.

Me lo lanza directo al estómago.

– No es fácil de decir, Michael. Parece que anda durmiendo con el viejo. Tu jefe favorito.

Simon. No… no puede… Me quedo sin aire tan de repente que casi dejo caer el teléfono. El brazo se me queda tonto y se me cae por el costado. No puede ser.

– Ya sé -dice Vaughn-. Te dan ganas de ir a buscar consuelo, ¿eh? -Antes de que pueda contestar, añade-: Mi colega dice que la primera vez que lo vio pensó que iba de tapadillo, como que no vemos la CNN ni nada. De todos modos, lo sacaron porque estaba preocupado por si lo seguían. Cuando terminaron el negocio, se volvió a su coche y uno de mis chicos que estaba para dar el agua jura que ve a Nora embutida en el asiento de delante. Un buen beso en los labios cuando llega papi, se le tira encima. Y cuando pasan atrás, acción total, tío. Se la hace allí mismo, apretando contra la ventanilla. Mi hombre dice que ella también es fina. Le gusta que se la metan…

– No quiero oírlo.

– Seguro que no, pero si ella anda tirándose a tu patrón, tienes que saber por dónde andan. O sea, que mejor que busquemos un momento para juntarnos.

– ¿Y qué hay de si…?

– Diez segundos -interrumpe-. Apunta. Del viernes en una semana. Siete tarde. Woodley Park Marriott, sala Warren. ¿Lo tienes?

– Sí, ya…

– Cinco segundos. Nos sobra.

– Pero si…

– El viernes que viene, Mikey. Valdrá la pena. -Suena un clic y ya no está.

A solas en la antesala, el silencio me aplasta. No tiene el menor sentido. Si ella… pero no puede. No hay manera. Con el puño apretado, repiqueteo con los nudillos sobre la mesa. No puede ser. Pego un poco más fuerte. Más fuerte. Más fuerte. Golpeo sobre el escritorio hasta que tengo los nudillos despellejados. El del medio está empezando a sangrar. Igual que la nariz de Nora.

Buscando respuestas vuelvo a leer la nota que había tomado. Una semana después del viernes. 19.00 h. Woodley Park Marriott, sala Warren. No consigo sacudirme la náusea que me ahoga, pero me acuerdo de lo que me dijo justo antes de separarnos en el cine. Resta siempre siete. Siete días, siete horas. En un parpadeo, las siete de la tarde se convierten en las doce del mediodía. Una semana a partir del viernes se convierte en este viernes. Mañana. Mañana a mediodía en el Woodley Park Marriott. La clave fue idea de Vaughn. Si el FBI fue capaz de llegar tan cerca de nuestro encuentro en el zoo, necesitaremos algo más que un vendedor de palomitas para conseguir privacidad. Aprovecho los segundos extra para apuntar la hora corregida. Me meto el papel manuscrito en el bolsillo y vuelvo rápidamente a mi despacho y a la única persona que puede resolver mis preguntas.

Según la tostadora, Nora está en la Residencia, pero una llamada de teléfono a su habitación indica otra cosa. Repaso mi copia del horario presidencial y veo por qué. Dentro de quince minutos, la Primera Familia se va de viaje para pasar toda la mañana de mañana en un desayuno de campaña para recaudar fondos. Nueva York y Nueva Jersey. Cinco paradas en total, incluida la noche. Echo una ojeada al reloj y luego otra vez al horario. Si corro, todavía puedo pillarla. Salgo zumbando del despacho. Tengo que saberlo. Pero cuando abro la puerta principal veo que hay alguien que se interpone entre el pasillo y yo.

– ¿Cómo andamos? -pregunta el agente Adenauer-. ¿Le importa si entro?

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