CAPÍTULO 16

El sábado por la mañana el tráfico hacia Virginia no está tan mal como esperaba, ni mucho menos. Había supuesto que iríamos en caravana por el enlace asfaltado en la 1-95, pero el mal tiempo me permite ir rápido hacia Richmond con nada más que cielos grises oscuros y nubes en los ojos. Es uno de esos días sin color, tristes, en que parece estar todo el tiempo a punto de llover. No, no llover. Diluviar. El tipo de días que espantan a la gente.

Casado con el carril izquierdo de la autopista, voy vigilando por precaución el retrovisor hasta estar bien lejos de Washington D. C. Hace ya más de un mes desde la última vez que fui a verlo, y no tengo planes de que me acompañen invitados no deseados.

Durante casi media hora trato de perderme entre las vistas repetitivas del paisaje arbolado. Pero cualquier idea dispersa me lleva otra vez a Caroline. Y a Simon. Y a Nora. Y al dinero.

– ¡Mierda! -exclamo, dando un golpe en el volante. Nunca hay escapatoria. Pongo la radio, busco alguna buena canción ruidosa y con ritmo, y luego pongo el volumen a tope. Abro el techo corredizo sin hacer caso del cielo amenazador. El viento en la cara resulta agradable. Durante las próximas horas haré cuanto esté en mi mano por olvidarme de la vida. Hoy se trata de la familia.

La siguiente media hora de carretera la paso en una caravana de cuatro coches. Yo voy el segundo, con un Toyota marino delante y un Ford verde bosque y un Suburban oscuro detrás. Unirse a unos extraños que llevan tu misma velocidad es uno de los auténticos gozos de viajar. Una defensa conjunta frente a la tecnología del radar de la poli.

A dos salidas de mi destino -Ashland, Virginia-, me salgo de la procesión y me voy al carril derecho. Por el rabillo del ojo me doy cuenta de que el Suburban marrón me sigue. Mera coincidencia, decido. Al frente veo el letrero del Kings Dominion. Siempre me hace gracia que este sitio esté tan cerca del de mi padre. Un parque de atracciones… tan cerca; tan lejos. Doy una buena bocanada a la ironía y una mirada rápida al retrovisor. El Suburban sigue detrás.

Es probable que se salga en el parque de atracciones, no hay mucho más que ver por aquí. Pero al acercarnos a esa salida, no lleva el intermitente. Ni siquiera está frenando. Más bien se me acerca.

Vuelvo la cabeza para poder ver mejor al que conduce… y entonces, se me seca la garganta. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Y por qué va solo? Viro el volante a la derecha y me meto en el arcén de la carretera, lanzándole una nube de polvo y gravilla a la cara. Estamos sólo a unos pocos metros de la salida de Ashland, pero meto un golpe de pierna y aprieto el freno tanto como puedo. Detrás de mí, el Suburban está cegado por el polvo y más cerca que nunca. Consigue dar un buen frenazo, pero el guardabarros delantero le pega un breve mordisco al mío.

Salto del coche y me precipito sobre la puerta del conductor del Suburban.

– ¿¡Qué quiere usted!? -bramo, dando un puñetazo en la ventanilla.

Harry se gira sin inmutarse por mi pregunta. Está concentrado en algo que lleva en el asiento de atrás. No, algo no. Alguien.

Nora se endereza y su risa se me clava.

– ¿Y tú dices que yo soy una conductora alocada? -me pregunta, mientras se reajusta la gorra de béisbol-. Tú te llevas la palma, queridito.


– ¿Qué demonios haces aquí?

– No te enfades -dice Nora, saliendo del Suburban-. Sólo quería…

– ¿Sólo querías qué? ¿Seguirme? ¿Perseguirme por la carretera?

– Yo… sólo quería saber adonde ibas -susurra, mirándose los pies.

– ¿Qué?

– Me dijiste que ibas a visitar a tu padre… pero por el modo en que lo dijiste había algo… Sólo quería estar segura de que te iba bien…

Miro a Harry y luego otra vez a Nora. Con la vista baja, va dando pataditas a los guijarros del suelo. Continúa dudando. Con miedo a abrirse. Vez tras vez, se ha quemado. Y con todo lo que está pasando… la manera en que nos asociaron… lo está poniendo todo en peligro simplemente por estar aquí. Pero aun así, vino.

En el mismo momento en que empiezo a acercarme a ella, sé que Trey me diría que me apartase. Se equivoca. Hay cosas por las que tienes que luchar, aunque eso signifique perderlo todo. Diga lo que diga cualquiera, no hay nada fácil. Le levanto despacio la barbilla.

– Me alegro de que estés aquí.

No puede evitar una sonrisa.

– ¿Entonces es verdad que vas a ver a tu padre?

Asiento con la cabeza.

– ¿Puedo conocerlo?

– Pues…, no creo que sea muy buena idea.

– ¿Por qué no? -pregunta tras una pausa ante mi reacción.

– Porque… ¿Por qué quieres conocerlo, por cierto?

– Porque es tu padre, ¿no?

Lo dice tan rápido como si no cupiera otra respuesta. Pero eso no significa que se lo acepte.

– Si tú lo quieres, lo entenderé.

Seguro que sí. Ella escribió el libro, el prólogo y el epílogo sobre este tema. Y tal vez eso sea parte del problema. Una vez más, volvemos al miedo. Y a la lealtad. No puedo exigirla si yo no la doy.

– Entonces no te importa que él…

– Es tu padre -dice-. No tienes por qué tenerlo escondido.

– No lo tengo escondido.

– Quiero conocerlo, Michael.

Ésta es difícil de rechazar.

– De acuerdo, pero sólo si tú…

– Harry, voy en el coche de Michael -le dice con voz fuerte. Antes de que yo pueda decir una palabra, se va a mi coche y sube.

– Perdone lo del parachoques -me dice Harry mientras se dirige al Suburban-. Tengo presupuesto para pagárselo, si quiere.

– Supongo que… lo que sea… sí -le hablo a Harry pero continúo mirando a Nora.

Cuando abre la puerta, le pregunto:

– ¿Tiene usted que seguir vigilándola?

– Yo no entraré, Michael, pero tengo que seguirlos.

– Me parece bien siempre que sepa una cosa. Cuando lleguemos donde mi padre, tendrá que ir un poco más lejos. No le gustan los polis.


Salgo por la salida de Ashland y no tardamos mucho en meternos en tierras de caballos. En un minuto vamos marcando la doble línea amarilla de la Ruta Uno, y tras una curva a la izquierda vamos subiendo y bajando los puertos y valles de las carreteras más pintorescas de Virginia. Los semáforos se convierten en árboles verdes y cercas amarillas. Los aparcamientos se vuelven lujuriosos campos abiertos. El cielo sigue nublado, pero el dulce olor del aire libre… De repente es el día más soleado del año.

– No quiero ser desagradecida, pero ¿dónde demonios está ese sitio? -pregunta Nora.

No le respondo. Quiero que lo vea por sí misma.

Al frente, los terrenos de las instalaciones se sitúan al lado de una granja familiar. No es que fueran los vecinos favoritos del granjero, pero la perspectiva de tener mano de obra barata le hizo cambiar rápidamente de idea. Una vez que pasamos la granja y sus campos de maíz, giro bruscamente a la izquierda para entrar por la puerta de una valla de troncos sin ningún cartel. El coche va dando saltos por un camino de tierra y llega hasta la entrada principal.

Al pararnos, casi espero que Nora salga corriendo del coche. Pero en cambio, se queda donde está.

– ¿Preparada? -pregunto.

Asiente con la cabeza.

Satisfecho en cierta medida, salgo del coche y cierro la puerta. Quizá por primera vez en su vida, Nora me sigue.

La residencia-hogar ocupa un rancho de una sola planta de los años cincuenta con una puerta amplia y abierta. Menuda seguridad. Dentro es una casa normal, excepto las paredes en las que según vas andando ves colocadas licencias estatales y planos de salida de incendios. En la cocina, un hombre grueso con el pelo de pincho está apoyado en una barra con un periódico abierto ante él.

– Michael, Michael, Michael -dice cantarín con su profundo acento cajún.

– El mundialmente famoso Marlon.

– Mi madre no hizo más que uno. -Lanza una corta mirada a Nora y luego hace una recepción inmediata. Demasiado listo para caer en la gorra de béisbol. Allá vamos.

– Mmmm… mira esto. ¿Qué haces tú aquí tan al sur?

– Lo mismo que un acento criollo tan al norte -replica Nora con una sonrisa.

Marlon suelta una enorme carcajada.

– Muy bueno, hermana. Ya iba siendo hora de que alguien no dijera que era cajún.

Me aclaro la garganta en solicitud de atención.

– Ejem… y sobre mi padre…

– Lleva toda la mañana preguntando por usted -dice Marlon-. Y para que lo sepa, he estado vigilando desde que me llamó, pero no hay nada de qué preocuparse. Por aquí no ha venido ninguna visita desde el jueves.

– ¿Quién vino el jue…?

– Déjalo -dice Nora, inclinándose sobre mi hombro-. Unas horitas.

Tiene razón. Se supone que hoy ha de ser para la familia.

– Lo está esperando -añade Marlon-. En su cuarto.

Nora da el primer paso.

– ¿Todo preparado? -me pregunta.

Tengo los puños apretados y estoy paralizado. No tendría que haberla dejado venir.

– Todo va bien -me dice, separándome los dedos para cogerme de la mano.

– Tú no lo conoces. No es…

– Deja de preocuparte -añade, levantándome la barbilla-. Me encantará. Estoy segura.

Reconfortado por la confianza que hay en su voz, me dirijo titubeante hacia la puerta.

Загрузка...