– ¿Nervioso? -me pregunta Lamb al verme sentado totalmente rígido al otro lado de su mesa con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas.
– No -le respondo.
Sonríe burlón ante la mentira, pero no me lo reprocha.
– Le agradezco que me reciba -añado tan de prisa como puedo. Es el eufemismo del año. Por los salones del EAOE hay personal que mataría a cambio de unas clases particulares con el profesional mejor vestido de la Casa Blanca.
– La primera siempre es la más difícil. Después, todo sale con naturalidad.
Ya sé que tendría que escucharlo, pero mi cerebro continúa ensayando la primera frase: «Buenos días, señor Presidente. Buenos días, señor Presidente. Buenos días…»
– Recuerda simplemente una cosa -continúa Lamb-. Cuando entres allí, no saludes al Presidente. Tú entras; él te mira; tú empiezas. Todo lo demás es perder un tiempo que todos sabemos que no tiene.
Asiento con la cabeza como si lo supiera de sobra.
– Además, no te arredres ante sus reacciones. Su primera respuesta siempre será provocadora: chillará, gritará, bramará. «¿Por qué tenemos que hacer esto así?»
– No comprendo…
– Así se desahoga -explica Lamb-. Sabe que siempre se llegará a algún compromiso, pero necesita demostrarles a todos, incluido él mismo, que todavía lleva con mano firme el timón moral.
– ¿Algo más?
Asiente con la cabeza con su movimiento habitual y añade:
– Sólo que no te olvides de para qué estás allí.
Otra vez me siento perdido.
– Mira, Michael, a la hora de los consejos, los hay de tres tipos: legales, morales y políticos. Lo que puedes hacer, lo que quieres hacer y lo que debes hacer. Tú estarás preparado para los primeros, pero él va a querer de los tres. En otras palabras, no puedes limitarte a entrar allí y decir: «Liquide las escuchas… es lo que corresponde hacer.»
Sigo palmeando ansiosamente mis rodillas.
– Pero ¿y si eso es lo que corresponde hacer?
– Todo lo que te digo es que no te cases con una victoria; mi hígado me dice que éste es un asunto de los que dan votos.
No me gusta cómo suena eso. Pero si Lamb lo dice, será verdad.
– ¿Hay alguna posibilidad de convencerlo de otra manera?
– El tiempo lo dirá -dice Lamb-. Pero yo no apostaría por ello.
Como no me queda nada que decir, me levanto para salir del despacho.
– Por cierto -añade-. He estado hablando por teléfono con el segundo de Adenauer. Tengo una reunión con él más tarde, hoy, así que confío en tener la lista definitiva de sospechosos esta tarde… mañana por la mañana como mucho.
– Estupendo -digo, intentando seguir concentrado. Estoy a punto de volver a pensar en el Despacho Oval, pero me doy cuenta de que hay algo más que tendría que decirle-. Yo tuve otra reunión con el FBI.
– Ya lo sé -dice, pensativo. Apoya ambos codos sobre la mesa-. Gracias por ponerme al día.
En momentos como éste, con aquellas bolsas bajo los ojos todavía más marcadas que de costumbre, es cuando Lawrence Lamb empieza a representar su edad real.
– ¿No va muy bien, verdad? -le pregunto.
– Están empezando a elaborar teorías… lo deduzco por el modo de plantear sus preguntas.
– Me han dado el viernes como fecha tope.
Lamb me mira. Esa parte no la sabía.
– Me aseguraré de que tengamos la lista para mañana. -Y antes incluso de que pueda darle las gracias, añade-: Michael, ¿estás seguro de que ella no conoce a Vaughn?
– Eso creo…
– ¡No me des opiniones! -exclama, levantando la voz-. ¿Lo crees o lo sabes?
– Pues… lo creo -repito bien consciente de que tendré la respuesta verdadera dentro de pocas horas. Es una pregunta asustada en un hombre que nunca se asusta. Pero ni siquiera Lawrence Lamb puede predecir qué hará Nora.
Cruzo hacia el Ala Oeste con quince minutos de adelanto y aunque sé que se considera de mala educación aparecer antes de hora, la verdad es que no me importa.
Entro en la pequeña sala de espera que da al Despacho Oval apretando con mano sudorosa la carpeta con el informe de tres centímetros de grueso.
– Soy Michael Garrick -digo con orgullo al acercarme a la mesa de Barbara Sandberg-. Vengo a ver al Presidente.
La secretaria personal de Hartson alza los ojos al cielo ante mí entusiasmo. Oye lo mismo todos los días.
– ¿Es la primera vez? -pregunta.
Es un golpe bajo, pero es para que sepa quién manda. Barbara es una neoyorquina pequeña, eficiente, que disfruta mordiendo la patilla de sus gafas de leer y que está con el Presidente desde sus días de senador por Florida.
– Sí-respondo con una sonrisa forzada-. ¿Está cumpliendo el horario?
– No sufra -dice, animándose-. Sobrevivirá. Siéntese. Ethan lo llamará cuando esté preparado. Coja un dulce, si quiere. Eso lo calmará.
No tengo apetito, pero aun así cojo un palillo y pincho un cuadradito del dulce que hay en un bol de cristal sobre la mesa de Barbara. Llevo dos años oyendo hablar de esto. «Oh, tienes que probar el dulce de Barbara. Es increíble.» Para los peces gordos, esto es un sobreentendido para presumir de sus visitas al Presidente. Para los que estamos fuera, es un modo de llevar los chistes crueles a su nivel más crudo. Al sentarme en uno de los sillones, sin embargo, por fin conozco la respuesta. Los dulces son magníficos.
Cinco minutos más tarde tengo la boca completamente reseca a causa del dulce y trato con todas mis fuerzas de no mirar el reloj. Lo único que me hace conservar la calma es la foto ampliada que hay tras el escritorio de Barbara: una imagen espectacular del Presidente la noche en que ganó las elecciones. Está con la Primera Dama a su derecha y su hijo y Nora a la izquierda sobre un estrado de Coconut Grove. Según pasan los segundos, me centro en ella. En Nora. Está congelada a medio grito con una extraña sonrisa en la cara, un brazo alzado en el aire y el otro abrazando a su hermano por el cuello. Es la celebración de una victoria, auténtica -sin dolor, sin tristeza-, la euforia plena en los ojos. No tenía ni idea de en qué se estaba metiendo. Ni yo la tengo.
– ¿Un poco más de dulce? -pregunta Barbara. Como no tengo nada más que hacer, me levanto y voy hacia su mesa. Sin embargo, antes de que llegue, mira detrás de mí y sonríe. Alguien entra.
Me giro justo a tiempo y lo veo entrar frente a mí. Mira hacia el otro lado, pero esa figura la reconocería de cualquier modo. Simon.
– Hola, preciosa -dice mientras pincha un trocito de dulce-. ¿Vamos bien de horario?
– La verdad es que bastante bien -responde Barbara-. Ya no tardará mucho.
– Buenos días, Michael -dice cogiendo el sillón en el que yo estaba. Tengo una sensación como si acabasen de darme un puñetazo en el pecho. La rabia empieza a reptar como un pulpo por detrás de mis hombros.
– Oh, vamos -responde a la expresión de mi cara-. ¿De verdad pensabas que ibas a entrar solo?
Antes de que pueda responder, me lanza una carpeta amarilla al pecho. Dentro está lo que ya le han pasado al Presidente: una copia de mi informe de decisiones, con el resumen de la Secretaría del Gabinete grapado encima. Debajo del informe, descubro algo más. El original de la carta sobre Simon que envié a la Oficina de Ética Gubernamental. No puedo creerlo: por eso no recibí las copias de declaración de bienes de Simon. La carta ni siquiera llegó a salir del edificio.
– Hay una errata en el segundo párrafo -me indica Simon, observándome atentamente-. Pensé que probablemente quisieras recuperar lo otro.
¿Cómo demonios…?
Detrás de mí oigo que se abre la puerta del Despacho Oval. Barbara me anuncia:
– Ya está listo. Pueden pasar.
Simon se va directo a la puerta, pasando por delante de mí. Yo lo sigo sintiéndome como a punto de vomitar.
– ¿Qué tal ha ido? -me pregunta Pam.
Estoy de pie frente a su mesa.
– No lo sé, fue como si… -Su teléfono suena e interrumpe mi pensamiento.
– Espera un momento -dice, descolgando-. Aquí Pam. Sí. No, ya lo sé. Lo tendrá la semana próxima. Estupendo. Gracias. -Cuelga y me mira-. Perdona… decías que…
– Es difícil de explicar. Cuando apareció Simon, pen…
El teléfono vuelve a interrumpirme.
– No te preocupes, que suene -me dice Pam.
Estoy a punto de continuar cuando la veo mirar el identificador de la llamada. Conozco esa expresión de susto en su cara. Es una llamada importante.
– No importa -digo-. Cógelo.
– Sólo será un minuto -promete, mientras descuelga el auricular-. Aquí Pam. Sí, yo… ¿qué? No… no lo hará. Prometo que no. -Escucha durante un largo rato. Esto va a durar más de un minuto.
– ¿Por qué no vuelvo más tarde? -le susurro.
– Lo siento muchísimo -me dice sin palabras pero tapando el auricular.
– No te preocupes. No tiene importancia.
Al salir del despacho de Pam procuro decirme a mí mismo que eso es verdad. Y al cruzar la antesala, decido llamar a Trey, que probablemente siga enfadado conmigo. Mientras voy a mi despacho, veo un par de calzoncillos blancos Fruit-of-the-Loom colgados del pomo. Sobre ellos, un cartelito impreso en la láser:
Bien venido a casa, Maestro del Informe.
Besos de Mariposa.
Todas tus adoradoras.
Quito los calzoncillos y abro la puerta. Dentro, todavía es peor. Encima del sillón, tapando el canapé, colgando de las lámparas y de los cuadros, por todas partes hay ropa interior masculina. Calzoncillos, eslips, hasta un taparrabos pequeño de seda. Y para rematarlo, una docena de tangas blancos forman la palabra «Mike» sobre la mesa.
– ¡Saludemos todos al maestro! -exclama Trey desde su escondite detrás de la puerta. Se pone de rodillas y hace una reverencia a mis pies-. ¿Qué decís vos, oh, Maestro del Informe?
– Increíble -le digo, admirando los esfuerzos.
– Te he llenado hasta los cajones -dice muy ufano-. ¿Lo captas? ¿Cajones?
– Lo capto -digo quitando otros tres de la silla-. ¿De dónde has sacado todo esto, por cierto?
– Son míos.
– Increíble -digo, lanzándolos a través del despacho.
– Qué, ¿pensabas que iba a comprar todo esto para una broma de un día? El humor tiene su precio, muchacho. -Olfatea el aire dos veces seguidas-. Y ahora, tú lo estás pagando.
Tengo que admitir que es justo lo que necesitaba.
– Gracias, Trey.
– Sí, sí, sí, pero ahora cuéntame cómo te fue. ¿Pusiste una buena pose para la foto?
– ¿Qué foto?
– Michael, por favor, que soy yo. Sabes muy bien que te sacan una foto cuando pierdes la virginidad. Y por muy asustado que estés, todo el mundo tiene siempre un ojo puesto en la cámara. Siempre.
Deja aflorar una sonrisa mínima.
– ¡Lo sabía! -dice Trey entre risas-. ¡Eres más previsible que un calendario de banco! ¿Qué pusiste? ¿Mentón rígido? ¿Ojos entornados?
– ¿Estás de broma? Saqué la artillería de gala: mentón rígido, labios apretados y dedo señalando el informe, para subrayar la dinámica estudiante-profesor.
– Bonito toque -asiente Trey-. ¿Eso lo convenció de lo de las grabaciones?
– Te lo explicaré de este modo: ¿sabes esa sensación que tienes justo antes de cortarte el pelo? ¿Cuando una mañana te levantas y de repente tu pelo está como una esterilla de baño? ¿Y cada día que pasa está peor? Y entonces, precisamente el día que tienes que ir a cortarte el pelo, te despiertas y por arte de magia, espontáneamente, tienes el pelo fantástico. ¿Sabes lo que te digo? ¿Como que todos tus temores no tenían motivo? -Trey asiente mientras yo hago una pausa preparando el efecto-. ¡Bueno, pues hoy no! -grito a todo pulmón-. ¡Hoy he tenido el pelo espantoso durante todo el día!
– No puede haber salido tan mal -dice Trey, riendo.
– No, fue peor que malo. Fue horrible. Trágico. Tan trágico que se aproximaba a lo poético.
– Lo poético es bueno. A todo el mundo le gusta una buena frase rimada.
– Tú no estabas allí, Trey. Ya estaba bastante nervioso por mi cuenta como para que encima apareciera Simon. Y cuando cogió la solicitud de información financiera y me la metió por el gaznate… qué hijoputa, la guardó sólo para molestarme. Por eso no nos han mandado sus expedientes; de algún modo averiguó lo que pasaba. Y después de aquello, me descentré. Cada vez que el Presidente me hacía una pregunta, yo lo único que me parecía que podía hacer era parpadear.
– Créeme, todo el mundo se siente así ante el Presidente.
– Eso no…
– Eso es verdad; en el momento en que aparece él, ¡zas!, toda la cama meada.
Sigue sin convencerme, pero tengo que sonreír.
– Si tú lo dices…
– Sabes perfectamente que es verdad. Con el Presidente no hay nada pequeño, y cuando te hace una pregunta, quieres saberte la respuesta. Ahora cuéntame qué más pasó. ¿Conseguiste birlar algo gracioso? ¿Lápices? ¿Plumas? ¿Camisetas de tengo-poder-presidencial-corriendo-por-mis-venas?
– No tanto -digo, sentándome-. Sólo esto… -Meto la mano en el bolsillo y saco un par de gemelos con el sello presidencial.
– No me digas que…
– Se los quitó de su propia camisa. Creo que fue su manera de tranquilizarme.
– ¿Tranquilizarte? Zopenco, ¡has conseguido los gemelos del gran jefazo! ¡Tiene que haberle gustado lo que le dijiste!
– Ya lo veremos cuando tome su decisión. Deben de estar votando en estos mom…
El timbre del teléfono me interrumpe. El identificador de llamadas dice llamada externa. Podría ser ésta.
– ¿No vas a cogerlo? -pregunta Trey.
– Aquí Michael -contesto.
– Qué, ¿te preguntó por nosotros? -dice Nora con una carcajada.
– ¿Qué quieres decir?
– Papá. ¿Te preguntó si me metías mano?
– Esa cuestión decidió no tocarla -digo, preguntándome todavía cómo pudo Simon descubrir lo de mi solicitud-. Probablemente ya tenía razones suficientes para odiarme.
– Estoy segura de que lo hiciste muy bien. Te regaló unos gemelos, ¿verdad?
– ¿Cómo lo…?
– Salvo que seas un incompetente total, se los da a todo el mundo el día del primer informe. Tiene docenas en el cajón. Nixon solía hacer lo mismo. Una historia para contar a tus hijos.
Cojo los gemelos y me los vuelvo a guardar en el bolsillo. Sin saber muy bien qué más decir, me siento aliviado al ver la luce-cita roja que me indica que hay una llamada en espera.
– Espera un momento -digo a Nora; paso a la otra línea sin comprobar siquiera quién llama; ha sido una equivocación-. Aquí Michael.
– Buen trabajo, hoy -dice una voz grave. Es Simon.
– Gr-gracias.
– Lo digo en serio, Michael. Al principio tropezaste un poco, pero ahora creo que aprendiste la lección. ¿Tengo razón?
Me está preguntando si voy a dejar las cosas como están. Después de oír que empujó a Adenauer contra mí, es evidente qué alternativa me queda. Aun así, hay algo que no sabe. Si supiera que tengo que ver a Vaughn, diría algo. Lo que significa una de estas dos cosas: o Vaughn tiene realmente algo que ofrecer, o está preparando una trampa bien jodida.
– Sí -vacilo-. Aprendí la lección.
– Bien. Entonces hablemos de las grabaciones.
– Espere un momento. -Pulso una tecla para volver con Nora-. Oye, tengo prisa, es Simon.
– ¿Pero qué…?
Demasiado tarde. Ya no estoy.
– ¿Qué decía de las grabaciones…? -pregunto tras volver a pulsar.
– Fue francamente interesante -me responde-. Cuando tú te marchaste, me fui hasta la Sala Roosevelt para la votación preliminar. El problema era que el FBI, Justicia, hasta los chicos de la policía, todos estaban en contra de nosotros.
No me gusta nada cómo dice «nosotros».
– ¿Entonces qué pasó?
– Justo lo que te acabo de decir. -Y, refiriéndose al jefe de Gabinete, me explica-: Cuando Wesley terminó de contar los votos, me mira y dice: «Siete a dos. Habéis perdido.» Y muy orgulloso de sí mismo, va a decírselo a Hartson. A los diez minutos, vuelve. Y dice mirándome a mí: «Acabo de hablar con el Presidente. Ahora los votos son siete a tres. Habéis ganado.»
Tardo un minuto en asimilarlo. Hasta que, de repente, lo entiendo.
– ¿Gané yo?
– Ganamos nosotros -replica Simon-. Hartson dijo que era lo correcto. Considéralo un regalo. -Y lo que oigo a continuación es un clic. Ha colgado.
– ¿Has ganado? -pregunta Trey.
Sigo sin habla.
– Venga, Michael, te doy treinta segundos para…
¡coño!, la hora. Miro el reloj y echo a correr hacia la puerta, gritándole a Trey hacia atrás:
– ¡Ganamos! ¡Hartson la hizo pasar!
– ¿Entonces dónde vas ahora? ¿A celebrar la victoria?
– Llego tarde a ver a Vaughn.
Trey se levanta de su asiento y viene detrás de mí.
– ¿Estás seguro de que no quieres que…?
– No. No con el FBI espiando.
Los ojos de Trey se entrecierran.
– ¿Qué? -pregunto-. ¿Ahora crees que no tengo que ir?
– No, pero después de lo que pasó en el museo, me parece que deberías llevar refuerzos.
– Agradezco tu ofrecimiento, pero no… ni hablar. -No pienso ponerlo en peligro. AI oír mis palabras, tiene una expresión molesta, casi dolida en la cara. Lo conozco desde hace suficiente tiempo como para saber lo que está pensando-. Piensas que me salgo de mi liga, ¿verdad?
– ¿Quieres saber lo que pienso? -Da una palmada con la mano abierta sobre mi mesa. Luego cierra la mano para pegar con los nudillos. Después otra vez con la palma. Luego otra vez los nudillos. Palma, nudillos, palma, nudillos, palma, nudillos-. Pez fuera del agua.
– Muchas gracias por esa maravillosa imitación de un mimo, pero todo irá bien.
– ¿Y si es una emboscada? Estarás completamente solo. -No es una emboscada -insisto al abrir la puerta-. Esta vez tengo una corazonada.
Bajo corriendo la escalera del EAOE nadando a contracorriente del aluvión de colegas que vuelven de almorzar. Ya fuera de la verja, regateo y empujo entre la masa abriéndome paso hacia la calle Diecisiete. No tengo tiempo de esperar el metro. «¡Taxi!», grito levantando el brazo en el aire. Los dos primeros taxis pasan de largo. Salgo a la calzada agitando la mano. «¡Taxi!»
Un coche verde esmeralda toca la bocina y se para en seco delante de mí. Cuando estoy a punto de entrar, oigo que alguien grita mi nombre:
– ¡Michael!
Levanto la vista y veo a una mujer de pelo muy negro que se abre paso hacia mí. Miro la tarjeta de identidad que lleva al cuello. Es la primera reacción de todos: observar la plaquita. No me gusta lo que veo. Su tarjeta tiene el fondo marrón. Prensa.
– Es usted Michael Garrick, ¿verdad? -me pregunta.
– Y usted es…
– Inez Cotigliano -dice, tendiéndome la mano-. Me puse en contacto con usted…
– Recibí su mensaje. Y su e-mail.
– «Pero todavía no he podido contestarlos» -bromea-. Va usted a herir mis sentimientos.
– No se lo tome como algo personal. He estado muy ocupado.
– Eso tengo entendido. Según el orden del día, hoy tenía que informar. ¿Qué tal le ha ido?
La típica periodista: preguntas y más preguntas. Decido darle lo típico de la Casa Blanca: nada, pero nada.
– No quiero ser grosero, pero ya sabe cuál es el método, llame a la Oficina de Prensa.
Cierro la puerta del taxi e Inez se inclina sobre la ventanilla. Lleva apretados contra el pecho una tablilla y una carpeta de expedientes. El rótulo de la carpeta dice «SETV». Baja la vista para ver qué estoy mirando. Entonces sonríe.
– Lo que le dije era verdad, Michael. Seguimos interesados. Y de ese modo, podrá dar su versión de la historia.
No soy tan idiota.
– Si alguien quiere que le proporcione una buena frase para citar, está apostando por el caballo equivocado.
– ¿Sería más fácil si ofreciéramos algún incentivo económico?
– ¿Desde cuándo el Post paga por una historia?
– No paga -contraataca-. Esto es sólo entre nosotros… considérelo mi manera de darle las gracias.
– ¿Usted no lo entiende, verdad? -le pregunto, moviendo la cabeza-. Hay cosas que no están en venta.
Riéndose para sus adentros, me lanza una sonrisa de incredulidad.
– Lo que usted diga -replica mientras el coche empieza a alejarse de ella-. Aunque yo no estaría tan seguro de eso.
Diez minutos más tarde estoy rodeado de niños. Gordos, callados, gritones, incluso uno con un chándal verde bosque que se agarra la entrepierna con cierta furia. El Zoo Nacional se encuentra justo al final de la avenida de Connecticut y es sin duda una de las mejores atracciones familiares de la ciudad, último hogar de Hsing-Hsing, el famosísimo panda de Nixon. También es uno de los peores lugares para tener un encuentro discreto. Yo soy un traje oscuro de raya diplomática en medio de un océano arco iris de camisetas y cámaras de vídeo que recorre arriba y abajo el pavimento de hormigón del paseo orlado de bancos por el que el público entra al zoo. Si estuviera en llamas, no destacaría más. Tal vez ésa sea la esperanza de Vaughn, que si viene el FBI, les resulte igual de difícil ocultarse. Tomando esa teoría, trato de avizorar gente sin niños. Hay dos adultos jóvenes junto al carrito de helados. Y una mujer sola que se baja de un taxi.
– ¡Palomitas! -canturrea alguien detrás de mí. Me giro rápidamente, sobresaltado. Tengo delante un chaval de dieciocho años con dos cajas de palomitas de rayas rojas y blancas en cada mano-. ¡Palomitaas! -anuncia, arrastrando la última sílaba.
– No, gracias -le digo.
Sin inmutarse, se va al siguiente turista.
– ¡Paalomitaas!
Con la esperanza de ahogar el sonsonete de los vendedores y al mismo tiempo tener una mejor panorámica de la zona, acabo dirigiéndome a uno de los bancos de madera cercanos. Estoy a punto de sentarme cuando descubro un cartelito rojo y blanco: «Zona vigilada por cámaras de seguridad.» Instintivamente miro los árboles tratando de descubrir las cámaras. No las veo por ningún sitio. Pero eso no importa, están ahí. Vigilándome. Vigilándonos. Seas quien seas, Vaughn, rezo para que sepas lo que haces.
Media hora después sigo sentado en el mismo banco de madera, estudiando a la multitud. No lleva mucho tiempo descubrir la secuencia. Familia dentro, familia fuera. Familia dentro, familia fuera. Pero a través del flujo constante de la gente, hay algo fijo: «Paalomitas, paalomitas», una y otra vez la irritante cantinela. «Paalomitas… paalomitas.»
– Déme una -dice una voz grave. Levanto la vista pero está mirando para el otro lado. Es un hombre alto con vaqueros oscuros y un polo rojo vivo. Le da un dólar al chico y coge una caja de palomitas. Sin decir palabra, se ajusta las gafas de sol y se dirige a un banco del otro lado del paseo. No estoy seguro de qué -tal vez el hecho de que esté solo; tal vez mi propia paranoia-, pero algo me dice que lo vigile. Pero cuando estoy a punto de mirarlo bien por primera vez, alguien se para delante de mí y me tapa la vista.
– ¡Paalomitas! -canta el chaval, poniéndome una caja roja y blanca delante de la cara.
– ¡Quítate de en medio! -le grito.
No se da por aludido, y continúa:
– ¡Paalomitas! ¡Paaat Vaaaughn!
Contraataco rápidamente.
– ¿Qué acabas de decir?
– ¡Paalomitas!
Se hace a un lado y miro al otro lado del paseo. El hombre de la camisa roja se ha ido. Me vuelvo hacia el chico y le pregunto:
– ¿Era…?
– Paalomitas… Paaalo… -dice enseñándome su última caja de rayas rojas y blancas.
– Dámela.
Un dólar después, el chico se ha ido y me quedo solo en el banco. Siento tentaciones de mirar hacia atrás, pero es más importante aparentar calma. Con tanta indiferencia como puedo, abro la caja. Dentro apenas hay palomitas, sólo una nota manuscrita pegada dentro. Tengo que inclinar la caja para poder leerla: «Pub Las Cuatro Pes. Tres manzanas al norte. Junto al Up Town.»
Cierro la caja, no puedo vencer a mi instinto y observo para ver quién me está mirando. Que yo pueda decir, no hay nadie. Una rápida inspección del paseo me indica que todo está normal. Familia dentro, familia fuera. Familia dentro, familia fuera. Mientras continúa el desfile de sonrisas, echo a andar de vuelta hacia la avenida de Connecticut y paso ante el carrito de palomitas. «¡Paalomitas!» Ya con la mercancía repuesta, el chico ni siquiera me mira. Lo que hace es volver a meterse entre la multitud. Y yo empiezo a recorrer las tres manzanas de la calle.
Trato de mantener el paso más vivo posible manteniéndome en el lado de la sombra de la avenida de Connecticut. A esta velocidad, si alguien me sigue sería fácil descubrirlo. Aun así, mis ojos saltan de cada coche estacionado a cada árbol y a cada escaparate. Todo me parece sospechoso. Veo que una mujer viene corriendo en mi dirección con un labrador negro. Cuando está a punto de cruzarse conmigo, salgo a la calzada y miro a otro lado. No quiero correr riesgos; mientras mantenga la cabeza hacia abajo, no podrá sacarme una foto. Cuando ha desaparecido, vuelvo a la acera.
A lo lejos ya puedo ver el rótulo de neón rojo del Up Town, el cine antiguo más grande de la ciudad y el edificio más popular del barrio. A su izquierda, media docena de tiendas y restaurantes luchan por llamar la atención. Pero aplastadas por el Up Town, raramente logran que vuelvan a mirarlas. Hoy, sin embargo, hay una que sobresale: Restaurante y Pub Las Cuatro Provincias de Irlanda.
Bajo el letrero verde y rojo ya ajado, echo un vistazo rápido por la manzana. Todo cuadra, no hay caquis ni polos a la vista; ningún coche de los de alrededor lleva matrícula oficial. Paseo la vista incluso por el tejado del Up Town. Que yo vea, nadie saca fotos. Me dirijo a la entrada. Sé que ya está. Es hora de conocer al señor Vaughn.
En cuanto abro la puerta, un tufo de bar me golpea en toda la cara. Me recuerda inmediatamente la primera noche con Nora. En el interior, todo está dispuesto como en un auténtico pub irlandés, dieciséis o veinte mesas, algunos apliques enmarcados de cristales emplomados a la irlandesa, y una vieja barra de roble a lo largo de la pared del fondo. Para mi sorpresa, aquello está atestado. Hay un tipo con uniforme de cartero. Otro con el de Federal Express. El sitio me gusta. Nada de turistas. Sólo gente del barrio.
– Siéntese en la barra -me dice una camarera al pasar veloz junto a mí-. Tendré una mesa dentro de un momento.
Sigo sus instrucciones, me encaramo a un taburete y observo la clientela de la hora del almuerzo. Nada demasiado sospechoso.
– ¿Cómo le va? -pregunta el barman mientras sirve un par de sodas.
– Muy bien -digo-. ¿Y a usted?
Antes de que me responda oigo una puerta al fondo a mi derecha abrirse con ruido. Siguiendo el sonido veo salir del servicio de caballeros a un tipo musculoso que lleva una camiseta negra gastada. Tiene un grueso entrecejo de Neanderthal que pone a prueba el darwinismo. Concentrado en los resultados de apuestas de su periódico doblado, el tipo parece sobresaltarse cuando levanta la vista y me descubre.
– ¿Qué estás mirando, muñeco? -pregunta con un fuerte acento de Brooklyn.
– No, no, nada -le respondo-. Nada.
Se encoge de hombros y se va hacia su mesa de la esquina.
– ¿Dónde coño está mi sandwich? -le pregunta a la camarera.
– No me atosigues -le advierte ella-. Dentro están hasta arriba.
Convencido de que la camarera le escupirá en la comida, me conformo con dejarlo estudiar sus resultados de carreras. Pero justo cuando voy a apartar la vista, veo que vuelve a dejar el periódico doblado sobre la mesa. Lo hace con un ruido sordo poco corriente. Y entonces lo veo. Hay algo escondido dentro del periódico. Una punta asoma por la parte de arriba. Como un grueso rotulador negro. O el extremo de la antena de un walkie-talkie. Un escalofrío me recorre la espalda. Hijo de puta. Ese tío es del FBI.
Aparto la mirada tan rápido como puedo, pretendiendo no haber visto nada. En ese mismo momento, la puerta de la calle se abre lanzando un flash de sol al interior del bar oscuro. Cuando se cierra, hay una persona allí de pie. El individuo de la camisa roja que compró las palomitas. Las gafas de sol lo delatan. Más FBI. En cualquier momento, Vaughn entrará por esa puerta. Y en el momento en que lo haga, tendremos alrededor de nosotros a todos los agentes que hay en el local.
Pienso a toda prisa. El tipo de la camisa roja viene hacia mí. Me guste o no, tengo que abortar esta reunión. Tan de prisa como puedo, salto del taburete y me dirijo hacia la puerta. El agente del walkie-talkie se pone de pie en el mismo momento, haciendo chirriar la silla sobre el suelo salpicado de cerveza. Uno frente a mí y otro a mi derecha. Ambos moviéndose, por si acaso echo a correr. Pero por muy rápido que sea, no podré perderlos si no los distraigo. Señalo al agente del walkie-talkie y grito a todo pulmón, dando por hecho que Vaughn me oirá:
– ¡El FBI! ¡Ése es del FBI!
Por instinto, el agente hace exactamente lo que yo esperaba que hiciera. Saca la pistola. No hace falta más. Caos inmediato. Todo el mundo grita. Los dos agentes son atropellados por la gente en su loca carrera hacia la puerta. Estoy a punto de unirme a ellos cuando siento que alguien me coge por detrás del cuello de la camisa. Antes de que pueda darme cuenta de lo que pasa, me lanza contra las puertas de vaivén de la cocina. Aterrizo en el suelo delante del refrigerador industrial. Me pongo en pie a trompicones y rápidamente miro a mi atacante. Es el barman.
– ¿Pero qué…?
Me agarra del nudo de la corbata y me arrastra hasta el fondo de la cocina. Intento resistirme pero no consigo enderezarme. A manotazos, voy derribando cazos y sartenes de las encimeras.
– Perdona, chaval -dice. Con un movimiento rápido, abre la puerta trasera de una patada y me lanza al callejón que está detrás del restaurante.
Al otro lado del callejón se abre la puerta del edificio de al lado.
– ¡Aquí! -grita alguien con acento de Boston.
Voy cojeando y todavía lucho por recuperar el aliento. Una vez dentro, veo que estoy en un pasillo gris y astroso que tiene todo el encanto de un sótano sin terminar. Una única luz fluorescente parpadea en lo alto. Al fondo oigo el murmullo de dos personas que hablan. Como una película. Al otro extremo del pasillo hay una puerta metálica. A juzgar por la situación, estoy en la salida de emergencia del Up Town. Apoyo la espalda contra la pared y me dejo resbalar lentamente hasta el suelo.
– ¿Nos divertimos? -me pregunta mi anfitrión.
En cuanto alzo la vista reconozco al hombre de la foto policial. Por fin. Vaughn.
Saca una pistola y me apoya el cañón en el centro de la frente.
– Tienes exactamente tres segundos para decirme por qué mataste a Caroline Penzler.