CAPÍTULO 3

Con el fajo de dinero en la mano derecha, el policía va dando lentos golpecitos contra la palma abierta de la izquierda, como un juez con su maza.

– ¿De dónde lo ha sacado? -pregunta con fastidio.

– ¿Perdón? -le respondo. Ganar tiempo.

– No juegues con mi paciencia, muchacho. ¿De dónde saca diez billetes grandes alguien como tú?

– ¿Alguien como yo? ¿Qué se supone que significa eso?

Da una patada al parachoques trasero oxidado de mi Jeep.

– No es por faltar, pero no es que circule precisamente con un coche elegante.

– Usted no sabe nada de mí -le digo moviendo la cabeza.

Pone una sonrisa burlona ante mi respuesta porque sabe que ha dado donde duele.

– No puede ocultar quién es… lo lleva escrito en la cara. Y en la frente.

Me toco el corte de la cabeza, con plena conciencia. La sangre está empezando a secarse. Siento tentaciones de contraatacar, pero paso.

– ¿Por qué no me pone la multa por exceso de velocidad y me quito del medio?

– Escuche, provinciano, no tengo por qué aguantarle esa actitud.

– Y yo no tengo que aguantar sus insultos. Así que a menos que tenga alguna sospecha fundada de que he cometido un delito, no tiene ningún derecho a acosarme.

– No tiene usted ni idea de lo que…

– Tengo perfecta idea, en realidad. Mucho más de lo que usted se cree. Y puesto que no hay ninguna ley que prohíba llevar dinero, le agradecería que me diera el mío y rellenara la multa. De otro modo, se arriesga usted a una demanda por acoso y a una carta a su sargento que le será a usted muy difícil explicar cuando le toque ascender.

Por el rabillo del ojo veo que Nora sonríe. El guardia sigue allí de pie. Por la manera de rascarse la mejilla, sé que está bastante cabreado.

– Vate, ¿me haces un favor? -acaba por decirle a su compañero-. Están haciendo una redada de drogas en la esquina de la Catorce y M. Mira a ver si han pasado ya por radio alguna descripción. Puede que tengamos suerte.

– No es probable -le digo.

Me mira con escepticismo.

– Déjeme decirle algo, provinciano: un chico blanco guapo y arregladito como usted sólo viene por este barrio por dos razones: drogas y putas. Ahora, vamos a ver el permiso y los papeles. -Se los tiendo y se vuelve hacia su compañero-: ¿Hay algo ya, Vate?

– Nada.

El guardia se aleja de mí y vuelve a su coche. Pasan cinco minutos y salto al volante de mi Jeep. Nora está a mi lado, pero en un hosco silencio. Me mira y me ofrece una débil sonrisa. Yo intento devolvérsela, pero gira la mirada. Podría matarla por haber cogido ese dinero. ¿Por qué demonios sería tan estúpida? Quiero decir, ¿qué podría haber hecho con él? Mi pensamiento vuelve a aquello que llamaba aspirinas, pero no estoy dispuesto a creer lo peor. Todavía no.

Mira por la ventanilla como ausente, apoyando la barbilla en la palma de la mano. Por el modo en que se alzan sus hombros, comprendo que los ojos del mundo nunca la abandonan. Nunca se rinden. Finalmente, el policía vuelve con un papelito rosa con el rótulo «Confirmación de recibo».

– ¿Dónde está mi dinero? -pregunto.

– Si es dinero limpio, le devolverán hasta el último centavo -y al observar mi expresión, añade-: Si nuestros chicos de la patrulla no consiguen identificar a alguien, podemos retener legalmente su dinero como procedente de un presunto acto delictivo. -No sonríe, pero podría asegurar que está disfrutando de esto al máximo-. ¿Le basta a usted con esto, señor abogado perdido, o quiere hablar personalmente con mi sargento?Niego con la cabeza mientras calculo las consecuencias.

– ¿Cuándo me lo devolverán?

– Llámenos la semana que viene. -Sabe que no vendemos drogas, sólo hace aquello para bajarme los humos. Se inclina hacia la ventanilla y añade-: Y sólo para que quede claro… -Hace un gesto hacia Nora, que sigue sentada junto a mí-. No estoy ciego, muchacho. Simplemente, no quiero todos los dolores de cabeza que me daría esto.

Enervado por la seguridad que noto en su voz, me refugio en mi asiento. Sabía quién era Nora todo el tiempo.

– Y una última cosa… -Mete la mano por la ventanilla y me golpea en el pecho con una hoja de papel-. Aquí tiene su multa.


Diez minutos más tarde, Nora y yo hemos regresado al centro de Washington D. C. y vamos directos a la Casa Blanca. El baño de adrenalina con todas las espitas abiertas ha terminado por fin. Me duele el corte de la frente y se me retuerce el estómago, pero lo que realmente me siento, sobre todo, es mareado. Mareo y falta de control. Tengo los ojos enganchados a la carretera, y me tiemblan los pulgares repiqueteando sobre el volante. El ritmo como casual es un vano intento por combatir el miedo, pero no engaña a nadie. Ni siquiera a mí. Habiéndome pillado con el dinero, no sólo me conocen en la policía, estoy en un papel oficial ligado a ese dinero y a lo que fueran a pagar con él.

Ninguno de los dos ha dicho una palabra desde que se marcharon los polis. Nora me observa y ve cómo el ritmo de mis golpes de pulgar se incrementa rápidamente. Por fin rompe el silencio.

– ¿Todo va bien? -pregunta.

Me limito a asentir con la cabeza.

– Te agradezco lo que has hecho por mí -tiende un puente.

Mis ojos continúan pegados al asfalto.

– No tiene importancia -digo con frialdad.

– Lo digo en serio.

– Ya te he dicho que no tiene importancia. No es nada tan…

– Buen asunto, de verdad… Esas cosas no me pasan todos los días.

– Confío en que no -replico, enfadado.

Hace una breve pausa porque nota que estoy a punto de explotar.-Ya sabes lo que quiero decir, Michael. Te has portado… y no era sólo por ti. Lo hacías por… -Se para una vez más, esto no es algo que le salga fácilmente-. Gracias, Michael. Para mí significa mucho.

Una hora antes, hubiera dado cualquier cosa por oír esas palabras. Ahora mismo, sin embargo, no podrían importarme menos.

– Di lo que estás pensando -dice ella.

Me paro de un frenazo ante un semáforo en rojo. Giro a la derecha mientras le lanzo una mirada larga y dura.

– ¿Qué crees tú que estoy pensando? ¿Por qué demonios cogiste el dinero?

Nora se cruza de brazos y suelta esa risita suya de niña pequeña.

– ¿Crees que es una broma? -bramo.

– En absoluto -responde, repentinamente seria-. No, después de lo que hiciste.

No me siento de humor para cumplidos.

– Dime simplemente por qué lo cogiste.

– ¿La verdad? No estoy muy segura. Subí corriendo, agarré la linterna y vi el sobre. Una parte de mí pensó que debería cogerlo como prueba, de modo que fui a por él. Pensé que sería una manera fácil de demostrar que Simon estaba allí… pero después de coger el primer fajo, me entró miedo y eché a correr.

No es una mala explicación, pero demasiado fácil. Demasiado racional para Nora.

– ¿Así que todo lo que querías era alguna prueba?

– Ya te lo he dicho… así fue.

Continúo mirándola.

– ¿Qué? ¿No me crees?

– ¿Lo preguntas en serio? Dame una sola buena razón por la que…

– Te lo juro, Michael, si pudiera devolverlo, lo haría. No hay un modo más sencillo de decirlo -se le rompe la voz, y me coge por sorpresa. Ahí justo, se le baja la guardia y la sensación mordiente dentro de mi pecho se relaja-. Lo siento -dice, llorosa, inclinándose sobre mí-. Siento muchísimo haberte puesto en este compromiso. Yo nunca… Tendría que haberlo dejado allí y marcharme.

En el fondo de mi cerebro, sigo viendo el frasquito marrón de aspirinas… Pero delante de mis ojos, sólo puedo ver a Nora. La expresión de su cara… El modo en que sus finas cejas se alzan y bailan mientras se disculpa… Está tan asustada como yo. Y no sólo por sí misma, sino también por mí. Bajo la mirada y me doy cuenta de que su mano aferra la mía con firmeza. A partir de ese momento, las palabras, salen de mi boca casi instantáneas.

__Fue un impulso. No podías saberlo -le digo.

__Aun así, no tenías por qué hacerlo -me señala.

Asiento con la cabeza. Tiene razón.

Avanzamos de nuevo por la avenida de Pennsylvania y se me ofrece una vista perfecta de la Casa Blanca. Cuando giro a la izquierda por la calle H, desaparece. Un movimiento brusco y ya no está. No hace falta más. Para ambos.

– Tal vez deberíamos…

– Nos ocuparemos de todo mañana a primera hora -promete Nora, ya dos pasos por delante-. Descubriremos en qué anda metido, sea lo que sea.

A pesar de su confianza, no puedo dejar de pensar en Simon. Pero Nora, tan pronto como ve su gran mansión blanca, vuelve a su ser de siempre. Dos personas. Un cuerpo. Giro bruscamente a la derecha y me dice:

– Ahora, para aquí.

Detengo el coche en la calle Quince, en la esquina de la Puerta Sureste. A esta hora todo el centro de la ciudad está muerto. No se ve a nadie.

– ¿No quieres que te lleve hasta la verja?

– No, no. Aquí. Tengo que bajarme aquí.

– ¿Seguro?

Al principio se limita a asentir con la cabeza. Luego añade:

– Sólo hay que doblar la esquina. De este modo te ahorro un encuentro con el Servicio Secreto. -Mira su reloj-. Estoy por debajo de las dos horas, pero eso no quiere decir que no me vayan a soltar una buena bronca.

– Por eso yo siempre me dejo los guardaespaldas en casa digo, intentando sonar la mitad de tranquilo que mi pareja. Es todo lo que consigo hacer para estar a la altura.

– Sí, ya, por eso te elegí a ti -dice, riendo-. Tú sabes bien lo que es esto. -Está a punto de decir algo más, pero se calla.

– ¿Todo va bien?

Se acerca a mí y vuelve a poner su mano sobre la mía.

La gente no hace cosas agradables por mí, Michael. A no ser que quieran algo. Esta noche tú has demostrado que eso no es verdad.

– Nora…

– No hace falta que lo digas. Prométeme sólo que me dejarás hacértelo.

– No tienes que…

– En realidad, sí.

Hace resbalar sus uñas cortas por mi brazo. En sus ojos está esa mirada. La misma que me dirigió en el bar.

– No te ofendas, Nora, pero no es el momento ni el lugar para…

Me pasa una mano por la nuca y tira de mí hacia ella. Antes de poder discutir, me agarra del pelo con fuerza y desliza su lengua en mi boca. Probablemente haya diez hombres heterosexuales en el mundo que esquivarían este beso. Pero yo no soy uno de ellos. Su olor… su sabor… se imponen de inmediato. Le toco la mejilla, pero me suelta.

– Esto no me sabe a calabaza -dice.

– Eso es porque todavía me quedan cinco minutos más.

Consciente de la hora, esboza una sonrisa.

– ¿Así que estás dispuesto a pasar del calentamiento?

– ¿Aquí? -Miro por el parabrisas y luego otra vez a Nora, nervioso.

Se inclina hacia adelante y desliza la mano por el interior de mi muslo. Sin pausas, me frota el tiro de los pantalones. Igual que en Rolling Stone. Va a hacerlo aquí mismo. Pero justo cuando nuestros labios están a punto de tocarse, se detiene.

– No te creas todo lo que lees, guapo. Esas cosas te pudren el cerebro. -Aparta la mano y me da dos cachetitos en la mejilla. Todavía tengo la boca abierta cuando abre la puerta.

– ¿Pero qué…?

Se baja de un salto, se da la vuelta y me lanza un beso.

– Otro día, muñequito.

Me da un portazo en la cara. Por el parabrisas la veo correr hacia la esquina. Pongo las largas. Mis ojos permanecen todo el tiempo clavados en la curva de su cuello. Finalmente, dobla la esquina y desaparece. Me llevo la mano a la bragueta y me coloco las cosas. La vuelta a casa será larga.


El despertador resuena por la habitación a las seis menos cuarto de la mañana siguiente. En la universidad solía darle a la almohada por lo menos seis veces antes de salir de la cama. En la Facultad de Derecho, el número se redujo a la mitad. A lo largo de los primeros años de trabajo oficial, todavía conseguía ponerlo para que hiciera una única pausa de nueve minutos, pero cuando llegué a la Casa Blanca perdí hasta eso. Ahora, al primer zumbido estoy en pie y dando tumbos hacia la ducha. No llegué a casa hasta casi la una y media, y por el modo en que me late la cabeza es evidente que mis cuatro horas de sueño no han bastado para hacer que me olvide de Simon.

No tardo mucho en completar mis rituales de ducha/afeitado/peinado y dientes, y me enorgullezco de decir que llevo veintisiete días sin gel capilar. Eso no es verdad, comprendo mientras me despierto entre parpadeos. Me puse un poco anoche antes de salir con Nora. Maldición. Allá vamos: boicot del gel capilar… primer día.

Abro la puerta del apartamento y ahí están esperándome cuatro periódicos: el Washington Post, el Washington Herald, el New York Times y el Wall Street Journal. Lleno de ansiedad, hago una rápida comprobación para asegurarme de que en ninguno viene en primera página algo sobre abogados de la Casa Blanca y dinero encontrado. Hasta aquí, todo bien. Los meto en casa, repaso más titulares y marco el número del despacho de Trey.

Dentro de noventa minutos, el Gabinete del Presidente celebrará su reunión diaria de las siete y media en la Sala Roosevelt de la Casa Blanca. Allí, el jefe de Gabinete y los consejeros más próximos al Presidente discutirán una serie de temas que inevitablemente se convertirán en los asuntos calientes del día… y los temas clave para la reelección. Uniformes escolares, control de armas, lo que sea el asunto del momento y lo que pueda aportar votos. En los dos años que llevo en la Asesoría Jurídica de la Presidencia, no me han invitado a esa reunión matutina del Gabinete ni una sola vez. Pero eso no quiere decir que no sepa de qué están hablando.

– ¿Quién necesita amor? -dice Trey para contestar al teléfono.

– Dispara -le respondo, ojeando la primera página del Washington Post.

No pierde ni un segundo.

– Al, la historia de China. A2, bienestar en Chicago. A2, carrera demócrata en Tennessee. A4, Hartson contra Bartlett. A5, Hartson-Bartlett. A6, Hartson-Bartlett. Al5, resumen internacional: Belfast, Tel Aviv y Seúl. A17, página federal. Editoriales… mira lo de Watkins y Lisa Brooks. El editorial de Brooks sobre el censo es el que hay que mirar. Wesley ya la ha llamado.

Wesley Dodds es el jefe del Gabinete presidencial. Con ese la, Trey se refiere a la Primera Dama, Susan Hartson. La jefa de Trey. Y uno de sus más íntimos confidentes es Wesley. Si ya están hablando de eso, es que ya está en la agenda de hoy y en las noticias de esta noche.

– ¿Qué hay de los números? -pregunto.

– Igual que ayer. Hartson lleva unos doce puntos, pero no son doce puntos sólidos. Te digo, Michael, que me parece que baja.

– No lo entiendo, ¿cómo es posible que…?

– Mira la portada del Times.

Rebusco entre la pila y lo saco. Allí, a todo color, hay una foto de E. Thomas Bartlett -el candidato del otro lado a la presidencia de los Estados Unidos- sentado en el centro de un semicírculo y dirigiéndose a un grupo de ciudadanos de la tercera edad embelesados. Se los ve tan felices que se diría que era el propio Franklin D. Roosevelt.

– Me estás tomando el pelo -gimo.

– Créeme, ya lo he oído; en un mundo en el que el número de personas que leen de verdad el periódico disminuye cada día, la foto de portada es la clave total de las noticias. Consigues la foto, y el día es tuyo. ¿Y sabes qué es lo peor? -pregunta Trey-. No soporta a los viejos. Lo he oído decirlo. «Yo, Tom Bartlett, no soporto a los viejos.» Tal cual. Lo dijo. -Trey hace una pausa-. Y creo que también odia a los niños. A los bebés inocentes.

Trey ocupa los cinco minutos siguientes en seleccionar el resto de mi lectura matutina. Según me va diciendo cada página, la voy buscando y le pinto una gran estrella roja junto al titular. Prácticamente en cada artículo busco alguna relación con Simon. Nunca aparece, pero cuando terminamos, los cuatro periódicos están preparados para la lectura. Éste es nuestro ritual diario que fue inspirado por un antiguo miembro del Gabinete que solía hacer que su secretaria le leyera los artículos interesantes por el teléfono móvil mientras conducía hacia el trabajo. Yo no tengo secretaria. Y no necesito móvil. Lo único que necesito es un buen amigo en el lugar adecuado.

– ¿Y qué tal tu cita de anoche? -pregunta Trey.

– ¿Qué te hace pensar que tenía una cita? -faroleo.

– ¿Con quién te piensas que estás tratando? Yo veo, oigo, hablo, me muevo, me estremezco…-Pestes, cotilleos e insinuaciones. Ya me sé tus trucos.

– ¿Trucos? -se echa a reír-. Si nos pinchan, ¿no sangramos?

– No me llores a mí, Argentina. ¿Me prometes que no lo soltarás?

– ¿A ti? ¿Qué te piensas? En primer lugar, la única razón por la que lo sé es porque Nora vino aquí para asegurarse de que no había ningún problema.

– ¿Y qué dijo la Primera Dama?

– No sé. Ahí fue cuando cerraron la puerta. La cabrona es muy gruesa. Estuve poniendo la oreja todo el rato. Pero sólo oí murmullos.

– ¿Alguien más lo oyó? -pregunto, nervioso, mientras arranco una esquina del periódico.

– No, era tarde y estaba en la sala de reuniones, así que sólo estaba yo. ¿Y qué tal fue?

– Muy bien… estupendo. Es fantástica.

– ¿Qué es lo que no me estás contando? -dice Trey tras una pausa.

Este chico es bueno. Demasiado bueno.

– Déjame adivinarlo -añade-. Al principio de la noche, se exhibió por ahí haciendo de mala, y tú, como el resto del país, incluyéndome a mí, te sentiste un poco incitado por el morbillo de la fuerza sexual de la Primera Familia. Así que ya te veo… Ella sopla y rebufa, y tú confiando en que eche tu casa abajo… Pero justo al llegar al momento mágico, justo cuando estás a punto de firmar en la línea de puntos, te llega un aroma de la chica inocente que lleva dentro y justo entonces, das marcha atrás, decidido a salvarla de sus propias locuras.

Me quedo callado un segundo de más antes de decir:

– No sé a qué te…

– ¡Ya está! -exclama Trey-. Siempre jugando a ser protector. Es lo mismo que con aquel cliente de oficio profesional que tuviste durante la campaña: cuantas más mentiras te decía y más te liaba, más convencido estabas de que necesitaba tu ayuda. Y te pasa cada vez que alguien te pone cara de pájaro-con-ala-rota. Eternamente dispuesto a salvar el mundo… Sólo que, con Nora, salir al rescate te hace sentirte como una estrella del rock.

– ¿Quién dice que yo quiero ser una estrella del rock?

– Trabajas en la Casa Blanca, Michael… Todo el mundo quiere ser una estrella del rock. Es la única razón por la que aceptamos tan poco sueldo y un horario abusivo…-Oh, ¿así que ahora vas a decirme que tú harías este trabajo para cualquiera? ¿Que Hartson y el programa son pura mierda? ¿Que todos los que estamos aquí es sólo por presumir?

Trey hace un largo silencio antes de contestar. El idealismo tarda en morir, especialmente cuando tiene que ver con el Presidente. Tal como es, nos pasamos los días cambiando vidas. Y algunas veces tenemos oportunidad de mejorarlas. Por irónico que suene, los dos sabemos que es un trabajo de ensueño. Finalmente, Trey añade:

– Lo único que digo es que, aunque te gustase, no le hubieras pedido que saliera contigo si eso no fuera un modo de encontrar un atajo para llegar a papá.

– ¿De verdad crees que soy tan retorcido?

– ¿De verdad crees tú que yo soy tan ingenuo? Ella es la hija del patrón. Una cosa lleva directo a la otra. Te digas lo que te digas, el bicho político que hay en ti no puede ignorarlo. Pero puedes estar seguro: que salgas con la hija del Presidente no quiere decir que seas el Primer Consejero.

No me gusta la manera de decirme eso, pero, en primer lugar, no puedo dejar de pensar en por qué Nora y yo salimos juntos. Es guapa y estimulante. No fue sólo por buscar un ascenso. Por lo menos, me considero por encima de eso.

– ¿Entonces vas a contarme lo que…?

– ¿No podemos hablar de esto más tarde? -lo interrumpo con la esperanza de que se olvide-. ¿Tienes alguna otra predicción para esta mañana?

– Te doy mi palabra en lo del censo. Será grande. Más que sir Elton en Wembley o en el Garden, incluso en vivo en Australia.

Pongo ojos de asombro. Es el único negro del mundo que está obsesionado con Elton John.

– ¿Algo más, Levon?

– El censo. Hoy es la estrella del día. Apréndete cómo se escribe. C-e-n-s-o.

Cuelgo el teléfono y leo en primer lugar lo del censo. Cuando se trata de la política de la política, Trey nunca se equivoca. Incluso entre animales políticos -incluyéndome a mí mismo-, no hay otro mejor. Durante cuatro años, incluso antes de que le salvara el pellejo durante la campaña, ha sido el favorito de la Primera Dama; así que aun cuando no sea más que un secretario de prensa adjunto titular, nada entra en el despacho de la señora sin que antes pase por sus manos. Y les aseguro que son unas manos que saben mucho.

Hojeo el Post mientras me voy zampando a toda prisa un bol de Lucky Charms. Después de la última noche, me vienen bien. Terminados los cereales, repaso el Times y el Journal y ya estoy listo para salir. Con el último periódico bajo el brazo, me voy del apartamento de una sola habitación sin hacer la cama. Con lo de perder el sueñecito suplementario y el gel capilar, voy reconociendo poco a poco, a los veintinueve años, que tengo la madurez encima. La cama deshecha es simplemente un último acto de rechazo. Y uno que no abandonaré pronto.

Son tres paradas de metro para ir de Cleveland Park a Farragut Norte, la estación más próxima a la Casa Blanca. En el tren liquido la mitad del Herald. Normalmente consigo verlo entero, pero los desvíos hacia Simon constituyen una distracción fácil. Si nos vio, se ha acabado. A mediodía estaré enterrado. Bajo la vista y veo una huella digital de tinta donde mis dedos sujetan el periódico.

El tren llega cuando son casi las ocho en punto. Cuando termino de subir la escalera mecánica con el resto de ciudadanos de traje y corbata, la bocanada de calor de Washington me pega en toda la cara. El aire caliente y húmedo del verano es como un lametón de grasa, y la intensidad del sol brillante desorienta. Pero eso no basta para hacerme olvidar dónde trabajo.


A la entrada del Edificio Antiguo del Ejecutivo de la avenida de Pennsylvania, me obligo a subir los empinados escalones de granito y saco la tarjeta de identidad del bolsillo del traje. Todo el entorno tiene un aire distinto del de anoche. No tan oscuro.

La larga cola de colegas que se estira por el vestíbulo esperando para pasar por el control de seguridad me hace ser plenamente consciente de una cosa: cualquiera que diga que trabaja en la Casa Blanca es un mentiroso. Y ésa es la verdad. En realidad, sólo hay ciento dos personas que trabajan en el Ala Oeste, donde está el Despacho Oval. Todos ellos, peces gordos. El Presidente y sus ayudantes principales. Carne de primera especial.

El resto de nosotros, por supuesto, prácticamente todos los que decimos que trabajamos en la Casa Blanca, en realidad trabajamos en la casa de al lado, el Edificio Antiguo de Oficinas del Ejecutivo, la Presidencia del Gobierno, el EAOE, esa mole recargada de siete pisos que se encuentra justo al lado. Claro que este Edificio Antiguo del Ejecutivo alberga a la mayoría de cuantos trabajan en la propia Oficina de la Presidencia, y claro también que está rodeado por los mismos barrotes de hierro negro que circundan la Casa Blanca. Pero que nadie se equivoque: no es la Casa Blanca. Por supuesto, eso no impide que hasta la última persona que trabaja allí cuente a sus amigos y familia que trabaja en la Casa Blanca. Yo incluido.

La cola va menguando y avanzo hacia la puerta. En el interior, bajo un techo de dos pisos de altura, dos agentes del Servicio Secreto uniformados están sentados tras un mostrador alto de recepción y van dando paso a los visitantes al complejo. Intento evitar que mis ojos prolonguen el contacto, pero no puedo dejar de mirarlos. ¿Se habrán enterado de lo de anoche? Sin decir palabra, uno de ellos se vuelve hacia mí y hace un gesto con la cabeza. Me quedo helado, después me relajo rápidamente. Va controlando el resto de la cola y hace el mismo gesto al tipo que tengo detrás. Un simple saludo amistoso, decido.

Los que tenemos tarjetas de identidad esperamos en los tornos. Una vez allí, pongo la cartera en el aparato de rayos X y mi identificación frente a un visor electrónico. Bajo él hay un teclado igual que el de un teléfono, pero sin números. En pocos segundos, mi tarjeta queda registrada, suena un pitido y se iluminan diez números rojos en los botones. Cada vez que alguien lo acciona, los números aparecen en un orden diferente, de manera que si alguien me estuviera vigilando, no podría descifrar la clave de mi PIN. Es la primera línea de seguridad para acceder al EAOE, y probablemente la más eficaz.

Después de introducir mi código, paso por la máquina de rayos X que, como siempre, se dispara.

– Cinturón -le digo al guardia del Servicio Secreto uniformado.

Me pasa el detector de metales manual por el cinturón y confirma la explicación. Lo hacemos todos los días, y todos los días lo comprueba. Normalmente ni siquiera me mira otra vez; hoy, su mirada se mantiene unos segundos más de la cuenta.

– ¿Todo en orden? -pregunto.

– Sí… sí.

No me gusta cómo suena eso. ¿Sabrá algo? ¿Habrán corrido la voz los escoltas de Nora? No, esta gente no. Con sus uniformes blancos de guardias de seguridad, abotonados hasta abajo, los guardias del Servicio Secreto de la puerta principal del EAOE son distintos de los agentes de paisano que custodian a Nora y a la Primera Familia. En la jerarquía de los agentes, esos dos mundos raramente se mezclan. Me repito esto mientras recojo la cartera de la cinta transportadora y pongo rumbo a mi despacho.

En el momento de abrir la puerta de la sala 170, veo que Pam corre directamente hacia mí.

– Da la vuelta… vamos adelantados -exclama, con el fino pelo rubio remolineando tras ella.

– ¿Cuándo…?

– Ahora mismo. -Me coge por el brazo y me da la vuelta-. El Gabinete acabó temprano, así que Simon nos metió prisa. Al parecer, tiene algo que hacer. -Antes de que yo pueda decir una palabra, añade-: ¿Qué te ha pasado en la frente?

– Nada -digo mirando el reloj-. ¿A qué hora lo han convocado?

– Hace tres minutos -me responde.

Corremos al unísono por el pasillo. Por suerte para nosotros, tenemos despachos en la primera planta, lo que significa que también tenemos el recorrido más corto hasta el Ala Oeste. Y el Oval. Para alguien de fuera, eso puede parecer una minucia, pero para nosotros los del EAOE, importa. La proximidad lo es todo.

Mientras los tacones de nuestros zapatos resuenan sobre el suelo de mármol de cuadros blancos y negros, voy viendo al frente la salida a la West Exec. Abrimos una de las puertas dobles, salimos y cruzamos la calle interior que separa el EAOE y la Casa Blanca. Al otro lado de ese estrecho paso, nos dirigimos al arco que conduce al Ala Oeste y atravesamos otros dos juegos de puertas. Frente a nosotros, un guardia del Servicio Secreto de pelo negro rizado está sentado ante una mesa y comprueba las tarjetas que llevamos colgadas del cuello. Si nuestras tarjetas tuvieran un fondo naranja, sabría que sólo teníamos acceso al EAOE y tendría que habernos detenido. El fondo azul significa que podemos ir casi a cualquier parte, incluyendo el Ala Oeste.

– ¿Qué hay, Phil? -digo, reduciendo instintivamente la marcha. Ésta es la prueba de la verdad: si se sabe algo, no podré entrar.

Phil echa una mirada a la tarjeta azul y sonríe.-¿Por qué tanta prisa?

– Reuniones importantes, reuniones importantes -le respondo, tranquilo. Si supiera algo, no estaría sonriendo.

– Alguien tiene que salvar el mundo -dice, asintiendo con la cabeza-. Que vaya todo bien.

En este punto, su trabajo ha terminado. Una vez que hemos pasado por él, ha de dejarnos seguir. En cambio, nos hace el mayor de los cumplidos. Cuando nos dirigimos hacia el ascensor aprieta un botón que tiene bajo la mesa y abre la puerta del ascensor que está a mi izquierda. Cuando entramos, aprieta alguna otra cosa y se enciende el botón del segundo piso. No es algo que haga por cualquiera, sólo por la gente que le cae bien. Lo que significa que por fin sabe quién soy.

– ¡Gracias! -le grito mientras se cierran las puertas. Me derrumbo contra la pared trasera del ascensor y tengo que sonreír. Si Simon vio algo, está claro que no ha abierto la boca. O aún mejor, tal vez nunca supiera que estuvimos allí.

Pam observa la alegría de mi cara y dice:

– Te encanta que Phil haga esto, ¿verdad?

– ¿Y a quién no? -le sigo el juego.

– No sé… a la gente con las prioridades bien definidas…

– Lo que pasa es que estás celosa porque a ti no te lo abre.

– ¿Celosa? -Pam se ríe-. Es un portero con pistola, ¿crees que tiene algún enlace con tu puesto en la cadena alimentaria?

– Si lo tiene, ya sé hacia dónde voy: hacia adelante y hacia arriba, cariño -suelto ese «cariño» sólo para picar a Pam. Es demasiado lista para caer.

– Hablando de esfuerzos infructuosos hacia lo alto, ¿qué tal tu cita de anoche?

Ésta es la auténtica belleza de Pam. Guerrilla sincera. Echo una ojeada a la minúscula cámara de vídeo del rincón y le replico:

– Ya te lo contaré después.

Levanta la vista y se queda callada. Un segundo después se abren las puertas del ascensor.

La segunda planta del Ala Oeste alberga a varios de los despachos de mayor poder, incluido el despacho personal de la Primera Dama y el que tengo inmediatamente a mi derecha, el último sitio en el que quisiera estar en estos momentos: nuestro destino, el despacho de Edgar Simon, asesor legal del Presidente.

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