CAPÍTULO 25

– ¿Qué demonios pasa aquí? -pregunto.

– Uno…

– ¿Está chiflado?

– Dos…

– ¡Yo no la maté! -grito al ver que amartilla el arma-. ¡Juro que yo no la maté! ¿Por qué…?

– ¡Tres! -exclama-. Lo siento mucho, Michael.

Tensa el dedo y cierro los ojos con fuerza.

– ¡Nofuiyo! ¡Nofuiyo! ¡Juro que nofuiyo! -chillo.

Aprieta el gatillo, pero no suena el disparo. Sólo un clic vacío. Abro los ojos. Estaba descargada. Vaughn se inclina sobre mí, estudiando mi reacción.

– ¿Está usted loco? -exclamo. El pecho se me agita y el sudor me corre por la cara.

– Tenía que verlo por mí mismo -dice metiéndose la pistola por detrás, en los pantalones.

– ¿Ver qué?

No contesta, pero fuera cual fuese el examen, lo he aprobado. O eso creo.

Vaughn ya no lleva el bigotito fino y el pelo para atrás de la foto policial. Ahora es un figurín. Pelo bien cortado, gafas de Gucci, y una preciosa camisa de seda ligeramente arrugada. También los pantalones parecen caros, pero están un poco demasiado arrugados. Como si los hubiera llevado demasiado tiempo. O hubiera dormido con ellos.

– Perdona este cristo, tío -dice como si nada hubiera pasado. Se señala la ropa y muestra una sonrisa llena de dientes-. Las cosas están un poco crudas desde que estoy… circulando.

– ¿Qué quiere decir, huido? -pregunto.

– Lo has pillado -me confirma-. ¿Por qué llegas tan tarde?

– Hable con sus socios de las palomitas… esos chicos me han tenido media hora esperando.

– No, no, no -dice con pleno acento de Boston-. Yo no vendo a críos. Nunca.

– ¡Oh!, ¿así que es usted uno de esos traficantes con principios?

– Escucha, enano, si alguna chavala de colegio de niños ricos quiere meterse la pasta de papito por la nariz, no lo pienso ni un segundo. Después de todos esos años de embutirnos la pipa de la paz por el barrio, pienso que ya estamos en paz.

– Es usted realmente humanitario.

– Una mierda, tío. Tú trabajas en la Casa Blanca, ¿quién te crees que está poniendo más veneno en la calle, tú o yo?

Me niego a contestar.

– No te hace gracia que te juzguen ahora, ¿eh? -me dice Vaughn-. Además, si empiezas a contar los puntos, tú tendrías que darme las gracias a mí.

– ¿Las gracias? -pregunto-. ¿Por qué tendría que darle las gracias? ¿Por tenderme una trampa? ¿Por colarse allí usando mi nombre? ¿Por matar a Caroline Penzler y comportarse como si fuera yo el que…?

– Quieto ahí, guapito. No me cargues a mí esa mierda.

– ¿Me está diciendo que no estuvo en el edificio?

– No, sí que estuve. Estuve una hora entera por los pasillos. Pero nunca le puse un dedo encima a esa tía, ni siquiera anduve cerca.

– ¿Qué me está diciendo?

– ¿Ahora estás sordo? Mira, escucha, tío: yo no sé un carajo de esa señora. No la he visto en la puta vida.

– ¿Y qué pasa con Simon? ¿Lo ha visto alguna vez?

– ¿Qué Simon?

– Vamos, Vaughn, ya sabe quién es.

– ¿Me estás llamando mentiroso?

– Lo único que digo… -empiezo tras una pausa.

– Lo único que dices es que digo mentiras de mierda -me interrumpe-; eso te lo veo detrás del pescuezo. Será mejor que te arregles las gafas, chaval… sólo quiero darte un poco de conversación.

– Oh, así que primero me pone una pistola en la cabeza y ahora quiere animarme a que hagamos el programa de Oprah Winfrey.

– No me gusta ese tono.

– No tengo ningún tono. Sólo sé que lleva dos semanas haciéndome correr de aquí para allá. Museo del Holocausto, chicos con papelitos, matones de bar… estoy harto de estos juegos de espía contra espía. Así que olvídese del numerito del tipo duro y dígame qué demonios está pasando con…

Me agarra por la pechera de la camisa y me lanza contra la pared de hormigón.

– ¿No te he dicho que no levantes la voz? ¿Eh, chaval? ¿Qué te he dicho?

– Me dijo que no le gustaba.

– ¡Claro que no me gusta, cojones! -me grita en la cara-. ¿Crees que esto sólo va contigo? Mierda, tío, tú por lo menos duermes en casita, yo tengo que andar por los refugios de Washington.

– Usted se preparó la cama, duerma en ella.

– ¡Qué coño me iba a preparar yo! ¡Ellos me tiraron allí! -Me suelta la camisa y da un paso atrás-. Igual que te han tirado a ti.

Escudriño sus ojos en busca de una mentira. Y él sabe que no la veo.

– ¿Todo esto es en serio, verdad?

– ¿Iba a andar escondiéndome, si no? Esos hijos de puta del FBI destrozaron mi vida, arruinaron mi negocio… Yo no he visto a ese tal Simon en la vida.

Sin saber bien cómo responder, miro a otro lado.

– ¿Qué? -pregunta-. ¿Crees que eso también es un camelo?

No puedo evitar cierta vacilación.

– Para ser sincero, no sé qué pensar.

– Bueno, mendruguillo, pues ya somos dos.

Vuelvo a mirar la camisa desplanchada y los pantalones arrugados. Hay cosas que no se pueden esconder.

– ¿Entonces no pretendía tenderme una trampa?

– ¿A ti te parece que soy Jack Ruby? -mueve la cabeza y se pone las manos en las caderas-. La única razón por la que fui a ese edificio es que mi hombre, Morty, tenía trabajo. Tenía algo cociéndose por el sureste, así que me pidió que le hiciera el favor.

– ¿Ese Morty trabaja para usted?

– Qué va, es un…, ¿cómo lo diría?, un colega, un contratista independiente.

– Traficante de drogas.

– Se dedica a la farmacia. De todos modos, me pidió que hiciera una entrega por él, yo no tenía nada en marcha, así que le dije que vale. Pero claro, cuando supe dónde era, casi me da un infarto, ¿sabes lo que te digo? Es que, bueno, es de tontos, justo al lado de la Casa Blanca.

– ¿Pero lo hizo de todos modos?

– Morty me ponía tres de a cien en la mano. Por esa pasta, le daría una patada en el culo a Hartson. Además, Morty me dijo que tú eras uno de sus fijos.

– No he visto a ese tipo en…

– Sólo te estoy diciendo lo que me dijo. Me dijo que tú eras uno de esos sabelotodos del Presidente y que te iba el perico… y que si no te hacían tu visitita semanal llamabas al Comité de Defensa. Según Morty, yo no tenía más que ir al mostrador de la entrada y dar tu nombre. Cuando tú me dieses el pase, tenía que subir al segundo piso y andar por los pasillos hasta que me encontrases. Me dijo que tenías un horario tan ocupado que no podías decir una hora exacta… el rollo del Presidente y todo eso. Tenía que haberme dado cuenta de que esa mierda me traería mal rollo en cuanto lo oí.

– ¿Y qué hay de la persona que lo autorizó a entrar? ¿Quién fue?

– Pensé que habías sido tú.

– ¡No fui yo! -insisto-. Simplemente, utilizaron mi nombre por telef…

– Tranquilo, chaval… yo sólo te cuento lo que pasó. Le dije al guardia que teníamos una reunión; y el pase de invitados estaba esperando por mí. Ahora que lo pienso, estaba claro que no era mi mejor día.

Asiento con la cabeza y de pronto me acuerdo de mi padre.

– ¿Entonces lo único que hizo fue pasarse una hora dando vueltas por el pasillo?

– Eso fue lo que hice por la paga. Como tú no aparecías, me largué. Y lo siguiente que me dicen es que esa pájara, la tal Caroline, está muerta y que el FBI anda metiendo las narices por mi casa y sonsacando a los vecinos. Mi prima la de la puerta dé enfrente dice que le dijeron dos nombres, la mujer que acababa de morir y un primo de nombre Michael Garrick. En cuanto oí eso, me largué… olía a trampa a la legua.

Me cubro los ojos con la mano, me froto las sienes para asimilar todo esto. Si Vaughn no era la persona que vi en el bar con Simon, tenía que ser ese tal Morty. Con ése era con quien trabajaba Simon.

– ¿De verdad pensabas que la maté yo? -pregunta Vaughn. Me quedo callado.

– Vale -dice-. No me ofendes. Yo pensé lo mismo de ti.

– ¿Qué?

– Lo que oyes. Pensé que tú y Morty lo preparasteis. Yo entro allí, tú matas a la mujer; yo me como el marrón.

Casi me dan ganas de reír.

– Ya se lo he dicho, yo no he matado a nadie. Lo tiene todo confundido.

– Entonces, ¿por qué no me lo vas explicando bien clarito?

Lo pienso un segundo, pero decido no contestar.

– Oh, es mejor que no tires de la cuerda -dice Vaughn-. ¿Es así como juegas tú? Tú puedes oír mi parte, pero yo no puedo oír la tuya.

Vuelvo a quedarme callado.

– Escucha, Garrick, mi gente se la ha jugado para llegar hasta ti, lo menos que puedes hacer es contarme cómo te liaron.

– ¿Por qué, para poder utilizarlo contra mí? No quiero ofenderlo, pero ya he hecho bastantes estupideces esta semana.

– ¿Sigues emperrado en eso? Porque si ésa es la cosa, tus estupideces acaban de empezar.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Tú eres el del gran cerebro, utilízalo. Si yo fuera de verdad el malo de la película, ¿para qué iba a perder todo este tiempo intentando trincarte?

– ¿Está de broma? Pues para tenderme una trampa.

Echa una mirada por el corredor vacío en el que estamos.

– ¿Tú ves a alguien tendiéndote una trampa?

– Eso no demuestra nada.

– Muy bien, así que quieres una prueba. A ver qué te parece ésta: si yo estuve en aquel edificio para matar a alguien, ¿de verdad piensas que estoy tan tarado como para usar mi nombre de verdad?

– Lo usó para un asunto de drogas, ¿no?

– Eso es distinto y tú lo sabes -dice, poniendo los ojos en blanco.

– No a mí…

– ¡Déjame de mierdas de abogado! -grita, molesto con mi desafío-. Si yo quiero matar a alguien, lo mato. Eso entra en la faena. Pero te estoy diciendo bien claro que a esa tía, no.

– ¿Y se supone que con eso tengo que convencerme?

– Qué coño más quieres que… -Se interrumpe y aprieta la mandíbula. Y allí permanece de pie al menos un minuto, bullendo. Buscando una explicación convincente. Finalmente, me mira-. Contéstame a esto, enano. Si yo la maté y quiero cargártela a ti, ¿por qué iba a querer ligar mi nombre al del tío que sé que será el sospechoso número uno?

Ahí está la cuestión. La misma que me ha traído hasta aquí.

– Estoy esperando… sí, tío, estoy esperando aquí sentado.

El problema es que, incluso con toda esta nueva información, yo no consigo dar con una sola buena respuesta.

– Tú sabes que a mí me tienen enfilado. Lo sabes muy bien.

Otra vez no le respondo más que con silencio.

– Dime qué pasó… ya calcularé yo qué tienen en marcha -me ofrece, repentinamente suave-. ¿Tenía algo que ver con ese tal Simon? Porque, quienquiera que sea, sabían lo que se hacían y sabían cómo colgar un muerto. A nosotros dos.

Vuelvo a mirar a Vaughn. Este tipo es listo, y aunque no quiero admitirlo, puede que tenga razón.

– Si le cuento una cosa…

– ¿A quién se lo voy a contar? ¿A la policía? No te arrugues… tu secreto está a salvo.

– Sí… puede ser.

Como no tengo nada que perder, me paso los diez minutos siguientes explicándole lo que sucedió, desde ver a Simon en el bar a encontrar el dinero y la fecha límite del viernes que me dio Adenauer. Sólo dejo fuera la parte de Nora. Cuando termino, Vaughn suelta una carcajada atronadora, profunda.

– coño, chaval -dice tapándose el brillo blanco de los dientes-. Y pensaba que yo estaba jodido.

– No tiene gracia… lo que está en juego es mi cabeza.

– Y la mía -dice-. Y la mía también.

Al decirlo se da una palmada en la cabeza. La semana pasada yo daba por hecho que Vaughn era la pieza que faltaba. Que cuando por fin nos reuniésemos, todo cobraría sentido. Pero tras oír su historia… no puedo dejar de pensar que vuelvo a estar donde empecé.

– ¿Y entonces qué coño hacemos ahora? -pregunta.

Me doy cuenta de que me quedan menos de cuarenta y ocho horas para que todo salga a la luz y vuelvo a apoyar la espalda contra la pared, sintiendo de nuevo cómo voy resbalando hasta el suelo.

– No tengo ni idea.

– Nanay, ni hablar -dice interpretando mi expresión-. No es momento de venirse abajo.

Tiene razón. Recomponerse. Me aparto de la pared y busco un asidero. Tiene que haber uno en algún sitio.

– ¿Y qué me dice de su colega Morty? Fue él quien nos tendió la trampa.

– Morty no tiene muchas ganas de hablar últimamente.

– ¿A qué se refiere?

– Sus vecinos olieron la peste el fin de semana pasado. Cuando el portero le dio una patada a la puerta se encontraron a Morty boca abajo, encima de la alfombra blanca de lana. Degollado con una cuerda de piano.

Miro inquieto a Vaughn.

– No sería…

– ¿Tanta pinta de matado crees que tengo?

– No quería decir…

– Vaya que sí… Esa idea te saltó al coco tal que así. «Seguro que es tan tonto como para usar dos veces el truco de la cuerda de piano.» Tal que yo soy un trozo de mierda, un tonto del culo arrastrado para tus holgazanes de universidad de pago.

– Yo fui a la escuela pública.

– No me importa donde fuiste -me replica-. A mí eso me da igual, no como a ti.

– ¿Pero a qué…?

– Yo te he buscado a ti, Michael. Y no te olvides de dónde vienes.

– No sé de qué me habla.

– Te he escuchado el rollo de pe a pa.

– ¡Poniéndome una pistola en la cabeza!

– Déjate de historias. Yo no te apreté con Simon ni hice preguntas sobre Caroline. En cuanto vi tus ojos ya vi el miedo y supe que decías la verdad. Así que puede que yo no sea un cerebro como tus colegas, pero si estoy lo bastante loco como para tragarme el rollo que me quieres vender, espero que me devuelvas el favor y me concedas el puto beneficio de la duda.

– No pretendía juzgarlo, Vaughn, sólo es que el modo de… -Me interrumpo. Un pie en la boca ya me basta-. ¿Por qué no nos limitamos a analizar otra vez el tema?

– Sí… vale.

Aparta la mirada y se mete las manos en los bolsillos. Y en ese momento comprendo finalmente que está pensando. No lo veo en sus ojos. Es en la inclinación de su postura y la tensión de la mandíbula. Nunca lo dirá, tiene que pensar en su imagen de tipo duro. Pero después, he visto mi cuota de miedo. Sabe que si lo cogen se le van a echar encima. No habrá abogado de moda para protegerlo. No hay más recursos que la camisa desplanchada sobre la espalda.

– ¿Entonces adonde nos lleva eso? -pregunto.

– Pues a meter el dedo directamente en el ojo del que nos lo haya hecho. En cuanto encontremos a ese mamón, le voy a dar…

– Prueba garantizada de que es usted el asesino que dicen que es. Sin ofender, piense un poco. Necesitamos pruebas mejores que eso.

– ¿Y qué sabemos de dónde estaba Simon cuando apiolaron a Caroline? ¿Algún resquicio por ahí?

La pregunta me pilla con la guardia baja.

– ¿Si tiene coartada? Pues… no lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes?

– No me molesté en preguntar. Hasta ahora, pensaba que el asesino era usted. Me figuré que Simon lo había organizado y que dejó para usted el trabajo sucio.

– Pero si no fui yo…

– No es mala idea -digo, entusiasmado, mientras mi voz se acelera-. Tendríamos que descubrir dónde estaba.

– Y con quién.

– ¿Cree que alguien lo ayudó? -pregunto.

– No sé. Pero ¿cómo, si no, el señor abogado-del-Presidente iba a conocer a esos traficas de barrio?

Para eso no hay respuesta fácil, pero yo no quiero creerlo. Aun así, no puedo limitarme a pretender que ella no existe. Al fondo se oye sonar una canción. Si la película está a punto de acabar, no nos queda mucho tiempo. Me vuelvo hacia Vaughn antes de decidirme a decirlo.

– ¿Puedo hacerle una pregunta sobre otro tema? -pregunto.

– Venga.

– ¿Ha vendido alguna vez drogas a alguien de la Primera Familia?

Arquea una ceja lo suficiente como para preocuparme.

– ¿Por qué?

Comprendo inmediatamente que estoy en dificultades.

– Conteste simplemente la pregunta.

– Personalmente, yo nunca he visto a Nora, pero he oído comentarios en voz baja. Al parecer, es una putita medio loca.

Por debajo de la puerta de metal veo que se encienden las luces del teatro.

– Ésta es la señal -dice Vaughn-. Salir con el público. -Cuando vamos hacia la puerta, añade-: ¿Cree que ella tiene algún papel en todo esto?

– No. En absoluto.

Asiente con la cabeza. Por algún motivo, me deja que me salga con la mía en esto. Al verlo avanzar, me fijo en el bamboleo chulesco de sus andares.

– ¿Cree que realmente tenemos alguna posibilidad? -pregunto.

– Fíate de mí, a los grandes jefes no les gusta jugar a tira y afloja. Están demasiado preocupados por salvar la jeta.

– ¿Y nosotros no?

– Ahora, ya no. Ellos son los que tienen algo que perder. -Acelera el paso y añade-: Es igual que en las guerras de barrios: si quieres ganar, tienes que ir a darles un poco de caña.

Levanto los hombros y saco el pecho. Llevo demasiado tiempo encogido.

– Esos oficinistas lameculos se creen que se van a escapar echándome a mí a la calle -añade Vaughn al entrar en el teatro-. Como decía mi abuelo, si vas a pegarle un tiro al rey… mejor que lo mates.


– ¿Qué quiere usted decir con lo de que quiere que se lo demuestre? -pregunto a última hora de la tarde del jueves.

– Exactamente lo que he dicho -explica el detective al otro lado del teléfono-. Enséñeme un recibo, una cuenta bancaria, un resguardo de acciones… cualquier cosa que demuestre que ese dinero es suyo.

– Ya hablé de todo eso con el guardia que lo confiscó. Son mis ahorros particulares, no es algo de lo que tenga un recibo.

– Bueno, pues mejor si encuentra uno. De cualquier otro modo, todo el asunto se deposita.

Por lo cortante de su tono podría jurar que éste es uno de los centenares de casos de los que preferiría no tener que ocuparse. Lo que significa que puedo darle largas unos pocos días, una garantía de al menos una semana más para tener este flanco tranquilo. Hace falta ser burócrata para conocerlos.

– Ahora que lo pienso, puede que tenga una manera de demostrarlo.

– ¿Por qué será que eso no me sorprende?

– Lo que pasa es que tendré que revisar mi archivo -digo mientras veo que entra Trey-. Lo llamaré la semana que viene.

– ¿Qué tal va tu muralla? -pregunta Trey cuando cuelgo.

– No hago ninguna muralla; gano tiempo. Hay diferencia.

– Cuéntale eso a Nixon.

– ¿Qué quieres que haga, Trey? Tengo a esa Inez pagando a la gente por contarle historias; y al FBI amenazándome con hacerlo público mañana. Si me cogen con ese dinero… y atrapado entre un traficante de drogas y Nora… me enterrarán con la versión que Simon da de esta historia.

– Y con la de Nora. No olvides que vosotros os separasteis después de despistar a los del Servicio Secreto. Por eso ella volvió sola a casa aquella noche.

Le clavo en la frente la mirada más airada que tengo. Ya sé que sólo pretende ayudarme, pero ahora no es el momento.

– Dime sólo qué te dijo la secretaria de Simon.

– Más malas noticias. De acuerdo con su agenda, el día que murió Caroline, Simon salió de la reunión del Gabinete y estuvo todo el resto de la mañana en el Despacho Oval. -E, interpretando mi reacción, añade-: Ya lo sé. Aunque lo intentases, sería imposible salir con una coartada mejor.

– ¡Eso no es posible! ¿Hay algún modo de comprobarlo?

– No estoy muy seguro de a qué te refieres.

– Sólo porque Judy diga que estaba en el Despacho Oval, no quiere decir que estuviera realmente allí. Quiero decir, cuando yo fui a mi cita, estuve veinte minutos por allí antes de entrar finalmente.

– Puedo llamar a la secretaria del Presidente -sugiere Trey-. Como es la guardiana de la verja, registra la hora auténtica en que entra la gente.

– Cuando yo entré en el Despacho Oval, recuerdo que ella lo anotó.

– Entonces, ésa es nuestra mejor posibilidad. Lo comprobaré.

Sin perder tiempo, Trey va a coger mi teléfono pero justo cuando está a punto de levantarlo, empieza a sonar. Miro el identificador de llamadas. Llamada exterior. Apuesto por Lamb. Dijo que podía tener algo.

– Tendría que cogerlo -digo.

– ¿Hay otro teléfono desde el que pueda llamar a Barbara?

– En la antesala -le digo señalando la mesa pequeña que había estado usando Pam. Al contestar el teléfono, añado-: Aquí Michael.

– Michael, soy Lawrence.

Formo la palabra Lamb con los labios en dirección a Trey. Asiente en silencio y se dirige al teléfono de la antesala.

– ¿Ha descubierto algo? -pregunto a Lamb.

– He hablado con el FBI -comienza a decir con su voz pausada y metódica. Prácticamente puedo oír el almidón de su camisa de puños a la francesa-. Todavía no soltarán la lista de los últimos cinco expedientes…

Me desinflo de arriba abajo.

– No obstante -continúa-, les dije que tenemos ciertos reparos en cuestiones de seguridad al asignar casos nuevos, y que por lo tanto agradeceríamos, como mínimo, una lista de todo el personal de nuestra oficina cuyos expedientes estuvieran en poder de Caroline. Según comentamos, creo que ésta es la mejor manera de descubrir a quién le hacía chantaje… y, por consiguiente, a quién más le podía interesar su muerte.

– ¿Y colaboraron?

– Me dieron la lista.

– Eso es fantástico -digo con voz quebrada.

– Sin la menor duda -replica Lamb. Hasta con una noticia así, es demasiado cuidadoso para mostrarse excitado-. Los dos primeros nombres eran exactamente los que esperábamos. Tenía el expediente tuyo y el de Simon.

– Lo sabía. Ya le dije que…

– Pero lo que me cogió por sorpresa fue el tercer nombre de la lista.

– ¿El tercero? ¿Quién es?

Está a punto de contestar cuando oigo los fuertes pitidos de alguien que está llamando por esa línea. Levanto la vista y veo a Trey tecleando un número de teléfono en la antesala.

– ¡Uy!… perdón -dice, y su voz suena por el auricular de mi teléfono. Levanto la vista, atónito. Se supone que el teléfono de la antesala tiene una línea aparte.

– Michael, ¿está todo en orden? -pregunta Lamb.

– Sí, sí. Sólo es que me he apoyado en el teclado. -Intento seguir concentrado, pero no puedo dejar de pensar que el teléfono de la antesala podría haberse utilizado para escuchar mis conversaciones.

– Volviendo a las carpetas de Caroline -empieza Lamb-. El tercer nombre de la lista…

Sólo una persona utiliza ese teléfono. Un dolor agudo me recorre toda la nuca. Las piernas ya me flaquean. Por favor, que no sea ella.

Lamb pone voz a mis temores lo más confusamente posible.

– El último expediente era el de… Pam Cooper.

Загрузка...