CAPÍTULO 37

Cuando voy por el cuarto tramo de escaleras de cemento bajados a toda velocidad, empiezo a marearme. No me gusta estar tan abajo bajo tierra. Me late la cabeza; tengo el equilibrio descompensado. Al principio deduje que era la repetición del esquema del descenso, pero cuanto más me acerco al último sótano, más empiezo a pensar en lo que me espera al final. Paso la puerta B-5 preguntándome sí funcionará. Todo depende de ella. La escalera termina en una puerta metálica con un B-6 pintado en naranja fuerte. La abro y entro en el nivel más bajo del parking subterráneo. Rodeado de docenas de coches aparcados, miro a ver si ella ya está aquí. A juzgar por el silencio, debo de ser yo el primero.

La respiración agitada me llena los pulmones de aire polvoriento, pero como lugar de cita, el garaje cumple su papel. Cerca, pero alejado de las miradas.

Un chirrido de neumáticos corta el silencio. Viene de unos pisos más arriba, pero su eco llega hasta aquí abajo. Según el coche va tomando los giros de la rampa, el eco se hace más fuerte. Sea quien sea, viene hacia mí y conduce como un loco. Busco un sitio para ocultarme y me precipito otra vez en el hueco de la escalera y atisbo por la mirilla. Un Saab verde bosque se mete de un salto en un aparcamiento vacío y para con un frenazo brusco. Cuando se abre la puerta, sale un empleado del garaje. Por fin puedo soltar el aire y me seco la cara con la manga de la chaqueta.

En el momento en que se va, vuelvo a oír el gemido de neumáticos, bajando en espiral desde el nivel de la calle y aumentando el volumen cada vez. Estos tíos son unos sicópatas. Pero entonces un Buick negro surge de la rampa y no se dirige a ningún aparcamiento libre. En vez de eso, se para en seco justo delante de la escalera. Igual que antes, la puerta del coche se abre de par en par. Ah.

– He oído que quieres venir a casa -dice Nora con una sonrisa. Se está divirtiendo de lo lindo.

– ¿Dónde está el Servicio Secreto?

– No te preocupes, tenemos quince minutos hasta que se den cuenta de que me he largado.

– ¿De dónde has sacado el coche?

– La mujer que le arregla el pelo a mi madre. Y ahora, ¿quieres seguir friéndome a preguntas o quieres ser un buen chico?

– Perdona -digo, conciliador-. Es que ha sido un mal…

– No hace falta que lo digas. Yo también lo siento. Aunque tú quisieras, no tendría que haberte dejado marchar de aquel modo. -Da un paso hacia mí y abre los brazos.

Levanto una mano y la aparto.

– ¿Pero qué…?

– Dejemos esto para después, Nora. Ahora mismo, hay cosas más importantes que tratar.

– ¿Sigues enfadado por lo de Simon? Te juro que…

– Ya sé que no te acostaste con él. Y también sé que nunca me harías daño. -La miro directamente a los ojos y añado-: Te creo, Nora.

Ella me mira, sopesando cada palabra. No estoy muy seguro de lo que piensa, pero tiene que saber que ya no me quedan opciones. O esto, o ponerme a bailar con la policía. Por lo menos aquí, mantiene el control.

Entorna los ojos y toma su decisión. Aunque, naturalmente, yo no tengo ni idea de cuál es.

– Métete en el coche -acaba diciendo.

Sin decir palabra, doy la vuelta y abro la puerta del lado del pasajero.

– ¿Qué haces?

– Has dicho que subiera.

– No, no, no -dice, riñendo-. Ni hablar, tu cara está en todas las primeras páginas. -Aprieta un botón en el llavero y abre el maletero del coche-. Esta vez, irás detrás.

Hecho una rosca dentro del maletero del Buick de la Primera Esteticién, trato de olvidarme del olor a moqueta húmeda.

Por suerte para mí, hay muchos entretenimientos. Además de los cables que aprieto, nervioso, en ambas manos, hay un juego completo de ajedrez, que acabo de darme cuenta de que no estaba correctamente cerrado. Mientras Nora asciende por la rampa circular para salir del garaje, peones, caballos, alfiles y torres me bombardean desde todas las direcciones. Un caballo me golpea en un ojo y me cae en la mano justo cuando un giro seco a la derecha me indica que hemos vuelto a la calle Diecisiete.

En medio de la oscuridad, intento seguir mentalmente la ruta del coche, que va haciendo eses y curvas camino de la Puerta Suroeste. Sin duda, podría ir a entregarme directamente a las autoridades, pero creo que lo último que quisiera es que la pillaran junto al chico de moda del momento. Por lo menos, con eso cuento.

Incluyendo los accesos para sillas de ruedas, hay doce modos distintos de entrar en la Casa Blanca y el EAOE. Los que se hacen a pie exigen un documento de identidad en vigor y pasar andando por delante de dos guardias de uniforme como mínimo. Los que se hacen en coche exigen ser un pez gordo y un pase de aparcamiento a la altura. Yo tengo a Nora. Más que suficiente. Cuando el ruido del tráfico desaparece, sé que estamos cerca. El coche reduce la marcha al acercarnos al primer control. Espero que nos paren, pero por algún motivo, no lo hacen. Ahora llega la puerta propiamente dicha. Ésta es la que cuenta.

Ruedo hacia adelante al pararnos en seco, y aplasto unas cuantas piezas de ajedrez sobre la moqueta. Se oye un zumbido eléctrico cuando Nora abre la ventanilla. Me esfuerzo por oír la voz en sordina del centinela. La noche que subimos al tejado, no miraron en el maletero. Nora pasó sin más que un saludo con la mano y una sonrisa. Pero en las últimas veinticuatro horas, las cosas han cambiado. Apenas respiro.

– Lo lamento, señorita Hartson, pero son las órdenes. El FBI nos dijo que comprobásemos todos los coches.

– Sólo voy a recoger una cosa de mi madre. Será entrar y salir…

– ¿De quién es este coche, por cierto? -pregunta el guardia desconfiado.

– La mujer que le arregla el pelo a mi madre, usted la ha visto…

– ¿Y dónde están sus escoltas? -añade él, y yo cierro los ojos.

– En el control de abajo, ellos saben que sólo estaré un segundo. ¿Quiere usted llamarlos o me deja pasar?

– Lo siento, señorita, ya se lo he dicho. Pero no puedo…

– Me están esperando allá abajo.

– No importa, abra el maletero, por favor.

– Venga, Stewie, ¿le parezco peligrosa?

¡No, no flirtees con él! Estos tipos son demasiado listos para…

Se oye un fuerte clic y el coche avanza. Nora uno; guardias cero. Estamos dentro.

Avanzamos por la West Exec, y no sé si hay gente circulando por esa calle estrecha que separa el EAOE de la Casa Blanca. Pero aunque esté vacía, es fácil que pueda aparecer alguien. Con la esperanza de evitar sorpresas, y siguiendo mis instrucciones previas, Nora tuerce a la izquierda por el camino de cemento y se detiene justo bajo el arco de siete metros que lleva directamente a la planta baja del EAOE. Situado en las afueras y utilizado básicamente como zona de carga, es un lugar más oscuro que la zona abierta del aparcamiento de la West Exec. Cuando el coche queda inmóvil, sé que hemos llegado. Nora para el motor y cierra la puerta. Ahora viene lo más difícil.

Tiene que cronometrarlo todo perfectamente. Aunque la arcada conduce a un patio, sigue formando parte físicamente del gran pasillo del EAOE. Lo que significa que siempre está llena de gente que cruza las puertas automáticas de la base del arco a un lado y a otro. Si yo he de salir de aquí sin que me vean, tendrá que esperar a que el pasillo esté vacío. Dentro del maletero, me doy la vuelta sobre la barriga poniéndome lentamente en posición. Tengo los músculos en tensión. En cuanto abra la puerta, saldré. Aparto el lío de cables del medio y me quito las piezas de ajedrez de la cara. Nada que me estorbe. No oigo nada, pero es que todavía no ha venido. Debe de haber gente alrededor. Es la única razón para que espere. Los segundos acaban convirtiéndose en un minuto y mis dedos pellizcan, ansiosos, la moqueta del maletero.

Intento incorporarme sobre los codos como mínima protesta, pero el espacio no basta. Y está oscuro. Es como un ataúd. La chapa del maletero se me cae encima. El silencio me pone malo. Contengo la respiración y escucho atentamente. El último clic del motor cuando el coche se apaga. Una fricción susurrante cuando el zapato se desliza sobre la moqueta del maletero. Una puerta de coche que se cierra a lo lejos. ¿Seguirá Nora ahí fuera? ¿Se habrá ido? Oh, Dios santo, pienso aterrado mientras me lamo un charquito de sudor del labio superior. En este momento podría estar en cualquier parte. Podría haber vuelto a la Residencia, o estar haciendo una visita en el Despacho Oval. Sólo necesita una salida para entregarme a los lobos. Oigo que, afuera, un grupo de pisadas se acerca al coche. Y que, igual de de prisa, se paran. Están esperando. Ahí fuera. A mí. Hijos de puta.

El maletero se abre y un chorro de luz me golpea en la cara. Parpadeo y me tapo el sol con el brazo y levanto la vista esperando ver al FBI. Pero allí sólo está Nora.

– Vamos -me dice, haciéndome un gesto con el brazo. Me coge de la chaqueta por el hombro y tira de mí.

Echo una ojeada a la zona de carga. No hay nadie.

– Perdona la espera -dice Nora-. Había unos cuantos extraños en el vestíbulo.

Recupero el aliento y Nora cierra el maletero de un golpe. Se mete la mano dentro de la camisa y saca una cadenita con una chapa de identificación que lleva al cuello y me la tira. Es una chapa rojo intenso con una gran C blanca. C de Cita; mi letra escarlata particular. Me la pongo rápidamente. Ahora no soy más que otro invitado de la Casa Blanca, completamente invisible. Sin perder tiempo, me lanzo hacia las puertas automáticas que hay a mi derecha. En el momento en que mi cuerpo pasa por la célula fotoeléctrica, las puertas se abren de par en par. Ya estoy dentro. Y también Nora. Justo detrás de mí.

– ¿Entonces ya estás preparado? -me pregunta al pararnos en el pasillo.

– Eso creo -respondo, con los ojos clavados en el suelo.

– ¿Seguro que no necesitas nada más?

– Creo que todo irá perfectamente -digo, negando con la cabeza.

– Supongo que te veré en la oficina de Trey -añade Nora.

– ¿Cómo?

– Ése es el plan, ¿no? Yo vuelvo y controlo a los del Servicio Secreto y después nos reunimos en el despacho de Trey.

– Ah, ya. Ése es el plan -digo tratando de sonar animoso. Me giro porque no puedo mirarla más. Mejor marcharse.

– ¿Estás seguro de que no quieres explicarme lo que andas buscando? -me pregunta, vacilante.

– No sé si sería sensato hablar de eso aquí.

– No, tienes razón -mira alrededor, observando el pasillo vacío-. Alguien podría oírnos.

Muevo la cabeza para asentir.

– Buena suerte -me dice tendiéndome la mano.

Yo alargo la mía y nuestros dedos se entrelazan. Antes de que pueda reaccionar, Nora tira de mí y aprieta sus labios contra los míos. Abro la boca y pruebo una última vez su sabor. Es como canela con un toque de brandy. Me coge por la nuca y sus uñas acarician los cabellos muy cortos del cuello. Sus pechos se aprietan contra mi torso; el mundo entero deja de existir. Y una vez más recuerdo por qué Nora Hartson te obnubila por completo.

Cuando por fin me suelta, se enjuga los ojos. Sus labios temblorosos están ligeramente entreabiertos y se coloca, nerviosa, un mechón suelto de pelo detrás de la oreja. Una fina arruga se extiende por su frente, la expresión dolorida de su rostro es la misma que la noche que nos separaron. Sus ojos de lo-he-visto-todo luchan por contener las lágrimas.

– ¿Estás bien? -le pregunto.

– Dime sólo que confías en mí.

– Nora, yo…

– ¡Dímelo! -me ruega mientras una lágrima rueda por su mejilla-. Por favor, Michael. Sólo dime esas palabras.

Vuelvo a cogerle la mano otra vez.

– Siempre he confiado en ti.

No puede impedir que le aflore la sonrisa.

– Gracias. -Se limpia los ojos, cuadra los hombros y vuelve a ponerse la máscara-. El reloj corre, bonito. Te veré luego en el despacho de Trey.

– Allí voy -le replico con voz arrastrada.

Se besa la punta de los dedos y me los posa en la mejilla.

– Deja de preocuparte. Todo saldrá bien.

Sin una palabra más, vuelve a meterse en el coche y se dirige a la rampa de carga.

Yo me doy la vuelta y corro hacia la escalera. No mires atrás, eso no te ayudará.


Corro escaleras arriba con el camino despejado hacia la oficina de Trey. En el momento en que Nora se va, sin embargo, me vuelvo rápidamente y bajo los escalones. Mentirle me ha provocado un pinchazo en el estómago, pero si le hubiera dicho la verdad nunca me hubiera ayudado a entrar.

Al bajar a toda prisa hacia el sótano del edificio, la caja de la escalera se estrecha, el techo es más bajo, y empiezo a sudar. Como no hay ventanas, ni una sola toma de aire acondicionado a la vista, los pasillos del sótano están por lo menos a quince grados más de temperatura que el resto del EAOE.

Paso corriendo junto al hormigón ajado, que ahora es como una sauna subterránea, me quito la chaqueta y me arremango. Tengo que agacharme para no darme con la cabeza contra las tuberías, cables y conducciones de calefacción que cuelgan del techo, pero eso no me frena. No, cuando estoy tan cerca.

Cuando murió Caroline, todos sus archivos de importancia fueron confiscados por el FBI. El resto lo trajeron aquí: sala 018, una de las muchas zonas de almacenamiento de que dispone la Gerencia de Archivos. Como ratas burocráticas de la Sección Ejecutiva que son, catalogan hasta el último documento emitido por la Administración. Un trabajo para bobos desde cualquier punto de vista.

Giro la manilla, entro y veo que están a la altura de su reputación. Del suelo al techo, pilas de cajas archivadoras.

Voy sorteando pilas por estas catacumbas de cartón hacia el fondo de la sala. Las cajas siguen y siguen. Cada una tiene en un costado el nombre de un funcionario. Anderson, Arden, Augustino… Sigo el alfabeto hacia la derecha. Debe de estar más bien hacia atrás. A mis espaldas oigo que la puerta se cierra de golpe. Las luces fluorescentes se estremecen con el impacto. Ya no estoy solo.

– ¿Quién está ahí? -ladra una voz masculina que se acerca por el laberinto de cartón.

Me tiro al suelo, las palmas de las manos apoyadas en el terrazo.

– ¿Qué demonios anda haciendo usted aquí? -pregunta cuando me giro.

– Yo… -abro la boca pero el sonido no sale.

– Tiene usted tres segundos como máximo para explicarme por qué no debo coger el teléfono y llamar a Seguridad, y no me dé ninguna excusa tonta como que se ha perdido o algo igualmente insultante.

En cuanto veo el bigote recto, reconozco a Al Rudall. Un verdadero caballero del sur que se niega a tratar con personajes de nivel inferior, bien conocido por su afición a las mujeres y su manía a los abogados. Cuando nos llegaba algún exhorto y necesitábamos reunir papeles antiguos, solíamos asegurarnos de que las peticiones de documentos llevaran siempre al pie la firma de alguna mujer importante. Teniendo en cuenta que no nos habíamos conocido y combinándolo con el cromosoma Y que aparece en mis genes, comprendí que no iba a autorizarme a permanecer en aquella sala. Por suerte para mí, sin embargo, sé cuál es su criptonita.

– No pasa nada -dice Pam, saliendo de detrás de Al-. Viene conmigo.

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