Me levanté de la cama cuando el cielo todavía estaba oscuro. Seguía teniendo el dolor de cabeza con el que me fui a dormir. Me metí en el baño y me tomé un par de aspirinas, y luego me obligué a pasar un tiempo debajo de la ducha caliente. Cuando me sequé y me vestí, el dolor de cabeza prácticamente se había esfumado y el cielo estaba empezando a brillar.
Mi cabeza estaba llena de retazos de la conversación de la noche anterior. Había vuelto de Brooklyn sediento y con dolor de cabeza, y traté lo primero más a fondo que lo segundo. Recuerdo una conversación sin detalles con Anita en Long Island: los chicos estaban bien, estaban durmiendo en ese momento, les gustaría venir a Nueva York a verme, puede que se quedaran una noche si era posible. Le dije que estaría muy bien, pero que justo en ese momento estaba trabajando en un caso. «En casa del herrero, cuchillo de palo» le dije. No creo que supiera de lo que estaba hablando.
Llegué a Armstrong's justo cuando Trina estaba acabando su turno. La invité a un par de stingers y le hablé un poco del caso en el que estaba trabajando.
– Su madre murió cuando él tenía seis o siete años – dije-. Yo no lo sabía.
– ¿Cambia eso las cosas, Matt?
– No lo sé.
Cuando se fue, me quedé solo y me tomé unas copas más. A última hora decidí comerme una hamburguesa, pero ya habían cerrado la cocina. No sé a qué hora volví a mi habitación. No me fijé o no lo recordaba.
Tomé un desayuno con gran cantidad de café en el Red Fíame que había junto a mi hotel. Pensé en llamar a Hanniford a su oficina, pero decidí que podía esperar.
El empleado de la oficina de correos de la calle Christopher me informó de que las direcciones solamente se mantenían activas durante un año. Le sugerí que comprobara los archivos y me dijo que ese no era su trabajo, que podía llevarle mucho tiempo y que ya estaba trabajando demasiado. Eso lo habría convertido en el primer empleado de correos con exceso de trabajo desde Benjamín Franklin. Capté la indirecta y le puse un billete de diez dólares en la mano. Pareció sorprendido, o por la cantidad o por haber recibido algo en lugar de una discusión. Se fue a un cuarto trasero y volvió unos minutos más tarde con una dirección de Marcia Maisel en la calle Ochenta y Cuatro Este, cerca de la avenida York.
El edificio era una torre de pisos con un aparcamiento subterráneo y un pasillo que habría podido servir como pequeño aeropuerto. Tenía una cascada pequeña de agua con guijarros y plantas de plástico. No pude encontrar a ninguna Maisel en el directorio de inquilinos. El portero no había oído hablar de ella. Logré dar con el conserje y este reconoció el nombre. Dijo que se había casado hacía unos meses y que se había ido de allí. Su nombre de casada era señora de Gerald Thal. Tenía una dirección suya de Mamaroneck.
Conseguí su número en el servicio de Información de Westchester y lo marqué. Las tres primeras veces que marqué estaba comunicando. La cuarta sonó dos veces y contestó una mujer.
Dije:
– ¿Señora Thal?
– ¿Sí?
– Me llamo Matthew Scudder. Me gustaría hablar con usted sobre Wendy Hanniford.
Hubo un largo silencio, y me pregunté si habría dado con la persona adecuada. Había encontrado una pila de revistas viejas en un armario del apartamento de Wendy con el nombre de Marcia Maisel y la dirección de la calle Bethune en ellas. Era posible que se hubiera establecido una relación equivocada en algún punto del camino: el empleado de correos podía haber dado con la Maisel equivocada o el conserje podía haber extraído de su archivo la tarjeta errónea.
Entonces me dijo:
– ¿Qué quiere de mí?
– Querría hacerle unas preguntas.
– ¿Por qué a mí?
– Usted vivió en un apartamento de la calle Bethune con ella.
– Eso fue hace mucho tiempo. -Hace mucho tiempo, en otra ciudad y además, la muchacha estaba muerta-. No he visto a Wendy desde hace años. Ni siquiera sé si la reconocería. Si la hubiese reconocido.
– Pero la conoció en un momento de su vida.
– ¿Y qué? ¿Puede esperar un momento? Necesito encender un cigarrillo. -Me quedé esperando. Volvió al cabo de un rato-. He leído sobre ello en los periódicos, por supuesto. El chico que lo hizo se suicidó, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Entonces por qué me mete en todo esto?
Tenía razones de sobra para no querer involucrarse en ello. Pero le expliqué la naturaleza de mi particular misión, la necesidad de Cale Hanniford de conocer el pasado reciente de su hija ahora que ya no tenía futuro. Cuando acabé me dijo que suponía que podía contestar a algunas preguntas.
– El pasado junio hizo un año que se trasladó de la calle Bethune a la calle Ochenta y Cuatro Este.
– ¿Cómo sabe eso de mí? Bueno da igual, continúe.
– Me preguntaba por qué se trasladó.
– Porque quería un sitio propio.
– Entiendo.
– Además estaba más cerca del trabajo. Tenía un trabajo en el Este de Nueva York, y era un lío llegar allí desde el Village.
– ¿Por qué se fue a vivir con Wendy en un primer momento?
– Ella tenía un apartamento que era demasiado grande y yo necesitaba un lugar en el que quedarme. En ese momento me pareció una buena idea.
– ¿Pero no resultó ser tan buena?
– Bueno, la ubicación… Además, me gusta tener intimidad.
Iba a darme las respuestas que fueran para deshacerse de mí lo antes posible. Quería hablar con ella cara a cara en lugar de hablar por teléfono. Al mismo tiempo esperaba no tener que perder un día para conducir a Mamaroneck.
– ¿Cómo surgió el compartir el apartamento?
– Acabo de decírselo, ella tenía sitio…
– ¿Usted contestó a un anuncio?
– Ah, entiendo a lo que se refiere. No, en realidad me encontré con ella en la calle.
– ¿La conocía de antes?
– Ah, pensé que ya lo sabía. La conocí en la escuela universitaria. No la conocía bien, nunca fuimos íntimas, pero era una escuela pequeña y todo el mundo se conocía más o menos. Me encontré con ella en la calle y estuvimos hablando.
– La conoció en la escuela universitaria.
– Sí, pensé que ya lo sabía. Me da la impresión de que sabe muchas cosas sobre mí, me sorprende que no supiera eso.
– Me gustaría salir y hablar con usted, señora Thal.
– Ah, creo que no va a ser posible.
– Supongo que estaría abusando de su tiempo, pero…
– No quiero implicarme en este asunto -dijo-. ¿No puede entenderlo? Por Dios, Wendy está muerta, ¿no es cierto? ¿En qué va a ayudarla eso? ¿Eh?
– Señora Thal…
– Voy a colgar -dijo. Y lo hizo.
Compré un periódico, fui a una cafetería y me tomé una taza de café. Le di media hora para que se preguntara si era tan fácil deshacerse de mí o no. Después volví a marcar su número.
Hace tiempo aprendí algo. No es necesario saber de qué tiene miedo una persona, basta con saber que tiene miedo.
Contestó a mitad del segundo toque. Se acercó un momento el teléfono a la oreja sin decir nada. Después dijo:
– ¿Diga?
– Soy Scudder.
– Escuche, yo no…
– Cállese un minuto, bruja estúpida. Pienso hablar con usted. Ya sea delante de su marido o a solas.
Hubo un silencio.
– Ahora piense en ello. Puedo coger un coche y estar en Mamaroneck en una hora. Después de una hora estaré de vuelta en mi coche y fuera de su vida. Ese es el camino fácil. Si prefiere el difícil podría obligarla, pero no creo que tenga mucho sentido para ninguno de los dos.
– ¡Oh, Dios!
Dejé que pensara en ello. El anzuelo ya estaba enganchado, y no había manera de soltarlo.
Dijo:
– Hoy es imposible. Unos amigos van a venir a tomar un café y llegarán en unos minutos.
– ¿Esta noche?
– No. Gerry estará en casa. ¿Mañana?
– ¿Por la mañana o por la tarde?
– Tengo una cita con el médico a las diez. Estaré libre después de eso.
– Estaré en su casa a mediodía.
– No. Espere un momento. No quiero que venga a casa.
– Escoja un lugar y me encontraré allí con usted.
– Deme tan solo un minuto. Dios. Ni siquiera conozco esta zona, acabo de trasladarme hace unos meses. Déjeme pensar. Hay un restaurante y una sala de fiestas en el bulevar Schuyler. Se llama el Carioca. Podría parar por allí para almorzar después de salir de la consulta del médico.
– ¿A mediodía?
– Eso es. No conozco la dirección.
– Lo encontraré. El Carioca en el boulevard Schuyler.
– Sí. No recuerdo su nombre.
– Scudder. Matthew Scudder.
– ¿Cómo lo reconoceré?
Pensé: seré el hombre que parezca que está fuera de lugar. Dije:
– Estaré tomando un café en la barra.
– Está bien. Supongo que nos encontraremos.
– Estoy seguro de ello.
La incursión ilícita que llevé a cabo la noche anterior me proporcionó pocos datos más, aparte del nombre de Marcia Maisel. La búsqueda de las premisas había sido complicada para mí sin saber exactamente lo que estaba buscando. Cuando registras un lugar, ayuda tener algo específico en la mente. También ayuda el no tener que preocuparte de si dejas huellas o no. Por ejemplo, puedes registrar las hojas de los libros de una forma mucho más eficiente si puedes hojearlos y después soltarlos en un montón sobre la alfombra. Un trabajo de veinte minutos se puede alargar hasta dos horas cuando tienes que volver a colocarlos con cuidado en su sitio.
De todos modos había muy pocos libros en el apartamento de Wendy, y no tuve que molestarme con ellos. No estaba buscando algo que hubieran escondido deliberadamente. No sabía qué es lo que estaba buscando, y en aquel momento, después de los hechos, no estaba seguro de lo que había encontrado.
Había pasado la mayor parte de la hora deambulando por las habitaciones, sentado en las sillas, apoyado en las paredes, intentando descubrir la esencia de las dos personas que habían vivido allí. Miré la cama sobre la que había muerto Wendy, un par de muelles y un colchón sobre un armazón digno de una película de Hollywood.
Ni habían quitado las sábanas empapadas de sangre, aunque tampoco hubiese tenido mucho sentido; el colchón la había absorbido, y toda la cama estaba salpicada, hasta el punto de que me encontré con un coágulo de sangre reseca en la mano, y acudieron a mi mente las imágenes de un cura ofreciendo la comunión. Me metí en el baño y vomité todo.
Ya que estaba allí, retiré las cortinas de la ducha y examiné la bañera. Había un cerco procedente del último baño que se había tomado, y algún pelo enmarañado en el desagüe, pero nada que sugiriera que alguien había sido asesinado en ella. Ni lo hubiera sospechado. La recapitulación de Richie Vanderpoel no había sido un modelo de pensamiento lineal conciso.
El botiquín revelaba que Wendy tomaba píldoras anticonceptivas. Estaban dentro de un envoltorio con unos dígitos que indicaban los días de la semana para que quien las tomaba se asegurase de que no se había saltado ningún día. La píldora del jueves no estaba, por lo que pude deducir una de las cosas que había hecho el día de su muerte. Se había tomado la píldora.
Junto con las píldoras anticonceptivas encontré los suficientes botes de vitaminas naturales para llegar a la conclusión de que uno o ambos ocupantes del apartamento habían sido partidarios de ellas. Un pequeño frasquito con una etiqueta indicaba que Richie sufría de alergia al polen. Había bastantes cosméticos, dos marcas diferentes de desodorantes, una maquinilla eléctrica pequeña para depilarse las piernas y axilas, y una grande para la barba. Encontré algunos otros medicamentos de receta: Seconal y Darvon (de él), Dexedrine Spansules con una etiqueta que decía «Para el control del peso» (de ella), y un bote sin etiqueta que contenía lo que parecía Librium. Me sorprendió la cantidad de medicamentos que había. Los polis podían habérselos metido en el bolsillo, y hay tíos que no le robarían dinero ni a los muertos, pero tienen dificultades para resistirse a las pequeñas pastillas excitantes o relajantes.
Me llevé conmigo el Seconal y la Dex.
Había un armario y un aparador llenos de ropa de ella. No era un gran guardarropa, pero varios vestidos tenían etiquetas de Bloomingdale's y Lord & Taylor. La ropa de él estaba en el salón. Uno de los armarios del salón era suyo, y guardaba las camisas, los calcetines y la ropa interior en los cajones de un escritorio de cajoneras dobles de estilo español.
El salón tenía un sofá cama. Lo abrí y vi que estaba preparado, con las sábanas y las mantas. Las sábanas habían sido utilizadas desde la última vez que se lavaron. Cerré el sofá y me senté en él.
La cocina estaba bien equipada: sartenes con fondo de cobre, una batería de cocina de hierro fundido esmaltado de color naranja oscuro, una repisa de madera de teca con treinta y dos botes de hierbas y especias… En el congelador había un par de platos de comida precocinada, pero en el resto del frigorífico había abundantes existencias de comida de verdad. Tenía varios armarios. Se trataba de una cocina bastante grande para ser Manhattan y tenía una mesa de madera de roble redonda. Había dos sillas con reposabrazos junto a la mesa. Me senté en una de ellas y me imaginé acogedoras escenas domésticas, con uno de ellos preparando la comida o los dos sentados a la mesa y comiendo.
Me marché del apartamento sin encontrar las cosas útiles que uno desea encontrar: agendas, talonario de cheques, estados de cuentas, montones reveladores de cheques cancelados… Era evidente que habían dirimido sus asuntos financieros con dinero en efectivo.
Luego, un día después, pensé en las impresiones que me había hecho del apartamento e intenté cuadrarlas con la imagen del mal encarnado que Martin Vanderpoel tenía de Wendy. Si ella lo había atrapado con el sexo, ¿por qué dormía él en una cama plegable en el salón? ¿Y por qué todo el apartamento tenía ese aire de domesticidad apacible, una domesticidad confortable que ni toda la sangre del dormitorio podía anular?