7

Me bajé del metro cerca de la calle Sesenta y Dos y New Utrecht y caminé un par de manzanas para cruzar la parte de Brooklyn en la que se codean Bay Ridge y Bensinhurst. Una llovizna estaba derritiendo parte de la nieve del día anterior. Los del instituto de meteorología esperaban que helara durante la noche. Llegué un poco antes y paré en una cafetería para tomar un café. En la parte de atrás del mostrador un chaval estaba mostrando un cuchillo a un par de amigos. Me echó un vistazo rápido y escondió el cuchillo, lo que me recordó una vez más que no dejaba de parecer un poli.

Me bebí la mitad del café y continué hacia la iglesia. Era un edificio enorme de piedra blanca, moteada de sombras grises por el paso de los años. Una piedra angular anunciaba que la estructura actual había sido erigida en 1886 por una congregación fundada doscientos veinte años antes de dicha fecha. Un tablón de anuncios iluminado identificaba a la iglesia como «la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge, reverendo Martin Vanderpoel, pastor». Los servicios tenían lugar los sábados a las nueve y media; estaba anunciado que aquel sábado el reverendo Vanderpoel hablaría sobre lo siguiente: «El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones».

Di la vuelta a la esquina y encontré la casa parroquial inmediatamente adyacente a la iglesia. Tenía tres pisos de altura y estaba construida del mismo tipo de piedra. Llamé al timbre y estuve de pie frente a la puerta bajo la lluvia unos minutos. Después, una mujer menuda y canosa abrió la puerta y se me quedó mirando. Le di mi nombre.

– Sí -dijo-. Ha dicho que lo estaba esperando. -Me condujo a una sala y me indicó un sillón. Me senté frente a una chimenea eléctrica. La pared a ambos lados de la chimenea estaba revestida de estanterías. Un tapete oriental de tonos apagados cubría la mayor parte del suelo de parqué. Los muebles de la sala eran oscuros y grandes. Me senté allí a esperarlo y pensé que tenía que haberme tomado una copa en lugar de una taza de café. Probablemente no iba a poder tomar una bebida en aquel sitio tan sombrío.

Se hizo esperar unos cinco minutos. Después oí sus pasos en la escalera. Me puse en pie cuando entró en la sala. Dijo:

– ¿Señor Scudder? Siento haberle hecho esperar. Estaba al teléfono. Pero por favor, tome asiento, ¿quiere?

Era muy alto y muy delgado. Llevaba un traje negro y liso, un cuello de clérigo, y unas zapatillas de cuero negro. Su cabello era blanco, aunque con algún que otro reflejo rubio. Se habría considerado largo hace algunos años, pero en ese momento sus abundantes bucles eran bastante conservadores. Sus gafas de concha tenían unas lentes muy gruesas, lo que me dificultaba ver sus ojos.

– ¿Café, señor Scudder?

– No, gracias.

– Para mí tampoco. Si tomo más de una taza con la cena, estaré despierto toda la noche. -Se sentó en una silla que estaba junto a la mía. Se inclinó hacia mí y apoyó las manos en las rodillas-. Bueno -dijo-. No veo cómo podría ayudarlo, pero si existe alguna manera, por favor, dígamela.

Le expliqué un poco más a fondo lo que estaba haciendo por Cale Hanniford. Cuando acabé se acarició la barbilla con el pulgar y el índice y asintió pensativamente.

– El señor Hanniford ha perdido a una hija -dijo-. Y yo he perdido a un hijo.

– Sí.

– Es tan difícil ser padre hoy en día, señor Scudder… Quizá siempre haya sido así, pero me parece que los tiempos conspiran en nuestra contra. Bueno, puedo entender plenamente al señor Hanniford, más que nunca, ya que he sufrido una pérdida similar. -Se giró y se quedó mirando al fuego-. Pero me temo que no siento ninguna simpatía por la chica.

No dije nada.

– Es un error por mi parte y lo reconozco. El hombre es una criatura imperfecta. En ocasiones me parece que la religión no tiene mayor función que hacerlo a uno consciente de los límites de su imperfección. Solo Dios es perfecto. Incluso el hombre, su gran obra, es completamente errónea. Una paradoja, señor Scudder, ¿no cree?

– Sí.

– La incapacidad para llorar la pérdida de Wendy Hanniford no es el menor de mis esfuerzos. Mire, su padre no duda en responsabilizar a mi hijo de la pérdida de su hija. Y yo, en cambio, responsabilizo a su hija de la pérdida de mi hijo.

Se puso en pie y se acercó a la chimenea. Se quedó allí un momento, con la espalda completamente erguida, calentándose las manos. Se giró hacia mí y tuve la impresión de que estaba a punto de decir algo. Pero en lugar de hacerlo, caminó lentamente hacia su silla y se sentó de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas.

Dijo:

– ¿Es usted cristiano, señor Scudder?

– No.

– ¿Judío?

– No tengo religión.

– Cómo lo lamento -dijo-. Le he preguntado por su religión porque la naturaleza de sus creencias podría ayudarlo a comprender mis sentimientos hacia esa chica, Hanniford. Pero quizá pueda hacérselo ver de otra manera. ¿Cree en el bien y el mal, señor Scudder?

– Sí, creo.

– ¿Cree que existe algo parecido al mal en el mundo?

– Sé que existe.

Asintió, satisfecho.

– Yo también -dijo-. Sería difícil creer lo contrario, sea cual sea el sentido religioso de uno. Una ojeada a un periódico diario proporciona las pruebas suficientes de la existencia del mal. -Hizo una pausa, y pensé que estaba esperando a que yo dijera algo. A continuación prosiguió-. Ella era el mal.

– ¿Wendy Hanniford?

– Sí. Una mujer mala, guiada por el demonio. Alejó a mi hijo de mí, de su religión, de su Dios. Lo alejó del buen camino y lo condujo hacia el camino del mal. -Estaba elevando el tono de voz. No era difícil imaginar su fortaleza al frente de sus feligreses-. Fue mi hijo quien la mató. Pero ella fue quien mató algo dentro de él, quien lo capacitó para matar. -Bajó el tono de su voz y dejó caer las palmas de las manos contra sus costados-. Y por eso no puedo llorar la muerte de Wendy Hanniford. No puedo lamentar que su muerte se haya producido a manos de Richard. Puedo lamentar profundamente que él después decidiera acabar con su vida, pero no que decidiera hacerlo con la de la hija de su cliente.

Dejó las manos donde estaban y bajó también la cabeza. No podía ver sus ojos, pero tenía cara de preocupación, absorto en aquellas ideas sobre el bien y el mal. Pensé en el sermón que daría el sábado, en los diferentes caminos hacia el Infierno y en el pavimento de estos. Me imaginé a Martin Vanderpoel como un Sísifo largo y flaco que llevara rodando los cantos con dificultad hacia su lugar.

Dije:

– Su hijo estuvo en Manhattan hace un año y medio. Cuando empezó a trabajar para Antigüedades Burghash. -Asintió-. Se fue de allí unos seis meses antes de empezar a compartir apartamento con Wendy Hanniford.

– Así es.

– Pero piensa que fue ella la que lo llevó por el mal camino.

– Sí. -Respiró hondo y soltó el aire lentamente-. Mi hijo se fue de casa un poco después de su graduación en la escuela superior. No tenía mi aprobación, pero no me opuse violentamente. Era un chico inteligente y habría pasado con éxito por la escuela universitaria. Como es natural, albergaba la esperanza de que pudiera seguirme y se hiciera pastor, pero no lo forcé en esta dirección. Uno debe determinar por sí mismo si tiene vocación o no. No soy un fanático, señor Scudder. Preferiría ver a un hijo mío como un doctor o como un abogado competente y productivo antes que como un pastor del evangelio descontento.

»Me di cuenta de que Richard tenía que encontrarse a sí mismo. Un término de moda entre los jóvenes de hoy en día, ¿no es cierto? Tenía que encontrarse a sí mismo. Lo comprendí. Esperaba que ese proceso de descubrimiento interior terminara conduciéndolo a ingresar en la escuela universitaria después de uno o dos años. Tenía esperanzas de que ocurriera así y ninguno de los acontecimientos que vi era motivo de alarma. Richard tenía un trabajo honrado, estaba viviendo en una residencia cristiana decente, y pensé que iba por el buen camino. Quizá no el camino que seguiría finalmente, pero sí uno que era bueno para él en ese momento de su vida.

»Entonces conoció a Wendy. Se fue a vivir en pecado con ella. Se corrompió por su culpa. Y, finalmente…

Me vino a la memoria una pintada que había visto en el baño de caballeros: «La felicidad es cuando tu hijo se casa con alguien de su propia fe». Era evidente que Richie Vanderpoel había hecho vida de homosexual sin que su padre llegara a sospecharlo. Después, cuando se fue a vivir con una chica, su padre quedó destrozado.

Dije:

– Reverendo Vanderpoel, hoy en día hay gran cantidad de gente que vive junta sin estar casados.

– Soy consciente de ello, señor Scudder. Yo no lo condeno, pero me resultaba difícil de admitir.

– Pero sus sentimientos en este caso van más allá de una tolerancia reticente.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque Wendy Hanniford era el mal.

Estaba empezando a sentir los primeros latigazos de una jaqueca. Me froté el centro de la frente con las puntas de los dedos. Dije:

– Lo que pretendo, más que cualquier otra cosa, es proporcionarle a su padre una imagen de ella. Usted dice que ella era el mal, ¿en qué sentido?

– Era una mujer más mayor que sedujo a un joven para una relación antinatural.

– Solo era tres o cuatro años más mayor que Richard.

– Sí, lo sé. En términos cronológicos. En términos de mundanería era mucho mayor. Era promiscua. Era amoral. Era una criatura de perversión.

– ¿Llegó a conocerla?

– Sí -dijo. Aspiró y expulsó el aire-. La vi una vez. Con una vez fue suficiente.

– ¿Cuándo tuvo lugar dicho encuentro?

– Me cuesta recordarlo. Creo que fue en primavera. Diría que en abril o mayo.

– ¿La trajo aquí?

– No. No, Richard sabía que era mejor no traer a esa mujer a mi casa. Yo fui al apartamento donde ellos vivían. Fui específicamente para verla, para hablar con ella. Escogí un momento en el que Richard estaba en el trabajo.

– Y conoció a Wendy.

– Así es.

– ¿Qué esperaba conseguir con ello?

– Quería que acabara la relación con mi hijo.

– Y ella se negó.

– Sí, señor Scudder. Se negó. -Se reclinó en la silla y cerró los ojos-. Era una malhablada y una pecadora. Se mofó de mí. Ella… No quiero continuar con esto, señor Scudder. Dejó bastante claro que no tenía ninguna intención de dejar de ver a Richard. Le convenía que viviera con ella. En conjunto, la entrevista fue una de las experiencias más desagradables de mí vida.

– ¿Y nunca volvió a verla?

– No. Vi a Richard en varias ocasiones, pero no en ese apartamento. Traté de hablar con él sobre esa mujer. No hice ningún progreso. Estaba totalmente encaprichado con ella. El sexo maligno y sin escrúpulos les da a ciertas mujeres un extraordinario poder sobre los hombres susceptibles. El hombre es un pelele, señor Scudder, y en muchas ocasiones no puede hacer frente a la terrible fuerza de la sexualidad de una mujer maligna. -Suspiró con fuerza-. Y al final la ha destruido su propia naturaleza maligna. El hechizo sexual que lanzó sobre mi hijo fue el instrumento de su propia perdición.

– Hace que parezca una bruja.

Esbozó una débil sonrisa.

– ¿Una bruja? De hecho, es lo que pienso. Una generación menos progresista que la nuestra la habría visto quemada en la hoguera por brujería. Hoy en día hablamos de neurosis, de complicaciones psicológicas, de compulsión. Anteriormente se hablaba de brujería y de posesión demoníaca. A veces me pregunto si somos tan progresistas como queremos pensar. O si nuestro progresismo nos hace mucho bien.

– ¿Y hay algo que nos lo haga?

– ¿Perdón?

– Me estaba preguntando si existe algo que nos haga mucho bien.

– ¡Ah! -dijo-. Se quitó las gafas y las dejó sobre sus rodillas. Nunca antes había visto un color de ojos como el suyo. Eran de un azul brillante, con motas doradas-. Usted no tiene ninguna fe, señor Scudder. Quizá eso explique su cinismo.

– Puede ser.

– Yo diría que el amor de Dios nos hace un enorme bien. En el otro mundo, si no es en este.

Pensé que lo mejor era tratar con un solo mundo. Le pregunté si Richie había tenido fe.

– Se encontraba en un período de duda. Estaba demasiado preocupado con su pretensión de realización personal como para tener tiempo para la realización del Señor.

– Entiendo.

– Y después cayó bajo el hechizo de esa mujer, Hanniford. Empleo esa palabra deliberadamente. Cayó bajo su hechizo en el sentido literal de la palabra.

– ¿Cómo era antes de eso?

– Un buen chico. Un joven despierto, interesado y comprometido.

– ¿Nunca ha tenido ningún problema con él?

– Ningún problema. -Volvió a ponerse las gafas-. No puedo evitar sentirme culpable, señor Scudder.

– ¿Por qué?

– Por todo. ¿Cómo era el dicho? «En casa del herrero, cuchillo de palo». Es posible que dicha máxima se aplique en este caso. Quizá dediqué demasiada atención a mis feligreses y muy poca a mi hijo. Tuve que criarlo yo solo, ya sabe. Aunque no parezca una tarea tan difícil, puede que haya sido lo más difícil que he tenido que llevar a cabo.

– La madre de Richard…

Cerró los ojos.

– Perdí a mi mujer hace casi quince años -dijo.

– No lo sabía.

– Fue muy duro para los dos. Tanto para Richard como para mí. Cuando vuelvo la vista atrás, pienso que debería haberme vuelto a casar. Nunca…, nunca abrigué la idea. Podía tener un ama de llaves, y mis propios deberes me facilitaban el pasar más tiempo con él de lo que podía pasar cualquier padre normal. Pensé que era suficiente.

– ¿Y ahora no piensa eso?

– No sé. A veces pienso que hay muy poco que nosotros podamos hacer para cambiar nuestro destino. Nuestras vidas discurren según un plan maestro. -Sonrió fugazmente-. Creer en eso es tan reconfortante como perturbador, señor Scudder.

– Debe de serlo, sí.

– Otras veces pienso que podría haber hecho algo. Richard se encerró mucho más en sí mismo. Era una persona tímida, reservada y solitaria.

– ¿Tenía mucha vida social? Quiero decir durante el período de la escuela superior, mientras vivía aquí.

– Tenía amigos.

– ¿Tenía pareja?

– En ese momento no estaba interesado en las chicas. Nunca estuvo interesado en las chicas hasta que cayó en las garras de esa mujer.

– ¿No le preocupaba que no estuviera interesado en las chicas?

Eso distaba muy poco de insinuar que Richie podía estar interesado en los chicos. Si Vanderpoel se dio cuenta, no lo demostró.

– No me preocupaba -dijo-. Di por sentado que a la larga empezaría a tener una magnífica y saludable relación de amor con la chica que acabaría siendo su mujer y la madre de sus hijos. Que no estuviera implicado en compromisos sociales entretanto no me disgustaba. Si viera lo que yo veo, señor Scudder, se daría cuenta de que de una relación excesiva entre ambos sexos se deriva una gran cantidad de problemas. He visto chicas preñadas en plena adolescencia. He visto a chavales obligados a casarse a una edad muy temprana. He visto a jóvenes aquejados de enfermedades que no se pueden ni nombrar. No, todo lo contrario, me gustaba que Richard tardara en desarrollarse en ese área.

Sacudió la cabeza.

– Y sin embargo -dijo-, quizá si hubiera estado más experimentado, si hubiera sido menos inocente, no habría sido una víctima tan fácil de la señorita Hanniford.

Estuvimos un rato sentados en silencio. Le pregunté algunas cosas más sin conseguir ninguna respuesta significativa. Volvió a preguntarme si quería una taza de café. Decliné la oferta y le dije que ya era hora de ponerme en marcha. No trató de persuadirme para que me quedara.

Cogí el abrigo del armario del vestíbulo donde lo había guardado el ama de llaves. Mientras me lo ponía dije:

– Tengo entendido que vio a su hijo después del asesinato.

– Sí.

– En su celda.

– Así es-. El recuerdo le hizo estremecerse de una forma casi imperceptible-. No hablamos mucho. Intenté hacer algo para calmar su mente. Como es evidente, fracasé. Él… eligió imponerse su propio castigo por lo que había hecho.

– He hablado con el abogado que se le había asignado. Un tal señor Topakian.

– No he llegado a conocerlo. Después de que Richard… acabara con su vida…, en fin, no encontré sentido en ir a ver al abogado. Y no pude obligarme a hacerlo.

– Comprendo. -Acabé de abrocharme el abrigo-. Topakian me dijo que Richard no recordaba exactamente el asesinato.

– ¿Ah, sí?

– ¿Le dijo su hijo algo sobre eso?

Dudó por un momento y yo pensé que no iba a contestar. Entonces sacudió la cabeza con impaciencia.

– Es lo lógico que dijera eso entonces, ¿no es así? Quizá fuese sincero cuando habló con el abogado, o quizá su recuerdo estuviera nublado en ese momento. -Volvió a suspirar-. Richard me dijo que él la había matado. Me dijo que no sabía lo que le había pasado.

– ¿Le dio alguna explicación?

– ¿Explicación? No sé si lo llamaría explicación, señor Scudder. En cambio, me explicó ciertas cosas.

– ¿Qué dijo?

Miró por encima de mi hombro, al tiempo que buscaba en su mente las palabras adecuadas. Finalmente respondió:

– Me dijo que tuvo un momento repentino de claridad imponente al mirarla a la cara. Como si hubiera visto un destello del Demonio en ella y supo que tenía que destruirla, destruirla.

– Entiendo.

– Sin ánimo de absolver a mi hijo, señor Scudder, considero a la señorita Hanniford responsable de la pérdida de su propia vida. Le tendió una trampa, lo cegó para su propio beneficio, y en un momento en que el velo se apartó, a él se le cayó la venda de los ojos y la vio con claridad. Y vio, estoy seguro, lo que ella le había hecho, lo que le había hecho a su vida.

– Parece como si creyera que estuvo bien que la matara.

Me miró fijamente, y por un momento abrió los ojos de par en par, como si estuviera asustado.

– Oh, no -dijo-. Nada de eso. Nadie debe jugar a ser Dios. Es la providencia de Dios la que castiga y recompensa, la que da y quita. No la de los hombres.

Puse la mano en el pomo de la puerta, vacilante.

– ¿Qué le dijo usted a Richard?

– Apenas puedo recordarlo. Había poco que decir. Lo siento pero estaba en un estado de conmoción demasiado profundo como para ser muy comunicativo. Mi hijo pidió mi perdón. Le di mi bendición. Le dije que debería mirar hacia el Señor para ser perdonado. -De cerca, las gruesas lentes magnificaban sus ojos azules. Unas lágrimas asomaron por el rabillo de sus ojos-. Solo espero que lo haya hecho -dijo-. Solo espero que lo haya hecho.

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