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El servicio acababa de empezar cuando llegué. Me senté en uno de los bancos de atrás, cogí un libro pequeño y negro del estante y encontré por dónde iban. Me había perdido la invocación y el primer himno, pero llegué a tiempo para escuchar la lectura de la Palabra de Dios.

Parecía más alto de lo que recordaba. Quizá el púlpito daba una sensación de altura. Su voz era fuerte e imponente, y leyó la Palabra de Dios con absoluta seguridad.

– Dios habló de esta manera, yo soy el Señor tu Dios, el que te sacó de la tierra de Egipto, el que te sacó de la esclavitud.

»No adorarás a otros dioses.

»No adorarás a ningún ídolo, o a ninguna imagen de aquello que esté arriba en el cielo, en el agua, en la tierra o por debajo de esta; no te doblegarás ante ellas, ni las servirás, puesto que yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castiga la iniquidad de los padres sobre las terceras y cuartas generaciones de aquellos que me odian; y que muestra misericordia hacia los miles que me aman y cumplen mis Mandamientos…

La sala no estaba muy concurrida. Puede que hubiera unas ochenta personas, la mayoría de ellas de mi edad o mayores, y solo unos cuantos grupos familiares con niños. La iglesia podía albergar cuatro o cinco veces esa cantidad. Me imagino que la mayoría de los fieles habían hecho la peregrinación a las afueras de la ciudad en los últimos veinte años, y los antiguos vecinos irlandeses e italianos eran ahora negros y puertorriqueños.

– Honra a tu padre y a tu madre, que tus días pueden ser largos sobre la tierra que el Señor tu Dios te donó.

¿Habría asistido más gente hoy que de costumbre? Su pastor había sufrido una gran tragedia personal. No había dicho la misa del sábado anterior. Esta sería su primera aparición oficial desde el asesinato y el suicidio. ¿La curiosidad habría atraído a más gente? ¿O el comedimiento y la pena -y el aire frío de la mañana- los mantendría en casa?

– No matarás.

Declaraciones inequívocas, estos mandamientos. No admiten ninguna discusión. No es «no matarás salvo en circunstancias especiales».

– No cometerás adulterio…, no dirás falsos testimonios contra tu prójimo.

Me froté un punto de la sien que palpitaba. ¿Podría verme? Recordé sus gruesas gafas y decidí que no. Y yo estaba en un banco bastante alejado y hacia el lateral.

– Escuchad también lo que nuestro Señor Jesucristo dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Este es el primer y gran mandamiento. Y el segundo es tan importante como este. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Sobre estos dos mandamientos se apoyan la ley y los profetas».

Nos levantamos y cantamos un salmo.


El servicio duró un poco más de una hora. La lectura del Antiguo Testamento fue de Isaías, y la del Nuevo, de Marcos. Hubo otro himno, una plegaria y otro himno. El pastor hizo la ofrenda y consagró. Yo dejé cinco dólares en la bandeja.

El sermón, como prometió, trataba de la proposición de que el camino al infierno estaba pavimentado de buenas intenciones. Martin Vanderpoel nos dijo que no era suficiente que actuáramos teniendo en mente los objetivos mejores y más honrados, porque el mejor de los propósitos podría ser traicionado si está seguido de acciones no tan buenas ni honradas.

No presté demasiada atención a su desarrollo, porque mi mente se había quedado con la tesis central del argumento y jugaba con ella. Me preguntaba si sería peor para los hombres actuar mal por una buena razón o actuar bien por una mala razón. No era la primera vez que me lo preguntaba ni sería la última.

Después nos pusimos en pie. Él alargó sus brazos, de los que colgaba la túnica como las alas de un pájaro enorme, y dijo con voz viva y resonante:

– La paz de Dios, que supera todo entendimiento, mantenga vuestros corazones y mentes en el conocimiento y amor de Dios y de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor; y que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, esté entre vosotros, y permanezca con vosotros para siempre. Amén.

Amén.


Algunas personas salieron rápidamente de la iglesia sin pararse a dedicarle unas palabras al reverendo Vanderpoel. El resto se puso en fila para darle la mano. Me puse al final de la fila. Cuando llegó mi turno me ignoró. Sabía que mi cara le resultaba familiar, pero no sabía de qué.

Después dijo:

– ¡Vaya, si es el señor Scudder! La verdad es que no esperaba verlo en nuestros servicios.

– Ha sido agradable.

– Me complace oírle decir eso. No esperaba volver a verlo, ni albergaba la esperanza de que nuestro encuentro fortuito pudiera conducirlo a buscar la presencia de Dios. -Miró por encima de mi hombro, con media sonrisa en los labios-. El Señor trabaja de forma misteriosa, ¿no es cierto?

– Eso parece.

– Que esta tragedia particular tenga este efecto sobre una persona como usted… Me imagino que podré utilizar un tema como este en algún sermón.

– Me gustaría hablar con usted, reverendo Vanderpoel. En privado, creo.

– Oh, querido -dijo-. Hoy ando muy apurado de tiempo, lo siento. Estoy seguro de que tiene gran cantidad de preguntas sobre la religión. Las preguntas que lo embargan a uno siempre parecen requerir una respuesta inmediata, pero…

– No quiero hablar de religión, señor.

– ¿Ah, no?

– Es sobre su hijo y Wendy Hanniford.

– Ya le dije todo lo que sabía.

– Lo siento, pero tengo que contarle algunas cosas, señor. Más le vale que tengamos esta conversación ahora y que sea en privado.

– ¿Ah, sí? -Me miró fijamente, y observé la lucha de las emociones en su rostro-. Muy bien -dijo-. Tengo algunos deberes que atender. Solo será un momento.

Esperé, y no fueron más de diez minutos. Después me cogió amigablemente del brazo, me llevó a la parte trasera de la iglesia y atravesamos una puerta hacia la casa parroquial. Acabamos en la sala en la que habíamos estado anteriormente. El fuego eléctrico seguía encendido en el centro, y él volvía a estar delante, en pie, calentándose las alargadas manos.

– Me gusta tomar un café después de los oficios de la mañana -dijo-. ¿Se une a mí?

– No, gracias.

Abandonó la sala y volvió con café.

– ¿Y bien, señor Scudder? ¿Qué es eso tan urgente? -Su tono era deliberadamente vivo, pero había tensión por debajo de él.

– He disfrutado del oficio de esta mañana -dije.

– Sí, eso ha dicho, y me complace escucharlo. Sin embargo…

– Esperaba un texto diferente del Antiguo Testamento.

– Isaías es difícil de comprender, estoy de acuerdo. Un poeta y un hombre de amplias miras. Hay algunos comentarios interesantes sobre la lectura de hoy si está usted interesado.

– Esperaba que la lectura pudiera ser del Génesis.

– Ah, no empezaremos con él hasta el día de Pentecostés, ya sabe. ¿Pero por qué el Génesis?

– En realidad, una parte del Génesis.

– ¿Ah sí?

– El capítulo veintidós.

Cerró los ojos un momento y frunció el ceño, concentrado. Los abrió y se encogió de hombros a modo de disculpa.

– Normalmente tengo buena memoria para los capítulos y versículos. Será una de las consecuencias del proceso de envejecimiento, lo siento. ¿Lo busco?

Dije:

– «Después de esto, Dios quiso poner a prueba a Abraham, y lo llamó, Abraham; y él dijo, aquí estoy. Y dijo, toma a tu hijo, tu único hijo Isaac, a quien tú más amas, y ve a la región de Moria; y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré».

– La tentación de Abraham. «Dios se proveerá de un cordero para un holocausto». Un bonito pasaje. -Sus ojos se fijaron en mí-. Qué raro que pueda recitar una cita de las Escrituras, señor Scudder.

– Tuve la ocasión de leer ese pasaje el otro día. Y se me quedó grabado.

– ¿Ah sí?

– Pensé que podría querer explicarme el capítulo.

– En otro momento, sin duda, pero no termino de ver la urgencia de…

– ¿Está seguro?

Se me quedó mirando. Me puse en pie y di un paso hacia él. Dije:

– Yo creo que sí. Creo que podría explicarme los interesantes paralelismos entre Abraham y usted mismo. Podría contarme que pasa cuando Dios no se siente agradecido por el hecho de que uno le proporcione un cordero para el holocausto. Podría decirme más sobre el camino al Infierno, que está pavimentado con buenas intenciones.

– Señor Scudder…

– Podría decirme por qué asesinó a Wendy Hanniford. Y por qué permitió que Richie muriera en su lugar.

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