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El distrito 6 de la policía está en la calle Décima Oeste. Eddie Koehler estaba en su oficina leyendo informes cuando llegué. No pareció sorprendido al verme. Dejó a un lado unos documentos y me indicó con la cabeza una silla que había junto a su mesa. Me acomodé en ella y le tendí la mano por encima de la mesa. Dos de diez y uno de cinco pasaron discretamente de mi mano a la suya.

– Parece que necesitas un nuevo sombrero -le dije.

– De hecho lo necesito. Si hay algo que seguro que siempre necesito es otro sombrero. ¿Qué te pareció Hanniford?

– Un pobre capullo.

– Sí, eso mismo. Todo ha sucedido tan rápido que lo ha dejado perplejo. Eso es lo que le ha pasado, ya sabes. El factor tiempo. Supongo que si nos hubiera llevado una semana o un mes dar con el asesino, o si se hubiera producido un juicio que se hubiera alargado durante un año más o menos, le habría venido bien. Habría tenido la posibilidad de acostumbrarse a lo que ha pasado mientras duraba el proceso. Pero de esta manera, pam, una cosa tras otra, teníamos al asesino en una celda antes de que se enterase de la muerte de su hija, y antes de que él moviera el culo, el tipo ya se había colgado. Hanniford no lo ha asumido porque no ha tenido tiempo. -Me miró con aire pensativo-. Supuse que un viejo colega podría sacar unos cuantos billetes de esto.

– ¿Por qué no?

Cogió un puro apagado del cenicero y volvió a encenderlo. Podría haberse permitido el lujo de coger uno nuevo. El 6 es un distrito policial muy deseado y el suyo era un buen despacho. También podría haber enviado a casa a Hanniford en lugar de enviármelo a mí para que yo volviera a llamar a su puerta con veinticinco para él. Las viejas costumbres son difíciles de erradicar.

– Cógete una carpeta y ve por el vecindario haciendo algunas preguntas. Organízate el trabajo en una semana sin dedicarle más de un par de horas. Pídele cien al día más gastos. Así te llevas un kilo, por Cristo.

Dije:

– Me gustaría echar un vistazo al expediente del caso.

– ¿Por qué seguir las formalidades? No vas a encontrar nada allí, Matt. El caso estaba cerrado antes de que se abriera. Le pusimos las esposas al cabrón ese antes de saber lo que había hecho.

– Puro formalismo.

Entrecerró un poco los ojos. Éramos aproximadamente de la misma edad, pero yo me había unido al cuerpo antes que él y ya iba de paisano cuando él acabó la academia. Ahora Koehler parecía mucho mayor, tenía papada y un trabajo de despacho que convertía su trasero en una prolongación del asiento. Había algo en sus ojos que no me gustaba.

– Una pérdida de tiempo, Matt. ¿Para qué tomarse la molestia?

– Digamos que es mi forma de trabajar.

– Los expedientes no se muestran a personal no autorizado. Ya lo sabes.

Dije:

– ¿Qué tal otro sombrero por un vistazo a lo que tengas? Y voy a tener que hablar con el oficial que hizo la detención.

– Podría arreglar eso, podría presentártelo. Que quiera o no hablar contigo es cosa suya.

– Claro.


Veinte minutos más tarde estaba solo en la oficina. Tenía veinticinco dólares menos en mi cartera y un sobre de color manila delante de mí, sobre la mesa. No parecía valer ese dinero, pues no me reveló casi nada que no supiera ya.

Empecé con el informe del policía Lewis Pankow, el oficial que llevó a cabo el arresto. No había leído uno desde hacía algún tiempo. Volví a leer desde «Mientras avanzaba en dirección oeste en servicio rutinario de patrullaje a pie» hasta «momento en el cual el presunto culpable fue entregado a la prisión para su encarcelamiento». La poli tiene su propia jerga oficial.

Leí el informe de Pankow un par de veces y tomé algunas notas. Lo que equivalía a una clara exposición de los hechos traducida al inglés. A las cuatro y dieciocho, el agente iba caminando en dirección oeste por la calle Bank. Escuchó un alboroto y en las proximidades se encontró a algunas personas que le dijeron que había un lunático cubierto de sangre dando vueltas por la calle Bethune. Pankow recorrió corriendo toda la manzana hasta llegar a la calle Bethune donde lo encontró: «el presunto sinvergüenza, posteriormente identificado como Richard Vanderpoel, del n° 194 de la calle Bethune, con la ropa desaliñada y cubierta con lo que parecía ser sangre, hacía alarde de un lenguaje obsceno a viva voz y exponía sus partes íntimas a los transeúntes».

Pankow lo esposó prudentemente y logró averiguar dónde vivía. Hizo subir al sospechoso los dos tramos de escaleras y entraron en el apartamento que Vanderpoel y Wendy Hanniford ocupaban, donde encontró a Wendy Hanniford «aparentemente muerta, desnuda y desfigurada por las cuchilladas supuestamente infligidas por un arma punzante».

Después Pankow telefoneó y el procedimiento habitual se puso en marcha. El médico forense llegó para confirmar lo que Pankow se había imaginado: que Wendy estaba, en efecto, muerta. El equipo de fotografía tomó sus fotos, varias del apartamento salpicado de sangre y muchas del cadáver de Wendy.

Era imposible saber cómo era físicamente cuando estaba viva. Había muerto desangrada, y lady Macbeth tenía razón sobre esto: nadie se imagina cuánta sangre puede perder un cuerpo agonizante. Puedes clavar un punzón de hielo en el corazón de un hombre sin que asome apenas una gota de sangre en su pechera, pero Vanderpoel le había acuchillado el pecho, los muslos, el vientre y la garganta, y toda la cama era un océano de sangre.

Después de haber fotografiado el cuerpo, lo trasladaron para hacerle una autopsia. Un tal doctor Jainchill, de la oficina del forense, le practicó una autopsia completa. Declaró que la víctima era una mujer caucasiana de unos veinte años, que había mantenido relaciones sexuales recientemente, tanto orales como genitales, que había sido acuchillada veintitrés veces con un objeto punzante, seguramente una cuchilla, que no tenía heridas de puñaladas (lo que con toda probabilidad le hubiera hecho decidirse por la cuchilla), que varias venas y arterias, las cuales enumeró una por una, habían sido total o parcialmente cercenadas en el transcurso del ataque, que la muerte tuvo lugar aproximadamente a las cuatro de esa tarde, en más o menos veinte minutos, y que en su opinión no había ninguna posibilidad de que las heridas se las hubiera infligido ella misma.

Me sentí orgulloso de que hubiera tomado una posición tan firme en ese último punto.

El resto del sobre contenía información que por último sería complementada por copias de informes formales realizados por otros departamentos del aparato policial. Había una anotación que informaba de que el prisionero había sido llevado ante un magistrado y había sido acusado formalmente de homicidio el día después de su arresto. Otro memorando daba el nombre del abogado de oficio. Y otro señalaba que Richard Vanderpoel había sido hallado muerto en su celda poco antes de las seis de la mañana del sábado.

El sobre se engrosaría en tiempos venideros. El caso estaba cerrado, pero el expediente del distrito 6 seguiría creciendo como el cabello y las uñas de un cadáver. El guardia que entró y vio a Richard Vanderpoel colgado de la tubería redactaría sus conclusiones. Del mismo modo procederían el médico que dictaminó su muerte y el médico que no pudo establecer ninguna sombra de duda sobre el hecho de que fueran las tiras de ropa de cama, atadas y anudadas alrededor de su cuello, las que lo habían matado. Por último, la investigación policial de un coronel concluiría que Wendy Hanniford había sido asesinada por Richard Vanderpoel y que a su vez Richard Vanderpoel se había quitado la vida. El distrito policial 6, y cualquier otro relacionado con el caso, ya habían llegado a esa conclusión. Habían llegado a la primera parte mucho antes de que Vanderpoel hubiera sido encerrado. El caso estaba cerrado.

Volví a leer parte del material mientras estudiaba las fotos. El propio apartamento no parecía estar muy desordenado, lo que sugería que el asesino había sido alguien que ella conocía. Volví a la autopsia. No había piel bajo las uñas de Wendy, ni signos evidentes de un forcejeo. ¿Contusiones faciales? Sí, es posible que estuviera inconsciente cuando él la acuchilló.

Probablemente hubiese estado un tiempo agonizando. Si la hubieran degollado primero y hubiesen alcanzado la yugular, es posible que hubiera muerto rápidamente. Pero había perdido mucha sangre por las heridas del torso.

Escogí una foto y la metí en el bolsillo de mi camisa. No sabía muy bien para qué la quería, pero sabía que nadie la echaría de menos. Una vez conocí a un poli de oficina en la sección de Cobble Hill de Brooklyn que solía llevarse a casa una copia de cada foto horrible que pasaba por sus manos. Nunca pregunté por qué.


Volví a ponerlo todo en orden y coloqué en su sitio el sobre manila al tiempo que volvía a aparecer Koehler. Estaba fumándose otro puro. Salí de detrás de su mesa y me preguntó si estaba satisfecho.

– Todavía me gustaría hablar con Pankow.

– Ya lo he arreglado. Supuse que eras demasiado terco como para cambiar de idea. ¿Has encontrado alguna maldita cosa en todo ese desorden?

– ¿Cómo puedo saberlo? Ni siquiera sé qué es lo que estoy buscando. Tengo entendido que se prostituía. ¿Hay alguna prueba de eso?

– Nada en concreto. Pero si lo miras bien, resulta evidente. Un buen armario, doscientos pavos en el bolso, ningún medio visible de sustento. ¿Qué más podemos añadir?

– ¿Por qué estaba viviendo con Vanderpoel?

– Tenía una lengua de treinta centímetros.

– En serio. ¿Era su chulo?

– Es posible.

– Pero no tienes ficha de ninguno de los dos.

– No. No los arrestaron nunca. Para nosotros no existían oficialmente hasta que él decidió acuchillarla.

Cerré los ojos durante un minuto. Koehler pronunció mi nombre. Alcé la vista y dije:

– Me ha venido un pensamiento. Algo que has dicho antes sobre el momento de poner al corriente a Hanniford. Además, en cierto sentido es verdad lo que mencionaste. Si hubiera sido asesinada por una persona o personas desconocidas, habrías sometido los dos últimos años de su vida a un examen minucioso, los habrías pasado por un microscopio. Pero el caso se cerró antes de abrirlo y ahora ya no es tu trabajo hacer eso.

– Exacto. En cambio es el tuyo.

– Ajá. ¿Con qué la mató?

– El doctor dice que con una cuchilla. -Se encogió de hombros-. Una suposición tan buena como cualquier otra.

– ¿Y qué ha pasado con el arma homicida?

– Sí, ya me suponía que no se te escaparía. No la encontramos. Cualquiera sabe. Había una ventana abierta, pudo haberla lanzado por allí.

– ¿Qué había en el exterior de la ventana?

– Un pozo de ventilación.

– ¿Lo has inspeccionado?

– Ajá. Cualquiera pudo cogerla, cualquier chaval que pasara por allí.

– ¿Comprobaste si había manchas de sangre en el pozo de ventilación?

– ¿Estás bromeando? ¿Un pozo de ventilación del Village? La gente orina por las ventanas, lanzan tampones, basura y todo tipo de cosas. En nueve de cada diez pozos de ventilación encontrarás manchas de sangre. ¿Lo habrías inspeccionado tú? ¿Después de haber cogido al asesino?

– No.

– De todos modos, olvida el pozo de ventilación. Sale corriendo del apartamento con el cuchillo en la mano. O la navaja, o lo que coño fuera. Lo lanza por las escaleras. Sale corriendo a la calle y lo tira en la acera. Lo mete en un cubo de basura. Lo tira por una alcantarilla. Matt, no tenemos ningún testigo presencial que lo viera salir del edificio. Habríamos buscado uno, pero ese hijo de puta se mató treinta y seis horas más tarde de dejar tiesa a la chica.

No paraba de repetir eso. Yo estaba haciendo un trabajo que la policía habría hecho de haber tenido que hacerlo. Pero Richard Vanderpoel les había resuelto el problema.

– Así que no sabemos cuándo se echó a la calle -siguió diciendo Koehler-. ¿Dos minutos antes de que lo atrapara Pankow? ¿Diez minutos? Podía haber triturado el arma y habérsela comido en ese tiempo. Dios sabe lo loco que estaba ese tipo.

– ¿Había una navaja en el apartamento?

– ¿Te refieres a una navaja recta? No.

– Me refiero a una navaja de afeitar.

– Sí, había una eléctrica. ¿Por qué demonios no te olvidas de la navaja? Ya sabes cómo son esas putas autopsias. Yo tuve una hace un par de años. El gilipollas de la oficina del forense dijo que la víctima había sido asesinada con un hacha. Cogimos al bastardo en el edificio con un mazo de croquet en la mano. Cualquiera que pueda confundir el daño hecho al golpear un cráneo con un hacha con el que haría un mazo no sería capaz de distinguir un navajazo de un coño.

Asentí y dije:

– Me pregunto por qué lo hizo.

– Porque estaba como una puta cabra, por eso lo hizo. Recorrió la calle de arriba abajo, cubierto de sangre, gritando barbaridades y enseñándole la polla a todo el mundo. Pregúntale por qué lo hizo, no lo sabría ni él.

– Qué mundo.

– Dios, no me hagas empezar con eso. Ese vecindario está cada vez peor. No me hagas empezar. -Me hizo una seña con la cabeza, salimos juntos de la oficina y atravesamos la comisaría. Los hombres, de paisano y de uniforme, estaban sentados ante sus máquinas de escribir, tecleando historias sobre supuestos sinvergüenzas y presuntos culpables. Una mujer que estaba prestando testimonio en español a un oficial uniformado hacía pausas de vez en cuando para llorar. Me pregunto qué habría hecho o qué le habrían hecho.

En la comisaría no vi a nadie conocido.

Koehler dijo:

– ¿Has oído lo de Barney Segal? Lo han ascendido. Ahora es el jefe del distrito 17.

– Sí, es un buen hombre.

– Uno de los mejores. ¿Cuánto hace que te saliste del cuerpo, Matt?

– Un par de años, creo.

– Sí. ¿Cómo están Anita y los chicos? ¿Están bien?

– Sí.

– Mantienes el contacto, entonces.

– De vez en cuando.

Cuando llegamos a la recepción, se paró y se aclaró la garganta.

– ¿Has pensando alguna vez en volver a ponerte la placa, Matt?

– Ni hablar, Eddie.

– Es una puñetera lástima, lo sabes, ¿no?

– Tú haz lo que tengas que hacer.

– Sí. -Se estiró y volvió al asunto-. He acordado con Pankow que se encontrará contigo esta noche alrededor de Lis nueve. Estará en un bar llamado Johnny Joyce's. Es en la Segunda Avenida, he olvidado la calle que cruza.

– Conozco el sitio.

– Allí lo conocen, pregunta al camarero y te indicará quién es. Esta noche libra, así que le he dicho que valorarías su tiempo.

Y seguro que también le has dicho que una parte era para ti.

– ¿Matt? -Me volví-. ¿De todos modos, qué vas a preguntarle?

– Quiero saber qué tipo de lenguaje obsceno estaba empleando Vanderpoel.

– ¿En serio? -Asentí-. Creo que estás tan loco como Vanderpoel -me dijo-. Por el precio de un sombrero puedes escuchar todas las guarrerías que quieras.

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