La calle Bethune discurre hacia el oeste desde Hudson hasta llegar al río. Es un área estrecha y residencial. Se habían plantado recientemente algunos árboles. Sus bases estaban protegidas por pequeñas cercas de estacas, de las que colgaban unos letreros en los que se pedía a los propietarios de los perros que no dieran rienda suelta a los instintos naturales de sus mascotas. «Queremos a nuestro árbol, / Por favor, controla a tu perro». El número 194 era un edificio de piedra caliza de color rojizo con una puerta de entrada del color del astroturf. Había cinco apartamentos, uno por cada piso. En el sexto timbre del portal ponía «Conserjería». Llamé y esperé.
La mujer que abrió la puerta tenía alrededor de treinta y cinco años. Llevaba una camisa blanca de hombre con los dos botones de arriba desabrochados y unos vaqueros manchados y desteñidos. Tenía la constitución de una boca de incendios. Llevaba el pelo corto y parecía que se lo había cortado al azar con un par de tijeras de podar. Sin embargo, el efecto no era desagradable. Se asomó a la puerta, me miró y en cinco segundos llegó a la conclusión de que yo era un poli. Le dije mi nombre y me enteré de que el suyo era Elizabeth Antonelli. Le dije que quería hablar con ella.
– ¿Sobre qué?
– Sus inquilinos del tercer piso.
– Mierda. Pensé que ya habíamos acabado con eso. Todavía estoy esperando a que sus hombres abran la puerta y se lleven sus trastos. El propietario quiere que le muestre el apartamento y ni siquiera puedo entrar en él.
– ¿Todavía está precintada?
– ¿No se informan unos a otros?
– No pertenezco al cuerpo. Esto es una investigación privada.
Su mirada se dulcificó. Ahora que no era un poli le gustaba más, pero también tenía que saber para qué lado trabajaba. Además si no estaba de visita oficial, eso quería decir que no estaba obligada a perder su tiempo conmigo.
Dijo:
– Escuche. Estaba haciendo algo. Soy artista y tengo trabajo.
– Le llevará menos tiempo contestar a mis preguntas que deshacerse de mí.
Lo pensó, se dio la vuelta bruscamente y se metió en el edificio.
– Hace frío ahí fuera -dijo-. Bajemos las escaleras y hablemos un poco, pero no se piense que le voy a dedicar mucho tiempo, ¿eh?
La seguí por un tramo de escaleras hasta el sótano. Tenía una única habitación grande con aparatos de cocina en un rincón y un catre en la pared orientada al oeste. Se veían tubos y cables eléctricos por el techo. Su arte era la escultura y había varias muestras de su trabajo a la vista. No llegué a ver la obra en la que estaba trabajando en ese momento. Un trapo húmedo la cubría. Las otras obras eran abstractas y en buena parte de ellas había una clara evocación de monstruos marinos.
– No voy a poder contarle gran cosa -dijo-. Soy la conserje porque llegué a un acuerdo para poder pagar el alquiler. Tengo buenas manos y puedo reparar la mayoría de las cosas que se estropean, y se me da bastante bien gritarle a la gente cuando se retrasa con el alquiler. Me paso la mayor parte del tiempo metida en mis cosas. No presto demasiada atención a lo que pasa en el edificio.
– ¿Conocía a Vanderpoel y a la señorita Hanniford?
– De vista.
– ¿Cuándo se trasladaron aquí?
– Ella estaba aquí antes de que yo viniera, y en abril hará dos años que vivo aquí. Y creo que él se instaló en el piso hace poco más de un año. Creo que justo antes de Navidad si no recuerdo mal.
– ¿No vinieron juntos?
– No. Ella vivía con otra persona antes que él.
– ¿Un hombre?
– Una mujer.
No tenía ningún registro, ni sabía el nombre de la anterior compañera de piso de Wendy. Me dio el nombre y la dirección del propietario. Le pregunté qué era lo que recordaba de Wendy.
– No demasiado. Solo me fijo en la gente que crea problemas. Ella nunca ha hecho fiestas ruidosas ni ha puesto la música a todo volumen. He estado pocas veces en el apartamento. En una ocasión la válvula del radiador del dormitorio se les disparó. Hacía demasiado calor y ellos no podían regularlo. Les puse una válvula nueva. Eso fue hace un par de meses.
– ¿Tenían bien cuidado el apartamento?
– Bastante bien, sí. Era muy agradable. La pintura de las paredes estaba en buen estado y tenían unos muebles muy bonitos. -Se quedó pensando un momento-. Puede que fuera cosa de él. He estado allí antes de que se trasladara él y creo recordar que entonces no era tan agradable. Él era una especie de seudoartista.
– ¿Sabía que era prostituta?
– Aún no lo sé. Leo muchas mentiras en los periódicos.
– ¿No cree que lo fuera?
– No tengo una opinión, ni en un sentido ni en otro. Nunca he tenido ninguna queja sobre ella. Por otra parte, podía haber tenido diez hombres arriba en su casa en un día sin que yo me enterara.
– ¿Tenía visitas?
– Ya se lo he dicho. No me fijaba en eso. La gente no tiene que pedirme permiso para subir.
Le pregunté quién más vivía en el edificio. Había cinco apartamentos, uno por cada piso, y me dio los nombres de todos los inquilinos. Me dijo que podía hablar con ellos si ellos estaban dispuestos a hablar conmigo. Salvo con la pareja del piso de arriba; estaban en Florida y no volverían hasta mediados de marzo.
– ¿Es suficiente? -dijo-. Tengo que seguir con lo que estaba haciendo. -Flexionó los dedos para indicar su impaciencia por volver a ponerlos sobre la arcilla.
Le dije que había sido muy amable.
– No creo que le haya aclarado gran cosa.
– Hay algo más que podría decirme.
– ¿El qué?
– No los conocía, a ninguno de los dos, y por lo que veo no presta mucho interés a la gente del edificio. Pero todo el mundo se forma siempre una idea de la gente a la que ve con frecuencia durante un largo período de tiempo. Tiene que haberse formado algún tipo de imagen de ambos; seguro que le causaron alguna impresión a pesar de que apenas los conociera. Probablemente haya cambiado dicha imagen por lo que ha sucedido la semana pasada, por las cosas de las que se ha enterado, pero me gustaría saber qué impresión tenía de ellos.
– ¿De qué le serviría eso?
– Me permitiría saber cómo eran a los ojos de los demás. Y usted es artista y tiene una gran sensibilidad.
Se mordió una uña.
– Sí, entiendo lo que quiere decir -dijo después de un momento-. Lo que pasa es que no sé qué puedo decirle.
– ¿Le sorprendió que la matara?
– Cualquiera estaría sorprendido.
– Eso cambiaría la imagen que tenía de ellos, pero ¿cómo los veía?
– Como unos inquilinos normales y corrientes… Espere un momento. Me acaba de hacer pensar en algo. Nunca lo había mencionado, pero ¿sabe lo que pensaba de ellos? Los veía como hermanos.
– ¿Hermanos?
– Sí.
– ¿Por qué?
Cerró los ojos y frunció el ceño.
– No puedo decir exactamente por qué -dijo-. Tal vez por la manera en que actuaban cuando estaban juntos. No es que hicieran nada. Solo son las vibraciones que me daban, la sensación que te transmitían cuando paseaban, la manera de relacionarse el uno con el otro.
Esperé.
– Otra cosa. No es algo que me obsesione, quiero decir que no tenía pensado hablar de ello, pero en cierto modo di por sentado que él era gay.
– ¿Por qué?
Estaba sentada y en ese momento se levantó y caminó hacia una de sus creaciones, un montículo de color bronce de planos convexos, más alto y ancho que ella. Se alejó de espaldas a mí y trazó una línea curva con sus achaparrados dedos.
– Por su físico, supongo. Su amaneramiento. Era alto y delgado y tenía una forma especial de hablar. Seguro que cree que no debería pensar de esa manera. Con mi figura, mi pelo corto, el hecho de que me gusta trabajar con las manos y de que se me den bien los aparatos eléctricos y mecánicos, la gente suele suponer que soy lesbiana. -Se giró y sus ojos me desafiaron-. Pues no lo soy -dijo.
– ¿Lo era Wendy Hanniford?
– ¿Cómo quiere que lo sepa yo?
– Ha supuesto que Vanderpoel podía ser gay. ¿Supone lo mismo de ella?
– Ah. Yo pensaba… No, estoy segura de que no lo era. Generalmente sé si una mujer es gay por su manera de tratarme. No, di por hecho que era hetero.
– Y dio por hecho que él sí que lo era.
– Así es. -Levantó la vista hacia mí-. ¿Y quiere saber algo? Sigo pensando que era marica.