Eddie Koelher no estaba en su despacho. Le dejé el mensaje de que me llamara, a continuación bajé las escaleras y cogí un periódico en el quiosco del vestíbulo. Ya iba por el municipio de Dear Abby cuando sonó el teléfono.
Me agradeció que le hubiera enviado a Kenny, con una voz cautelosa. Yo no estaba en el cuerpo y no era necesario que me lo devolviera.
Lo tranquilicé.
– Podías hacerme un pequeño favor a cambio. Podrías encontrar a alguien que hiciera unas cuantas llamadas de teléfono y echara un vistazo a los registros adecuados. Probablemente podría hacerlo yo mismo, pero me llevaría el triple de tiempo.
Se lo expliqué con detalle. Para él era una forma fácil de saldar las cuentas conmigo, y se alegraba de aprovecharlo. Me dijo que volvería a llamarme y le dije que estaría por aquí esperando su llamada.
Volvió a llamarme exactamente una hora más tarde. J. J. Cottrel, S. A. había tenido oficinas en el edificio Kleinhans en William y Pine. La empresa había publicado una hoja informativa de Wall Street durante aproximadamente doce años, y quebró al morir el propietario. Este había sido un tal Arnold P. Leverett, y había muerto hacía dos años y medio. No había nadie llamado Cottrell relacionado con la firma.
Le di las gracias y colgué. Eso aclaraba bastante las cosas. Yo no había podido encontrar a un Cottrell porque no había existido ninguno. Era razonable suponer que Leverett había jugado algún tipo de papel en la vida de Wendy Hanniford, pero tanto si había sido uno grande, como uno pequeño ahora ya no era importante. No podría contactar con el hombre para comentar las cosas sin los servicios de un médium.
Por puro capricho hice una llamada al Eden Roc y contestó de nuevo el director. Se acordaba de mí. Le pedí si podía volver a comprobar la misma hoja de registro para Leverett, y esta vez no le llevó tanto tiempo porque sabía exactamente dónde encontrar las hojas. Como era de esperar, sus registros indicaban que el señor y la señora Arnold P. Leverett habían sido huéspedes del Eden Roc del catorce al veinte de septiembre.
Así que ya tenía el nombre de uno de los hombres de su vida. Si Leverett había dejado una viuda, podía ir a molestarla, pero sería difícil pensar en algo con menos sentido. Lo que conseguiría sería más negativo que positivo. Podía olvidarme de seguir la pista del hombre que la llevó a Florida, y podía dejar de preguntarme quién demonios era J. J. Cottrell. No era una persona, era una corporación y había quebrado.
Doblé la esquina hacia Armstrong's y me senté en la barra. Había sido un día largo, y conducir hasta Mamaroneck y volver me había cansado más de lo que pensaba. Contaba con pasar el resto de la noche sobre ese taburete en la barra, equilibrando café y bourbon hasta que fuera lo suficientemente tarde como para volver a mi habitación y echarme a dormir.
No funcionó. Tras dos copas pensé en hacer algo y no pude quitarme la idea de la cabeza. Parecía ser una pérdida de tiempo, pero todo era una pérdida de tiempo, de una manera u otra, y evidentemente algo dentro de mí me decía que perdiera mi tiempo de esa manera en particular.
Y al fin y al cabo no era tanto derroche.
Tomé un taxi en la Novena y escuché al conductor quejarse sobre el precio de la gasolina. Todo era una conspiración, dijo, antes de explicarme cómo estaba estructurada. Las grandes compañías petroleras estaban en manos de los sionistas, y al cortar el suministro de petróleo ponían a la opinión pública a favor de que los Estados Unidos se asociaran con Israel para hacerse con el territorio árabe rico en petróleo. Incluso encontró una forma de unirlo todo con el asesinato de Kennedy. He olvidado de cuál de ellos.
– Es mi teoría -dijo-. ¿Qué opina?
– Es una teoría.
– Tiene sentido, ¿no?
– No sé mucho sobre el tema.
– Sí, claro. Así es el pueblo americano. Nadie sabe de nada. Nadie se preocupa. Somete un tema a debate, cualquier tema, y la mitad de la gente no emitirá ninguna opinión. ¡Ninguna! Esa es la razón por la que la ciudad se está yendo al infierno.
– Me imaginaba que había alguna razón.
Me dejó frente a la biblioteca entre la Cuarenta y Dos y la Cuarenta y Cinco. Pasé entre los leones de piedra y subí las escaleras hacia la sala de microfilmes. Comprobé en mi agenda la fecha de la muerte de Arnold P. Leverett y rellené una ficha. Una chica de mirada taciturna con pantalones vaqueros y una camisa de cuadros me trajo la bobina de la película solicitada.
La metí en el escáner y empecé a pasarla. Es prácticamente imposible revisar antiguos artículos del Times en microfilm sin detenerte en otros asuntos sin importancia. Otras historias que atraen tu atención y te hacen perder el tiempo. Pero me obligué a localizar la página necrológica en cuestión y a leer el artículo sobre Arnold Philip Leverett.
No ocupaba mucho espacio, cuatro párrafos, y no había nada demasiado emocionante en ninguno de ellos. Había muerto de un ataque al corazón en su casa de Port Washington, dejando mujer y tres hijos. Había ido a diversas escuelas y trabajado para varios corredores de bolsa antes de dejarlo en 1959 para empezar su propio boletín informativo de Wall Street, Analizador Semanal de Cottrell. Tenía cincuenta y ocho años cuando murió. Esto último era lo único que podía considerarse pertinente, y solamente confirmaba lo que yo ya había tomado por seguro.
Me pregunto qué lleva a la gente a pensar en las cosas. Puede que alguna otra historia me hubiera entrado por los ojos y hubiera estimulado algo en mi mente. No sé qué pudo ser, ni fui consciente de ello hasta que estuve fuera de la sala de microfilmes y en mitad de las escaleras. Entonces me volví, regresé a donde estaba y cogí el índice del Times de 1959.
Ese era el año en que Leverett empezó su hoja informativa, por lo que puede que fuera eso lo que lo desencadenó. Examiné el índice y averigüé que además fue el año en que murió la señora Martin Vanderpoel.
En realidad no había esperado encontrarme una necrológica. Había sido la mujer de un clérigo, pero no era una persona tan importante, solo un pastor con una pequeña comunidad de feligreses en la zona rural de Brooklyn. No había estado buscando más que una esquela, pero había una necrológica normal del Times, y cuando puse la bobina en el escáner y encontré la página, supe por qué habían pensado que era digna de ese espacio.
La señora Martin Vanderpoel, de soltera Francés Elizabeth Hegermann, se había suicidado. Lo había hecho en el baño del rectorado de la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge. Se había cortado las venas, y había sido hallada muerta en la bañera por su hijo pequeño, Richard.
Volví a Armstrong's, pero no era el lugar más adecuado para el humor que llevaba. Me dirigí hacia las afueras por la Novena y continué antes de girar hacia la avenida Columbus. El camino estaba lleno de bares y yo paraba para tomar una copa rápida cada vez que me sentía cansado de caminar. Hay multitud de locales en la avenida Columbus.
Estaba buscando algo pero no supe qué era hasta que lo encontré. Tendría que haberlo sabido. Había tenido noches como aquella anteriormente, noches en las que paseaba por las malas calles, esperando la oportunidad de soltar algunas de las cosas que habían estado acumulándose en mi interior.
Encontré la oportunidad en Columbus, a la altura del ochenta y tantos. Había salido de un bar con un nombre irlandés y clientes hispanohablantes, y caminaba con ese balanceo que es la característica especial de los borrachos y los marineros. Percibí un movimiento en un portal a unos diez o doce metros por delante de mí, pero continué caminando, y cuando el tío salió del portal con un cuchillo en la mano, supe que lo había estado buscando durante horas.
Dijo:
– Vamos, vamos, dame tu dinero.
No era un yonqui. La gente piensa que todos son yonquis, pero no lo son. Los yonquis entran a robar en los apartamentos cuando no hay nadie y se llevan la televisión y las máquinas de escribir, cosas pequeñas que pueden convertir en dinero rápido. No más de un atracador de cada cinco tiene auténtica necesidad. Los otros cuatro lo hacen porque les compensa.
Y les permite creerse muy duros.
Se aseguró de que yo pudiera ver el filo del cuchillo. Estábamos en la oscuridad, pero el filo todavía atrapaba algo de luz y relucía de manera peligrosa ante mí. Era un cuchillo de cocina, con el mango de madera y dieciocho o veinte centímetros de filo.
Dije:
– Tranquilo.
– A ver el puto dinero.
– Claro -dije-. Tranquilo con ese cuchillo. Los cuchillos me ponen nervioso.
Me imagino que tendría unos diecinueve o veinte años. Había tenido un problema de acné no hace muchos años, y tenía las mejillas y el mentón picados. Me incliné hacia el bolsillo del pecho, y con un balanceo rápido bajé el hombro, giré sobre el talón derecho y lo golpeé en la muñeca con el pie izquierdo. El cuchillo salió disparado de su mano.
Trató de recogerlo, y eso fue un error porque el arma había aterrizado detrás de mí y tendría que pelear para conseguirla. Tendría que, una de dos, haber venido directo hacia mí o darse la vuelta y salir corriendo, pero en lugar de eso fue a por el cuchillo y eso fue lo peor que pudo hacer.
Antes de haber avanzado tres metros, ya había perdido el equilibrio. Le puse una mano en el hombro y lo hice girar como una peonza. Le lancé un derechazo con la mano abierta y lo alcancé con la base de la mano justo debajo de la nariz. Gritó, se echó las manos a la cara, y lo golpeé tres o cuatro veces en el estómago. Al ver que se encogía y se retorcía, lo agarré por detrás de la cabeza y subí la rodilla al tiempo que bajaba su cabeza.
El impacto fue directo y firme. Me separé de él y se quedó en cuclillas, aturdido, con las piernas dobladas en ángulo recto a la altura de las rodillas. Su cuerpo no sabía si enderezarse o desplomarse. Tomé la decisión por él: lo agarré por la barbilla y lo empujé. Se levantó, volvió a caer, esta vez de espaldas y se quedó así.
Encontré un fajo grueso de billetes en el bolsillo derecho delantero de sus vaqueros. No estaba tratando de comprar leche para sus hermanos y hermanas hambrientos, este no. Llevaba casi doscientos dólares encima. Le metí un pavo en el bolsillo para el billete de metro y el resto me lo guardé en la cartera. Él se quedó allí tirado, sin moverse y observando toda la operación. Me da la impresión de que no se creía lo que le estaba pasando.
Me incliné sobre una rodilla. Le cogí la mano derecha con mi mano izquierda y acerqué mi cara a la suya. Sus ojos se abrieron de par en par. Estaba atemorizado, y me alegré, porque eso era lo que quería. Quería que supiera lo que era tener miedo y cómo se sentía uno.
Dije:
– Escúchame. Estas calles son duras y peligrosas, y tú no eres lo bastante duro ni peligroso. Será mejor que consigas un trabajo decente porque no puedes desenvolverte aquí, eres demasiado blando para esto. Piensas que es fácil, pero es más duro de lo que hayas podido imaginar, y esta es tu ocasión de aprenderlo.
Doblé los dedos de su mano derecha hacia atrás a la vez hasta que se rompieron. Solo cuatro dedos, dejé el pulgar. Ni gritó. Supongo que el terror bloqueó el dolor.
Me llevé su cuchillo y lo tiré en la primera alcantarilla por la que pasé. Después caminé dos manzanas hasta Broadway y cogí un taxi de vuelta a casa.