Dieciocho meses después de haber sufrido el ataque al corazón, Saladin Chamcha volvió a levantar el vuelo, esta vez a causa de la noticia telegráfica de que su padre se encontraba en fase terminal de mieloma múltiple, cáncer de médula generalizado que era «cien por ciento» fatal, como dijo crudamente su doctora, a la que Chamcha consultó por teléfono. Entre padre e hijo no había habido contacto alguno desde que Changez Chamchawala enviara a Saladin el producto del nogal hacía eternidades. Saladin envió una nota breve para informar de que había sobrevivido a la catástrofe del Bostan, y recibió en respuesta una misiva más lacónica todavía: «Rec. tu comunicación. Ya estaba informado.» Pero cuando llegó el telegrama de la mala noticia -lo firmaba la desconocida segunda esposa, Nasreen II, y el redactado era bastante brusco: TU PADRE GRAVÍSIMO + SI QUIERES VERLO DATE PRISA + N CHAMCHAWALA (MRS)-, Saladin descubrió con sorpresa que, después de una vida de difíciles relaciones con su padre, después de largos años de enojos y «separaciones definitivas», su reacción era simple y espontánea. Sencillamente, irresistiblemente, era indispensable que él llegara a Bombay antes de que Changez lo abandonara para siempre.
Pasó la mayor parte de un día haciendo cola en la sección consular de India House para solicitar el visado y tratando de convencer a un encallecido funcionario de la urgencia de su caso. Como un estúpido, había olvidado el telegrama en casa y el funcionario le dijo: «Eso hay que demostrarlo. Comprenda que cualquiera puede venir diciendo que su padre se está muriendo, ¿no? Para colarse.» Chamcha hizo un esfuerzo para dominar la indignación, pero finalmente estalló: «¿Es que tengo cara de estar ansioso de volver a Khalistan?» El funcionario se encogió de hombros. «Yo le diré quién soy -gritó Chamcha a quien aquel gesto hizo perder los estribos-. Yo soy el desgraciado que fue bombardeado por los terroristas, cayó desde una altura de diez mil metros por culpa de los terroristas, y ahora, por los mismos terroristas, tiene que dejarse insultar por un chupatintas como usted.» Su solicitud de visado, colocada con mano firme por su adversario al fondo de un gran montón, no fue atendida hasta tres días después. El primer avión disponible no despegó hasta al cabo de otras treinta y seis horas: era un 747 de Air India y se llamaba Gulistan.
Gulistan y Bostan, los jardines gemelos del Paraíso: uno estalló en el aire y sólo quedó uno… Chamcha avanzaba por una de las tuberías por las que la Terminal Tres introducía pasajeros en aviones, cuando vio el nombre pintado junto a la puerta abierta del 747 y se puso dos tonos más pálido. Luego oyó a la azafata vestida con sari que le saludaba con un inconfundible acento canadiense y perdió la serenidad. Con un reflejo de auténtico terror, dio media vuelta y se quedó de espaldas al avión. Comprendía que debía de estar ridículo allí plantado, con la bolsa de cuero marrón en una mano y los dos sacos con cremallera para trajes en la otra, y los ojos desorbitados, de cara a la cola de irascibles pasajeros que esperaban para embarcar; pero no podía moverse. La gente se impacientaba: si esto es una arteria, pensó, yo soy el maldito coágulo. «Yo también me aco-co-acobardaba -dijo una voz jovial-. Pero ahora tengo el tru-truco. Durante el despe-pe-pegue, agito las manos y el avión siempre su-su-sube al cie-cie-cielo.»
«Hoy en día, la diosa pri-pri-principal es Lakshmi, sin duda», confió Sisodia mientras tomaban el whisky después del despegue. (Efectivamente, mientras Gulistan corría por la pista, el hombre agitó los brazos frenéticamente y luego se arrellanó en su butaca, satisfecho, con una sonrisa de modestia. «Siempre fu-fu-funciona.» Los dos iban en la cubierta superior del 747, reservada para la clase Business no fumadores, y Sisodia se había instalado en el asiento situado al lado de Chamcha sin pensarlo dos veces. «Llámeme Whisky -insistía-. ¿A qué se de-de-dedica? ¿Cua-cuánto gana? ¿Hace mu-mu-mucho que se fue? ¿Conoce a mujeres o necesita ayu-yu-da?») Chamcha cerró los ojos y concentró sus pensamientos en su padre. Advertía que lo más triste era no poder recordar ni un solo día de felicidad vivido al lado de Changez desde que era hombre. Y, lo más esperanzador, el descubrimiento de que, a pesar de todo, al fin podía perdonar incluso el crimen imperdonable, el de que fuera su padre. Resiste, rogaba en silencio. Voy lo más de prisa que puedo. «En estos ti-tiempos tan materialistas -proseguía Sisodia-, ¿quién pri-priva sino la diosa de la ri-riqueza? En Bombay, los jóvenes empresarios celebran fiestas de poo-poo-pooja durante toda la noche, presididas por la estatua de Lakshmi, con las pa-palmas de las manos hacia arriba, y bombillas en los de-de-dedos que se encienden sucesivamente, ¿comprende?, como si la riqueza co-co-corriera por sus manos.» En la pantalla de la cabina de pasaje, una azafata hacía una demostración de los distintos sistemas de seguridad. En un ángulo de la pantalla, una figura masculina traducía al lenguaje de los sordomudos. Esto era un adelanto, reconoció Chamcha. Película en lugar de personas de carne y hueso: un pequeño aumento de sofisticación (las señas) y un gran aumento de coste; cuando, en realidad, el viaje aéreo se hacía de día en día más peligroso, las flotas de todas las Compañías del mundo envejecían y nadie podía permitirse renovarlas. Todos los días se caía algo de algún avión, o ésta era la impresión, y las colisiones y los riesgos también aumentaban. De manera que la película era una especie de mentira, porque implícitamente decía: Observen hasta dónde llegamos en nuestro afán de aumentar su seguridad. Incluso les hacemos una película. Estilo en lugar de sustancia, una imagen en lugar de la realidad… «Tengo en proyecto una superpro-producción sobre ella. Quizá con la Sri-devi, oja-jalá. Ahora que Gibreel está en de-de-decadencia, ella es la número uno indiscutible.»
Chamcha había oído decir que Gibreel Farishta había pinchado en su vuelta a la pantalla. Su primera película, La retirada del mar de Arabia, fue un fracaso; los efectos especiales parecían hechos en casa; la muchacha que hacía el papel de «Ayesha», la protagonista, una tal Pimple Billimoria, estaba lamentablemente desafortunada, y la interpretación que el propio Gibreel hacía del arcángel había merecido de los críticos los calificativos de narcisista y megalomaníaca. Los días en los que todo se le perdonaba habían pasado; su segunda película, Mahound, había naufragado sin dejar rastro, después de chocar con todos los escollos religiosos. «Eso le pa-pa-pasa por andar con otros productores -se lamentó Sisodia-. La co-codicia de la estre-tre-trella. En mis películas, los ef-ef-efectos siempre resultan y el buen gu-gusto también puedes darlo por desco-co-descontado.» Saladin Chamcha cerró los ojos y se reclinó en su butaca. El miedo le había hecho beber el whisky demasiado de prisa, y empezaba a darle vueltas la cabeza. Sisodia parecía no recordar su relación con Farishta, lo cual era una suerte. Aquello pertenecía al pasado. «Shhh-shh-Sridevi, en el papel de Lakshmi -enunció Sisodia, sin gran convicción-. Eso es una mina. Usted es ac-actor. Usted debería trabajar en su ti-tierra. Llámeme. Tal vez hagamos algo. Esta película: una mina de pla-pla-platino.»
Chamcha sentía vértigo. Qué extraño significado adquirían las palabras. Sólo unos días atrás, lo de su tierra le hubiera sonado a falso. Pero ahora su padre estaba muriéndose y viejas emociones alargaban tentáculos hacia él. Quizá su lengua había vuelto a rebelarse y enviaba su pronunciación al Este con el resto de su persona. Apenas se atrevía a abrir la boca.
Hacía casi veinte años, cuando el joven y recién rebautizado Saladin se ganaba la vida con apuros haciendo papelitos en el teatro londinense, con el propósito de mantenerse a distancia de su padre, y cuando Changez se retiraba a su vez, de otra manera, haciéndose a un tiempo retraído y religioso; en aquel entonces, un día, inopinadamente, el padre escribió al hijo para ofrecerle una casa. La propiedad era una mansión un tanto laberíntica situada en las montañas de Solan. «La primera propiedad que yo poseí -escribía Changez-, y la primera que te doy.» La inmediata reacción de Saladin fue ver en el ofrecimiento una trampa para hacerle volver a casa, a las redes de su padre; y cuando se enteró de que la propiedad de Solan había sido requisada hacía tiempo por el Gobierno indio a cambio de un alquiler nominal y que en ella se había instalado un colegio para niños, el regalo resultó, además, una ilusión. ¿Qué importaba a Chamcha que, si alguna vez le daba por visitar la escuela, se le tributaran honores de jefe de Estado, con desfiles y exhibiciones de gimnasia? Estas cosas halagaban la enorme vanidad de Changez, pero a Chamcha le dejaban indiferente. La realidad era que la escuela no se movería de allí y que el regalo carecía de valor y únicamente podría reportarle quebraderos de cabeza. Saladin escribió a su padre rehusando el ofrecimiento. Fue la última vez que Changez Chamchawala trató de darle algo. El hogar se distanciaba del hijo pródigo.
«Yo nunca olvido una ca-cara -decía Sisodia-. Usted es el amigo de Mi-Mi-Mimi. El superviviente del Bostan. Lo reconocí en cuanto le vi pa-pa-paralizado de miedo en la pu-pu-puerta de embarque. Espero que no se sienta muy m-mal.» Saladin, contrariado, movió la cabeza. No, estoy bien, de verdad. Sisodia, con su cabeza reluciente, hizo un guiño repulsivo a una azafata y pidió más whisky. «Qué la-lástima lo de Gibreel y su amiga -prosiguió Sisodia-. Y con un nombre tan bonito, Alie-Alie-Alleluia. ¡Qué mal carácter ese chico, y qué celos! Es muy duro para una mu-mu-muchacha mo-mo-moderna. Co-co-cortaron.» Saladin, una vez más, se refugió en la simulación del sueño. Acabo de reponerme del pasado. Déjeme en paz.
Se había declarado formalmente curado hacía sólo cinco semanas, en la boda de Mishal Sufyan y Hanif Johnson. Después de la muerte de sus padres en el incendio del Shaandaar, Mishal fue asaltada por un remordimiento terrible e infundado que hacía que su madre se le apareciera en sueños y le reprochara: «Si me hubieras dado el extintor cuando te lo pedí. Si hubieras soplado con más fuerza. Pero tú nunca escuchas lo que yo digo, y tienes los pulmones tan estropeados por los cigarrillos que no podrías apagar ni una vela, y no digamos una casa en llamas.» Bajo la severa mirada del fantasma de su madre, Mishal se mudó del apartamento de Hanif a una habitación con otras tres mujeres, solicitó y obtuvo el puesto de Jumpy Joshi en el centro deportivo y peleó con las Compañías de Seguros hasta que le pagaron. Al fin, cuando el Shaandaar estaba a punto de volver a abrir sus puertas bajo la dirección de Mishal, el fantasma de Hind Sufyan comprendió que ya era hora de irse al otro mundo, y entonces Mishal llamó por teléfono a Hanif y le pidió que se casara con ella. Él, de la sorpresa, se quedó sin habla y tuvo que pasar el teléfono a un colega que explicó que a Mr. Johnson se le había comido la lengua el gato y aceptó la oferta de Mishal en nombre del abogado mudo. Así pues, todo el mundo iba reponiéndose de la tragedia; hasta la misma Anahita, que había sido obligada a ir a vivir con una tía muy pesada y anticuada, parecía contenta el día de la boda, quizá porque Mishal le había prometido que tendría sus propias habitaciones en el renovado Shaandaar Hotel. Mishal pidió a Saladin que fuera su padrino de boda, en agradecimiento por su intento de salvar la vida de sus padres, y, cuando iban camino de la oficina del Registro en la furgoneta de Pinkwalla (todos los cargos contra el disc-jockey y su jefe, John Maslama, habían sido retirados por falta de pruebas), Chamcha dijo a la novia: «Me parece que hoy también para mí empieza una nueva vida; quizá para todos nosotros.» Él había tenido que sufrir una operación a corazón abierto: el disgusto de tantas muertes, y pesadillas en las que volvía a convertirse en una especie de demonio sulfuroso de pata hendida. Durante una temporada quedó también incapacitado profesionalmente por efecto de una profunda vergüenza, ya que, cuando los clientes empezaron por fin a llamarle otra vez para pedirle alguna de sus voces, por ejemplo, la de un guisante congelado o la de un paquete de salchichas en forma de muñeco de polichinela, el recuerdo de sus crímenes telefónicos le atenazaba la garganta estrangulando la imitación en el momento de nacer. Pero, de pronto, en la boda de Mishal se sintió liberado. Fue una ceremonia extraordinaria, debido, sobre todo, a que la joven pareja no dejaba de besarse, y la secretaria del Registro Civil (una mujer joven y agradable que también exhortó a los invitados a no beber mucho aquel día si tenían que conducir) tuvo que instarles a darse prisa en contestar a las preguntas antes de que llegara la boda siguiente. Después, en el Shaandaar, los besos continuaron, haciéndose cada vez más largos y elocuentes, hasta que los invitados empezaron a tener la impresión de que estaban de más y se marcharon sosegadamente, dejando a Hanif y Mishal tan absortos en su arrolladora pasión, que ni siquiera se dieron cuenta de la marcha de sus amigos, ni de la presencia del puñado de niños que se había congregado delante de las ventanas del Shaandaar Café para observarlos. Chamcha, el último invitado en salir, hizo el favor de bajarles las persianas a los recién casados, con disgusto de la chiquillería, y se alejó por la reconstruida High Street sintiéndose tan eufórico que hasta dio un tímido brinco.
Nada dura siempre, pensó con los ojos cerrados, sobre algún lugar de Asia Menor. Tal vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos, la melancolía… Estas cavilaciones fueron interrumpidas por un sonoro ronquido que se oyó a su lado. Mr. Sisodia, con su vaso de whisky en la mano, se había quedado dormido.
Evidentemente, el productor era el niño mimado de las azafatas, que se multiplicaban para atender al durmiente, quitándole el vaso de la mano y poniéndolo en lugar seguro, extendiendo una manta sobre la parte inferior de su cuerpo, y lanzando exclamaciones de ternura ante aquella cara que roncaba: «¿No es una monada? ¡Qué ricura!» Inesperadamente, Chamcha recordó a las señoras de Bombay que le acariciaban el pelo en las fiestas de su madre, y reprimió unas lágrimas de sorpresa. En realidad, Sisodia estaba un poco obsceno; antes de quedarse dormido se había quitado las gafas y su cara aparecía extrañamente desnuda. A Chamcha le recordaba un enorme Shiva lingam. Quizás ello explicara su popularidad entre las damas.
Hojeando las revistas y periódicos que le habían dado las azafatas, Saladin encontró a un viejo conocido que estaba en apuros. La depurada Hora de los Aliens de Hal Valance había sido un fracaso en los Estados Unidos y dejaba de emitirse. Peor aún, su agencia de publicidad y sus subsidiarias habían sido engullidas por un leviatán americano, y era probable que Hal tuviera que marcharse, conquistado por el dragón transatlántico que él quiso domesticar. Costaba trabajo sentir compasión por Valance, sin empleo y con apenas unos millones, abandonado por su adorada Mrs. Torture y compañeros, relegado al limbo reservado a los favoritos caídos en desgracia, empresarios fraudulentos, financieros especuladores y ex ministros renegados; pero Chamcha, mientras volaba hacia el lecho de muerte de su padre, se encontraba en un estado de ánimo tan exaltado que hasta dedicó una enternecida despedida al malvado Hal. ¿En el billar de quién jugará Baby ahora?, se preguntó distraídamente.
En la India, la guerra entre hombres y mujeres no daba señales de remitir. En el Indian Express leyó la crónica de la última «novia suicida». El marido, Prajapati, se encuentra en paradero desconocido. En la página siguiente, en la sección semanal de anuncios matrimoniales por palabras, los padres del novio todavía exigían, y los padres de la novia ofrecían con orgullo, muchachas de piel «trigueña». Chamcha recordó el apasionamiento y la amargura con que Bhupen Gandhi, el poeta amigo de Zeeny, hablaba de estas cosas. «¿Cómo acusar a otros de tener prejuicios cuando nuestras propias manos están tan sucias? -preguntó-. Muchos de vosotros, en Inglaterra, os consideráis víctimas. Bien. Yo no he estado allí, no conozco vuestra situación, pero en mi experiencia personal nunca he podido sentirme cómodo cuando se me ha calificado de víctima. En términos de clase, desde luego, no lo soy. Incluso desde el punto de vista cultural, aquí encontrarás toda la intolerancia y el fanatismo asociado con la opresión. De manera que mientras, indudablemente, muchos indios están oprimidos, no creo que ninguno de nosotros pueda reivindicar condición tan atractiva.»
«Lo malo de las críticas radicales de Bhupen es que los reaccionarios como aquí Salad baba las recogen de mil amores», observó Zeeny.
Había estallado un escándalo de tráfico de armas. ¿El Gobierno indio había pagado comisiones a intermediarios y luego ayudado a echar tierra sobre el asunto? Grandes sumas de dinero estaban involucradas, y la credibilidad del Primer Ministro había sido dañada; pero estas cosas no interesaban a Chamcha. Estaba mirando una fotografía borrosa de una página interior, en la que aparecían numerosos bultos flotando en un río. En una población del Norte de la India había habido una matanza de musulmanes, y sus cadáveres habían sido arrojados al agua, donde recibirían las atenciones de un «Gaffer Hexam» del siglo xx. Había centenares de cadáveres hinchados y putrefactos; el hedor parecía desprenderse de la página del periódico. Y en Cachemira, durante las oraciones del Eid, un grupo de airados fundamentalistas islámicos habían arrojado zapatos contra un relevante ministro, antes muy popular, que había hecho una «componenda» con el partido del Congreso de la India. El comunalismo y las tensiones sectarias eran omnipresentes: como si los dioses fueran a la guerra. En la eterna lucha entre la belleza y la crueldad, la crueldad ganaba terreno día a día en todo el mundo. La voz de Sisodia irrumpió en estas tristes reflexiones. El productor, al despertarse, había visto la foto de Meerut en la mesita plegable de Chamcha. «Lo cierto es -dijo sin asomo de su jovialidad habitual- que la fe religiosa, que es compendio de las más altas as-as-aspiraciones de la raza humana, ahora, en nuestro pa-país, es instrumento de los más bajos instintos y Di-Di-Dios, la criatura del mal.»
CONOCIDOS FALSEADORES DE LA HISTORIA, RESPONSABLES DE MATANZAS, alegaba un portavoz del Gobierno, pero los «elementos progresistas» rechazaban este análisis. La policía DE LA CIUDAD, CONTAMINADA POR AGITADORES COMUNALES, apuntaba la réplica. Los NACIONALISTAS HINDÚES SE ENTREGAN A LA MATANZA. Una revista política quincenal publicaba fotografías de unos carteles instalados delante de la Juma Masjid de la Vieja Delhi. El imán, un hombre de abultado abdomen y ojos cínicos, al que la mayoría de las mañanas podía verse en su «jardín» -un trozo de tierra baldía roja y cascotes contiguo a la mezquita- contando las rupias donadas por los fieles y enrollando cada billete de manera que parecía sostener en la mano un puñado de cigarrillos delgados como beedis, y que no era ajeno a la política comunalista, al parecer estaba decidido a sacar partido del horror de Meerut. Sofoquemos el fuego en nuestro Pecho, gritaba el cartel. Saludemos con Reverencia a los que hallaron el Martirio en las Balas de los Polis. Y también: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Awak el Primer Ministro! Y, por último, un llamamiento a la acción: Se observará bandh, y la fecha de la huelga.
«Malos tiempos -prosiguió Sisodia-. Para las pe-pe-películas, la televisión y la economía, efectos per-per-perniciosos. – Entonces, al ver acercarse a las azafatas, se animó-. Confieso que soy mi-mi-miembro de uno de los más selectos clu-clu-clubs -dijo alegremente, asegurándose de que ellas lo oían-. ¿Quiere una reco-comendación?»
Ah, los saltos que es capaz de dar el pensamiento humano, se admiró sombríamente Saladin. Ah, cuántas personalidades diferentes y contradictorias se entremezclaban y revolvían dentro de estos sacos de piel. No es de extrañar que seamos incapaces de mantenernos concentrados en una cosa durante mucho tiempo; no es de extrañar que inventemos dispositivos de mando a distancia para saltar de canal en canal. Si volviéramos estos instrumentos hacia nosotros mismos, descubriríamos más canales de los que soñara un magnate de la televisión por cable o por satélite… Su propio pensamiento, que él trataba de concentrar en su padre, se le escapaba una y otra vez hacia Miss Zeenat Vakil. El le había puesto un cable informándole de su llegada. ¿Estaría esperándole? ¿Qué pasaría o dejaría de pasar entre ellos? ¿Al dejarla, al no volver, al perder el contacto durante un tiempo, habría hecho él Lo Imperdonable? ¿Estaría -pensó, sobrecogido por la idea de que no se le hubiera ocurrido hasta entonces- casada? ¿Enamorada? ¿En relaciones con otro? Y él mismo, ¿qué quería en realidad? Lo sabré cuando la vea, pensó. El futuro, a pesar de que no era más que un tenue resplandor envuelto en un interrogante, no se dejaba eclipsar por el pasado; incluso cuando la muerte avanzaba hacia el centro del escenario, la vida seguía exigiendo iguales derechos.
El vuelo terminó sin incidentes.
Zeenat Vakil no le esperaba en el aeropuerto.
«Venga conmigo -dijo Sisodia agitando una mano-. El coche ha venido a reco-cogerme, así que yo lo lle-llevo.
Treinta y cinco minutos después, Saladin Chamcha estaba en Scandal Point, delante de las puertas de su infancia, con la bolsa en una mano y los sacos de los trajes en la otra, mirando el portero electrónico de importación controlado por vídeo. Había slogans antidroga pintados en la tapia: Los paraísos ARTIFICIALES ACABAN EN INFIERNOS NATURALES y EL POLVO BLANCO CONDUCE A UN FUTURO NEGRO. Valor, viejo, se animó; y, siguiendo las instrucciones, pulsó a fondo, una vez.
En el frondoso jardín, su inquieta mirada tropezó con la cepa del nogal talado. Probablemente ahora lo usan de mesa para picnics, caviló amargamente. Su padre siempre fue dado al gesto melodramático y autocompasivo, y almorzar sobre una superficie impregnada de esta carga emocional -con grandes suspiros, sin duda, entre bocado y bocado- era muy propio de él. ¿Haría también un drama de su muerte?, se preguntaba Saladin. ¡Qué fantástico melodrama podría escenificar ahora el viejo granuja para conquistar las simpatías del público! Todo el que está cerca de un moribundo se halla totalmente a su merced. Los golpes que se dan desde un lecho de muerte te dejan cardenales para siempre.
Su madrastra salió de la mansión de mármol del moribundo y recibió a Chamcha sin asomo de rencor. «Salahuddin, me alegra que hayas venido. Le levantará el espíritu, y ahora es con el espíritu con lo que tiene que luchar, porque su cuerpo está más o menos acabado.» Tendría unos seis o siete años menos de los que hubiera tenido ahora la madre de Saladin, y la misma complexión de pajarito. Por lo menos en esta cuestión, su padre, hombre corpulento y expansivo, se había mostrado consecuente. «¿Cuánto tiempo le queda?», preguntó Saladin. Nasreen, tal como indicaba el telegrama, no se hacía ilusiones. «Podría ocurrir en cualquier momento.» El mieloma estaba presente en todos los «huesos largos» de Changez -el cáncer había traído a la casa su propio vocabulario; aquí ya no se decía brazos y piernas- y en el cráneo. Las células cancerosas se habían detectado incluso en la sangre contigua a los huesos. «Debimos sospecharlo -dijo Nasreen, y Saladin empezó a percibir la fortaleza de la anciana, la fuerza de voluntad con la que reprimía sus sentimientos-. Su acusada pérdida de peso durante los dos últimos años. También se quejaba de dolor, por ejemplo, en las rodillas. Pero ya sabes lo que ocurre. Cuando se trata de una persona anciana, echas la culpa a la edad, no sospechas que una enfermedad maligna y asquerosa…» Se interrumpió, por la necesidad de controlarse la voz. Kasturba, la ex ayah, se reunió con ellos en el jardín. Resultó que Vallabh, su marido, había muerto de vejez hacía casi un año, mientras dormía: una muerte más clemente que la que ahora devoraba el cuerpo de su señor, el seductor de su esposa. Kasturba todavía usaba los viejos saris chillones de Nasreen I: hoy había elegido uno blanco y negro, con un mareante dibujo Op-Art. También ella saludó cariñosamente a Saladin: abrazos besos lágrimas. «Yo no dejaré de pedir un milagro mientras haya un soplo de vida en sus pobres pulmones.»
Nasreen II abrazó a Kasturba; cada una apoyaba la cabeza en el hombro de la otra. La intimidad entre las dos mujeres era espontánea y estaba exenta de resentimiento; como si la proximidad de la muerte hubiera arrastrado las riñas y los celos de la vida. Las dos ancianas se consolaban mutuamente en el jardín de la pérdida inminente de lo más precioso del mundo: el amor. O, mejor dicho: el amado. «Entra -dijo finalmente Nasreen a Saladin-. Debe verte cuanto antes.»
«¿Lo sabe él?», preguntó Saladin. Nasreen respondió evasivamente: «Es un nombre inteligente. No hace más que preguntar: ¿adónde ha ido toda la sangre? Él dice que sólo hay dos enfermedades que se coman la sangre de este modo. Una es la tuberculosis.» Pero Saladin insistió: ¿nunca ha pronunciado la palabra? Nasreen bajó la cabeza. La palabra no había sido pronunciada ni por Changez ni por nadie en su presencia. «¿Y no debería saberlo? -preguntó Chamcha-. ¿No tiene derecho un hombre a prepararse para su muerte?» Vio que los ojos de Nasreen llameaban un instante. ¿Qué te has creído, venir a decirnos lo que tenemos que hacer? Tú abdicaste de todos tus derechos. Luego se apagaron y cuando habló su voz era neutra, serena, grave. «Quizá tengas razón.» Pero Kasturba gimió: «¡No! ¿Y cómo vamos a decírselo, pobre hombre? Le destrozará el corazón.»
El cáncer había espesado la sangre de Changez de tal manera que el corazón la bombeaba con gran dificultad. También el sistema circulatorio estaba contaminado de cuerpos extraños, plaquetas que atacaban toda la sangre que se le transfundía, aunque fuera de su propio tipo. De manera que ni siquiera con esto podría ayudarle, comprendió Saladin. Changez podía morir de estas complicaciones antes de que el cáncer lo matara. Si moría de cáncer, el fin llegaría en forma de pulmonía o de fallo del riñón; los médicos, sabiendo que nada podían hacer por él, lo habían enviado a casa, a esperar el fin. «El mieloma afecta a todo el organismo, por lo que ni la quimioterapia ni la radioterapia están indicadas -explicó Nasreen-. El único medicamento es el Melphalan, que, en algunos casos, puede prolongar la vida, incluso durante años. Pero nos han dicho que su caso es de los que no responden al Melphalan.» Pero no se lo habéis dicho, insistían las voces interiores de Saladin. Y eso está mal, muy mal. «De todos modos, un milagro ya ha ocurrido -exclamó Kasturba-. Los médicos dijeron que normalmente éste es uno de los tipos de cáncer más dolorosos; y tu padre no tiene dolor. Si rezas, a veces se te concede un favor.» Fue por esta extraña ausencia de dolor por lo que resultó tan difícil diagnosticar el cáncer; llevaba por lo menos dos años extendiéndose por el cuerpo de Changez. «Deseo verle ya», pidió suavemente Saladin. Un criado había entrado su equipaje mientras hablaban; ahora, por fin, él siguió a sus trajes al interior.
Por dentro, la casa estaba igual -la generosidad de la segunda Nasreen para con la memoria de la primera parecía infinita, por lo menos durante estos días, los últimos que su común esposo pasaba en la tierra-, salvo por la colección de pájaros disecados (abubillas y raras cotorras cubiertas por campanas de cristal, un pingüino rey de gran tamaño, con el pico infestado de diminutas hormigas rojas en el vestíbulo de mármol y mosaico) y las vitrinas de mariposas atravesadas por alfileres, que Nasreen había traído a la casa. Saladin avanzó por aquella variopinta galería de alas muertas hacia el estudio de su padre – Changez había mandado que lo sacaran de su dormitorio y le instalaran una cama en la planta baja, en aquel refugio que tenía las paredes cubiertas de libros apolillados, para que la gente no tuviera que estar todo el día subiendo y bajando escaleras para cuidarlo- y llegó, finalmente, a la puerta de la muerte.
De joven, Changez Chamchawala había adquirido la desconcertante habilidad de dormir con los ojos abiertos para «mantenerse alerta», como solía decir. Ahora, cuando Saladin entró suavemente en la habitación, el efecto de aquellos ojos grises que miraban ciegamente al techo resultó francamente sobrecogedor. Durante un momento, Saladin pensó que había llegado tarde, que Changez había muerto mientras él charlaba en el jardín. Entonces, el hombre de la cama tosió débilmente, volvió la cara y alargó un brazo vacilante. Saladin Chamcha fue hacia su padre e inclinó la cabeza bajo la palma de la mano del anciano.
Enamorarte de tu padre al cabo de largas décadas de discordia es un sentimiento hermoso y sereno; una renovación, una infusión de vida nueva, quería decir Saladin, pero no lo dijo, porque le parecía que tenía algo de vampirismo; como si, al extraer de su padre esta vida nueva, dejara espacio a la muerte en el cuerpo de Changez. Pero hora tras hora, aunque no lo decía, Saladin se sentía más próximo a muchos viejos y descartados yos, muchos Saladins -o, mejor dicho, Salahuddins- que se habían desgajado cada vez que él hacía una elección en su vida, pero que, al parecer, habían seguido existiendo, quizás en los universos paralelos de la teoría de los quanta. El cáncer había dejado a Changez Chamchawala literalmente con la piel y los huesos; las mejillas se le habían hundido en los huecos del cráneo y tenía que colocar una almohada de gomaespuma debajo de sus posaderas a causa de la atrofia de sus carnes. Pero también le había despojado de sus defectos, de todo lo que tenía de dominante, tiránico y cruel, de manera que el hombre irónico, cariñoso y brillante que había debajo estaba otra vez de manifiesto, a la vista de todos. Si hubiera sido así toda su vida, pensó Saladin (que, por primera vez en veinte años, empezaba a encontrar atractivo el sonido de su nombre completo, no abreviado a la inglesa). Qué triste es encontrar a tu padre cuando ya no puedes decirle nada más que adiós.
La mañana de su regreso, el padre pidió a Salahuddin Chamchawala que le afeitase. «Estas mujeres mías no saben ni por dónde hay que agarrar la Philishave.» La piel de la cara de Changez colgaba en pliegues suaves y correosos y su barba (cuando Salahuddin vació la máquina) parecía ceniza. Salahuddin no recordaba desde cuándo no tocaba la cara de su padre de aquel modo, alisando la piel antes de pasar la máquina de pilas y luego acariciándola para cerciorarse de que estaba bien rasurada. Cuando terminó, durante un momento siguió deslizando los dedos por las mejillas de Changez. «Mira al viejo -dijo Nasreen a Kasturba al entrar en la habitación-; no puede apartar los ojos de su hijo.» Changez Chamchawala sonrió ampliamente con fatiga, enseñando una boca llena de dientes deteriorados, manchados y con restos de alimentos.
Cuando su padre volvió a dormirse después de beber, obligado por Kasturba y Nasreen, una pequeña cantidad de agua y se quedó mirando -¿el qué?- con sus ojos abiertos y soñadores que podían ver tres mundos a la vez: el real de su estudio, el mundo fantástico de los sueños y la otra vida que se acercaba (o así lo pensó Salahuddin, en un momento en que dejó vagar la imaginación); entonces el hijo subió al antiguo dormitorio de Changez a descansar. Grotescas figuras de terracota le miraban amenazadoramente desde las paredes: un demonio con cuernos; un árabe de sonrisa soez que llevaba un halcón en el hombro, y un hombre calvo que ponía los ojos en blanco y sacaba la lengua con gesto de pánico cuando una enorme mosca negra se le posaba en la ceja. Incapaz de dormir debajo de aquellas figuras que había visto, y también odiado, toda su vida, porque veía en ellas el retrato de Changez, acabó por irse a otra habitación más neutra.
Despertó a última hora de la tarde, y al bajar encontró a las dos mujeres delante de la habitación de Changez, tratando de ordenar el horario de la medicación. Aparte de la diaria tableta de Melphalan, se le habían recetado una serie de específicos, a fin de tratar de combatir las perniciosas complicaciones del cáncer: anemia, insuficiencia cardíaca, etcétera. Isosorbide, dinitrato, dos tabletas, cuatro veces al día; Furosemida, una tableta, tres veces; Prednisolona, seis tabletas, dos veces… «Yo me encargo de eso -dijo a las mujeres, que le miraron con alivio-. Es lo menos que puedo hacer.» Agarol para el estreñimiento, Spironolactona para Dios sabe qué y Allopurinol, un zilórico; de pronto recordó, disparatadamente, una vieja reseña teatral en la que Kenneth Tynan, el crítico inglés, imaginó a los personajes de Tamerlán el Grande, de Marlowe, de nombres largos y altisonantes, como una «horda de píldoras y drogas mágicas empeñadas en aniquilarse mutuamente»:
¿Me desafías, insolente Barbitúrico?
Señor mío, tu abuelo ha muerto, el viejo Nembutal.
Las estrellas del firmamento llorarán por Nembutal…
¿No es timbre de valor ser rey
Aureomicina y Formaldehído,
No es timbre de valor ser rey
Y cabalgar triunfante por Anfetamina?
¡Las cosas que nos trae la memoria! Pero quizás este Tamerlán farmacéutico no estuviera fuera de lugar en este estudio lleno de libros apolillados, en el que otro monarca caído esperaba el final con los ojos abiertos a tres mundos. «Vamos, vamos, abba -dijo entrando alegremente a presencia del rey-. Es hora de salvarte la vida.»
En el mismo sitio todavía, en una repisa del estudio de Changez: cierta lámpara de cobre y latón con fama de maravillosa aunque (nunca la habían frotado) no demostrada aún. Un poco mate, parecía contemplar a su dueño moribundo; y era contemplada, a su vez, por su único hijo. El cual durante un instante sintió la tentación de cogerla, frotarla tres veces y pedir una fórmula mágica al djinni del turbante…, pero Salahuddin la dejó donde estaba. Aquél no era lugar para djinns, afreets ni diablos; aquí no se admitía a trasgos ni fantasías. Ni fórmulas mágicas; sólo la inoperancia de las píldoras. «Aquí está el hombre de la medicina», canturreó Salahuddin, haciendo tintinear los frasquitos para despertar a su padre. «Medicinas -dijo Changez con una mueca infantil-. Eek, buaak, tch.»
Aquella noche, Salahuddin obligó a Nasreen y Kasturba a acostarse cómodamente en sus propias camas mientras él se instalaba junto a Changez en un colchón en el suelo, para vigilarlo. Después de su dosis de medianoche de Isosorbide, el moribundo durmió tres horas y luego tuvo necesidad de ir al baño. Salahuddin prácticamente lo levantó en vilo y quedó impresionado por lo poco que pesaba. Changez siempre fue un peso fuerte, pero ahora no era más que un almuerzo viviente para las células cancerosas… En el baño, Changez rehusó su ayuda. «No consiente que nadie le haga nada -se lamentaba Kasturba cariñosamente-. Es un hombre muy pudoroso.» Al volver a la cama, Changez se apoyaba ligeramente en el brazo de Salahuddin y andaba arrastrando sus pies planos en unas viejas chanclas. Los pocos pelos que le quedaban se erguían en ángulos grotescos, la cabeza se proyectaba hacia delante sobre un cuello frágil y arrugado. Salahuddin sintió de pronto el deseo de levantar al anciano en brazos y acunarlo con canciones dulces de consuelo. Pero lo que hizo fue soltar, en aquél, el menos indicado de los momentos, una petición de reconciliación: «Abba, he venido porque no quería que entre nosotros siguiera habiendo desavenencias…» Idiota de mierda. Que el diablo te lleve, estúpido. ¡Y en plena puta noche! Es decir, que si no sospechaba que se muere, esa frasecita de despedida se lo dirá claramente. Changez siguió arrastrando los pies; oprimió ligeramente el brazo de su hijo. «Eso ya no importa -dijo-. Lo que fuera, ya está olvidado.»
Por la mañana, Nasreen y Kasturba llegaron con saris limpios, la cara descansada y protestando: «Fue tan terrible dormir lejos de él, que no pegamos ojo.» Cayeron sobre Changez con unas caricias tan tiernas que Salahuddin volvió a experimentar la sensación de espiar en la intimidad ajena que tuvo en la boda de Mishal Sufyan. Salió discretamente de la habitación mientras los tres amantes se abrazaban, se besaban y lloraban.
La muerte, el hecho trascendental, envolvía con su hechizo la casa de Scandal Point. Salahuddin se rindió a él como todos los demás, incluso Changez, que aquel segundo día hasta empezó a esbozar su sonrisa torcida de antaño, la que quería decir: sé muy bien lo que pasa; disimulo, pero no creas que me engañas. Kasturba y Nasreen se desvivían por atenderle, cepillándole el pelo, convenciéndole para que comiera o bebiera. Se le había hinchado la lengua, por lo que tenía dificultad para articular las palabras y tragar los alimentos; no quería nada fibroso, ni siquiera las pechugas de pollo, que tanto le habían gustado toda su vida. Una cucharada de sopa o de puré de patata, un bocado de flan. Comida infantil.
Cuando se incorporaba en la cama, Salahuddin se sentaba detrás de él para que Changez pudiera apoyarse en el cuerpo de su hijo mientras comía.
«Abrid la casa -ordenó Changez aquella mañana-. Quiero ver caras alegres y no sólo las vuestras, tan largas.» Conque, al cabo de tanto tiempo, vino la gente: jóvenes y viejos; tíos, tías y primos casi olvidados; unos cuantos camaradas de los viejos tiempos del movimiento nacionalista, caballeros de espalda erguida, pelo cano, chaqueta achkan y monóculo; empleados de las distintas fundaciones y sociedades filantrópicas constituidas por Changez años atrás; fabricantes competidores de productos agroquímicos. Gentes de la más diversa especie, pensó Salahuddin; pero se admiraba de lo bien que todos se comportaban en presencia del moribundo: los jóvenes le hablaban con toda confianza de su vida, como para darle a entender que la vida en sí era invencible, ofreciéndole el rico consuelo de sentirse miembro de la gran procesión de la raza humana, mientras que los viejos evocaban el pasado, de manera que él advertía que nada estaba olvidado, nada perdido; que, a pesar de los años de aislamiento voluntario, él seguía unido al mundo. La muerte hace aflorar lo mejor de las personas; era bueno poder comprobar -advirtió Salahuddin- que los seres humanos también podían ser así: considerados, cariñosos, incluso nobles. Todavía podemos ser elevados, pensó con satisfacción; a pesar de todo, aún podemos ser trascendentes. Una joven muy bonita -Salahuddin pensó que probablemente era su sobrina, y se sintió avergonzado de no saber su nombre- con una Polaroid retrataba a Changez con sus visitas, y el anciano se divertía enormemente, haciendo muecas y luego besando las muchas mejillas que se le ofrecían, con una luz en los ojos que Salahuddin identificó como nostalgia. Es como una fiesta de cumpleaños, pensó. O también: como el despertar de Finnegan, en que el muerto se niega a tumbarse y dejar que los vivos se diviertan solos.
«Hay que decírselo», insistió Salahuddin cuando las visitas se fueron. Nasreen bajó la cabeza y asintió. Kasturba prorrumpió en llanto.
Se lo dijeron a la mañana siguiente. Llamaron al especialista para que estuviera a mano, por si Changez quería preguntarle algo. El especialista, Panikkar (un nombre que los ingleses pronunciarían mal y con guasa, pensó Salahuddin, como el musulmán «Fakhar»), llegó a las diez, irradiando autosuficiencia. «Debería decírselo yo -manifestó, tomando la voz cantante-. La mayoría de los enfermos se avergüenzan de que sus seres queridos sean testigos de su miedo.» «De ninguna manera», respondió Salahuddin con una vehemencia que le asombró a sí mismo. «Bien, pues en tal caso…», dijo Panikkar encogiéndose de hombros, como disponiéndose a marchar; lo cual le hizo ganar la discusión, porque ahora Nasreen y Kasturba suplicaron a Salahuddin: «Por favor, no peleemos.» Salahuddin, derrotado, introdujo al médico a presencia de su padre y cerró la puerta del estudio.
«Tengo cáncer -dijo Changez Chamchawala a Nasreen, Kasturba y Salahuddin después de la marcha de Panikkar. Hablaba despacio, pronunciando la palabra con un esmero exagerado y desafiante-. Está muy avanzado. No me sorprende. A Panikkar le he dicho: "Se lo dije el primer día. ¿Adónde podía haber ido si no toda la sangre?"» Cuando salieron del estudio, Kasturba dijo a Salahuddin: «Desde que tú viniste había una luz en sus ojos. Ayer, con toda la gente, ¡qué contento estaba! Pero ahora sus ojos están apagados. Ahora ya no luchará.»
Aquella tarde, Salahuddin se encontró a solas con su padre mientras las dos mujeres descansaban. Entonces advirtió que él, que tanto deseaba claridad y franqueza, ahora estaba violento, con un nudo en la lengua. Pero Changez tenía algo que decir.
«Quiero que sepas que no tengo ningún problema en aceptar esto -dijo a su hijo-. De algo hay que morir. Y tampoco muero joven. No me hago ilusiones; yo sé que después de esto no voy a ninguna parte. Es el fin. Y está bien. A lo único que temo es al dolor, porque con el dolor la persona pierde la dignidad. Y no quiero que me ocurra eso.» Salahuddin estaba impresionado. Primero te encariñas con tu padre y después aprendes a respetarlo. «Dicen los médicos que el tuyo es un caso entre un millón -respondió verazmente-. Al parecer, a ti se te ha ahorrado el dolor.» Al oír esto, Changez pareció relajarse, y Salahuddin comprendió entonces lo asustado que estaba el anciano y lo mucho que deseaba saber la verdad… «Bas -dijo Changez Chamchawala con voz ronca-. Entonces estoy dispuesto. Y, a propósito, al fin vas a conseguir la lámpara.»
Una hora después empezó la diarrea: un chorro fino y negro. Las angustiadas llamadas de Nasreen al Breach Candy Hospital sirvieron para averiguar que Panikkar estaba ocupado. «Retiren el Agarol inmediatamente», ordenó el médico de guardia, que recetó Imodium en su lugar. No le hizo efecto. A las siete de la tarde, el peligro de deshidratación crecía, y Changez estaba tan débil que no podía incorporarse para tomar el alimento. No tenía apetito, pero Kasturba consiguió darle unas cucharadas de semolina con pulpa de albaricoque. «Ñam, ñam», ironizó él con su sonrisa torcida.
Se quedó dormido, pero a la una había tenido que levantarse tres veces. «Por el amor de Dios -gritaba Salahuddin por teléfono-, déme el teléfono particular de Panikkar.» Pero esto lo prohibían las normas del hospital. «Juzgue usted mismo si ha llegado el momento de ingresarlo», dijo la doctora de guardia. Asquerosa, murmuró para sus adentros Salahuddin Chamchawala. «Muchas gracias.»
A las tres, Changez estaba tan débil que Salahuddin lo llevó al baño casi en vilo. «Sacad el coche -gritó a Nasreen y Kasturba-. Nos vamos al hospital. Ahora mismo.» La prueba de que Changez estaba peor era que esta última vez consintió que su hijo le ayudara. «La mierda negra es mala», dijo, respirando con fatiga. Los pulmones se le habían congestionado de un modo espantoso; su respiración era como burbujas de aire que se abrieran camino en un engrudo. «Hay cánceres lentos, pero me parece que éste es muy rápido. Terminará pronto.» Y Salahuddin, el apóstol de la verdad, decía mentiras consoladoras: Abba, no te apures. Ya verás como te pones bien. Changez Chamchawala movió negativamente la cabeza. «Me voy, hijo», dijo. Tuvo una convulsión, y Salahuddin le sostuvo debajo de la boca un recipiente de plástico. El moribundo vomitó más de medio litro de mucosidades sanguinolentas; después, quedó tan exhausto que no podía hablar. Salahuddin lo llevó en brazos al asiento trasero del Mercedes, y Nasreen y Kasturba se sentaron una a cada lado. Salahuddin conducía a toda velocidad hacia el Breah Candy Hospital, que estaba a menos de un kilómetro calle abajo. «¿Abro la ventana, abba?», preguntó, y Changez movió la cabeza y murmuró roncamente: «No.» Mucho después, Salahuddin cayó en la cuenta de que ésta había sido la última palabra de su padre.
Urgencias. Pies que corren, enfermeros, una silla de ruedas, Changez en una cama, unas cortinas. Un médico joven haciendo lo que había que hacer, muy de prisa, pero sin dar sensación de apresuramiento. Me gusta, pensó Salahuddin. Entonces el médico le miró a los ojos y dijo: «Me parece que no saldrá de ésta.» Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Salahuddin comprendió que aún se aferraba a una vana esperanza: le ayudarán a vencer la crisis y después nos lo llevaremos a casa; aún no ha llegado «el momento», y su primera reacción a las palabras del médico fue de rabia. Usted es el mecánico. No me diga que el coche no arranca, arréglelo. Changez estaba echado de espaldas, ahogándose. «La kurta nos impide llegar al pecho. ¿Se puede…?» Córtenla. Hagan lo que tengan que hacer. Gota a gota, la señal en una pantalla del latido que se debilita, impotencia. El joven médico que murmura: «Ya no puede durar, así que…» Entonces Salahuddin Chamchawala hizo algo brutal. Se volvió hacia Nasreen y Kasturba y dijo: «Venid, de prisa. Venid a decir adiós.» «¡Por el amor de Dios!», estalló el médico… Las mujeres, sin llorar, se acercaron a Changez y le tomaron una mano cada una. Salahuddin enrojeció de vergüenza. Nunca sabría si su padre había oído la sentencia de muerte en boca de su hijo.
Pero entonces Salahuddin encontró mejores palabras, ahora, tras largos años de ausencia, volvía a él el urdu. Todos estamos contigo, abba. Todos te queremos mucho. Changez no podía hablar, pero hizo -¿verdad que sí?-, sí, desde luego, lo hizo, un movimiento afirmativo con la cabeza. Me oyó. Entonces, bruscamente, Changez Chamchawala abandonó su cara; aún vivía, pero se había ido a otro sitio, se había vuelto hacia dentro, a mirar lo que hubiera que ver allí. Está enseñándome a morir, pensó Salahuddin. No desvía la mirada, sino que mira a la muerte cara a cara. En ningún momento de su agonía pronunció Changez Chamchawala el nombre de Dios.
«Por favor -dijo el médico-, vayan al otro lado de la cortina y déjennos que hagamos todo lo que se pueda.» Salahuddin llevó a las dos mujeres a unos pasos de distancia; y ahora, cuando una cortina les ocultaba a Changez, lloraban. «Juró que nunca me dejaría -sollozaba Nasreen, que al fin había perdido su férreo control-, y ahora se ha marchado.» Salahuddin se acercó a mirar por una rendija de la cortina, y vio cómo aplicaban la corriente al cuerpo de su padre; vio el brusco zigzag verde del pulso en la pantalla del monitor; vio al médico y a las enfermeras golpear el pecho de su padre; vio la derrota.
Lo último que había visto en la cara de su padre, antes del último e inútil esfuerzo del personal médico, fue la aparición de un terror tan profundo que le heló hasta la médula. ¿Qué había visto? ¿Qué era lo que le aguardaba, lo que nos aguarda a todos, que puso aquel miedo en los ojos de un hombre valiente? Ahora, cuando todo había terminado, volvió junto al lechó de Changez, y vio que su padre tenía los labios doblados hacia arriba en una sonrisa.
Acarició aquellas queridas mejillas. Hoy no le afeité. Ha muerto con barba. Qué fría tenía ya la cara; pero el cerebro, el cerebro conservaba un poco de calor. Le habían metido algodón en la nariz. ¿Y si ha habido un error? ¿Y si quiere respirar? Nasreen Chamchawala estaba a su lado. «Llevémosle a casa», dijo.
Changez Chamchawala volvió a casa en ambulancia, en una camilla de aluminio colocada en el suelo entre las dos mujeres que le habían amado. Salahuddin seguía a la ambulancia en el coche. Los camilleros lo colocaron en el estudio; Nasreen puso el aire acondicionado al máximo. Al fin y al cabo, era un clima tropical y no tardaría en salir el sol.
¿Qué vería?, se preguntaba Salahuddin una y otra vez. ¿Por qué aquel horror? ¿Y por qué aquella sonrisa final?
Otra vez fue la gente. Tíos, primos, amigos que ayudaban y se hacían cargo de las cosas. Nasreen y Kasturba estaban sentadas en lienzos blancos en el suelo de la habitación en la que, allá en tiempos, Saladin y Zeeny visitaron al ogro Changez; con ellas se sentaron otras mujeres acompañándolas en el duelo; algunas recitaban la qalmah una y otra vez, pasando las cuentas. Esto irritó a Salahuddin, pero no tuvo ánimos para oponerse. Luego llegó el mullah, que cosió el sudario de Changez. Ya era el momento de lavar el cadáver; aunque había muchos hombres y no era necesaria su ayuda, Salahuddin insistió. Si él fue capaz de mirar a la cara a su muerte, yo también lo soy. Y, mientras lavaban a su padre, volviendo el cuerpo hacia uno y otro lado según las órdenes del mullah, aquella carne magullada y flácida, la cicatriz del apéndice larga y oscura, Salahuddin recordó la única vez en su vida que había visto desnudo a su padre, que siempre fue muy recatado: él tenía nueve años y entró en tromba en un cuarto de baño en el que Changez estaba duchándose, y la visión del pene de su padre le causó una impresión imborrable. Un órgano grueso y macizo como una porra. Oh, qué fuerza demostraba, y qué insignificante el suyo… «No se le cierran los ojos -se lamentó el mullah-. Tendrían que habérselos cerrado antes.» Era un hombre fornido y práctico aquel mullah, con su barba y sin bigote. Trataba el cadáver como un objeto cualquiera que necesitara un lavado, como un coche, una ventana o un plato. «¿Es usted del mismo Londres? Yo estuve allí muchos años. Era portero del Claridge's Hotel.» ¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¡Pues no quería hacer conversación el hombre! Salahuddin estaba estupefacto. Ése es mi padre, ¿no se da cuenta? «Esas ropas -dijo el mullah señalando el último pijama kurta de Changez, el que había cortado el personal del hospital para descubrirle el pecho-, ¿las necesitan?» No, no. Puede llevárselas. Por favor. «Es usted muy amable. -En la boca y bajo los párpados de Changez pusieron trozos de tela negra-. Esta tela ha estado en La Meca», dijo el mullah. ¡Sáquelas! «No entiendo. Es tela bendita.» Ya me ha oído: Fuera, fuera. «Que Dios se apiade de su alma.»
Y:
El féretro sembrado de flores, como un moisés grande.
El cadáver amortajado de blanco, con virutas de sándalo para perfumarlo esparcidas por encima.
Más flores y un paño de seda verde con versos coránicos bordados en oro.
La ambulancia con el féretro, esperando el permiso de la viuda para arrancar.
Los últimos adioses de las mujeres.
El cementerio. Los hombres que se adelantan para portar el féretro dan un pisotón a Salahuddin, arrancándole un trozo de uña del dedo gordo.
Entre los asistentes, un viejo amigo de Changez al que hacía tiempo que no veía, y que ha venido a pesar de sufrir una bronconeumonía; y otro anciano que llora copiosamente y que morirá al día siguiente; y toda clase de gente, archivo viviente de la vida de un difunto.
La tumba. Salahuddin baja y se sitúa a la cabecera, y el enterrador a los pies. Changez Chamchawala es descendido. El peso de la cabeza de mi padre, en mi mano. Yo la deposité en tierra para que descansara.
El mundo, escribió alguien, es un lugar cuya realidad demostramos muriendo en él.
Esperándole a su regreso del cementerio, una lámpara de cobre y latón, su legado recobrado. Entró en el estudio de Changez y cerró la puerta. Allí estaban las viejas zapatillas, al lado de la cama; tal como él mismo predijera, se había convertido en «un par de zapatos vacíos». Las sábanas aún tenían la impronta del cuerpo de su padre; la habitación olía a sándalo, alcanfor, clavo. Tomó la lámpara del estante y se sentó al escritorio de Changez. Sacó un pañuelo del bolsillo y frotó enérgicamente: una, dos, tres veces.
Se encendieron todas las luces al mismo tiempo.
Zeenat Vakil entró en la habitación.
«Oh, Dios mío, a lo mejor las querías apagadas, pero con las persianas cerradas esto estaba tan lúgubre… -Agitando los brazos, hablando con su voz hermosa, fuerte y áspera, el pelo recogido por una vez en una cola de caballo trenzada que le llega hasta la cintura, allí estaba su djinn personal-. Siento mucho no haber venido antes, pero quería hacerte sufrir, y qué momento fui a elegir, qué revanchismo, yaar, me alegro verte, pobre ganso huérfano.»
Era la misma de siempre, inmersa en la vida hasta el cuello, combinando las conferencias de arte en la universidad con la práctica de la Medicina y las actividades políticas, «Yo estaba en el hospital cuando vosotros vinisteis, ¿sabes? Allí estaba, pero no supe lo de tu padre hasta que todo había terminado, y ni siquiera entonces fui a darte un abrazo. Qué mala pécora; si me echas de tu casa no te lo reprocharé.» Una mujer generosa, la más generosa que había conocido. Cuando la veas lo sabrás, se había prometido a sí mismo, y resultaba verdad. «Te quiero», se oyó decir, dejándola cortada. “Bueno, no pienso aprovecharme de la situación -dijo al fin, enormemente complacida-. Es evidente que estás trastornado. Tienes suerte de que no estemos en uno de nuestros grandes hospitales públicos, porque allí ponen a los majaras al lado de los drogadictos, y en las salas hay tanto tráfico que los pobres esquizos adquieren malos hábitos. De todos modos, si vuelves a decírmelo dentro de cuarenta días, mucho cuidado, porque quizás entonces lo tome en serio. Esto de ahora podría ser una enfermedad.»
Zeeny, tan avasalladora como siempre (y, al parecer, sin compromiso), volvió a entrar en su vida completando el proceso de renovación, de regeneración, que había sido el producto más sorprendente y paradójico de la fatal enfermedad de su padre. Su vieja vida inglesa, sus extravagancias, sus perversiones, ahora parecían muy lejanos, incluso incongruentes, como su abreviado nombre artístico. «Ya era hora -aprobó Zeeny cuando le dijo que había recuperado el Salahuddin-. Ahora por fin podrás dejar de fingir.» Sí, esto parecía el comienzo de una nueva fase en la cual el mundo sería sólido y real y en la que ya no existiría la figura ancha de un padre que se interpusiera entre él y la inevitabilidad de la tumba. Una vida huérfana, como la de Mahoma, como la de todo el mundo. Una vida iluminada por una muerte extrañamente radiante, que seguía brillando, en su pensamiento, como una especie de lámpara maravillosa.
De ahora en adelante, debo pensar como el que vive perpetuamente en el primer instante del futuro, se propuso, días después, en la cama del apartamento de Zeeny en Sophia College Lane, mientras se reponía de las entusiastas caricias dentales recibidas. (Ella le había invitado a su casa con timidez, como apartando un velo después de un largo retiro.) Pero no es tan fácil desprenderse de una vida; al fin y al cabo, él vivía también el momento presente del pasado; su vieja vida iba a envolverle una vez más para terminar su último acto.
Descubrió que era rico. Según las condiciones del testamento de Changez, la gran fortuna del fallecido magnate y su miríada de participaciones en empresas sería supervisada por un grupo de distinguidos fideicomisarios y las rentas serían divididas en tres partes iguales entre: Nasreen, la segunda esposa de Changez, Kasturba, a la que él llamaba en el documento «mi tercera, en el verdadero sentido», y Salahuddin, su hijo. Ahora bien, a la muerte de las dos mujeres, el fideicomiso podría disolverse cuando Salahuddin quisiera: es decir, que él lo heredaba todo. «Con la condición -estipulaba maliciosamente Changez Chamchawala- de que el granuja acepte el regalo que antes despreció, es decir, el edificio de la escuela de Solan, Himachal Pradesh.» Changez podía haber talado un nogal, pero nunca trató de desheredar a Salahuddin. No obstante, las casas de Pali Hill y Scandal Point quedaban excluidas de estas estipulaciones. La primera pasaba directamente a ser propiedad de Nasreen Chamchawala; la segunda, con efectos inmediatos, sería de la exclusiva propiedad de Kasturbabai, quien no tardó en anunciar su intención de vender la vieja casa a una inmobiliaria. El terreno valía mucho, y Kasturba, en cuestión de bienes inmuebles, no mostraba el menor sentimentalismo. Salahuddin protestó con vehemencia y fue atajado con firmeza. «Yo he pasado aquí toda mi vida -manifestó ella-. Por lo tanto, sólo yo puedo decidir.» Nasreen Chamchawala se mostró totalmente indiferente al destino de la vieja casa. «Un rascacielos más, un trozo del viejo Bombay menos -dijo, encogiéndose de hombros-, ¿qué puede importar? Las ciudades cambian.» Ella ya estaba haciendo sus preparativos para mudarse a Pali Hill, descolgando de las paredes las vitrinas de mariposas y reuniendo a los pájaros disecados en el vestíbulo. «Deja que la venda -dijo Zeenat Vakil-. De todos modos, tú no ibas a poder vivir en ese museo.»
Tenía razón, desde luego; apenas él habita decidido volver la cara hacia el futuro, ya empezaba a suspirar y lamentar el fin de la niñez. «Voy a ver a George y Bhupen, ¿te acuerdas? -dijo ella-. ¿Por qué no vienes? Necesitas empezar a conectar.» George Miranda acababa de rodar un documental sobre el comunalismo, entrevistando a hindúes y musulmanes de todas las tendencias. Los fundamentalistas de una y otra religión trataron inmediatamente de conseguir órdenes para que se prohibiera la proyección de la película, y si bien los tribunales de Bombay rechazaron las peticiones, el caso había pasado al Tribunal Supremo. George, con la cara aún más sombreada por la barba, el pelo más lacio y el estómago más ancho de lo que Salahuddin recordaba, bebía ron en una taberna de Dhobi Talao y golpeaba la mesa con puños pesimistas. «Es el Tribunal Supremo que falló el caso de Shah Bano», exclamó, aludiendo al tristemente célebre caso en el que, presionado por extremistas islámicos, el tribunal dictaminó que el pago de pensión alimenticia era contrario a la voluntad de Alá, con lo que hizo las leyes de la India más reaccionarias que las de Pakistán, por ejemplo. «No tengo grandes esperanzas.» Se retorcía desconsoladamente las enceradas guías de su bigote. Su nueva compañera, una bengalí alta y delgada de pelo corto que a Salahuddin le recordaba un poco a Mishal Sufyan, eligió aquel momento para atacar a Bhupen Gandhi por haber publicado un tomo de poesía acerca de su visita a la «pequeña ciudad templo» de Gagari, en los Ghats Occidentales. Los poemas habían sido criticados por la derecha hindú; un eminente profesor del Sur de la India anunció que Bhupen había «perdido el derecho a ser llamado poeta indio», pero, en opinión de la joven Swatilekha, Bhupen se había dejado seducir por la religión hacia una ambigüedad peligrosa. Bhupen, agitando su reluciente cara de luna y su melena gris, se defendía con firmeza. «Yo digo que la única cosecha de Gagari es la de los dioses de piedra que se extraen de sus canteras. Yo hablo de rebaños de leyendas que hacen sonar sagrados cencerros mientras pacen en las verdes laderas. No son imágenes ambiguas.» Swatilekha no se dejaba convencer. «En estos tiempos -insistió-, tenemos que manifestar nuestras opiniones con claridad meridiana. Todas las metáforas pueden ser mal interpretadas.» Expuso su teoría. La sociedad estaba orquestada por lo que ella llamaba las grandes narrativas: la Historia, la economía, la ética. En la India el desarrollo de un aparato estatal cerrado y corrupto había «excluido del proyecto ético a las masas del pueblo.» En consecuencia, el pueblo buscaba satisfacer su necesidad de ética en la más vieja de todas las grandes narrativas, a saber: la fe religiosa. «Pero estas narrativas son manipuladas por la teocracia y por varios elementos políticos de una manera totalmente retrogresiva.» Bhupen dijo: «No podemos negar la ubicuidad de la fe. Si escribimos de tal manera que se prejuzgue esta creencia como una ilusión o una falsedad, ¿no incurrimos en el pecado de elitismo, al tratar de imponer a las masas nuestra visión del mundo?» Swatilekha dijo con desdén: «Hoy mismo, en la India se están estableciendo líneas de combate -exclamó-. Secularismo contra racionalismo, la luz contra la oscuridad. Vale más que decidas de qué lado estás.»
Bhupen se levantó airadamente para marcharse. Zeeny le apaciguó: «No podemos permitirnos las escisiones. Hay planes que trazar.» Él volvió a sentarse y Swatilekha le dio un beso en la mejilla. «Perdona -dijo-. Demasiada universidad, como dice George. En realidad, las poesías me gustaron. Sólo quería plantear una teoría.» Bhupen, satisfecho, simuló que le daba un puñetazo en la nariz; crisis superada.
Se habían reunido, según dedujo ahora Salahuddin, para hablar de su participación en una curiosa manifestación política: la formación de una cadena humana que se extendería desde la Gateway of India hasta el extrarradio norte de la ciudad, en apoyo de la «integración nacional». El Partido Comunista de la India (Marxista) había organizado recientemente una cadena en Kerala, con gran éxito. «Pero -argumentó George Miranda- aquí, en Bombay, será diferente. En Kerala, el PCI(M) está en el poder. Aquí, con esos bastardos del Shiv Sena en el control, podemos esperar todo tipo de hostigamiento, desde obstrucción de la policía hasta ataques de las masas en algunos segmentos de la cadena, especialmente cuando pase, como tendrá que pasar, por las fortalezas del Sena en Mazagaon, etcétera.» A pesar de estos peligros, explicó Zeeny a Salahuddin, estas manifestaciones públicas eran esenciales. A medida que aumentaba la violencia entre las comunidades -de la que Meerut no era sino el último de una larga serie de criminales incidentes- se hacía más necesario que las fuerzas de la desintegración se salieran con la suya. «Tenemos que demostrar que existen fuerzas de signo contrario.» Salahuddin estaba aturdido por la rapidez con que, una vez más, su vida empezaba a cambiar. Yo, tomando parte en un acto del PCI(M). Los prodigios no acaban; desde luego, tengo que estar enamorado.
Una vez tomadas las decisiones pertinentes -cuántos amigos podría traer cada uno, dónde se reunirían y qué había que llevar de comida, bebida y equipo de primeros auxilios- el ambiente se distendió y ellos apuraron sus copas de ron barato y charlaron de cosas intrascendentes, y entonces fue cuando Salahuddin oyó por vez primera los rumores acerca del extraño comportamiento del astro cinematográfico Gibreel Farishta que empezaban a circular por la ciudad, y sintió que su vieja vida le pinchaba como una espina oculta; oyó el pasado, como una trompeta lejana, resonar en sus oídos.
El Gibreel Farishta que regresó de Londres a Bombay a retomar los hilos de su carrera cinematográfica no era, según la opinión general, el irresistible Gibreel de antaño. «El tío parece totalmente abocado a una carrera suicida -declaró George Miranda, que estaba al corriente de todos los chismes del mundo del cine-. ¿Quién sabe por qué? Dicen que tuvo un desengaño amoroso que le dejó desequilibrado.» Salahuddin mantuvo la boca cerrada, pero notó que se le encendía la cara. Allie Cone no quiso reconciliarse con Gibreel después de los incendios de Brickhall. En la cuestión del perdón, reflexionó Salahuddin, nadie pensó en consultar a Alleluia, totalmente inocente y muy perjudicada; una vez más, relegamos su vida a la periferia de la nuestra. No es de extrañar que siga indignada. Gibreel dijo a Salahuddin, en una conversación telefónica final y bastante violenta, que regresaba a Bombay «con la esperanza de no volver a verla, ni a ella, ni a ti, ni a esta maldita ciudad tan fría, en toda mi vida.» Pero, al parecer, volvía a hundirse, y ahora en su tierra natal. «Hace unas películas rarísimas -prosiguió George-. La última, con su dinero. Después de dos fracasos los productores le dan de lado. De manera que, si ésta también fracasa, estará arruinado, aviado, funtoosh.» Gibreel se había lanzado a rodar una nueva versión de la Ramayana trasladada a la época actual, en la cual los héroes y heroínas, en lugar de puros e inocentes, eran degenerados y malvados. Había un «Rama» lujurioso y borracho y una «Sita» ligera de cascos; «Ravana», el rey-demonio, por el contrario, era presentado como un hombre honrado y virtuoso. «Gibreel interpreta a "Ravana" -explicó George con expresión de fascinado horror-. Da la impresión de que busca deliberadamente la confrontación definitiva con los sectarios religiosos, a sabiendas de que no puede ganar, de que será despedazado.» Varios miembros del reparto ya habían abandonado la producción y concedido sabrosas entrevistas a la prensa en las que acusaban a Gibreel de «blasfemia», «satanismo» y otros delitos. Su última amante, Pimple Billimoria, aparecía en la cubierta de Cine-Blitz con esta afirmación: «Era como besar al diablo.» Evidentemente, la halitosis sulfurosa, aquel viejo problema de Gibreel, volvía a aquejarle, y con más fuerza que nunca.
Sus incoherencias habían dado que hablar más aún que la elección de los temas de sus películas. «Unos días es todo simpatía y bondad -dijo George-. Pero otros, llega al trabajo como dios todopoderoso y hasta se empeña en que la gente se arrodille. Personalmente, yo no creo que esa película llegue a terminarse, a menos que él recupere la salud mental, que tiene muy quebrantada. Primero, la enfermedad; después, la catástofe del avión, y, por último, los disgustos sentimentales: es fácil comprender los problemas de ese hombre.» Y había rumores de cosas peores: sus asuntos fiscales estaban siendo investigados; los funcionarios de policía le habían hecho una visita para interrogarle sobre la muerte de Rekha Merchant, y el marido de ésta, el rey de los cojinetes, había amenazado con «romperle todos los huesos del cuerpo al sinvergüenza», por lo que, durante varios días, Gibreel tuvo que hacerse acompañar por guardaespaldas cada vez que usaba los ascensores de Everest Vilas; y lo peor de todo eran las visitas nocturnas al barrio de los prostíbulos, en el que, al parecer, frecuentó ciertos establecimientos de Foras Road hasta que los dadas lo echaron porque hacía daño a las mujeres. «Dicen que algunas quedaron gravemente lesionadas -dijo George-. Y que tuvo que soltar mucho dinero para tapar bocas. No sé. La gente habla mucho. La tal Pimple, desde luego, cuando de atacar se trata no se queda atrás. El Hombre que odia a las Mujeres. Gracias a todo esto, ella está convirtiéndose en una estrella con fama de mujer fatal. Pero Farishta está francamente perturbado. Tengo entendido que tú lo conoces», terminó George mirando a Salahuddin, y éste se puso colorado.
«No mucho. Sólo por la catástrofe del avión y demás.» Estaba impresionado. Al parecer, Gibreel no había conseguido escapar de sus demonios interiores. Él, Salahuddin, creyó -ingenuamente, según se demostraba ahora- que los sucesos del fuego de Brickhall, cuando Gibreel le salvó la vida, en cierta manera los habrían purificado a ambos; que habrían expulsado los demonios lanzándolos a las llamas voraces; que, realmente, el amor podía desarrollar una fuerza humanizadora tan grande como la del odio; que la virtud podía transformar a los hombres tanto como el vicio. Pero nada era para siempre; ni, por lo visto, había cura que fuera completa.
«El mundo del cine está lleno de chiflados -decía Swatilekha a George afectuosamente-. No hay más que verle a usted, mister.» Pero Bhupen se había puesto serio: «Yo siempre consideré a Gibreel una fuerza positiva -dijo-. Un actor de una minoría que interpretaba personajes de muchas religiones y que era aceptado. Si ha perdido el favor, mala señal.»
Dos días después, Salahuddin Chamchawala leía en sus periódicos dominicales que un equipo internacional de montañeros había llegado a Bombay con intención de intentar la subida al Pico Escondido; y cuando vio que con la expedición venía Miss Alleluia Cone, la célebre «Reina del Everest», tuvo la extraña sensación de estar perseguido por un hechizo, de que una parte de su imaginación se proyectaba hacia el mundo real, de que el destino adquiría la lógica implacable de un sueño. «Ahora ya sé lo que es un fantasma -pensó-. Un asunto no concluido, eso es.»
Durante los dos días siguientes, la presencia de Allie en Bombay llegó a obsesionarle. Su pensamiento insistía en establecer extrañas asociaciones entre, por ejemplo, la evidente curación de los pies de la mujer y el fin de sus relaciones con Gibreel: como si él la hubiera lisiado con sus celos. Él sabía que, en realidad, ella ya sufría aquella afección de los pies antes de conocer a Gibreel, pero se encontraba en un extraño estado de ánimo, disociado de la lógica. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué había venido? Llegó a convencerse de que se avecinaba un terrible desenlace.
Zeeny, que entre las operaciones en el hospital, las conferencias en la universidad y los preparativos para la cadena humana apenas tenía tiempo para Salahuddin y sus estados de ánimo, erróneamente vio en su reserva y sus silencios la expresión de dudas sobre su regreso a Bombay, sobre la forzada intervención en actividades políticas de una naturaleza que siempre aborreció, sobre ella misma. Para disimular sus temores, le hizo una especie de conferencia: «Si estás decidido a desprenderte de tus tendencias extranjerizantes, Salad baba, no te dejes caer ahora en una especie de limbo desligado de todo. ¿De acuerdo? Aquí estamos nosotros. Estamos delante de ti. Esta vez deberías tratar de establecer con esta tierra vínculos de persona mayor. Trata de abrazar a esta ciudad como es, no como un recuerdo de la infancia que te causa nostalgia y dolor. Acércatela. Tal como es. Haz tuyos sus defectos. Conviértete en criatura suya. Asúmela.» Él asintió distraídamente, y ella, pensando que se preparaba para marcharse otra vez, salió de la habitación con una indignación que lo dejó completamente desconcertado.
¿Debía llamar por teléfono a Allie? ¿Le habría contado Gibreel lo de las voces?
¿Debía tratar de ver a Gibreel?
Va a ocurrir algo, le advertía su voz interior. Va a ocurrir y tú no sabes qué es, y nada puedes hacer para evitarlo. Oh, sí, es algo malo.
Ocurrió el día de la manifestación, que por cierto, contra todos los pronósticos, tuvo un éxito bastante satisfactorio. Se registraron, sí, algunas escaramuzas en el distrito de Mazagaon, pero, en conjunto, el acto fue pacífico. Los observadores del PCI(M) informaron que se había tendido una cadena de hombres y mujeres cogidos de la mano que discurría ininterrumpidamente de arriba abajo de la ciudad, y Salahuddin, que estaba en Muhammad Ali Road, entre Zeeny y Bhupen, tuvo que reconocer que la imagen poseía fuerza. Muchos de los que estaban en la cadena lloraban. La orden de juntar las manos fue dada por los organizadores -entre los que Swatilekha ocupaba lugar preeminente, circulando en la parte trasera de un jeep, megáfono en mano- a las ocho en punto de la mañana; una hora después, cuando el tráfico de la ciudad alcanzaba su punto culminante, la multitud empezó a dispersarse. No obstante, a pesar de los miles de personas que intervinieron en el acto, a pesar de su carácter pacífico y de su mensaje positivo, la formación de la cadena humana no fue recogida por los servicios informativos de la televisión de Doordarshan. Tampoco All-India Radio se refirió a ella. La mayoría de los periódicos proclives al Gobierno omitieron también toda mención. Sólo un diario en lengua inglesa y un dominical dieron la noticia; nada más. Zeeny, recordando el tratamiento que se había dado a la cadena de Kerala, había vaticinado este silencio ensordecedor cuando ella y Salahuddin volvían a casa. «Es un acto comunista -explicó-. Por lo tanto, inexistente.»
¿Qué acaparaba los titulares de los periódicos de la tarde?
¿Qué chillaban a los lectores en caracteres de tres centímetros mientras no se dedicaba a la cadena humana ni un susurro de tipografía pequeña?
LA REINA DEL EVEREST Y PRODUCTOR CINEMATOGRÁFICO,
MUERTOS
DOBLE TRAGEDIA EN MALABAR HILL
GLBREEL FARISHTA, EN PARADERO DESCONOCIDO
LA MALDICIÓN DE EVEREST VILAS SE COBRA NUEVAS
VÍCTIMAS
El cadáver del prestigioso productor cinematográfico S. S. Sisodia había sido descubierto por el personal doméstico en el centro de la alfombra del salón del apartamento del célebre actor Mr. Gibreel Farishta, con una herida de bala en el corazón. Miss Alleluia Cone, en un accidente que se creía «relacionado con el hecho», había perdido la vida al caer desde la azotea del rascacielos, la misma desde la cual, unos dos años atrás, Mrs. Rekha Merchant había arrojado a sus hijos y a sí misma al asfalto de la calle.
Los periódicos de la mañana mostraban menos ambigüedad al referirse a la última actuación de Farishta. Farishta, SOSPECHOSO, SE ESCONDE.
«Vuelvo a Scandal Point», dijo Salahuddin a Zeeny, que, interpretando erróneamente esta retirada a una esfera más íntima del espíritu, se disparó: «Mister, vale más que te decidas de una vez.» Él, al marcharse, no supo qué decir para tranquilizarla; ¿cómo explicarle su agobiante sensación de culpabilidad, de responsabilidad; cómo decirle que aquellas muertes eran las Oscuras flores de unas semillas que él plantara hacía tiempo? «Necesito pensar -dijo en voz baja, con lo que confirmó las sospechas de ella-: Sólo un día o dos.» «Salad baba -dijo Zeeny secamente-, tengo que reconocer que tu sentido de la oportunidad es realmente fabuloso.»
La noche después de su participación en la cadena humana, Salahuddin Chamchawala contemplaba por la ventana del dormitorio de su infancia las formas nocturnas del mar de Arabia cuando Kasturba dio unos rápidos golpes en la puerta con los nudillos. «Un hombre pregunta por ti», dijo casi en un siseo, evidentemente asustada. Salahuddin no había visto a nadie entrar por la puerta. «Ha llamado a la puerta de servicio -dijo Kasturba en respuesta a su pregunta-. Y, escucha, baba, es ese Gibreel. Gibreel Farishta, del que los periódicos dicen…» Su voz se apagó y ella se mordió nerviosamente las uñas de la mano izquierda. «¿Dónde está?»
«¿Qué podía hacer? Tuve miedo -dijo Kasturba-. Lo hice pasar al estudio de tu padre. Te espera allí. Pero será mejor que no vayas. ¿Llamo a la policía? Baapu ré, qué cosas.»
No. No llames. Iré a ver qué quiere.
Gibreel estaba sentado en la cama de Changez, con la vieja lámpara en las manos. Llevaba un pijama kurta blanco sucio y ofrecía el aspecto del hombre que ha dormido en malas condiciones. Tenía los ojos extraviados, mates, muertos. «Compa -dijo con cansancio, señalando una butaca con un movimiento de la lámpara-. Como si estuvieras en tu casa.»
«Tienes un aspecto horrible», aventuró Salahuddin, recibiendo del otro una sonrisa distante, cínica, desconocida. «Siéntate y calla, compa -dijo Gibreel Farishta-. He venido a contarte un cuento.»
Entonces fuiste tú, comprendió Salahuddin. Tú lo hiciste: tú asesinaste a los dos. Pero Gibreel había cerrado los ojos, unido las yemas de los dedos y empezado a contar su historia, que era también el final de muchas historias, de esta manera:
Kan ma kan
Fi qadim azzaman…
Tal vez sí tal vez no hace mucho mucho tiempo
Bueno algo por el estilo
No estoy seguro porque cuando vinieron a verme yo no era yo no yaar no era yo en absoluto hay días muy duros cómo decirle lo que es la enfermedad algo así pero no puedo estar seguro
Siempre hay una parte de mí que está fuera gritando no por favor no lo hagas pero no sirve de nada sabes cuando llega el mal
Yo soy el ángel el maldito ángel de dios y estos días es el ángel vengador Gibreel el vengador siempre la venganza por qué
No puedo estar seguro algo así por el delito de ser humano
y sobre todo mujer pero no exclusivamente la gente debe pagar
Algo así
Él me la trajo con buena intención ahora lo sé él sólo quería que hiciéramos las paces es que-que-que no ves
me dijo que ella no te ooo-olvida ni mucho menos y tú dijo estás lo-lo-loco por ella todos lo saben él sólo quería que hiciéramos que hiciéramos que hiciéramos
Pero yo oí versos
Tú me entiendes, compa
V e r s o s
Manzana colorada tarta de limón sin sin son
Me gusta el café me gusta el té
Azul la violeta perfumado el huerto acuérdate de mí cuando haya muerto muerto muerto
Cosas por el estilo
No podía sacármelos de la cabeza y ella se transformó delante de mis ojos yo la insulté puta y cosas así y a él yo lo conocía bien
Sisodia degenerado de ya sabes dónde yo sabía lo que ellos pretendían
reírse de mí en mi propia casa algo así
Me gusta la manteca me gusta la tostada
Versos compa quién se inventará esas cosas
Y entonces invoqué la ira de Dios le señalé con el dedo le disparé al corazón pero ella pécora pensaba yo pécora fría como el hielo
allí quieta esperando esperando sin más y entonces no sé no estoy seguro no estábamos solos
Algo así
Allí estaba Rekha flotando en su alfombra tú la recordarás compa
tienes que acordarte de Rekha en su alfombra cuando caíamos y alguien más un tipo raro vestido de escocés a lo gora
no entendí el nombre
Ella no sé si los veía o no los veía no estoy seguro estaba quieta
Fue idea de Rekha llévala arriba la cumbre del Everest cuando llegas a lo alto ya sólo puedes ir hacia abajo
la señalé con el dedo subimos
yo no la empujé
Rekha la empujó
Yo no la habría empujado
compa
Compréndeme compa
Maldita sea
yo quería a esa mujer
Salahuddin pensaba cómo Sisodia, con su extraño don para el encuentro casual (con Gibreel al casi atrepellarlo en Londres, con el propio Salahuddin al volverse éste, despavorido, delante de la puerta de un avión y ahora, al parecer, con Alleluia Cone en el vestíbulo del hotel), finalmente había ido a tropezarse con la muerte; y pensaba también en Allie, menos afortunada que él en su caída, que (en vez de su ansiada ascensión al Everest en solitario) había hecho este fatal e ignominioso descenso, y en que ahora él iba a morir por sus versos, y no podía decir que la sentencia de muerte fuera injusta.
Sonaron golpes en la puerta. Abran, por favor. Policía. Vaya, después de todo, Kasturba los había llamado.
Gibreel levantó la tapa de la lámpara maravillosa de Changez Chamchawala, que cayó al suelo tintineando.
Ha escondido una pistola dentro de la lámpara, advirtió Salahuddin. «Cuidado -gritó-. Aquí dentro hay un hombre armado.» Los golpes cesaron, y entonces Gibreel pasó la mano por el costado de la lámpara maravillosa: una, dos, tres veces.
La pistola saltó a su otra mano.
Apareció un temible jinnee de monstruosa estatura, recordó Salahuddin. «¿Cuáles son tus deseos? Yo soy el esclavo del que posee la lámpara.» Cómo te limita un arma, pensaba Salahuddin, sintiéndose extrañamente distante de los hechos. Lo mismo que Gibreel, cuando le dominaba la enfermedad. Sí, realmente, te condiciona. Porque qué pocas eran las opciones, ahora que Gibreel era el armado y él, Salahuddin, el desarmado; ¡cómo se había reducido el universo! Los verdaderos djinns de antaño tenían el poder de abrir las puertas del Infinito, de hacer posibles todas las cosas, de hacer que pudieran obrarse todos los prodigios; qué banal, en comparación, era este trasgo moderno, este descendiente degenerado de antepasados poderosos, este débil esclavo de una lámpara del siglo veinte.
«Hace mucho tiempo -dijo Gibreel Farishta suavemente-, te dije que si un día me convencía de que la enfermedad nunca iba a dejarme, que seguiría acometiéndome, no podría soportarlo.» Entonces, muy de prisa, antes de que Salahuddin pudiera mover un solo dedo, Gibreel se puso el cañón de la pistola en la boca; y apretó el gatillo; y quedó liberado.
Salahuddin estaba en la ventana de su niñez, contemplando el mar de Arabia. La luna era casi llena; su reflejo, que se extendía desde las rocas de Scandal Point hasta el horizonte, creaba la ilusión de un camino plateado, como una división en el pelo brillante del agua, como una senda hacia tierras milagrosas. Él sacudió la cabeza; ya no podía creer en cuentos de hadas. La niñez había terminado, y la vista desde esta ventana no era más que un viejo eco sentimental. ¡Al diablo con todo ello! Que vinieran los bulldozers. Si lo viejo se resistía a morir, lo nuevo no podría nacer.
«Ven», dijo a su lado la voz de Zeeny Vakil. Al parecer, a pesar de sus tropiezos, su debilidad, sus culpas -a pesar de su humanidad-, iba a tener otra oportunidad. A veces la suerte de uno era increíble, desde luego. Aquí estaba, agarrándole por el codo. «A mi casa -propuso Zeeny-. Larguémonos de aquí.»
«Vamos», respondió él, y volvió la espalda al panorama.