Incluso las visiones seriadas han emigrado; ya se conocen la ciudad mejor que él. Y, en las secuelas de Rosa y Rekha, los mundos soñados de su otro yo arcangélico empiezan a parecer tan tangibles como las cambiantes realidades que habita cuando está despierto. Esto, por ejemplo, ha empezado a aparecérsele: un bloque residencial construido al estilo holandés en una parte de Londres que más adelante él identificará como Kensington, a la que el sueño lo transporta volando a gran velocidad, por delante de los almacenes Barkers y de la pequeña casa gris con doble ventana salediza, en la que Thackeray escribió La feria de las vanidades, y de la plaza con el convento en el que siempre están entrando niñas de uniforme, pero nunca vuelven a salir, y de la casa en la que Talleyrand pasó su vejez, cuando, tras mil y un cambios de lealtad y principios, asumió la apariencia de embajador de Francia en Londres, y llega a un edificio de siete pisos que hace esquina, con balcones de hierro forjado verde hasta el cuarto piso, y ahora el sueño le hace subir por la fachada de la casa y, al llegar al cuarto piso, aparta las pesadas cortinas del balcón de la sala de estar y por fin allí se queda sentado, sin dormir, como siempre, con los ojos muy abiertos a la tenue luz amarilla, mirando el futuro, el Imán barbudo del turbante.
¿Quién es? Un exiliado. No confundir ni permitir que la expresión degenere en todas esas palabras que lanza la gente: emigrado, expatriado, refugiado, inmigrante, silencio, astucia. Exilio es sueño con un retorno glorioso. Exilio es visión de revolución: Elba, no Santa Elena. Es una paradoja interminable: mirar hacia delante de tanto mirar atrás. El exilio es una pelota que se lanza al aire. Él queda colgado, congelado en el tiempo, convertido en fotografía; inmovilizado, suspendido imposiblemente sobre su tierra natal, esperando el momento inevitable en que la fotografía empiece a moverse y la tierra reclame lo que es suyo. En estas cosas piensa el Imán.
Su hogar es un piso alquilado. Es una sala de espera, una fotografía, aire.
El grueso papel de la pared, rayas verde oliva sobre fondo crema, se ha descolorido un poco, lo suficiente para que se noten los rectángulos y óvalos más vivos en los que estaban los cuadros. El Imán es enemigo de imágenes. Cuando él llegó al piso, los cuadros se deslizaron de las paredes y salieron de la habitación sin hacer ruido, hurtándose al furor de su muda reprobación. No obstante, algunas representaciones son toleradas. En la repisa conserva unas cuantas postales con vistas de su patria, que él llama, simplemente, Desh: una montaña que se alza junto a una ciudad; una pintoresca escena aldeana bajo un gran árbol; una mezquita. Pero en su dormitorio, en la pared situada frente al duro camastro en el que él duerme, está colgado un icono más potente, el retrato de una mujer de una fuerza excepcional, famosa por su perfil de estatua griega y por su pelo negro, tan largo como alta es ella. Una mujer poderosa, su enemiga, su oponente: él la guarda cerca. Al igual que, allá lejos, en los palacios de su omnipotencia, ella apretará el retrato de él debajo de su real manto o lo ocultará en un medallón en su garganta. Ella es la Emperatriz y su nombre es -¿y cuál si no?- Ayesha. En esta isla, el Imán exiliado y, en la patria, en Desh, Ella. Cada uno tramando la muerte del otro.
Las cortinas, grueso terciopelo oro, están cerradas todo el día, porque, de lo contrario, el mal podría entrar en el apartamento: lo diferente, lo extranjero, la nación extraña. La triste circunstancia, de que él está aquí y no allá, que centra todos sus pensamientos. En las raras ocasiones en las que el Imán sale a la calle, para respirar el aire de Kensington, en el centro de un cuadrilátero formado por ocho hombres jóvenes con gafas negras y americanas abultadas, él junta las manos delante del pecho y mantiene la mirada fija en ellas, para que ningún elemento ni partícula de esta detestada ciudad -este sumidero de iniquidad que al brindarle refugio lo humilla, porque el Imán tiene que estar en deuda con ella, a pesar de la lujuria, la codicia y la vanidad que rigen sus actuaciones- pueda alojarse, como una mota de polvo, en sus ojos. Cuando abandone este aborrecido exilio para volver en triunfo a aquella otra ciudad situada bajo la montaña de la postal, tendrá a gala poder decir que ha permanecido ignorante de la Sodoma en la que se vio obligado a esperar; ignorante y, por consiguiente, incontaminado, inalterado, puro. Y otra de las razones para mantener las cortinas cerradas es la de que, naturalmente, alrededor de él hay ojos y oídos, y no todos son amigos. Los edificios naranja no son neutrales. En algún lugar al otro lado de la calle habrá lentes zoom, equipos de vídeo, micros ultrasensibles y, naturalmente, siempre el riesgo de los francotiradores. Encima, debajo y a los lados del Imán están los apartamentos seguros ocupados por sus guardias personales que pasean por las calles de Kensington disfrazados de mujeres, con velos y alhajas, porque toda precaución es poca. La paranoia es requisito para la supervivencia del exiliado.
Una fábula, oída a uno de sus favoritos, el converso americano, otrora cantante de éxito y ahora conocido como Bilal X. En determinado club nocturno al que el Imán suele enviar a sus lugartenientes para espiar a determinadas personas que pertenecen a determinados grupos rivales, Bilal conoció a un joven de Desh, cantante también, con el que trabó conversación. Resultó que el tal Mahmood era un individuo terriblemente asustado. Recientemente, se había unido sentimentalmente a una gori, una mujer de cabellera roja, alta, de gran figura, y luego resultó que el anterior amante de su adorada Renata era el jefe exiliado de la SAVAK, la organización de tortura del Sha del Irán. El mismísimo Gran Panjandrum número uno, no un sádico de medio pelo especializado en arrancar uñas de los pies o prender fuego a los párpados, sino el gran haramzada en persona. Al día siguiente de que Mahmood y Renata se mudaran a su nuevo apartamento, llegó una carta para Mahmood. Oye tío mierda, te estás cepillando a mi mujer, sólo quería saludar. Al día siguiente, llegó una segunda carta. Por cierto, imbécil, se me olvidó decírtelo, éste es vuestro nuevo número de teléfono. Mahmood y Renata habían solicitado un número que no figurara en la guía, pero la Compañía telefónica aún no se lo había dado. Cuando, dos días después, se lo comunicó y resultó ser el mismo de la carta, a Mahmood se le cayó el pelo de golpe. Entonces, al verlo encima de la almohada, él juntó las manos delante de Renata y le suplicó: «Nena, te quiero, pero eres un peligro para mí, anda, haz el favor, vete lejos, lejos.» El Imán, al oír la historia, movió la cabeza diciendo: esa ramera, ¿quién se atreverá ahora a tocarla, a pesar de su cuerpo concupiscente? Ha puesto sobre sí una mancha peor que la lepra; así se mutilan los seres humanos. Pero la verdadera moraleja de la anécdota era la necesidad de mantener una constante vigilancia. Londres era una ciudad en la que el ex jefe de la SAVAK tenía influencia en la Compañía telefónica y el ex chef del Sha regentaba un próspero restaurant en Hounslow. Una ciudad muy acogedora, refugio de toda clase de gente. Mejor mantener las cortinas cerradas.
Los pisos tres al cinco del bloque residencial son, por el momento, toda la patria que el Imán posee. Aquí están los rifles y las radios de onda corta y las salas en las que los jóvenes espabilados del traje europeo hablan por varios teléfonos con premura. Aquí no hay alcohol, ni se ven cartas ni dados, y la única mujer es la que está colgada de la pared del dormitorio del viejo. En este sucedáneo de patria que el santo insomne considera su sala de espera o escala de transbordo, la calefacción central está al máximo noche y día y las ventanas están bien cerradas. El exiliado no puede olvidar y, por lo tanto, tiene que simular el calor seco de Desh, la tierra pasada y futura, donde hasta la luna es caliente y húmeda como un chapati recién hecho y untado de mantequilla. Oh, aquella añorada parte del mundo en la que sol y luna son masculinos, pero su luz cálida y dulce recibe nombres femeninos. Por la noche, el exiliado aparta las cortinas y el extraño claro de luna se cuela en la habitación y su frialdad le golpea el globo del ojo como un clavo. Él hace una mueca y entorna los párpados. Un hombre ataviado con amplia túnica, taciturno, amenazador, vigilante: éste es el Imán.
El exilio es una tierra sin alma. En el exilio los muebles son feos, caros, comprados todos al mismo tiempo en la misma tienda y con excesiva prisa: relucientes sofás plateados con aletas como viejos Buick DeSoto Oldsmobile, librerías con puertas de cristal que no contienen libros sino carpetas. En el exilio, la ducha te escalda en cuanto se abre un grifo en la cocina, por lo que cuando el Imán se ducha todo el séquito debe recordar que no se puede llenar un puchero ni aclarar un plato sucio, y cuando el Imán va al water, sus discípulos salen de la ducha, escaldados. En el exilio no se guisa; los guardias de las gafas negras salen a comprar platos preparados. En el exilio todo intento de echar raíces se considera traición: es el reconocimiento de la derrota.
El Imán es el centro de una rueda.
Él irradia movimiento, de día y de noche. Khalid, su hijo, entra en su retiro con un vaso de agua que sostiene con la mano derecha sobre la palma de la izquierda. El Imán bebe agua constantemente, un vaso cada cinco minutos, para mantenerse limpio; el agua en sí también es purificada, antes de que él la beba, en una máquina filtradora americana. Todos los jóvenes de su entorno conocen bien su famosa Monografía sobre el Agua, cuya pureza, cree el Imán, se transmite al que la bebe, así como su claridad y simplicidad, el ascético placer de su sabor. «La Emperatriz bebe vino», señala. Los borgoñas, los claretes y los vinos del Rin mezclan su tóxica corrupción dentro de su cuerpo, a un tiempo bello y degenerado. Este pecado es suficiente para condenarla por los siglos de los siglos sin esperanza de redención. El cuadro que tiene en su habitación muestra a la emperatriz Ayesha sosteniendo con las dos manos un cráneo humano lleno de un fluido rojo oscuro. La Emperatriz bebe sangre, pero el Imán es hombre de agua. «No en vano los pueblos de nuestras tórridas tierras la reverencian -proclama la Monografía-. El agua, protectora de la vida. Ningún individuo civilizado puede negársela a un semejante. La abuela, por artrítica que esté, se levantará inmediatamente para ir al grifo si un niño se le acerca para pedirle pani, nani. Guardaos de los que blasfeman contra ella. El que la contamina, diluye su propia alma.»
El Imán con frecuencia ha desatado su furor contra la memoria del difunto Aga Khan, a raíz de que le mostraran el texto de una entrevista en la que aparecía el jefe de los ismailitas bebiendo champán. Oh, caballero, este champán es sólo aparente. En el instante en que toca mis labios se convierte en agua. Diablo, ruge el Imán. Apóstata, blasfemo, farsante. Cuando llegue el futuro, estos individuos serán juzgados, dice a sus hombres. El agua triunfará y la sangre correrá como el vino. Tal es la milagrosa naturaleza del futuro de los exiliados: lo que se dice en la impotencia de un apartamento sobrecalentado se convierte en el destino de naciones. ¿Quién es el que no ha tenido este sueño, de ser rey por un día? Pero el Imán sueña con algo más que un día; siente que de las yemas de sus dedos parten los hilos de araña con los que ha de controlar el movimiento de la Historia.
No; de la Historia, no.
El suyo es un sueño más extraño.
Khalid, su hijo, el que le trae el agua, se inclina delante de su padre como un peregrino ante el santuario y le informa de que el guardia de servicio en la puerta del gabinete es Salman Farsi. Bilal está en la radio, transmitiendo el mensaje del día, en la frecuencia convenida, a Desh.
El Imán es una masa de quietud, una inmovilidad. Es piedra viva. Sus manos grandes y sarmentosas, gris granito, descansan pesadamente en los brazos de su sillón de alto respaldo. Su cabeza, que parece excesivamente grande para el cuerpo que hay debajo, se balancea pesadamente sobre un cuello sorprendentemente delgado que puede entreverse a través de una barba clara y cana. Los ojos del Imán están velados; sus labios no se mueven. Es pura fuerza, un ser elemental; se mueve sin movimiento, actúa sin acción, habla sin proferir un sonido. Él es el mago y la Historia es su truco.
No; la Historia, no: algo más extraño.
La explicación de este acertijo puede oírse, en este mismo momento, en ciertas sigilosas ondas de radio, en las que la voz de Bilal, el converso americano, canta la canción santa del Imán. Bilal, el muezzin: su voz entra por una estación de radioaficionado de Kensington y emerge en la Desh soñada, transmutada en el verbo atronador del propio Imán. Empieza con los rituales insultos contra la Emperatriz, con listas de sus crímenes, asesinatos, sobornos, relaciones sexuales con lagartos, etcétera, y a continuación procede a lanzar en tono vibrante la llamada cotidiana del Imán a su pueblo para que se alce contra la maldad del Gobierno de la Emperatriz. «Haremos una revolución -proclama el Imán a través de Bilal- que será una rebelión no sólo contra una tiranía, sino contra la Historia.» Porque existe un enemigo peor que Ayesha, y es la misma Historia. La Historia es el vino-sangre que hay que dejar de beber. La Historia es el tóxico, la creación y posesión del diablo, del gran Shaitan, la mayor de las mentiras -progreso, ciencia, derechos- con las que se ha encarado el Imán. La Historia es una desviación del Camino, el conocimiento es una ilusión, porque la suma del conocimiento se completó el día en que Al-Lat terminó su revelación a Mahound. «Nosotros rasgaremos el velo de la Historia -declama Bilal a la noche oyente- y, cuando desaparezca, veremos el Paraíso ante nosotros, con toda su gloria y su luz.» El Imán eligió a Bilal para esta función por la belleza de su voz que, en su anterior encarnación, consiguió escalar el Everest de la lista de éxitos no una vez, sino una docena, hasta la cumbre. La voz es bien modulada y persuasiva, una voz acostumbrada a ser escuchada; bien alimentada, educada, la voz de la confianza americana, un arma de Occidente vuelta contra sus creadores cuyo poderío apoya a la Emperatriz y su tiranía. Al principio, Bilal X protestó de semejante descripción de su voz. Él también pertenecía a un pueblo oprimido, insistía, por lo que era injusto compararlo con los imperialistas yanquis. El Imán respondió, no sin dulzura: Bilal, tu sufrimiento es también el nuestro. Pero el que es criado en la casa del poder aprende sus artes, se impregna de ellas, a través de esa misma piel que es la causa de tu opresión. El hábito del poder, su timbre, su actitud, su forma de ser con otras personas. Es una enfermedad, Bilal, que infecta a todos los que se acercan demasiado. Si los poderosos te pisotean, quedas infectado por las plantas de sus pies.
Bilal sigue dirigiéndose a la oscuridad. «¡Muerte a la tiranía de la emperatriz Ayesha, de los calendarios, de América, del tiempo! Nosotros perseguimos la eternidad, la intemporalidad de Dios. Las aguas tranquilas de Dios, no el trasiego dé vinos de la Emperatriz.» Quemad los libros y confiad en el Libro; dejaos de papeles y escuchad la Palabra tal como fue revelada por el ángel Gibreel al mensajero Mahound y explicada por vuestro intérprete e Imán. «Ameen», dijo Bilal, dando por terminados los actos de la noche. Mientras, en su retiro, el Imán envía su propio mensaje llamando, invocando a Gibreel, el arcángel.
Se ve a sí mismo en el sueño: no un ángel impresionante, sino un hombre con su ropa de calle, las prendas heredadas de Henry Diamond: gabardina y sombrero gris sobre unos pantalones excesivamente grandes sujetos por tirantes, un jersey de pescador y una camisa blanca holgada. Este Gibreel del sueño, tan parecido al de la vigilia, está temblando en el retiro del Imán, cuyos ojos están blancos como las nubes. Gibreel habla en tono quejumbroso, para disimular el miedo. «¿Por qué insistir con los arcángeles? Deberías saber que esos días ya pasaron.»
El Imán cierra los ojos, suspira. La alfombra tiende largos tentáculos peludos que se enredan en torno a Gibreel sujetándolo con fuerza.
«Tú no me necesitas -insiste Gibreel-. La revelación está completa. Déjame marchar.»
El otro mueve la cabeza y habla, pero sus labios no se mueven, y es la voz de Bilal la que llena los oídos de Gibreel, a pesar de que no se ve el altavoz, ésta es la noche, dice la voz, y tú tienes que llevarme volando a Jerusalén.
Entonces el apartamento se esfuma y ellos están de pie en el tejado, al lado del depósito del agua, porque el Imán, cuando desea moverse, puede permanecer quieto y hacer que el mundo se mueva alrededor de él. Su barba ondea al viento. Ahora es más larga; si no fuera por el viento que la hace tremolar como pañuelo de gasa, le llegaría hasta los pies; tiene los ojos rojos, y su voz pende del cielo. Llévame. Gibreel arguye: Por lo visto, no me necesitas para nada; pero el Imán, con un solo movimiento de asombrosa rapidez, se echa la barba sobre el hombro, se sube la falda enseñando dos piernas flacas con una capa de vello casi monstruosa, da un gran salto en el aire de la noche, hace una voltereta y se instala sobre los hombros de Gibreel, agarrándose a él con uñas convertidas en largas y curvadas garras. Gibreel siente que se eleva hacia el cielo, portando al viejo del mar, el Imán cuyo cabello crece a ojos vista flotando en todas las direcciones y cuyas cejas son como gallardetes al viento.
Jerusalén, ¿por dónde cae?, se pregunta. Pero es que, además, es una palabra muy resbaladiza, Jerusalén, tanto puede ser una idea que un lugar: una meta, una ilusión. ¿Dónde está el Jerusalén del Imán? «La caída de la meretriz -le dice al oído la voz incorpórea-. Su ruina, la ramera de Babilonia.»
Vuelan en la noche. La luna se calienta, empieza a hacer burbujas como el queso arrimado a la lumbre; él, Gibreel, ve caer los pedazos de vez en cuando, gotas de luna que chisporrotean en la sartén del cielo. Abajo aparece tierra. El calor se hace intenso.
Es un paisaje inmenso, rojizo, con árboles de copa aplastada. Vuelan por encima de montañas que también tienen las cumbres aplastadas; aquí hasta las piedras están aplastadas por el calor. Llegan a una montaña alta, de forma cónica casi perfecta, una montaña que también se ve en una postal que está en una repisa, muy lejos; y, a la sombra de la montaña, una ciudad se extiende a los pies de los viajeros, implorando, y en la falda de la montaña, un palacio, el palacio, su palacio: la Emperatriz difamada por mensajes radiados. Es una revolución de radioaficionados.
Gibreel, al que el Imán utiliza de alfombra mágica, desciende un poco, y en la noche sofocante, las calles parecen estar vivas, retorcerse como serpientes; mientras, delante del palacio de la derrota de la Emperatriz, está levantándose una montaña nueva, delante de nuestros propios ojos, baba, ¿qué pasa ahí abajo? La voz del Imán pende del cielo: «Baja. Yo te enseñaré lo que es Amor.»
Cuando llegan a la altura de los tejados, Gibreel advierte que las calles son un hervidero de gente. Los seres humanos están tan comprimidos en esos tortuosos caminos, que forman una entidad mayor, homogénea, implacable y serpenteante. La gente avanza despacio, a paso regular, de los callejones a las calles estrechas, de las calles estrechas a las calles más anchas, de las calles más anchas a los paseos y de los paseos a la gran avenida, de doce carriles de ancho, bordeada de eucaliptus gigantes que conduce a las puertas de palacio. La avenida está repleta de humanidad; es el órgano central del nuevo ser de muchas cabezas. De setenta en fondo, la gente camina gravemente hacia las verjas de la Emperatriz. Delante de las cuales los guardias de palacio esperan en tres filas, echados, rodilla en tierra y de pie, con las metralletas preparadas. La gente sube la pendiente hacia las metralletas; setenta en fondo, ya están a tiro; las metralletas barbotan y ellos mueren, y los setenta siguientes se encaraman sobre los cuerpos de los muertos, las metralletas vuelven a carcajearse y la montaña de muertos crece. Los que están detrás empiezan, a su vez, a trepar. En las oscuras puertas de las casas de la ciudad hay madres con el manto en la cabeza que empujan a sus adorados hijos al desfile, ve, sé mártir, haz lo necesario, muere. «Ya ves como me quieren -dice la voz sin cuerpo-. No hay en el mundo tiranía que pueda resistir el poder de este amor lento y en marcha.»
«Eso no es amor -responde Gibreel, llorando-. Es odio. Ella los ha arrojado en tus brazos.» La explicación suena endeble, superficial.
«Ellos me quieren -dice la voz del Imán- porque yo soy agua. Yo soy fertilidad y ella es podredumbre. Ellos me quieren por mi costumbre de destrozar relojes. Los seres humanos que se apartan de Dios pierden el amor, y la certidumbre, y también el sentido de su Tiempo infinito que abarca pasado, presente y futuro; el tiempo sin tiempo que no necesita moverse. Nosotros anhelamos lo eterno, y yo soy eternidad. Ella no es nada: un tic o un tac. Ella se mira al espejo todos los días y siente terror de la vejez y de la huida del tiempo. Por ello, es prisionera de su propia naturaleza; también ella está encadenada al Tiempo. Después de la revolución, no habrá relojes; nosotros los destruiremos todos. La palabra reloj será borrada de nuestros diccionarios. Después de la revolución no habrá cumpleaños. Todos volveremos a nacer, todos tendremos la misma edad invariable a los ojos de Dios Todopoderoso.»
Ahora calla porque debajo de nosotros llega el momento supremo en el que el pueblo se acerca a las metralletas. Las cuales son silenciadas a su vez, cuando la interminable serpiente de gente, la pitón gigantesca de las masas sublevadas, abraza a los guardias asfixiándolos y ahoga la risotada letal de sus armas. El Imán suspira. «Ya está hecho.»
Las luces del palacio se apagan mientras el pueblo camina hacia él, con el mismo paso mesurado de antes. Entonces, del interior del palacio oscurecido brota un sonido escalofriante que empieza como un lamento alto y penetrante y luego se hace profundo como un aullido, un ulular tan fuerte como para llenar con su rabia todas las hendiduras de la ciudad. La cúpula dorada del palacio estalla como un huevo y de ella se eleva, resplandeciente de negrura, una aparición mitológica con vastas alas negras y el cabello tan largo y tan negro como largo y blanco es el del Imán: Al-Lat, comprende Gibreel, que ha salido de la concha de Ayesha.
«Mátala», ordena el Imán.
Gibreel lo deposita en el balcón ceremonial de palacio, con los brazos abiertos para abarcar la alegría del pueblo, cuyo sonido ahoga los alaridos de la diosa y se eleva como un cántico. Y Gibreel es impulsado al aire, irresistiblemente, una marioneta que va a la guerra; y ella, al verlo venir, da la vuelta, se agacha en el aire y, gruñendo espantosamente, viene a él con todo su poder. Gibreel comprende que el Imán, peleando por delegación, como siempre, lo sacrificará tan prestamente como a la montaña de cadáveres que está en la puerta de palacio; que él es un soldado suicida al servicio de la causa del clérigo. Yo soy débil, piensa, no soy adversario para ella, pero ella ha sido debilitada por su derrota. La fuerza del Imán mueve a Gibreel, y pone rayos en sus manos. Se inicia el combate; él arroja lanzas de rayos a sus pies y ella le echa cometas al vientre; nos estamos matando el uno al otro, piensa él, los dos moriremos y habrá dos nuevas constelaciones en el espacio: Al-Lat y Gibreel. Se tambalean como dos guerreros exhaustos dando mandobles en un campo sembrado de cadáveres. Los dos caen rápidamente.
Ella cae.
Baja en picado, Al-Lat, reina de la noche; choca contra el suelo destrozándose la cabeza; y yace, inerte y rota, un ángel negro descabezado, con las alas arrancadas, junto a una puertecita lateral de los jardines de palacio. Y Gibreel, al apartar de ella la mirada horrorizado, ve que el Imán se ha hecho monstruoso, está tendido en el patio del palacio con la boca abierta ante las puertas, y a medida que el pueblo va entrando, él se lo va tragando entero.
El cuerpo de Al-Lat se descompone y desintegra en la hierba, dejando sólo una mancha oscura; y ahora todos los relojes de la capital de Desh empiezan a dar campanadas y siguen y siguen, más de doce y más de veinticuatro y más de mil y una, anunciando el fin del Tiempo, la hora que no puede medirse, la hora del regreso del exiliado, de la victoria del agua sobre el vino, del comienzo del Antitiempo del Imán.
Cuando el argumento de la historia nocturna cambia, cuando, inopinadamente, el acontecer de Jahilia y Yathrib cede el paso a la lucha entre el Imán y la Emperatriz, Gibreel, por un momento, abriga la esperanza de que la maldición haya terminado y sus sueños recuperado la excentricidad casual de la vida corriente; pero luego, cuando la nueva historia se ajusta a la vieja rutina de continuar cada vez que él cierra los ojos en el punto preciso en que fue interrumpida, y su propia imagen, traducida en un avatar del arcángel, vuelve a entrar en el fotograma, su esperanza muere y él sucumbe una vez más a lo inexorable. Las cosas han llegado al extremo de que algunas de sus crónicas nocturnas resultan más tolerables que otras, y después del apocalipsis del Imán, casi siente alegría cuando empieza la narrativa siguiente que amplía su repertorio interior, porque, por lo menos, sugiere que la deidad que él, Gibreel, ha tratado en vano de matar puede ser un Dios de amor, no sólo de venganza, poder, deber, leyes y odio; y también es una narración un poco nostálgica, de una patria perdida; la siente como un retorno al pasado… ¿Qué historia es ésta? Ya llega. Empecemos por el principio: La mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, Mirza Saeed Akhtar contemplaba a su esposa dormida…
La fatídica mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, el zamindar Mirza Saeed Akhtar velaba el sueño de su esposa con el corazón rebosante de amor. Por una vez, se había despertado temprano y se levantó antes del amanecer con el agrio sabor de boca de una pesadilla, aquel sueño reiterativo del fin del mundo en el que la catástrofe, invariablemente, era culpa suya. Por la noche había estado leyendo a Nietzsche -«el fin inexorable de esta pequeña y pululante especie llamada Hombre»- y se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho. Al despertar por el aleteo de mariposas en el dormitorio fresco y oscuro, se enfadó consigo mismo por su torpe elección de lectura nocturna. Pero ahora estaba bien despierto. Se levantó sigilosamente, se calzó chappals y salió a pasear por los porches de la gran mansión, todavía en penumbra por estar echadas las persianas, y las mariposas hacían reverencias a su espalda como cortesanos. A lo lejos, sonaba una flauta. El Mirza Saeed subió las persianas y ató las cuerdas. Los jardines estaban sumidos en la bruma, y en ella evolucionaban las mariposas, nubes dentro de la nube. Esta remota región siempre fue famosa por sus lepidópteros, maravillosos escuadrones que llenaban el aire de día y de noche, mariposas con la propiedad del camaleón, cuyas alas cambiaban de color según se posaran en una flor grana, una cortina ocre, un vasito de obsidiana o un anillo de ámbar. En la mansión del zamindar y también en la aldea cercana, el milagro de las mariposas era tan frecuente que parecía cosa corriente, pero en realidad no hacía más que diecinueve años que habían regresado, según recordaban las criadas. Habían sido los espíritus familiares, o así rezaba la leyenda de una santa de la localidad, a la que se conocía por el nombre de Bibiji, que había vivido hasta los doscientos cuarenta y dos años y cuya tumba, ya olvidada y perdida, tenía la virtud de curar la impotencia y las verrugas. Desde la muerte de Bibiji, hacía ciento veinte años, las mariposas se habían desvanecido en el mismo reino de la leyenda que la propia Bibiji, por lo que, cuando regresaron, al cabo de ciento un años de su marcha, en un principio pareció una señal precursora de algún prodigio inminente. Después de la muerte de Bibiji -reconozcámoslo sin dilación- el pueblo siguió prosperando y las cosechas de patatas siguieron siendo abundantes, pero en muchos corazones había un vacío, a pesar de que los actuales habitantes del pueblo no guardaban recuerdo de los tiempos de la vieja santa. Por lo tanto, el regreso de las mariposas alegró muchos ánimos, pero en vista de que las esperadas maravillas no se producían, poco a poco, los vecinos volvieron a sumirse en la decepcionante monotonía de lo cotidiano. El nombre de la mansión del zamindar, Peristan, tal vez se derivara de las tenues alas de las mágicas criaturas, como ciertamente se deriva el del pueblo, Titlipur. Pero los nombres, una vez empiezan a usarse de forma corriente, pronto se convierten en meros sonidos y su etimología, al igual que tantas maravillas del mundo, queda sepultada bajo el polvo de la costumbre. Los habitantes humanos de Titlipur y sus hordas de mariposas se movían los unos entre los otros con una especie de mutuo desdén. Los vecinos del pueblo y la familia del zamindar habían abandonado hacía ya mucho tiempo sus intentos por desterrar de sus casas las mariposas, y ahora, cuando se abría un baúl, salía de él una bandada de alas como los demonios de Pandora, que cambiaban de color a medida que se elevaban; había mariposas debajo de las tapaderas de los retretes de Peristan, y dentro de los armarios, y entre las páginas de los libros. Cuando despertabas encontrabas las mariposas durmiendo en tus mejillas.
Lo habitual llega a hacerse invisible, y hacía años que Mirza Saeed no reparaba en las mariposas. Pero la mañana de su cuarenta cumpleaños, cuando la primera luz del día dio en la casa y, al instante, las mariposas empezaron a resplandecer, la belleza del momento le hizo contener la respiración. Corrió al dormitorio en que dormía Mishal, su esposa, velada por una mosquitera. Las mariposas mágicas se habían posado en los dedos de sus pies y, al parecer, también un mosquito se había colado porque había una hilera de picadas a lo largo de todo el perfil de su clavícula. Él deseó levantar la mosquitera, tenderse en la cama y borrar aquellas picadas con sus besos. ¡Qué inflamadas estaban! ¡Cómo le picarían cuando despertara! Pero se contuvo, recreándose en la inocencia de la figura dormida. Ella tenía el cabello suave, sedoso y de un castaño encendido, la piel blanca y los ojos, ahora cubiertos por los párpados, eran de un gris de seda. Su padre era director del Banco del Estado, por lo que fue un partido irresistible, un matrimonio de conveniencia que restauró la quebrantada fortuna de la antigua familia del Mirza y que, con el tiempo y a pesar de la falta de hijos, se convirtió en una unión cimentada en el verdadero amor. El Mirza Saeed contemplaba con ternura el sueño de Mishal ahuyentando de su pensamiento los últimos vestigios de su pesadilla. «¿Cómo va a estar condenado el mundo si puede ofrecer ejemplos de perfección tales como este hermoso amanecer?», reflexionaba con beatitud.
Siguiendo el hilo de sus placenteros pensamientos, el Mirza formuló un mudo discurso a su esposa que descansaba. «Mishal, tengo cuarenta años y me siento tan satisfecho como un niño de cuarenta días. Ahora veo que durante los años he ido sumiéndome más y más en nuestro amor y ahora nado en ese mar cálido como un pez.» ¡Cuánto le daba ella, se admiraba el Mirza, y cuánto la necesitaba él! Su matrimonio trascendía de la mera sensualidad, era tan íntimo que la separación era inconcebible. «Envejecer a tu lado, Mishal -le dijo mientras ella dormía-, será un privilegio.» Se permitió el sentimentalismo de lanzarle un beso con la punta de los dedos antes de salir de la habitación andando de puntillas. Cuando regresó al porche principal de sus aposentos privados, situados en el piso alto de la mansión, miró hacia los jardines que empezaban a salir de la bruma, y vio la imagen que turbaría su paz de espíritu para siempre, destruyéndola irreparablemente en el mismo instante en el que él había empezado a creerla invulnerable a los estragos del destino.
Vio en el césped a una muchacha que estaba en cuclillas, con la mano izquierda extendida con la palma hacia arriba. En esta superficie se posaban las mariposas y ella, con la derecha, las cogía y se las metía en la boca. Lenta, metódicamente, se desayunaba sus alas inertes.
Tenía los labios, las mejillas y el mentón con manchas de muchos colores que le habían dejado las mariposas al morir.
Cuando el Mirza Saeed Akhtar vio a la joven tomar su sutil desayuno en el césped, sintió un arrebato de deseo tan violento que al momento se avergonzó. «No es posible -se reconvino-; al fin y al cabo, yo no soy un animal.» La joven envolvía su cuerpo en un sari amarillo azafrán, al modo de las mujeres pobres de la región y, cuando se inclinaba sobre las mariposas, la tela colgaba hacia delante descubriendo sus pequeños senos ante la mirada del atónito zamindar. El Mirza Saeed extendió los brazos para asir la barandilla, y el ligero movimiento de su kurta blanca debió de llamar la atención de la muchacha, que levantó rápidamente la cabeza y le miró a la cara.
Y no bajó la mirada inmediatamente. Ni se levantó y echó a correr, como él casi esperaba.
No; ella esperó unos segundos, como para averiguar si él pensaba decir algo. En vista de que no decía nada, ella, sencillamente, reanudó su extraño ágape sin dejar de mirarle a la cara. Lo más extraño de todo ello era que las mariposas parecían converger hacia ella bajando del aire cada vez más luminoso, iban voluntariamente a la palma de la mano y a la muerte. Ella las tomaba por las alas, echaba la cabeza hacia atrás y se las metía en la boca con la punta de su estrecha lengua. En un momento dado, ella mantuvo la boca abierta, con los oscuros labios separados provocativamente, y el Mirza Saeed se estremeció al ver a la mariposa aleteando dentro de la oscura caverna de su muerte y, no obstante, sin intentar escapar. Cuando ella se hubo asegurado de que él lo había visto, juntó los labios y empezó a masticar. Así permanecieron, la campesina abajo y el hacendado arriba, hasta que, de pronto, ella puso los ojos en blanco y cayó pesadamente sobre el costado izquierdo, agitándose violentamente. Al cabo de unos segundos de un pánico que le paralizó, el Mirza gritó: «¡Ohé, la casa! ¡Ohé, despertad, pronto!» Al mismo tiempo, echó a correr hacia la suntuosa escalera inglesa de caoba, traída desde un inimaginable Warwickshire, fantástico lugar en el que, en un convento húmedo y oscuro, el rey Carlos I pisó estos mismos peldaños antes de perder la cabeza, en el siglo diecisiete de otro calendario. Mirza Saeed Akhtar, último vástago de su linaje, bajó corriendo las escaleras, pisando las fantasmales huellas de unos pies decapitados, en su carrera hacia el jardín.
La muchacha tenía convulsiones y aplastaba mariposas al retorcerse y agitar las piernas. Mirza fue el primero en llegar a su lado, aunque los criados y Mishal, despertados por sus gritos, no se hicieron esperar. Él agarró a la muchacha por la mandíbula, le obligó a abrir la boca y le introdujo una ramita que ella en seguida partió con los dientes. Los cortes que tenía en la boca le sangraban, y él temió por su lengua, pero en aquel instante el mal la dejó, ella se calmó y se durmió. Mishal ordenó que la llevaran a su propio dormitorio, y ahora Mirza Saeed tuvo que ver a otra bella durmiente en la misma cama, y por segunda vez se sintió invadido por algo que parecía una sensación muy rica y muy profunda para darle el grosero nombre de lujuria. Él descubrió que se sentía a un tiempo afligido por sus deseos impuros y eufórico por las emociones que le recorrían, unos sentimientos frescos cuya novedad le excitaba sobremanera. Mishal se acercó a su marido. «¿La conoces?», preguntó Saeed, y ella asintió. «Es huérfana. Hace pequeños animales de esmalte que vende en la ciudad. Tiene ataques de epilepsia desde que era muy pequeña.» Mirza Saeed quedó impresionado, y no por primera vez, por la sociabilidad de su mujer. Él apenas conocía a un puñado de habitantes del pueblo, en tanto que ella sabía el diminutivo de todo el mundo, la historia de la familia y lo que ganaba cada cual. Ellos hasta le contaban sus sueños, aunque muy pocos soñaban más de una vez al mes, porque eran muy pobres para permitirse esos lujos. Volvió a embargarle la ternura que sintiera por ella al amanecer y la abrazó. Ella apoyó la cabeza en su pecho y dijo suavemente: «Feliz cumpleaños.» Él le besó los cabellos. Abrazados, contemplaron a la muchacha dormida. Ayesha: su esposa le dijo el nombre.
Cuando Ayesha, la huérfana, llegó a la pubertad y, por su belleza alucinada y su aire de mirar a otro mundo, fue pretendida por muchos jóvenes, empezó a decirse que esperaba a un amante del cielo, porque se consideraba muy buena para los mortales. Los pretendientes rechazados murmuraban, dolidos, que, en realidad, ella no tenía por qué ser tan exigente, en primer lugar porque era huérfana y, en segundo, porque estaba poseída por el demonio de la epilepsia, el cual sin duda ahuyentaría a los espíritus celestes que pudieran estar interesados. Algunos jóvenes despechados llegaron, incluso, a apuntar que, ya que los defectos de Ayesha le impedirían encontrar marido, por lo menos podía tomar amantes, para no desperdiciar esa belleza que, en justicia, hubiera debido otorgarse a persona menos problemática. A pesar de todos los intentos que hacían los jóvenes de Titlipur por convertirla en su ramera, Ayesha conservaba la castidad, y su defensa era una mirada de feroz concentración en zonas de aire situadas encima del hombro izquierdo de las personas, que generalmente se tomaba por desprecio. Luego, la gente oyó hablar de su nueva costumbre de tragar mariposas y entonces modificaron su opinión de ella, convencidos de que estaba tocada de la cabeza y, por consiguiente, era peligroso acostarse con ella ya que los demonios podían transmitirse a sus amantes. Despues de esto, los lascivos varones del pueblo la dejaron sola en su choza, sola con sus animales de juguete y con su peculiar y alada dieta. Pero uno de los jóvenes tomó la costumbre de sentarse a cierta distancia de su puerta, vuelto discretamente hacia la dirección opuesta, como si estuviera de guardia, a pesar de que ella ya no necesitaba protectores. Él era un antiguo intocable del pueblo vecino de Chatnapatna que se había convertido al Islam y tomado el nombre de Osman. Ayesha nunca se dio por enterada de la presencia de Osman, ni él pretendía que fuera reconocida. Las frondosas ramas del pueblo se agitaban sobre sus cabezas, movidas por la brisa El pueblo de Titlipur había crecido a la sombra de un inmenso baniano, único monarca que, con sus múltiples raíces, reinaba en una extensión de más de medio kilómetro de diámetro. Por estas fechas, el árbol se había metido en el pueblo, y el pueblo en el árbol, de tal manera que era imposible distinguirlos. Algunas zonas del árbol eran escondite de enamorados, y otras, gallineros. Los campesinos más pobres habían construido toscos refugios en los ángulos de ramas gruesas y vivían entre el denso follaje. Había ramas que hacían las veces de viaducto para cruzar el pueblo, con las lianas se hacían columpios para los niños, y en los sitios en los que el árbol se inclinaba hacia el suelo, sus hojas formaban el tejado de más de un albergue que parecía colgar de la espesura como el nido de un pájaro tejedor. Cuando se reunía el panchayat del pueblo, sus miembros se sentaban en la rama más gruesa. Los vecinos acostumbraban a referirse al árbol con el nombre del pueblo y a llamar al pueblo, simplemente, «el árbol». Los moradores no humanos del baniano -hormigas, ardillas, búhos- eran tratados con el respeto debido a conciudadanos. Sólo de las mariposas se hacía caso omiso, como si fueran ilusiones que se hubieran revelado vanas hacía tiempo.
Era un pueblo musulmán, por lo cual Osman, el converso, había venido a él después de abrazar la fe, con su traje de payaso y su toro «boom boom», en un acto de desesperación, para probar si un nombre musulmán le daba más suerte que anteriores cambios de nombre, como, por ejemplo, cuando se dio a los intocables el nuevo nombre de «hijos de Dios». Siendo hijo de Dios en Chatnapatna no podía ni sacar agua del pozo de la ciudad, porque el contacto de un paria habría contaminado el agua potable… Osman, sin tierras y, al igual que Ayesha, huérfano, se ganaba la vida haciendo de payaso. Su toro llevaba cucuruchos de papel rojo en los cuernos y muchos adornos brillantes en el morro y el lomo. Iban de pueblo en pueblo, a las bodas y otras fiestas, haciendo un número en el que el toro era la imprescindible pareja de Osman y movía el testuz de arriba abajo en respuesta a sus preguntas, una vez: no; dos veces: sí. «Qué bonito es este pueblo, ¿verdad?» Boom, negaba el toro.
«¿Que no? Sí que lo es. Mira ¿no es buena la gente?» Boom.
«¿Cómo? ¿Es un pueblo de pecadores?» Boom, boom.
«¡Baapuré! Entonces, ¿todos irán al infierno?» Boom, boom.
«Pero, bhaijan. ¿Hay esperanza para ellos?» Boom, boom, el toro les ofrecía la salvación. Osman, excitado, acercaba el oído al morro del toro. «Di pronto. ¿Qué tienen que hacer para salvarse?» Entonces el toro arrancaba la gorra de la cabeza de Osman y la pasaba entre los espectadores, y Osman asentía alegremente. Boom, boom.
Osman, el converso, y su toro boom-boom tenían muchas simpatías en Titlipur, pero el muchacho sólo deseaba el afecto de una persona, y ella no se lo daba. Él había reconocido que su conversión al Islam había sido, sobre todo, táctica. «Sólo para poder beber, bibi, ¿qué va a hacer uno?» Ella se escandalizó de su confesión, le participó que no tenía nada de musulmán, que su alma estaba en peligro y que, por ella, podía volver a Chatnapatna y morirse de sed. Se puso colorada al decírselo, con una decepción exagerada, y fue la vehemencia de esta decepción lo que dio ánimo a Osman para quedarse en cuclillas a una docena de pasos de su casa, día tras día, pero ella seguía pasando por su lado con la frente alta, sin un triste buenos días o me alegraré de que estés bien.
Una vez a la semana, los carros de patatas de Titlipur, en cuatro horas de viaje, recorrían el estrecho camino surcado de roderas para ir a Chatnapatna, que se encontraba en el cruce del camino con la gran línea del ferrocarril. En Chatnapatna se erguían los altos silos de reluciente aluminio de los mayoristas de patatas, pero esto no tenía nada que ver con las visitas regulares de Ayesha a la ciudad. Ella se subía a uno de los carros de patatas, agarrando un pequeño hato de arpillera en el que llevaba sus juguetes al mercado. Chatnapatna era famosa en toda la región por sus chucherías para niños, juguetes de madera y figuritas de esmalte. Osman y su toro salían al extremo del baniano a despedirla y se quedaban mirando cómo se bamboleaba encima de los sacos de patatas hasta que no era más que un puntito lejano.
En Chatnapatna, ella se dirigió a casa de Sri Srinivas, dueño de la fábrica de juguetes más importante de la ciudad. En las paredes se leían las frases políticas del día: Vota a Hand. O, más cortésmente: Sírvase votar por CP (M). Encima de estas exhortaciones campeaba el ufano rótulo: Juguetes Srinivas. Nuestro lema: Sinceridad amp; Creatividad. Dentro estaba Srinivas: un gigantón gelatinoso de unos cincuenta años, con la cabeza monda como un sol, al que toda una vida dedicada a la venta del juguete no había agriado el carácter. Ayesha le debía el sustento. Él había quedado tan prendado de su arte que se ofreció a comprar todos los muñequitos que ella pudiera hacer. Pero aquel día, a pesar de su habitual jovialidad, Srinivas frunció el ceño cuando Ayesha sacó del hato dos docenas de figuras de un muchacho con gorro de payaso acompañado de un toro muy engalanado que movía su adornada cabeza. Al comprender que Ayesha había perdonado a Osman su conversión, Sri Srinivas exclamó: «Ese hombre es un traidor a su nacimiento, como tú sabes bien. ¿Qué clase de persona es la que cambia de dioses con la misma facilidad que de dhotis? Sabe Dios cómo se te ha ocurrido tal cosa, muchacha, pero esos muñecos no los quiero.» De la pared situada detrás del escritorio colgaba un certificado en un marco impreso en artísticos caracteres: Por el presente se certifica que MR. SRI S. SRINIVAS es experto en Historia Geológica del Planeta Tierra, por haber volado a través del Gran Cañón con SCENIC AIRLINES. Srinivas cerró los ojos y cruzó los brazos, como un Buda taciturno, con la indiscutible autoridad del que ha volado. «Ese chico es un demonio», dijo categóricamente, y Ayesha envolvió los muñecos en la arpillera y, sin discutir, dio media vuelta para marcharse. Srinivas abrió los ojos. «¡Condenada muchacha! -gritó-. ¿Es que no vas a protestar? ¿Crees que no sé que necesitas el dinero? ¿Por qué has hecho esa tontería? ¿Qué vas a hacer ahora? Anda, hazme unos cuantos muñecos de PF de prisa, y te los pagaré a buen precio, con una prima, porque soy generoso a más no poder.» El muñeco PF, de Planificación Familiar, era invento personal de Mr. Srinivas, una variante de la muñeca rusa destinada a fomentar la responsabilidad social. Dentro de un muñeco Abba con traje y zapatos había una muñeca Amma con sari, y, dentro de ella, una hija que, a su vez, llevaba un hijo. Dos hijos y basta: éste era el mensaje de las mujeres. «Trabaja de prisa, de prisa -gritó Srinivas al despedir a Ayesha-. Los muñecos PF se venden muy bien.» Ayesha se volvió y le sonrió. «No te preocupes por mí, Srinivasji.»
Ayesha, la huérfana, tenía diecinueve años cuando emprendió el camino de regreso a Titlipur por la ruta de las patatas surcada de roderas, pero cuando llegó a su pueblo, unas cuarenta y ocho horas después, había alcanzado la intemporalidad, porque su cabello se había vuelto blanco como la nieve y su piel había recuperado la luminosa perfección de la de un recién nacido, y aunque estaba completamente desnuda, las mariposas se habían posado en su cuerpo en tan grandes enjambres que parecía llevar un vestido de la tela más fina del mundo. Osman, el payaso, ensayaba con su toro cerca del camino, porque, si bien la gran demora en el regreso de Ayesha le había producido viva angustia y pasó toda la noche buscándola, también tenía que ganarse la vida. Al verla, aquel muchacho que nunca había respetado a Dios por haber nacido intocable, se sintió lleno de un santo temor y no se atrevió a acercarse a la muchacha de la que estaba perdidamente enamorado.
Ella entró en su choza y durmió un día y una noche de un tirón. Luego, fue en busca del jefe del pueblo, sarpanch Muhammad Din, y le comunicó con toda naturalidad, que el arcángel Gibreel se le había aparecido en una visión y se había acostado a su lado a descansar. «La grandeza ha descendido entre nosotros -informó al alarmado sarpanch, que hasta entonces se había preocupado más de los contingentes de patatas que de la trascendencia-. Se nos exigirá todo y también se nos dará todo.»
En otra parte del árbol, Khadija, la esposa del sarpanch, consolaba a un lloroso payaso que no se resignaba a que un ser superior le quitara a su amada Ayesha, porque cuando un arcángel yace con una mujer la hace inaccesible a los hombres. Khadija era vieja, distraída y torpe cuando trataba de ser cariñosa, y dio a Osman un pobre consuelo: «El sol siempre se esconde cuando rondan los tigres», viejo adagio que significa que las desgracias nunca vienen solas.
Poco después de que trascendiera la noticia del milagro, la joven Ayesha fue llamada a la casa grande, y en días sucesivos pasó largas horas encerrada con la esposa del zamindar, la begum Mishal Akhtar, cuya madre también había llegado de visita y se había encariñado con la esposa de blancos cabellos del arcángel.
El que sueña, en sueños, quiere (pero no puede) protestar: Yo nunca le toqué ni un dedo. ¿Qué se han creído que es esto, un sueño erótico o qué? Que me ahorquen si sé de dónde sacaba esa chica su información/inspiración. Del que suscribe, no, desde luego.
Sucedió esto: ella iba andando de regreso a su pueblo cuando, de pronto, se sintió muy cansada, salió del camino y se tendió a descansar a la sombra de un tamarindo. Nada más cerrar los ojos, él estaba a su lado, ella soñaba a Gibreel con su gabardina y su sombrero, derritiéndose con aquel calor. Ella le miraba, pero él no habría podido decir lo que veía, alas, quizás, aureolas, todo eso. Luego él estaba allí tendido y no podía levantarse, los brazos y las piernas le pesaban más que barras de hierro y le parecía que su cuerpo se incrustaba en la tierra por su propio peso. Cuando ella dejó de mirarle, asintió gravemente, como si él le hubiera hablado, y entonces se quitó su raquítico sari y se tendió a su lado, desnuda. Entonces, en el sueño, él se quedó dormido, insensible y frío, como si alguien hubiera desconectado los hilos, y cuando volvió a soñarse despierto, ella estaba de pie delante de él, con todo aquel pelo blanco suelto y vestida de mariposas: transformada. Ella seguía asintiendo, absorta, recibiendo un mensaje de algún lugar que ella llamaba Gibreel. Luego, lo dejó allí echado y volvió al pueblo e hizo su entrada.
O sea que ahora tengo una esposa soñada, discurre el que sueña. ¿Qué caray hago con ella? Pero no depende de él. Ayesha y Mishal Akhtar están juntas en la casa grande.
Desde el día de su cumpleaños, Mirza Saeed estaba lleno de apasionados deseos, «como si realmente la vida empezara a los cuarenta», se admiraba su esposa. Su matrimonio se hizo tan activo que las criadas tenían que cambiar las sábanas tres veces al día. Mishal tenía la secreta ilusión de que este incremento de la libido de su esposo la haría concebir, porque ella estaba convencida de que el entusiasmo influía, por más que dijeran los médicos, y que todos aquellos años de tomarse la temperatura por la mañana antes de levantarse y luego pasar los resultados a un gráfico, para determinar su ciclo de ovulación, no habían servido sino para disuadir a los niños de nacer, en parte porque era difícil llegar al ardor necesario cuando la ciencia se mete en la cama con una, y en parte, también en su opinión, porque un feto que se respete no querrá entrar en el seno de una madre programada tan mecánicamente. Mishal aún rezaba para tener un hijo, aunque ya no hablaba de ello a Saeed para evitarle la sensación de haberla defraudado. Con los ojos cerrados, fingiendo dormir, ella pedía a Dios una señal, y cuando Saeed se volvió tan amoroso e insistente, ella pensó que tal vez esto era la señal. Por lo tanto, la extraña petición de su marido de que, a partir de ahora, siempre que vinieran a residir en Peristan, ella observara las «viejas costumbres» del purdah o retiro no fue tratada por ella con todo el desprecio que merecía. En la ciudad, donde tenían una casa grande y hospitalaria, el zamindar y su esposa estaban considerados como una de las parejas más «modernas» y (danzadas» de la sociedad; coleccionaban arte contemporáneo y daban fiestas divertidas e invitaban a los amigos a parcheos en la oscuridad en los sofás, mientras veían vídeos porno ligero. Por lo tanto, cuando Mirza Saeed dijo: «¿No sería una delicia, Mishu, acomodar nuestra conducta a esta vieja casa?», ella habría tenido que reírse en sus barbas. Pero no, ella respondió: «Lo que tú quieras, Saeed», porque él le dio a entender que sería una especie de juego erótico. Incluso le insinuó que su pasión por ella se había hecho tan irresistible que podía tener que expresarla en el momento menos pensado, y si entonces ella estaba fuera de su retiro, podía violentar a la servidumbre; y, desde luego, su presencia le impediría concentrarse en cualquier trabajo y, además, en la ciudad «seguiremos siendo de lo más avanzado». De esto ella dedujo que la ciudad estaba llena de distracciones para el Mirza, por lo que donde más posibilidades tenía de concebir era aquí, en Titlipur. Ella decidió no moverse. Fue entonces cuando invitó a su madre a visitarles porque, si iba a retirarse a la zenana, necesitaría compañía. Mrs. Qureishi llegó. Las carnes le temblaban de furor, venía decida a reprender a su yerno hasta que desistiera de aquella tontería del purdah, pero Mishal la dejó asombrada al pedirle: «No, por favor.» Mrs. Qureishi, la esposa del director del Banco del Estado, era en sí una mujer bastante sofisticada. «Realmente, durante toda tu adolescencia, Mishu, tú fuíste la recatada y yo, la atrevida. Creí que ya habías salido de esa zanja, pero veo que ha vuelto a empujarte a ella.» La esposa del financiero siempre había opinado que, en el fondo, su yerno era un retrógrado y un roñoso, opinión que había sobrevivido intacta a pesar de que carecía de todo fundamento. Por lo tanto, desoyendo el veto de su hija, fue en busca de Mirza Saeed al jardín delantero y se lanzó sobre él, agitando el cuerpo, como era su costumbre, para dar mayor énfasis a sus palabras. «¿Qué clase de vida hacéis? -inquirió-. A mi hija no se la encierra, a mi hija se la saca. ¿De qué te sirve toda tu fortuna si la guardas también bajo llave? Hijo mío, saca la cartera y saca a tu mujer. ¡Llévatela de viaje, renueva tu amor, divertios!» Mirza Saeed abrió la boca, no supo qué responder y volvió a cerrarla. Deslumbrada por su propia elocuencia que, espontáneamente, había sugerido la idea de unas vacaciones, Mrs. Qureishi se entusiasmó. «¡Decidios y marchaos! -instó-. ¡Marchaos, hombre, marchaos! Vete con ella, ¿o es que quieres tenerla encerrada hasta que ella se marche -en esto alzó al cielo un dedo amenazador- para siempre?» Mirza, contrito, prometió pensarlo.
«¿Y qué esperas? -gritó ella en tono triunfal-. Eres un pasmado. Especie de… de Hamlet.»
El ataque de su suegra provocó en Mirza Saeed uno de aquellos accesos de remordimiento que le mortificaban desde que había convencido a Mishal para que tomara el velo. Para consolarse, se puso a leer Ghare-Baire, la novela de Tagore en la que un zamindar insta a su esposa a salir de purdah y entonces ella entabla relaciones con un agitador político involucrado en la campaña «swadeshi» y el zamindar acaba muerto. La novela le animó momentáneamente, pero en seguida volvieron las dudas. ¿Fue sincero al dar aquellos motivos a su esposa o pretendía, simplemente, despejar el terreno para perseguir a la madonna de las mariposas, la epiléptica Ayesha? «Vaya terreno», pensó recordando a Mrs. Qureishi y sus ojos de halcón acusador, y «vaya despeje». La presencia de su suegra, argüía, era otra prueba de su buena fe. ¿Acaso no animó a Mishal a llamarla, a pesar de que le constaba que la gorda no le tragaba y le atribuiría todas las canalladas del mundo? «¿Habría yo insistido en que viniera, de haber tenido intenciones non sanctas?», se preguntaba. Pero las impertinentes voces internas insistían: «Toda esta sexualidad de ahora, este nuevo interés por tu señora esposa, no es más que simple transferencia del deseo. Lo que te gustaría es que esa lagarta campesina viniera a lagartear contigo.»
La sensación de culpabilidad tenía el efecto de hacer que el zamindar se sintiera completamente despreciable. En su aflicción, los insultos de su suegra se le aparecían como la pura verdad. «Blanducho», le había llamado, y, sentado en el estudio, rodeado de anaqueles en los que las polillas mordisqueaban felices textos sánscritos de valor incalculable, textos que ni en los archivos nacionales se encontraban y, también, las menos edificantes obras completas de Percy Westerman, G. A. Henty y Dornford Yates, Mirza Saeed reconoció, sí, desde luego, blando lo soy. La casa tenía siete generaciones, y durante siete generaciones se había desarrollado el proceso de ablandamiento. Paseaba por el corredor en el que sus antepasados estaban colgados en deslucidos marcos dorados y se miraba al espejo colocado en el último espacio, como recordatorio de que un día también él tendría que subir a aquella pared. Era un hombre sin ángulos ni cantos vivos; hasta en los codos tenía almohadillas de carne. En el espejo veía el fino bigote, la mandíbula débil, los labios manchados de paan. Las mejillas, la nariz, la frente: todo blando, blando, blando. «¿Quién iba a ver algo en un tipo como yo?», gritó al fin, y cuando advirtió que, en su agitación, había hablado en voz alta, comprendió que debía de estar enamorado, que estaba completamente trastornado de amor y que el objeto de su afecto ya no era su amante esposa.
«Soy un canalla, un farsante, un hipócrita -suspiró-. ¡Cómo he cambiado y en cuán poco tiempo! Merezco ser suprimido sin contemplaciones.» Pero él no era de los que se ensartan en su propia espada. No; él siguió paseando por los corredores de Peristan, y muy pronto la casa ejerció su encanto mágico y le devolvió una relativa calma.
La casa: a pesar de su poético nombre, era un edificio sólido y prosaico al que sólo hacía exótico la circunstancia de estar fuera de lugar. Fue construida hacía siete generaciones por un cierto Perowne, un arquitecto inglés que gozaba de gran predicamento entre las autoridades coloniales y que únicamente cultivaba el estilo de la casa de campo inglesa neoclásica. En aquellos tiempos, los grandes zamindars se volvían locos por la arquitectura europea. El antepasado de Saeed contrató al individuo a los cinco minutos de haberle sido presentado en la recepción del virrey, para demostrar públicamente que no todos los musulmanes de la India habían apoyado la acción de los soldados de Meerut ni simpatizaban con los posteriores levantamientos, ni mucho menos; y luego le dio carta blanca; y aquí estaba Peristan ahora, rodeada de unos campos de patatas casi tropicales, al lado del gran baniano, cubierta de buganvillas, con serpientes en las cocinas y esqueletos de mariposa en los armarios. Había quien decía que el nombre de la casa no aludía a lugares fantásticos, sino que, sencillamente se derivaba del apellido del inglés: que era una simple contracción de Perownistan.
Al cabo de siete generaciones, por fin, la casa empezaba a encajar en aquel paisaje de carretas de bueyes, palmeras y cielos nítidos, altos y estrellados. Incluso la ventana de vidrios de colores que daba luz a la escalera del rey Carlos Sin Cabeza de un modo indefinible, se había naturalizado. Eran muy pocas las casas de los viejos zamindars que habían sobrevivido a las depredaciones igualitarias del presente, por lo que Peristan estaba impregnada de un aire rancio de museo, a pesar de que -o quizá precisamente porque- Mirza Saeed se enorgullecía de la vieja mansión y gastaba generosamente en su conservación. Él dormía, bajo un alto dosel de cobre labrado, en una cama en forma de barco que había sido ocupada por tres virreyes. En el gran salón gustaba de sentarse, con Mishal y Mrs. Qureishi, en el original asiento de tres plazas para enamorados. A un extremo de esta habitación estaba enrollada, descansando sobre unos tacos de madera, una colosal alfombra de Shiraz, esperando la esplendorosa recepción que mereciera su colocación, y que nunca llegaba. En el comedor había robustas columnas clásicas con artísticos capiteles corintios, en la gran escalinata lucían su plumaje los pavos reales, de verdad y de piedra, y en el vestíbulo tintineaban los candelabros venecianos. Todos los punkahs originales funcionaban, y sus cuerdas, conducidas por poleas a través de orificios hechos en las paredes y en los suelos, recorrían toda la casa hasta un cuartito sin ventilación en el que el punkahwallah tiraba de todas a la vez, atrapado en la paradoja de tener que respirar un aire fétido en un cuartito sin ventanas mientras se dedicaba a enviar brisas refrescantes a todas las partes de la casa. También los criados se remontaban siete generaciones, por lo que habían perdido el arte de quejarse. Regían las viejas costumbres: hasta el pastelero de Titlipur tenía que pedir permiso al zamindar antes de poner a la venta cada dulce que inventaba. La vida era tan placentera en Peristan como dura bajo el árbol; pero, incluso en vidas tan regaladas, pueden caer duros golpes.
El descubrimiento de que su esposa pasaba la mayor parte del tiempo encerrada con Ayesha llenó al Mirza de una irritación insoportable, un eccema del espíritu que le ponía frenético porque no podía rascarlo. Mishal esperaba que el arcángel, el esposo de Ayesha, le concediera un hijo, pero, puesto que a su marido no podía decirle esto, frunció el ceño y se encogió de hombros con irritación cuando él le preguntó por qué perdía tanto tiempo con la muchacha más loca del pueblo. La reticencia de Mishal acrecentó la comezón de Mirza Saeed y le puso celoso también, aunque no sabía si estaba celoso de Ayesha o de Mishal. Reparó en que la dueña de las mariposas tenía unos ojos del mismo gris lustroso que su esposa, y, sin saber por qué, esto le enfureció también, como si fuera la prueba de que las mujeres se habían confabulado contra él contando sabe Dios qué secretos; ¡quizá cuchicheaban y chismorreaban de él! Al parecer, en el asunto del retiro en la zenana le había salido el tiro por la culata; hasta la mantecosa Mrs. Qureishi parecía cautivada por Ayesha. Vaya un trío, pensó Mirza Saeed; cuando el hechizo entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana.
Y, en cuanto a la propia Ayesha, cuando encontraba al Mirza en el balcón, o en el jardín, mientras él paseaba leyendo poesía urdu, se mostraba invariablemente deferente y tímida; pero su respeto, unido a una total ausencia de interés erótico, arrastraba a Saeed más y más hacia la impotencia y la desesperación. Por lo tanto, el día en que, espiando a Ayesha, la vio entrar en los aposentos de su esposa y, minutos después, oyó la voz de su suegra alzarse en melodramático grito, se sintió invadido por un acceso de cerril resentimiento y, deliberadamente, esperó tres minutos antes de entrar a investigar. Encontró a Mrs. Qureishi mesándose el cabello y sollozando como una reina del cine, mientras Mishal y Ayesha estaban sentadas en la cama con las piernas cruzadas, una frente a otra, ojos grises mirando a ojos grises, y Ayesha, con los brazos extendidos, sostenía entre las manos la cara de Mishal.
Resultó que el arcángel había informado a Ayesha de que la esposa del zamindar estaba muñéndose de cáncer, que sus pechos estaban llenos de los malignos nódulos y que no le quedaban sino unos meses de vida. La localización del cáncer había demostrado a Mishal la crueldad de Dios, porque sólo una deidad malévola pondría la muerte en el pecho de una mujer cuya única ilusión era la de amamantar vida nueva. Cuando Saeed entró, Ayesha susurraba a Mishal con vehemencia: «No pienses eso. Dios te salvará. Es para poner a prueba tu fe.»
Mrs. Qureishi dio la mala noticia a Mirza Saeed entre gritos y sollozos, y aquello, para el perplejo zamindar, fue ya el colmo. Se puso furioso y empezó a gritar y a temblar, como si de un momento a otro fuera a destrozar el mobiliario de la habitación y, con él, a sus ocupantes.
«¡Al infierno tú y tu cáncer fantasma! -gritó a Ayesha en su cólera-. Has traído a esta casa la locura y los ángeles, y has destilado veneno en los oídos de mi familia. Fuera de aquí con tus visiones y tu esposo invisible. Éste es el mundo moderno, y son los médicos y no los espíritus que rondan por los campos de patatas los que nos dicen si estamos enfermos. Has armado toda esta conmoción de la puñeta por nada. Márchate de aquí y no vuelvas a mis tierras nunca más.»
Ayesha le escuchó sin apartar los ojos ni las manos de Mishal. Cuando Saeed se paró a respirar, abriendo y cerrando las manos, ella dijo en voz baja a la esposa: «Se nos exigirá todo y todo se nos concederá.» Cuando él oyó la fórmula que la gente del pueblo ya repetían como loros, como si supieran lo que significaba, Mirza Saeed Akhtar perdió el juicio momentáneamente, alzó la mano y golpeó a Ayesha dejándola sin sentido. Ella cayó al suelo, con la boca ensangrentada por una muela que el puñetazo le había saltado, Mrs. Qureishi empezó a lanzar invectivas contra su yerno. «¡Ay, Dios mío, he puesto a mi hija en manos de un asesino! ¡Ay, Dios, uno que pega a las mujeres! Vamos, pégame a mí también, practica. Sacrilego, blasfemo, demonio, ser inmundo.» Saeed salió de la habitación sin proferir palabra.
Al día siguiente, Mishal Akhtar se empeñó en regresar a la ciudad para hacerse un chequeo. Saeed se puso firme. «Si tú quieres caer en la superstición, adelante, pero no esperes que yo vaya contigo. Son ocho horas de viaje; conque a paseo.» Mishal salió aquella misma tarde, con su madre y el chófer, por lo que Mirza Saeed no estaba donde era su obligación estar, o sea, al lado de su esposa, cuando le fueron comunicados los resultados de las pruebas: positivo, inoperable, demasiado avanzado, las garras del cáncer profundamente clavadas en su pecho. Unos meses, seis con suerte y, antes, muy pronto ya, el dolor. Mishal regresó a Peristan y fue directamente a sus habitaciones de la zenana, donde escribió a su marido una carta en papel lavanda comunicándole el dictamen del médico. Cuando él leyó la sentencia de muerte, escrita de puño y letra de su mujer, quiso llorar, pero sus ojos permanecían obstinadamente secos. Hacía muchos años que él no tenía tiempo para el Ser Supremo, pero ahora le vinieron a la mente un par de frases de Ayesha. Dios te salvará. Todo será dado. Se le ocurrió una idea dictada por el resentimiento y la superstición: «Es una maldición -pensó-. Yo deseaba a Ayesha y por eso ella mata a mi esposa.»
Cuando él fue a la zenana, Mishal se negó a recibirle, y en la puerta, obstruyendo el paso, estaba la madre, que entregó a Saeed otra hoja de papel azul perfumado. «Quiero ver a Ayesha -decía-. Te ruego que lo permitas.» Mirza Saeed, cabizbajo, dio su consentimiento y se alejó avergonzado.
Con Mahound siempre hay lucha; con el Imán, esclavitud; pero con esta muchacha no hay nada. Gibreel está inerte, dormido en el sueño como en la vida real. Ella se le acerca debajo de un árbol, o en una zanja, escucha lo que él no dice, toma lo que quiere y se va. ¿Qué sabe él de cáncer, por ejemplo? Ni una sola cosa.
Alrededor de él, piensa mientras sueña a medias o vela a medias, hay personas que oyen voces, que son seducidas por unas palabras. Pero no sus palabras; nunca, sus propias ideas originales. Entonces, ¿de quién? ¿Quién les susurra al oído, haciéndoles mover montañas, parar relojes y diagnosticar enfermedades?
Él no consigue averiguarlo.
Al día siguiente del regreso de Mishal Akhtar a Titlipur, la joven Ayesha, a la que la gente empezaba a llamar kahin y pir, desapareció durante una semana. Su desventurado admirador, el payaso Osman, que la siguió por el polvoriento camino de las patatas hasta Chatnapatna, dijo a los vecinos del pueblo que se levantó viento y le sopló polvo a los ojos; cuando él se lo sacó, ella «ya no estaba». Generalmente, cuando Osman y su toro empezaban a contar sus historias de djinnis, lámparas mágicas y abretesésamos, la gente le miraba con aire tolerante y zumbón; está bien, Osman, guarda esas historias para los idiotas de Chatnapatna; ellos tal vez se las traguen, pero aquí, en Titlipur, sabemos lo que es la vida y que los palacios no aparecen a no ser que mil y un obreros los construyan, ni desaparecen como no los derriben los mismos obreros. Pero aquel día nadie se rió del payaso, porque, en lo tocante a Ayesha, la gente del pueblo estaba dispuesta a creer cualquier cosa. Estaban convencidos de que la muchacha del pelo de nieve era la auténtica sucesora de la vieja Bibiji, porque ¿no habían reaparecido las mariposas el mismo año de su nacimiento y no la seguían a todas partes como un manto? Ayesha era la justificación de la marchita esperanza engendrada por el regreso de las mariposas, y la prueba de que en esta vida aún eran posibles cosas grandes, incluso para los más débiles y más pobres del país.
«Se la llevó el ángel -se admiró Khadija, la esposa del sarpanch, y Osman prorrumpió en llanto-. Oh, no, si eso es maravilloso», explicó la vieja Khadija, desconcertada. Los vecinos se burlaban del sarpanch. «Cómo llegaste a jefe del pueblo con una esposa tan bruta, no se comprende.»
«Vosotros me elegisteis», respondió él hoscamente.
Al séptimo día de su desaparición, Ayesha fue vista caminando hacia el pueblo, nuevamente desnuda y vestida de mariposas de oro, con su pelo plateado flotando al viento. Fue directamente a casa de sarpanch Muhammad Din y pidió que se convocara al panchayat para una sesión de emergencia inmediata. «Ha llegado el mayor acontecimiento de la historia del árbol», reveló. Muhammad Din, incapaz de negarse, fijó la reunión para aquel mismo día, al anochecer.
Aquella noche, los miembros del panchayat tomaron asiento en la rama del árbol y Ayesha, la kahin se quedó delante de ellos, en el suelo. «Yo he volado con el ángel hasta las cumbres más altas -dijo-. Sí, he ido incluso al loto del último confín. El arcángel Gibreel nos ha traído un mensaje que es también una orden. Todo se nos pide y todo nos será dado.»
Nada en la vida del sarpanch Muhammad Din le había preparado para la elección que tenía que hacer. «¿Qué pide el ángel, Ayesha, hija?», preguntó, esforzándose por dar firmeza a su voz.
«Es deseo del ángel que todos nosotros, todos los hombres, las mujeres y los niños del pueblo, empecemos a prepararnos inmediatamente para una peregrinación. Se nos ordena que caminemos desde este lugar hasta Mecca Sharif, a besar la Piedra Negra de la Ka'aba, en el centro de Haram Sharif, la sagrada mezquita. Y allí debemos ir.
El quinteto que componía el panchayat empezó a discutir acaloradamente. Había que pensar en las cosechas, y era imposible que abandonaran sus hogares en masa. «Es inconcebible, niña -dijo el sarpanch-. Es bien sabido que Alá dispensa de haj y umra a quienes están impedidos por razones de pobreza o enfermedad.» Pero Ayesha callaba y los ancianos seguían discutiendo. Luego fue como si su silencio se contagiara a todos, y durante un rato, mientras se decidió la cuestión -aunque nadie llegó a comprender por qué medio- no se pronunciaron palabras.
Fue Osman, el payaso, quien por fin habló, Osman, el converso, para el que su nueva fe no había sido más que un trago de agua. «Hay casi doscientas millas hasta el mar -exclamó-. Y en el pueblo hay ancianos y niños. ¿Cómo vamos a ir?»
«Dios nos dará fuerza», repuso Ayesha serenamente.
«¿No se te ha ocurrido que hay un gran océano entre nosotros y Mecca Sharif? -gritó Osman sin dar su brazo a torcer-. ¿Cómo lo cruzaremos? No tenemos dinero para pagar el pasaje en los barcos de los peregrinos. ¿Nos dará el ángel alas para volar?»
Muchos vecinos rodearon al blasfemo Osman, furiosos. «Cállate -le reprendió el sarpanch Muhammad Din-. Eres un recién llegado a nuestra fe y a nuestro pueblo. Mantén la boca cerrada y aprende nuestras costumbres.»
Pero Osman replicó con descaro: «¿Es así cómo recibís a los nuevos convecinos? No como iguales, sino como gente que tiene que hacer lo que le mandan.» Un grupo de hombres de cara roja empezó a cerrarse alrededor de Osman, pero antes de que pudiera ocurrir algo, la kahin Ayesha cambió el tono por completo respondiendo las preguntas del payaso.
«Esto también lo ha explicado el ángel -dijo con suavidad-. Caminaremos doscientas millas, y cuando lleguemos a la orilla del mar, pondremos los pies en la espuma y las aguas se abrirán ante nosotros. Las olas se dividirán y cruzaremos hacia La Meca andando por el fondo del mar.»
A la mañana siguiente, Mirza Saeed Akhtar despertó en una casa que se había quedado extrañamente silenciosa, y cuando llamó a los criados nadie contestó. El silencio se había extendido a los campos de patatas; pero, bajo el gran techo del árbol de Titlipur, todo era actividad y movimiento. El panchayat había votado unánimemente obedecer la orden del arcángel Gibreel, y los habitantes del pueblo habían empezado a preparar la partida. En un principio, el sarpanch quería que Isa, el carpintero, construyera literas que pudieran ser arrastradas por bueyes, en las que viajaran los viejos y enfermos, pero su propia esposa torpedeó la idea diciendo: «Sarpanch sahibji, ¡tú no escuchas! ¿No dijo el ángel que debemos ir andando? Pues andaremos.» Únicamente los niños más pequeños serían dispensados de hacer la peregrinación a pie, y viajarían a hombros de los adultos (así se decidió), que se turnarían en portarlos. Los vecinos del pueblo reunieron todas sus existencias, y al lado de la rama del panchayat se amontonaban patatas, lentejas, aceite, calabazas de bebidas, chiles, berenjenas y otros vegetales. El peso de las provisiones se repartiría equitativamente entre los caminantes. También se recogían utensilios de cocina y ropas de cama. Se llevarían bestias de carga, y un par de carretas que transportarían pollos vivos y similares, pero en general los peregrinos se atenían a las instrucciones del sarpanch, de llevar el mínimo de impedimenta. Los preparativos habían empezado antes del amanecer, por lo que cuando el colérico Mirza Saeed entró en el pueblo, ya estaban muy avanzados. Durante cuarenta y cinco minutos, el zamindar entorpeció las cosas lanzando furiosos discursos y sacudiendo a unos y otros por los hombros, pero al fin, afortunadamente, desistió y se marchó, por lo que el trabajo pudo proseguir al ritmo rápido del principio. Mientras se alejaba, el Mirza se golpeaba repetidamente la cabeza con la palma de la mano e insultaba a la gente, llamándoles idiotas y estúpidos, que son palabras muy feas, pero él siempre fue hombre sin fe, el último vástago débil de un linaje fuerte, y había que abandonarlo a su suerte; con hombres como él no se podía discutir.
A la puesta del sol, el pueblo estaba preparado para la marcha, y el sarpanch les dijo que se levantaran para el rezo a primera hora de la madrugada, para poder marchar inmediatamente después y evitar el mayor calor del día. Aquella noche, tendido en su esterilla al lado de la vieja Khadija, murmuró: «Por fin. Siempre quise ver la Ka'aba, caminar alrededor de ella antes de morir.» Ella alargó el brazo desde su esterilla para tomarle la mano. «Yo también he suspirado por ello, aunque sin gran esperanza -dijo-. Caminaremos juntos a través de las aguas.»
Mirza Saeed, empujado a un furor impotente por el espectáculo de todo un pueblo disponiéndose a partir, irrumpió en las habitaciones de su esposa sin ceremonia. «Tendrías que ver lo que ocurre, Mishu -exclamó, gesticulando ridículamente-. Todo Titlipur se ha vuelto loco, se va al mar. ¿Qué será de sus casas, de sus campos? Esto es la ruina. Debe de ser cosa de agitadores políticos. Alguien habrá repartido sobornos. ¿Crees que si les ofrezco dinero se quedarán, como personas sensatas?» Se le quebró la voz. En la habitación estaba Ayesha.
«¡Ah, perra!» Estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, mientras Mishal y su madre, en cuclillas, repasaban sus pertenencias, tratando de decidir lo mínimo que necesitarían para ir en la peregrinación.
«Tú no vas -se rebeló Mirza Saeed-, yo te lo prohibo.
Sólo el diablo sabe el germen con el que esta mala pécora ha infectado al pueblo, pero tú eres mi esposa y yo no te consiento que te lances a esta antura suicida.»
«Bonitas palabras -rió Mishal amargamente-. Saeed, las has elegido bien. Sabes que no voy a vivir y hablas de suicidio. Saeed, aquí está ocurriendo algo y tú, con tu ateísmo europeo importado, no sabes lo que es. O quizá lo sabrías si miraras debajo de tus trajes ingleses y trataras de hallar tu corazón.»
«Es increíble -exclamó Saeed-. Mishal, Mishu, ¿eres tú quien habla? ¿Te has convertido de repente en este tipo de devota a la antigua?»
Mrs. Qureishi dijo: «Vete, hijo. Aquí no hay sitio para los descreídos. El ángel ha dicho a Ayesha que cuando Mishal haya hecho su peregrinación a La Meca, el cáncer desaparecerá. Todo se pide y todo será dado.»
Mirza Saeed Akhtar apoyó las palmas de las manos en una de las paredes del dormitorio de su esposa y oprimió la frente contra el yeso. Después de una larga pausa, dijo: «Si de lo que se trata es de hacer umra, vayamos a la ciudad y subamos a un avión, por Dios. Podemos estar en La Meca dentro de un par de días.»
Mishal respondió: «Se nos ha ordenado caminar.» Saeed perdió los estribos. «¡Mishal! ¡Mishal! -gritó-. ¿Ordenado? ¿Arcángeles, Mishu? ¿Gibreel? ¿Dios con barba larga y ángeles con alas? ¿Cielo e infierno, Mishal? ¿El diablo con una cola en punta y pezuña hendida? ¿Hasta dónde piensas llegar con esto? ¿Tienen alma las mujeres, qué me dices? O al contrario: ¿tienen sexo las almas? ¿Dios es negro o es blanco? Cuando se retiren las aguas del océano, ¿adónde irán? ¿Se levantarán a cada lado formando una pared? ¿Mishal? Contesta. ¿Hay milagros? ¿Crees en el Paraíso? ¿Se me perdonarán mis pecados? -Empezó a llorar y cayó de rodillas, con la frente apoyada todavía en la pared. Su esposa moribunda se acercó y lo abrazó por la espalda-. Vete entonces de peregrinación -dijo él con voz átona-. Pero, por lo menos, llévate el Mercedes furgoneta. Tiene aire acondicionado y puedes llenar la nevera de Coca-Cola.»
«No -dijo ella dulcemente-. Iremos como todos. Somos peregrinas, Saeed. Esto no es una merienda playera.»
«Yo no sé qué hacer -sollozó Mirza Saeed Akhtar-. Mishu, yo solo no puedo enfrentarme a esta situación.»
Ayesha habló desde la cama. «Mirza sahib, ven con nosotros -dijo-. Tus ideas están muertas. Ven y salva tu alma.»
Saeed se levantó, con los ojos enrojecidos. «¡Tú y tu manía de los viajes! -dijo a Mrs. Qureishi con rabia-. ¡La que has organizado! Tu viaje acabará con todos nosotros, siete generaciones, sin que quede ni uno.»
Mishal apoyó la mejilla en su espalda. «Ven con nosotros, Saeed. Sólo ven.»
Él se volvió hacia Ayesha. «No hay dios», dijo firmemente.
«No hay otro Dios más que Dios, y Muhammad es Su Profeta», respondió ella.
«La experiencia mística es una verdad subjetiva, no objetiva -prosiguió él-. Las aguas no se dividirán.»
«El mar se abrirá a la orden del ángel», respondió Ayesha.
«Tú llevas a esta gente al desastre seguro.»
«Los llevo al seno de Dios.»
«Yo no creo en ti -insistió Mirza Saeed-. Pero iré igualmente, y trataré de poner fin a esa locura con cada paso que dé.»
«Dios se sirve de muchos medios -dijo Ayesha con alegría-, muchos caminos por los que quienes dudan pueden ser conducidos a la seguridad divina.»
«Vete al infierno», gritó Mirza Saeed Akhtar, y salió violentamente de la habitación espantando mariposas.
«¿Qué locura es peor -susurró Osman, el payaso, al oído de su toro mientras lo engalanaba en su pequeño corral-: la de la loca o la del infeliz que ama a la loca?» El toro no contestó. «Quizá deberíamos haber seguido siendo intocables -prosiguió Osman-. Un océano obligatorio suena peor que un pozo prohibido.» Y el toro movió la cabeza dos veces para decir que sí, boom, boom.