Todo se reducía al amor, se decía Saladin Chamcha en su guarida: amor, el pájaro refractario del libreto de Meilhac y Halévy para Carmen -uno de los ejemplares campeones, éste, del Aviario Alegórico que él había coleccionado en días más felices, y que comprendía, entre sus aladas metáforas, el Dulce (de juventud), el Amarillo (más afortunado que yo), el Pájaro del Tiempo de Khayyáam-Fitzgerald sin adjetivo (al que poco le queda que volar y, ¡ay!, está en el aire), y el Obsceno; este último, de una carta escrita por Henry James padre a sus hijos… «Todo hombre que haya alcanzado aunque no sea más que su adolescencia intelectual, empieza a sospechar que la vida no es una farsa; ni siquiera comedia; que, por el contrario, florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria esencial en la que se hunden las raíces de su sujeto. La herencia natural de toda persona que sea capaz de vida espiritual es una selva indómita en la que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche.» Ahí va eso, hijitos-. Y, en vitrina aparte, pero próxima, de la fantasía del Chamcha joven y feliz, aleteaba el cautivo de una pieza de música burbujeante campeona de la lista de éxitos, la Alegre Mariposa Huidiza que compartía l'amour con el oiseau rebelle.
El amor, una zona en la que nadie que desee poseer un cuerpo humano (lo contrario del androide robótico skinneriano) con experiencia puede permitirse suspender operaciones, el amor, decía, te estafa, no cabe duda, y, probablemente, te chafa. Incluso te avisa de antemano. «El amor es un pequeño bohemio -canta Carmen, que es Paradigma de la Amada, su modelo, eterno y divino-, y, si me amas, ten cuidado.» No se puede pedir más sinceridad. El propio Saladin, en sus tiempos, había amado a muchas, y ahora (así había llegado a creerlo) sufría en su carne de amante incauto la venganza del Amor. De las cosas de la mente, lo que él más había amado era la cultura proteica e inagotable de los pueblos de habla inglesa; dijo, cuando cortejaba a Pamela, que Otelo, «esa obra por sí sola», valía tanto como toda la producción de cualquier otro dramaturgo de cualquier otra lengua, y aunque no se le escapaba que la definición tenía su hipérbole, no creía exagerar mucho. (Pamela, desde luego, hacía esfuerzos constantes para traicionar a su clase y a su raza y, como era de esperar, se mostró horrorizada, comparó a Otelo con Shylock y luego la emprendió con el racista de Shakespeare, creador de semejante pareja.) Él había luchado, al igual que el escritor bengalí Nirad Chaudhuri antes que él -aunque sin aquel pícaro afán de dárselas de enfant terrible- para poder aceptar el desafío representado por la frase Civis Britannicus sum. El Imperio ya no existía, pero él sabía que «todo lo bueno y vivo que tenía dentro» había sido «creado, modelado y estimulado» por su encuentro con este islote de sensibilidad, rodeado por la fría sensatez del mar. En cuanto a lo material, él había dado su amor a esta ciudad, Londres, prefiriéndola a su ciudad natal y a cualquier otra; se había deslizado sigilosamente sobre ella, con creciente emoción, quedándose quieto como una estatua cuando ella miraba hacia él, soñando con ser el que llegara a poseerla y, de este modo, convertirse en ella, como en ese juego de los niños ingleses que se llama «los pasos de la abuela», en el que el niño que toca al que «se queda» asume la deseada identidad; o como en el mito de la Rama de Oro. Londres, su naturaleza de conglomerado refleja la suya propia, y su reticencia, también; sus gárgolas, las fantasmales huellas en sus calles de pisadas romanas, los graznidos de los gansos que emigran. Su hospitalidad – ¡sí! – a pesar de las leyes de inmigración, y de su propia reciente experiencia, él aún creía que existía: una bienvenida imperfecta, cierto, capaz de la intolerancia, pero real, como quedaba demostrado por la existencia, en un barrio de Londres Sur, de una taberna en la que no se oía más que ucraniano, y por la reunión anual, celebrada en Wembley, a tiro de piedra del gran estadio rodeado de ecos imperiales – Empire Way, Empire Pool- de más de un centenar de delegados, todos descendientes de una única aldea de Goa. «Nosotros, los londinenses, podemos enorgullecemos de nuestra hospitalidad», dijo a Pamela, y ella, sin poder contener la risa, lo llevó a ver la película de Buster Keaton que lleva este mismo título, en la que el cómico, al llegar al final de una absurda línea de ferrocarril, es objeto de un recibimiento brutal. En aquel entonces, ellos gozaban con aquellas discrepancias y, tras acaloradas disputas, acababan en la cama… Él volvió a concentrar su errabundo pensamiento en el tema de la metrópoli.
Su -se repetía con terquedad- larga tradición de refugio, condición que mantenía a pesar de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y todo ello sin recurrir a la retórica virtuosa y autosuficiente alusiva a «los afligidos y perseguidos» que utilizaba la «nación de inmigrantes» del otro lado del océano, a la que tampoco se le daba muy bien eso de abrir los brazos. ¿Acaso los Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Ho Chi Minh cocinar en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Walter acerca de un Karl Marx de hoy, de barba florida, que pretendiera cruzar la línea amarilla de sus fronteras? ¡Oh Londres Londres! Hay que tener el alma embotada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas vacilaciones, a las furibundas certidumbres de la Nueva Roma transatlántica con su gigantismo arquitectónico nazificado que esgrime la opresión del tamaño para hacer que sus ocupantes humanos se sientan como gusanos… Londres, a pesar de un aumento de protuberancias tales como la NatWest Tower -un logotipo corporativo extruido en la tercera dimensión-, conservaba su escala humana. ¡Viva! ¡Zindabad!
Pamela siempre reaccionaba con causticidad a tales transportes. «Son valores de museo -solía decirle-. Canonizados, colgados en marco dorado de paredes honoríficas.» ¡Todo lo que pervivía la impacientaba! ¡Cambiarlo todo! ¡Rajarlo! El dijo: «Si lo consigues, harás imposible que, dentro de una o dos generaciones, aparezca alguien como tú.» Ella celebraba esta visión de su propia caducidad. Si acababa como el dodó -convertida en una reliquia disecada, Traidora a su Clase, 1980-, ello indicaría sin duda una mejora en el mundo. Él se permitía disentir, pero para entonces ya estaban abrazados: lo cual, evidentemente, era una mejora, reconocía él.
(Un año, el Gobierno implantó el cobro a la entrada en los museos, y grupos de indignados amantes del arte se manifestaban delante de los templos de la cultura. Chamcha quiso levantar su propia pancarta y lanzar una contraprotesta de un hombre solo. ¿Sabía aquella gente lo que valían las cosas que había allí dentro? Ahí estaban, destrozándose los pulmones con unos cigarrillos que costaban, el paquete, más que las entradas por las que protestaban; lo que esa gente manifestaba al mundo era el poco valor que daba a su patrimonio cultural… Pamela golpeó el suelo con el pie. «No te atrevas a decir eso», le atajó. Ella sustentaba la opinión que privaba en el momento: la de que los museos valían tanto que no se podía cobrar por visitarlos. Es decir: «No te atreverás», y él, con sorpresa, descubrió que no se atrevía. Él no quería decir lo que podía parecer que había querido decir. Él quería decir que, quizás, en determinadas circunstancias, hubiera dado la vida por lo que había en aquellos museos. Por lo tanto, él no podía tomar en serio las objeciones al pago de unos peniques. Ahora bien, advertía que la suya era una posición oscura y vulnerable.)
Y entre todos los seres humanos, Pamela, yo te quería a ti.
Cultura, ciudad, esposa, y un cuarto y último amor del que no había hablado a nadie: el amor a un sueño. En los viejos tiempos, el sueño se repetía aproximadamente una vez al mes; era un sueño sencillo, que tenía lugar en un parque de la ciudad, por una avenida de altos olmos cuyas ramas se unían formando un túnel verde en el que el cielo y el sol penetraban aquí y allá por las perfectas imperfecciones del dosel de hojas. En aquel reducto silvestre, Saladin se veía acompañado de un niño de unos cinco años al que enseñaba a ir en bicicleta. El niño, que al principio hacía unas eses alarmantes, se esforzaba heroicamente por alcanzar y mantener el equilibrio, con la ferocidad del que quiere que su padre esté orgulloso de él. El Chamcha del sueño corría detrás de su hijo imaginario sujetando la bicicleta por el portapaquetes situado encima de la rueda trasera. Luego la soltaba y el niño (sin saber que ya no lo sostenía nadie) seguía avanzando: el equilibrio se adquiría como el don del vuelo, y los dos se deslizaban por la avenida, Chamcha corriendo y el niño pedaleando cada vez con más fuerza. «¡Lo conseguiste!», gritaba Saladin con alegría, y el niño, no menos jubiloso, gritaba a su vez: «¡Mira, papá! ¡Mira qué pronto he aprendido! ¿No estás contento de mí? ¿No estás contento?» Era un sueño que hacía llorar, porque, al despertar, no había bicicleta ni había niño.
«¿Qué harás ahora?», le preguntó Mishal entre los destrozos de la discoteca Cera Caliente, y él contestó, con excesiva ligereza: «¿Yo? Me parece que volveré a la vida.» Se dice pronto; al fin y al cabo, era la vida la que había recompensado su amor a un niño soñado con la falta de hijos: su amor a una mujer, con el distanciamiento de ella y su inseminación por el viejo compañero de estudios del marido; su amor a una ciudad, despeñándolo desde la cumbre de un Himalaya, y su amor a una cultura, haciendo que esa cultura lo acusara, lo humillara, lo destruyera en el potro. Pero no del todo, se dijo; estaba otra vez entero y podía inspirarse en el ejemplo de Niccolò Machiavelli (un hombre tratado injustamente, cuyo nombre, al igual que el de Muhammad-Mahoma-Mahound, se había convertido en sinónimo del mal; cuando, en realidad, su firme republicanismo lo envió al potro, en el que sobrevivió, ¿fueron tres vueltas de la rueda?, lo suficiente, en cualquier caso, para que otro en su lugar confesara haber violado a su abuela, o lo que fuera, con tal de poner fin al dolor; pero él no confesó nada, ya que no cometió crimen alguno mientras sirvió a la república florentina, aquella breve interrupción en la dominación de la familia Medici); si Niccolò había podido sobrevivir a semejante tortura y escribir esa acaso rencorosa o acaso sardónica parodia de la literatura sicofántica estilo espejo-de-príncipes tan en boga en aquel entonces, titulada // Principe, seguida de los magistrales Discorsi, entonces él, Chamcha, no podía permitirse el lujo de darse por vencido. Por lo tanto, a la resurrección: a retirar la piedra de la oscura boca del sepulcro y a hacer puñetas los problemas jurídicos.
Mishal, Hanif Johnson y Pinkwalla -a cuyos ojos las metamorfosis de Chamcha habían convertido al actor en un héroe a través del cual la magia de las películas fantásticas con efectos especiales (Laberinto, Leyenda, Roger Rabbit) llegaba al Mundo Real- llevaron a Saladin a casa de Pamela en la furgoneta del disc-jockey; pero esta vez él se comprimió en la cabina, con los otros tres. Era primera hora de la tarde; Jumpy estaría aún en el centro deportivo. «Buena suerte», dijo Mishal dándole un beso, y Pinkwalla preguntó si quería que le esperasen. «No, gracias -respondió Saladin-. Cuando has caído del cielo, has sido abandonado por tu amigo, sufrido la brutalidad de la policía, te has convertido en macho cabrío, has perdido el trabajo además de la esposa, descubierto el poder del odio y recobrado la apariencia humana, ¿qué te queda sino, como diríais vosotros sin duda, hacer valer tus derechos?» Él los despidió agitando la mano. «Bien dicho», respondió Mishal, y arrancaron. En la esquina, los consabidos niños del barrio, con los que nunca estuvo en buenas relaciones, chutaban una pelota contra un farol. Uno de ellos, un canallita con ojos de cerdo de unos nueve o diez años, apuntó a Chamcha con un imaginario control remoto de vídeo gritando: «¡Avance rápido!» La suya era una generación que trataba de saltarse los trozos aburridos, molestos y desagradables, pulsando la tecla de «avance rápido» para pasar de un momento de gran acción y emoción al siguiente. Bienvenido al hogar, pensó Saladin, y tocó el timbre.
Pamela, al verlo, se echó realmente la mano a la garganta. «Creí que eso ya no lo hacía nadie -dijo él -. Por lo menos, desde Dr. Strangelove.» Todavía no se le notaba el embarazo; él preguntó y ella se sonrojó, pero confirmó que iba bien. «Hasta ahora, bien.» Naturalmente, estaba violenta; el ofrecimiento de una taza de café en la cocina llegó con varios segundos de retraso (ella «siguió» con el whisky, bebiendo de prisa, a pesar del niño); pero en realidad Chamcha se sintió en desventaja durante toda la entrevista. Era evidente que Pamela comprendía que tenía que ser ella la contrita. Ella era la que quería deshacer el matrimonio, la que le había negado por lo menos tres veces; pero él estaba tan torpe y tan tímido como ella, de manera que los dos parecían disputarse el papel de villano. La causa de la confusión de Chamcha -recordemos que no llegó con esta actitud pusilánime, sino con el ánimo firme y agresivo- fue que, al ver a Pamela, con aquella vivacidad exagerada, aquella cara que era como una máscara de santidad detrás de la que a saber qué gusanos se regalaban con carne putrefacta (le alarmó la hostilidad de las imágenes que le enviaba el subconsciente), la cabeza afeitada bajo el absurdo turbante, el aliento de whisky y el gesto duro que se había imprimido en los pequeños pliegues de sus labios, fue que, sencillamente, se había desenamorado y comprendido que no quería volver a vivir con ella ni en el caso (improbable pero no inconcebible) de que ella lo deseara. En el momento en que él se dio cuenta de ello, sin saber por qué, empezó a sentirse culpable y, por lo tanto, en desventaja. El perro de pelo blanco también le gruñía. Entonces él recordó que en realidad no le gustaban los animales.
«Supongo que lo que hice es imperdonable, ¿euh?», dijo ella como si hablara con el vaso, sentada a la vieja mesa de pino de la espaciosa cocina.
Aquel ¿euh? americanizante era nuevo. ¿Otro de los muchos atentados contra su casta? ¿O se le había contagiado de Jumpy o de cualquier hippy amigo suyo, como una enfermedad? (Otra vez aquel ensañamiento: basta ya. Ahora que había dejado de quererla, quedaba fuera de lugar.) «No creo poder decir que soy capaz de perdonar -respondió él-. Al parecer, es una reacción que no depende de mi voluntad; es algo que se da o no se da, y yo no me entero hasta que ocurre. Digamos, por el momento, que el jurado está deliberando.» A ella no le gustó aquello; ella quería que él resolviera la situación para que pudieran tomar el maldito café en paz. Pamela siempre hizo un café detestable; no obstante, no era esto lo que preocupaba a Chamcha en aquel momento. «Pienso instalarme aquí -dijo-. La casa es grande y hay espacio de sobra. Me reservaré el estudio y las habitaciones del piso de abajo, con el baño de los invitados, para estar completamente independiente. Pienso usar muy poco la cocina. Supongo que, puesto que no se encontró mi cadáver, oficialmente todavía estoy desaparecido-presumiblemente-muerto, y que tú no habrás ido al juzgado a borrarme del mapa. Por lo tanto, no creo que se tarde mucho en resucitarme, una vez avise a Bentine, Milligan y Sellers.» (Respectivamente, abogado, gestor y agente de Chamcha.) Pamela escuchaba en silencio, dando a entender con la postura que no pensaba discutir sus decisiones, que no había inconveniente: hacía reparación por medio del lenguaje corporal. «Después, venderemos esto y podrás conseguir tu divorcio.» Él salió de la cocina rápidamente, haciendo mutis antes de que le diera el temblor, que le acometió nada más llegar a la guarida. Abajo, Pamela estaría llorando; él no lloraba con facilidad, pero a temblar nadie le ganaba. Y ahora empezaba también el corazón: bum, badum, dududum.
Para volver a nacer, antes tienes que morir.
Cuando se quedó solo, Saladin recordó de pronto que, en cierta ocasión, él y Pamela habían discutido, como discutían de todo, sobre un cuento que habían leído que trataba precisamente de la naturaleza de lo imperdonable. El título y el autor se le habían olvidado, pero el tema lo recordaba bien. Un hombre y una mujer habían sido amigos íntimos (nunca amantes) durante toda la vida. El día en que él cumplía veintiún años (entonces los dos eran pobres) ella le regaló, para bromear, el jarrón de cristal más horrible y ordinario que encontró, con unos colores que eran una parodia chillona de la alegría del cristal de Venecia. Veinte años después, cuando los dos habían triunfado y empezaban a peinar canas, ella fue a verle a su casa y se peleó con él por algo que él había hecho a un amigo de ambos. Durante la disputa, ella vio el viejo jarrón, que él conservaba en lugar de honor en la repisa de su estudio, y ella, sin interrumpir sus reproches, lo barrió con un ademán y el jarrón se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Y él no volvió a dirigirle la palabra; cuando ella se moría, medio siglo después, él se negó a visitarla en su lecho de muerte y no asistió al entierro, a pesar de que fueron a verle emisarios para decirle que éstos eran los mayores deseos de ella. «Decidle que ella nunca supo lo mucho que yo valoraba lo que ella rompió.» Los emisarios argumentaban, suplicaban, reprochaban. Si ella no sabía todo el significado que él daba a la baratija, ¿cómo podía reprochársele nada? ¿Y durante aquellos años, no había hecho ella infinidad de tentativas pidiendo perdón y ofreciendo reparación? Y ahora se moría, por Dios; ¿no podía olvidar al fin aquella pelea infantil? Habían perdido una vida de amistad, ¿no iban ni a poder decirse adiós? «No», respondió el implacable. «¿Es por el jarrón, o existe algún motivo más grave y tenebroso?» «Es por el jarrón -declaró él-. El jarrón y nada más.» Pamela decía que el hombre era mezquino y cruel, pero Chamcha ya entonces advirtió la extraña intimidad, la inexplicable interioridad del caso. «No se puede juzgar una herida interna – dijo- por el tamaño de la herida, del agujero que se ve.» Sunt lacrimae rerum, como habría dicho el ex maestro Sufyan, y durante muchos días no faltó a Saladin ocasión de descubrir las lágrimas en las cosas. Al principio, apenas salía de su guarida, para aclimatarse sin prisa, esperando que la habitación recobrara algo de aquella solidez reconfortante de antaño, de antes de la alteración del universo. Veía mucha televisión con mirada distraída, cambiando de canal compulsivamente, porque también él era miembro de la cultura del mando a distancia del presente, como el crío de la esquina, el de los ojitos de cerdo; también él podía comprender, o, por lo menos, hacerse la ilusión de que comprendía, el complejo videomonstruo que se crea pulsando el botón… Qué gran igualador era este chisme del control remoto, una cama de Procrustes siglo veinte; trivializaba lo trascendente y daba trascendencia a lo trivial hasta que todas las emisiones, anuncios, asesinatos, concursos, las mil y una alegrías y horrores de lo real y lo imaginario adquirían un peso igual; y si el Procrustes original, ciudadano de una cultura que podríamos llamar «artesana», había tenido que ejercitar tanto el cerebro como el músculo, él, Chamcha, podía permanecer recostado en su butaca Parker-Knoll y dejar que sus dedos hicieran los cortes. Mientras recorría canales, le parecía que la caja estaba llena de monstruos: había mutantes -«Mutts»- en Dr. Who, criaturas extrañas que parecían cruces de diferentes tipos de maquinaria pesada: cosechadoras de heno, cucharas mecánicas, carretillas, prensas y sierras, mandadas por unos crueles cabecillas-sacerdotes llamados Mutilasians; la televisión infantil parecía estar poblada únicamente de robots humanoides y criaturas de cuerpo metamórfico, mientras que los programas para adultos ofrecían un desfile interminable de deformes subproductos humanos de las más avanzadas ideas de la medicina moderna, y de sus cómplices, las enfermedades modernas y la guerra. Al parecer un hospital de la Guayana conservaba el cuerpo de un tritón perfectamente formado, con sus aletas y sus escamas. En los Highlands de Escocia estaba en auge la licantropía. Se discutía seriamente la viabilidad genética del centauro. Se mostraba una operación de cambio de sexo. Aquello le recordó una detestable poesía que Jumpy Joshi le había enseñado tímidamente en el Shaandaar D y D. Se llamaba «Canto al Cuerpo Ecléctico» y era representativa del conjunto. Pero, de todos modos, él tiene un cuerpo completo, pensó Saladin con amargura. Le ha hecho un niño a Pamela sin el menor esfuerzo; en sus malditos cromosomas no debe de haber palitos rotos… Hasta se vio a sí mismo en la reposición de un viejo «clásico» de La hora de los Aliens (en la cultura de «avance rápido», la categoría de clásico se consigue en no más de seis meses, a veces, de un día para otro). El efecto de toda aquella contemplación de la caja fue una buena abolladura en lo que aún le quedaba de su concepto de la calidad media normal de lo real; pero también había en funcionamiento fuerzas de signo contrario.
En El mundo del jardinero le enseñaron a hacer el injerto llamado «de quimera» (casualmente, el mismo que era el orgullo del jardín de Otto Cone); y aunque su falta de atención le hizo perderse el nombre de los dos árboles que se habían fundido en uno -¿Morera? ¿Laurel? ¿Retama?-, el árbol en sí le produjo un sobresalto que le hizo erguirse en su asiento. Allí la tenía, una quimera palpable, con raíces, firmemente plantada y desarrollándose vigorosamente en suelo inglés: un árbol, pensó, que podía ocupar el lugar metafórico de aquel otro árbol que el padre de uno había talado en un lejano jardín en otro mundo, distante e incompatible. Si este árbol era viable, él también podía serlo; también él podía ser coherente, echar raíces, sobrevivir. Entre todas las imágenes televisuales de las tragedias híbridas -la inutilidad de los tritones, los fracasos de la cirugía plástica, la vaciedad de buena parte del arte moderno, tan insípido como el esperanto, la Coca-Colonización del planeta- se le ofrecía este regalo. Suficiente. Apagó el televisor.
Gradualmente, su rencor hacia Gibreel fue disminuyendo. Tampoco los cuernos, pezuñas, etcétera volvían a aparecer. Evidentemente, se había iniciado un proceso de curación. En realidad, a medida que pasaban los días, no ya Gibreel, sino todas las experiencias vividas últimamente por Saladin, llegaron a parecerle incoherentes, como ocurre incluso con la más pertinaz de las pesadillas una vez te has lavado la cara, cepillado los dientes y tomado una taza de algo fuerte y caliente. Empezó a hacer expediciones al mundo exterior, a los asesores profesionales, abogado gestor agente, a los que Pamela solía llamar «los gorilas», y cuando estaba sentado entre los contraplacados, libros y carpetas de aquellos despachos serios, en los que, evidentemente, nunca podrían ocurrir milagros, él solía aludir a su «enfermedad», «el trauma del accidente», etcétera, explicando su desaparición como si nunca hubiera caído del cielo, cantando «Rule Britannia» mientras Gibreel aullaba una canción de la película Shree 420. Hizo un esfuerzo para reanudar su antigua actividad cultural yendo a conciertos, salas de exposiciones y teatros, y, si su reacción era un tanto abúlica, si estas visitas no conseguían hacerle volver a casa en el estado de exaltación que era el efecto que él esperaba de todo el arte puro, entonces él se repetía que la emoción no tardaría en volver; él había tenido «una mala experiencia» y necesitaba un poco de tiempo.
En su guarida, sentado en la butaca Parker-Knoll, rodeado de sus cosas -los pierrots de porcelana, el espejo en forma de corazón de caricatura, Eros sosteniendo en alto el globo de una lámpara antigua-, Saladin se felicitaba de ser la clase de persona incapaz de alimentar el odio durante mucho tiempo. Quizás, al fin y al cabo, el amor fuera más duradero que el odio; aunque el amor cambiara, siempre quedaba una sombra, una forma perdurable. Por ejemplo, hacia Pamela estaba seguro de no sentir sino el afecto más altruista. Quizás el odio era como una huella dactilar en el cristal del alma sensible; una simple marca de grasa, que se borraba sola. ¿Gibreel? Bah, ya estaba olvidado; ya no existía. Así, renunciar al rencor era alcanzar la libertad.
El optimismo de Saladin iba en aumento, pero el papeleo de su vuelta a la vida estaba resultando más lento de lo que él esperaba. Los bancos no se daban ninguna prisa en desbloquear sus cuentas y él tenía que pedir préstamos a Pamela. Tampoco le era fácil encontrar trabajo. Charlie Sellers, su agente, le explicó por teléfono: «Los clientes sienten escrúpulos. Empiezan a hablar de zombies, y todo esto les parece poco limpio, como robar una tumba.» Charlie, que a sus cincuenta y tantos años conservaba la voz de niña pava de la aristocracia rural, daba la impresión de que compartía el punto de vista de los clientes. «Ten paciencia -le aconsejó-. Ya se les pasará. Al fin y al cabo, tú no eres un Drácula, por Dios.» Gracias, Charlie.
Sí: su odio obsesivo hacia Gibreel, su sueño de exigir una venganza cruel y equitativa, todo esto eran cosas del pasado, aspectos de una realidad incompatible con su apasionado deseo de restablecer la vida normal. Ni siquiera la imaginería sediciosa y disolvente de la televisión podía desviarle de su propósito. Lo que él rechazaba era la imagen de sí mismo y de Gibreel como monstruos. Monstruos, pues vaya: la idea no podía ser más absurda. En el mundo había verdaderos monstruos: dictadores genocidas, violadores de niños, el Destripador de Abuelas. (Aquí no tenía más remedio que reconocer que, a pesar del excelente concepto que antaño le merecía la Policía Metropolitana, la detención de Uhuru Simba era excesivamente oportuna y conveniente.) No tenías más que abrir un periódico amarillo cualquier día de la semana para encontrar a homosexuales irlandeses locos que llenaban la boca de tierra a los niños. Pamela, naturalmente, opinaba que el término de «monstruo» era excesivamente -¿cómo diría?- sentencioso hacia estas personas; la caridad, decía, nos exigía considerarlas como víctimas de la época. La caridad, respondía él, exigía consideración hacia las víctimas que hacían ellos. «Eres un caso perdido -dijo ella con su voz más aristocrática-. Y es que piensas en términos de mediocres puntos de debate.»
Y había otros monstruos, no menos reales que los demonios de la prensa amarilla: el dinero, el poder, el sexo, la muerte, el amor. Ángeles y demonios, ¿qué falta hacían? «¿Por qué los demonios, si el hombre es ya un demonio?», preguntaba desde su buhardilla de Tishevitz el «último demonio» de Singer, el Nobel. A lo que Chamcha, con su ecuanimidad y su reflejo de todos-tenemos-nuestras-virtudes-y-nuestros-defectos, deseaba agregar: «¿Y por qué ángeles, si también el hombre es angélico?» (¿Cómo explicar, si no, la pintura de Leonardo? ¿Y era Mozart en realidad un Belcebú con peluca empolvada?) Pero había que reconocer, y éste era su punto original, que las circunstancias de la época no requerían explicaciones diabólicas.
Yo no digo nada. No me pidan que aclare las cosas en un sentido o en otro; la época de las revelaciones ya pasó. Las reglas de la Creación están bastante claras: tú haces unos planes, creas las cosas así o asá y luego las dejas a su aire. ¿Dónde estaría la gracia, si siempre hubieras de estar interviniendo, apuntando, cambiando las reglas, arbitrando en las peleas? Bien, hasta ahora me he mantenido bastante quieto y no tengo intención de cambiar de táctica. No crean que no he sentido el deseo de meter baza; sí que lo he sentido, muchas veces. Y, en una ocasión, hasta entré en escena, es verdad. Aparecí en la cama de Alleluia Cone y hablé con Gibreel superstar. Ooparvala o Neechayvala, preguntaba él, pero yo no le saqué de dudas; y tampoco pienso contarle nada al desconcertado Chamcha.
Ahora me marcho. Él va a acostarse.
Por la noche era cuando más le costaba mantener su nuevo, tímido y todavía frágil optimismo, porque por la noche no era tan fácil negar ese otro mundo de cuernos y pezuñas. Y estaba también el asunto de las dos mujeres que habían empezado a frecuentar sus sueños. La primera -costaba trabajo reconocerlo, incluso a uno mismo- no era otra que la mujer-niña del Shaandaar, su fiel aliada de sus tiempos de pesadilla que él tanto se empeñaba ahora en ocultar tras trivialidades y brumas, la aficionada a las artes marciales, la amante de Hanif Johnson: Mishal Sufyan.
La otra mujer -a la que dejara en Bombay con el puñal de su marcha clavado en el corazón, y que aún debía de creerle muerto- era Zeeny Vakil.
El nerviosismo de Jumpy Joshi cuando se enteró de que Saladin Chamcha había vuelto bajo su forma humana y ocupaba los últimos pisos de la casa de Notting Hill, era un espectáculo penoso que indignó a Pamela más de lo que ella hubiera estado dispuesta a reconocer. La primera noche -había decidido no decírselo hasta que lo tuviera seguro entre sábanas-, al oír la noticia, él dio un salto que le hizo ir a parar a un metro de la cama, y se quedó de pie en la alfombra azul celeste, en cueros, temblando y con el pulgar en la boca.
«Vuelve a la cama y no hagas el imbécil», ordenó ella, pero él movió furiosamente la cabeza y se sacó el dedo de la boca el tiempo justo para tartamudear: «¡Pero si él está aquí! ¡En esta casal ¿Cómo quieres que jo…?» Hizo un lío con la ropa y huyó de la habitación. Ella oyó unos golpes que indicaban que los zapatos, y quizá también su persona, habían rodado por la escalera. «Me alegro -le gritó-. Ojalá te desnuques, gallina.»
Pero, momentos después, Saladin recibió la visita de su separada esposa, que venía con la cara colorada y la cabeza desnuda y hablaba con voz sorda, apretando los dientes. «J. J. está ahí fuera, en la calle. El muy idiota dice que no entra si tú no le das permiso.» Como de costumbre, había bebido. Chamcha, vivamente asombrado, preguntó impulsivamente: «¿Y tú? ¿Tú quieres que entre?» Lo cual fue interpretado por Pamela como afán de ahondar en la herida. Poniéndose aún más colorada, asintió con feroz humillación. Sí.
Por lo tanto, en su primera noche en casa, Saladin Chamcha salió a la calle -«¡Eh, hombre! ¡No pasa nada!» Jumpy, aterrorizado, le saludó juntando las manos para disimular el miedo- y convenció al amante de su esposa de que se acostara con ella. Luego volvió al piso de arriba, porque Jumpy, confuso, no quería entrar en la casa mientras Chamcha estuviera a la vista.
«¡Qué hombre! -sollozó Jumpy a Pamela-. ¡Es un príncipe, un santo!»
«Si no te callas, te echo al perro», advirtió Pamela Chamcha, al borde de la apoplejía.
Jumpy siguió considerando perturbadora la presencia de Chamcha, que le parecía (a juzgar por su conducta) una sombra amenazadora a la que había que apaciguar constantemente. Cuando preparaba algún guiso para Pamela (con gran sorpresa y alivio de ella, Jumpy había resultado todo un chef de la cocina mughlai) él insistía en invitar a Chamcha a comer con ellos y, cuando Saladin se excusaba, le subía una bandeja, explicando a Pamela que lo contrario sería una grosería y hasta una provocación. «¡Fíjate lo que consiente bajo su propio techo! Este hombre es un gigante; lo menos que podemos hacer es ser corteses.» Pamela, con creciente indignación, tenía que soportar una serie de actos de este tenor con las homilías correspondientes. «Nunca hubiera creído que fueras tan convencional», rezongaba, y Jumpy respondía: «Es, simplemente, cuestión de respeto.» En nombre del respeto, Jumpy llevaba a Chamcha tazas de té, periódicos y correo: cada vez que llegaba a la enorme casa, no dejaba de subir a hacerle una visita de veinte minutos por lo menos, el tiempo mínimo que su sentido de la cortesía consideraba adecuado, mientras Pamela paseaba y se servía bourbon tres pisos más abajo. Llevaba a Saladin pequeños obsequios: ofrendas propiciatorias de libros, viejos programas de teatro y máscaras. Cuando Pamela protestaba, él argumentaba con un apasionamiento inocente y testarudo: «No podemos hacer como si él fuera invisible. Está aquí, ¿no? Pues tenemos que darle entrada en nuestra vida.» Pamela respondió agriamente: «¿Por qué no le invitas a que se acueste con nosotros?» A lo que Jumpy respondió completamente en serio: «No creí que tú consintieras.»
A pesar de su incapacidad para relajarse y aceptar con naturalidad la presencia de Chamcha en el piso alto, en el interior de Jumpy Joshi algo se había apaciguado al recibir de aquel modo tan poco usual la bendición de su antecesor. Ahora que podía reconciliar los imperativos del amor y de la amistad, estaba mucho más alegre y sentía que en su interior arraigaba la idea de la paternidad. Una noche tuvo un sueño que por la mañana le hizo llorar de ilusionada esperanza: un simple sueño, en el que él corría por una avenida arbolada, ayudando a un niño a montar en bicicleta. «¿No estás contento de mí? -gritaba el niño, jubiloso-. Mira, ¿no estás contento?»
Pamela y Jumpy intervenían en la campaña organizada para protestar por la detención del doctor Uhuru Simba por los asesinatos del Destripador de Abuelas. También esto lo discutió Jumpy con Saladin en el último piso. «Todo está amañado, a base de pruebas circunstanciales e insinuaciones. Hanif dice que por las brechas que hay en la acusación podría pasar un camión. Es, sencillamente una encerrona; lo que está por ver es hasta dónde piensan llegar. Que lo procesan, es seguro. Incluso quizá tengan testigos que declaren que le vieron despedazar a las ancianas. Depende de las ganas que tengan de cazarlo. Yo diría que bastantes. Hace tiempo que se le oye mucho en esta ciudad.» Chamcha aconsejó prudencia. Recordando el odio de Mishal Sufyan hacia Simba, dijo: «Ese hombre tiene antecedentes de violencia contra las mujeres, ¿no?» Jumpy volvió las palmas de las manos hacia fuera. «En su vida personal -reconoció-, ese hombre es mierda. Pero eso no quiere decir que vaya por ahí destripando a ciudadanas de la tercera edad; no hay que ser un ángel para ser inocente. A menos que seas negro, naturalmente. -Chamcha dejó pasar la observación sin hacer comentarios-. Aquí la cuestión no es personal, sino política -recalcó Jumpy, y agregó al levantarse para salir-: Hum, mañana hay una reunión para tratar de eso. Pamela y yo tenemos que ir; por favor, quiero decir si quieres, si te interesa, claro, podrías ir con nosotros.» «¿Le has pedido que vaya con nosotros? -Pamela no podía creerlo. Ahora tenía náuseas casi constantemente, lo cual no contribuía a ponerla de buen humor-. ¿Le has invitado sin consultarme? -Jumpy estaba contrito-. De todos modos, no importa -le absolvió-. No es fácil que a él le pillen en un acto de ésos.»
Pero por la mañana Saladin se presentó en el vestíbulo con un elegante traje marrón, abrigo de piel de camello, bufanda de seda y sombrero marrón de copa hendida tirando a lechuguino. «¿Adónde vas? -preguntó Pamela con turbante, chaqueta de cuero excedente militar y pantalones de chándal que revelaban el incipiente ensanchamiento de su cintura-. ¿Al condenado Ascot?» «Tenía entendido que se me había invitado a una reunión», respondió Saladin con su acento menos combativo, y Pamela hizo una mueca. «Ten mucho cuidado -le advirtió-. Con esa pinta, lo más probable es que te atraquen.»
¿Qué le atraía al otro mundo, a la subciudad cuya existencia había negado tan insistentemente? ¿Qué o, mejor dicho, quién le obligaba, por el mero hecho de su existencia, a salir del capullo-guarida en el que, poco a poco -por lo menos eso creía él-, iba recuperando su antigua personalidad, y zambullirse en las peligrosas (por ignotas) aguas del mundo y de sí mismo? «Yo tengo el tiempo justo de ir a la reunión antes de la clase de karate», dijo Jumpy Joshi a Saladin. La clase de karate donde esperaba su alumna estrella: alta, con el arco iris en el pelo y, agregó Jumpy, dieciocho años recién cumplidos. Saladin, ignorando que también Jumpy sufría las mismas inconfesables ansias, cruzó la ciudad para aproximarse a Mishal Sufyan.
Él pensaba que sería una reunión pequeña, y había imaginado una trastienda llena de tipos sospechosos con el aspecto y la oratoria de Malcolm X (Chamcha recordaba que le había divertido cierto chiste de un cómico de la televisión -«Está aquel del negro que se cambió el nombre adoptando el de Mr. X y luego demandó a News of the World por libelo»-, con lo que provocó una de las peores peleas de su matrimonio), y alguna que otra mujer indignada; él esperaba mucho puño cerrado y mucha rectitud moral. Lo que encontró fue una sala grande, la Casa de los Amigos de Brickhall, atestada de todos los tipos imaginables: mujeres viejas y anchas y colegiales uniformados, Rastas y trabajadores de hostelería, el personal del pequeño supermercado chino de Plassey Street, caballeros sobriamente vestidos y chicos turbulentos, blancos y negros. El ánimo de la multitud distaba mucho de ser la especie de histerismo evangélico que él había imaginado; era tranquilo, preocupado, deseoso de saber lo que podía hacerse. Había cerca de él una joven negra que miró su atuendo con expresión de regocijo; él la miró a su vez y ella rió: «Oh, perdón, no quería molestar.» Ella llevaba una insignia lenticular de las que cambian el mensaje cuando te mueves. Según el ángulo, se leía: Uhuru por el Simba o Libertad para el León. «Es por el significado del nombre que ha elegido -explicó ella innecesariamente-. En africano.» ¿Qué lengua?, preguntó Saladin. Ella se encogió de hombros y se volvió hacia los oradores. Africano: nacido, según ella, en Lewisham, o Depford, New Cross, era todo lo que ella necesitaba saber… Pamela le siseó al oído. «Veo que por fin has encontrado a alguien que te hace sentirte superior.» Todavía podía leer en él como en un libro abierto.
Una mujer pequeñita de unos setenta y cinco años fue conducida al estrado que se levantaba a un extremo de la sala por un hombre huesudo que, según observó Chamcha casi con alivio, parecía realmente un dirigente del Poder Negro americano, concretamente el joven Stokely Carmichael -las mismas vehementes gafas-, y que hacía las veces de una especie de presentador. Resultó ser Walcott Roberts, hermano menor del doctor Simba, y la ancianita, Antoinette, su madre. «Sabe Dios cómo saldría de esa mujer algo tan grande como Simba», susurró Jumpy, y Pamela frunció el entrecejo con severidad por un sentimiento nuevo de solidaridad con todas las embarazadas, del pasado tanto como del presente. Pero cuando Antoinette Roberts empezó a hablar, su voz era lo bastante potente para llenar la sala sólo por capacidad pulmonar. Ella quería hablar del comportamiento de su hijo en la vista preliminar, y la señora tenía elocuencia. La suya era la que Chamcha consideraba una voz educada; hablaba con el acento de la BBC del que ha aprendido la pronunciación inglesa por la radio, pero también había evangelio en sus palabras, y sermón del fuego infernal. «Mi hijo llenó esa sala -dijo al silencioso auditorio-. Señor, y cómo la llenó. Sylvester (ya me perdonaréis si uso el nombre que yo le puse, sin menospreciar el nombre de guerrero que él eligió para sí; es sólo por la costumbre), Sylvester, se alzó en aquella sala como Leviatán de las olas. Quiero que sepáis cómo habló: habló alto y habló claro. Habló mirando al adversario a los ojos, y ¿creéis que el fiscal le hizo bajar la mirada? Ni en un mes de domingos. Y quiero que sepáis lo que dijo: "Yo comparezco aquí", declaró mi hijo, "porque he optado por desempeñar el viejo y honorable papel del negro arrogante. Estoy aquí porque no estuve dispuesto a parecer razonable. Estoy aquí por mi ingratitud." Era un coloso entre enanos. "Que nadie se equivoque", dijo en ese tribunal, "estamos aquí, hemos venido a cambiar las cosas. Yo reconozco, desde luego, que nosotros también seremos cambiados; africanos, caribeños, indios, pakistaníes, bangladeshíes, chipriotas, chinos, somos diferentes de como seríamos si no hubiéramos cruzado el océano, si nuestras madres y nuestros padres no hubieran cruzado los cielos en busca de trabajo y dignidad y de una vida mejor para sus hijos. Hemos sido hechos de nuevo; pero digo que también nosotros reharemos esta sociedad, la reformaremos de arriba abajo. Nosotros seremos los leñadores que cortarán la madera muerta y los jardineros de la madera nueva. Ahora nos toca a nosotros". Quiero que penséis en lo que mi hijo, Sylvester Roberts, el doctor Uhuru Simba, ha dicho en la sala de justicia. Pensad en ello mientras decidimos lo que hay que hacer.»
Su hijo Walcott la ayudó a bajar del estrado entre los vítores y cantos; ella inclinó la cabeza sobriamente en dirección al ruido. Siguieron discursos menos carismáticos. Hanif Johnson, abogado de Simba, hizo una serie de sugerencias: la galería de visitantes debía estar llena a rebosar; los jueces debían darse cuenta de que eran observados; habría piquetes en la puerta de la audiencia, y se organizarían turnos; se necesitaba recaudar fondos. Chamcha murmuró a Jumpy: «Nadie habla de sus antecedentes de agresión sexual.» Jumpy se encogió de hombros. «Algunas de las mujeres a las que atacó están en esta sala. Mishal, por ejemplo, está ahí, fíjate, en el rincón, al lado del estrado. Pero no es el momento ni el lugar para hablar de eso. La conducta sexual de Simba es, digamos, un problema familiar. Mientras que aquí se trata de los problemas del Hombre.» En otras circunstancias, Saladin habría tenido mucho que decir en respuesta a esta afirmación. Por ejemplo, habría argumentado que los antecedentes de violencia de un hombre no podían descartarse tan fácilmente ante una acusación de asesinato. También, que no le gustaba el empleo de términos americanos tales como «el Hombre» en el peculiar contexto británico, porque aquí no había un pasado de esclavitud; parecía un intento de robar atributos a otras luchas más peligrosas, como tampoco podía aplaudir la decisión de los organizadores de alternar los discursos con canciones tan significativas como We Shall Overcome e, incluso, Por todos los santos del cielo Nkosi Sikelel' iAfrika. Como si todas las causas fueran una, y todas las historias, intercambiables. Pero no dijo ninguna de estas cosas, porque empezaba a darle vueltas la cabeza y a perder el sentido, ya que, por primera vez en su vida, había tenido una portentosa premonición de su muerte.
Hanif Johnson terminaba su discurso. Como ha escrito el doctor Simba, lo nuevo entrará en esta sociedad por los actos colectivos, no por los individuales. Citaba, según observó Chamcha, uno de los más populares slogans de Camus. El paso de la palabra a la acción moral, decía Hanif, tiene un nombre: humanización. Y ahora una bonita joven angloasiática, con una nariz un poquito bulbosa y una voz de blues grave y ligeramente cascada, se entregó a la canción de Bob Dylan / Pity the Poor Immigrant. Otra nota falsa e importada, porque aquella canción parecía un poco hostil hacia los inmigrantes, aunque había frases que te hacían vibrar, como la de las visiones del inmigrante que se rompen como el cristal, y de que está obligado a «construir su ciudad con sangre». A Jumpy, empeñado en resucitar con su poesía la vieja imagen racista de los ríos de sangre, debía de gustarle aquello. Estas cosas las experimentaba y pensaba Saladin como desde una considerable distancia. ¿Qué había sucedido? Esto: cuando Jumpy Joshi le hizo notar la presencia de Mishal en la sala, Saladin Chamcha, al mirarla, vio arder un fuego en el centro de la frente de la muchacha; y sintió, en el mismo instante, el batir y la sombra fría de un par de alas gigantescas. Se le nubló la vista, fenómeno que suele acompañar a la visión doble, porque le parecía que miraba a dos mundos a la vez; uno, la sala de actos, brillantemente iluminada, prohibido fumar, y el otro, un mundo de fantasmas en el que Azraeel, el ángel exterminador, bajaba en picado hacia él, y en el que la frente de una muchacha podía desprender llamas amenazadoras. Para mí ella es la muerte, eso es lo que significa, pensó Chamcha en uno de los dos mundos, mientras en el otro se decía que no fuera idiota; muchos de los que estaban en la sala llevaban esos estúpidos adornos tribales que últimamente se habían puesto de moda: aureolas de neón verde o cuernos de diablo pintados con fósforo; Mishal, probablemente, llevaría alguna pieza de bisutería de la Era espacial. Pero su otro yo volvió a la carga: esa chica te está vedada, le decía, no se nos ofrecen todas las posibilidades. El mundo es finito; nuestras ilusiones lo desbordan. Y en aquel momento entró en escena su corazón patapum, pumba, badabam.
Estaba fuera, Jumpy le atendía solícito y hasta la propia Pamela parecía preocupada. «La que está embarazada soy yo», le dijo con cierto rudo afecto. «¿Y quién te mandaba desmayarte? -insistía Jumpy-. Vale más que vengas conmigo a mi clase; descansas un rato y después te acompaño a casa.» Pero Pamela quería llamar a un médico. No, no, iré con Jumpy. No pasa nada. Es que ahí dentro hacía calor. Faltaba el aire. La ropa era de mucho abrigo. Una tontería. Nada.
Había un cine de arte y ensayo al lado de la sala de actos, y Saladin estaba apoyado en el cartel de una película. La película era Mefisto, la historia de un actor que es seducido por el nazismo. En el cartel, el actor -el alemán Klaus Maria Brandauer- estaba vestido de Mefistófeles, con la cara blanca, una capa negra y los brazos levantados. Sobre su cabeza había unas líneas de Fausto:
¿Quién eres pues?
Parte de ese Poder, no comprendido,
Que siempre quiere el Mal, y siempre hace el Bien.
En el centro deportivo casi no se atrevía a mirar a Mishal (que también había salido de la reunión de Simba con tiempo para ir a clase). Aunque ella le saludó efusivamente, has vuelto, apuesto que porque querías verme, qué bien, él apenas consiguió decirle dos palabras con un mínimo de cortesía y mucho menos, preguntar llevabas un no sé qué luminoso en medio de la, porque ahora no lo llevaba, mientras levantaba las piernas y flexionaba su cuerpo largo, esplendoroso con sus leotardos negros. Hasta que, al advertir su frialdad, ella se retrajo, confusa y dolida.
«Nuestra otra estrella no ha venido hoy -dijo Jumpy a Saladin durante un descanso-. Miss Alleluia Cone, la mujer que subió al Everest. Me hubiera gustado presentártela. Ella conoce, bueno, al parecer, vive con Gibreel. Gibreel Farishta, el actor, el otro superviviente de la catástrofe.»
El cerco se está cerrando. Gibreel derivaba hacia él, al igual que la India cuando, después de desgajarse del protocontinente de Gondwanaland, flotó hacia Laurasia. (Distraídamente, advirtió que sus procesos mentales sacaban extraños símiles.) Cuando colisionaran, la fuerza del choque levantaría Himalayas. ¿Qué es una montaña? Un obstáculo; una trascendencia; sobre todo, un efecto.
«¿Adónde vas? -le gritaba Jumpy-. Habíamos quedado en que yo te llevaría. ¿Te encuentras bien?
Perfectamente. Necesito andar un poco, y basta.
«De acuerdo, pero sólo si estás seguro.»
Seguro. Salir de prisa, sin mirar hacia la resentida Mishal… La calle. De prisa, hay que marcharse cuanto antes de este sitio funesto, de este submundo. Dios: no hay escape. Unos escaparates, una tienda de instrumentos musicales, trompetas saxofones oboes, ¿cómo se llama?, «Buen Viento», y aquí, en el escaparate, un cartel barato. Que anuncia la vuelta inminente de, justo, el arcángel Gibreel. Su vuelta y la salvación del mundo. Camina. Vete pronto.
… Para ese taxi. (Sus ropas inspiran deferencia al taxista.) Suba, caballero; ¿le molesta la radio? Un científico que estaba en aquel secuestro aéreo y perdió media lengua. Americano. Se la reconstruyeron, dice, con carne que le sacaron del trasero, con perdón. A mí no me haría ninguna gracia que me metieran un cacho de posadera en la boca, pero el pobre tío no tenía elección. Un tipo raro. Y con unas ideas curiosas.
En la radio, Eugene Dumsday, con su nalguda lengua, hablaba de las lagunas de los restos fósiles. El diablo quería silenciarme, pero el buen Dios y la técnica quirúrgica americana se lo impidieron. Estas faltas eran el caballo de batalla del creacionista: si lo de la selección natural era verdad, ¿dónde estaban las mutaciones casuales descartadas? ¿Dónde estaban los niños monstruos, las crías deformes de la evolución? Los fósiles no soltaban prenda. Ni un solo caballo de tres patas. Es inútil discutir con esa gente, dijo el taxista. Yo personalmente no paso por eso de Dios. Inútil, una pequeña parte de la razón de Chamcha estaba de acuerdo. Inútil sugerir que «los restos fósiles» fueran una especie de archivo. Además, desde Darwin la teoría de la evolución había recorrido un largo camino. Ahora se argumentaba que en las especies se producían cambios importantes, no del modo ciego y casual que se creía al principio, sino a grandes saltos. La historia de la vida no era un avance desordenado -al estilo tan inglés de la clase media- que la filosofía victoriana quiso que fuera, sino algo violento, una cosa de transformaciones dramáticas y acumulativas: según la vieja fórmula, más revolución que evolución. Ya tengo bastante, dijo el taxista. Eugene Dumsday se desvaneció del éter siendo sustituido por música disco. Ave arque vale.
Aquel día Saladin Chamcha comprendió que había estado viviendo en un estado de paz falsa, que el cambio en él era irreversible. Un mundo nuevo y sombrío se había abierto ante él (o dentro de él) cuando cayó del cielo; por más que él se aplicara a tratar de recrear su vieja existencia, aquello, ahora lo veía, era un hecho que no podía deshacerse. Creía ver ante él una carretera que se bifurcaba hacia derecha e izquierda. Cerró los ojos, se arrellanó en el asiento del taxi y escogió el camino de la izquierda.
La temperatura siguió subiendo; la ola de calor llegó a su punto culminante y se mantuvo en él durante tanto tiempo que toda la ciudad, sus edificios, sus ríos y canales y sus habitantes se aproximaron peligrosamente al punto de ebullición; entonces Mr. Billy Battuta y su compañera, Mimi Mamoulian, recién llegados a la metrópoli después de ser huéspedes de la autoridad penal de Nueva York, anunciaron una gran fiesta para celebrar su «salida». Los socios de Billy consiguieron que su causa fuera vista por un juez bien dispuesto; la simpatía personal del acusado hizo que todas y cada una de las ricas «primas» a las que había extraído generosas sumas para la recompra de su alma al diablo (incluida Mrs. Struwelpeter) firmaran una petición de clemencia, en la que las señoras expresaban su convicción de que Mr. Battuta se había arrepentido sinceramente de su error, y solicitaban, considerando su promesa de concentrarse en lo sucesivo en su brillante carrera empresarial (cuya utilidad social en términos de creación de riqueza y de puestos de trabajo, apuntaban, debía ser tomada en consideración por el tribunal como atenuante de sus delitos), y su propósito de someterse a tratamiento psiquiátrico para vencer su debilidad por las travesuras ilegales, solicitaban, decía, de Su Señoría le impusiera una pena más leve que la cárcel, «la finalidad disuasoria que comporta tal encarcelamiento quedaría mejor servida, en este caso -en opinión de las señoras -, por una condena de naturaleza más cristiana». A Mimi, considerada simple instrumento de Billy cegada por el amor, se le dejó la sentencia en suspenso; para Billy, la pena fue deportación y una fuerte multa, pena considerablemente aligerada al otorgar el juez la petición del abogado de Billy de que se concediera a su cliente la oportunidad de salir del país voluntariamente, sin tener el estigma de la orden de deportación estampado en el pasaporte, lo cual causaría grave daño a sus múltiples intereses comerciales. Veinticuatro horas después del juicio, Billy y Mimi estaban otra vez en Londres, carcajeándose de todo ello en el Crockford's y enviando artísticas invitaciones para la que prometía ser la fiesta de las fiestas de aquella temporada excepcionalmente calurosa. Una de las invitaciones, con ayuda de Mr. S. S. Sisodia, llegó a la residencia de Alleluia Cone y Gibreel Farishta; otra fue a parar, con cierto retraso, a la guarida de Saladin Chamcha, deslizada por debajo de la puerta por el solícito Jumpy. (Mimi llamó a Pamela para invitarla, agregando, con su rudeza habitual: «¿Tienes idea de dónde puede estar tu marido?» A lo que Pamela respondió con un balbuceo muy inglés, sí, este… pero. Mimi le sacó toda la historia en menos de media hora, lo cual no está mal, y concluyó en tono triunfal: «Parece que se te arreglan las cosas, Pam. Tráetelos a los dos; trae a todo el mundo. Será un circo.»)
El escenario de la fiesta fue otro de los inexplicables triunfos de Sisodia: consiguió, al parecer gratuitamente, el gigantesco escenario de los estudios cinematográficos Shepperton, por lo que los invitados tendrían a su disposición la enorme reproducción del Londres dickensiano que se había construido en él. Una adaptación musical de la última novela del gran escritor, rebautizada ¡Amigo!, con libreto y música del célebre genio de la revista Mr. Jeremy Bentham, había tenido un éxito colosal en el West End y en Londres, a pesar de lo macabro de algunas de sus escenas; ahora, por consiguiente, Los cantaradas, como era conocida en el medio, recibía los honores de una producción cinematográfica de gran presupuesto. «Los de re-re-relaciones pu-públicas -dijo Sisodia a Gibreel por teléfono- piensan que una fi-fi-fiesta con tanto fa-fa-famoso será un buen co-co-comienzo de ca-ca-campafia.»
Llegó la noche señalada; una noche de calor espantoso.
¡Shepperton! Pamela y Jumpy ya han llegado, transportados en alas del MG de Pamela, cuando Chamcha, que ha rehusado su compañía, se apea de uno de los coches de la flota que los anfitriones han puesto a disposición de los invitados que prefieren que conduzca otro. Y también ha venido otra persona; aquel con el que nuestro Saladin cayó a la tierra, ha venido; está paseando por el interior. Chamcha entra en la arena, y se asombra. Aquí Londres ha sido alterado, no, condensado, según los imperativos de la película. Caramba, si la Stucconia de los Veneering, esa gente nueva y tan remilgada, está tocando a Portman Square, con el tétrico rincón en el que habitan varios Podsnap. Y peor aún: fíjate, los montones de basuras de Boffin Bower que se supone tienen que estar en las inmediaciones de Holloway, en esta metrópoli reducida quedan al lado de las habitaciones de Fascination Fledgeby, en el Albany, el corazón del West End. Pero los invitados no parecen inclinados a refunfuñar; aquella ciudad renacida, incluso revuelta, te corta la respiración; especialmente la zona del inmenso estudio por la que serpentea el río, el río con sus nieblas y la barca de Gaffer Hexam, el Támesis en marea baja pasa por debajo de dos puentes, uno de hierro y otro de piedra. En sus muelles adoquinados suenan las alegres pisadas de los invitados, y también sordas pisadas siniestras. Un puré de guisantes artificial vaga sobre el escenario.
Personajes del gran mundo, maniquíes de alta costura, estrellas de cine, magnates de la industria, miembros menores de la familia real, políticos útiles y gentecilla similar sudan y se codean, en estas calles de imitación, con hombres y mujeres tan sudorosos como los invitados «auténticos» y tan artificiales como las calles: son los extras vestidos con trajes de época y una selección de los principales intérpretes de la película. Chamcha, que en el mismo instante de avistarlo se da cuenta de que este encuentro ha sido la verdadera finalidad de su viaje -hecho del que ha conseguido permanecer ignorante hasta este momento-, descubre a Gibreel entre la cada vez más bullanguera muchedumbre.
Sí: allí, en el Puente de Londres Hecho De Piedra, sin lugar a duda, ¡Gibreel! Y ésa debe de ser su Alleluia, su Reina de las Nieves ¡Cone! ¡Qué aire de displicencia parece haber asumido, cómo escora hacia la izquierda varios grados, y qué encandilada está ella! Cómo le quiere todo el mundo: porque, en la fiesta, él está entre los principales, con Battuta a su izquierda, Sisodia a la derecha de Allie, y alrededor una serie de caras que, de París a Tomboctú, reconocería cualquiera. Chamcha se abre paso trabajosamente entre la multitud, que se hace más densa a medida que se acerca al puente; pero está decidido -¡Gibreel, llegará hasta Gibreel! -, cuando, con estrépito de platillos, empieza una música potente, una de las piezas inmortales de Mr. Bentham de las que paran la representación, y la multitud se divide como el mar Rojo ante los hijos de Israel. Chamcha casi pierde el equilibrio, retrocede dando un traspié y la multitud lo aplasta contra un falso edificio con armazón de madera que figura -¿y qué si no?- un anticuario; y él se resguarda en su interior, mientras una muchedumbre de señoras de pecho generoso, gorros de encaje y blusitas vaporosas, acompañadas por una superabundancia de caballeros con chistera, bajan por la margen del río, bailando y cantando a voz en cuello.
¿Qué clase de persona es Nuestro Común Amigo?
¿Qué se propone?
¿Es la clase de persona de la que puedes fiarte?
etcétera, etcétera, etcétera.
«Tiene gracia -dice una voz de mujer a su espalda-, pero cuando hacíamos la obra en el teatro C… la compañía iba caliente a más no poder; lo nunca visto. Los que estaban en escena se quedaban cortados, con la mente en blanco, por todo lo que pasaba entre bastidores.»
La que habla, observa Saladin, es joven, pequeña, bien formada y bastante atractiva, tiene la piel reluciente de sudor, está sofocada por el vino y, evidentemente, se encuentra aquejada de la misma fiebre libidinosa a la que se refiere. En la «tienda» hay poca luz, pero él distingue el brillo de sus ojos. «Tenemos tiempo -prosigue ella con naturalidad-. Cuando termine toda esa gente viene el solo de Mr. Podsnap.» Y, adoptando una postura que es una experta imitación del gesto grandilocuente del agente de los Seguros Marítimos, se lanza a una versión personal del número de Podsnap:
Es la nuestra una Lengua muy Rica,
Una Lengua Difícil para Extranjeros:
Es la nuestra la Nación Afortunada,
Bendita y a Salvo de Peligros…
A continuación, en un recitado a lo Rex Harrison, dice a un Extranjero invisible: «¿Le Gusta Londres? ¿Eynormemung rico? Enormemente Rico, decimos aquí. Nuestros adverbios No terminan en Mung. ¿Y Encuentra Usted, Caballero, Muchas Muestras de nuestra Constitución Británica en las Calles de la Metrópoli Mundial, Londres, London, Londres? Yo diría -agrega, sin abandonar el tono de Podsnap- que hay en el inglés una combinación de cualidades, una modestia, una independencia, una responsabilidad, un sosiego que en vano buscaríamos entre las Naciones de la Tierra.»
La criatura ha ido acercándose a Chamcha mientras recitaba, al tiempo que se desabrochaba la blusa, y él, como una mangosta ante una cobra, se ha quedado pasmado; ella descubre su bien formado seno derecho y se lo ofrece, señalando el dibujo que ha trazado en él -como acto de orgullo cívico- del plano de Londres nada menos, con rotulador rojo, y el río en azul. La metrópoli le llama; pero él, profiriendo un grito absolutamente dickensiano, sale del anticuario y, a empujones, se zambulle en el barullo de la calle.
Gibreel le mira fijamente desde el Puente de Londres; sus miradas se encuentran, o así lo cree Chamcha. Sí: Gibreel levanta, y agita, un brazo desencantado.
Lo que sigue es tragedia. O, por lo menos, eco de tragedia, ya que la tragedia auténtica con todas las de la ley no está al alcance de los hombres y mujeres modernos, o eso dicen. Una imitación burlesca para nuestra época degradada y mimética, en la que los payasos repiten lo que antes hicieron héroes y reyes. Bien, pues, sea. Pero la pregunta que aquí se plantea sigue siendo tan grande como ha sido siempre, y es ésta: la naturaleza del mal, cómo nace, por qué se desarrolla, cómo toma posesión, unilateralmente, de la multilátera alma humana. O, por así decirlo: el enigma de Yago.
No es insólito que los exégetas literario-teatrales, derrotados por el personaje, atribuyan los actos de éste a la «maldad gratuita». El mal es mal y tiene que hacer mal, y punto; el veneno de la serpiente es su misma definición. Pues bien, aquí no valen estos fatalismos. Mi Chamcha puede no ser un Anciano de Venecia, ni mi Allie una Desdémona estrangulada, ni Farishta una réplica del Moro, pero, por lo menos, estarán caracterizados con las explicaciones que mi entendimiento permita. Decíamos que Gibreel saluda agitando una mano; Chamcha se acerca; el telón se levanta ante un escenario que se oscurece.
Observemos, ante todo, cuán solo está este Saladin; su única compañía voluntaria, una desconocida achispada, de pecho cartográfico. Él avanza solo, pues, entre aquella muchedumbre en fiesta en la que todos parecen (pero no son) amigos de todos; mientras que, en el Puente de Londres está Farishta, rodeado de admiradores, en el mismo centro de la multitud; y, después, apreciemos el efecto que ejerce en Chamcha, que amaba a Inglaterra en la imagen de su perdida esposa inglesa, la presencia rubia, pálida y glacial de Alleluia Cone al lado de Farishta; arrebata una copa de la bandeja de un camarero que pasa por su lado, bebe de prisa, toma otra copa; y cree ver, en la distante Allie, la magnitud de su pérdida; y también en otros aspectos Gibreel está convirtiéndose rápidamente en la suma de las derrotas de Saladin; porque allí, con él, ahora, en este momento, está otra traidora; una oveja con piel de corderita, más de cincuenta y parpadeando como una niña de dieciocho, la agente de Chamcha, la temible Charlie Sellers; a él no lo compararías con un chupasangres de Transylvania, ¿eh, Charlie?, grita interiormente el airado observador; y agarra otra copa; y, en el fondo de la copa, ve su propio anonimato, la celebridad del otro y la gran injusticia de la diferencia; especialmente -cavila amargamente- porque Gibreel, el conquistador de Londres, no concede ningún valor al mundo que ahora tiene a sus pies -pero si el muy cerdo siempre se burlaba, el Mismo Londres, Vilayet, los ingleses, compa, son fríos como peces, palabra-; Chamcha, a medida que avanza inexorablemente hacia él a través de la muchedumbre, cree ver, ahora mismo, aquella misma mueca burlona en la cara de Farishta, el desdén de un Podsnap a la inversa, para el que todo lo inglés merece burla en lugar de elogio – ¡Ay, Dios, qué crueldad que él, Saladin, cuyo objetivo y cruzada fue hacer de ésta su ciudad, tenga que verla de rodillas ante su desdeñoso rival! -; o sea que, además, hay esto: que a Chamcha le gustaría calzarse los zapatos de Farishta, mientras que su propio calzado no tiene el menor interés para Gibreel. ¿Qué es imperdonable?
Chamcha, al mirar a la cara de Farishta por primera vez desde su accidentada separación en el recibidor de Rosa Diamond, al ver la extraña inexpresividad en los ojos del otro, recuerda con una intensidad abrumadora aquella otra inexpresividad, Gibreel en la escalera, sin hacer nada, mientras él, Chamcha, astado y cautivo, era arrastrado hacia la noche; y siente renacer el odio, siente que su bilis verde fresca le llena de pies a cabeza; nada de excusas, exclama, a hacer puñetas los atenuantes y los qué-podía-hacer-él; lo que no tiene perdón no tiene. No se puede juzgar una herida interna por el tamaño del agujero.
O sea: Gibreel Farishta, juzgado por Chamcha, recibe un veredicto más severo que el de Mimi y Billy en Nueva York, y es declarado culpable, a perpetuidad, de Lo Imperdonable. De lo cual se deriva lo que se deriva. Pero vamos a permitirnos especular un poco acerca de la verdadera naturaleza de esta Ofensa Inexpiable, de este Colmo. ¿Es realmente, puede ser realmente, sólo su silencio en la escalera de Rosa? ¿O hay resentimientos más profundos, quejas de las que esta llamada Causa Primaria no es, en realidad, sino un símbolo, una tapadera? Porque ¿no son estos dos hombres, cada uno, antítesis, la sombra del otro? El uno que pretende ser transformado en lo extranjero que admira, y el otro que prefiere, desdeñosamente, transformar. Uno, un infeliz que continuamente parece ser castigado por delitos no cometidos; el otro, calificado de angélico por todos, el tipo de hombre al que todo le es perdonado. De Chamcha podríamos decir que no da la talla normal; pero el turbulento y ordinario Gibreel indudablemente la excede de mucho, disparidad que fácilmente podría inspirar a Chamcha el deseo de emular a Procrustes: crecer cortando a Farishta lo que le sobra. ¿Qué es imperdonable?
¿Qué, sino la indefensión de saber que una persona en la que no confías conoce hasta lo más íntimo de tu ser? ¿Y no ha visto Gibreel a Saladin Chamcha en circunstancias – secuestro, caída, arresto- en las que los secretos de su ser fueron plenamente expuestos?
Bien, entonces. ¿Nos acercamos a la clave? ¿Debemos decir siquiera que éstos son dos tipos de personalidad fundamentalmente diferentes? ¿No podríamos convenir en que Gibreel, a pesar de su nombre artístico y sus interpretaciones, y a pesar de sus slogans sobre el renacimiento, el nuevo comienzo, la metamorfosis, ha deseado permanecer, en gran medida, coherente, es decir, unido a su pasado y derivado de él; que él no eligió ni su casi fatal enfermedad ni la caída de efecto transmutador; que, en realidad, lo que él más teme son los estados de alteración en los que sus sueños se filtran y enseñorean de su vigilia, convirtiéndolo en aquel Gibreel angélico que él no quiere ser, de manera que la suya es todavía una personalidad que, para nuestros actuales fines, podemos calificar de «verdadera»…, mientras que Saladin Chamcha es una criatura de incoherencias seleccionadas, una reinvención deliberada; siendo su opción por la rebeldía contra la historia lo que le hace, en nuestro lenguaje convencional, «falso»? ¿Y no podríamos decir también que es esta falsedad de la personalidad lo que hace posible en Chamcha una falsedad peor y más profunda -llamémosla «maldad»-, y que ésta es, en verdad, la puerta que nosotros abrimos en él por su caída? Mientras que Gibreel, siguiendo la lógica de nuestra terminología establecida, debe ser considerado «bueno» en virtud de desear seguir siendo, a pesar de todas sus vicisitudes, en el fondo, un hombre consecuente consigo mismo.
Pero, y otra vez pero: esto suena, ¿verdad que sí?, peligrosamente a sofisma. Puesto que tales distinciones se basan, como es de rigor, en la idea del yo como un ente (idealmente) homogéneo, sin hibridación, puro -¡idea francamente fantástica!-, no pueden, no deben bastar. ¡No! Al contrario, permítasenos decir algo aún más duro: ese mal puede no estar tan profundamente sepultado bajo nuestra superficie como nos gusta creer. Que, en realidad, nosotros propendemos hacia él naturalmente, es decir, no contra nuestra naturaleza. Y que Saladin Chamcha se propuso destruir a Gibreel Farishta porque, finalmente, ello resultaba tan fácil; el verdadero atractivo del mal es la seductora facilidad con la que uno puede aventurarse por ese camino. (Y, digamos en conclusión, la ulterior imposibilidad del regreso.)
Pero Saladin Chamcha insiste en atribuirle una causa más simple. «Fue su traición en casa de Rosa Diamond; su silencio, nada más.»
Pone el pie en el falso Puente de Londres desde un teatro de títeres cercano, instalado en una caseta a rayas rojas y blancas, Mr. Punch -zurrando a Judy- le grita: ¡Éste es el sistema! Después de lo cual Gibreel saluda, desmintiendo, con la incongruente languidez de la voz, la vehemencia de las palabras: «Compa, ¿pero eres tú? Condenado diablo. Hay que ver, en persona. Ven aquí, Salad baba, viejo Chumch.»
Sucedió esto:
En el momento en que Saladin Chamcha se acercó a Allie Cone lo suficiente para quedar petrificado y helado por sus ojos, sintió que su renovada hostilidad hacia Gibreel se hacía extensiva a aquella mujer de mirada de cero-grados y vete-a-paseo, su aire de conocer un grande y misterioso secreto del universo, y también una expresión que luego él llamaría feroz, un no sé qué ausente, insensible, antisocial, independiente, una esencia. ¿Por qué le irritó tanto? ¿Por qué, cuando ella aún ni había abierto la boca él ya la consideraba parte del enemigo?
Quizá porque la deseaba; y deseaba, todavía más, lo que él consideraba aquella íntima seguridad; por carecer de ella, la envidiaba, y trataba de dañar lo que envidiaba. Si amor es el anhelo de parecerse (incluso de ser) a la persona amada, el odio, podemos decir que puede ser engendrado por la misma ambición cuando no puede ser satisfecha.
Sucedió esto: Chamcha inventó una Allie y se convirtió en antagonista de su invención…, pero no lo dejó traslucir. Sonrió, le estrechó la mano, estuvo encantado de conocerla; y abrazó a Gibreel. Me uno a él para desquitarme. Allie, sin sospechar nada, se excusó. Los dos debían tener tantas cosas de qué hablar, dijo; y, prometiendo volver en seguida, se alejó; a explorar, como dijo ella. Él observó que cojeaba ligeramente durante los dos o tres primeros pasos, luego se detenía y se alejaba con paso firme. Una de las cosas que él desconocía de ella era su dolor.
Sin saber que el Gibreel que ahora tenía delante, de mirada distante y saludo superficial, estaba bajo estrecha vigilancia médica; ni que tenía que tomar a diario ciertas drogas que le embotaban los sentidos, a causa de la muy real posibilidad de una recaída en su enfermedad que ya tenía nombre, a saber: esquizofrenia paranoica; ni que durante mucho tiempo, a instancias de Allie, había permanecido apartado de la gente del cine, de la que ella había llegado a desconfiar enérgicamente desde su último ataque; ni que su asistencia a la fiesta Battuta-Mamoulian era algo a lo que ella se había opuesto rotundamente, y no había accedido sino después de una escena terrible en la que Gibreel le había gritado que no quería permanecer prisionero y que estaba decidido a hacer otro esfuerzo para volver a su «vida real»; ni que el esfuerzo de cuidar a un amante desequilibrado que veía duendecitos pequeños como murciélagos colgados cabeza abajo del frigorífico había dejado a Allie más gastada que una camisa vieja, imponiéndole los papeles de enfermera, chivo expiatorio y muleta -exigiéndole, en suma, actuar en contra de su propia naturaleza compleja y atormentada-; sin saber nada de esto, sin comprender que el Gibreel al que ahora miraba y al que creía ver, Gibreel encarnación de toda la buena fortuna, que el desventurado Chamcha, perseguido por las furias, desconocía, era tan invención suya como la Allie de sus antipatías, la clásica rubia ahí-te-pudras o mujer fatal ideada por su imaginación envidiosa, atormentada y orestiana; no obstante, Saladin, en su ignorancia, descubrió por casualidad la rendija en la armadura (un tanto quijotesca, reconozcámoslo) de Gibreel y comprendió cómo podía destruir con la mayor rapidez a su aborrecido oponente.
Una pregunta trivial de Gibreel le dio pie. Limitado por los sedantes a la cháchara inane, preguntó vagamente: «Y, cuenta, ¿cómo está tu buena esposa?» A lo que Chamcha, con la lengua suelta por el alcohol, espetó: «¿Cómo? Preñada. Enceinte. Jodidamente embarazada.» El soporífico Gibreel no advirtió la violencia de la respuesta, sonrió distraídamente, rodeó con el brazo los hombros de Saladin. «Shabash mubarak -le felicitó-. ¡Compa! ¡Qué rapidez!»
«Felicita a su amigo -gruñó roncamente Saladin-. Mi viejo camarada Jumpy Joshi. Ése sí que es un hombre, lo reconozco. Parece ser que las mujeres se vuelven locas. Sabe Dios por qué. Todas quieren un hijo suyo y ni siquiera se paran a pedirle permiso.»
«¿Y se puede saber quiénes son todas? -gritó Gibreel, haciendo volver cabezas y a Chamcha retroceder sorprendido-. ¿Quiénes son quiénes quiénes?», vociferó, provocando risitas achispadas. Saladin Chamcha también rió, pero sin alegría. «Se puede saber. Mi mujer, por ejemplo, ahí tienes quién. No es una señora, mister Farishta, Gibreel. Pamela, mi nada señora esposa.»
En aquel preciso instante quiso la suerte que -mientras Saladin, bastante bebido, estaba completamente ajeno al efecto que sus palabras causaban en Gibreel, en cuya mente se habían combinado dos imágenes con explosivo efecto, la primera de las cuales el súbito recuerdo de Rekha Merchant en una alfombra voladora advirtiéndole del secreto deseo de Allie de tener un hijo sin informar al padre, quién pide permiso a la semilla para plantarla, y la segunda, el cuerpo del instructor de artes marciales en carnal revolcón con la susodicha Miss Alleluia Cone-, decía que quiso la suerte que la figura de Jumpy Joshi apareciera cruzando el «Puente de Southwark» presa de cierta agitación, buscando a Pamela, por cierto, de la que había sido separado por la misma avalancha de coros dickensianos que había empujado a Saladin hacia el metropolitano busto de la señorita en el Anticuario. «Hablando del diablo -señaló Saladin-, ahí va ese canalla.» Se volvió hacia Gibreel, pero Gibreel había desaparecido.
Llegó Allie Cone, fuera de sí. «¿Dónde está? ¡Hostia! ¿Es que no puedo dejarlo solo ni un jodido segundo? ¿No podía usted vigilarlo mejor?»
«¿Qué? ¿Se puede saber qué ocurre…?» Pero Allie había vuelto a perderse entre la gente, de manera que cuando Chamcha vio a Gibreel cruzar el «Puente de Southwark» ya no podía oírle. Y aquí estaba ahora Pamela preguntando: «¿Has visto a Jumpy?» Y él señaló: «Por ahí», y también ella se marchó sin una palabra de cortesía; y entonces se vio a Jumpy que cruzaba el «Puente de Southwark» en sentido opuesto, con los rizos más revueltos que nunca y los estrechos hombros encogidos debajo del abrigo que no había querido quitarse, mirando en derredor, con el pulgar camino de la boca; y, poco después, Gibreel cruzaba el simulacro de puente en la misma dirección que Jumpy.
En suma, los hechos empezaban a tener aire de farsa; pero cuando, minutos después, el actor que interpretaba el papel de «Gaffer Hexam» que vigilaba aquel tramo del Támesis dickensiano en busca de cadáveres flotantes a los que aligeraba de sus objetos de valor antes de entregarlos a la policía, se acercó remando rápidamente por el río cinematográfico, con el revuelto pelo gris de su personaje de punta, la farsa acabó bruscamente; porque en su siniestra barca, yacía el cuerpo exánime de Jumpy Joshi envuelto en empapado abrigo. «Le han dejado tieso de un palo -dijo el barquero, señalando el enorme chichón que se levantaba en la coronilla de Jumpy-, y estando inconsciente en el agua, es un milagro que no se ahogara.»
Una semana después, con motivo de una vehemente llamada telefónica de Allie Cone, que le había localizado a través de Sisodia, Battuta y, finalmente Mimi, y que parecía haberse descongelado bastante, Saladin Chamcha viajaba en un Citroën tipo rubia de tres años gris metalizado que la futura Alicja Boniek había regalado a su hija antes de marcharse para una larga visita a California. Allie había ido a esperarle a la estación de Carlisle y repetido sus anteriores disculpas telefónicas: «Yo no debí hablarle de aquel modo, usted no sabía nada, me refiero a su, en fin, gracias a Dios que nadie vio la agresión, y parece que han echado tierra al caso, pero ese pobre hombre, un golpe de remo en la cabeza, qué horror; en fin, hemos venido al Norte, a casa de unos amigos míos que están de viaje, porque parecía preferible marcharse lejos de la gente, y ahora pregunta por usted; creo que su compañía puede serle beneficiosa y, sinceramente, a mí tampoco me vendrá mal una ayuda», lo cual dejó a Saladin un poco mejor informado pero consumido por la curiosidad. Y ahora Escocia desfilaba ante las ventanillas del Citroën a una velocidad alarmante: un borde de la Muralla de Adriano, Gretna Green, el antiguo refugio de las parejas que se fugaban y, luego, hacia el interior, camino de las Uplands meridionales; Ecclefechan, Lockerbie, Beattock, Elvanfoot. Para Chamcha, todas las poblaciones fuera del área metropolitana eran profundidades del espacio interestelar y los viajes por esas regiones estaban sembrados de peligros: porque una avería en semejante desierto equivalía a morir solo e ignorado. Observó con alarma que uno de los faros del Citroën estaba roto, que el indicador de combustible señalaba rojo (resultó que también estaba roto), que anochecía, y que Allie conducía como si la A74 fuera el circuito de Silverstone en una mañana de sol. «No puede llegar muy lejos sin transporte, pero nunca se sabe -explicó ella sombríamente-. Hace tres días robó las llaves del coche y lo encontraron circulando en dirección contraria por un carril de salida de la M6 gritando de la Condenación. Preparaos para la venganza del Señor, dijo a los policías de la autopista, porque pronto llamaré a mi ayudante Azraeel. Lo escribieron todo en sus cuadernos.» Chamcha, con el corazón lleno todavía de sus propias ansias de venganza, simuló pena y comprensión. «¿Y Jumpy?”, preguntó. Allie soltó el volante y extendió las manos con las palmas hacia arriba en actitud de yo-me-rindo, mientras el coche se desviaba de modo espeluznante en la sinuosa carretera. «Los médicos dicen que esos celos posesivos pueden formar parte del cuadro; o, por lo menos, pueden hacer de disparador de la locura.»
Ella se alegraba de poder hablar con alguien; y Chamcha se prestaba a escuchar de buen grado. Si ella se fiaba, era señal de que Gibreel se fiaba también: él no tenía intención de defraudar su confianza. Un día él traicionó mi confianza; dejemos ahora que él confíe en mí, durante una temporada. Él era un titiritero novicio; había que estudiar los hilos para averiguar qué accionaba cada uno de ellos… «No puedo evitarlo – decía Allie-. No sé por qué, me siento culpable. Lo nuestro no va, y la culpa es mía. Mi madre se enfada cuando digo estas cosas.» Alicja, a punto de subir al avión del Oeste, aconsejó a su hija en la Terminal Tres. «No sé de dónde sacas esas ideas -exclamó entre viajeros con mochila, carteras y llorosas mamás asiáticas-. Podríamos decir que tampoco la vida de tu padre se desarrolló según el plan. ¿Y hay que echarle la culpa a él por los campos de concentración? Estudia la Historia, Alleluia. En este siglo, la Historia ha dejado de tomar en consideración la vieja orientación psicológica de la realidad. Quiero decir que en nuestros días el carácter ya no determina el destino. El destino lo determina la economía. Lo determina la ideología. Lo determinan las bombas. ¿Qué le importa al hambre, a la cámara de gas, a la granada, cómo has vivido? Llega la crisis, llega la muerte y tu patético yo individual nada puede hacer sino sufrir los efectos. Este Gibreel tuyo… puede ser la manera en que tú debas experimentar los efectos de la Historia.» Alicja, sin avisar, había vuelto al estilo de vestir fastuoso que prefería Otto Cone y, al parecer, a una oratoria acorde con los grandes sombreros negros y los perifollos. «Que te diviertas en California, mamá», dijo Allie secamente. «Una de nosotras es feliz -dijo Alicja-. ¿Por qué no había de ser yo?» Y, antes de que su hija pudiera responder, cruzó garbosamente la barrera de sólo-viajeros mostrando pasaporte, tarjeta de embarque y pasaje, y se dirigió en línea recta hacia los frascos de Opium y las botellas de Gordon's Gin libres de impuestos que se vendían debajo de un letrero luminoso en el que se leía: Compre con ventaja.
A la última luz del día, la carretera rodeaba un espolón de monte desarbolado y cubierto de brezo. Hacía mucho tiempo, en otra tierra y otro crepúsculo, Chamcha había rodeado otro espolón como aquél y avistado los restos de Persépolis. Pero ahora iba a ver una ruina humana; no a admirarla y tal vez, incluso (porque la decisión de hacer el mal nunca se toma definitivamente hasta el instante de la acción; siempre hay una última oportunidad de volverse atrás), a profanarla. A grabar su nombre en la carne de Gibreel: Saladin woz ear. «¿Por qué seguir a su lado? -preguntó a Allie y, sorprendido, vio que ella se ruborizaba-. ¿Por qué no ahorrarse tantos sinsabores?»
«En realidad, yo a usted no le conozco, no le conozco de nada -empezó, hizo una pausa y tomó una decisión-. No me enorgullezco de la respuesta, pero es la verdad -dijo-. Es por la sexualidad. Él y yo juntos somos algo increíble, perfecto, como nada que yo haya conocido. Unos amantes de ensueño. Él parece saber. Parece conocerme.» No dijo más; la noche le ocultaba la cara. Se recrudeció la amargura de Chamcha. Por todas partes, amantes de ensueño: y él, a mirar. Apretó los dientes y, sin querer, se mordió la lengua.
Gibreel y Allie se habían escondido en Durisdeer, un pueblo tan pequeño que ni taberna tenía, y vivían en una vieja iglesia retirada del culto, una freekirk convertida en vivienda -las connotaciones religiosas de la frase resultaban extrañas a Chamcha- por un arquitecto amigo de Allie que había hecho fortuna con estas metamorfosis de lo sagrado en profano. A Saladin le pareció un lugar bastante sombrío, a pesar de sus paredes blancas, luces indirectas y mullidas alfombras de pared a pared. Había lápidas funerarias en el jardín. Chamcha se dijo que él no habría elegido semejante lugar para retiro de un hombre que sufría ilusiones paranoicas de ser el primer arcángel de Dios. La freekirk estaba un poco apartada de la aproximadamente docena de casas de piedra y teja que constituían la comunidad: aislada, incluso en aquel aislamiento. Gibreel estaba en la puerta, una sombra sobre el recibidor iluminado, cuando el coche se detuvo. «Ya estás aquí -gritó-. Yaar, me alegro. Bienvenido a la recondenada cárcel.»
Los medicamentos hacían torpe a Gibreel. Mientras estaban los tres sentados a la mesa de pino de tea de la cocina, bajo la lámpara de sube y baja modelo sofisticado con interruptor de graduación de la luz, tiró dos veces la taza de café (estaba ostentosamente abstemio; pero Allie sirvió dos buenas dosis de whisky para hacer compañía a Chamcha) y, maldiciendo, revolvió la cocina en busca de servilletas de papel para enjugar el líquido. «Cuando me harto de estar así, lo dejo sin decir nada -confesó-. Y entonces empiezan los desastres. Te lo juro, compa, no me resigno a que esto no vaya a terminar nunca, que siempre haya de estar o con las píldoras o con bichos en la sesera. No lo aguanto. Te lo juro, yaar, si supiera que era esto, entonces, bas, no sé, yo haría, no sé lo que haría.»
«Cierra la boca», dijo Allie en voz baja. Pero él empezó a gritar: «Compa, si hasta la pegué, ¿no lo sabías? ¡La mierda! Un día la tomé por un demonio especie de rakshasa y la zurré. ¿Tú sabes lo que es el poder de la locura?»
«Pero, por fortuna para mí, yo había ido a… oooop, yiee… clases de defensa personal -sonrió Allie-. Él exagera para quedar bien. En realidad, él fue el que acabó de bruces en el suelo.» «Fue aquí mismo», corroboró Gibreel mansamente. El suelo de la cocina era de grandes losas. «Pues ya tuvo que dolerte», aventuró Chamcha. «Y que lo digas -rugió Gibreel, con extraña alegría-. Me quedé tieso.»
El interior de la freekirk había sido dividido en una gran sala cuya altura abarcaba los dos pisos (en lenguaje de los agentes de la propiedad, «doble volumen») de la antigua capilla y otra mitad más convencional, con cocina y comedor abajo y dormitorios y baño arriba. Chamcha, que, sin saber por qué, no podía dormir aquella noche, salió a la sala grande (y helada: la ola de calor persistía en el sur de Inglaterra, pero hasta aquí arriba no llegaba ni una salpicadura, y el tiempo era otoñal y frío) y se puso a pasear entre las voces fantasmales de los predicadores pretéritos mientras Gibreel y Allie follaban a todo volumen. Lo mismo que Pamela. Trató de pensar en Mishal, en Zeeny Vakil, pero no sirvió de nada. Se tapó los oídos con los dedos, luchando contra los efectos sonoros de la cópula entre Farishta y Alleluia Cone.
Aquéllas fueron desde el principio unas relaciones peligrosas, reflexionó Saladin: primero, el espectacular abandono de carrera y precipitado viaje de Gibreel a través de medio mundo, y, ahora, la inflexible determinación de Allie de acabar con ello, derrotar al ángel loco que él llevaba dentro y ayudarle a recuperar la condición humana que ella amaba. Ellos no estaban para pactos; ellos iban a todo o nada. En tanto que él, Saladin, no había tenido reparo en vivir bajo el mismo techo que su esposa y el amante. ¿Cuál era la mejor actitud? El capitán Akab se ahogó, pensó, y fue Ishmael, el carpintero, quien vivió para contarlo.
Por la mañana, Gibreel dispuso la ascensión al «Pico» local. Allie se excusó, aunque era evidente para Chamcha que la vida campestre la hacía resplandecer. «Recondenada Piesplanos -apostrofó Gibreel cariñosamente-. Vámonos, Salad. Nosotros, ratas de ciudad, enseñaremos a la conquistadora del Everest cómo se sube una montaña. Esto es el mundo al revés, yaar. Nosotros nos vamos a escalar montañas y ella se queda en casa haciendo llamadas de negocios.» Saladin pensaba de prisa: ahora comprendía por qué ella cojeaba en Shepperton, y comprendía también que este retiro tendría que ser temporal, que Allie, al venir aquí, sacrificaba su propia vida, y no podría seguir sacrificándola indefinidamente. ¿Qué tenía que hacer él? ¿Alguna cosa? ¿Nada? Si había que tomar venganza, ¿cuándo y cómo? «Ponte estas botas -ordenó Gibreel-. ¿Dirías que aguantará sin llover todo el condenado día?»
No fue así. Cuando llegaron a lo alto de la cima elegida por Gibreel para la excursión, la llovizna los envolvía. «Bonita vista -jadeó Gibreel-. Mírala, ahí está, ahí abajo, bien retrepada, como el Gran Panjandrum.» Señalaba la freekirk. Chamcha, con el corazón alborotado, se sentía ridículo. Tendría que empezar a comportarse como el hombre que tiene problemas cardíacos. ¿Qué gracia tenía morirse de un ataque al corazón en lo alto de esta montaña raquítica, bajo la lluvia? Gibreel sacó los prismáticos y empezó a registrar el valle. Apenas se veía alguien: dos o tres hombres con perros, unos cuantos corderos, nada más. Gibreel siguió a los hombres con la mirada. «Ahora que estamos solos -dijo de pronto-, puedo decirte la verdad de por qué hemos venido a este agujero desierto. Es por ella. Sí, sí; no te dejes engañar por mi actuación. Es por su recondenada belleza. Los hombres, compa, la persiguen como las moscas. ¡Te lo juro! Yo los veo cómo se la comen con la mirada y cómo tratan de parchearla. No hay derecho. Ella es una persona muy reservada, la persona más reservada del mundo. Tenemos que protegerla de esos guarros.»
Esta revelación pilló desprevenido a Saladin. Pobre desgraciado, pensó; desde luego, estás perdiendo el seso a marchas forzadas. Y, pisándole los talones a este pensamiento, otra frase apareció en su cabeza como por arte de magia: Pero no creas que vaya a perdonarte por eso.
Durante el trayecto de vuelta a la estación de Carlisle, Chamcha hizo un comentario sobre la despoblación del campo. «No hay trabajo -dijo Allie-. Por eso está vacío. Gibreel dice que no le entra que todo este espacio vacío sea señal de pobreza; que, después de las aglomeraciones de la India, esto es un lujo.» «¿Y su propio trabajo? – preguntó Chamcha-. ¿Qué piensa usted hacer?» Ella le sonrió: la fachada de mujer de hielo había desaparecido hacía tiempo. «Es muy amable al interesarse. Yo pienso que un día mi vida estará en el centro y será lo primero. O, bueno, aunque me resulta difícil usar la primera persona del plural: nuestra vida. Así suena mejor, ¿verdad?»
«No se deje acaparar -aconsejó Saladin-. No le permita que la aparte de los demás, de Jumpy, de su propio mundo, de lo que sea.» Éste es el momento en el que puede decirse que empezó realmente su campaña, en el que puso el pie en aquel camino placentero por el que sólo se podía ir en un sentido. «Tiene razón -decía Allie-. Ay, Dios mío, si él supiera. Su precioso Sisodia, por ejemplo: ése no persigue sólo a las principiantes de metro noventa, que también le gustan, desde luego.» Se le ha insinuado, supuso Chamcha; y automáticamente archivó la información para futura utilización. «No sabe lo que es la vergüenza -rió Allie-. En las mismas narices de Gibreel. Pero las negativas no le ofenden: baja la cabeza, murmura no impo-po-porta y aquí no ha pasado nada. ¿Se imagina si se lo contara a Gibreel?»
En la estación, Chamcha deseó suerte a Allie. «Tendremos que volver a Londres para un par de semanas -dijo ella por la ventanilla del coche-. Tengo reuniones. Usted y Gibreel podrían salir; su compañía le ha hecho bien.»
Que Allie Cone, el tercer punto de un triángulo de ficciones -porque ¿no se habían unido Gibreel y Allie en gran medida porque habían imaginado a una «Allie» y un «Gibreel» ideales de los que cada cual podía enamorarse; y no les imponía ahora Chamcha las ansias de su propio confuso y defraudado corazón?-, que Allie Cone, decía, hubiera de ser el inconsciente e inocente agente de la venganza de Chamcha se manifestó más claramente aún al que la tramaba, Saladin, cuando descubrió que Gibreel, con el que había salido a pasear una ecuatoriana tarde londinense, nada deseaba tanto como describir con embarazosos detalles el éxtasis carnal que le deparaba el lecho de Allie. ¿Qué clase de persona, se decía Saladin con desagrado, es la que disfruta exponiendo sus intimidades a los demás? Gibreel (con fruición) describía posturas, mordiscos amorosos y el vocabulario secreto del deseo mientras paseaban por Brickhall Fields entre colegialas y crios con patines y papás que lanzaban torpemente boomerangs y platillos volantes a niños desdeñosos, y sorteaban la carne horizontal de secretarias que se asaban lentamente; y Gibreel interrumpió sus transportes eróticos para comentar, agriamente, que «A veces, cuando miro a esta gente color de rosa, en vez de piel, compa, lo que veo es carne putrefacta; la huelo aquí -se golpeó las fosas nasales con énfasis, como si revelara un misterio-, en la nariz.» Y volvió a la entrepierna de Allie, a sus ojos empañados, al perfecto valle de la parte baja de su espalda, a sus grititos. Aquel hombre estaba en inminente peligro de estallar. La frenética energía, la exaltada minuciosidad de sus descripciones indujeron a Chamcha a pensar que había vuelto a reducir las dosis, que estaba encaramándose hacia la cresta de un delirio, aquella febril excitación que se parecía a una borrachera en una cosa (según Allie), en que Gibreel, cuando, inevitablemente, volvía a bajar a la tierra, no podía recordar nada de lo que había dicho o hecho. Las descripciones seguían y seguían: la extraordinaria longitud de sus pezones, su aversión a que se metieran con su ombligo, la sensibilidad de los dedos de los pies. Chamcha se dijo que, con locura o sin locura, lo que revelaba esta charla sobre el sexo (porque también recordaba lo que Allie le dijera en el Citroen) era la debilidad de aquella llamada «gran pasión» -término que ella había utilizado sólo medio en broma- porque, en definitiva, no tenía nada más de bueno; sencillamente, sus relaciones no tenían ningún otro aspecto que ponderar. No obstante, al mismo tiempo, empezaba a sentirse excitado. Se veía a sí mismo mirándola por la ventana, desnuda como una actriz en la pantalla, y unas manos de hombre la acariciaban de mil maneras llevándola hasta el éxtasis; llegó a pensar que él era aquellas manos, casi sentía su piel fresca, su estremecimiento, casi oía sus gritos. Se contuvo. Su deseo le asqueó. Ella era inalcanzable; esto era la perversión del mirón, y él no estaba dispuesto a sucumbir. Pero el deseo que habían despertado las revelaciones de Gibreel no se desvanecía.
En realidad, según se recordó Chamcha, la obsesión sexual de Gibreel tenía que facilitarle las cosas. «Desde luego, es una mujer muy atractiva», aventuró, y recibió con satisfacción una larga y furibunda mirada. Después de lo cual Gibreel, haciendo un ostensible esfuerzo por dominarse, rodeó a Saladin con un brazo y tronó: «Perdona, compa, pero por lo que se refiere a ella, soy muy susceptible. ¡Pero tú y yo! ¡Nosotros somos bhai-bhai! Dos buenos camaradas que han pasado las peores pruebas y salido de ellas con una sonrisa; ven, ya estoy cansado de este parque insulso. Vámonos a la ciudad.»
Está el momento de antes del mal; luego está el momento del, y está el momento de después, cuando ya se ha dado el paso y cada nuevo movimiento resulta progresivamente más fácil.
«Encantado -dijo Chamcha-. Me alegro de verte con tan buen aspecto.»
Por su lado pasó un niño de seis o siete años en una bicicleta BMX. Chamcha volvió la cabeza para seguirlo con la mirada y vio que el niño se alejaba suavemente por una avenida de árboles que formaban un túnel de hojas por entre las cuales se filtraba aquí y allí una gota de la candente luz del sol. La impresión de descubrir el escenario de su sueño desorientó momentáneamente a Chamcha y le dejó mal sabor de boca: el sabor agrio de lo que pudo haber sido y no fue. Gibreel paró un taxi e indicó Trafalgar Square.
Oh, sí, aquel día estaba eufórico, despotricando contra Londres y los ingleses con mucho de su antiguo brío. Allí donde Chamcha veía una grandeza atractivamente desvaída, Gibreel veía un naufragio, un Crusoe de ciudad, arrojado a la isla de su pasado, que, con la ayuda de su Viernes, es decir, las clases bajas, trataba de guardar las apariencias. Bajo la mirada de leones de piedra, Gibreel perseguía palomas gritando: «Compa, en nuestra tierra estas gorditas no durarían ni un día; vamos a llevarnos una para la cena.» El alma inglesa de Chamcha se encogía de vergüenza. Después, en Covent Garden, describió a Gibreel el día en que el viejo mercado de frutas y verduras fue trasladado a Nine Elms. Las autoridades, para combatir las ratas, habían tapado las alcantarillas y matado a decenas de miles; pero unos cientos sobrevivieron. «Aquel día, las ratas hambrientas infestaban las aceras -recordó-. Iban por todo el Strand y el puente de Waterloo, entrando y saliendo de las tiendas, buscando comida desesperadamente. Gibreel resopló. «Ahora sí que veo que esto es un barco que se hunde -exclamó, y Chamcha se sintió furioso consigo mismo por haberle dado pie-. Hasta las jodidas ratas se van. -Y, después de una pausa-: Lo que necesitaban era un flautista, ¿no? Que las llevara a la perdición con música.»
Cuando no insultaba a los ingleses o describía el cuerpo de Allie desde la raíz del pelo hasta el suave triángulo de «el lugar del amor, el condenado yoni», parecía querer hacer listas: ¿cuáles eran sus diez libros favoritos, y sus diez películas, y actrices de cine, y platos. Chamcha daba respuestas cosmopolitas y convencionales. Su lista de películas incluía Potemkin, Kane, Otto e Mezzo, Los siete samurais, Alphaville, El ángel exterminador. «Bien te han lavado el cerebro -rió burlonamente Gibreel-. Todo, pedante bazofia occidental.» Sus diez favoritos de todo eran «de nuestra tierra» y agresivamente populares. Madre India, Mr. India, Shree Charsawbees: ni Ray, ni Mrinal Sen, ni Aravindan, ni Ghatak. «Tienes la cabeza tan llena de porquería, que has olvidado todo lo que merece la pena conocer.»
Su excitación creciente, su gárrula determinación de convertir el mundo en una serie de listas de éxitos, su brioso caminar -al final del paseo debían de haber recorrido, por lo menos, treinta kilómetros-, indicaban a Chamcha que ya no se necesitaría mucho para hacerle caer. Parece ser que yo también me he convertido en un hombre de confianza, Mimi. El arte del asesino consiste en atraerse a la víctima; así es más fácil acuchillarla. «Empiezo a tener hambre -anunció Gibreel imperiosamente-. Llévame a uno de tus diez restaurantes favoritos.»
En el taxi, Gibreel pinchaba a Chamcha, que no le había informado de su destino. «Algún rincón francés, ¿eh? O japonés, seguro, con peces crudos o pulpos. Ay, Dios, ¿por qué me fío de tus gustos?»
Llegaron al Shaandaar Café.
Jumpy no estaba.
Por lo visto, Mishal Sufyan no se había reconciliado con su madre; Mishal y Hanif estaban ausentes, y ni Anahita ni su madre dedicaron a Chamcha un saludo que pudiera considerarse cálido. Sólo Haji Sufyan se mostró afable: «Pase, pase, siéntese, tiene muy buen aspecto.» El café estaba extrañamente vacío, y ni la presencia de Gibreel causó gran revuelo. Chamcha tardó unos segundos en darse cuenta de lo que ocurría; lo advirtió al reparar en el cuarteto de jóvenes blancos que ocupaban una mesa del rincón y que buscaban camorra.
El camarero bengalí (al que Hind había tenido que contratar después de la marcha de su hija mayor) que se acercó a tomar nota -berenjenas, sikh kababs, arroz- lanzaba torvas miradas al problemático cuarteto que, al parecer, estaban muy bebidos. Amin, el camarero, estaba tan furioso con Sufyan como con los borrachos. «No debió dejarles entrar -murmuró dirigiéndose a Chamcha y Gibreel-. Ahora yo tengo que servirles. Claro, como que él no está en primera línea.»
Los borrachos fueron servidos al mismo tiempo que Chamcha y Gibreel. Cuando empezaron a quejarse de la comida, el ambiente se cargó más aún. Finalmente, se levantaron. «Nosotros no comemos esta mierda, guarras -gritó el cabecilla, un tipo escuchimizado de pelo pajizo y cara blanca, chupada y con granos-. Esto es mierda. Os jodéis, guarras.» Sus tres compañeros salieron del café riendo y soltando palabrotas. El jefe no se decidía a marchar. «¿Disfrutáis de la comida? -gritó a Chamcha y Gibreel-. Es una puta mierda. ¿Eso es lo que coméis en vuestra tierra? Guarras.» Gibreel tenía una expresión que decía, alto y claro: de manera que en esto se han convertido los ingleses, esa gran nación de conquistadores. No contestó. El enano cara de rata se acercó: «Os he hecho una pregunta. O sea: ¿disfrutáis de vuestra puta mierda de cena?» Y Saladin Chamcha, quizá porque le molestaba que Gibreel no hubiera tenido que verse cara a cara con el hombre al que por muy poco no había matado -y, además, por la espalda, a lo cobarde-, respondió, casi maquinalmente: «Disfrutaríamos de no ser por usted.» Cara de rata, tambaleándose, asimiló la información, y entonces hizo algo sorprendente. Aspiró profundamente e irguió su metro sesenta de estatura; después se inclinó y escupió, violenta y copiosamente, sobre la comida.
«Baba, si eso está entre tus diez mejores -dijo Gibreel en el taxi de regreso-, no me lleves a los sitios que te gustan menos.»
«Minnamin, Gut mag alkan, Pern dirstan -respondió Chamcha-. Quiere decir: "Mi vida, Dios te da el hambre y el diablo la sed", Nabokov.»
«Ya está otra vez -se lamentó Gibreel-. ¿Y qué condenada lengua es ésa?»
«Una lengua inventada por el autor. Eso se lo dice al pequeño Kinbote su niñera, que es de Zembla. En Fuego pálido.'»
«Perndirstan -repitió Farishta-. Suena a nombre de país, o, quizá, de infierno. En fin, me rindo. ¿Cómo se puede leer a un hombre que escribe en una lengua inventada por él?»
Estaban llegando al piso de Allie en Brickhall Fields. «El comediógrafo Strindberg -dijo Chamcha abstraído, como sumido en profundos pensamientos-, después de dos matrimonios desgraciados, se casó con una famosa y encantadora actriz de veinte años llamada Harriet Bosse. Estaba deliciosa en el papel de "Puck" en El sueño. Además, él le escribió una obra: el papel de "Eleanora" en Pascua. Un "ángel de paz". Los jóvenes se volvían locos por ella, y Strindberg, bueno, se puso tan celoso que estuvo a punto de perder la razón. Quería tenerla encerrada en casa, donde los hombres no pudieran verla. Ella quería viajar y él le llevaba libros de viajes. Era como la vieja canción de Cliff Richard: Gonna lock her up in a trunk / so no big hunk / can steal her away from me (La encerraré en un baúl / para que no me la robe un pedazo de bruto).»
Farishta movió afirmativamente su espesa cabeza. Había caído en una especie de ensueño. «¿Y qué pasó?», preguntó cuando llegaban a su destino. «Ella lo dejó -respondió Chamcha inocentemente-. Dijo que no podía identificarlo con la raza humana.»
Alleluia Cone, al salir del Metro, camino de su casa, iba leyendo la carta que su madre le había enviado desde Stanford, Calif., y que rezumaba una felicidad delirante. «Si alguien te dice que la felicidad es inalcanzable -escribía Alicja con una caligrafía grande, retorcida, inclinada hacia atrás y zurda-, envíamelo y yo le explicaré. Yo la encontré dos veces, una con tu padre, como tú sabes, y otra con este hombre bueno y ancho que tiene la cara del color de las naranjas que aquí crecen por todas partes. Paz y sosiego, Allie. Es mucho mejor que la pasión. Pruébalo, te gustará.» Al levantar la mirada, Allie vio el fantasma de Maurice Wilson sentado en la copa de una gran haya con su habitual indumentaria de lana -boina escocesa, jersey de rombos y pantalón de golf-, demasiado abrigado para aquel calor. «Ahora no tengo tiempo para ti», le dijo ella, y él se encogió de hombros. Puedo esperar. Volvían a dolerle los pies. Ella apretó los dientes y siguió andando.
Saladin Chamcha, escondido bajo la misma haya desde la que el fantasma de Maurice Wilson seguía el doloroso caminar de Allie, vio a Gibreel Farishta salir violentamente del edificio de pisos en el que esperaba con impaciencia el regreso de Allie; vio que tenía los ojos enrojecidos y estaba furioso. Los demonios de los celos estaban posados en sus hombros y él gritaba la vieja canción, dóndediablos sepuedesaber nocreasquemeladas quétehascreído perraperraperra. Al parecer, a falta de Jumpy, Strindberg había surtido efecto.
El observador de la copa del árbol se esfumó; el otro, moviendo la cabeza con satisfacción, se alejó por una avenida sombreada por frondosos árboles.
Las llamadas telefónicas que entonces empezaron a recibir, tanto Allie como Gibreel, primeramente en el piso de Londres y, después, en una remota dirección de Dumfries and Galloway, no eran muy frecuentes; pero tampoco puede decirse que fueran infrecuentes. No eran tantas voces como para no resultar plausibles; pero sí las suficientes. No eran llamadas breves, como las que hacen los del jadeo y otros parásitos de la red telefónica, pero, por otra parte, nunca duraban lo suficiente para que la policía, que estaba a la escucha, pudiera localizar la llamada. Tampoco duró mucho todo el desagradable episodio: un total de tres semanas y media, al cabo de las cuales los comunciantes abandonaron definitivamente; pero hay que señalar que duró exactamente el tiempo necesario, es decir, hasta que Gibreel Farishta hizo a Allie Cone lo mismo que anteriormente hiciera a Saladin; a saber: Lo Imperdonable. Hay que señalar que nadie, ni Allie, ni Gibreel, ni siquiera los escuchas profesionales que ellos introdujeron, sospecharon ni un momento que las llamadas fueran obra de un solo hombre; pero para Saladin Chamcha, en tiempos conocido (aunque sólo en los medios especializados) como el Hombre de las Mil Voces, esta simulación fue cosa fácil, sin esfuerzo y sin riesgo. En total, tuvo que seleccionar (de sus mil y una voces) no más de treinta y nueve.
Cuando contestaba Allie, oía voces de hombre que le murmuraban al oído secretos íntimos, voces de desconocidos que parecían conocer los más recónditos detalles de su cuerpo, seres sin rostro que demostraban conocer por experiencia sus preferencias entre la miríada de formas del amor; y, una vez empezaron los intentos de localizar las llamadas, se agravó la humillación, porque ahora Allie ya no podía colgar simplemente, sino que tenía que seguir escuchando, con la cara ardiendo y la espalda helada, procurando (sin conseguirlo) prolongar las llamadas.
También Gibreel recibía su ración de voces: soberbios aristócratas byronianos que se jactaban de haber «conquistado el Everest», guasones barriobajeros, voces empalagosas de «buen amigo» que mezclaban la advertencia y la irónica conmiseración, a buen entendedor, no se puede ser tan confiado es que aún no te has enterado, cualquier cosa con pantalones, pobre imbécil, te lo dice un amigo. Pero una voz se destacaba entre todas, la voz aterciopelada y vibrante de un poeta, una de las primeras que oyó Gibreel y la que le llegó más adentro; una voz que hablaba exclusivamente en verso, y recitaba unos refranes de aparente ingenuidad que contrastaban violentamente con la obscenidad de la mayoría de comunicantes, una voz que, para Gibreel, era la más insidiosa y amenazadora de todas.
Me gusta el pan, me gusta el vino,
Me gusta todo lo que haces conmigo.
Díselo a ella, musitó la voz, antes de colgar. Otro día, otro verso:
Me gusta la manteca, me gusta la tostada,
Pero más me gusta mi enamorada.
Dale el recado, haz el favor. Había algo diabólico, decidió Gibreel, algo profundamente inmoral en la idea de poner en la lascivia esta envoltura de copla inocente.
Manzanita roja, tarta de limón,
Cómo te quiere mi corazón.
A… Yo… Yo… Gibreel, indignado y atemorizado, colgó violentamente el aparato y empezó a temblar. Después de aquello, el de los versos dejó de llamar durante un tiempo; pero ésta era la voz que más esperaba y temía Gibreel, quizá porque ya presentía que esta maldad infernal e infantil sería lo que le destruiría definitivamente.
¡Y qué fácil resultó! ¡Qué cómodamente se instaló la maldad en esas cuerdas vocales de ductilidad infinita, esos hilos de titiritero! ¡Con qué seguridad se aventuraba por el hilo telefónico, serena y ágil como un volatinero; con qué confianza entraba en presencia de la víctima, tan segura de su efecto como un hombre apuesto con un traje bien cortado! ¡Y con qué cuidado aguardaba su momento, enviando todas las voces menos la voz que daría el tiro de gracia -porque también Saladin había comprendido el especial poder de las coplas-: voces graves y voces chillonas, lentas y rápidas, tristes y alegres, agresivas y tímidas. Una a una goteaban en los oídos de Gibreel, debilitando su noción del mundo real, atrayéndolo poco a poco a su red de engaños, de manera que, poco a poco, sus obscenas mujeres imaginarias empezaron a envolver a la mujer real como una película viscosa y verde y, a pesar de las protestas de ella, él empezó a alejarse; y llegó el momento del regreso de los versos satánicos que le enloquecían.
Violetas azules, rosas rojas,
Tú eres la más dulce de todas.
Pásalo. Había vuelto, tan inocente como siempre, a poner un torbellino de mariposas en el agarrotado estómago de Gibreel. A partir de entonces, los versos se hicieron más groseros y frecuentes. Algunos tenían malicia de patio de escuela:
Cuando pasa por el puente
No mira a la gente,
Cuando pasa por el callejón
No lleva ropa interior
y otros, con ritmo de animación deportiva:
Calzas de fuego, que me muero,
¡Halarí! ¡Halará!
¡Aleluya! ¡Aleluya!
¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!
Y, finalmente, cuando habían regresado a Londres, un día en que Allie salió para asistir a la ceremonia de inauguración de un supermercado de congelados en Hounslow, la última copla:
Azul es la violeta y amarilla la retama,
Ya la tengo en la cama.
Adiós, capullo. Línea.
Cuando Alleluia Cone regresó a casa, Gibreel ya no estaba y, en el silencio del devastado apartamento, ella juró que esta vez habían terminado para siempre, que no volvería a darle asilo, por roto y arrepentido que volviera suplicando perdón y amor; porque, antes de marcharse, Gibreel se había vengado cruelmente destruyendo su colección de Himalayas, reunida a lo largo de los años, derritiendo el Everest de hielo que guardaba en el congelador, descolgando y rasgando la seda de paracaídas que tenía sobre la cama simulando montañas y triturando (había usado el hacha que ella guardaba con el extintor en el armario de las escobas) el precioso e insustituible recuerdo de su conquista del Chomolungma tallado por Pemba, el sherpa, advertencia y conmemoración. A Ali Bibi. Nosotros tener suerte. No probar otra vez.
Allie abrió las ventanas de guillotina y gritó a los inocentes Brickhall Fields. «¡Muérete despacio! ¡Al infierno!»
Luego, llorando, llamó por teléfono a Saladin Chamcha para darle la mala noticia.
Mr. John Maslama, propietario del club nocturno Cera Caliente, la marca discográfica del mismo nombre y de «El Buen Viento», la legendaria tienda en la que podías conseguir las mejores trompas -clarinetes, saxofones, trombones- que se soplaban en todo Londres, era hombre ocupado, por lo que siempre atribuiría a la intervención de la Divina Providencia la feliz casualidad que le hizo estar presente en la tienda de las trompetas cuando el Arcángel de Dios entró en ella con el trueno y el rayo ciñendo su noble frente como laureles. Mr. Maslama, comerciante práctico, hasta aquel momento había ocultado a sus empleados su trabajo extraordinario de heraldo principal del Ser Celestial y Semidivino, y sólo ponía carteles en los escaparates cuando estaba seguro de que nadie le observaba, omitiendo firmar los anuncios que insertaba en periódicos y revistas con considerable dispendio personal, para proclamar la Gloria inminente del Advenimiento del Señor. Redactaba comunicados de prensa a través de una empresa de relaciones públicas subsidiaria de la agencia Valance, solicitando que se protegiera escrupulosamente su anonimato. «Nuestro cliente está en disposición de afirmar -anunciaban crípticamente estos sueltos que, durante algún tiempo hicieron las delicias de los profesionales de Fleet Street, que nos encontraban hilarantes- que sus ojos han visto la Gloria antes mencionada. Gibreel está entre nosotros en este momento, en algún lugar del centro de Londres, probablemente en Camden, Brickhall, Tower Hamlets o Hackney, y pronto se manifestará, quizá dentro de unos días o unas semanas.» Todo esto lo ignoraban los tres dependientes altos y lánguidos de «El Buen Viento» (Maslama no quería dependientas: «Yo estoy convencido -decía- de que, en materia de cuerno, nadie se fía de una mujer»); por lo cual ninguno de ellos daba crédito a sus ojos cuando su jefe, siempre tan serio, experimentó bruscamente un completo cambio de personalidad y salió al encuentro de aquel desconocido de gesto feroz y mejillas sin afeitar como si fuera Dios Omnipotente. Con sus zapatos de charol de dos tonos, traje Armani y pelo planchado a lo Robert de Niro sobre pobladas cejas, Maslama no era de los que se arrastran, pero ahora se arrastraba como una condenada serpiente, haciendo a un lado al personal, yo atenderé al señor, con reverencias y andando para atrás, ¿habráse visto? De todos modos, el hombre llevaba debajo de la camisa un cinturón lleno de dinero del que empezó a sacar billetes de los grandes; señaló una trompeta que estaba en un estante alto, ésa, así, ni más ni menos, casi sin mirarla, y Mr. Maslama que, zas, se sube a la escalera. Yo la bajo, yo la bajo, y ahora viene lo mejor, y es que no quería cobrar, ¡Maslama! no, señor, le decía, no vale nada, señor, pero el tipo pagó de todos modos, le metió los billetes en el bolsillo del pecho como a un botones, si no lo veo, y luego el cliente va y se vuelve hacia la tienda y grita: Yo soy la mano derecha de Dios. Así, sin más, como si hubiera llegado el puñetero Día del Juicio. Y, después de esto, Maslama, que estaba histérico, hasta se puso de rodillas. Entonces, el tipo levantó la trompeta sobre su cabeza y gritó: ¡Yo impongo a esta trompeta el nombre de Azraeel, la Trompeta Final, el Exterminador de Hombres!, y nosotros allí, te lo juro, petrificados, porque ahora alrededor de la cabeza de aquel fulano, que estaba lo que se dice de atar, apareció una luz, ¿sabes?, que parecía salir de un punto situado detrás de la coronilla.»
Una aureola.
Ustedes dirán lo que quieran, repetían los tres dependientes a todo el que quería escucharles, ustedes dirán lo que quieran, pero nosotros vimos lo que vimos.
La muerte del doctor Uhuru Simba, anteriormente Sylvester Roberts, mientras estaba bajo custodia esperando juicio, fue descrita por el oficial de enlace de la prefectura de la comunidad de Brickhall, un tal inspector Stephen Kinch, como «un caso entre un millón». Al parecer, el doctor Simba sufría una pesadilla tan espantosa que le hizo gritar en sueños de modo penetrante, atrayendo la inmediata atención de los dos oficiales de guardia. Estos caballeros corrieron hacia la celda y llegaron a tiempo de ver la figura gigantesca del durmiente salir literalmente despedida del catre, bajo la maligna influencia del sueño, y caer al suelo. Ambos oficiales oyeron un fuerte chasquido; era el sonido que hizo el cuello del doctor Uhuru Simba al romperse. La muerte fue instantánea.
La diminuta madre del muerto, Antoinette Roberts, de pie en la parte trasera del camión de su hijo menor, con un vestido y sombrero negros, baratos, el velo de luto echado hacia atrás en señal de desafío, no tardó en recoger las palabras del inspector Kinch y arrojárselas a su cara ancha, fláccida e impotente, cuya expresión azorada revelaba la humillación de oírse llamar por sus compañeros de cuerpo el negrata o, peor aún, el champiñón, porque se le tenía siempre a oscuras y, de vez en cuando -por ejemplo, en las actuales lamentables circunstancias-, la gente le echaba toda la mierda encima. «Quiero que comprendáis -declamaba Mrs. Roberts a la considerable multitud que se había congregado airadamente a la puerta de la comisaría de High Street- que esta gente juega con nuestra vida. Se cruzan apuestas sobre nuestras posibilidades de supervivencia. Quiero que todos penséis en lo que esto significa en cuanto a respeto hacia nosotros como seres humanos.» Y Hanif Johnson, en su calidad de abogado de Uhuru Simba, agregó su propia explicación desde el camión de Walcott Roberts, señalando que la supuesta caída fatal de su cliente se había producido desde la litera de abajo de las dos que había en su celda; que, en una época de gran aglomeración en las prisiones del país, era, cuando menos, insólito que la otra litera estuviera libre, con lo cual se eliminaban los testigos de la muerte que no fueran guardianes; y que una pesadilla no era ni mucho menos la única explicación posible de los gritos de un negro en manos de las autoridades penitenciarias. En sus comentarios finales, que el inspector Kinch calificaría después de «inflamatorios y antiprofesionales», Hanif comparó las palabras del oficial de enlace a las del lamentable racista John Kingsley Read, que en cierta ocasión, a la noticia de la muerte de un negro, respondió con el slogan «Uno menos; quedan un millón». La multitud murmuraba y rebullía; era un día de calor y exaltación. «Mantened el fuego -gritó Walcott, el hermano de Simba, a los congregados-. Que nadie se enfríe. Mantened el furor.»
Puesto que Simba ya había sido juzgado y condenado en la que él mismo llamara «prensa arco iris: roja de rabia, amarilla de cobarde, azul de pena y verde de limo», a muchos blancos les pareció que con su muerte se había hecho justicia, que un monstruo asesino había tenido su merecido. Pero en otro tribunal, silencioso y negro, recibió un veredicto mucho más favorable, y estas diversas estimaciones del difunto en la reacción provocada por su muerte, salieron a las calles de la ciudad y fermentaron en el persistente calor tropical. La «prensa arco iris» pregonaba el apoyo de Simba a Qazhafi, Khomeini y Louis Farrakhan; entretanto, en las calles de Brickhall, hombres y mujeres jóvenes mantenían y soplaban la llama lenta de su cólera, una llama fantasma, pero capaz de tapar la luz.
Dos noches después, detrás de la fábrica de cerveza Charrington, de Tower Hamlets, el «Destripador de Abuelas» volvió a actuar. Y, a la noche siguiente, una anciana fue asesinada cerca de las atracciones de Victoria Park, en Hackney; una vez más, el Destripador había estampado en el crimen su «firma» espeluznante, colocando, como en un ritual, los órganos internos de la víctima alrededor del cadáver en una disposición que nunca se había hecho pública con detalle. Cuando el inspector Kinch, con aspecto un tanto ajado, apareció por televisión sustentando la extraordinaria teoría de que un «asesino imitador» había descubierto la marca de identificación, que se había mantenido oculta durante tanto tiempo, y recogido el testigo que el difunto doctor Uhuru Simba dejara caer, el comisario de Policía consideró prudente, como medida de precaución, cuadruplicar los efectivos en las calles de Brickhall y mantener acuartelados contingentes tan nutridos que resultó necesario suspender los partidos de fútbol en la capital aquel fin de semana. Porque, efectivamente, en el que fuera territorio de Uhuru Simba ardían los ánimos; Hanif Johnson manifestó que la incrementada presencia policial era «provocativa e incendiaria», y grupos de jóvenes negros y asiáticos empezaron a congregarse en el Shaandaar y en el Pagal Khana, decididos a hacer frente a los coches-patrulla. En el Cera Caliente, la efigie elegida para derretir no era otra que la figura sudorosa y ya delicuescente del inspector comisionado para las comunidades. Y la temperatura, inexorablemente, seguía subiendo.
Menudeaban los incidentes violentos: ataques a familias negras en propiedades municipales, acoso a los colegiales negros camino de sus casas, peleas en tabernas. En el Pagal Khana, un chico con cara de rata y tres compinches escupieron en la comida de muchos clientes; a consecuencia de los subsiguientes altercados, tres camareros bengalíes fueron acusados de agresión y daños personales; el cuarteto expectorante, sin embargo, no fue detenido. Por todas las comunidades circulaban relatos de brutalidad policial, de jóvenes negros que eran subidos a coches sin identificación pertenecientes a las brigadas especiales y luego eran arrojados, no menos discretamente, con cortes y magulladuras en todo el cuerpo. Se organizaron patrullas de autodefensa, formadas por sikhs, bengalíes y afrocaribeños -calificadas por sus oponentes políticos de grupos de vigilantes-, que, a pie y en viejos Ford Zodiacs y Cortinas, recorrían los barrios, decididos a no «soportar los atropellos mansamente». Hanif Johnson dijo a su compañera Mishal Sufyan que, en su opinión, un nuevo asesinato del Destripador encendería la mecha. «Ese criminal no sólo se ufana de estar libre sino que, además, se ríe de la muerte de Simba. Y eso es lo que revienta a la gente.»
Por estas calles alborotadas, una noche de un bochorno impropio de la estación, Gibreel Farishta iba tocando su trompeta dorada.
A las ocho de aquella noche, sábado, Pamela Chamcha estaba con Jumpy Joshi -que no había consentido en dejarla ir sola- al lado de la máquina fotográfica automática, en un rincón del vestíbulo de la estación de Euston, con la ridícula sensación de formar parte de una conspiración. A las ocho y cuarto se le acercó un joven delgado que le pareció más alto de lo que ella recordaba; Pamela y Joshi le siguieron sin decir palabra y subieron a su vieja camioneta azul, que los llevó a una minúscula vivienda situada encima de una tienda de bebidas de Railton Road, Brixton, en la que Walcott Roberts les presentó a Antoinette, su madre. Los tres hombres, a los que después Pamela llamaba mentalmente haitianos por razones puramente convencionales, y así lo reconocía ella, no fueron presentados. «Tome un vaso de vino de jengibre -ordenó Antoinette Roberts-. También al niño le hará bien.»
Cuando Walcott hubo hecho los honores, Mrs. Roberts, que parecía perdida en una voluminosa y raída butaca (sus piernas, sorprendentemente pálidas y delgadas como cerillas, que emergían por el borde de su vestido negro y se introducían en unos insolentes calcetines rosa y zapatos cómodos abrochados con cordones, no llegaban al suelo ni mucho menos), fue directamente al grano. «Estos caballeros eran colegas de mi hijo -dijo-. Parece ser que la razón por la que fue asesinado era el trabajo que realizaba en un asunto que, según me dicen, también le interesa a usted. Creemos que ha llegado el momento de trabajar más formalmente a través de los canales que usted representa.» Entonces uno de los tres silenciosos «haitianos» entregó a Pamela una cartera de plástico rojo. «Contiene numerosas pruebas de la existencia de cofradías de hechiceros en toda la Policía Metropolitana.»
Walcott se puso en pie. «Tenemos que marcharnos -dijo con firmeza-. Tengan la bondad.» Pamela y Jumpy se levantaron. Mrs. Roberts movió la cabeza vagamente, con la mirada ausente, haciendo crujir los nudillos de sus manos arrugadas. «Adiós», dijo Pamela, y fue a agregar unas palabras de condolencia. «No malgaste saliva, mujer -la atajó Mrs. Roberts-. Usted descubra a esos brujos. Y trínquelos.».
Walcott Roberts los dejó en Notting Hill a las diez. Jumpy tosía y se resentía otra vez de aquel dolor de cabeza que le aquejaba con frecuencia desde que fue atacado en Shepperton; pero cuando Pamela reconoció que la ponía nerviosa poseer el único ejemplar de los explosivos documentos que había en la cartera de plástico, Jumpy, una vez más, se empeñó en acompañarla a las oficinas del consejo de relaciones con las comunidades de Brickhall, donde ella pensaba sacar fotocopias que distribuiría a varios amigos y colaboradores de confianza. Por ello, a las diez y cuarto iban en el adorado MG de Pamela, cruzando la ciudad hacia el Este, rumbo a la tormenta que se fraguaba. Una vieja furgoneta Mercedes azul los seguía, como había seguido al camión de Walcott; es decir, sin ser observada.
Quince minutos antes, una patrulla de siete sikhs corpulentos, comprimidos en un Vauxhall Cavalier, circulaba por el puente del canal de Malaya Crescent, al sur de Brickhall. Al oír un grito en el muelle que discurría por debajo del puente acudieron corriendo y vieron a un hombre pálido de mediana estatura y complexión, flequillo rubio y ojos castaños, que se levantaba rápidamente con un escalpelo en la mano y se apartaba corriendo del cuerpo de una anciana cuya peluca azulada flotaba como una medusa en el canal. Los jóvenes sikhs salieron en persecución del que huía y lo alcanzaron y redujeron.
A las once de la noche, la noticia de la captura del asesino de ancianas había llegado a todos los rincones del barrio, acompañada de cantidad de rumores: la policía se había mostrado reacia a acusar al maníaco, el grupo de sikhs había sido detenido para ser interrogado, se estaba tramando ocultar los hechos. En las esquinas empezaron a formarse grupos, se vaciaban las tabernas y estallaban peleas. Hubo destrozos; se rompieron los cristales de tres coches, una tienda de televisores fue saqueada, se arrojaron varios ladrillos. Fue en aquel momento, a las once de la noche de un sábado, la hora en que los clubs nocturnos y los bailes empezaban a soltar a un público excitado y bastante intoxicado, cuando el superintendente de Policía, tras consultar con sus superiores, declaró que en la zona centro de Brickhall había disturbios y desató toda la fuerza de la Policía Metropolitana contra los «revoltosos». Fue también entonces cuando Saladin Chamcha, después de cenar en casa de Allie Cone, en Brickhall Fields, manteniendo las apariencias, doliéndose de su desgracia y murmurando falsas frases de ánimo, salió a la noche; vio un pelotón de hombres con casco, provistos de escudos de plástico, que se dirigían hacia él por el parque a un trote regular e inexorable; presenció la llegada de una plaga de helicópteros como langostas gigantes, de los que caía luz como una lluvia copiosa; vio el avance de cañones de agua y, obedeciendo a un irresistible reflejo primario, dio media vuelta y echó a correr, sin saber que había tomado la dirección equivocada, que corría a toda velocidad hacia el Shaandaar.
Las cámaras de televisión llegan en el momento justo de la redada del club Cera Caliente.
Esto es lo que ve una cámara de televisión: menos sensible que el ojo humano, su visión nocturna se limita a lo que le muestran los focos. Un helicóptero gravita sobre el club nocturno, orinando luz en largos chorros dorados; la cámara comprende esta imagen. La máquina del Estado se cierne sobre sus enemigos. Y ahora hay una cámara en el cielo; en algún lugar, un director de telediario ha autorizado el gasto de la toma aérea, y un equipo de reporteros está grabando desde otro helicóptero. No se hace ningún intento de ahuyentar a este helicóptero. El zumbido de las alas del rotor ahoga el ruido de la gente. El equipo de grabación en vídeo también es menos sensible que el oído humano.
«Corte.» Un hombre iluminado por un cañón de luz habla rápidamente a un micrófono. Detrás de él hay un amasijo de sombras. Pero entre el reportero y la tierra de las sombras revueltas hay una muralla: hombres con casco y escudo. El reportero habla con gravedad: cóctelesmolotov balasdeplástico policíasheridos cañóndeagua saqueos, limitándose, desde luego, estrictamente a los hechos. Pero la cámara ve lo que él no dice. Una cámara es algo que se rompe o se roba fácilmente; su fragilidad la hace prudente. Una cámara requiere ley, orden y cordón policial. Por su instinto de conservación, se mantiene detrás de la muralla de escudos, observando las tierras de las sombras desde lejos y, naturalmente, desde arriba: o sea, que la cámara toma partido.
«Corte.» Los cañones de luz iluminan una cara nueva, sofocada, de mejillas colgantes. Esta cara tiene nombre: sobre la guerrera aparecen letras, en subtítulo. Inspector Stephen Kinch. La cámara lo ve tal como es: un hombre bueno con un trabajo imposible. Un padre de familia, un hombre al que le gusta sentarse con los amigos a tomar una cerveza. Habla: no-pueden-tolerarse-zonas-prohibidas los-policías-necesitan-más-protección escudos-antidisturbios-se-incendian. Se refiere al crimen organizado, a los agitadores políticos, a las fábricas de bombas, a las drogas. «Comprendemos que algunos de esos chicos crean tener reivindicaciones justas, pero nosotros no podemos ni queremos ser cabeza de turco de la sociedad.» Animado por las luces y el paciente silencio del objetivo de la cámara, sigue hablando. Estos chicos no saben la suerte que tienen, apunta. Que pregunten a sus parientes y amigos. África, Asia, el Caribe: ahí sí que hay problemas de verdad. Ahí sí que la gente tiene reivindicaciones justas y respetables. Aquí las cosas no están tan mal ni con mucho; aquí no hay matanzas, ni torturas, ni golpes militares. La gente debería valorar lo que tiene antes de exponerse a perderlo.
Éste siempre fue un país pacífico, dice Industriosa raza insular. Detrás de él, la cámara ve camillas, ambulancias, dolor. Ve extrañas formas humanoides que son extraídas de las entrañas del club Cera Caliente, y reconoce efigies de poderosos. El inspector Kinch da la explicación. Ahí abajo los meten en un horno, ellos lo llaman diversión, yo no lo llamaría así. La cámara observa las figuras de cera con repugnancia. ¿No hay en ello un algo de brujería, de canibalismo, de cosa tenebrosa? ¿Se practicaba aquí la magia negral La cámara ve ventanas rotas. Ve arder algo a media distancia: un coche, una tienda. No puede comprender, ni demostrar, lo que se consigue con esto. Esta gente está incendiando sus propias calles. «Corte.» Una tienda de vídeo y televisión muy iluminada. En el escaparate hay siete televisores; la cámara, en su narcisismo delirante, mira la televisión, multiplicando hasta el infinito, durante un instante, las imágenes, que van disminuyendo de tamaño hasta reducirse a un punto. «Corte.» Aquí hay una cara seria, bien iluminada: entrevista en el estudio. La cara habla de delincuentes. Billy el Niño, Ned Kelly: eran hombres que tenían facetas positivas. Los asesinos modernos carecen de esta dimensión heroica, no son más que unos enfermos, unos tarados desprovistos de personalidad, sus crímenes se distinguen por la atención al procedimiento, por la metodología -digamos, el ritual-, y están motivados, quizá, por el afán de notoriedad del insignificante, el deseo de salir del anonimato y convertirse, durante un momento, en estrella. O por una especie de transposición del deseo de muerte: destruirse a sí mismo dando muerte al ser amado. ¿ Y cuál de estos tipos es el Destripador de Abuelas?, le preguntan. ¿Y cuál era Jack? El verdadero criminal, insiste la cara, es la imagen del héroe en negativo. ¿Y estos revoltosos?, le desafían. ¿No estará usted arriesgándose a idealizar, a «legitimizar»? La cara se mueve negativamente y lamenta el materialismo de la juventud moderna. La cara no hablaba del saqueo de las tiendas de aparatos de televisión. ¿Y los viejos criminales, entonces? Butch Cassidy, los hermanos James, el Capitán Moonlight, la banda de los Kelly. Todos robaban, ¿no? Bancos. «Corte.» Más adelante, la cámara volverá al escaparate. Los televisores ya no estarán.
Desde el aire, la cámara observa la entrada del club Cera Caliente. Ahora la policía ha terminado con las figuras de cera y está sacando a personas de carne y hueso. La cámara se aproxima a los arrestados: un albino alto; un hombre con traje de Armani que parece el negativo de De Niro; una muchacha de… -¿cuántos años?, ¿catorce, quince?-, un chico hosco de unos veinte. No se dan nombres; la cámara no conoce estas caras. Poco a poco, no obstante, salen a la luz los hechos. El disc-jockey del club, Sewsunker Ram, alias «Pinkwalla», y el propietario, Mr. John Maslama, serán acusados de narcotráfico en gran escala -crack, azúcar moreno, hachís y cocaína-. El hombre arrestado con ellos, dependiente de la tienda de música «El Buen Viento», propiedad de Maslama, próxima al lugar de los hechos, es dueño de una furgoneta en la que se ha descubierto una cantidad no especificada de «droga dura», así como cintas de vídeo porno. La jovencita se llama Anahita Sufyan, es menor de edad y, al parecer, había bebido copiosamente y, según se insinúa, copulaba con uno por lo menos de los tres arrestados. Tiene antecedentes de absentismo escolar y de asociación con conocidos criminales; evidentemente, se trata de una delincuente. Un periodista iluminado ofrecerá estos bocaditos muchas horas después de los hechos, pero la noticia ya corre por las calles: ¡Pinkwalla!, y el Cera: han destrozado el local, arrasado. Es la guerra.
No obstante, esto -como tantas otras cosas- ocurre en sitios que la cámara no puede ver.
Gibreel:
avanza como en sueños, porque después de recorrer la ciudad durante días sin comer ni dormir, con la trompeta llamada Azraeel bien guardada en un bolsillo del abrigo, ya no reconoce la diferencia entre los estados de vigilia y de sueño; ahora tiene un atisbo de lo que debe de ser la omnipresencia, porque él avanza por varias historias a la vez; hay un Gibreel que sufre por la traición de Alleluia Cone, y un Gibreel que gravita sobre el lecho de muerte de un Profeta, y un Gibreel que observa en secreto el avance de una peregrinación al mar, esperando el momento de manifestarse, y un Gibreel que siente, cada día con más fuerza, la voluntad del adversario, que le atrae hacia sí, llevándolo hacia el lugar del abrazo final: el adversario astuto e hipócrita que ha adoptado la cara de su amigo, de Saladin, su mejor amigo, para hacer que se confíe y baje la guardia. Y hay un Gibreel que recorre las calles de Londres tratando de comprender la voluntad de Dios.
¿Tiene él que ser agente de la ira de Dios?
¿O de su amor?
¿Él es venganza o es perdón? ¿Debe conservar la trompeta fatal en el bolsillo, o sacarla y tocar?
(Yo no le doy instrucciones. También yo estoy intrigado por su elección, por el resultado de su combate. Personaje contra destino: lucha libre. Si caen lo dos, combate nulo, o el fuera de combate decidirá.)
Gibreel, luchando en sus muchas historias, sigue adelante.
Hay momentos en los que suspira por ella, Alleluia, su solo nombre, una palpitación; pero luego recuerda los diabólicos versos, y ahuyenta su recuerdo. La trompeta que lleva en el bolsillo está pidiendo que la toquen; pero él se contiene. No es el momento. Buscando una clave -¿qué se debe hacer?-, va por las calles de la ciudad.
Por una ventana abierta a la noche ve un televisor. En la pantalla hay una cabeza de mujer, una célebre «presentadora», entrevistada por un no menos célebre y risueño «anfitrión» irlandés. «¿Qué es lo peor que puedes imaginar?» «Oh, yo creo, estoy segura, sería, oh, sí: encontrarme sola en Nochebuena. Tendrías que enfrentarte a ti misma, ¿verdad?, mirarte en un espejo inmisericorde y preguntarte: ¿Esto es todo lo que hay?» Gibreel, solo, sin saber qué día es, sigue andando. En el espejo, a su mismo paso, se acerca el adversario que viene llamándole, abriéndole los brazos.
La ciudad le envía mensajes. Aquí, le dice, es donde el rey holandés decidió residir cuando llegó a esta ciudad hace tres siglos. En aquel entonces esto era el campo, un pueblo situado en la verde campiña inglesa. Pero cuando el rey vino a instalarse, en los campos surgieron plazas de Londres, edificios de ladrillo rojo con almenas holandesas recortándose en el cielo, para que sus cortesanos tuvieran donde vivir. No todos los inmigrantes son gente sin poder, susurran los edificios que aún se mantienen en pie. Ellos imponen sus necesidades en la tierra nueva, traen su propia coherencia al país adoptado, lo imaginan de nuevo. Pero, cuidado, advierte la ciudad. También la incoherencia tiene su momento. Cabalgando por los parques que había elegido para residencia -que él había civilizado-, Guillermo III fue derribado por su caballo, cayó pesadamente en el duro y recalcitrante suelo y se partió la real nuca.
A veces se encuentra entre cadáveres que andan, grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes, que hacen la compra, toman el autobús, flirtean, van a casa a acostarse con su pareja y fuman cigarrillos. Pero si estáis muertos, les grita. Zombies, a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen, o se quedan cortados, o le amenazan con el puño. Él no dice más y se aleja rápidamente.
La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Peregrinación, profeta y adversario se funden, se diluyen en la niebla, reaparecen. Lo mismo que ella: Allie, Al-Lat. Ella es el ave enaltecida. La deseada. Ahora lo recuerda: hace tiempo, ella le habló de los poemas de Jumpy. Quiere reunidos en un libro. El artista que se chupa el dedo, con sus ideas infernales. Un libro es producto de un pacto con el diablo, un contrato de Fausto a la inversa, dijo a Allie. El doctor Fausto sacrificó la eternidad a cambio de dos docenas de años de poder; el escritor se resigna a arruinar su vida y obtiene a cambio (eso si tiene suerte), si no la eternidad, por lo menos la posteridad. De uno u otro modo (era la idea de Jumpy) es el diablo el que sale ganando.
¿Qué escribe un poeta? Versos. ¿Qué sonsonete resuena en el cerebro de Gibreel? Versos. ¿Qué le ha partido el corazón? Versos y más versos.
La trompeta, Azraeel, llama desde el bolsillo del abrigo. ¡Sácame de aquí! Sisisí: la Trompeta. Al infierno con todo este lastimoso zafarrancho; hincha los carrillos y tararí-tatí. Venga ya, es la hora del baile.
Qué calor: bochornoso, asfixiante, intolerable. Esto no es el mismo Londres: esta ciudad repugnante. Pista Uno, Mahagonny, Alphaville. Avanza por entre una confusión de lenguas. Babel: contracción del asirio «babilu», «La puerta de Dios». Babilondres.
¿Dónde está?
Sí. Una noche deambula detrás de las catedrales de la Revolución Industrial, las terminales de ferrocarril de Londres Norte. King's Cross, Cruce del Rey, pero rey sin nombre, la torre de St. Pancras, que se cierne sobre uno como murciélago amenazador. Los depósitos de gas rojos y negros, hinchados como gigantescos pulmones de hierro. En el lugar en el que la reina Boadicea cayó en la batalla, ahora Gibreel Farishta pelea consigo mismo.
The Goodsway, pasaje de mercancías; y qué suculentas mercancías las que se ofrecen en los portales y al pie de las farolas de tungsteno, qué exquisiteces las que se ofrecen en el pasaje. Haciendo molinete con el bolso, llamando, con falditas plateadas y medias de malla: mercancía no sólo tierna (edad promedio trece a quince), sino barata. Sus historias son cortas e idénticas: todas tienen niños colocados en algún sitio, todas han sido echadas de casa por unos padres iracundos y puritanos, ninguna es blanca. Chulos con navaja se quedan con el noventa por ciento de lo que ellas ganan. Al fin y al cabo, la mercancía no es más que mercancía, sobre todo si es de baratillo.
Gibreel Farishta, en Goodsway, es llamado desde las sombras y desde las luces, y, al principio, aprieta el paso. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Malditas titis. Pero luego aminora la marcha y se para, al oír que desde las farolas y las sombras llama algo más, una necesidad, una súplica muda, que se esconde bajo las voces chillonas de unas busconas de diez libras. Sus pisadas se hacen más lentas y al fin se detienen. Está prendido en sus deseos. ¿De qué? Ahora se acercan, como peces arrastrados por anzuelos invisibles. Al acercarse, sus andares cambian, sus caderas pierden el contoneo, sus caras empiezan a revelar su verdadera edad a pesar del maquillaje. Cuando llegan donde está él se arrodillan. ¿Quién decís que soy?, pregunta, y quiere agregar: Yo sé cómo os llamáis. Os conocí en otro tiempo y en otro sitio, detrás de una cortina. Erais doce, igual que ahora. Ayesha, Hafsah, Ramlah, Sawdah, Zainab, Zainab, Maimunah, Safia, Juwairiyah, Umm Salamah la Makhzumita, Rehana la Judía, y la hermosa María la Copta. Ellas callan, arrodilladas. Sus deseos le son formulados sin palabras. ¿Qué es un arcángel más que un muñeco? Kathputli, marioneta. Los fieles nos doblegan a su antojo. Nosotros somos fuerzas de la naturaleza y ellos, nuestros amos. O nuestras amas. Le pesan las extremidades, tiene calor y en los oídos un zumbido como de abejas en las tardes de verano. No le costaría nada desmayarse.
No se desmaya.
Se queda quieto entre las niñas arrodilladas, esperando a los chulos.
Y, cuando por fin ellos vienen, él saca y se lleva a los labios su inquieta trompeta: Azraeel, el exterminador.
Cuando el chorro de fuego ha salido de la boca de su trompeta dorada y consumido a los hombres que se acercaban, envolviéndolos en un capullo de fuego, sin dejar ni los zapatos chisporroteando en la acera, Gibreel comprende.
Echa a andar, dejando atrás la gratitud de las prostitutas, en dirección al barrio de Brickhall, con Azraeel otra vez en su amplio bolsillo. Las cosas empiezan a verse claras.
Él es el arcángel Gibreel, el ángel de la Recitación, que posee el poder de la revelación. Él puede llegar al corazón de los hombres y las mujeres, extraer sus más íntimos deseos y hacerlos realidad. Él es el que otorga deseos, el que sofoca concupiscencias, el que realiza sueños. Él es el genio de la lámpara y su amo es el Roc.
¿Qué deseos, qué imperativos hay en el aire de la noche? Él los aspira. Y asiente, sí, sea. Que haya fuego. Ésta es una ciudad que se ha purificado en las llamas, que ha expiado sus culpas ardiendo hasta los cimientos.
Fuego, lluvia de fuego. «Éste es el juicio de Dios en su cólera -proclama Gibreel Farishta a la noche de tumultos-; que a los hombres se les concedan los deseos de su corazón y que sean consumidos por ellos.»
Casas altas y baratas le rodean. Negro come mierda del blanco, sugieren las paredes con escasa originalidad. Los edificios tienen nombre: «Isandhlwana», «Rorke's Drift». Pero se observa el efecto de una tendencia revisionista, porque dos de los cuatro rascacielos han sido rebautizados y ahora se llaman «Mandela» y «Toussaint l'Ouverture». Las casas están edificadas sobre pilares, y en los espacios muertos que deja el hormigón debajo y entre las casas el viento no para de aullar y los desperdicios se amontonan: cocinas abandonadas, neumáticos de bicicleta deshinchados, puertas astilladas, piernas de muñeca, restos de verduras extraídos de bolsas de plástico por gatos y perros hambrientos, paquetes de comidas preparadas, latas que ruedan, perspectivas de empleo rotas, esperanzas abandonadas, ilusiones perdidas, cóleras desahogadas, rencores acumulados, miedo vomitado y una bañera oxidada. Él permanece inmóvil mientras pequeños grupos de residentes pasan por su lado en distintas direcciones. Algunos (no todos) llevan armas. Palos, botellas, navajas. En todos los grupos hay jóvenes blancos además de negros. Él se lleva la trompeta a los labios y empieza a tocar. Pequeños capullos de fuego saltan sobre el asfalto, y prenden en los enseres y sueños desechados. Hay un montoncito putrefacto de envidia que arde en la oscuridad con llama verde. Los fuegos tienen los colores del arco iris y no todos necesitan combustible. Él sopla con su trompeta las florecitas de fuego que bailan en el asfalto, sin necesidad de materiales combustibles ni de raíces. ¡Ahí va una color de rosa! ¿Qué quedaría bien ahora? Ya sé, una rosa de plata. Y ahora los capullos se agrupan en macizos y estallan, y trepan como enredaderas por los costados de los rascacielos y se extienden hacia los edificios vecinos, formando setos de llamas multicolores. Es como contemplar un jardín luminoso que crece a una velocidad miles de veces superior, un jardín que florece y que se hace selva impenetrable, un jardín de espesas quimeras entrelazadas que, en su versión incandescente, rivalizan con el espino que, en otro cuento, hace mucho tiempo, envolvió el palacio de la Bella Durmiente.
Pero aquí no hay bella que duerma en su interior. Aquí está Gibreel Farishta, que camina por un mundo de fuego. En la High Street, ve casas construidas de llamas, con paredes de fuego, y cortinas de llamas colgando de sus ventanas. Y hay hombres y mujeres de cara encendida que pasean, corren y dan vueltas alrededor de él, vestidos con trajes de fuego. La calle está al rojo vivo, se licua, es un río color de sangre. Todo, todo está ardiendo mientras él sopla su alegre trompeta, dando a la gente lo que quiere: el pelo y los dientes de la ciudadanía están humeantes y rojos, el cristal arde y los pájaros pasan volando con alas llameantes.
El adversario está muy cerca. El adversario es un imán, es el ojo de un tornado, el centro irresistible de un agujero negro; su fuerza de gravedad crea un horizonte de evento del que ni Gibreel ni la luz pueden escapar. Por aquí, dice el adversario. Estoy aquí.
No es un palacio, sino sólo un café. Y, en las habitaciones de encima, una pensión para dormir y desayuno. No una princesa dormida, sino una mujer amargada, asfixiada por el humo, yace inconsciente, y a su lado, junto a la cama, en el suelo, también inconsciente, su marido, Sufyan, que ha estado en La Meca y fue maestro de escuela. Mientras, en otros puntos del incendiado Shaandaar, gentes sin rostro están en las ventanas, agitando los brazos para pedir auxilio, ya que no pueden gritar (no tienen boca).
El adversario: ¡por ahí resopla!
Silueteado sobre las llamas del Shaandaar Café, ahí está el hombre.
Azraeel salta espontáneamente a la mano de Farishta.
Hasta un arcángel puede tener una revelación, y cuando, durante un fugacísimo instante, Gibreel mira a los ojos a Saladin Chamcha, entonces, en aquel momento breve e infinito, el velo se rasga ante sus ojos: se ve a sí mismo caminando con Chamcha por Brickhall Fields, revelando, en su exaltación, los más íntimos secretos de sus noches con Alleluia Cone, los mismos secretos que, después, cuchichearían por teléfono multitud de voces aviesas bajo las que Gibreel descubre ahora el talento único del adversario, grave y agudo, insultante y lisonjero, impertinente y reservado, prosaico, ¡sí!, y poético. Y ahora, por fin, Gibreel Farishta advierte por vez. primera que el adversario no simplemente ha adoptado las facciones de Chamcha como un disfraz; no se trata de un caso de posesión paranormal, de robo de un cuerpo por un invasor infernal; en suma, que la maldad no es ajena a Saladin, sino que brota de algún rincón de su propia y verdadera naturaleza, que ha estado extendiéndose por su cuerpo como un cáncer, borrando lo que tenía de bueno, asfixiando su espíritu, y haciendo estas cosas con fintas y regates, simulando retroceder a veces; mientras en realidad, bajo la ilusión de la remisión, escudándose en ella, por así decir, seguía extendiéndose perniciosamente; y ahora, sin duda, lo ha llenado; ahora no queda de Saladin nada más que esto: el tenebroso fuego de la maldad en su alma, que le consume tan totalmente como el otro fuego, multicolor e imparable, devora la ciudad tumultuosa. Verdaderamente, éstas son «llamas horrendas, perversas, repugnantes, no las buenas llamas de un fuego corriente».
El fuego es un arco que cruza el cielo. Saladin Chamcha, que también es el compa, mi viejo Chumch, ha desaparecido por la puerta del Shaandaar Café. Éste es el núcleo del agujero negro; el horizonte se cierra en torno a él, todas las demás posibilidades se desvanecen, el universo se reduce a este punto solitario e irresistible. Con un fuerte trompetazo, Gibreel se precipita por la puerta abierta.
El edificio que ocupaba el Consejo para las Relaciones con las Comunidades en Brickhall era un monstruo de ladrillo púrpura de una sola planta, con ventanas a prueba de balas, una especie de búnker, engendro de los años sesenta, época en la que estas líneas se consideraban elegantes. No era fácil entrar en este edificio; la puerta estaba provista de teléfono y se abría a un estrecho corredor que recorría todo un costado del edificio y acababa en otra puerta, también con cerradura de seguridad. Había, además, alarma antirrobo.
La alarma, según se supo después, había sido desconectada, probablemente, por las dos personas, un hombre y una mujer, que habían entrado utilizando una llave. Oficialmente se insinuó que estas dos personas iban a realizar un acto de sabotaje, una operación «desde dentro», ya que una de ellas, la mujer muerta, trabajaba para la organización que tenía aquí su sede. Los móviles del crimen eran oscuros y, puesto que los malhechores habían muerto en el incendio, era difícil que llegaran a saberse. Un «fin en sí mismo» era, no obstante, la explicación más probable.
Un caso trágico; la mujer estaba en avanzado estado de gestación.
El inspector Stephen Kinch, al hacer estas declaraciones, hizo una «asociación» entre el incendio del CRC de Brickhall y el del Shaandaar Café, donde la otra víctima, el hombre, se hospedaba con carácter semipermanente. Era posible que el hombre fuera el verdadero incendiario y la mujer, que era su amante, aunque todavía casada y cohabitando con otro hombre, fuera engañada. No se descartaban los móviles políticos, ya que ambos eran conocidos por sus opiniones radicales, si bien eran tan turbias las aguas de los grupúsculos de extrema izquierda que frecuentaban, que sería difícil sacar una idea clara de cuáles pudieran ser tales móviles. También era posible que los dos crímenes, aunque cometidos por el mismo hombre, tuvieran diferente motivación. Probablememte, el hombre era el ejecutor contratado que incendió el Shaandaar para cobrar el seguro, a instancias de los difuntos propietarios y pegando fuego al CRC a instancias de su amante, quizá por alguna venganza de orden interno.
Que el incendio del CRC había sido provocado era evidente. Se había vertido gasolina sobre las mesas, papeles y cortinas. «Muchas personas no tienen idea de la rapidez con que se propaga un incendio con gasolina -dijo el inspector Kinch a los periodistas que tomaban nota. Los cuerpos, que estaban tan calcinados que fue preciso recurrir a las radiografías dentales para su identificación, se hallaban en el cuarto de la fotocopiadora-. Es todo lo que tenemos.» Fin.
Yo tengo algo más.
En cualquier caso, tengo preguntas. Por ejemplo, sobre una furgoneta Mercedes azul sin identificación que siguió al camión de Walcott Roberts y, después, al MG de Pamela Chamcha. Sobre los hombres que bajaron de esta furgoneta con la cara cubierta por caretas de calavera e irrumpieron en las oficinas de la CRC en el momento en que Pamela abría la puerta exterior. Sobre lo que ocurrió realmente dentro de las oficinas, porque el ladrillo púrpura y el cristal a prueba de balas no pueden ser atravesados fácilmente por el ojo humano. Y, finalmente, sobre el paradero de una carpeta de plástico rojo y los documentos que contenía.
¿Inspector Kinch? ¿Está usted ahí?
No. Se marchó. No tiene respuestas para mí.
Aquí está Mr. Saladin Chamcha, con su abrigo de piel de camello con cuello de seda, corriendo por la High Street como un pequeño maleante. El mismo terrible Mr. Chamcha que acaba de pasar la velada en compañía de una desesperada Alleluia Cone, sin un ápice de remordimiento. «Yo bajo la mirada a sus pies -dijo Otelo refiriéndose a Yago-, pero eso es una fábula.» Tampoco Chamcha es ya fabuloso; su humanidad es explicación suficiente de su acto. Él ha destruido aquello que no es ni puede ser; se ha vengado, pagando traición con traición; y lo ha hecho explotando la debilidad de su enemigo, lastimando su talón desprotegido. Hay en esto cierta satisfacción. No obstante, aquí tenemos a Mr. Chamcha corriendo. El mundo está lleno de cólera y de acción. Las cosas están en el fiel. Un edificio arde.
Pumba, hace el corazón. Pumba, pumba, patoom.
Ahora ve el Shaandaar ardiendo; y se para patinando un poco. Tiene una opresión en el pecho -¡patoomba!- y le duele el brazo izquierdo. No se da cuenta; está mirando el edificio en llamas.
Y ve a Gibreel Farishta.
Y da media vuelta; y entra corriendo.
«¡Mishal! ¡Sufyan! ¡Hind!», grita el malvado Mr. Chamcha. La planta baja no arde todavía. Abre la puerta de la escalera y un aire candente y fétido le hace retroceder. El aliento del dragón, piensa. El rellano está ardiendo; las láminas de fuego llegan hasta el techo. Imposible avanzar.
«¿Hay alguien? -grita Saladin Chamcha-. ¿Hay alguien ahí?» Pero el dragón ruge más de lo que él puede gritar.
Algo invisible le da un puntapié en el pecho y le tira de espaldas, al suelo del café, entre las mesas vacías. Boom, retumba el corazón. Toma esto. Y esto.
Encima de su cabeza suena un ruido como una carrera de un billón de ratas, roedores espectrales tras de un flautista fantasmal. Levanta la mirada. El techo está ardiendo. Entonces se da cuenta de que no puede levantarse. Ve que una parte del techo se desprende y ve el trozo de viga que cae hacia él. Cruza los brazos en débil autodefensa.
La viga lo aprisiona contra el suelo rompiéndole los dos brazos. El pecho es un dolor. El mundo se aleja. Le cuesta respirar. No puede hablar. Es el Hombre de las Mil Voces y no le queda ni una sola.
Gibreel Farishta, con Azraeel en la mano, entra en el Shaandaar Café.
¿Qué pasa cuando ganas?
Cuando tus enemigos están a tu merced, ¿qué harás entonces? El pacto es la tentación de los débiles; ésta es la prueba de los fuertes. «Compa -Gibreel mira al caído moviendo la cabeza-. Bien me engañaste, míster; en serio, eres un tipo de cuidado.» Y Chamcha, al ver lo que hay en los ojos de Gibreel, no puede negar el conocimiento que observa en ellos. «¿Qu…?» empieza, pero desiste. ¿Qué piensas hacer ahora? Empieza a caer fuego alrededor de ellos: una lluvia dorada que sisea. «¿Qué harías tú? -pregunta Gibreel, y luego descarta la pregunta con un ademán-. Una pregunta idiota. También podrías preguntar ¿qué te hizo entrar aquí? Es una idiotez. La gente, ¿eh, compa? Unos chalados, eso.»
Hay charcos de fuego alrededor de ellos. Muy pronto estarán rodeados, encallados en una isla provisional entre este mar mortífero. Chamcha siente otra coz en el pecho y se convulsiona violentamente. Amenazado por tres muertes -el fuego, «causas naturales» y Gibreel-, hace desesperados esfuerzos para hablar, pero sólo puede gruñir. «Pr.Na.Mm.» Perdóname. «Tn. Pda.» Ten piedad. Las mesas están ardiendo. Caen más vigas. Gibreel parece haber caído en trance. Vagamente, repite: «Malditas estupideces.»
¿Es posible que la maldad nunca sea total, que su triunfo, por arrollador que parezca, nunca sea absoluto?
Consideremos el caso del caído. Este hombre se propuso fríamente hacer perder la razón a un semejante; y, para conseguirlo, explotó a una mujer intachable, impulsado, por lo menos en parte, por un deseo imposible de mirón degenerado. Sin embargo, este mismo hombre, sin vacilar apenas, se ha jugado la vida en una temeraria tentativa de salvamento.
¿Qué significa esto?
El fuego ha cerrado el cerco en torno a los dos hombres, y todo está lleno de humo. En cuestión de segundos habrán perdido el conocimiento. Hay preguntas más urgentes que las que hacen referencia a las estupideces.
¿Qué elección hará Farishta?
¿Tiene elección?
Gibreel deja caer la trompeta: se inclina; libera a Saladin de la viga que lo aprisionaba, y lo levanta en brazos. Chamcha, con varias costillas rotas, además de los brazos, gime débilmente, emitiendo el mismo sonido que el creacionista Dumsday antes de que le arreglaran la lengua con la mejor tajada del cuarto trasero. «Yi. Ta.» Ya es tarde. Una lengua de fuego le lame el dobladillo del abrigo. Un humo negro y acre llena todo el espacio, penetrando hasta detrás de sus ojos, dejándole los oídos sordos, taponándole la nariz y los pulmones. Pero ahora Gibreel Farishta empieza a soplar suavemente: es una exhalación continua de extraordinaria duración, y su aliento, dirigido hacia la puerta, corta el fuego y el humo como un cuchillo; y Saladin Chamcha, que jadea y desfallece, con una mula dentro del pecho, cree ver -pero después nunca podrá estar seguro de que lo vio realmente-, cree ver cómo el fuego se retira delante de ellos como el mar rojo en el que se ha convertido, y el humo se retira también, como una cortina o como un velo; hasta que ante ellos se abre un camino despejado hasta la puerta; y entonces Gibreel Farishta empieza a andar rápidamente, portando a Saladin por el camino del perdón hacia el aire cálido de la noche; de manera que, en una noche en la que la ciudad está en guerra, una noche cargada de hostilidad y de rabia, se produce esta pequeña victoria redentora del amor.
Conclusiones.
Cuando ellos salen, Mishal Sufyan está delante del Shaandaar llorando por sus padres, consolada por Hanif. Ahora el que se desmaya es Gibreel; y, con Saladin todavía en brazos, pierde el conocimiento y cae a los pies de Mishal.
Ahora Mishal y Hanif están en una ambulancia con los dos hombres desmayados. A Chamcha le han puesto una mascarilla de oxígeno. Gibreel, que no tiene nada más que agotamiento, habla dormido: es una cháchara delirante acerca de una trompeta mágica y del fuego que él extraía como si fuese música. Y Mishal, que recuerda a Chamcha de demonio y ahora acepta la posibilidad de muchas cosas, pregunta: «¿Tú crees…?» Pero Hanif es tajante, categórico. «Ni hablar. Es Gibreel Farishta, el actor. ¿Es que no lo has reconocido? El pobre estará soñando con alguna escena de película.” Mishal insiste. «Pero, Hanif…», y él responde, recalcando las sílabas con énfasis, pero cariñosamente, porque, al fin y al cabo, ella acaba de quedar huérfana: «Lo que esta noche ha ocurrido en Brickhall es un fenómeno sociopolítico. No debemos dejarnos arrastrar por un misticismo trasnochado. Estamos hablando de Historia: un hecho de la Historia de Inglaterra. Del proceso de cambio.»
De repente, la voz de Gibreel cambia, y el tema también. Habla de peregrinos, y de un niño muerto, y dice: igual que en Los Diez Mandamientos, y de una mansión que se desmorona, y de un árbol; porque ahora, después del fuego purificador, tiene el último de sus sueños seriados; y Hanif dice: «Escucha eso, Mishu, cariño. Todo es fantasía, nada más.» La rodea con el brazo y le da un beso en la mejilla, sujetándola con fuerza. Quédate a mi lado. El mundo es real. Tenemos que vivir en él; tenemos que vivir aquí, tenemos que vivir.
Y entonces Gibreel Farishta, dormido todavía, grita con todas sus fuerzas:
«¡Mishal! ¡Vuelve! ¡No ocurre nada! Mishal, por Dios; da media vuelta, vuelve, vuelve.»