«Para volver a nacer -cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos- tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer…» Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido.
«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo…», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! -Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada-. En tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.»
Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! -gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida-. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo… Flas.»
Llovidos del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo… el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar.
¿Quién soy yo?
¿Quién más está ahí?
El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno… Y también -porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas-, también, mezclados con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.
«Oh, mis zapatos son japoneses -cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a su encuentro-, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba apercibirse de lo inminente…, lo cierto es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación. ¿Mutación?
Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria, discontinua y metamórfica -porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede ocurrir cualquier cosa-, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características.
¿Qué características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco… Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención.
Mr. Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «… por orden del cielo -entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules- surgió del aaaazul… -Farishta, consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin-… y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»
Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant -saludó Gibreel-, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa… Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves? -gritó Gibreel-. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo -la reprendió-. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela -gritó Chamcha a Gibreel-. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?
Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos.
«Vuela -ordenaba a Gibreel aquella fuerza-. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.
Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa. Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro, que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por Dios que tuvimos suerte -decía-. Toda la suerte del mundo.»
Yo conozco la verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo.
¿Quién obró el milagro?
¿De qué naturaleza -angélica o satánica- era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo?
Digamos: ¿quién sabe los mejores cantos?
Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.»
Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido, se echó a llorar tontamente.
La reencarnación siempre fue tema de gran importancia para Gibreel, durante quince años la mayor estrella del cine indio, antes ya de que venciera «milagrosamente» al Virus Fantasma que, según empezaba a creer la gente, parecía que iba a cancelar todos sus contratos. Por lo tanto, quizás alguien hubiera podido prever, pero nadie previó, que, cuando se restableciera, podría, por así decirlo, triunfar en lo que habían fracasado los gérmenes, y abandonar para siempre su vieja vida, a menos de una semana de cumplir los cuarenta, esfumándose en el aire, ¡puf!, como por ensalmo.
Los primeros en notar su ausencia fueron los cuatro componentes del servicio de la silla de ruedas de los estudios. Mucho antes de su enfermedad, Gibreel había adquirido la costumbre de hacerse transportar de plató en plató de los grandes estudios D. W. Rama por este grupo de atletas veloces y fieles, porque un hombre que rueda hasta once películas a la vez necesita ahorrar energías. Guiándose por un complicado código de rayas, círculos y puntos que Gibreel aprendiera en su niñez de los legendarios repartidores de almuerzos de Bombay (de los que luego hablaremos más extensamente), los mozos de silla lo transportaban raudos de papel en papel, depositándolo con la misma seguridad y puntualidad con las que otrora su padre entregara los almuerzos. Y, después de cada sesión, Gibreel volvía a la silla, en la que, a marchas forzadas, era conducido al plató siguiente, donde lo vestían y maquillaban y le entregaban los diálogos. En cierta ocasión, él dijo a su equipo de leales: «La carrera de un actor de cine en Bombay se parece a una gymkhana en silla de ruedas.»
Después de la enfermedad, del Germen Fantasma, del Mal Misterioso, del Virus, Gibreel volvió al trabajo, pero con menos agobio, haciendo sólo siete películas a la vez… hasta que, ¡zas!, desapareció. La silla de ruedas quedó vacía en los mudos platós; la ausencia del actor dejó al descubierto la artificiosidad barata de los decorados. Los mozos de silla, losa cuatro a la una, no sabían qué excusas dar cuando los directivos, enfurecidos, cayeron sobre ellos: Oh, sí, debe de estar? enfermo, siempre tuvo fama de puntual, ¿no?, ¿por qué criticar, maharaj?, a los grandes artistas hay que consentirles un poco de temperamento de vez en cuando, vaya, y, por sus protestas, ellos fueron las primeras víctimas del mutis inexplicado de Farishta, siendo lanzados, cuatro, tres, dos, uno, ekdumjaldi, por las puertas de los estudios, y la silla de ruedas quedó abandonada y polvorienta bajo los cocoteros pintados en torno a una playa de serrín.
¿Dónde estaba Gibreel? Los productores, dejados en siete estacadas, fueron presa de pánico por onerosa desaparición. Vean ahí, en el golf del Willingdon Club -sólo nueve hoyos quedan, porque, de los otros nueve, han brotado rascacielos como hierbajos gigantes o, digamos, como lápidas funerarias que marcan los lugares en los que yace el cadáver despedazado de la ciudad vieja-, ahí, mismamente ahí, altos directivos fallan los putts más fáciles; y, si levantan la mirada, verán evolucionar en el aire mechones de cabello arrancado de principales cabezas angustiadas y arrojado desde las ventanas de los últimos pisos. La agitación de los productores era comprensible, porque, en aquellos tiempos de deserción de espectadores cinematográficos, nacimiento de los folletones históricos y reivindicación del televisor por las amas de casa, no quedaba más que un hombre que, colocado encima del título de una película, ofreciera garantía total de Superéxito y Sensación, y ahora el dueño del nombre había partido, no se sabía si hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado, pero lo cierto era que se había esfumado…
Por toda la ciudad, después de que los teléfonos, los motoristas, los guardias, los hombres-rana y las dragas del puerto hubieran trabajado infructuosamente, empezaron a pronunciarse epitafios por la estrella apagada. En uno de los siete impotentes platós de los estudios Rama, Miss Pimple Billimoria, el último explosivo descubrimiento de la industria -no una tierna y pálida azucena, sino un despampanante barril de dinamita-, ataviada con gasas de danzarina sagrada y colocada bajo sinuosas reproducciones en cartón de las figuras tántricas del período Chandela sorprendidas en el acto de la cópula -al tener noticia de que su escena cumbre no se rodaría y su gran oportunidad estaba malograda-, hizo el número del desdén ante un público de técnicos de sonido y electricistas que sostenían beedis entre cínicos labios. Pimple, acompañada por un ayah muda de dolor, toda codos, trataba de simular alivio. «¡Caray, qué suerte! -exclamó-. Hoy teníamos la escena de amor, chhi, chhi, y yo estaba desesperada pensando en cómo acercarme a ese bocazas que huele a guano de cucaracha putrefacta. -Dio una patada en el suelo, haciendo sonar los cascabeles del tobillo-. Suerte ha tenido de que las películas no huelan, o no hubiera encontrado papel ni de leproso.» Aquí el soliloquio de Pimple subió de tono, trocándose en un torrente de obscenidades de un calibre tal que los fumadores de beedis se irguieron en sus asientos por primera vez y empezaron a comparar animadamente el vocabulario de Pimple con el de Phoolan Davi, la famosa reina de bandidos, cuyos juramentos fundían los cañones de los fusiles y convertían en goma los lápices de los periodistas.
Mutis de Pimple, llorosa, censurada, una tira de celuloide en el suelo de una sala de montaje. Mientras se alejaba, de su ombligo iban cayendo ágatas que reflejaban sus lágrimas…, aunque en lo de la halitosis de Farishta algo de razón tenía; incluso quizá se quedara corta. Las exhalaciones de Gibreel, nubes ocre de sulfuro y azufre, siempre le dieron -conjuntamente con el pico que la línea del nacimiento del pelo le trazaba en la frente y su melena negra como ala de cuervo-, le dieron, decía, un aire más saturnino que celestial, a pesar de las arcangélicas resonancias de su nombre. A raíz de su desaparición, se dijo que no tenía que ser difícil encontrarlo, que lo único que se necesitaba era una nariz medianamente sensible… y, una semana después de su desaparición, un mutis más trágico que el de Pimple Billimoria acrecentó el tufo diabólico que empezaba a adherirse al nombre que tan dulces fragancias evocara antaño. Digamos que se había salido de la pantalla y entrado en el mundo, y en la vida real, a diferencia del cine, la gente nota si hueles.
Somos criaturas del aire, / con raíces en los sueños / y las nubes renacidas / en el vuelo. Adiós. La enigmática nota descubierta por la policía en el ático de Gibreel Farishta, situado en la cúspide del rascacielos Everest Vilas de Malabar Hill, el hogar más alto del edificio más alto de la parte más alta de la ciudad, uno de esos apartamentos con vistas dobles, desde los que, por este lado, dominas el collar nocturno de Marina Drive y, por el otro, el cabo de Scandal Point y el mar, dio mucho juego en los titulares, FARISHTA SE ZAMBULLE BAJO TIERRA, pregonaba Blitz, tétrico, mientras que «Abeja Laboriosa», de The Daily, optaba por GIBREEL LEVANTA EL VUELO DESDE su PALOMAR. Se publicaban muchas fotografías de la fabulosa residencia, en la que decoradores franceses, provistos de cartas de recomendación de Reza Pahlevi por el trabajo realizado en Persépolis, gastaron un millón de dólares en reproducir, a tan considerable altitud, el interior de una tienda de beduino. Otra ilusión deshecha por su ausencia: GIBREEL LEVANTA EL CAMPAMENTO, vociferaban los titulares; pero ¿había ido hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado? Nadie lo sabía. En aquella metrópoli de lenguas y cuchicheos, ni los oídos más finos oían algo fidedigno. Pero Mrs. Rekha Merchant, que leía todos los periódicos, escuchaba todas las noticias de la radio y no se despegaba del televisor, entresacó algo del mensaje de Farishta, percibió una nota que había escapado a todos y subió con sus dos hijas y su hijo a pasear por la azotea del edificio en que vivían. Se llamaba Everest Vilas.
Una vecina; en realidad, la vecina del piso de abajo. Vecina y amiga. ¿Para qué decir más? Por supuesto que las maliciosas revistas de escándalo de la ciudad llenaron columnas con insinuaciones y frases de doble sentido, pero ello no nos autoriza a ponernos a su nivel. ¿Por qué manchar su reputación ahora?
¿Quién era ella? Era una mujer rica, desde luego, porque Everest Vilas no es precisamente un inmueble de viviendas de tipo social, ¿eh? Casada, sí, señor, trece años, con un hombre importante en el sector de los cojinetes de bolas. Independiente; sus tiendas de alfombras y antigüedades iban viento en popa en el mejor punto de la zona de Colaba. Ella llamaba a sus alfombras klims o kliins, y a los objetos antiguos, antijuedades. Sí, y era hermosa, con la belleza dura y reluciente de los etéreos habitantes de las casas altas de la ciudad, con unos huesos, un cutis y una manera de moverse que atestiguaban su largo divorcio de la tierra empobrecida, pesada y pululante. Todos convenían en que poseía una gran personalidad, bebía como una esponja en copas de cristal de Lalique, colgaba el sombrero desvergonzadamente en una Chola Natraj y sabía lo que quería y cómo conseguirlo pronto. El marido era una rata con dinero y buena muñeca para el squash. Rekha Merchant leyó el adiós de Gibreel Farishta en los periódicos, escribió una carta a su vez, llamó a sus hijos, tomó el ascensor y subió (un piso) al encuentro del destino que había elegido.
«Hace muchos años -decía en su carta-, me casé por cobardía. Ahora, por fin, obro con valentía.» Dejó encima de la cama un periódico en el que había enmarcado y subrayado enérgicamente en rojo -con tres fuertes líneas, una de las cuales había roto el papel- el mensaje de Gibreel. La prensa del chismorreo, naturalmente, echó el resto con EL SALTO DE LA HERMOSA DESCONSOLADA y BELDAD AFLIGIDA SE LANZA AL VACÍO. Ahora bien:
Acaso también ella tuviera la comezón de la reencarnación y, por otra parte, Gibreel, sin comprender el poder terrible de la metáfora, recomendaba el vuelo. Para volver a nacer, antes tienes que… y ella era criatura del cielo, bebía champán en Lalique, vivía en Everest, y uno de sus compañeros de Olimpo había volado. Si él pudo volar, también ella podría tener alas y echar raíces en los sueños.
Ella no lo consiguió. El lala que estaba empleado de portero del complejo de Everest Vilas ofreció al mundo su rudo testimonio. «Yo andaba por aquí, por aquí, sin salir del complejo, cuando oigo un golpe, eras. Me vuelvo. Era el cuerpo de la hija mayor. Tenía el cráneo aplastado. Miro arriba y veo caer al chico y, después, a la niña. Cómo les diría…, casi me caen encima. Yo me tapé la boca con la mano y me acerqué. La niña gemía un poco. Luego miro para arriba por cuarta vez y entonces veo venir a la Begum. El sari flotaba como un globo. Tenía el pelo suelto. Yo aparté la mirada, porque ella bajaba y no es correcto mirar debajo de la ropa.»
Rekha y sus hijos cayeron del Everest; no hubo supervivientes. Las habladurías culparon a Gibreel. Dejémoslo así por el momento.
Oh, que no se olvide, él la vio después de muerta. La vio varias veces. Fue mucho antes de que la gente comprendiera lo muy enfermo que estaba el gran hombre. Gibreel, la estrella. Gibreel, el que venció a la Enfermedad sin Nombre. Gibreel, el que temía al sueño.
Después de su partida, sus ubicuas efigies empezaron a deteriorarse. En los gigantescos y vistosos carteles desde los que él contemplaba al vulgo, sus lánguidos párpados se desmenuzaban y desprendían, entornándose más y más, hasta hacer que sus iris parecieran unas lunas gemelas cortadas por las nubes o por el fino cuchillo de sus largas pestañas. Por fin, los párpados desaparecieron del todo y sus ojos pintados adquirieron una mirada atónita y protuberante. En las fachadas de los cines de Bombay, las colosales figuras de Gibreel en cartón piedra se desintegraban y desmoronaban, colgaban fláccidas del armazón, perdían brazos, se desteñían y doblaban el cuello. En las portadas de las revistas, su rostro adquirió una palidez de muerte, una mirada abúlica, una vacuidad, hasta que al fin, sencillamente, se borró, y las relucientes portadas de Celebrity, Society e Illustrated Weekly quedaron en blanco en los quioscos, y los editores echaron a la calle a los impresores y culparon a la mala calidad de la tinta. En la misma pantalla, en las salas oscuras llenas de fieles, su fisonomía, supuestamente inmortal, empezó a pudrirse, a llagarse y difuminarse; los proyectores se encallaban inexplicablemente cuando pasaba él, las películas se pararon y el calor de las lámparas quemó su memoria de celuloide: una estrella convertida en supernova por el fuego de sus labios, como es de ley.
Fue la muerte de Dios. O algo parecido; porque ¿acaso aquel rostro gigante, suspendido sobre sus devotos en la noche artificial del cinematógrafo, no brillaba como el de un Ente sobrenatural que tuviera su morada, por lo menos, a medio camino entre lo mortal y lo divino? A más de medio camino, dirían muchos, porque Gibreel había dedicado la mayor parte de su excepcional carrera a encarnar, con toda propiedad y convicción, la infinidad de divinidades del subcontinente, en el popular género de las llamadas «películas teológicas». Y es que él poseía el mágico don de trasponer las barreras de la religión sin irreverencia. Con la tez azul de Krishna, bailaba, flauta en mano, entre las bellas gopis y sus vacas de pesadas ubres; con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, meditaba, sereno (en el papel de Gautama Buda), sobre los sufrimientos de la Humanidad, al pie de un endeble árbol hodhi fabricado en los estudios. En las raras ocasiones en que descendía de los cielos, nunca bajaba demasiado, limitándose a interpretar, por ejemplo, los papeles del Gran Mogol y de su astuto ministro en el clásico Akbar y Birbal. Durante más de década y media, para cientos de millones de fieles, en un país en el que, aún hoy, la población humana supera la divina en menos de tres a uno, Gibreel representó la más aceptable y reconocible faz del Ser Supremo. Para muchos de sus incondicionales, hacía tiempo que se había borrado la línea divisoria entre el actor y sus personajes.
Los incondicionales, sí, ¿y…? ¿Y Gibreel?
Aquella cara. En la vida real, reducida a tamaño natural, colocada entre simples mortales, no tenía nada de estelar. Aquellos pesados párpados le daban, incluso, un aire de agotamiento. La nariz tenía cierta rudeza; los labios eran excesivamente carnosos para resultar enérgicos, y las orejas, de lóbulos alargados, recordaban el fruto del arlocarpo. Una cara de lo más profano y sensual. Y una cara en la que, últimamente, se advertían las líneas marcadas por su reciente y casi fatal enfermedad. Pero, a pesar de su aire terrenal y su decadencia, seguía siendo una cara íntimamente asociada a la santidad, a la perfección, a la gracia: materia de Dios. Hay gustos para todo, desde luego. De todos modos, convendrán en que no es tan sorprendente, a fin de cuentas, que semejante actor (cualquier actor, tal vez, incluso, Chamcha, pero, sobre todo, él), no es tan sorprendente, decía, que sienta cierta preocupación por los avatares, como el multimetamórfico Vishnu. La reencarnación, otra buena cosa.
Oh, sí, ya salió otra vez… pero no siempre. También hay reencarnaciones profanas. Gibreel Farishta recibió al nacer el nombre de Ismail Najmuddin. Era natural de Poona, la Poona británica, y vino al mundo en los estertores del Imperio, mucho antes de que aquella población se llamara Pune de Rajneesh, etcétera. (Pune, Vadodara, Mumbai: hoy hasta las ciudades pueden adoptar nombres artísticos.) Se llamaba Ismail por el niño involucrado en el sacrificio de Ibrahim, y Najmuddin significa estrella de la fe, o sea que también era todo un nombre el que dejó para tomar el del ángel.
Después, cuando el avión Bostan estaba en poder de los secuestradores, y los pasajeros, temerosos por su futuro, regresaban al pasado, Gibreel confió a Saladin Chamcha que, al elegir seudónimo, quiso rendir homenaje a la memoria de su madre, «mi mummyji, compa, mi querida mamo, porque quién, sino ella, empezó con lo del ángel, su ángel particular, y me llamaba farishta porque, al parecer, yo era un encanto de criatura, más bueno que el recondenado oro».
Poona no tuvo el privilegio de albergarlo durante mucho tiempo; siendo aún muy niño, lo llevaron a la ciudad-perra en su primera emigración. Su padre consiguió un empleo en la flota, modalidad de a pie, en la que se inspirarían los futuros cuartetos de mozos de silla de ruedas: me refiero a los repartidores de almuerzos o dabbawallas de Bombay. Y, a los trece años, Ismail, el farishta, siguió los pasos de su padre.
Gibreel, rehén a bordo del AI-420, se sumía en disculpable éxtasis al explicar a Chamcha, con ojos brillantes, los misterios del código de los repartidores: svástica negra, círculo rojo, raya amarilla, punto…, repasando con los ojos de la mente todo el itinerario, de la casa hasta la mesa de la oficina, un sistema curioso gracias al cual dos mil dabbawallas entregaban más de cien mil almuerzos al día y, en el peor de os casos, compa, se extraviaban quince. La mayoría no sabíamos leer, y los signos eran nuestro lenguaje secreto.
El Bostan volaba en círculo sobre Londres, los terroristas paseaban por los pasillos y las luces de la cabina del pasaje estaban apagadas, pero la energía de Gibreel iluminaba la oscuridad. Sobre la mugrienta pantalla de a bordo, en la que Walter Matthau, inevitable compañero de todos los vuelos, había exhibido su andar lúgubre y desgarbado antes de ceder el paso a Goldie Hawn, otra habitual de las líneas aéreas, se movían ahora las sombras proyectadas por la nostalgia de los rehenes, y la más nítida de todas era la del espigado adolescente Ismail Najmuddin, el ángel de su mamá, con su gorra Gandhi, portando almuerzos por la ciudad. El joven dabbawalla se deslizaba ágilmente entre la multitud de sombras porque estaba acostumbrado a estas situaciones, figúrate, compa, treinta o cuarenta almuerzos en la cabeza, en una bandeja larga, y cuando para el tren de cercanías tienes apenas un minuto para subir o bajar, y luego, a correr por la calle, por el arroyo, ¡hala!, con los camiones, los autobuses, las motos, las bicicletas y demás, uno-dos, uno-dos, el almuerzo, el almuerzo, los dabbas no paran y, en el monzón, corriendo a lo largo de la vía cuando el tren se averiaba, o con el agua por la cintura en una calle inundada, y luego las pandillas, chico, de verdad, bandas organizadas de ladrones de dabbas, porque aquélla es una ciudad hambrienta, tú, para qué te voy a contar, pero nosotros nos defendíamos, estábamos en todas partes, sabíamos mucho, hasta qué ladrones tenían que escapar de nuestros ojos y oídos; nosotros no íbamos a la policía, nos bastábamos para defendernos.
Por la noche, padre e hijo volvían exhaustos a la chabola que tenían en Santacruz, al lado del aeropuerto, y cuando la madre de Ismail lo veía llegar, iluminado por el verde, rojo y amarillo de los reactores que despegaban, solía decir que sólo verle hacía que todos sus sueños se convirtieran en realidad, lo cual era la primera indicación de que Gibreel tenía algo especial, ya que, al parecer, desde muy joven podía satisfacer los más íntimos deseos de las personas sin saber cómo. A su padre, Najmuddin senior, no parecía importarle que su esposa sólo tuviera ojos para el hijo, ni que los pies del chico recibieran masaje todas las noches mientras los del padre se quedaban sin él. Un hijo es una bendición, y una bendición exige la gratitud de los benditos.
Naima Najmuddin murió. La atropelló un autobús y se acabó. Gibreel no estaba allí para escuchar su plegaria pidiendo vida. Ni padre ni hijo hablaron de dolor. En silencio, como si fuera lo normal y obligado, sepultaron su pena en el trabajo extra, empeñándose en muda competición a ver quién conseguía portar más dabbas en la cabeza, quién adquiría más contratos al cabo del mes, quién corría más, como si más esfuerzo demostrara más amor. Cuando, por la noche, Ismail Najmuddin veía las hinchadas venas del cuello y de las sienes de su padre, comprendía que el viejo había tenido celos de él y que ahora quería derrotarlo en la competición para recobrar la usurpada primacía en el amor de la esposa muerta. Al comprenderlo, el joven aminoró el esfuerzo, pero el padre no cejó y, al poco tiempo, ascendía de simple repartidor a muqaddam supervisor. Cuando Gibreel cumplió diecinueve años, Najmuddin padre ingresó en el gremio de repartidores de almuerzos, la Bombay Tiffin Carriers Association, y, cuando Gibreel cumplió los veinte, su padre había muerto; lo paró un colapso que casi lo hizo estallar. «Se mató a correr -dijo babasaheb Mhatre en persona, secretario general del gremio-. Al infeliz se le acabó el aliento.» Pero el huérfano sabía que no era así. Él comprendía que, por fin, su padre había corrido con el ímpetu suficiente para cruzar la frontera entre los mundos, dejando atrás la propia piel, y llegado a los brazos de su esposa, a la que había demostrado, de una vez para siempre, la superioridad de su amor. Hay emigrantes que se alegran de partir.
Babasaheb Mhatre tenía un despacho azul detrás de una puerta verde, encima de un laberíntico bazar. Era una figura imponente, orondo como un buda, una de las grandes fuerzas motrices de la metrópoli que poseía el don oculto de poder permanecer absolutamente estático, sin salir de su despacho, y, al mismo tiempo, estar en todos los lugares importantes y relacionarse con todos los personajes preeminentes de Bombay. Un día después de que el padre del joven Ismail cruzara la frontera para reunirse con Naima, el babasaheb llamó al joven a su presencia. «¿Qué? ¿Muy triste?» La respuesta, con la mirada baja: Ji, gracias, babaji, estoy bien. «Cierra la boca -dijo babasaheb Mhatre-. A partir de hoy, vivirás conmigo.» Peropero, babaji… «Nada de peros. Ya he informado a mi buena esposa. Está decidido.» Perdón, babaji, pero ¿cómo que por qué?» «Está decidido.»
A Gibreel Farishta nunca se le explicó por qué el babasaheb había decidido apiadarse de él y sacarlo del mundo sin futuro de las calles, pero al cabo de algún tiempo empezó a sospecharlo. Mrs. Mhatre era una mujer muy delgada -si el babasaheb era cuadrado y macizo como una goma de borrar, ella parecía el lápiz-, pero hubiera tenido que estar gorda como una patata para contener todo el amor maternal que llevaba dentro. En cuanto el baba llegaba a casa, ella le ponía dulces en la boca y, por las noches, Ismail oía protestar al imponente secretario de la BTCA: Quita, mujer, que ya sé desnudarme solo. A la hora del desayuno, ella servía grandes platos de papilla a Mhatre y se la daba en la boca, a cucharadas, y antes de que se fuera al trabajo, le cepillaba el pelo. El matrimonio no tenía hijos, y el joven Najmuddin comprendió que el babasaheb pretendía que él le ayudara a llevar la carga. Pero, por extraño que pueda parecer, la begum no trataba al joven como si fuera un niño. «Es que él es muy mayor», dijo a su marido cuando el pobre Mhatre le suplicó: «¿Por qué no das al chico esa maldita papilla malteada?» Sí; pero él es mayor, «hemos de hacer de él un hombre, esposo, no debemos mimarlo». «¡Por todos los demonios! -explotó el babasaheb-. ¿Por qué me mimas a mí?» Mrs. Mhatre se echó a llorar. «Tú lo eres todo para mí -sollozó-: mi padre, mi amante y mi niño. Tú eres mi señor y mi bebé. Si te desagrado, no tengo vida.»
Babasaheb Mhatre aceptó la derrota y tragó la cucharada de papilla malteada.
Él era un hombre bondadoso, pero disimulaba su condición con imprecaciones y grandes voces. En el despacho azul trataba de consolar al huérfano hablándole de la filosofía de la reencarnación, y le decía que sus padres ya estaban a punto de volver a entrar en el mundo por donde fuera, salvo, naturalmente, que sus vidas hubieran sido tan santas que ya hubieran alcanzado la gracia final. Es decir, Mhatre fue quien inició a Farishta en lo de la reencarnación, además de otras cosas. El babasaheb era un espiritista aficionado, golpeador de patas de mesa e introductor de espíritus en vasos. «Pero ya lo dejé -dijo a su ahijado, con el gesto y ademanes melodramáticos que el caso requería-; lo dejé el día en que me llevé el susto de mi vida.»
Una vez (relató Mhatre), el vaso fue visitado por un espíritu auténticamente servicial, un tipo supersimpático, sabes, y yo pensé que era la ocasión de hacer preguntas fuertes. ¿Hay Dios? Y aquel vaso, que hasta entonces corría como un ratoncito, se paró en medio de la mesa, quieto, lo que se dice clavado. Y entonces yo digo está bien, si no contestas a ésta, probemos con esta otra, y le suelto: ¿Hay diablo? A esto, el vaso, ¡chinchinchin!, empezó a temblar -¡tápate los oídos! -, al principio, despacio y, después, aprisa aprisa, como un flan, hasta que saltó – ¡aaa hop!- por el aire, cayó de lado y – ¡cras!- se hizo mil pedazos, pulverizado. Lo creas o no, dijo babasaheb Mhatre a su pupilo, en aquel momento yo aprendí la lección: Mhatre, no te metas en lo que no entiendes.
Este relato causó honda impresión en el joven oyente, porque ya antes de la muerte de su madre, él estaba convencido de la existencia del mundo sobrenatural. A veces, al mirar en derredor, especialmente en las tardes calurosas en las que el aire se aglutinaba, el mundo visible, sus formas y habitantes y todas las cosas parecían asomar a la atmósfera como una profusión de icebergs calientes, y le parecía que, bajo la superficie del aire denso, todo continuaba: que las personas, los coches, los perros, los carteles de los cines, los árboles, hurtaban a sus ojos las nueve décimas partes de su realidad. Él parpadeaba y la ilusión se desvanecía, pero la idea no le abandonaba. El pequeño Najmuddin creció creyendo en Dios, ángeles, demonios, afreets y djinns con la misma naturalidad con que creía en los carros de bueyes o en los faroles, y el no haber visto nunca un espíritu lo atribuía él a un defecto de su visión. A veces, soñaba que descubría a un óptico mago al que compraba unos lentes verdes que corregían su lamentable miopía, permitiéndole ver el mundo fabuloso que había detrás del aire turbio y cegador.
Su madre, Naime Najmuddin, le contaba muchas historias del Profeta, y si sus versiones contenían alguna que otra inexactitud, él prefería no averiguarlo. «¡Qué hombre! -pensaba-. ¿Qué ángel no querría hablar con él?» A veces, no obstante, se le escapaba algún que otro pensamiento blasfemo como, por ejemplo, cuando, sin querer, al cerrar los ojos en su catre de la casa de Mhatre, su cerebro adormilado empezaba a comparar su propia condición con la del Profeta en la época en que aquél, huérfano y pobre, pasó a administrar con éxito los bienes de la rica viuda Khadija y al fin se casó con ella. Y se quedaba dormido viéndose sentado en un estrado sembrado de rosas y haciendo mohines de timidez bajo el sari-pallu con el que se cubría recatadamente la cara, mientras su nuevo esposo, babasaheb Mhatre, acercaba la mano amorosamente para apartar la tela y mirarse en el espejo que él tenía en el regazo. Este sueño de su boda con el babasaheb le hacía despertar abochornado y le producía preocupación por la impureza de su espíritu, que tan terribles visiones le sugería.
De todos modos, en general, su religiosidad se mantenía en un tono menor, era una parte de su ser que no requería mayor atención que cualquier otra. El que babasaheb Marte lo llevara a su casa reafirmó al joven en la creencia de que o estaba solo en el mundo, de que algo velaba por él, y no le sorprendió, pues, que, en la mañana de su vigesimoprimer cumpleaños, el babasaheb lo llamara a su despacho azul y lo echara a la calle sin apelación.
«Estás despedido -silabeó Mhatre sonriendo ampliamente-. Cesado, des-pa-cha-do.»
«Pero, tío…»
«Cierra la boca.»
Y entonces el babasaheb hizo al huérfano el mejor regalo! que éste recibiera en su vida al informarle de que le había conseguido una entrevista en los estudios del legendario magnate cinematográfico Mr. D. W. Rama: una prueba. «Es sólo para cubrir las apariencias -dijo el babasaheb-. Rama es un buen amigo y ya estamos de acuerdo. Para empezar, un papel pequeño; después, dependerá de ti. Ahora desaparece de mi vista y deja de hacerte el humilde. No te va.»
«Pero, tío…»
«Eres muy guapo para pasarte la vida transportando almuerzos en la cabeza. Ahora márchate, fuera, hazte actor del cine homosexual. Te eché hace cinco minutos.»
«Pero, tío…»
«He dicho lo que tenía que decir. Da las gracias a tu buena estrella.»
Najmuddin se convirtió en Gibreel Farishta, pero tardó cuatro años en llegar a estrella, cuatro años de aprendizaje en una serie de papelitos cómicos de payasada. Él se mantenía tranquilo y sereno, como si pudiera ver el futuro, y su aparente falta de ambición hizo de él un extraño en la industria de los egoístas. Le tomaban por estúpido, o por orgulloso, o por las dos cosas. Y durante aquellos cuatro años de desierto, no besó en la boca ni a una sola mujer.
En la pantalla hacía de idiota, el que se enamora de la hermosa y no ve que ella no le haría caso ni en mil años, de tío chiflado, de pariente pobre, de tonto del pueblo, de criado, de granuja torpe, es decir, papeles en los que no cabe una escena de amor. Las mujeres le daban puntapiés, le abofeteaban, se reían de él, pero nunca, en el celuloide, le miraban, le cantaban o danzaban alrededor de él con amor cinematográfico en los ojos. En la vida real, Gibreel vivía solo en dos habitaciones vacías, cerca de los estudios, y trataba de imaginar cómo eran las mujeres sin la ropa. Para distraer el pensamiento del tema del amor y el deseo, se dedicaba al estudio y se convirtió en omnívoro autodidacta, devorador de los metamórficos mitos de Grecia y de Roma, los avatares de Júpiter, el buen mozo que se convirtió en flor, la mujer-araña, Circe y demás; y la teosofía de Annie Besant, y la teoría del campo unificado, y la incidencia de los versos satánicos en los comienzos de la carrera del Profeta, y la política del harén de Mahoma, después de su triunfal regreso a La Meca; y el surrealismo de los periódicos, en los que las mariposas volaban a la boca de las niñas, ansiosas de ser consumidas, y los niños nacían sin cara, y los muchachos soñaban con anteriores encarnaciones con imposible detalle, por ejemplo, con una fortaleza de oro y piedras preciosas. Él se llenaba la cabeza de sabe Dios qué cosas, pero no podía negar, en la madrugada de sus noches insomnes, que estaba lleno de algo que nunca había sido usado, algo que él no sabía cómo usar, es decir, de amor. En sus sueños era atormentado por mujeres de una dulzura y una belleza insoportables, y por ello prefería mantenerse despierto obligándose a repasar una parte de sus conocimientos generales, a fin de ahogar la trágica sensación de estar dotado de una capacidad amatoria superior a lo normal y no tener a quién ofrecerla.
Su gran oportunidad surgió con la llegada de las películas teológicas. Una vez explotada la fórmula de las películas a base de puranas, con el habitual aderezo de canciones, danzas, tíos chistosos, etcétera, cada uno de los dioses del panteón tuvo su apotesosis cinematográfica. Cuando D. W. Rama preparaba la producción basada en la vida de Ganesh, ninguno de los actores cotizados del momento se avino a pasarse toda la película escondido dentro de una cabeza de elefante. Gibreel accedió encantado. Aquél fue su primer éxito, Ganpati Baba. De la noche a la mañana se había convertido en una gran estrella, pero sólo cuando llevaba puestas trompa y orejas. Después de seis películas representando al dios con cabeza de paquidermo, Gibreel pudo quitarse la gruesa máscara gris de pendular proboscis y colocarse una larga y peluda cola para encarnar a Hanuman, el rey-mono, en una serie de películas de aventuras que se hicieron utilizando más material de una serie barata hecha en Hong Kong para la televisión, que de la Ramayana. Aquella serie se hizo tan popular, que las colas de mono se pusieron de moda entre los jóvenes elegantes de la ciudad en las fiestas frecuentadas por las niñas de los colegios de monjas, llamadas «petardos» por su predisposición a dispararse con una detonación.
Después de Hanuman, Gibreel estaba ya imparable, y su fenomenal éxito robusteció su fe en la existencia de un ángel de la guarda. Pero tuvo también consecuencias funestas.
(Ya veo que, al fin y al cabo, voy a tener que revelar el secreto de Rekha.)
Antes ya de que sustituyera la falsa cabeza por la cola Postiza, Gibreel resultaba irresistiblemente atractivo para las mujeres. La seducción de su fama era tan poderosa, que más de una dama le pidió que se pusiera la máscara de Ganesh para acostarse con ella, a lo que él se negaba, por respeto a la dignidad del dios. A causa de lo ingenuo de su educación, en aquella etapa de su vida Gibreel no podía distinguir entre cantidad y calidad y, por consiguiente, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido. Tenía tantas amantes que muchas veces, antes de que la mujer saliera de la habitación, ya no se acordaba de cómo se llamaba. No sólo se convirtió en un mujeriego de la peor especie, sino que, además, aprendió el arte del disimulo, porque el hombre que encarna a los dioses tiene que estar por encima de todo reproche. Tan bien supo ocultar su vida de disipación, que babasaheb Mhatre, cuando se hallaba en su lecho de muerte, una década después de haber lanzado al joven dabbawalla al mundo de la ilusión, el dinero negro y la lujuria, le rogó que se casara para demostrar que era hombre. «Mira, muchacho -suplicaba el babasaheb -; cuando te dije que te hicieras homosexual no creí que lo tomaras al pie de la letra, porque la obediencia a los mayores tiene un límite.» Gibreel alzó las manos al cielo y juró que él no era algo tan deshonroso y que, cuando encontrara a la mujer adecuada, con agrado contraería nupcias. «¿Y a quién esperas? ¿A una diosa del cielo? ¿A Greta Garbo, Gracekali, a quién?», exclamó el anciano, tosiendo y escupiendo sangre; pero Gibreel se despidió con una sonrisa enigmática que no le dejó morir tranquilo.
La avalancha de sexualidad que Gibreel Farishta atrajo sobre sí sepultó tan profundamente su mayor don, que éste hubiera podido quedar inédito. Me refiero al don para querer de verdad, profundamente y sin reservas, una facultad delicada y singular que él no había podido ejercitar. En la época de su enfermedad casi había olvidado la angustia que le producían sus ansias de amor, que le traspasaban las entrañas como el puñal de un brujo. Ahora, después de una noche de gimnasia, dormía plácida y largamente, como si nunca le hubieran atormentado las mujeres de ensueño, como si nunca hubiese deseado entregar el corazón.
«Tu desgracia es que siempre se te ha perdonado todo -le dijo Rekha Merchant cuando salió de las nubes-. Sabe Dios por qué, siempre te libraste con bien, no se te acusó del delito. Nadie te hizo responder de tus actos.» Él no pudo negarlo. «Es un don de Dios -le chilló ella-. Dios sabe de dónde viniste, miserable advenedizo del arroyo, Dios sabe las enfermedades que traías.»
Pero en aquel entonces él pensaba que para eso estaban las mujeres, que eran los vasos en los que él podía derramarse y que, cuando él se iba, tenían la obligación de perdonarle. Y es cierto que nadie le reprochaba su abandono, sus mil y un atolondramientos, y cuántos abortos, preguntaba Rekha en el hueco de la nube, cuántos corazones destrozados. Durante todos aquellos años, él fue beneficiario de la infinita generosidad de las mujeres, pero también su víctima, porque tanto perdón hizo posible la más profunda y más dulce de todas las corrupciones, es decir, la idea de que no hacía nada malo.
Rekha: ella entró en su vida cuando Gibreel compró el ático de Everest Vilas y, en su calidad de vecina y comerciante, ella ofreció enseñarle sus alfombras y antigüedades. Su marido estaba en un congreso mundial de fabricantes de cojinetes de bolas que se celebraba en Goteborg, Suecia, y, en su ausencia, ella invitó a Gibreel a su apartamento con celosías de piedra del palacio de Jaisalmer y barandillas de madera tallada del palacio de Keralan, y con la chhatri o cúpula mogólica convertida en baño de hidromasaje; apoyada en pared de mármol, le servía champán francés, sintiendo en la piel las frías vetas de la piedra. Cuando él empezó a beber el champán, ella comentó, burlona, que los dioses no bebían, a lo que él replicó con una frase leída en una revista, de una entrevista hecha al Aga Khan: Oh, el champán es sólo aparente, porque, tan pronto como llega a mis labios, se convierte en agua. Después de esto, ella no tardó en llegar a sus labios y licuarse en sus brazos. Cuando sus hijos volvieron del colegio con el ayah, la encontraron hablando con él en el salón, impecablemente vestida y peinada, revelándole los secretos del comercio de la alfombra, por ejemplo que seda art quiere decir seda artificial, no artística, y que no se dejara engañar por el catálogo, en el que se explicaba arteramente que determinada alfombra se fabrica con la lana del cuello de corderos lechales, porque en realidad significaba que era lana de baja calidad, y es que la propaganda es la propaganda, ya se sabe y qué se le va a hacer.
Él no la amaba, no le era fiel, olvidaba sus cumpleaños, hacía caso omiso de sus llamadas telefónicas, se presentaba en su casa en el momento menos oportuno, cuando ella tenía a cenar a gente del mundo de los cojinetes de bolas, y ella, como todas las demás, le perdonaba. Pero su perdón no era callado y resignado como el que le concedían las otras. Rekha protestaba furiosamente, le mortificaba, le insultaba, le maldecía, le llamaba lafanga inútil y haramzada, y saleh, y llegó a atribuirle la imposible hazaña de joder a la hermana que no tenía. No le ahorraba nada, acusándole de ser una criatura superficial, sin más profundidad que una pantalla de cine, y luego acababa perdonándole y permitiendo que le desabrochara la blusa. Gibreel no podía resistirse a los espectaculares perdones de Rekha Merchant, tanto más conmovedores por cuanto que su propia posición era falsa, ya que se apoyaba en su infidelidad al rey de los cojinetes de bolas, circunstancia que Gibreel se abstenía de mencionar, aguantando el chaparrón como un hombre. De manera que, mientras que los perdones que recibía de sus otras mujeres le dejaban frío y los olvidaba tan pronto como le eran dispensados, volvía a Rekha una y otra vez, para que le insultara y luego le consolara como sólo ella sabía.
Entonces estuvo a punto de morir.
Estaba en Kanya Kumari, el vértice de Asia, rodando una escena de pelea en el mismo cabo Comorin, donde, según se dice, chocan tres océanos. Tres grandes olas, Oeste, Este y Sur, respectivamente, colisionaron en colosal palmada de acuíferas manos, con perfecta sincronización, en el instante en que Gibreel recibía un directo en la mandíbula y caía de espaldas a la trioceánica espuma. No se levantó.
En el primer momento, todos echaron la culpa a Eustace Brown, el gigantesco especialista inglés que le había propinado el puñetazo. Él protestó con vehemencia. ¿No había actuado él en las muchas películas teológicas del Gran Jefe N. T. Rama Rao? ¿No había perfeccionado el arte de hacer que el viejo quedara bien en las peleas sin causarle el menor daño? ¿No se había quejado él de que NTR nunca pegaba al aire, con el resultado de que él, Eustace, siempre acababa morado, machacado por un vejestorio enclenque al que hubiera podido desayunarse sobre una tostada? ¿Había perdido él los estribos siquiera una vez? ¿Y entonces? ¿Cómo podía haber quien pensara que él era capaz de hacer daño al inmortal Gibreel? De todos modos, lo despidieron y la policía lo encerró, por si acaso.
Pero no fue el golpe lo que derribó a Gibreel. Después de que la estrella fuera trasladada al Breach Candy Hospital de Bombay en un reactor prestado por las Fuerzas Aéreas para tal fin; después de que los minuciosos análisis y pruebas no detectaran casi nada; mientras él se hallaba inconsciente, moribundo, con una tensión sanguínea que había descendido de su normal valor de quince a un mortífero cuatro coma dos, un portavoz del hospital se dirigía a la prensa nacional en la amplia escalinata blanca del Breach Candy. «Es un misterio -dijo-. Pueden llamarlo, si quieren, un acto divino.»
Gibreel Farishta, sin causa aparente, había empezado a tener hemorragias internas, es decir que, sencillamente, se desangraba dentro de su piel. En el peor momento, la sangre empezó a salir por el recto y el pene, y parecía que, de un momento a otro, iba a manar, torrencial, por nariz, ojos y orejas. Siete días estuvo sangrando y recibiendo transfusiones y todos los coagulantes conocidos por la ciencia médica, incluido un raticida concentrado, y, aunque el tratamiento determinó una mejoría marginal, los médicos abandonaron toda esperanza.
Toda la India estaba junto al lecho de Gibreel. Su estado era la noticia más importante en todos los boletines de la radio, tema de avances informativos emitidos cada hora por la red nacional de televisión, y la muchedumbre congregada en Warden Road era tan grande que la policía tuvo que dispersarla con cargas al lathi y gases lacrimógenos que fueron lanzados a pesar de que todos y cada uno del medio millón de afligidos circunstantes ya lloraban y gemían. La Primera Ministra aplazó todos sus compromisos y voló a hacerle una visita. Su hijo, el piloto de aviación, estaba en la habitación de Farishta, sosteniéndole la mano. Un sentimiento de aprensión cundió por toda la nación, porque, si Dios castigaba de este modo a su más célebre encarnación, ¿que reservaría al resto del país? Si Gibreel moría, ¿podría tardar en seguirle el resto de la India? Las mezquitas y los templos de la nación se llenaron de fieles que rezaban no sólo por el actor moribundo, sino por el futuro, por sí mismos.
¿Quién no fue a visitar a Gibreel al hospital? ¿Quién no escribió ni llamó por teléfono, ni mandó flores o exquisitos tiffins caseros? En tanto que muchas amantes, sin el menor recato, le enviaban tarjetas y pasandas de cordero, ¿quién, queriéndole más que ninguna, se mantenía impasible, sin que su marido, el de los cojinetes de bolas, llegara a sospechar? Rekha Merchant recubrió de hierro su corazón y siguió con su vida diaria, jugando con sus hijos, charlando con su marido y recibiendo a sus invitados cuando era necesario, sin revelar en ningún momento la lúgubre desolación de su alma.
Él sanó.
La curación fue tan misteriosa como la enfermedad, y tan repentina. También fue considerada (por el hospital, los periodistas y las amistades) acto divino. Se declaró fiesta nacional en todo el país y se dispararon fuegos artificiales. Pero, cuando Gibreel recobró las fuerzas, se puso de manifiesto que había cambiado, y cambiado de un modo sorprendente, porque había perdido la fe.
El día en que le dieron de alta en el hospital, escoltado por la policía, cruzó por entre la inmensa muchedumbre que se había reunido para celebrar su propia salvación al mismo tiempo que la de él, subió a su Mercedes y dijo al conductor que despistara a todos los vehículos que le seguían, maniobra que llevó siete horas y cincuenta minutos, al final de la cual él ya se había trazado un plan de acción. Gibreel se apeó del coche en el hotel Taj y, sin mirar a derecha ni izquierda, fue directamente al gran comedor, en el que había un bufete que crujía bajo el peso de alimentos prohibidos, de los que él se llenó el plato: salchichas de cerdo de Wiltshire, jamón de York, lonchas de bacon de Sabediosdónde; jamones del descreimiento y manos de cerdo de secularismo; y entonces, de pie en el centro del vestíbulo, delante de unos fotógrafos aparecidos como por arte de magia, Gibreel empezó a comer lo más aprisa posible, metiéndose en la boca con tanto afán los cerdos muertos, que las lonchas de tocino le colgaban de las comisuras de los labios.
Durante la enfermedad, había pasado todos sus minutos de lucidez invocando a Dios, hasta el último segundo de cada minuto. Oh Alá, tu siervo está sangrando, no me abandones ahora, después de haber velado por mí durante tanto tiempo. Oh Alá, hazme una señal, dame una pequeña muestra de tu favor, para que pueda encontrar en mí la fuerza necesaria para curar mis males. Oh Dios bondadoso y misericordioso, acompáñame en ésta mi hora de necesidad, de extrema necesidad. Entonces se le ocurrió que aquello debía de ser un castigo y, durante algún tiempo, este pensamiento le permitió sobrellevar el sufrimiento; pero al fin se sublevó. Basta, Dios, y su muda indignación exigía respuesta. ¿Por qué he de morir, si yo no he matado? ¿Tú eres venganza o eres amor? El furor le ayudó a pasar otro día, pero luego se disipó y en su lugar quedó un terrible vacío, una infinita soledad, al darse cuenta de que hablaba al aire, que allí no había absolutamente nadie, y entonces se sintió más ridículo que nunca en la vida, y empezó a suplicar al vacío, oh Alá, sólo te pido que existas, maldición, sólo que existas. Pero no sentía nada, nada, nada, y un día descubrió que ya no necesitaba sentir algo. Aquel día de metamorfosis, la enfermedad hizo crisis y la curación empezó. Y, para demostrarse a sí mismo la no existencia de Dios, ahora estaba en el comedor del más famoso hotel de la ciudad, dejando que los cerdos le resbalaran por la cara.
Al levantar la mirada del plato, vio a una mujer que le miraba. Su cabello, de tan rubio, era casi blanco y su cutis tenía la tonalidad y el resplandor del hielo de la montaña. Ella se rió de él y le volvió la espalda.
«¿No me entiendes? -gritó él, lanzando fragmentos de salchicha por la boca-. No me ha caído un rayo del cielo. Ésta es la cuestión.»
Ella volvió atrás y se paró delante de él. «Vives -le dijo-. Vuelves a tener la vida ante ti. Ésta es la cuestión.»
Se lo dijo a Rekha: en el mismo instante en que ella dio media vuelta y retrocedió, yo me enamoré. Alleluia Cone, escaladora de montañas, conquistadora del Everest, yahudan rubia, reina del hielo. No pude resistirme a su desafío: cambia tu vida, ¿o crees que te ha sido devuelta para nada?
«Ya estás otra vez con tus bobadas de la reencarnación -bromeó Rekha-. Cabeza de chorlito. Vuelves del hospital desde el mismo umbral de la muerte, y la alegría se te sube a la cabeza, loco, en seguida tienes que hacer una escapada, y allí está ella, a punto, la dama rubia. No creas que no te conozco, Gibbo; ¿qué quieres ahora, que te perdone o qué?»
No es necesario, dijo él. Salió del apartamento de Rekha (su dueña lloraba, de bruces en el suelo) para no volver.
Tres días después de que él, con la boca llena de comida impura, la conociera, Allie subió a un avión y se fue. Tres días fuera del tiempo, detrás de un letrero de «no molesten», pero al fin ambos convinieron en que el mundo era real, que lo que es posible es posible y lo que no, imposible; encuentro fugaz, barcos que se cruzan, amor en una sala de espera de pasajeros en tránsito. Cuando ella se fue, Gibreel descansó, trató de cerrar los oídos a su desafío y decidió volver a su vida normal. La sola circunstancia de haber perdido la fe no significaba que no hubiera de poder hacer su trabajo y, a pesar del escándalo de las fotos de la comida del jamón, el primer escándalo que se asoció a su nombre, firmó contratos de películas y volvió al trabajo.
Hasta que, una mañana, una silla de ruedas se quedó vacía y él ya no estaba. Un pasajero con barba, un tal Ismail Najmuddin, embarcó en el vuelo AI-420 con destino a Londres. El 747 había sido bautizado con el nombre de uno de los jardines del Paraíso, no Gulistan, sino Bostan. «Para volver a nacer -diría mucho después Gibreel Farishta a Saladin Chamcha- antes hay que morir. Yo expiré sólo a medias, pero en dos ocasiones, en el hospital y en el avión; por lo tanto, suma, cuenta. Y ahora, compa, amigo mío, aquí me tienes en el mismo Londres, Vilayet, regenerado, un hombre nuevo con una vida nueva. Cándido, ¿no es de puta fábula?
¿Por qué se marchó Gibreel?
Por ella, por su desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de un imposible que reivindica su derecho a ser.
Y quizá también porque, después de haber comido los cerdos, empezó el castigo, un castigo nocturno, una pena de sueños.
Una vez el vuelo con destino a Londres hubo despegado, el individuo flaco, de unos cuarenta años, que por su ventanilla de no fumadores contemplaba cómo su ciudad natal caía a su espalda como una piel de serpiente, sintió, gracias a su truco mágico de cruzar dos pares de dedos de cada mano y hacer girar los pulgares, sintió, decía, un alivio que se reflejó fugazmente en su cara. Era una cara bien parecida, de gesto adusto y patricio, labios largos, gruesos y doblados hacia abajo como los de un rodaballo malhumorado, y cejas finas y muy arqueadas sobre unos ojos que observaban el mundo con una especie de avizorante desdén. Mr. Saladin Chamcha había construido aquella cara con esmero -le costó varios años dejarla a su gusto- y durante muchos años más la había considerado, sencillamente, suya, y realmente había olvidado cuál era su aspecto anterior. Además, se había hecho una voz a juego con la cara, una voz cuyas lánguidas, casi indolentes vocales, contrastaban de un modo desconcertante con la abrupta concisión de las consonantes. La combinación de cara y voz era vigorosa; pero, durante su reciente visita a su ciudad natal, la primera en quince años (el mismo período, debo hacer observar, del estrellato cinematográfico de Gibreel Farishta), se habían producido extraños y preocupantes fenómenos. Lamentablemente, su voz (la primera que le falló) y, con posterioridad, su misma cara, habían empezado a defraudarle.
Aquello empezó -Chamcha descruzó los dedos, esperando, un poco violento, que ésta su última superstición hubiera pasado inadvertida para los otros pasajeros, cerró los ojos y lo recordó con un escalofrío-, empezó semanas atrás, en el vuelo de ida. Cuando sobrevolaban los desiertos de la zona del golfo Pérsico, se había quedado amodorrado y en sueños había recibido la visita de un desconocido de aspecto fantástico, un hombre con piel de cristal que lúgubremente golpeaba con los nudillos la fina y quebradiza membrana que le cubría todo el cuerpo y suplicaba a Saladin que le ayudara a salir de la cárcel de su piel. Chamcha cogía una piedra y empezaba a golpear el cristal. Al momento, una retícula de sangre exudaba por la agrietada superficie del cuerpo del hombre, y cuando Chamcha trataba de retirar las astillas, el otro empezaba a chillar, porque con el cristal le arrancaba trozos de carne. En aquel momento, una azafata se inclinó sobre el dormido Chamcha para preguntar, con la inmisericorde hospitalidad de su tribu: ¿Desea saber algo, señor? ¿Una bebida? Y Saladin, al emerger del sueño, advirtió que, inexplicablemente, su voz había recuperado el acento de Bombay que con tanta aplicación (¡y hacía ya tanto tiempo!) él había eliminado. «¿Qué dice, joven? -murmuró-. ¿Bebidas alcohólicas o qué?» Y cuando la azafata le aseguró que lo que él deseara, que las bebidas eran gratis, él, una vez más, oyó su voz traidora: «Okey, bibi, un whiskysoda nada más.»
¡Qué desagradable sorpresa! Se acabó de despertar con un sobresalto y se quedó rígido en la butaca, olvidando el alcohol y los cacahuetes. ¿Cómo brotaba el pasado, con la metamorfosis de vocales y vocablos? ¿Y luego, qué? ¿Le daría ahora por ponerse aceite de coco en el pelo? ¿O por cogerse la nariz entre el índice y el pulgar y sonarse ruidosamente soltando un glutinoso arco plateado de inmundicia? ¿Se convertiría en apasionado de la lucha profesional? ¿Qué nuevas diabólicas humillaciones se le reservaban? Debió comprender que era un error ir a casa al cabo de tanto tiempo. ¿Cómo podía ser aquel viaje algo más que una regresión? Era un viaje antinatural; la negación del tiempo; una rebelión contra la historia; todo aquello tenía que acabar en desastre.
Yo no soy yo, pensó, mientras en las inmediaciones del corazón se iniciaba una sensación de leve aleteo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?, agregó amargamente. Después de todo, (des acteurs ne sont pas des gens», como decía el comicastro de Frederick en Les Enfants du Paradis. Una máscara debajo de otra máscara, hasta que, bruscamente, aparece el cráneo desnudo y exangüe.
Se encendió el letrero del cinturón, la voz del capitán anunció turbulencias, y empezaron a entrar y salir de baches. El desierto se tambaleaba allá abajo, y el obrero emigrante que había embarcado en Qatar se abrazó a su radio de transistores gigante y empezó a vomitar. Chamcha observó que el hombre no se había abrochado el cinturón y se serenó, imprimiendo en su voz el más distinguido acento: «Oiga usted, ¿por qué no…?», señaló, pero el mareado, entre espasmo y espasmo, de cara a la bolsa que Saladin le había entregado oportunamente, movió negativamente la cabeza, se encogió de hombros y respondió: «Sahib, ¿para qué? Si Alá quiere que muera, moriré. Si no quiere, no moriré. ¿Para qué la seguridad?»
Maldita seas, India, juró Saladin Chamcha en silencio, hundiéndose de nuevo en su butaca. Vete al infierno; yo escapé de tus garras hace mucho tiempo, no volverás a clavarme los garfios, no puedes arrastrarme otra vez hacia ti.
Había una vez -tal vez, sí, tal vez no, como decían los cuentos antiguamente, tal vez sí que ocurrió-, había, pues, o tal vez no había un niño de diez años que vivía en Scandal Point, Bombay, y que un día encontró un billetero en la calle, delante de la puerta de su casa. Él volvía de la escuela y acababa de bajar del autobús en el que viajaba prensado entre el sudor pegajoso de otros niños con pantalón corto, sus gritos ensordecedores, y, puesto que ya en aquel tiempo era enemigo del alboroto, las apreturas y el sudor ajeno, se sentía un poco mareado por el tambaleo del largo viaje. Sin embargo, al ver el billetero de piel negra a sus pies, la náusea se desvaneció y él se agachó emocionado y agarró -abrió- y descubrió, con gran alegría, que estaba lleno de dinero -y no simples rupias, sino dinero de verdad, negociable en mercados negros y Bancos internacionales-, ¡libras! Libras esterlinas, del mismo Londres, el fabuloso país de Vilayet, al otro lado de las negras aguas, lejos. El niño, deslumbrado por el grueso fajo de dinero extranjero, levantó la mirada para cerciorarse de que nadie le había visto y, durante un momento, le pareció que un arco iris se había tendido desde el cielo hasta él, un arco iris como el aliento de un ángel, como una oración escuchada, que terminaba precisamente en el lugar en el que él se encontraba. Le temblaban los dedos con que asía el fabuloso tesoro del billetero.
«Trae acá.» Después, le parecía que su padre había estado espiándole durante toda su niñez, y aunque Changez Chamchawala era un hombre corpulento, casi un gigante, para no hablar de su riqueza y de su posición social, tenía la agilidad y también la costumbre de deslizarse sigilosamente detrás de su hijo y estropear lo que estuviera haciendo, como arrancar la sábana del pequeño Salahuddin por la noche, para dejar al descubierto el vergonzoso pene agarrado por la mano colorada. Y el dinero lo olía a ciento una millas, a pesar de que siempre le envolvía el olor a productos químicos y fertilizantes, dado que era el gran fabricante de polvos y fluidos para tratamientos agrícolas y abono artificial. Changez Chamchawala, filántropo, mujeriego, leyenda viva, guía e inspiración del movimiento nacionalista, salió de la puerta de su casa dando un salto para arrancar un billetero abultado de la frustrada mano de su hijo. «Tch, tch -hizo en tono de reproche, guardándose las libras esterlinas en el bolsillo-, no recojas cosas de la calle. El suelo está sucio y, de todos modos, el dinero está más sucio todavía.»
En un estante del estudio de Changez Chamchawala, de paredes recubiertas de madera de teca, al lado de una edición de Las mil y una noches en diez tomos, traducida por Richard Burton, que poco a poco era devorada por el moho y la polilla, a causa del profundo prejuicio contra los libros que impulsaba a Changez a poseer miles de estos perniciosos objetos, a fin de humillarlos por el procedimiento de dejar que se pudrieran sin que nadie los leyera, había una lámpara mágica, un reluciente avatar de cobre y latón, del tipo contenedor de genios de Aladino: era una lámpara que estaba pidiendo a gritos que la frotaran. Pero Changez ni la frotaba ni permitía que la frotara nadie, por ejemplo, su hijo. «Un día -aseguraba al niño- será tuya. Entonces podrás frotar y frotar cuanto quieras, y ya verás las cosas que conseguirás. Pero ahora la lámpara es mía.» La promesa de la lámpara mágica imbuía en el joven Salahuddin la idea de que un día todas sus penas terminarían y sus más íntimos deseos serían satisfechos y lo único que tenía que hacer era esperar con paciencia; pero entonces se produjo el incidente del billetero, cuando la magia de un arco iris había actuado para él, no para su padre, sino para él, y Changez Chamchawala había robado la olla del oro. Después de aquello, el muchacho tenía la convicción de que su padre destruiría todas sus ilusiones, a menos que él se marchara, y desde aquel momento tuvo el afán de partir, de escapar, de poner océanos entre el gran hombre y él.
A los trece años, Salahuddin Chamchawala había comprendido ya que él estaba destinado a la fría Vilayet, repleta de crujientes promesas de libras esterlinas que el billetero mágico le había presagiado, y cada vez estaba más harto de aquel Bombay de polvo, ordinariez, policías de pantalón corto, travestís, apasionados del cine, mendigos que dormían en las aceras y de las prostitutas cantantes de Grant Road que empezaban como devotas del culto yellamma en Karnataka y acababan de danzarinas en los más prosaicos templos de la carne. Estaba harto de fábricas textiles y trenes de cercanías y de toda la confusión y abigarramiento del lugar, y suspiraba por el Vilayet de sus ensueños, todo elegancia y sobriedad que había llegado a obsesionarle de noche y de día. Sus canciones infantiles favoritas eran las que aludían a ciudades lejanas: kitchy-con, kitchy-ki, kitchy-con, stanti-ay, kitchy-opla, kitchy-copla, kitchi Con-stanti-nopla. Y su juego favorito era una versión del «un, dos, tres, pajarito inglés» en la que, cuando le tocaba parar, al volverse hacia sus compañeros que se iban acercando, les recitaba atropelladamente, como una mantra, como una fórmula mágica, las siete letras de su ciudad soñada, eleoene deerreeese. En el fondo de su corazón, él se aproximaba sigilosamente a Londres, letra a letra, como sus amigos se acercaban a él. Eleoene deerreeese, Londres.
La mutación de Salahuddin Chamchawala en Saladin Chamcha empezó, como se verá, en la vieja Bombay, mucho antes de que él se acercara lo suficiente como para oír el rugido de los leones de Trafalgar. Cuando el equipo de criquet de Inglaterra jugaba contra la India en el Brabourne Stadium, él rezaba para que ganara Inglaterra, porque quería que los creadores del juego ganaran a los advenedizos locales, a fin de que se mantuviera el buen orden de las cosas. (Pero el partido siempre terminaba en empate, porque el terreno del Brabourne Stadium era más blando que un colchón de plumas; por lo que la gran cuestión, creador o imitador, colonizador o colonizado, siempre quedaba en el aire.)
A los trece años, él era lo bastante mayor para jugar en las rocas de Scandal Point sin necesidad de que Kasturba, su ayah, lo vigilara. Y un día (tal vez sí, tal vez no) salió de la casa, el vasto y desconchado edificio cubierto de salitre, de estilo parsi, todo columnas y postigos y pequeños miradores, atravesó el jardín que era el orgullo y la alegría de su padre y que, a una cierta luz de la tarde, podía dar la impresión de ser infinito (y que también era enigmático, un acertijo sin solución, porque nadie, ni su padre ni el jardinero, sabía los nombres de la mayoría de las plantas y árboles), y traspasó la grandiosa puerta, una extravagancia, reproducción del arco del triunfo de Septimio Severo, y cruzó el batiburrillo de la calle y la muralla del mar y por fin llegó a la gran extensión de relucientes rocas negras, con sus pequeños charcos de camarones. Las niñas cristianas se reían con sus vestiditos europeos; los hombres con paraguas enrollados contemplaban silenciosos el horizonte azul. En una hondonada de roca negra, Salahuddin vio a un hombre vestido con un dhoti, inclinado sobre un charco. Sus miradas se encontraron y el hombre le llamó moviendo un dedo que después se llevó a los labios. Sssh, y el misterio de los charcos en las rocas atrajo al niño hacia el desconocido. Era una criatura de mucho hueso. Con unas gafas con montura de algo que podía ser marfil. Su dedo se doblaba, se doblaba como un anzuelo. Cuando Salahuddin se acercó, el hombre le agarró, le tapó la boca con una mano y llevó la mano joven entre sus viejas y descarnadas piernas, a tocar el hueso de carne. El dhoti, abierto a los vientos. Salahuddin nunca había sabido pelear e hizo lo que se le obligaba a hacer, y luego el hombre, sencillamente, dio media vuelta y lo soltó.
Después de aquello, Salahuddin dejó de ir a las rocas de Scandal Point; no contó a nadie lo ocurrido, previendo las crisis de neurastenia que provocaría en su madre y temiendo que su padre dijera que fue culpa suya. Le parecía que todo lo malo, todo lo que él abominaba de su ciudad natal, se había concentrado en el huesudo abrazo del desconocido, y ahora que había escapado de aquel malvado esqueleto, también tenía que escapar de Bombay o morir. Empezó a concentrarse afanosamente en la idea, fijando su voluntad en ella en todo momento, comiendo cagando durmiendo, para convencerse a sí mismo de que él podía hacer que ocurriera el milagro, incluso sin la ayuda de la lámpara de su padre. Soñaba con salir volando por la ventana de su habitación para descubrir que allí, debajo de él, estaba no Bombay sino el Mismo Londres, Bigben Colurnnanelson Lordstavern Jodidatorre Reina. Pero mientras planeaba sobre la gran metrópoli, sentía que empezaba a perder altura, y por mucho que se esforzaba pateando y braceando en el aire, seguía bajando a tierra, más y más de prisa, hasta que se zambullía gritando en la ciudad, San-pablo, Puddinglane, Threadneedlestreet, cayendo sobre Londres como una bomba.
Cuando ocurrió lo imposible y su padre, inopinadamente, le ofreció una educación en Inglaterra, para librarse de mí, pensaba él, porque, si no, bien claro está, pero a caballo regalado, etcétera, su madre, Nasreen Chamchawala, no quiso llorar y, en vez de lágrimas, le ofreció buenos consejos. «No andes sucio como esos ingleses -le exhortó-. Ellos se limpian el popó sólo con papel. Además, se bañan todos en la misma agua.» Estas viles calumnias demostraron a Salahuddin que su madre hacía cuanto recondenadamente podía para que no se fuera, y, a pesar del mutuo amor, él respondió: «Es inconcebible lo que dices, Ammi. Inglaterra es una gran civilización; lo que dices son bobadas.»
Ella le miró con su sonrisita leve y nerviosa y no discutió. Y, después, le despidió con los ojos secos debajo del arco de triunfo de la puerta, rehusando ir a despedirle al aeropuerto de Santacruz. Su único hijo. Le colgó collares y más collares de flores hasta que él se mareó de los empalagosos perfumes del amor materno.
Nasreen Chamchawala era una mujer leve y frágil, con unos huesos como tinkas, como astillitas de madera. Para compensar su insignificancia física, desde muy joven se acostumbró a vestir con cierta llamativa exageración. Los dibujos de sus saris eran deslumbrantes, incluso chillones: seda limón con enormes diamantes de brocado, remolinos Op Art en blanco y negro que producían vértigo, gigantescos besos de lápiz labial sobre fondo blanco brillante. La gente le perdonaba su gusto horripilante por la inocencia con que ella llevaba aquellas cegadoras prendas; porque la voz que brotaba de aquella cacofonía textil era fina, vacilante y modosa. Y por sus soirées.
Todos los viernes de su vida de casada, Nasreen había llenado los salones de la mansión Chamchawala, unas cámaras habitualmente lúgubres como grandes criptas sepulcrales, de luces brillantes y amigos superficiales. Cuando Salahuddin era pequeño, se empeñaba en hacer de portero y saludaba a los enjoyados y engominados invitados con toda seriedad, permitiéndoles darle palmaditas en la cabeza y llamarle monín y ricura. Los viernes la casa se llenaba de ruido; había músicos, cantantes, danzarinas, los últimos éxitos de Occidente emitidos por Radio Ceilán, vocinglero teatro de marionetas en el que unos rajahs de barro pintado que cabalgaban en corceles de mentirijillas decapitaban a los títeres enemigos con estentóreas imprecaciones y espadas de madera. Durante el resto de la semana, empero, Nasreen se movía por la casa tímidamente, una paloma sigilosa, como temerosa de turbar el sombrío silencio; y su hijo, que la seguía por todas partes, aprendió de ella a pisar con suavidad, para no despertar al duende o afreet que pudiera estar dormido en algún rincón, esperando.
Pero todas las precauciones de Nasreen Chamchawala no consiguieron salvarle la vida. El horror cayó sobre ella y la asesinó cuando más segura se creía, envuelta en un sari estampado de fotos y titulares de periódico barato, bañada por la luz de las grandes lámparas y rodeada de amigos.
Habían transcurrido cinco años y medio desde que el joven Salahuddin, cargado de collares y consejos, embarcara en un Douglas DC-8 rumbo al Oeste. Delante de él, Inglaterra; a su lado, su padre, Changez Chamchawala; debajo, el hogar y la belleza. Al igual que a Nasreen, al futuro Saladin nunca le resultó fácil llorar.
En aquel primer avión, Salahuddin leyó cuentos de ciencia-ficción, de emigraciones interplanetarias: La fundación de Asimov y Crónicas de Marte de Ray Bradbury. Él imaginaba que el DC-8 era la nave nodriza que llevaba a los Elegidos, los Elegidos de Dios y del hombre, a través de distancias inconcebibles, viajando durante generaciones, reproduciéndose eugénicamente para que su semilla pudiera un día germinar en un mundo feliz bajo un sol amarillo. Se rectificó: no era la nave nodriza sino la nave padre, porque, al fin y al cabo, allí viajaba él, el gran hombre, Abbu, Papá. Salahuddin, a sus trece años, olvidando recientes dudas y agravios, volvía a sentir infantil adoración por su padre, porque, sí, él le había adorado, era un gran padre hasta que empezabas a pensar por tu cuenta y hasta que discutir con él era considerado una traición a su amor, pero ahora eso no importa, yo le acuso de convertirse en mi ser supremo, de manera que lo que ocurriera fuera como una pérdida de la fe… Sí, la nave padre, un avión, no era una bomba voladora sino un falo metálico, y los pasajeros eran espermatozoides esperando ser descargados.
Cinco horas y media de zonas horarias; da la vuelta al reloj en Bombay y verás qué hora es en Londres. A mi padre, pensaría Chamcha años después en los momentos de mayor amargura, a mi padre acuso yo de haber dado la vuelta al Tiempo.
¿Cuánto volaron? Nueve mil kilómetros a vuelo de pájaro. O, de lo indio a lo inglés, una distancia inconmensurable. O no muy lejos, porque despegaron de una gran ciudad y aterrizaron en otra gran ciudad. La distancia entre ciudades siempre es pequeña; un aldeano que recorre cien kilómetros para ir a la ciudad cruza un espacio más vacío, más oscuro y más sobrecogedor.
He aquí lo que hizo Changez Chamchawala cuando despegó el avión: procurando que su hijo no le viera, cruzó dos pares de dedos de cada mano e hizo girar los pulgares.
Y cuando estuvieron instalados en un hotel a pocos metros del antiguo emplazamiento del árbol de Tyburn, Changez dijo a su hijo: «Toma. Esto te pertenece. -Y le tendía un billetero negro cuya identidad era inconfundible-. Ahora eres un hombre. Tómalo.»
La devolución del billetero confiscado, con su dinero intacto, resultó ser uno de los pequeños trucos de Changez Chamchawala. Trucos que habían engañado a Salahuddin durante toda su vida. Cuando su padre quería castigarle, le hacía un regalo, una tableta de chocolate de importación o una tarrina de queso blando. Y, cuando él iba a cogerlo, el padre lo agarraba. «Borrico -decía Changez al niño en tono burlón-. Siempre, siempre, la zanahoria te trae hasta mi bastón.»
En Londres, Salahuddin tomó el billetero que se le ofrecía, aceptando el regalo de la mayoría de edad; pero entonces su padre dijo: «Ahora que eres un hombre, debes mantener a tu anciano padre mientras estemos en la ciudad de Londres. Tú pagarás todas las cuentas.»
Enero, 1961. Un año al que puedes darle la vuelta y que, a diferencia del reloj, te señala lo mismo. Era invierno; pero cuando Salahuddin Chamchawala empezó a tiritar en su habitación del hotel, era porque estaba asustado; de pronto, su olla de oro se había convertido en la maldición de un brujo.
Aquellas dos semanas que pasó en Londres antes de ir al internado se convirtieron en una pesadilla de cajas registradoras y cálculos, porque Changez hablaba completamente en serio y no llevó la mano a su propio bolsillo ni una sola vez. Salahuddin tuvo que comprarse la ropa, entre otras cosas, un impermeable de sarga azul cruzado y siete camisas a rayas azules y blancas con cuellos postizos semiduros que Changez le hacía llevar a diario, para que se acostumbrara a los pasadores, y a Salahuddin le parecía que un cuchillo de punta roma se le clavaba debajo de la incipiente nuez; y tenía que asegurarse de que le quedaba dinero suficiente para el hotel y todo lo demás, y no se atrevía a preguntar a su padre ni si podían ir al cine, ni siquiera una sola vez, ni siquiera para ver The Pure Hell of St. Trinians, ni a comer al restaurante, ni siquiera a un chino, y en años venideros no recordaría de sus primeras dos semanas en su adorado Eleoene Deerreeese nada más que libras, chelines y peniques, como el discípulo del rey filósofo Chanakya que preguntó al gran hombre que significaba estar y no estar en el mundo, y el rey le ordenó que llevara un cántaro lleno de agua hasta el borde por entre una muchedumbre en día de fiesta, sin derramar ni una gota, so pena de muerte, de manera que cuando regresó, el nombre no podía describir los festejos porque fue como un ciego que no veía nada más que el cántaro que llevaba en la cabeza.
Changez Chamchawala estuvo muy tranquilo aquellos días, y parecía que no se acordaba de comer, ni de beber, ni de hacer nada; se sentía feliz sentado en la habitación del hotel, mirando la televisión, sobre todo los Picapiedra, porque, decía a su hijo, Wilma le recordaba a Nasreen. Salahuddin trataba de demostrar que era hombre ayunando con su padre, esforzándose por resistir más que él, pero no lo conseguía, y cuando los calambres se hacían muy fuertes, iba a una taberna barata cercana al hotel, donde vendían pollos asados que daban vueltas en el escaparate goteando grasa. Cuando entraba en el vestíbulo del hotel con el pollo, lo escondía dentro de su impermeable cruzado, para que el personal no lo viera, y se metía en el ascensor envuelto en olor a asado, con pecho abultado de pollo y cara colorada. Con el pollo en la pechera, bajo la mirada de las señoras y los ascensoristas, Salahuddin sentía nacer aquella rabia implacable que ardería en su interior durante más de un cuarto de siglo; que consumiría su infantil amor por su padre y haría de él un ateo, un hombre que, en adelante, haría todo lo posible por vivir sin dios alguno; y que tal vez alimentara su decisión de ser lo que su padre no era ni podría ser, es decir, un inglés de verdad. Sí, un inglés, incluso aunque tuviera razón su madre, aunque no hubiera más que papel en los aseos y un agua tibia y usada, llena de tierra y jabón, en la que meterse después de hacer ejercicio, aunque ello supusiera pasar la vida entre invernales árboles desnudos cuyos dedos asían con desesperación las pocas horas de luz pálida, tamizada y acuosa. En las noches de invierno, él, que nunca había dormido más que con una sábana, se acostaba debajo de montañas de lana y se sentía como un personaje de un mito antiguo, condenado por los dioses a soportar el peso de un pedrusco en el pecho; pero no importaba, él sería inglés aunque sus compañeros de clase se rieran de su acento y lo excluyeran de sus pequeños secretos, porque estas exclusiones no hacían sino robustecer su decisión, y entonces fue cuando Salahuddin empezó a hacer teatro, a ponerse máscaras que aquellos individuos pudieran reconocer, máscaras de rostropálido, máscaras de payaso, hasta que los engañó y convenció de que él era una persona normal, gente como nosotros. Él los engañó de la forma en que un ser humano sensible puede convencer a los gorilas para que lo acepten en su familia, para que lo acaricien y lo mimen y le metan plátanos en la boca.
(Después de pagar la última factura y cuando el billetero que había encontrado al final del arco iris estaba vacío, su padre le dijo: «Ya ves. Pagas tu propio gasto. He hecho de ti un hombre.» Pero ¿qué hombre? Eso es algo que los padres nunca saben. No lo saben de antemano; no lo saben hasta que ya es tarde.)
Un día, al poco tiempo de estar en el colegio, a la hora del desayuno, encontró un arenque ahumado en el plato. Lo miraba sin saber por dónde empezar. Luego, lo cortó y se metió en la boca un bocado de espinas. Cuando las hubo sacado todas, otro bocado, con más espinas. Sus condiscípulos le miraban en silencio; ninguno le dijo: Mira, esto se come asi. Salahuddin tardó noventa minutos en comerse el pescado y no le permitieron levantarse de la mesa hasta que hubo terminado. Para entonces, estaba temblando y, si hubiera sabido, habría llorado. Luego se le ocurrió que le habían enseñado una lección importante. Inglaterra era un pescado ahumado de sabor peculiar, lleno de púas y espinas, y nadie le diría nunca cómo se comía. Descubrió también que él era una persona rencorosa. «Ya les enseñaré yo -juró-. Ya verán.» El arenque ahumado fue su primera victoria, el primer paso de su conquista de Inglaterra.
Dicen que Guillermo el Conquistador empezó comiéndose un bocado de arena inglesa.
Cinco años después, terminados los estudios secundarios, mientras esperaba que empezara el curso en la universidad inglesa, Salahuddin hizo una visita a su casa cuando su transmutación en vilayeti ya estaba muy adelantada. «Mira qué bien sabe quejarse -se burlaba Nasreen delante de su padre-. Todo lo critica como un sabio: los ventiladores están flojos, se desprenderán del techo y nos cortarán la cabeza mientras dormimos, dice. Y la comida es demasiado grasa, por qué tenemos que freírlo todo, dice. Los miradores del último piso son inseguros y la pintura se ha saltado, por qué no somos más cuidadosos de nuestro entorno, y el jardín está hecho una selva, somos gente selvática, eso piensa, y fíjate lo bastas que son nuestras películas, ahora no le gusta nuestro cine, y cuánta enfermedad, no puedes ni beber el agua del grifo, Dios mío, sí que está instruido, esposo, nuestro pequeño Sallu que ha venido de Inglaterra, y qué dicción más distinguida.»
Paseaban por el jardín al atardecer, mirando cómo el sol se sumergía en el mar, vagando a la sombra de los grandes árboles de copa ancha, unos retorcidos y otros barbudos, que Salahuddin (que ahora se llamaba Saladin como en la escuela inglesa, pero conservaría el Chamchawala hasta que un agente teatral le abreviaría el apellido por razones artísticas) ya empezaba a conocer por sus nombres, jackfruit, baniano, jacaranda, llama del bosque, plátano. Al pie del árbol de su propia vida, el nogal que Changez plantó con sus propias manos el día en que nació su hijo, crecían pequeñas matas de chhooi-mooi o no-me-toques. Padre e hijo, junto al árbol del nacimiento, se sentían violentos, incapaces de responder con naturalidad a la leve burla de Nasreen. Saladin tenía una sensación de nostalgia porque le parecía que el jardín era mucho más hermoso antes de que él conociera los nombres de los árboles, que había perdido algo que nunca podría recuperar. Y Changez Chamchawala descubrió que ya no podía mirar a los ojos a su hijo porque el rencor que veía en ellos le helaba el corazón. Cuando habló, volviendo bruscamente! la espalda al nogal de dieciocho años en el que durante aquella larga ausencia él imaginaba que residía el alma de su hijo, las palabras salieron torpemente y le hicieron parecer la figura rígida y fría en la que deseaba no convertirse y en la que temía que inevitablemente se convertiría.
«Di a tu hijo -dijo Changez a Nasreen con voz áspera- que si se ha ido al extranjero para aprender a despreciar a los suyos, los suyos no tendrán para él más que desdén. ¿Qué se ha creído? ¿Que es un joven lord, un gran panjandrum? ¿Es que mi destino ha de ser perder a un hijo y encontrar a un petimetre?»
«Todo lo que yo soy, querido padre -dijo Saladin al anciano-, a ti te lo debo.»
Fue su última charla familiar. Durante todo el verano, los ánimos estuvieron muy excitados, pese a los intentos de mediación de Nasreen, tienes que pedir perdón a tu padre, vida mía, el pobre sufre como un condenado pero su orgullo no le permite darte un abrazo. Incluso Kasturba, el ayah y Vallabh, su marido, el criado, trataron de mediar, pero ni padre ni hijo cedían. «La misma madera -dijo Kasturba a Nasreen-. Y esto es lo malo. Padre e hijo son iguales.»
Aquel setiembre, cuando estalló la guerra contra Pakistán, Nasreen, con espíritu de desafío, decidió que ella no suspendería sus fiestas de los viernes «para demostrar que hindúes y musulmanes pueden amar además de odiar», explicó. Changez vio una cierta luz en sus ojos y no discutió, pero ordenó a los criados que pusieran cortinas de oscurecimiento en las ventanas. Aquella noche, por última vez, Saladin Chamchawala desempeñó su antigua función de portero, ataviado con smoking inglés, y cuando llegaron los invitados, los mismos invitados de siempre, con el polvo gris de los años, pero por lo demás los mismos, le obsequiaron con las mismas palmadas, los mismos besos y las nostálgicas bendiciones de su juventud. «Mira qué alto -decían-. Qué guapo, parece mentira.» Todos trataban de disimular el miedo a la guerra, peligro de ataques aéreos, decía la radio, y al acariciar el pelo de Saladin sus manos estaban o un poco temblonas o en exceso bruscas.
A última hora de la tarde, sonaron las sirenas y los invitados buscaron refugio, escondiéndose debajo de las camas, en los armarios, en cualquier sitio. Nasreen Chamchawala se encontró sola al lado de la mesa llena de comida y trató de tranquilizar a los invitados quedándose allí con su sari estampado de periódico, comiendo pescado como si nada. Por consiguiente, cuando empezó a ahogarse con la espina de su muerte, no tenía a su lado quien la ayudara: todos estaban escondidos por los rincones, con los ojos cerrados; el mismo Saladin, conquistador de arenques ahumados, Saladin, que había vuelto de Inglaterra con su flema, había perdido la serenidad. Nasreen Chamchawala cayó, se retorció, abrió la boca tratando de aspirar y murió, y cuando sonó el fin de la alarma y reaparecieron tímidamente los invitados, encontraron a su anfitriona extinta en medio del comedor, arrebatada por el ángel exterminador, khali-pili khalaas, como dicen en Bombay, muerta sin motivo, desaparecida para siempre.
Menos de un año después de la muerte de Nasreen Chamchawala, que no fue capaz de dominar las espinas como su hijo educado en el extranjero, Changez volvió a casarse sin avisar a nadie. Saladin, en su universidad inglesa, recibió una carta de su padre en la que éste, con la fraseología irritantemente ampulosa y trasnochada que Changez usaba en su correspondencia, le ordenaba que se alegrara. «Regocíjate -decía la carta- porque lo que se había perdido ha renacido.» La explicación de esta frase un tanto enigmática venía un poco más abajo, y cuando Saladin se enteró de que su madrastra también se llamaba Nasreen algo saltó en su cabeza y escribió a su padre una carta llena de crueldad y de furor, cuya violencia era del tipo que sólo se da entre padres e hijos y que difiere de la que existe entre hijas y madres en que encierra la posibilidad de una verdadera pelea a puñetazos rompiendo caras. Changez contestó a vuelta de correo; una carta breve, cuatro líneas de insulto arcaico, granuja sinvergüenza vagabundo canalla infame hijoputa bribón. «Ruego consideres vínculos familiares irreparablemente rotos -concluía-. Consecuencias, tu responsabilidad.»
Después de un año de silencio, Saladin recibió otra misiva, un perdón que era mucho más difícil de digerir que el anterior rayo anatematizador. «Cuando tú seas padre, oh hijo mío -confiaba Changez Chamchawala-, también conocerás esos momentos -¡ah!, ¡qué dulces!- en los que amorosamente haces saltar al precioso bebé sobre tus rodillas; y entonces, sin aviso ni provocación, la criaturita -¿puedo serte franco?- se te mea encima. Tal vez durante un momento sientes que te ahoga la ira y una descarga de furor te hace hervir la sangre, pero remite con la misma rapidez con que te acometió. Porque ¿acaso como adultos no comprendemos que el pequeño no tiene culpa alguna? Él no sabe lo que hace.»
Vivamente ofendido por ser comparado con un crío meón, Saladin mantuvo lo que él consideraba un silencio digno. Cuando iba a licenciarse, había adquirido pasaporte británico, habiendo llegado al país antes de que las leyes se hicieran más severas, por lo que pudo informar a Changez en una lacónica nota que tenía intención de quedarse en Londres y buscar trabajo de actor. La respuesta de Changez Chamchawala llegó por correo urgente. «Lo mismo podrías ser un condenado gigoló. Creo que un demonio ha penetrado en ti y te ha trastornado. Tú, a quien tanto se ha dado, ¿no crees que debes algo a los demás? ¿A tu país? ¿A la memoria de tu querida madre? ¿A tu propio espíritu? ¿Vas a pasarte la vida contoneándote y pavoneándote ante las luces, besando a mujeres rubias ante la mirada de desconocidos que han pagado para presenciar tu vergüenza? Tú no eres hijo mío, tú eres una aberración, un hoosh, un demonio del infierno. ¡Actor! Contesta a esto: ¿Qué les digo a mis amigos?»
Y, debajo de la firma, la posdata, patética y petulante. «Ahora que tienes tu propio djinni malo, no esperes heredar la lámpara mágica.»
Después de aquello, Changez Chamchawala escribía a su hijo a intervalos irregulares, y en cada una de sus cartas volvía sobre el tema de los demonios y la posesión: «El hombre que no es fiel a sí mismo se convierte en una mentira con dos patas, y estas bestias son la mejor obra de Shaitan», escribía, y también, en vena más sentimental: «Yo tengo tu alma bien guardada, hijo, aquí, en el nogal. El demonio sólo tiene tu cuerpo. Cuando estés libre de él, vuelve a reclamar tu espíritu inmortal. Ahora florece en el jardín.»
La letra de aquellas cartas cambió a lo largo de los años, perdiendo la florida confianza que la hiciera instantáneamente identificable y haciéndose más estrecha, más sobria, más pura. Al fin las cartas dejaron de llegar y Saladin supo por otros conductos que la preocupación de su padre por lo sobrenatural había ido profundizándose hasta hacer de él un recluso, quizá con el propósito de escapar de este mundo, en el que los demonios podían robarle a uno el cuerpo de su propio hijo, mundo inseguro para un hombre auténticamente religioso.
La transformación de su padre desconcertó a Saladin, aun a tan gran distancia. Sus padres eran musulmanes, a la manera superficial y perezosa de los bombayitas; Changez Chamchawala, a los ojos de su pequeño hijo, era más divino que cualquier Alá. Que este padre, que esta divinidad profana (aunque desacreditada ahora), a su vejez, se hubiera puesto de rodillas e inclinado hacia La Meca, era algo que el ateo de su hijo encontraba difícil de aceptar.
«La culpa la tiene esa bruja -se dijo, adoptando para sus fines retóricos el mismo lenguaje de conjuros y duendes que su padre utilizaba-, esa Nasreen Número Dos. ¿Soy yo el que está endemoniado, yo el poseso? No es mi letra la que ha cambiado.» Las cartas dejaron de llegar. Pasaron los años; y un día Saladin Chamcha, actor, hombre que todo lo debía a su propio esfuerzo, volvió a Bombay con la compañía de los Prospero Players, para interpretar el papel de médico indio en La millonaria de George Bernard Shaw. En escena, él adoptaba la voz y el acento que el papel requerían, pero aquellos giros tanto tiempo reprimidos, aquellas vocales y consonantes descartadas, empezaron a escapársele de la boca fuera del teatro. Su voz empezaba a traicionarle; y luego descubrió que otras partes de su cuerpo también eran capaces de la traición.
El hombre que decide cambiarse a sí mismo asume el papel del Creador, según una cierta manera de ver las cosas; es antinatural, es blasfemo, abominación de abominaciones. Desde otro ángulo, también podías ver patetismo en él, heroísmo en su lucha, en su voluntad de arriesgarse: no todos los mutantes sobreviven. O, considerándole desde el punto de vista sociopolítico: la mayoría de los emigrantes aprenden y pueden convertirse en disfraces. Nuestras propias falsas descripciones para contrarrestar las falsedades inventadas sobre nosotros esconden, por razones de seguridad, nuestra personalidad secreta.
El hombre que se inventa a sí mismo necesita a alguien que crea en él para demostrar que ha conseguido lo que se proponía. Otra vez haciendo de Dios, dirán ustedes. O también pueden bajar unos cuantos escalones y pensar en el Hada Campanilla; las hadas no existen si los niños no dan palmadas. O podrían decir, simplemente: es sólo ser un hombre. No es únicamente la necesidad de que otros crean en uno, sino la de creer en otro. Ahí lo tienen: el amor.
Saladin Chamcha conoció a Pamela Lovelace cinco días y medio antes del fin de los años sesenta, cuando las mujeres todavía llevaban pañuelos en la cabeza. Estaba en el centro de una sala llena de actrices trotskistas y le miraba con unos ojos tan brillantes, tan brillantes… Él la monopolizó toda la noche y ella nunca dejó de sonreír y se fue con otro. Él volvió a casa y se puso a soñar con los ojos, la sonrisa, la esbeltez y la piel de Pamela. La persiguió durante dos años. Inglaterra es reacia a entregar sus tesoros. Él estaba asombrado de su propia perseverancia y comprendió que ella se había convertido en artífice de su destino, que si ella no cedía, sus intentos de metamorfosis, fracasarían. «Permíteme -suplicaba él luchando cortésmente en la moqueta blanca que le dejaba cubierto de delatora pelusa en la parada del autobús de medianoche-. Créeme. Yo soy el hombre de tu vida.»
Una noche, sin más ni más, ella consintió, dijo que le creía. Él se casó con ella sin darle tiempo de arrepentirse, pero nunca llegó a aprender a leerle el pensamiento. Cuando se sentía desgraciada, se encerraba en el dormitorio hasta que se le pasaba. «No tiene nada que ver contigo -le decía-. No quiero que nadie me vea cuando estoy así.» Él la llamaba almeja. «Abre», él golpeó todas las puertas cerradas de su vida en común, primero un sótano, después una casita y, por fin, una mansión. «Yo te quiero. Déjame entrar.» Él la necesitaba tan desesperadamente para cerciorarse de su propia existencia que no llegó a advertir la desesperación de su sonrisa deslumbrante y permanente, el terror que había en la vivacidad con que ella encaraba el mundo ni las razones por las que ella se escondía cuando no conseguía encender el brillo. Hasta que ya era tarde no le contó que sus padres se habían suicidado juntos cuando ella empezaba a menstruar, que estaban agobiados por las deudas de juego y la habían dejado con un acento aristocrático que la señalaba como una chica de oro, una mujer digna de envidia, cuando en realidad era una criatura abandonada, perdida, que no tuvo ni unos padres que quisieran esperar a verla crecer, eso era lo que la querían, por 1o que ella no tenía ni la menor confianza y todos los momentos que pasaba en el mundo eran momentos de pánico, así que sonreía y sonreía y quizás una vez a la semana se encerraba para temblar y sentirse como una concha vacía, como una cáscara de cacahuete hueca, como un mono sin cacahuete.
No llegaron a tener hijos; ella se echaba la culpa. Al cabo de diez años, Saladin descubrió que sus propios cromosomas tenían algo raro, dos palitos más o menos, no lo recordaba. Herencia genética; por lo visto, si se descuida no nace, o nace monstruo. ¿Era por su madre o por su padre? Los médicos no lo sabían; es fácil adivinar a quién lo atribuía él; al fin y al cabo, no hay que pensar mal de los muertos.
Últimamente, tenían problemas.
Él lo reconoció después, pero no mientras tanto. Después se dijo: estábamos en las últimas, quizá por falta de niños, quizá porque fuimos distanciándonos, quizá por esto, quizá por lo otro.
Mientras tanto, él no se daba por enterado de toda la tensión, de los roces, de las peleas que no llegaban a empezar; él cerraba los ojos y esperaba hasta que ella volvía a sonreír. Él se permitía a sí mismo creer en aquella sonrisa, aquella brillante falsificación de alegría.
Él trataba de inventar un futuro feliz para los dos, de convertirlo en realidad inventándolo y luego creyendo en él. Cuando volaba hacia la India, pensaba en lo afortunado que era de tenerla; sí, tengo suerte, mucha suerte, sin discusión, soy el tío más afortunado del mundo. Y qué maravilla tener ante sí aquella larga y sombreada avenida de los años, la perspectiva de envejecer en presencia de tanta ternura.
Él se había empeñado con tanto ahínco, se había convencido casi tan completamente de que estas tristes ficciones eran verdad, que cuando se acostó con Zeeny Vakil, apenas cuarenta y ocho horas después de llegar a Bombay, lo primero que hizo, antes de que llegaran a copular, fue desmayarse, quedarse tieso, porque los mensajes que le llegaban al cerebro eran tan contradictorios como si su ojo derecho viera girar al mundo hacia la izquierda y su ojo izquierdo, hacia la derecha.
Zeeny era la primera mujer india con la que se acostaba. Ella se precipitó en su camerino la noche del estreno de La millonaria, con sus ademanes teatrales y su voz fosca, como si no hiciera años. Años. «Yaar, qué desilusión, de verdad; aguante toda la obra sólo para oírte cantar "Goodness Gracious Me" como Peter Sellers o qué sé yo, pensé, a ver si el chico ha aprendido a entonar. ¿Te acuerdas cuando hacías las imitaciones de Elvis con la raqueta de squash? Mi vida, qué risa, qué desastre. Pero ¿qué es esto? En esta obra no hay canción. Puñeta. Oye, ¿puedes escaparte de todos esos caraspálidas y venir con nosotros, los wogs? Puede que se te haya olvidado lo que es nuestra compañía.»
Él la recordaba adolescente y flaca con peinado asimétrico a lo Quant y sonrisa también asimétrica, pero en sentido inverso. Una chica descarada, mala. Una vez, para divertirse, entró en un antro de mala fama de Falkland Road y se quedó allí sentada fumando y bebiendo Coca-Cola hasta que los chulos que controlaban el local la amenazaron con rajarle la cara, porque allí no se permitía ir por libre. Ella sostuvo sus miradas, terminó el cigarrillo y salió. Zeenat no conocía el miedo. Quizás estaba loca. Ahora, a los treinta y tantos años, era médico, pasaba visita en el Breach Candy Hospital, trabajaba con los desamparados de la ciudad y había ido a Bhopal en cuanto saltó la noticia de la invisible nube americana que se comía los ojos y los pulmones de la gente. También era crítico de arte y había escrito un libro sobre el mito limitador de la autenticidad, esa camisa de fuerza folklorística que ella trataba de sustituir por la ética de un eclecticismo refrendado por la historia, porque ¿acaso no se basaba toda la cultura nacional en el principio de apropiarse los trajes que mejor parecían sentar, ario, mogol, británico, eligiendo lo mejor y dejando el resto? El libro había armado gran revuelo, como era de esperar, especialmente a causa del título. Lo titulaba El único indio bueno. «O sea, el muerto -dijo a Chamcha cuando le dio un ejemplar-. ¿Por qué tiene que existir una forma buena y correcta de ser wog? Esto es fundamentalismo hindú. En realidad, todos somos indios malos. Unos peores que otros.»
Ella estaba en la plenitud de su belleza, el pelo largo y suelto y nada flaca. Cinco horas después de que ella entrara en el camerino, estaban en la cama y él se desmayaba. Cuando despertó, Zeenat le explicó: «Te he contado un cuento.» Él nunca llegó a averiguar si le había dicho la verdad.
Zeenat Vakil hizo de Saladin su proyecto particular. «Vamos a conseguir tu recuperación -explicó-. Mister, vamos a conseguir que vuelvas.» A veces, él pensaba que ella quería conseguir su propósito por el procedimiento de comérselo vivo. Hacía el amor como un caníbal y Saladin era su explorador. Él le preguntó: «¿Conoces la relación, perfectamente establecida, entre el vegetarianismo y el impulso antropófago?» Zeeny, que estaba almorzándose su muslo, movió negativamente la cabeza. «En ciertos casos extremos -prosiguió él-, un exceso de consumo de verduras puede liberar en el sistema unos agentes bioquímicos que provocan fantasías caníbales.» Ella le miró con su sonrisa torcida. Zeeny, la hermosa vampiresa. «Vamos, vamos -dijo-. Nosotros somos una nación de vegetarianos y la nuestra es una cultura pacífica y mística, como todo el mundo sabe.»
Él, por el contrario, debía proceder con cuidado. La primera vez que le tocó los pechos, ella derramó unas asombrosas lágrimas calientes, que tenían el color y la consistencia de la leche de búfala. Ella había visto morir a su madre como un ave trinchada para la cena, primero el pecho izquierdo y luego el derecho, y, a pesar de todo, el cáncer se había extendido. Su miedo a repetir la muerte de su madre hacía de su busto zona prohibida. Era el terror secreto de la intrépida Zeeny. Ella no había tenido hijos, pero sus ojos lloraban leche.
Después de su primera cópula, ella empezó a trabajarle, olvidando sus lágrimas. «¿Sabes lo que tú eres? Yo te lo diré. Un desertor, eso eres, más inglés que nada, envuelto en tu distinguido acento como en una bandera, pero no creas que es perfecto, que a veces se te escurre, baba, como un bigote postizo.»
«Me ocurre una cosa extraña -quería decir él-, una cosa extraña en la voz», pero no sabía cómo explicarlo y optó por callar.
«La gente como tú -resopló ella besándole un hombro- volvéis al cabo del tiempo creyéndoos sabediosqué. Pues mira, hijo, nosotros no tenemos tan buena opinión de vosotros.» Su sonrisa era más brillante que la de Pamela. «Ya veo que no has perdido tu sonrisa Binaca, Zeeny», dijo él.
Binaca. ¿De dónde salía ahora ese viejo y olvidado anuncio de dentífrico? Y las vocales no parecían muy seguras. Cuidado, Chamcha, cuidado con tu sombra. Ese individuo negro que se arrastra detrás de ti.
A la segunda noche, ella se presentó en el teatro con dos amigos, un joven marxista director de cine llamado George Miranda, una ballena de hombre, con las mangas de la kurta subidas, un chaleco amplio y abierto, con manchas antiguas y un bigote de sorprendente aire militar, con las puntas engomadas; y Bhupen Gandhi, poeta y periodista, prematuramente encanecido, pero cuyo rostro tenía una inocencia infantil hasta que él soltaba su risa picara y atiplada. «Vamos, Salad baba -dijo Zeeny-. Te enseñaremos la ciudad. -Miró a sus acompañantes -. Estos asiáticos del extranjero no tienen vergüenza -declaró-. Saladin suena a recondenada ensalada. No te digo…»
«Hace unos días vi a una periodista de televisión -dijo Miranda -. Tenía el pelo color de rosa. Dijo que se llamaba Kerleeda. Yo no la entendí.»
«Es que George es muy inocente -interrumpió Zeeny-. Él no sabe lo raros que os volvéis. Esa Miss Singh, qué escándalo. Yo le dije, el nombre es Khalida, guapa, rima con Dalda, que es un utensilio de cocina. Pero no hubo manera de que lo pronunciara. Y era su propio nombre. Porque vosotros, chicos, no tenéis cultura. No sois más que unos wogs. ¿No tengo razón?», agregó abriendo mucho los ojos con gesto de regocijo, temerosa de haber ido demasiado lejos. «Déjale en paz, Zeenat», dijo Bhupen Gandhi con su voz dulce. Y George, violento, murmuró: «No te ofendas, es una broma.»
Chamcha decidió sonreír y contraatacar: «Zeeny -dijo-, la tierra está llena de indios, tú lo sabes, llegamos a todas partes, somos hojalateros en Australia y nuestras cabezas van a parar al frigorífico de Idi Amin. Quizá Colón tenía razón; el mundo está formado por Indias: Orientales, Occidentales, Septentrionales. Qué diantre, deberíais estar orgullosos de nosotros, de nuestro espíritu emprendedor, de la forma en que pasamos fronteras. Lo malo es que no somos indios como vosotros. Y vale más que os acostumbréis a nosotros. ¿Cómo se llama ese libro que has escrito?»
«Escuchen -Zeeny se colgó de su brazo-. Escuchen a mi Salad. Ahora, de repente, quiere ser indio, después de pasarse la vida tratando de volverse blanco. No se ha perdido todo. Ahí dentro aún queda algo vivo.» Y Chamcha notó que se sonrojaba, que aumentaba su confusión. La India; todo lo enmarañaba.
«¡Por vida de! -agregó ella, clavándole un beso como una cuchillada-. Chamcha. Vaya, joder. Tú te pones en ridículo y esperas que no nos riamos.
En el maltrecho Hindustan de Zeeny, un coche fabricado para una cultura con criados, con el asiento trasero mejor tapizado que el delantero, Chamcha sentía que la noche se le echaba encima como una muchedumbre. La India le hacía sentir su olvidada inmensidad, su viva presencia, el viejo desorden que él despreciaba. Una hijra amazona, ataviada como una Mujer Cañón, con tridente de plata incluido, detuvo el! tráfico con un brazo imperioso y se plantó delante de ellos.
Chamcha miró sin pestañear sus ojos llameantes. Gibreel Farishta, el actor de cine que inexplicablemente había desaparecido, se pudría en los carteles. Cascotes, desperdicios, ruido. Anuncios de cigarrillos que pasaban fumando: SCISSORS: PARA EL HOMBRE DE ACCIÓN, SATISFACCIÓN. Y, más improbable: PANAMÁ PARTE DEL GRAN ESCENARIO INDIO.
«¿Adónde vamos?» La noche se había teñido de una luz verde neón de anuncio. Zeeny aparcó el coche. «Estás perdido -le acusó- ¿Qué sabes de Bombay? Tu propia ciudad, aunque nunca lo fue. Para ti es un sueño infantil. Criarse en Scandal Point es como vivir en la luna. Allí nada de bustees ni sirree; sólo las casas de los criados. ¿Llegaban hasta allí los seguidores de Shiv Sena a provocar disturbios? ¿Vuestros vecinos pasaban hambre durante la huelga textil? ¿Organizaba Datta Samant un mitin delante de vuestros bungalows? ¿Cuántos años tenías cuando conociste a tu primer sindicalista? ¿Cuántos años tenías la primera vez que subiste a un tren de cercanías en lugar de a un coche con chófer? Eso no era Bombay, cariño, perdona. Eso era el Reino de las Hadas, Peristan, la Tierra de Nunca Jamás, Oz.»
«¿Y tú? -le recordó Saladin-. ¿Dónde estabas tú entonces?»
«En el mismo sitio -dijo ella ásperamente-. Con todos los podridos munchkins.»
Callejones. Estaban pintando un templo jainí y todos los santos habían sido cubiertos con bolsas de plástico, para protegerlos de las gotas. Un vendedor callejero exponía periódicos llenos de horrores: catástrofe ferroviaria. Bhupen Gandhi empezó a hablar con su voz susurrante. Después del accidente, dijo, los pasajeros supervivientes nadaron hasta la orilla (el tren había caído de un puente), donde los esperaban los vecinos del pueblo que los agarraban y los mantenían bajo el agua hasta que se ahogaban, y luego les robaban.
«Calla la boca -le gritó Zeeny-. ¿Por qué le cuentas esas cosas? Él piensa ya que somos unos salvajes, una especie inferior.»
En una tienda vendían sándalo para quemar en un templo de Krishna cercano, y pares de ojos de Krishna que todo lo veían, esmaltados en rosa y blanco.
«Demasiado que ver -dijo Bhupen-. Es un hecho.»
En una dhaba muy concurrida que George había empezado a frecuentar cuando quería entablar contacto, para fines cinematográficos, con los dadas o patrones que controlaban el comercio de carne de la ciudad, se consumía ron negro en mesas de aluminio, y George y Bhupen, achispados, empezar, ron a pelear. Zeeny tomaba una bebida de cola local y criticaba a sus amigos. «Los dos tienen problemas con la bebida, están más pelados que una olla agujereada y los dos maltratan a la mujer, van a las tabernas y malgastan sus cochinas vidas. No es de extrañar que yo me haya decidido por ti, cariño; el artículo local está tan degradado que a la fuerza te tiene que gustar el de importación.»
George había ido a Bhopal con Zeeny y la emprendió con el tema de la catástrofe interpretándola ideológicamente. «¿Qué es para nosotros Amrika? -inquiría-. No es un sitio real. Es el poder en su forma más pura, abstracto, invisible. No podemos verlo, pero nos jode bien, sin escapatoria.» Comparó la Union Carbide al caballo de Troya. «Nosotros invitamos a venir a esos cabritos.» Era como el cuento de los cuarenta ladrones, dijo. Escondidos en sus tinajas, esperando la noche. «Nosotros no teníamos a un Alí Babá, desgraciadamente -dijo-. ¿Qué teníamos? Teníamos a Mr. Rajiv G.»
Al llegar a este punto, Bhupen Gandhi se levantó bruscamente, tambaleándose, y como si estuviera poseído, como si un espíritu se hubiera apoderado de él, empezó a atestiguar. «Para mí -dijo-, la cuestión no puede centrarse en la intervención extranjera. Nosotros siempre nos absolvemos condenando a los de fuera, América, Pakistán, cualquier jodido lugar. Perdona, George, pero para mí todo se remonta a Assam, por ahí tenemos que empezar.» La matanza de los inocentes. Fotografías de cadáveres de niños, bien colocados en fila, como soldados en un desfile. Habían sido matados a golpes, a pedradas, degollados. Simétrica formación de la muerte, recordaba Chamcha. Como si el horror fuera el único acicate que pudiera conducir a la India al orden.
Bhupen habló durante veintinueve minutos sin vacilaciones ni pausas. «Todos somos culpables de Assam -dijo-. Cada uno de nosotros. A menos que, o hasta que, reconozcamos que las muertes de los niños fueron culpa nuestra, no podremos llamarnos un pueblo civilizado.» Bebía ron de prisa mientras hablaba y su voz se hacía más fuerte, y su cuerpo se inclinaba peligrosamente, pero aunque en el local se había hecho el silencio, nadie se adelantó hacia él, nadie trató de interrumpirle, nadie le llamó borracho. En medio de una frase, todos los días, cegamientos, o fusilamientos, o corrupciones, quién nos hemos creído que, se sentó pesadamente y se quedó mirando el vaso sin pestañear.
Entonces, en un ángulo alejado de la taberna, un joven se levantó y replicó. Assam debía ser entendido políticamente, gritó, había razones económicas, y otro individuo se puso en pie para contestar: Las cuestiones de dinero no explican por qué un hombre hecho y derecho mata a golpes a una niña, y entonces otro individuo dijo: Si piensas así es que nunca has pasado hambre, salah, qué recondenado romanticismo suponer que la economía no puede convertir a los hombres en fieras. Chamcha agarraba el vaso con más fuerza a medida que el ruido aumentaba y el aire se enrarecía, dientes de oro le brillaban en la cara, hombros le rozaban los hombros, codos se le clavaban, el aire se convertía en una especie de sopa y en su pecho empezaban a agitarse palpitaciones irregulares. George lo agarró de la muñeca y lo sacó a la calle. «¿Ya estás mejor, hombre? Empezabas a ponerte verde.» Saladin asintió con gratitud, llenándose los pulmones del aire de la noche, más calmado. «El ron y el cansancio -dijo-. Yo me pongo nervioso después de la función. A veces, me da por temblar. Debí imaginarlo.» Zeeny le miraba y en sus ojos había algo más que conmiseración. Un brillo triunfal, duro. Por fin te has enterado, decía su expresión de malsana satisfacción. Ya era hora.
Cuando has pasado el tifus, pensaba Chamcha, la inmunidad te dura unos diez años. Pero nada es definitivo; al fin los anticuerpos se desvanecen de tu sangre. Él tenía que aceptar el hecho de que su sangre ya no contenía los agentes inmunizadores que le hubieran permitido sufrir la realidad de la India. Ron, palpitaciones, mareo del espíritu. Hora de acostarse.
Zeeny no quiso llevarle a su casa. Siempre y únicamente el hotel, con los jóvenes árabes con medallón de oro paseando por los pasillos de la medianoche con botellas de whisky de contrabando en la mano. Él estaba echado en la cama, con zapatos, el cuello desabrochado, el nudo de la corbata flojo y el brazo derecho sobre los ojos; ella, con el albornoz blanco del hotel, se inclinó sobre él y le dio un beso en la barbilla. «Voy a decirte lo que te ha pasado esta noche -le dijo-. Podrías decir que nosotros te hemos roto el cascarón.»
El se incorporó, furioso. «Bien, pues esto es lo que hay dentro -estalló-. Un indio traducido al inglés. Ahora, cuando trato de hablar en indostaní, la gente me mira con cara de circunstancias.» Atrapado en la gelatina de su lenguaje adoptado, empezaba a oír, en la Babel de la India, una amenazadora advertencia: no regreses. Cuando has pasado a través del espejo, es peligroso retroceder. El espejo puede hacerte pedazos.
«Esta noche me he sentido muy orgullosa de Bhupen -dijo Zeeny, metiéndose en la cama-. ¿En cuántos países podrías entrar en un bar cualquiera y empezar semejante debate? Con esa pasión, esa seriedad, ese respeto. Ya te regalo tu civilización, inglés de quiero y no puedo. Yo me quedo con ésta muy contenta.»
«Abandona -le suplicó-, déjame. No me gusta que la gente entre a verme sin avisar. He olvidado las reglas de cortesía y kabaddi, no sé decir mis oraciones, no sé lo que se hace en una ceremonia nikah, y en esta ciudad en la que crecí me pierdo si voy solo. Ésta no es mi casa. Me da vértigo porque parece mi casa y no lo es. Me estremece el corazón y me da vueltas la cabeza.»
«Eres estúpido -le gritó ella-. Un estúpido. ¡Vuelve atrás! ¡Maldito imbécil! Claro que puedes.» Ella era un vórtice, una sirena que le tentaba a regresar a su viejo yo. Pero era un yo muerto, una sombra, un fantasma, y él no quería convertirse en fantasma. Tenía en la cartera el pasaje de vuelta a Londres y pensaba usarlo.
«¿Por qué no te has casado?», dijo él de madrugada, cuando ninguno de los dos podía dormir. Zeeny resopló. «Desde luego, has estado fuera demasiado tiempo. ¿Es que no me ves? Yo soy morena.» Apartó la sábana, arqueando la espalda para exhibir sus opulencias. Cuando Poolan Devi, la reina de los bandidos, salió de las cañadas para rendirse y ser retratada, los periódicos destruyeron de inmediato el mito inventado por ellos mismos acerca de su belleza legendaria. Ella, en lugar de apetitosa, era ahora fea, vulgar, repulsiva. Lo que hace la piel oscura en el norte de la India. «No me convence -dijo Saladin-. No esperarás que yo me lo crea.»
«Bien, aún no eres del todo idiota -rió ella-. ¿Quién quiere casarse? Yo tenía cosas que hacer.»
Y, después de una pausa, ella le devolvió la pregunta: Bueno, ¿y tú?
No sólo casado sino, además, rico. «Anda, cuenta. ¿Cómo vivís, tú y la señora?» En una mansión de cinco plantas en Notting Hill. Últimamente, él empezaba a sentirse inseguro allí, porque la última partida de ladrones se habían llevado no sólo los consabidos vídeo y estéreo, sino también el perro guardián pastor alemán. No era posible, empezaba a creer él, vivir en un sitio en el que los elementos criminales raptaban animales. Pamela le dijo que era una antigua costumbre local.
En los Viejos Tiempos, dijo (para Pamela, la Historia se dividía en: la Antigüedad, la Edad Media, los Viejos Tiempos, el Imperio británico, la Edad Moderna y el Presente), el secuestro de animales domésticos era un buen negocio. Los pobres robaban los canes de los ricos, les enseñaban a olvidar sus nombres y los vendían a sus afligidos e indefensos amos en las tiendas de Portobello Road. La historia local de Pamela era siempre muy detallada y, con frecuencia, inexacta. «¡Santo Dios! -dijo Zeeny Vakil-. Vende la casa y múdate cuanto antes. Yo conozco a esos ingleses, son todos iguales, gentuza y nawabs. No puedes luchar contra sus jodidas tradiciones.»
Mi esposa, Pamela Lovelace, frágil como la porcelana, grácil como una gacela, recordó él. Yo echo raíces en las mujeres a las que amo. Las trivialidades de la infidelidad. Él las desechó y se puso a hablar de su trabajo.
Cuando Zeeny Vakil descubrió cómo ganaba el dinero Saladin Chamcha, lanzó una serie de gritos que impulsó a uno de los árabes de medallón a llamar a la puerta para preguntar si ocurría algo malo. Vio sentada en la cama a una hermosa mujer a la que algo que parecía leche de búfala le resbalaba por las mejillas y le goteaba por la barbilla y, después de pedir disculpas a Chamcha por la intrusión, se retiró apresuradamente, perdón, amigo, eh, es usted un hombre afortunado.
«Pobre infeliz -jadeó Zeeny entre carcajadas-. Esos cochinos angrez, bien te han jodido.»
Conque ahora resultaba que su trabajo era chistoso. «Tengo un don para los acentos -dijo él, ufano-. ¿Por qué no había de aprovechar?»
«¿Por qué no habría de aprovechar? -remedó ella agitando las piernas en el aire-. Mister actor, acaba de volver a resbalarle el bigote.
Ay, Dios mío.
¿Qué me ocurre?
¿Qué diablos?
Socorro.
Porque él tenía realmente aquel don, de verdad que lo tenía, él era el Hombre de las Mil y una Voces. Si querías saber cómo debía hablar tu botella de ketchup en el anuncio de televisión, si no estabas segura de la voz que correspondía a tu bolsa de fritos con sabor a ajo, él era tu hombre. Él hacía hablar a las alfombras en los anuncios de los grandes almacenes, imitaba a personajes célebres, judías fritas, guisantes congelados. Por la radio, podía convencer al auditorio de que era ruso, chino, siciliano o presidente de los Estados Unidos. Una vez, en una obra de radioteatro para treinta y siete voces, él las interpretó todas, con una serie de seudónimos, y nadie lo notó. En compañía de Mimi Mamoulian, su equivalente femenina, él dominaba las ondas hertzianas de la Gran Bretaña. Dominaban un segmento tan amplio del círculo de la voz que, como decía Mimi: «Vale más que delante de nosotros nadie mencione la Comisión Antimonopolios ni en broma.» Ella tenía una gama asombrosa; podía representar cualquier edad de cualquier lugar del mundo en cualquier tono del registro vocal, desde la angelical Julieta hasta la fatal Mae West. «Tú y yo tendríamos que casarnos cuando estés libre -le sugirió Mimi-. Entre los dos, podríamos ser las Naciones Unidas.»
«Tú eres judía -repuso él-. A mí me educaron con ciertas opiniones sobre los judíos.»
«Bueno, soy judía -dijo ella encogiéndose de hombros-. Pero el circunciso eres tú. No hay nadie perfecto.»
Mimi era muy bajita, con unos rizos negros muy prietos y aspecto de anuncio de Michelin. En Bombay, Zeeny Vakil se desperezó y bostezó, ahuyentando de su pensamiento a las otras mujeres. «Demasiado -rió-. Te pagan para que los imites, siempre y cuando no tengan que verte la cara. Tu voz se hace famosa, pero a ti te esconden. ¿Adivinas por qué? ¿Verrugas en la nariz, ojos bizcos, etcétera? ¿Alguna idea, monín? Menos seso que una maldita lechuga, palabra.»
Es verdad, pensó él. Saladin y Mimi eran una especie de leyendas, pero leyendas con lunar, estrellas opacas. El campo de gravedad de sus dotes atraía el trabajo hacia ellos, pero ellos permanecían invisibles, abandonando el cuerpo para asumir voces. Por la radio, Mimi podía convertirse en la Venus de Botticelli, podía ser Olympia, la Monroe, cualquier maldita mujer que quisiera. A nadie le importaba un pito su aspecto; ella se había convertido en su voz, valía un potosí, y había tres muchachitas perdidamente enamoradas de ella. Además, compraba inmuebles. «Conducta neurótica -confesaba sin avergonzarse-. Excesiva necesidad de arraigo, debida a hecatombes en historia armenio-judía. Cierta desesperación causada por la edad y pequeños pólipos detectados en la garganta. Las fincas son tan sedantes… Las recomiendo.» Poseía una rectoría en Norfolk, una granja en Normandía, un campanario toscano y una costa marina en Bohemia. «Todas, encantadas -explicaba-. Cadenas, aullidos, sangre en las alfombras, señoras en camisón, lo que quieran. Y es que nadie renuncia a la tierra sin pelear.»
Nadie, excepto yo, pensó Chamcha, sintiendo cómo le atenazaba la melancolía, allí tendido, al lado de Zeenat Vakil. Quizás yo sea ya un fantasma. Pero, por lo menos, un fantasma con un pasaje de avión, éxito, dinero, esposa. Una sombra pero una sombra que vive en el mundo tangible, material. Con Activo. Sí, señor.
Zeeny le acariciaba los rizos de encima de las orejas. «A veces, cuando estás callado -murmuró-, cuando no haces voces graciosas ni actúas con grandilocuencia, y cuando te olvidas de que la gente te mira, pareces un espacio en blanco. ¿Sabes? Una pizarra vacía, no hay nadie en casa. Me pone frenética, me entran ganas de abofetearte, de sacudirte para que despiertes. Pero también me da pena. Y es que eres tan tonto, tú, la gran estrella con la cara del color no apto para sus teles en color, que tiene que viajar al país de los wogs con una compañía de mala muerte, y, además, haciendo el papelito de babu, para poder salir en una obra. Te dan de puntapiés y aun así te quedas, los amas, jodida mentalidad de esclavo, palabra. Chamcha -le agarró por los hombros y lo sacudió, a horcajadas sobre él, con sus pechos prohibidos a pocas pulgadas de su cara-. Salad baba, o como te llames, por el cielo, vuelve a casa.»
La gran oportunidad de Saladin, la que pronto podría hacer que el dinero perdiera su significado, empezó en pequeña escala: televisión infantil, una cosa que se llamaba La hora de los aliens por Los Monsters de La guerra de las galaxias, inspirada en Barrio Sésamo. Era una comedia sobre un grupo de extraterrestres entre mono y psicópata, animal y vegetal, e incluso mineral, porque intervenía una artística roca espacial que podía explotarse a sí misma para extraer sus materias primas y regenerarse antes del episodio de la semana siguiente y que se llamaba Pygmalien. También aparecía una criatura brutal y eructadora, como un cactus con vómito, producto del basto sentido del humor de los productores del programa, oriunda de un planeta desierto situado en el confín del tiempo: ésta era Matilda, la austra-alien; y tres sirenas espaciales, rollizas y cantarínas, conocidas por Alien-Hadas, acaso por su talante risueño y distante; y una cuadrilla de hippies venusinos y artistas del spray de los ferrocarriles metropolitanos y similares que se llamaban Alien-Nacion; y, debajo de una cama de la nave que era el principal decorado del programa, vivía Bugsy, el escarabajo pelotero gigante de la Nebulosa de Cáncer, que se había escapado de su padre; y, en un tanque de peces, podías encontrar a Cerebro, el abalone gigante superinteligente al que chiflaba comer chinos; y Ridley, el más aterrador del reparto habitual, que parecía un juego de dientes pintado por Francis Bacon al extremo de una bolsa ciega y que tenía obsesión por la actriz Sigurney Weaver. Las estrellas del programa, los equivalentes de Kermit y Miss Piggy, eran Maxim y Mamá Alien, pareja elegantísima, de seductor atuendo y peinado asombroso, que ansiaban ser – ¿y qué si no?- celebridades de la televisión. Eran interpretados por Saladin Chamcha y Mimi Mamoulian que, de una secuencia a otra, cambiaban de voz al mismo tiempo que de traje, y no digamos de pelo, que pasaba del púrpura al bermellón, se erizaba en diagonal hasta un metro de distancia o desaparecía del todo; o de facciones y órganos, porque podían intercambiarlo todo: piernas, brazos, nariz, orejas, ojos, y cada cambio conjuraba una voz diferente de sus legendarias gargantas proteicas. El éxito del programa se debió a la utilización de novísimas imágenes creadas por ordenador. Los fondos eran simulados: nave, paisajes extraterrestres y escenarios intergalácticos; también los actores eran procesados por las máquinas, obligados a pasar cuatro horas al día soportando la aplicación de maquillaje protésico que -una vez los vídeo-ordenadores habían hecho su trabajo- les hacía parecer no menos simulados que los escenarios. Maxim Alien, playboy espacial, y Mamá, invicta campeona galáctica de lucha libre y reina universal de la pasta, tuvieron un éxito fulminante. Pasaron a los horarios preferentes y fueron solicitados por América, Eurovisión, el mundo.
A medida que La hora de los aliens adquiría preponderancia, empezó a suscitar las críticas políticas. Los conservadores lo encontraban espeluznante, obsceno (Ridley se ponía materialmente erecto al pensar intensamente en Miss Weaver), estrambótico. Los comentaristas radicales empezaron a atacar su tendencia al estereotipo, su énfasis en la idea de que lo extraño es monstruoso, su falta de imágenes positivas. Se presionó a Chamcha para que abandonara el programa; él se negó y se convirtió en blanco de ataques. «Tendré problemas cuando regrese -dijo a Zeeny-. El maldito programa no es una alegoría. Es entretenimiento. Sólo pretende distraer.»
«¿Distraer a quién? -preguntó ella-. Además, incluso ahora sólo te dejan salir al aire después de cubrirte la cara de pasta y ponerte una peluca roja. Gran cosa el Deluxe, palabra.»
«La verdad es -dijo ella cuando despertaron a la mañana siguiente-, Salad, cariño, que eres bien parecido, no un palurdo. Una piel como la leche, recién vuelto de Inglaterra. Ahora que Gibreel ha dado el esquinazo, tú podrías sucederle. Hablo en serio, sí. Necesitan una cara nueva. Vuelve a casa y tú podrías ser una gran estrella, mejor que Bachchan, más grande que Farishta. Tu cara no es tan rara como la de ellos.»
Cuando era joven, dijo él, cada una de las fases de su vida, cada personalidad que asumía, parecía temporal y eso le tranquilizaba. Sus imperfecciones no importaban, porque él podía sustituir fácilmente un momento por el siguiente, un Saladin por otro. Ahora, empero, el cambio empezaba a resultar doloroso; las arterias de lo posible habían empezado a endurecerse. «No es fácil decirte esto, pero ahora estoy casado, y no sólo con mi esposa, sino con mi vida. -Otra vez se le escapaba el acento-. En realidad, vine a Bombay por un motivo, y no era la obra. Él tiene más de setenta años y yo ya no tendré muchas oportunidades. Él no ha ido al teatro; Mahoma tendrá que ir a la montaña.»
Mi padre, Changez Chamchawala, dueño de una lámpara maravillosa. «Changez Chamchawala, pero hablas en serio, no creas que vas a poder dejarme. -Ella palmoteo-. Estoy deseando verle en persona.» Su padre, el famoso recluso. Bombay era una cultura de imitaciones. Su arquitectura reproducía el rascacielos, su cine reinventaba incansablemente Los siete magníficos y Love Story obligando a todos sus héroes a salvar por lo menos un pueblo de los bandidos asesinos y a todas sus heroínas a morir de leucemia por lo menos una vez en su carrera, a poder ser al principio. La invisibilidad de Changez era el sueño indio del infeliz crorepati que vivía enclaustrado en Las Vegas; pero un sueño no es ni siquiera una fotografía, al fin y al cabo, y Zeeny quería verlo con sus propios ojos. «Cuando está de mal humor, hace muecas a la gente -le advirtió Saladin-. Nadie lo cree hasta que lo ve, pero es la verdad. ¡Y qué muecas! Gárgolas. Además, es un puritano y te llamará descarada y, de todos modos, probablemente, yo me pelearé con él, está escrito.»
Lo que había traído a la India a Saladin: el perdón. Éste era el motivo de su viaje a su ciudad natal. Pero no habría podido decir si venía a darlo o a recibirlo.
Aspectos curiosos de las circunstancias actuales de Mr. Changez Chamchawala: en compañía de Nasreen Segunda, su nueva esposa, durante cinco días a la semana habitaba en un complejo rodeado de un alto muro conocido por el nombre de Fuerte Rojo, en el distrito de Pali Hill, favorito de las estrellas del cine; pero el fin de semana volvía, sin su esposa, a la vieja casa de Scandal Point, para pasar sus días de descanso en el mundo perdido del pasado, en compañía de la primera, y difunta, Nasreen. Además, se decía que su segunda esposa se negaba a poner los pies en la casa vieja. «O no se lo permiten», conjeturó Zeeny en el asiento trasero del largo Mercedes de cristales opacos que Changez había enviado a recoger a su hijo. Cuando Saladin acabó de ponerla en antecedentes, Zeenat Vakil silbó admirativamente: «Alucinante.»
La industria de fertilizantes Chamchawala, el imperio del estiércol de Changez, iba a ser inspeccionada por un comité gubernamental por evasión de impuestos y de aranceles de importación, pero Zeeny no estaba interesada en eso. «Ahora -dijo- podré averiguar cómo eres tú realmente.» Scandal Point se abría ante ellos. Saladin sintió que el pasado se le venía encima como una marea, ahogándolo, llenándole los pulmones de un aire salobre olvidado. Hoy no soy yo, pensó. El corazón palpita. La vida hiere a los vivos. Ninguno somos nosotros. Ninguno somos así.
Ahora había puertas de acero, accionadas desde dentro por control remoto, que sellaban el deteriorado arco triunfal. Se abrieron con un sordo zumbido, para dar acceso a Saladin a aquel lugar del tiempo perdido. Cuando vio el nogal en el que, según su padre, se guardaba su alma, empezaron a temblarle las manos. Se escudó en la prosa de lo material. «En Cachemira -dijo a Zeeny -, el árbol de tu vida es, en cierto modo, una inversión financiera. Cuando el hijo llega a la mayoría de edad, el nogal es un árbol adulto, como una póliza de seguros vencida; es un árbol valioso, puede venderse, para pagar una boda o financiar una carrera. El adulto tala su niñez para ayudar a su edad madura. Es de un materialismo escalofriante, ¿no crees?»
El coche se había detenido debajo del porche de la entrada. Zeeny no dijo nada mientras los dos subían los seis escalones hasta la puerta principal, donde fueron recibidos por un hierático y anciano criado de librea blanca con botones de latón, en cuya melena blanca reconoció Chamcha, sólo con imaginarla negra, la cabellera de Vallabh, el mayordomo que regentaba la casa en los Viejos Tiempos. «Dios mío, Vallabahbhai», dijo abrazando al anciano. El criado sonrió con dificultad. «Soy ya tan viejo, baba, creí que no me reconocerías.» Los condujo por los corredores de la mansión, con sus pesadas lámparas de cristal, y Saladin advirtió que la ausencia de cambio era excesiva y evidentemente deliberada. Era la verdad. Vallabh le explicó que cuando murió la Begum, Changez Sahib juró que la casa sería su monumento. Por lo tanto, nada había cambiado desde el día de su muerte: los cuadros, los muebles, las jaboneras, los toros de cristal rojo v las bailarinas de porcelana de Sajonia, todo, en el lugar exacto las mismas revistas en las mismas mesas, las mismas bolas de papel en las papeleras, como si también la casa hubiera muerto y sido embalsamada. «Momificada -dijo Zeeny expresando lo inefable, como siempre-, Dios, si parece una casa encantada, ¿no?» Fue en este momento, mientras Vallabh, el criado, abría las puertas dobles que conducían al salón azul, cuando Chamcha vio el fantasma de su madre.
Dio un fuerte grito y Zeeny giró sobre sus talones. «Allí -señalaba el extremo del largo y oscuro corredor-, no cabe duda, ese maldito sari de la letra de imprenta, el de los grandes titulares, el mismo que llevaba el día en que, en que…», pero Vallabh había empezado a mover los brazos como un pájaro débil incapaz de volar, verás, baba, es Kasturba, nada más, no habrás olvidado a mi esposa, es sólo mi esposa. Mi ayah Kasturba, con la que yo jugaba entre los charcos de las rocas. Hasta que pude ir sin ella y, en una hondonada, un hombre con unas gafas con montura de marfil… «Por favor, baba, no es para enfadarse, es sólo que cuando la Begum murió, Changez Sahib regaló algunos vestidos a mi esposa, ¿no te importa? Tu madre era una mujer tan generosa, cuando vivía siempre daba con largueza.» Chamcha recobró el equilibrio y se sintió ridículo. «Pues claro que no me enfado, por Dios.» Una antigua rigidez volvió a Vallabh; el derecho del viejo criado a la libertad de expresión le permitió reprender: «Perdón, baba, pero no debes pronunciar el nombre de Dios en vano.»
«Mira cómo suda -cuchicheó Zeeny-. Parece muy asustado.» Kasturba entró en la habitación y, aunque su reunión con Chamcha fue bastante cariñosa, había cierta tensión en el aire. Vallabh se fue en busca de cerveza y «Thums Up», y cuando también Kasturba se excusó, Zeeny dijo inmediatamente: «Aquí hay algo raro. Esa mujer anda como si fuera el ama. No hay más que ver el aire que se da. Y el viejo estaba asustado. Apostaría a que esos dos se traen algo entre manos.» Chamcha trató de razonar. «Viven aquí solos casi siempre; probablemente duermen en el dormitorio principal y comen en la vajilla buena; deben de imaginar que esto les pertenece.» Pero pensaba qué asombroso parecido con su madre tenía el ayah Kasturba con aquel viejo sari.
«Estuviste ausente tanto tiempo -dijo a su espalda la voz de su padre-, que ahora no puedes distinguir a un ayah viva de tu difunta mamá.»
Saladin dio media vuelta para descubrir la triste imagen de un padre que se había arrugado como una manzana vieja pero que se empeñaba en usar los caros trajes italianos de sus años de opulenta corpulencia. Ahora que había perdido tanto los antebrazos de Popeye como el abdomen de Brutón, parecía estar vagando dentro de su ropa como el que busca algo que nunca llegó a identificar. Estaba en el umbral de la puerta mirando a su hijo con la nariz dilatada y los labios doblados en una mueca que la hechicería abrasadora de los años había convertido en débil simulacro de su antigua cara de ogro. Chamcha empezaba a advertir que su padre ya no podía asustar a nadie, que había perdido la magia, que no era más que un vejestorio que iba camino de la tumba, y Zeeny observaba con cierto desencanto que Changez Chamchawala llevaba un conservador corte de pelo y, puesto que calzaba relucientes zapatos modelo Oxford con cordones, tampoco parecía verosímil la historia de las uñas de palmo cuando el ayah Kasturba volvió, fumando un cigarrillo y pasando por delante de los tres, padre, hijo, amiga, se fue hacia un sofá Chesterfield tapizado de terciopelo azul y se instaló en él con la sensualidad de una starlet, a pesar de ser mujer entrada en años.
No bien hubo hecho Kasturba su escandalosa entrada, Ghangez se deslizó por el lado de su hijo y se colocó al lado de la antigua ayah. Zeeny Vakil, con chispitas de escándalo en los ojos, siseó a Chamcha: «Cierra la boca, cariño. Es de mal efecto.» Y Vallabh, el criado, empujaba por la puerta un carrito de bebidas observando impasible cómo su amo de muchos años largos ponía un brazo alrededor de su esposa, que lo aceptaba de buen grado.
Cuando el progenitor, el creador, se revela satánico, con frecuencia el hijo se pone severo. Chamcha se oyó preguntar; «¿Y mi madrastra, querido padre? ¿Está bien?»
El anciano dijo a Zeeny: «Espero que contigo no sea tan santurrón. O debes de aburrirte mucho.» Y a su hijo, en tono más áspero: «¿Ahora te interesas por mi esposa? Pues ella no se interesa por ti. No tiene deseos de verte. ¿Por qué había de perdonarte? Tú no eres hijo suyo. Ni mío ahora tal vez.»
No he venido a pelearme con él. Mira, el viejo chivo. No debo pelear. Pero esto, esto es intolerable. «En la casa de mi madre -exclamó Chamcha melodramáticamente, perdiendo la batalla consigo mismo-. El Gobierno piensa que hay corrupción en tus negocios, y ésta es la corrupción de tu alma. Mira lo que les has hecho a ellos. Vallabh y Kasturba. Con tu dinero. ¿Cuánto necesitaste? Para envenenarles la vida.
Eres un enfermo.» Miraba a su padre con irreprimible furor justiciero.
Inesperadamente, intervino Vallabh, el criado: «Baba, con todo respeto, perdona, pero ¿qué sabes tú? Tú te marchaste y ahora vienes a juzgarnos.» Saladin sintió que el suelo se hundía bajo sus pies; ante sus ojos se abría el infierno. «Es verdad que él nos paga -prosiguió Vallabh-. Por nuestro trabajo y también por lo que ves. Por esto.» Changez Chamchawala oprimió más estrechamente los dóciles hombros del ayah.
«¿Cuánto? – gritó. Chamcha-. ¿Cuánto convinisteis entre los dos hombres? ¿Cuánto por prostituir a tu esposa?»
«Qué tonto -dijo Kasturba con desdén-. Educado en Inglaterra y todo lo que quieras, pero todavía con la cabeza llena de paja. Vienes aquí haciendo aspavientos, en la casa de tu madre, etcétera, pero quizá no la querías tanto. Nosotros sí la queríamos, todos nosotros. Los tres. Y de esta manera podemos mantener vivo su espíritu.»
«Podrías decir que esto es pooja -dijo la voz suave de Vallabh-. Un acto de culto.»
«Y tú -Changez Chamchawala hablaba con la misma suavidad que su criado-, tú vienes a este templo. Con tu falta de fe. Mister, tienes una desfachatez…»
Y, por último, la traición de Zeenat Vakil. «Anda ya, Salad -dijo sentándose en el brazo del sofá Chesterfield, al lado del anciano-. ¿Por qué tienes que ser un aguafiestas? Tú no eres un ángel, tesoro, y estas personas parecen haber dispuesto muy bien las cosas.»
La boca de Saladin se abrió y se cerró. Changez dio a Zeeny unas palmadas en la rodilla. «Ha venido a acusar, hijita. Ha venido a vengar su juventud, pero se han vuelto las tornas y ahora está confuso. Hay que darle una oportunidad y tú serás el árbitro. No consiento en ser sentenciado por él, pero de ti aceptaré cualquier veredicto.»
El muy canalla. Viejo canalla. Quería hacerme caer y aquí estoy, mordiendo el polvo. No pienso hablar, y por qué, así no, esta humillación. «Había un billetero lleno de libras esterlinas -dijo Saladin Chamcha-, y había un pollo asado.»
¿De qué acusaba el hijo al padre? De todo: espionaje de un niño, robo de la olla del arco iris, exilio. De convertirle en lo que acaso no habría sido. De «hacer un hombre de». De «qué voy a decir a mis amigos». De irreparables rupturas y ofensivos perdones. De sucumbir a la adoración de Alá con la nueva esposa y también de culto blasfemo de la anterior. Sobre todo, de «adepto de lámpara maravillosa» de «abresesamista». Él todo lo consiguió con facilidad, donaire, mujeres, riqueza, poder, posición. Frotar, puf, genio, deseo, en seguida, amo, ya está. Era un padre que había prometido, y luego escamoteado, una lámpara maravillosa.
Changez, Zeeny, Vallabh y Kasturba permanecieron inmóviles y mudos hasta que Saladin Chamcha dejó de hablar, colorado y violento. «Tanta violencia de espíritu al cabo de tanto tiempo -dijo Changez después de un silencio-. Es triste. Al cabo de un cuarto de siglo, todavía reprocha los pecadillos del pasado. Ay, hijo. Tienes que dejar de acarrearme como a un loro en el hombro. ¿Qué soy yo? Ya nada. Yo no soy tu maestro. Afróntalo, mister: yo ya no soy la clave de tu vida.»
Por una ventana, Saladin Chamcha vio un nogal de cuarenta años. «Córtalo -dijo a su padre-. Córtalo, véndelo y mándame el dinero.»
Chamchawala se puso de pie y extendió la mano derecha. Zeeny se levantó a su vez y la tomó como una bailarina tomaría unas flores; en el acto, Vallabh y Kasturba se redujeron a criados como si un reloj hubiera dado en silencio la hora de las calabazas. «Ese libro suyo -dijo a Zeeny-. Tengo algo que le gustará.»
Los dos salieron del salón; el indefenso Saladin, después de un momento de titubeo, les siguió de mala gana. «Aguafiestas -gritó Zeeny alegremente por encima del hombro-. Vamos, olvídalo, déjate de niñerías.»
La colección de arte Chamchawala, que se guardaba en Scandal Point, comprendía una gran serie de las legendarias telas Hamzanama, parte de la secuencia del siglo XVI que representan escenas de la vida de un héroe que tal vez fuera o tal vez no el famoso Hamza, tío de Mahoma, cuyo hígado fue comido por Hind, la mujer de La Meca, cuando yacía muerto en el campo de batalla de Uhud. «Me gustan estas pinturas porque se permite fracasar al héroe -dijo Changez a Zeeny -. Mire cuántas veces tienen que sacarlo de apuros.» Los cuadros eran también prueba elocuente de la tesis de Zeeny Vakil acerca de la naturaleza ecléctica e híbrida de la tradición artística india. Los mogoles habían traído artistas de todas las partes de la India a trabajar en las pinturas; la identidad individual se sumergía en la creación de un Superartista de muchas cabezas y muchos pinceles que, literalmente era la pintura india. Una mano dibujaría los suelos de mosaico, otra las figuras, otra los cielos con nubes de aspecto chino. En el reverso de las telas estaban las historias que acompañaban las escenas. Los cuadros se mostraban como una película: sosteniéndolas en alto mientras alguien leía la historia del héroe. En Hamzanama podías ver la miniatura persa fundiéndose con los estilos de pintura kannada y keralan, podías ver la filosofía hindú y musulmana formando su síntesis característica de las postrimerías de la dominación mogol.
Un gigante estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo -dijo en voz alta con su voz inglesa-, el puro bárbaro amor del dolor.»
Changez Chamchawala hacía caso omiso de su hijo, sólo tenía ojos para Zeeny, quien sostenía su mirada. «El nuestro es un Gobierno de filisteos, señorita, ¿no cree? Les he ofrecido toda la colección totalmente gratis, ¿lo sabía? A condición de que la alberguen debidamente, que construyan un local. El estado de las telas no es óptimo, como puede ver… Y no quieren. No les interesa. Mientras tanto, todos los meses recibo ofertas de Amrika. ¡Y qué ofertas! No lo creería. Yo no vendo. Nuestro patrimonio, hijita, día tras día, los Estados Unidos se lo están llevando. Pinturas de Ravi Varma, bronces de Chandela, celosías de Jaisalmer. Nos vendemos, ¿no? Ellos dejan caer el billetero al suelo y nosotros nos arrodillamos a sus pies. Nuestros toros de Nandi acaban en un patio de Texas. Pero todo esto usted ya lo sabe. Usted sabe que hoy la India es un país libre.» Guardó silencio, pero Zeeny esperaba; tenía que venir algo más. Y vino: «Un día, yo también aceptaré los dólares. No por el dinero. Por el placer de ser una puta. De convertirme en nada. Menos que nada.» Y ahora, por fin, el gran trueno, las palabras que siguieron a las palabras menos que nada. «Cuando yo muera -dijo Changez Chamchawala a Zeeny-, ¿qué seré? Un par de zapatos vacíos. Es mi destino, el destino que él me ha deparado. Este actor. Este simulador. Se ha convertido a sí mismo en imitador de hombres inexistentes. No tengo a nadie que me suceda, nadie a quien dar lo que yo he hecho. Ésta es su venganza: él me roba mi posteridad.» Sonrió, le palmeó una mano y la dejó al cuidado de su hijo. «Se lo he contado -dijo a Saladin-. Todavía llevas el pollo escondido en el pecho. Yo le he expuesto mis quejas. Ahora ella debe juzgar. Era lo convenido.»
Zeenat Vakil se acercó al anciano del traje grande, le puso las manos en las mejillas y le dio un beso en los labios.
Después de que Zeenat le traicionara en la casa de las perversiones paternas, Saladin Chamcha se negó a verla y a contestar los mensajes que ella le dejaba en la recepción del hotel. La millonaria acabó su temporada y la gira tocó a su fin. Hora de regresar a casa. Después de la fiesta de la noche de despedida, Chamcha se retiró a su habitación. En el ascensor, una pareja joven, evidentemente en luna de miel, escuchaba música por auriculares. El joven dijo a su esposa: «Dime, ¿todavía te parezco un extraño a veces?» Ella movió negativamente la cabeza con una sonrisa cariñosa, no te oigo, se quitó los auriculares. Él repitió muy serio: «¿Te parezco todavía a veces un extraño?» Ella, con sonrisa impasible, apoyó la mejilla un instante en el hombro alto y flaco de él. «Sí, una o dos veces», dijo, y volvió a ponerse los auriculares. Él, aparentemente satisfecho con la respuesta, la imitó. Sus cuerpos volvieron a seguir el ritmo de la música. Chamcha salió del ascensor. Zeenat estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta de su habitación.
Dentro de la habitación, ella se sirvió un generoso whisky con soda. «Te portas como un niño -le dijo-. Vergüenza tendría que darte.»
Aquella tarde, él había recibido un paquete de su padre. Dentro había un trozo de madera y muchos billetes, no rupias, sino libras esterlinas: las cenizas, por así decir, de un nogal. Él estaba embargado de un confuso furor y, puesto que Zeenat estaba allí, la hizo blanco de él. «¿Te has creído que te quiero? -preguntó con deliberada crueldad-. ¿Te has creído que voy a quedarme por ti? Yo estoy casado.»
«Yo no quería que te quedaras por mí -dijo ella-. No sé por qué, yo lo deseaba por ti mismo.»
Hacía unos días, él había ido a ver la versión india de una obra teatral de Sartre que trataba del tema de la vergüenza. En el original, un marido sospecha que su mujer le es infiel y le tiende una trampa para sorprenderla. Él se arrodilla para mirar por el ojo de la cerradura de la puerta de la calle. Entonces siente que hay alguien detrás de él, se vuelve sin levantarse y la ve a ella, que le mira con rencor y repugnancia. El cuadro: él de rodillas y ella, mirándole desde arriba, es el arquetipo sartreano. Pero en la versión india el marido arrodillado no sentía ninguna presencia a su espalda, sino que era sorprendido por la esposa, se levantaba del suelo para enfrentarse a ella en un plano de igualdad, se defendía echando bravatas y vociferando hasta que ella se echaba a llorar, entonces la abrazaba y se reconciliaban.
«Dices que tendría que darme vergüenza -dijo Chamcha a Zeenat con amargura-. Tú, que desconoces la vergüenza. En realidad, ésta debe de ser una característica nacional. Empiezo a sospechar que los indios carecen del necesario refinamiento moral para poseer un verdadero sentido de la tragedia y, por consiguiente, son incapaces de comprender el concepto de la vergüenza.»
Zeenat Vakil terminó su whisky. «Está bien. No es preciso que digas más. -Levantó las manos-. Me rindo. Me marcho. Mr. Saladin Chamcha, yo pensé que todavía estabas vivo, por lo menos un poco, que aún respirabas, pero me equivocaba. Resulta que durante todo este tiempo has estado muerto.»
Y una última frase, antes de cruzar la puerta con los ojos lácteos. «No dejes que las personas se acerquen mucho a ti, Mr. Saladin. Les dejas cruzar tus defensas y los muy canallas te clavan un puñal en el corazón.»
Después de aquello, ya nada le retenía allí. El avión despegó y dio la vuelta sobre la ciudad. Allá abajo su padre disfrazaba de su difunta esposa a una criada. El nuevo plan circulatorio había convertido el centro de la ciudad en un gigantesco atasco. Los políticos trataban de medrar haciendo padyatras, peregrinaciones a pie por todo el país. Había pintadas que decían: Aviso a los políticos. La única salida: padyatra al infierno. O, también: a Assam.
Los actores empezaban a meterse en política: MGR, N. T. Rama Rao, Bachchan. Durga Khote denunciaba que una asociación de actores era un «frente rojo». Saladin Chamcha, en el vuelo 420, cerró los ojos; y entonces, con profundo alivio, sintió reveladores latidos y ajustes en la garganta que indicaban que su voz, espontáneamente, reasumía su carácter británico, serio y seguro.
El primer incidente inquietante que Mr. Chamcha experimentó en aquel vuelo fue reconocer entre el pasaje a la mujer de sus sueños.
La mujer de sus sueños era más baja y menos grácil que la de verdad, pero en el momento en que Chamcha la vio pasear tranquilamente por los pasillos del Bostan, recordó la pesadilla. Cuando Zeenat Vakil se marchó, él cayó en un sueño atormentado y tuvo un presentimiento: la visión de una mujer-bombardero con una voz de acento canadiense, casi inaudible de tan suave, profunda y melodiosa como un océano lejano. La mujer del sueño iba tan cargada de explosivos que, más que el bombardero, era la bomba; la mujer que paseaba por el pasillo tenía en brazos a un niño de pecho que parecía dormir plácidamente, un niño tan bien envuelto y tan estrechamente abrazado que Chamcha no consiguió distinguir ni un solo rizo de pelo recién nacido. Influido por el sueño, Chamcha pensó que, en realidad, el niño era un manojo de cartuchos de dinamita o alguna especie de artefacto que hacía tictac, y ya iba a gritar cuando reaccionó y se reprendió severamente. Éstas eran precisamente las tontas supersticiones que ahora dejaba atrás. Él era un hombre correcto, con el traje bien abrochado, que iba camino de Londres y de una vida ordenada y feliz. Él formaba parte del mundo real.
Saladin viajaba solo, rehuyendo a los restantes miembros de la compañía Prospero Players, esparcidos por la clase turista, con camisetas del Pato Donald, que doblaban el cuello imitando a los danzarines de natyam, llevaban saris benarsi, bebían demasiado champán barato de avión e importunaban a las desdeñosas azafatas que, por ser indias, sabían que los actores eran gente de baja estofa; en suma, comportándose con la falta de discreción propia de los cómicos. La mujer que llevaba el niño en brazos tenía para los faranduleros blancos una mirada que los convertía en volutas de humo, en espejismos, en fantasmas. Para un hombre como Saladin Chamcha no había nada tan penoso como la degradación de lo inglés por los propios ingleses. Volvió a su periódico, en el que una manifestación del «rail roko» de Bombay era dispersada por cargas de policías armados de lathis. El reportero del periódico sufrió la fractura de un brazo y su cámara fue destrozada. La policía publicó una «nota». Ni el periodista ni ninguna otra persona fue atacada intencionadamente. Chamcha cayó en sopor de avión. La ciudad de las historias perdidas, los árboles talados y los ataques no intencionados se borró de su pensamiento. Cuando volvió a abrir los ojos, tuvo la segunda sorpresa de aquel macabro viaje. Un hombre pasó por su lado camino del aseo. Llevaba barba y unas gafas baratas con cristales de color, pero Chamcha lo reconoció: allí, viajando de incógnito en la clase turista del vuelo AI-420, estaba el superstar desaparecido, la leyenda viva Gibreel Farishta en persona.
«¿Ha dormido bien?» Saladin comprendió que la pregunta iba dirigida a él, y apartó la mirada del gran actor de cine para contemplar al personaje no menos extraordinario que iba sentado a su lado, un inefable americano con gorra de béisbol, gafas de montura metálica y una camisa verde neón sobre la que se retorcían las figuras entrelazadas de dos resplandecientes dragones chinos dorados. Chamcha había eliminado al ente de su campo visual, en un intento de envolverse en un capullo de intimidad, pero la intimidad no era posible.
«Eugene Dumsday, a sus órdenes. -El hombre dragón le tendió una enorme mano colorada-. A las suyas y a las de la Guardia Cristiana.»
Chamcha, atontado por el sueño, movió la cabeza: «¿Es militar?»
«¡Ja! ¡Ja! Sí, señor, podría decirse que sí. Un humilde soldado de a pie del ejército de la Guardia Todopoderosa.» Oh, todopoderosa guardia, pues claro, haberlo dicho. «Yo, señor, soy un hombre de ciencia y mi misión, mi misión y, permítame decirlo, mi privilegio, ha sido visitar su gran nación para combatir la aberración más perniciosa que jamás haya agarrado de los huevos a la imaginación popular.»
«No sé a qué se refiere.»
Dumsday bajó la voz. «Me refiero a la caca del mono, señor. El darwinismo. La herejía evolucionista de Mr. Charles Darwin.» Su tono hacía evidente que el nombre del atormentado Darwin, obsesionado por Dios, le resultaba tan repulsivo como el de cualquier demonio de cola hendida, Belcebú, Asmodeo o el propio Lucifer. «He prevenido a sus compatriotas contra Mr. Darwin y sus obras -le confió Dumsday-. Con mi exposición asistida de cincuenta y siete diapositivas personales. Últimamente, señor mío, hablé en el banquete del Día del Entendimiento Mundial del Rotary Club de Cochin, Kerala. Hablé de mi país, de su juventud. Yo la veo perdida, señor. La juventud de América; yo veo que, en su desesperación, recurre a los narcóticos e, incluso, porque yo soy un hombre que habla claro, a las relaciones sexuales prematrimoniales. Y yo lo dije entonces y se lo digo ahora. Si yo pensara que mi tatarabuelo había sido un chimpancé yo estaría también bastante deprimido.»
Gibreel Farishta estaba sentado al otro lado del pasillo, mirando por la ventanilla. Empezaba la película y se bajaban las luces. La mujer del niño seguía de pie, arriba y abajo, quizá para que el chiquitín no llorase. «¿Y cómo le fue?», preguntó Chamcha, comprendiendo que tenía que decir algo.
Su vecino titubeó. «Me parece que el sistema de sonido se averió -dijo al fin-. Es lo que yo pienso, o ¿por qué habían de ponerse esas buenas gentes a hablar entre sí, de no creer que yo había terminado?»
Chamcha se sintió un poco avergonzado. Él pensaba que, en un país de fervorosos creyentes, la idea de que la ciencia era la enemiga de Dios tenía que ejercer una fácil atracción; pero el aburrimiento de los rotarios de Cochin le demostraba que estaba equivocado. A la luz parpadeante de la película, Dumsday, con su voz de buey inocente, siguió poniéndose en evidencia, completamente ajeno a lo que hacía. Al término de un paseo por el magnífico puerto natural de Cochin, al que Vasco da Gama llegó en busca de especias, con lo que puso en marcha toda esa ambigua historia del Este y el Oeste, Mr. Dumsday fue abordado por un mocoso con pssts y hey-mister-okays. «¡Eh, usted, yes! ¿Quiere hachís, sahib? Eh, misteramérica, Yes, unclesam, ¿quiere opio, calidad insuperable, del más caro? Okay, ¿quiere cocaína?
Saladin empezó a reír por lo bajo, sin poder contenerse. Aquello debía de ser la venganza de Darwin: si Dumsday consideraba al pobre Charles, tan pacato y Victoriano él, responsable de la cultura americana de la droga, qué ironía que él fuera visto en todo el globo como representante de la misma ética contra la que tan denodadamente batallaba. Dumsday le miró con dolorido reproche. Duro sino el del americano en el extranjero que no sospecha por qué suscita tanta hostilidad.
Después de que aquella risita involuntaria escapara de labios de Saladin, Dumsday se sumió en un sopor, taciturno y ofendido, dejando a Chamcha con sus propios pensamientos. ¿Debía considerarse la película de a bordo como una mutación de la forma especialmente vil y casual, que al fin sería extinguida por la selección natural, o representaba el futuro del cine? Un futuro de películas de estrambóticas peripecias eternamente protagonizadas por Shelley Long y Chevy Chase era insoportable, una visión del infierno… Chamcha empezaba a cerrar los ojos otra vez cuando se encendieron las luces, la película se detuvo y la ilusión del cine fue sustituida por la de estar contemplando el telediario cuando cuatro figuras armadas empezaron a correr por los pasillos.
Los pasajeros fueron retenidos en el avión secuestrado durante ciento once días, encallados en una pista inundada de una luz trémula y rutilante, en torno a la cual se estrellaban las grandes olas de arena del desierto, porque uno de los cuatro secuestradores, tres hombres y una mujer, había obligado al piloto a aterrizar y nadie podía decidir qué había que hacer con ellos. No habían aterrizado en un aeropuerto internacional, sino en una pista para jumbos, capricho extravagante del jeque local, construida en su oasis favorito, al que ahora conducía también una autopista de seis carriles muy popular entre hombres y mujeres solteros, que paseaban por su ancha vastedad en coches lentos, mirándose por las ventanillas con ojos hambrientos…, pero una vez hubo aterrizado el 420, la autopista se llenó de vehículos acorazados, camiones y grandes coches negros con banderas. Y mientras los diplomáticos discutían lo que debía hacerse con el avión, si asaltar o no asaltar, mientras trataban de decidir entre transigir o mantenerse firmes a expensas de vidas ajenas, una gran quietud envolvió el avión y no tardaron en empezar los espejismos. Al principio había acción a un ritmo constante, mientras el cuarteto secuestrador se mostraba electrizado, frenético, ansioso de apretar el gatillo. Son los peores momentos, pensó Chamcha, mientras los niños gritaban y el miedo se extendía como una mancha; ahora es cuando todos podríamos saltar por los aires. Luego, la situación quedó controlada: eran tres hombres y una mujer, todos altos, ninguno enmascarado, todos guapos; ellos también eran actores, ahora eran estrellas, estrellas fugaces, y tenían nombres artísticos. Dara Singh Buta Singh Man Singh. La mujer era Tavleen. La mujer del sueño era anónima, como si la imaginación del sueño de Chamcha no tuviera tiempo para seudónimos; pero, al igual que ella, Tavleen hablaba con acento canadiense, meloso, con esas oes delatoras redondas. Cuando el avión hubo aterrizado en el oasis de Al-Zamzam los pasajeros, que observaban a sus captores con la atención obsesiva con que una mangosta pasmada mira a una cobra, comprendieron que en la belleza de los tres hombres había un algo narcisista, un romántico amor al peligro y a la muerte que les hacía aparecer con frecuencia en las puertas del avión, mostrando el cuerpo a los francotiradores profesionales que debían de estar apostados entre las palmeras del oasis. La mujer se abstenía de esta frivolidad y parecía hacer un esfuerzo para no reprender a sus colegas. Ella parecía ajena a su propia belleza, lo que la hacía la más peligrosa de los cuatro. Saladin tenía la impresión de que los chicos eran muy delicados, muy pagados de sí mismos, para estar dispuestos a mancharse las manos de sangre. Les costaría trabajo matar; ellos hacían esto para salir por televisión. Pero Tavleen estaba allí trabajando. Él no apartaba la mirada de ella. Los chicos no saben, pensó. Ellos quieren comportarse como los secuestradores del cine y de la televisión; en realidad, están imitando una imagen tosca de sí mismos, son gusanos que devoran su propia cola. Pero ella, la mujer, sabe… Mientras Dara, Buta y Man Singh se pavoneaban y hacían cabriolas, ella se quedó quieta, volvió la mirada hacia el interior, e hizo que los pasajeros se quedaran tiesos de miedo.
¿Qué querían? Nada nuevo. Una patria independiente, libertad religiosa, libertad de presos políticos, justicia, rescate y salvoconducto al país que ellos eligieran. Muchos de los pasajeros llegaron a simpatizar con ellos, a pesar de que se encontraban bajo constante amenaza de ejecución. Si vives en el siglo veinte, no te cuesta trabajo verte retratado en quienes, más desesperados que tú, tratan de modelarlo a su voluntad.
Después de aterrizar, los secuestradores liberaron a todos los pasajeros menos a cincuenta, que consideraban era el número máximo que podían vigilar cómodamente. Las mujeres, los niños y los sikhs pudieron marchar. Resultó que Saladin era el único miembro de la compañía Prospero Players que no recuperó la libertad; pero sucumbió a la lógica perversa de la situación y, en lugar de sentirse afligido por verse prisionero, se alegraba de perder de vista a sus mal educados colegas; a paseo la chusma, pensó.
Eugene Dumsday, el científico creacionista, se sintió incapaz de aceptar la idea de que los secuestradores no fueran a liberarlo a él. Se puso en pie, oscilando a su gran altura como un rascacielos en un huracán, y empezó a gritar incoherencias histéricamente. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de los labios y él la lamía con lengua febril. Bueno, un momento, canallas, ya está bien, ya está bien, peroqué, peroaquién se le ocurre, etcétera; preso en su pesadilla de vigilia, siguió babeando y babeando hasta que uno de los cuatro, evidentemente la mujer, se le acercó y le partió la mandíbula con la culata del rifle. Y, lo que es peor, el baboso Dumsday en aquel momento se lamía los labios cuando se le cerraron violentamente los maxilares, cercenándole la lengua, que fue a parar al pantalón de Saladin Chamcha, seguida rápidamente de su antiguo propietario. Eugene Dumsday cayó deslenguado e inconsciente en brazos del actor.
Eugene Dumsday consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte… Una vez se marchó Dumsday, esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.
Después de los primeros días de nervios en tierra, durante los cuales los tres enturbantados secuestradores se acercaban peligrosamente a los límites de la locura, gritando a la noche del desierto canallas, venid a cogernos o, también, ay, dios, ay, dios, ahora nos mandan a los jodidos comandos, esos cabrones americanos, yaar, esos ingleses gilipollas -momentos durante los cuales los restantes rehenes cerraban los ojos y rezaban, porque cuando más miedo tenían era cuando los secuestradores daban señales de debilidad-, se instaló una cierta rutina que empezaba a parecer lo normal. Dos veces al día, un solitario vehículo llevaba comida y bebida al Bostan y la depositaba en la pista. Los mismos rehenes tenían que subir las cajas, mientras los secuestradores los observaban desde el avión. Aparte de esta visita diaria, no había contacto con el mundo exterior. La radio había enmudecido. Era como si el incidente hubiera sido olvidado, como si fuera tan vergonzoso que lo hubieran borrado. «¡Esos canallas nos dejan que nos pudramos!», exclamó Man Singh, y los rehenes le hicieron coro con brío: «¡Hijras! ¡Chootias! ¡Mierdas!» Estaban envueltos en calor y silencio y ahora, en los rincones, empezaban a brillar con luz trémula los espectros. El más nervioso de los rehenes, un joven con perilla y el pelo rizado y muy corto, se despertó un amanecer chillando de miedo porque había visto un esqueleto cabalgando en un camello por las dunas. Otros veían globos de colores suspendidos del aire u oían batir alas gigantescas. Los tres secuestradores varones cayeron en una sombría melancolía fatalista. Un día Tavleen los llamó a una conferencia al extremo del avión. Los rehenes oyeron voces airadas. «Ella les dice que tienen que presentar un ultimátum -dijo Gibreel Farishta a Chamcha-. Que uno de nosotros tiene que morir o algo así.» Pero cuando los tres hombres volvieron, Tavleen no iba con ellos, y ahora en su mirada, además de desánimo había bochorno. «Han perdido las agallas. Ya no pueden seguir adelante -susurró Gibreel-. ¿Y ahora qué puede hacer nuestra Tavleen bibi?. Nada. Se acabó la historia.» Lo que ella hizo:
A fin de demostrar a sus cautivos, y también a sus compañeros secuestradores, que la idea del fracaso, de la rendición, nunca debilitaría su decisión, salió de su momentáneo retiro en el salón de primera clase y se quedó de pie delante de ellos, como una azafata que fuera a hacer una demostración de medidas de seguridad. Pero en lugar de ponerse un chaleco salvavidas y levantar la boquilla del soplador, etcétera, se levantó rápidamente la chilaba negra, que era su única prenda de vestir, y les mostró su cuerpo desnudo convertido en verdadero arsenal para que todos pudieran ver las granadas que le colgaban como pechos extra, y la gelignita sujeta con adhesivo a sus muslos, como lo estaba en el sueño de Chamcha. Luego volvió a ponerse la túnica y dijo en su voz suave y oceánica: «Cuando una gran idea nace al mundo, una gran causa, se le formulan ciertas preguntas cruciales -murmuró-. La Historia nos pregunta: ¿qué clase de causa somos? ¿Somos inflexibles, absolutos, fuertes o nos mostraremos esclavos del tiempo, gentes que hacen concesiones y claudican?» Su cuerpo había dado la respuesta.
Pasaban los días. Las circunstancias de su cautiverio, en aquel espacio reducido y tórrido, a un tiempo íntimo y distante, hacían que Saladin Chamcha deseara discutir con la mujer; la inflexibilidad también puede ser monomanía, quería decirle, puede ser tiranía y también puede ser debilidad, mientras que lo flexible también puede ser humano y lo bastante fuerte para perdurar. Pero, desde luego, no dijo nada y se sumió en el torpor de los días. Gibreel Farishta descubrió en la bolsa del asiento de delante un folleto escrito por el ausente Dumsday. Para entonces, Chamcha había advertido el empeño con el que el astro de cine se resistía al sueño, por lo que no fue sorprendente verle recitar y aprender de memoria el folleto del creacionista, mientras sus pesados párpados se iban cerrando y cerrando hasta que él los obligaba a abrirse. El folleto argüía que incluso los científicos se afanaban en reinventar a Dios, que una vez hubieran demostrado la existencia de una fuerza única unificada de la que el electromagnetismo, la gravedad y las fuerzas grandes y pequeñas de la nueva física no eran sino aspectos, avatares, como si dijéramos, o ángeles, entonces qué tendríamos sino la cosa más antigua de todas, un ente supremo que controlaba toda la creación… «Mira, lo que nuestro amigo dice es que, puestos a elegir entre un tipo de campo de fuerza abstracto y el Dios vivo y real, ¿con cuál te quedarías? Interesante, ¿no? A una corriente eléctrica no puedes rezarle. No tiene objeto pedir a una onda la llave del paraíso. -Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos con vehemencia-. Todo son malditas bobadas – dijo secamente-. Me pone enfermo.»
Después de los primeros días, Chamcha ya no notaba el mal aliento de Gibreel, porque en aquel mundo de sudor y miedo nadie olía mucho mejor. Pero era imposible no fijarse en su cara, en la que los grandes círculos púrpura de su vigilia rodeaban sus ojos como grandes tiznaduras de aceite. Hasta que, agotadas sus fuerzas, se derrumbó en el hombro de Saladin y durmió cuatro días de un tirón.
Cuando despertó, vio que Chamcha, con ayuda del rehén de la perilla y aspecto ratonil, un tal Jalandri, le había colocado en una fila de asientos del bloque central. Fue al aseo y estuvo orinando doce minutos. Al volver tenía mirada de terror. Se sentó otra vez al lado de Chamcha, pero no decía palabra. Dos noches después, Chamcha le oyó resistirse nuevamente al sueño. O, mejor dicho, a los sueños.
«El décimo pico más alto del mundo -le oyó murmurar Chamcha- es el Xixabangma Geng, ocho mil trece metros. El noveno, el Annapurna, ocho mil setenta y ocho. -O empezaba por el otro extremo-: Primero, el Chomolungma, ocho mil ochocientos cuarenta y ocho. Dos, el K2, ocho mil seiscientos once. Kanchenjunga, ocho mil quinientos noventa y ocho. Makalu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, metros ocho mil ciento veintiséis.»
«¿Cuentas los picos de más de ocho mil metros para dormir? -preguntó Chamcha-. Son más grandes que las ovejas, pero menos numerosos.» Gibreel Farishta lo miró, furioso; luego, inclinó la cabeza; tomó una decisión. «No para dormir, amigo. Para estar despierto.»
Fue entonces cuando Saladin Chamcha descubrió por qué Gibreel Farishta empezaba a tener miedo de quedarse dormido. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar, y Gibreel no había hablado con nadie de lo que ocurrió después de que comiera cerdos impuros. Los sueños empezaron aquella misma noche. En aquellas visiones, él estaba siempre presente, no como él mismo, sino como su homónimo, y no interpretando el papel, compa, sino que yo soy él y él es yo, yo soy el recondenado arcángel, Gibreel en persona, tamaño jodidamente natural.
Compa. Al igual que a Zeenat Vakil, a Gibreelle le hacía gracia que Chamcha se hubiera acortado el nombre. «Bhai, tú, qué risa. De verdad que tiene gracia. O sea que en inglés eres Chamcha. Pues muy bien. En lugar de mi compañero de viaje, serás mi compa. Será nuestro chistecito particular.» Gibreel Farishta poseía el don de no ver cuándo enfurecía a las personas. Saladin odiaba los motes. Pero no podía hacer nada. Odiar, lo único.
Tal vez fuera por el mote o tal vez no, lo cierto es que a Saladin las revelaciones de Gibreel le parecieron patéticas e incongruentes. ¿Qué tenía de particular que en sueños se viera como un arcángel? Los sueños pueden hacer cualquier cosa. ¿Revelaba algo más que una trivial especie de egomanía? Pero Gibreel sudaba de miedo. «La cuestión es que cada vez que me duermo el sueño continúa donde quedó. El mismo sueño en el mismo sitio. Como si alguien parase el vídeo mientras yo estoy fuera de la habitación. O, o… O como si el que estuviera despierto fuera el otro, y ésta es la verdadera pesadilla. Como si nosotros fuéramos su recondenado sueño. Aquí. Todo esto.» Chamcha le miraba fijamente. «Sí, es una locura, tienes razón», dijo. «Quién sabe si duermen los ángeles, y no digamos si sueñan. Esto parece una locura. ¿Tengo razón o no?»
«Sí; parece que estás loco.»
«Entonces, ¿qué diantre está pasando dentro de mi cabeza?
Cuanto más tiempo pasaba sin dormir, más locuaz se volvía. Empezó a obsequiar a los rehenes, los secuestradores y también a la maltrecha tripulación del vuelo 420 -aquellas azafatas antes tan desdeñosas y el flamante personal de la cabina de vuelo, que ahora estaban lúgubres y machucados en un rincón del avión y que incluso habían perdido su anterior entusiasmo por unas interminables partidas de rummy-, obsequiarles, decía, con sus teorías de la reencarnación a cual más excéntrica, comparando su estancia en la pista próxima al oasis de Al-Zamzam con un segundo período de gestación, diciendo a todo el mundo que estaban todos muertos para el mundo y en fase de ser regenerados, creados de nuevo. Esta idea parecía animarle bastante, pero hizo que muchos de los rehenes desearan darle una paliza, y se subió de pie a una butaca para explicar que el día de su liberación sería el día de su renacimiento, optimismo que tuvo la virtud de calmar a su auditorio. «Extraño pero cierto -exclamó-. Ése será el día cero y puesto que todos naceremos a la vez, a partir de entonces todos tendremos la misma edad para el resto de nuestra vida. ¿Cómo se llama a los cincuenta hijos que nacen de un solo parto? Sabe Dios. Cincuentillizos. ¡Maldición!»
Para el enloquecido Gibreel, la reencarnación era un término bajo el que se amalgamaban muchas ideas: el Ave Fénix que surge de las cenizas, la Resurrección de Jesucristo, la transmigración, en el instante de la muerte, del alma del Dalai Lama en el cuerpo de un recién nacido…, cosas que se confundían con los avatares de Vishnu, las metamorfosis de Júpiter, que imitó a Vishnu y adoptó la forma de un toro, etcétera, incluyendo, naturalmente, la progresión de los seres humanos por sucesivos ciclos de vida, ora como cucarachas, ora como reyes, hasta la dicha del no volver. Para volver a nacer, tienes que morir. Chamcha no se molestó en protestar que, en la mayoría de los ejemplos que ponía Gibreel en sus soliloquios, la metamorfosis no exigía la muerte; se había entrado en la nueva carne por otras vías. Gibreel, en su alto vuelo, moviendo los brazos como imperiosas alas, no soportaba interrupciones. «Lo viejo debe morir, atended al mensaje, o lo nuevo no podrá ser lo que sea.»
A veces, la perorata acababa con llanto. Farishta, extenuado, perdía la serenidad y apoyaba la cara, sollozando, en el hombro de Chamcha y éste -el cautiverio prolongado erosiona cierta reserva en el cautivo- le acariciaba la mejilla y le daba un beso en el pelo. Vamos, vamos, vamos. Otras veces, podía más la irritación. La séptima vez que Farishta citó al castaño de Gramsci, Saladin gritó indignado: Quizás eso mismo esté ocurriéndote a ti, bocazas; tu viejo yo se está muriendo y ese ángel de tus sueños trata de encarnarse en ti.
«¿Quieres saber algo realmente raro? -Gibreel, al cabo de ciento un días, ofrecía más confidencias a Chamcha-. ¿Quieres saber por qué estoy aquí? -De todos modos, se lo dijo-: Por una mujer. Sí, señor. Por el jodido gran amor de mi jodida vida. Con la que he pasado en total tres días y medio. ¿No demuestra eso que estoy realmente majareta? ¿Qué dices, compa, viejo Chamcha?»
Y: «¿Cómo explicártelo? Tres días y medio de eso, ¿cuánto tiempo necesitas para saber que ha ocurrido lo mejor de todo, la cosa más profunda, el momento de la verdad? Te lo juro, cuando la besé, saltaron condenadas chispas, yaar, créelo o no, ella dijo que era electricidad estática de la moqueta, pero yo he besado a muñecas en habitaciones de hotel antes y aquello fue lo auténtico, lo grande. Jodidas descargas eléctricas, tú, tuve que dar un salto atrás, con un calambre.»
No tenía palabras para describirla, aquella mujer de hielo de la montaña, para expresar lo que había sido aquel momento en que su vida quedó hecha pedazos a sus pies y ella se convirtió en el significado de su vida. «Tú no lo entiendes -renunció-. Será que tú nunca encontraste a una persona por la que cruzarías el mundo, por la que lo dejarías todo plantado y tomarías un avión. Ella subió al Everest, tú. Veintinueve mil dos pies, o quizá veintinueve mil ciento cuarenta y uno. Hasta la misma cima. ¿Imaginas que no había de subirme a un jumbo por una mujer como ella?»
Cuanto más se empeñaba Gibreel Farishta en explicar su obsesión por Alleluia Cone, la escaladora, con más empeño trataba Saladin de evocar el recuerdo de Pamela, pero ella se le resistía. Al principio quien le visitaba era Zeeny, su sombra, y, al cabo de un tiempo, nadie. La pasión de Gibreel empezó a poner a Chamcha frenético de indignación y frustración, pero Farishta no lo notaba, le daba palmadas en la espalda, anímate, compa, ya queda poco.
Al ciento décimo día, Tavleen se acercó a Jalandri, el pequeño rehén de barba de chivo, y le hizo una seña con el dedo. Nuestra paciencia se ha agotado, anunció; hemos enviado vanos ultimátums sin recibir respuesta, ha llegado la hora del primer sacrificio. Ella utilizó esta palabra: sacrificio. Miró a Jalandri a los ojos y pronunció su sentencia de muerte: «Tú serás el primero. Apóstata, traidor, infame.» Ordenó a la tripulación que se preparasen para despegar; no iba a exponerse a que asaltaran el avión después de la ejecución y, con la punta del rifle, empujó a Jalandri hacia la puerta abierta de delante, mientras él chillaba y pedía clemencia. «Esa mujer tiene buena vista -dijo Gibreel a Chamcha-. Es un cut-sird.» Jalandri era su primer objetivo por su decisión de descartar el turbante y cortarse el pelo, con lo cual se había convertido en traidor a su fe, un sirdarji tonsurado. Cut-Sird. Una sentencia de siete letras. Inapelable.
Jalandri se había puesto de rodillas, unas manchas se le extendían por el fondillo de los pantalones. Ella lo arrastraba hacia la puerta agarrándolo del pelo. Nadie se movió. Dura Buta Man Singh volvieron la espalda al cuadro. Él estaba arrodillado de espaldas a la puerta; Tavleen le dio la vuelta, le disparó en la nuca y él cayó al asfalto. La mujer cerró la puerta.
Man Singh, el más joven y nervioso del cuarteto, le gritó: «¿Y ahora adónde vamos? Allí donde vayamos seguro que nos mandan a los comandos. Estamos perdidos.»
«El martirio es un privilegio -dijo ella con suavidad-. Seremos como las estrellas; como el sol.»
La arena cedió paso a la nieve. Europa en invierno, bajo su alfombra blanca que la transformaba, su blancura fantasmagórica relucía en la noche. Los Alpes, Francia, la costa de Inglaterra, rocas blancas que se erguían hasta unos prados blanqueados. Mr. Saladin Chamcha, anticipando ansiosamente la llegada, se caló el bombín. El mundo había redescubierto el vuelo AI-420, el Boeing 747 Bostan. El radar lo seguía; crepitaba la radio. ¿Desean permiso para aterrizar? Pero no se solicitaba permiso. El Bostan volaba en círculo sobre las costas de Inglaterra como una gigantesca ave marina. Gaviota. Albatros. Los indicadores de combustible descendían hacia el cero.
Cuando estalló la pelea, pilló desprevenidos a todos los pasajeros, porque ahora los tres secuestradores masculinos no discutían con Tavleen, no hubo furiosos cuchicheos acerca del combustible ni qué coño te propones, sino un hosco silencio, ni siquiera hablaban entre sí, como si hubieran abandonado toda esperanza, y entonces fue cuando Man Singh perdió la cabeza y fue a por ella. Los rehenes miraban la lucha a muerte, incapaces de sentirse involucrados, porque un extraño distanciamiento de la realidad se había apoderado de todo el avión, una especie de indiferencia, un fatalismo podríamos decir. Los dos cayeron al suelo y ella le clavó el cuchillo en el estómago. Eso fue todo; la rapidez acrecentó la aparente intrascendencia del hecho. Luego, en el instante en que ella se levantó fue como si todo el mundo despertara; todos vieron con claridad que aquella mujer iba en serio, que pensaba llegar hasta el fin: en la mano tenía el cable que conectaba todas las espoletas de todas las granadas que llevaba debajo de la túnica, todos aquellos pechos fatídicos, y aunque en aquel momento Buta y Dura se le echaron encima, ella tiró del cable y las paredes saltaron.
No; muerte, no: nacimiento.