V UNA CIUDAD VISIBLE PERO NO VISTA

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«Una vez me he convertido en búho, ¿cuál es el conjuro o antídoto que me devuelve mi forma natural?» Mr. Muhammad Sufyan, dueño del Shaandaar Café y de la casa de huéspedes situada encima, mentor de la variopinta transeúnte y multirracial clientela de ambos, de vuelta de todo, el menos doctrinario de los hajis y el menos vergonzante de los videomaníacos, ex maestro de escuela, autodidacta en textos clásicos de muchas culturas, cesado de su cargo en Dhaka por diferencias culturales con ciertos generales en los viejos tiempos en los que Bangladesh era simplemente un Ala Este y, por lo tanto, en sus propias palabras, «menos un inmig que un enano emig», humorística alusión a su corta talla, porque si bien era hombre ancho, de pecho y brazo robusto, no alzaba del suelo más que sesenta y una pulgadas, parpadeaba en la puerta de su dormitorio, despertado por perentoria llamada de medianoche de Jumpy Joshi, mientras limpiaba sus gafas de media montura con el borde de su kurta estilo bengalí (con las cintas atadas en la nuca, en un pulcro lazo), luego apretó los párpados sobre sus ojos miopes, volvió a ponerse los lentes, mesó barba alheñada sin bigote, aspiró a través de los dientes y respondió a la ahora indiscutible cornamenta de la frente del individuo tembloroso al que Jumpy parecía haber recogido, como un gato, con la frase citada, robada con encomiable agilidad mental para una persona que acaba de ser sacada del sueño, a Lucio Apuleyo de Madaura, sacerdote marroquí, 120-180 d. C. aprox., colonial de un Imperio anterior, persona que negó las acusaciones de haber embrujado a una viuda rica, aunque confesó, con cierta perversión, que en anterior etapa de su carrera él había sido transformado, por arte de brujería en (no búho sino) asno. «Sí, sí -prosiguió Sufyan saliendo al pasillo y soplándose las manos con una bruma blanca de aliento invernal-. Pobre infeliz, pero de nada sirve insistir en ello. Se impone adoptar una actitud constructiva. Despertaré a mi esposa.»

Chamcha era todo barba de rastrojo y mugre. Llevaba una manta a guisa de toga bajo la cual asomaba la regocijante monstruosidad de unas pezuñas de macho cabrío y, en la parte superior del cuerpo, la cruel ironía de una chaqueta de piel de cordero prestada por Jumpy, con el cuello subido, que ponía los lanudos rizos a pocos centímetros de unos puntiagudos cuernos. Parecía incapaz de hablar, se movía torpemente y tenía los ojos apagados; por más que Jumpy trataba de animarle -«Ya verás cómo esto lo arreglamos en un abrir y cerrar de ojos»-, él, Saladin, se mostraba el más abúlico y pasivo de los -¿qué?-, digamos de los sátiros. Sufyan, entretanto, seguía brindando consuelo a base de Apuleyo: «En el caso del asno la retrometamorfosis exigió la intervención personal de la diosa Isis -dijo, radiante-. Pero dejemos los viejos tiempos para los anticuados. En su caso, mi joven caballero, el primer paso tal vez debería ser un bol de buena sopa caliente.»

En este punto, sus amables palabras fueron ahogadas por la intervención de una segunda voz, elevada en potente terror operístico; y a los pocos momentos su pequeña figura fue empujada y desplazada por una mujer de montañosas carnes que parecía indecisa entre apartarlo a un lado o utilizarlo a modo de escudo protector. El nuevo personaje, agazapado detrás de Sufyan, extendió un brazo tembloroso a cuyo extremo oscilaba un dedo índice rollizo, de uña escarlata. «¿Qué es eso? -aulló- ¿Qué criatura ha caído sobre nosotros?» «Es amigo de Joshi -dijo Sufyan suavemente y, volviéndose hacia Chamcha, agregó-: Disculpe, se lo ruego, la sorpresa, etcétera, ¿no es cierto? De todos modos, permítame presentarle a mi señora, mi begum sahiba, Hind.»

«¿Qué amigo? ¿Cómo amigo? -dijo la mujer, que seguía refugiándoseescudándose en él-. Ya Allah, ¿es que no tienes ojos a cada lado de la nariz?»

El pasillo -suelo de madera desnuda, papel floral desgarrado en las paredes- empezaba a llenarse de soñolientos residentes. Entre ellos destacaban dos muchachas, una con peinado de púas y la otra con cola de caballo que, relamiéndose con la oportunidad de demostrar su pericia en las artes marciales (aprendidas de Jumpy) en las especialidades de karate y Wing Chun: eran las hijas de Sufyan, Mishal (diecisiete años) y Anahita (quince), salieron de su dormitorio saltando, con su atuendo de lucha, pijama Bruce Lee abierto sobre camiseta con la efigie de la nueva Madonna, descubrieron al infortunado Saladin, y sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos, encantadas.

«Radical», dijo Mishal aprobativamente. Y su hermana asintió: «Crucial. De puta madre.» Pero su madre no le reprochó el lenguaje soez; Hind estaba pensando en otra cosa, y gimió con más fuerza que nunca: «Miren a este marido mío. ¿Qué especie de haji es esto? Es el mismo Shaitan que ha entrado por nuestra puerta, y se me obliga a ofrecerle yakhni de pollo caliente, preparado por mis propias manos.» En aquellos momentos era inútil que Jumpy Joshi suplicara a Hind un poco de tolerancia, que tratara de dar explicaciones y pedir solidaridad. «Si no es el diablo en persona -dijo la dama de agitado pecho irrefutablemente-, ¿de dónde viene ese aliento pestilente que respira? ¿Del Jardín Perfumado quizá?»

«Bostan, no Gulistan -dijo Chamcha de pronto-. Vuelo AI-420.» Pero, al oír su voz, Hind lanzó un grito de pavor y salió corriendo hacia la cocina.

«Mister -dijo Mishal a Saladin mientras su madre huía escaleras abajo-, para asustarla a ella de esa manera, ya hay que ser malo.»

«Malvado -convino Anahita-. Bienvenido a bordo.»


* * *

La tal Hind, ahora tan encastillada en el aspaviento exclamatorio, fue un día -aunque parezca increíble- la más ruborosa de las novias, la esencia de la dulzura, la encarnación de la tolerancia y la placidez. En su calidad de esposa del erudito maestro de escuela de Dhaka, se impuso de sus deberes con la mejor voluntad: ella sería la compañera perfecta, llevaba a su marido té con aroma de cardamomo cuando él se quedaba hasta muy tarde corrigiendo exámenes, procuraba congraciarse con el director del colegio en la excursión anual del personal de la escuela, se peleaba con las novelas de Bibhutibushan Banerji y la metafísica de Tagore, en su empeño por ser más digna de un esposo que con la misma facilidad citaba el Rig-Veda que el Quran-Sharif que las crónicas militares de Julio César que las Revelaciones de san Juan el Divino. En aquellos tiempos, ella admiraba la versátil amplitud de criterio de su marido y, en su cocina, se esforzaba por alcanzar un eclecticismo paralelo, y aprendió a preparar tanto los dosas y uttapams de la India del Sur como las suaves albóndigas de Kashmir. Poco a poco, su adopción de la causa del pluralismo económico se convirtió en gran pasión, y mientras el secularista Sufyan tragaba las múltiples culturas del subcontinente -y no vamos a pretender que la cultura occidental no está presente; después de tantos siglos, ¿cómo no iba a formar parte de nuestro patrimonio?-, su esposa guj. saba, y consumía en crecientes cantidades, su comida. Mientras, Hind devoraba las sabrosas especialidades de Hyderabad y las refinadas salsas al yogur de Lucknow, su cuerpo empezó a alterarse, porque tanta comida tenía que instalarse en alguna parte, y ella empezó a parecerse al anchuroso y ondulado paisaje, al subcontinente sin fronteras, porque la comida cruza cualquier barrera que puedas imaginar.

Mr. Muhammad Sufyan, sin embargo, no aumentaba de peso; ni una tola, ni una onza.

Su negativa a engordar fue el principio del problema. Cuando su mujer le reprochaba: «¿No te gustan mis guisos? ¿Por quién hago yo todas estas cosas y me hincho como un globo?», él respondía dulcemente, levantando la mirada (ella era más alta) por encima de sus lentes de media montura: «La moderación también está entre nuestras tradiciones, Begum. Come dos bocados menos del hambre que tengas: mortificación, la senda del ascetismo.» Qué hombre: conocía todas las respuestas, pero no había manera de tener con él una buena pelea.

La moderación no iba con Hind. Quizá si Sufyan se hubiera lamentado, si aunque no fuera más que una vez hubiera dicho: yo creí que me casaba con una mujer, pero ahora abultas por dos, si él le hubiera dado un incentivo, tal vez entonces ella habría desistido, y por qué no, naturalmente que sí; de manera que la culpa era de él, por carecer de agresividad; ¿qué clase de hombre es el que no es capaz de insultar a una esposa gorda? En realidad, era perfectamente posible que Hind no hubiera podido renunciar a sus comilonas aunque Sufyan hubiera proferido las imprecaciones y súplicas correspondientes; pero, puesto que él callaba, Hind seguía comiendo y echándole la culpa de su gordura.

En realidad, una vez empezó a culparle, descubrió que había otras muchas cosas que reprochar; y también descubrió que tenía lengua, por lo que en el humilde apartamento del maestro de escuela resonaban con regularidad los rapapolvos que él, por debilidad, no administraba a sus alumnos. Se le reconvenía, sobre todo, por sus principios excesivamente elevados, gracias a los cuales, decía Hind, ella sabía que él nunca le permitiría llegar a ser la esposa de un hombre rico; porque, ¿que podía uno decir de un hombre que, al observar que el banco por error le había abonado en cuenta el sueldo dos veces en un mismo mes, se apresuraba a llamar su atención sobre el error y devolver el dinero? ¿Qué esperanza había para un maestro que cuando el más rico de los padres de sus alumnos fue a verle, se negó categóricamente a aceptar las consabidas gratificaciones por servicios prestados a la hora de corregir el examen del crío?

«Pero esto aún podría perdonarlo», murmuraba en tono amenazador, dejando en el aire el resto de la frase que era de no ser por tus dos grandes faltas: tus crímenes sexuales y políticos.

Desde su matrimonio, la pareja realizaba el acto sexual de tarde en tarde, completamente a oscuras, en absoluto silencio y casi total inmovilidad. A Hind nunca se le hubiera ocurrido retorcerse ni ondularse, y puesto que Sufyan parecía arreglárselas con un mínimo de movimiento, ella dedujo -así lo había supuesto siempre- que, en estas cuestiones, los dos tenían el mismo criterio, es decir, el de que era un asunto sucio, del que no se hablaba antes ni después y al que no se prestaba mucha atención mientras. El que tardara en concebir lo atribuía ella a un castigo divino por sabe Dios qué pecados de su pasado; pero el que las dos veces le naciera niña se negó a achacarlo a Alá y prefirió pensar que se debía a la debilidad de la semilla que el apocado de su marido le había implantado, opinión que no se abstuvo de expresar con gran énfasis, y espanto de la comadrona, en el mismo momento del nacimiento de la pequeña Anahita. «Otra niña -jadeó con desdén-. Bien, si pienso en quién me la hizo, puedo considerarme afortunada de que no sea una cucaracha o un ratón.» Después de la segunda niña, dijo a Sufyan ya basta y lo envió a dormir al recibidor. Él acató sin rechistar su decisión de no tener más hijos; pero entonces ella descubrió que el muy depravado creía que aún podía entrar de vez en cuando en la oscura habitación para realizar el extraño rito de silencio y casi inmovilidad al que ella se sometiera únicamente en aras de la reproducción. «¿Qué te has creído? -le gritó la primera vez que él lo intentó-. ¿Que yo hago eso por diversión?»

Cuando él comprendió por fin que ella hablaba en serio, que basta de cuento, no señor, que ella era una mujer decente y no una descarada libertina, él empezó a llegar tarde a casa por la noche. Fue entonces -ella, erróneamente, pensaba que andaba con prostitutas- cuando él empezó a meterse en política, y no al viejo estilo, quiá, el señor Sabihondo tenía que unirse a los mismos diablos, al partido comunista nada menos, a pesar de todos sus principios; porque eran unos demonios, sí, mucho peores que las prostitutas. Y, por estos juegos con las fuerzas ocultas, ella había tenido que liar bártulos a toda prisa y embarcarse para Inglaterra con dos niñas pequeñas; por esas brujerías ideológicas ella había tenido que soportar todas las privaciones y humillaciones del proceso de la inmigración; y, por aquel diabolismo de su marido, ella estaba condenada a vivir para siempre en esta Inglaterra y a no volver a ver su pueblo. «Inglaterra -le dijo una vez- es tu venganza contra mí por haberte impedido hacer obscenidades con mi cuerpo.» Él no respondió, y ya se sabe que quien calla otorga.

¿Y qué era lo que les permitía subsistir en esta Vilayet de su exilio, esta Yuké de la venganza de su libidinoso marido? ¿Qué? ¿Sus libros? Su Gitanjali, sus Églogas o esa comedia, Othello, que, según él, en realidad era Attallah o Attaullah, pero el autor no sabía ortografía, y por cierto, ¿qué autor podía ser ése?

Pues era: sus guisos. «Shaandaar -elogiaba la gente-. Extraordinario, exquisito, delicioso.» De todo Londres iban los clientes a comer sus sarnosas, su chaat de Bombay y sus gulab jamans llegados directamente del Paraíso. ¿Y qué le quedaba que hacer a Sufyan? Cobrar, servir el té, correr de un lado al otro y comportarse como un criado, a pesar de todo su saber. Oh, sí, claro, a los clientes les gustaba su personalidad, él siempre tuvo un carácter muy agradable, pero en una casa de comidas lo que se paga no es la conversación. Jale-bis, barfi, Especial del Día. ¡Qué vueltas da la vida! Ahora ella era el ama. ¡Victoria!

Y, no obstante, también era indiscutible que ella, cocinera y mantenedora de la familia, artífice del éxito del Shaandaar Café que les había permitido comprar todo el edificio de cuatro pisos y alquilar sus habitaciones; ella era quien se sentía envuelta, como en un mal aliento, en el miasma del fracaso. Mientras Sufyan seguía brillando, ella estaba apagada como una bombilla con el filamento roto, como una estrella o como una llama extinguida. -¿Por qué?- ¿Por qué, mientras Sufyan, que se había visto privado de vocación, alumnos y respeto, brincaba como un corderito e, incluso, empezaba a aumentar de peso y en el Mismo Londres engordaba todo lo que no se había engordado en su tierra; por qué, cuando a ella se le había otorgado el poder que le había sido arrebatado a él, ella era -como decía su marido- la «mustia», la «penas», la «suspiros»? Simple: no era «a pesar de», sino «a causa de». Todo lo que ella reverenciaba había sido trastocado; en este proceso de traslación, se había perdido.

El idioma: obligada como ahora se veía a emitir esos sonidos extraños que le cansaban la lengua, ¿no tenía derecho a lamentarse? El hogar: ¿qué importaba que, en Dhaka, vivieran en el modesto piso de un maestro y ahora, gracias a su espíritu emprendedor, amor al ahorro y habilidad con las especies ocuparan un edificio de cuatro pisos con terrazas? ¿Dónde estaba ahora la ciudad que ella conocía? ¿Dónde, el pueblo de su juventud y las verdes riberas de su tierra? Las costumbres en torno a las cuales ella había construido toda su vida también se habían perdido o, por lo menos, costaba mucho trabajo encontrarlas. En esta Vilayet nadie tenía tiempo para la pausada cortesía de la vida de allá, ni para la práctica de la religión. Además: ¿no estaba obligada a aguantar a un donnadie de marido cuando antes ella podía ufanarse de su digno cargo? ¿Dónde estaba la satisfacción de tener que trabajar para vivir, para mantener a toda la familia, cuando antes ella podía quedarse en su casa, rodeada de una pompa halagüeña? Y ella sabía, y cómo no iba a saber, que debajo de la jovialidad de su marido había tristeza, y esto también era una derrota; nunca se había sentido una esposa tan inútil, porque, ¿qué clase de mujer es la que no puede alegrar a su marido y tiene que ver su falsa alegría y resignarse, como si fuera el artículo genuino? Además: habían venido a un demonio de ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa; las ventanas se te hacían pedazos a medianoche sin causa aparente; cuando ibas por la calle, unas manos invisibles te derribaban; en las tiendas oías unas palabrotas que te parecía que se te caían las orejas, y cuando volvías la mirada hacia el lugar de donde venían las palabras no había más que aire y caras risueñas; y no había día en que no te enterases de tal chico, o chica, que había sido golpeada por los espíritus. Sí, una tierra de fantasmas y diablos, cómo explicarlo; lo mejor era quedarse en casa, no salir ni para echar una carta al correo, quedarse en casa, pasar el cerrojo, decir las oraciones, y así los duendes (quizá) se mantendrían alejados. ¿Razones del fracaso? Baba, ¿y quién podría contarlas? No sólo era la mujer de un hostelero y una esclava de la cocina, sino que no podía fiarse ni de su propia gente; hombres que ella siempre consideró respetables, sharif, que se divorciaban por teléfono de la mujer que había quedado en su tierra y se iban con cualquier haramzadi femenino, y muchachas muertas por la dote (hay cosas que pasan fronteras sin pagar aduana); y, lo peor de todo, el veneno de esta isla diabólica había contaminado a sus niñas, que se negaban a hablar su lengua materna, a pesar de que entendían hasta la última palabra; lo hacían sólo para mortificar; por qué si no Mishal se había cortado el pelo y se había puesto en él un arco iris; y todos los días, gritos, disputas, desobediencia.

Y, lo más triste, que en sus quejas no había nada nuevo, que así era la vida de las mujeres como ella, por lo que ya no era sólo una, sólo ella, sólo Hind, esposa del maestro Sufyan; se había hundido en el anonimato, en la pluralidad uniforme había pasado a ser una-de-tantas-como-ella. Ésta era la lección de la historia: las-como-ella no podían hacer nada más que sufrir, recordar y morir.

Lo que ella hacía: para no reconocer la debilidad de su marido, lo trataba, casi siempre, como a un gran señor, como a un monarca, porque en su mundo perdido, su gloria era la de él: para no reconocer a los espíritus que acechaban fuera del café, ella se quedaba dentro, enviando a otras personas a comprar las provisiones, y también a alquilar las películas de vídeo bengalí e hindi gracias a las cuales (y a su creciente colección de revistas de cine indias) podía mantenerse en contacto con los sucesos del «mundo real», como la extraña desaparición del incomparable Gibreel Farishta y el posterior anuncio de su trágica muerte en una catástrofe aérea; y ella, para desahogar sus sentimientos de desesperación, derrota y fatiga, gritaba a sus hijas. La mayor de las cuales, para vengarse, se cortó el pelo y hacía que los pezones se le transparentaran a través de unas camisas que se ceñía provocativamente al cuerpo.

La llegada de un demonio en regla, un macho cabrío con sus cuernos, fue, después de todo ello, algo así como la última gota que hace derramar el vaso o, por lo menos, la penúltima.


* * *

Los residentes del Shaandaar se reunieron de noche en la cocina para una improvisada reunión de emergencia en la cumbre. Mientras Hind echaba imprecaciones al caldo de pollo, Sufyan instaló a Chamcha en una mesa, acercándole, para que el infeliz se sentara, una silla de aluminio con asiento de plástico azul, e inició la sesión. Me place señalar que el exiliado maestro de escuela citó, con su mejor tono didáctico, las teorías de Lamarck. Cuando Jumpy hubo referido la fantástica historia de la caída del cielo de Chamcha -el protagonista estaba muy inmerso en el caldo de pollo y en su dolor para hablar por sí mismo-, Sufyan, aspirando el aire por entre los dientes, aludió a la última edición de El origen de las especies. «Ahí hasta el propio gran Charles aceptaba la noción de la mutación in extremis, para asegurar la supervivencia de la especie; y que si sus discípulos -siempre más darwinianos que él mismo- repudiaron, póstumamente, tal herejía lamarckiana, insistiendo en la selección natural y nada más, no obstante, yo debo reconocer que esta teoría no se hizo extensiva a la supervivencia de un ejemplar individual sino únicamente al conjunto de la especie; además, por lo que respecta a la naturaleza de la mutación, el problema consiste en comprender la verdadera utilidad del cambio.»

«Pa-páa -Anahita Sufyan, levantando la mirada al techo y apoyando cansinamente la mejilla en la palma de la mano, interrumpió estas reflexiones-, corta ya. Lo que importa es como ha podido convertirse en semejante, semejante (con admiración) alucinación.»

A lo que el propio diablo, levantando la cara del caldo de pollo, exclamó: «De alucinación, nada. Oh, no, eso sí que no.» Su voz, que parecía surgir de un insondable abismo de dolor, conmovió y alarmó a la menor de las niñas, que, impulsivamente, se acercó y acarició el hombro de la infortunada bestia, diciendo, en un intento de arreglarlo: «Claro que no lo eres lo siento. Yo no creo que seas una alucinación; es sólo que lo pareces.»

Saladin Chamcha se echó a llorar.

Entretanto, Mrs. Sufyan se había horrorizado al ver a su hija menor poner las manos encima de la criatura, y volviéndose hacia la galería de huéspedes en prendas de dormir, agitó el cucharón en demanda de apoyo. «¿Cómo puede tolerarse…? El honor, la seguridad de las niñas, no está a salvo. ¡Que, en mi propia casa, semejante cosa…!»

Mishal Sufyan perdió la paciencia. «Hostia, mamá.» «¿Hostia?»

«¿Os parece que puede ser temporal? -Mishal, dando la espalda a la escandalizada Hind, preguntó a Sufyan y Jumpy-: Una especie de posesión. A lo mejor, hasta podríamos hacerlo… ¿exorcizar?» En los ojos le brillaban presagios, lémures, espectros, cuentos de terror. Y su padre, tan aficionado al video como cualquier adolescente, pareció considerar seriamente la posibilidad. «En Der Steppenwolf», empezó. Pero Jumpy, harto del tema, le atajó: «Lo esencial es hacer un planteamiento ideológico», anunció. Esto les cerró la boca.

«Objetivamente -dijo con una tímida sonrisa-, ¿qué es lo que ha pasado aquí? A: arresto indebido, intimidación y violencia. B: detención ilegal, desconocidos experimentos médicos en hospital -aquí, murmullos de asentimiento cuando recuerdos de exámenes intravaginales, escándalos Depo-Provera, esterilizaciones postparto no autorizadas y, más atrás, la introducción masiva de drogas en los Países del Tercer Mundo, a los ojos de los presentes, daban credibilidad a las insinuaciones del que hablaba; porque lo que tú crees depende de lo que tú has visto, no sólo lo que es visible sino aquello que estás dispuesto a suponer, y, de todos modos alguna explicación había que dar a los cuernos y los cascos; en aquellas bien vigiladas salas de hospital podía ocurrir cualquier cosa-. Y en tercer lugar -prosiguió Jumpy-, derrumbamiento psicológico, pérdida del sentido de identidad, claudicación. No es el primer caso.»

Nadie discutió, ni siquiera Hind; hay verdades de las que es imposible disentir. «Ideológicamente -dijo Jumpy-, yo me niego a aceptar la posición de víctima. Desde luego, él ha sido victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte, responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes.» Y a continuación, una vez hubo impuesto en los circunstantes una abochornada sumisión con su rapapolvo, pidió a Sufyan la pequeña buhardilla que momentáneamente estaba desocupada, y Sufyan, a su vez, contrito y solidario, fue incapaz de pedir ni un céntimo por el alquiler. Hind, ciertamente, murmuró: «Ahora sé que el mundo está loco, ahora tengo al diablo de huésped en mi casa», pero lo dijo entre dientes, y nadie excepto Mishal, su hija mayor, oyó lo que decía.

Sufyan, imitando la actitud de su hija menor, se acercó hasta donde Chamcha, acurrucado dentro de su manta, consumía enormes cantidades de incomparable yakhni de pollo que preparaba Hind, se agachó y pasó un brazo alrededor del desventurado, que seguía tiritando. «No encontrarás mejor sitio que éste -dijo como si hablara a un débil mental o a un niño pequeño-. ¿Dónde más que aquí podrías curar tu desfiguramiento y recuperar la salud? ¿Dónde más que aquí, entre nosotros, tu gente, los tuyos?»

Pero cuando Saladin Chamcha se quedó solo en la buhardilla, al límite de sus fuerzas, contestó la retórica pregunta de Sufyan: «Yo no soy de los vuestros -dijo categóricamente a la noche-. Vosotros no sois mi gente. He pasado media vida tratando de huir de vosotros.»


* * *

Empezó a desmandársele el corazón, a cocear y brincar como si también él fuera a experimentar una metamorfosis diabólica y sustituir su antiguo latido metronómico por complejas e impredecibles improvisaciones. Despierto en una cama estrecha, enganchándose los cuernos en las sábanas y las almohadas cada vez que daba la vuelta, Chamcha sufría aquella excentricidad coronaria con fatalista resignación: ¿y por qué no esto, después de todo lo demás? Badumbum, hacía el corazón, y el pecho le temblaba. Ten cuidado o te vas a enterar de lo que soy capaz. Dumbumbadum. Sí; esto era el infierno, ni más ni menos. La ciudad de Londres transformada en Jahannum, Gehenna, Muspellheim.

¿Sufren los demonios en el infierno? ¿No son ellos los que manejan la horquilla?

Por la ventana salediza goteaba el agua con regularidad. Fuera, en la ciudad traidora, empezaba el deshielo, dando a las calles la engañosa consistencia del cartón mojado. Lentas masas de blancura se deslizaban por tejados inclinados de pizarra gris. Los neumáticos de las camionetas de reparto ondulaban la nieve a medio derretir. Con las primeras luces empezó el coro del amanecer, tableteo de perforadoras de las obras públicas, trinos de alarma antirrobo, trompeteo de criaturas con ruedas que chocaban en las esquinas, el profundo zumbido de un gran come-basuras verde aceituna, chillonas voces de radio que sonaban en el andamio de un pintor colgado de un último piso, rugido de los primeros mastodontes que se precipitaban escalofriantemente por aquella calle larga pero estrecha. Del subsuelo llegaban los temblores que señalaban el paso de enormes gusanos subterráneos que devoraban y escupían seres humanos, y de los cielos, el jadeo de helicópteros y el alarido de relucientes aves de más alto vuelo.

Salió el sol, desenvolviendo la brumosa ciudad como un regalo. Saladin Chamcha dormía.

Pero el sueño no le deparaba descanso, sino que le había hecho volver a aquella otra calle nocturna por la que había huido hacia su destino en compañía de Hyacinth Phillips, la fisioterapeuta, clip-clop, sobre cascos inseguros; y le había recordado que, a medida que el cautiverio se alejaba y la ciudad se aproximaba, la cara y el cuerpo de Hyacinth se habían transformado. Él vio abrirse y ensancharse un hueco en el centro de sus incisivos superiores y encresparse y trenzarse sus cabellos a lo medusa, y advirtió la extraña triangularidad de su perfil, que descendía en línea continua desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz, describía un ángulo y retrocedía hasta el cuello. A la luz amarilla, vio que la piel de Hyacinth se oscurecía por momentos y sus dientes se proyectaban hacia fuera, y su cuerpo se alargaba como el de una figura de alambre dibujada por un niño. Al mismo tiempo, ella le lanzaba miradas provocativas y le asía las manos con unos dedos tan duros y tan fuertes que era como si un esqueleto le hubiera agarrado para arrastrarlo hacia una tumba; le parecía oler la tierra removida, el tufo dulzón en el aliento, en los labios de ella… y sintió repugnancia. ¿Cómo había podido encontrarla atractiva, haberla deseado, incluso haber fantaseado, mientras ella, a horcajadas, le extraía fluido de los pulmones, que eran una pareja de amantes en las violentas convulsiones del acto sexual…? La ciudad se cerraba en torno a ellos como un bosque; los edificios se entrelazaban y encrespaban como el pelo de Hyacinth. «Aquí no entra la luz -le susurró ella-. Está negro, muy negro.» Hizo como si fuera a echarse en el suelo y tiraba de él hacia ella, hacia la tierra, pero él gritó: «Pronto, a la iglesia», y se precipitó en un modesto edificio en forma de cajón, buscando más de una clase de santuario. Pero, dentro, los bancos estaban llenos de Hyacinths, jóvenes y viejas, Hyacinths que llevaban deformados trajes de chaqueta azules, perlas falsas y sombreritos de botones con velo, Hyacinths con virginales camisones blancos, Hyacinths de todas las formas imaginables que cantaban a voz en cuello: Socórreme, Jesús; hasta que vieron a Chamcha, porque entonces abandonaron sus cánticos espirituales y empezaron a bramar de la más terrenal de las maneras: Satanás, el Carnero, el Carnero, y cosas por el estilo. Ahora era evidente que la Hyacinth con la que había entrado le miraba con ojos nuevos, de la misma forma en que él la mirara a ella en la calle; que también ella había empezado a ver algo repugnante; y cuando él vio la repugnancia en aquella asquerosa cara puntiaguda y oscura, estalló: «Hubshess -las insultó, a saber por qué, en su descartada lengua materna. Liosas y salvajes, las llamó-. Me dais lástima -espetó-. Cada mañana, al miraros al espejo, tenéis que veros delante de la oscuridad, de la mancha, el reflejo de lo más vil.» Entonces ellas le rodearon, una congregación de Hyacinths, entre las que ahora se había perdido su propia Hyacinth, indistinguible, que ya no era una persona, sino una-de-tantas, y él recibía sus golpes emitiendo un lastimero balido, corriendo en círculo, buscando la salida; hasta que se dio cuenta de que el temor de sus atacantes era mayor que su cólera, y entonces él se irguió en toda su estatura, abrió los brazos y les gritó sonidos diabólicos y ellas se dispersaron buscando refugio y agazapándose detrás de los bancos mientras él salía del campo de batalla ensangrentado pero con la frente alta.

Los sueños presentan las cosas a su manera; pero Chamcha, al despertarse brevemente cuando su corazón se lanzó a un nuevo arrebato sincopado, comprendió con amargura que la pesadilla no estaba muy lejos de la realidad: por lo menos, el sentido era exacto. «Adiós, Hyacinth», pensó, quedándose dormido otra vez. Para encontrarse en el vestíbulo de su propia casa mientras, en un plano más alto, Jumpy Joshi discutía acaloradamente con Pamela. Con mi esposa.

Y cuando la Pamela del sueño, imitando a la real palabra por palabra, hubo renegado de su marido ciento y una veces, él no existe, esto no puede ser, fue él, Jamshed, el virtuoso, quien, dejando a un lado el amor y el deseo, le ayudó. Atrás quedó una Pamela que sollozaba. «No se te ocurra volver con eso», le gritó desde el último piso, el estudio de Saladin. Jumpy, después de envolver a Chamcha en piel de cordero y manta, lo llevó por calles oscuras hacia el Shaandaar Café, prometiéndole con injustificado optimismo: «Ya verás cómo todo se arregla, ya lo verás. Todo se arreglará.»

Cuando Saladin Chamcha despertó, el recuerdo de estas palabras le llenó de amarga irritación. ¿Dónde estará Farishta?, se preguntó. Ese canalla: apuesto a que a él todo le va bien. Pensamiento al que volvería más adelante, con resultados extraordinarios; pero, por el momento, tenía otras cosas en que pensar.

Yo soy la encarnación del mal, pensaba. Tenía que afrontarlo. Comoquiera que hubiera sucedido, era innegable. Ya no soy yo, o no soy sólo yo. Yo soy la encarnación del mal, de lo más odioso, del pecado.

¿Por qué? ¿Por qué yo?

¿Qué mal había hecho él? ¿En qué abominación podía incurrir?

¿Por qué se le castigaba?, no podía menos que pensar. Y, puestos en ello, ¿quién le castigaba? (Yo mantuve la boca cerrada.)

¿Acaso él no había perseguido su propia idea del bien, tratando de convertirse en aquello que más admiraba, dedicándose con una voluntad rayana en la obsesión a la conquista de lo Inglés? ¿No había trabajado con ahínco, evitando problemas, tratando de convertirse en un hombre nuevo? La perseverancia, la meticulosidad, la moderación, la sobriedad, la confianza en sí mismo, la probidad, la vida familiar: ¿qué suponía todo ello sino un código moral? ¿Era culpa suya que Pamela y él no hubieran tenido hijos? ¿Era responsabilidad suya la genética? ¿Podía ser, en esta época desquiciada y contradictoria, que él estuviera siendo víctima de… los hados -así dio en llamar al agente que le perseguía- precisamente por su empeño en perseguir «el bien»?, ¿que hoy en día este afán se considerase un error, peor, una aberración? Entonces, ¡cuán crueles esos hados para promover su rechazo por el mismo mundo que con tanto fervor había tratado de conquistar!; ¡qué desolador verse arrojado por las puertas de la ciudad que uno creía haber tomado hace tiempo!; ¡qué vil ruindad era arrojarlo otra vez al seno de los suyos, de los que tan lejos se sintiera durante tanto tiempo! Entonces brotaron en su pensamiento recuerdos de Zeeny Vakil que él, avergonzado y nervioso, rechazó.

El corazón le coceaba violentamente, y él se sentó e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando aire. Cálmate, o estás acabado. No hay lugar para cavilaciones mortificantes; ya no. Aspiró profundamente; se tendió y vació su mente. El traidor de su pecho reanudó el servicio normal.

Basta, Saladin Chamcha, se dijo con firmeza. Basta de creerte el mal. Las apariencias engañan; no hay que juzgar el libro por las tapas. ¿Demonio, Carnero, Shaitan? Yo, no.

Yo, no: otro.

¿Quién?


* * *

Mishal y Anahita entraron con el desayuno en una bandeja y la excitación en la cara. Chamcha empezó a devorar los copos de avena y Nescafé, mientras las niñas, después de unos momentos de timidez, empezaron a preguntarle al mismo tiempo, sin parar: «Bueno, menudo jaleo has traído a esta casa.» «¿No habrás vuelto a cambiar durante la noche, verdad?» «Oye, ¿no será un truco, verdad? Quiero decir, maquillaje o cosa de teatro. Quiero decir que como Jumpy dice que eres actor, yo pensé, bueno…» Y aquí la joven Anahita quedó cortada, porque Chamcha, escupiendo copos de avena, aulló con indignación: ¿Maquillaje? ¿Teatro? ¿Truco?

«No ha querido ofenderte -dijo Mishal ansiosamente hablando por su hermana -. Es que hemos pensado, verás, bueno, que sería terrible que no fueras… pero lo eres, claro que sí, de manera que no hay que preocuparse», terminó rápidamente al ver que Chamcha la miraba otra vez con ojos llameantes. «El caso es -prosiguió Anahita, pero en seguida empezó a balbucear-, bueno, quiero decir que nos parece de fábula.» «Se refiere a ti -puntualizó Mishal-. Creemos que eres fabuloso.» «Brillante -dijo Anahita, deslumbrando al perplejo Chamcha con una sonrisa-. Mágico. Bueno, definitivo.»

«No hemos dormido en toda la noche -dijo Mishal-. Tenemos varias ideas.»

«Lo que hemos pensado -Anahita estaba temblando de emoción- es que ya que tú te has convertido en, en eso, bueno, quizá, es decir, probablemente, aunque no lo hayas probado, podría ser que pudieras…» Y su hermana terminó por ella: «Que hubieras desarrollado, en fin, poderes.»

«Bueno, es lo que pensamos -agregó Anahita tímidamente al ver que en la frente de Chamcha se fraguaba una tormenta. Y, retrocediendo hacia la puerta, agregó-: Pero probablemente nos equivocábamos. Sí, era una equivocación. Que te aproveche.» Mishal, antes de escapar, sacó un frasquito de un líquido verde de un bolsillo de su chaquetón a cuadros rojos y negros, lo dejó en el suelo al lado de la puerta y lanzó un último disparo: «Perdona, pero dice mamá que te enjuagues. Es un elixir para el aliento.»


* * *

Que Mishal y Anahita adorasen la desfiguración que él aborrecía con toda su alma le convenció de que «los suyos» estaban tan desequilibrados como él sospechaba hacía tiempo. Que las dos niñas respondieran a su mal humor -cuando, a la segunda mañana, le subieron a la buhardilla, masala dosa en lugar de cereal de paquete, con sus pequeños astronautas plateados, y él les gritó: «¿Y ahora tengo que comer esta inmundicia extranjera?»-, respondieran, decía, con expresiones de aprobación, no hizo sino empeorar las cosas. «Engrudo indecente -convino Mishal-. Aquí no hay salchichas, qué se le va a hacer.» Arrepentido de su ingratitud, él trató de explicarles que ahora se consideraba, en fin, británico… «¿Y nosotras? – preguntó Anahita-. ¿Qué crees que somos nosotras?» Y Mishal confió: «Bangladesh no significa nada para mí. Sólo un lugar con el que papá y mamá constantemente machacan y machacan.» Y Anahita, terminante: «Bungleditch [1] -moviendo la cabeza con énfasis-. Así lo llamo yo, en cualquier caso.»

Pero ellas no eran británicas, quería decirles él: no realmente, no de un modo que él pudiera admitir. Y, sin embargo, sus viejas certidumbres se le escapaban por momentos, junto con su antigua vida… «¿Dónde está el teléfono? -preguntó-. Tengo que hacer varias llamadas.»

Estaba en el vestíbulo; Anahita, de sus ahorros, le prestó las monedas. Con la cabeza envuelta en un turbante prestado y el cuerpo escondido en unos pantalones de Jumpy y unos zapatos de Mishal, Chamcha marcó el número del pasado.

«Chamcha -dijo la voz de Mimi Mamoulian-, tú estás muerto.»

Mientras él estaba fuera sucedió esto: Mimi perdió el conocimiento y perdió los dientes. «Un desfallecimiento, eso fue -explicó, hablando con más aspereza de la habitual, a causa de ciertas dificultades con la mandíbula-. ¿La razón? No preguntes. ¿Quién puede pedir razones en estos tiempos? ¿Qué número tienes? -preguntó cuando empezó a sonar la señal-. En seguida te llamo.» Pero tardó sus buenos cinco minutos. «He tenido que desaguar. ¿Tienes tú una razón para estar vivo? ¿Por qué las aguas se abrieron para ti y para el otro y se cerraron sobre los demás? No me digas que vosotros erais más dignos. Hoy en día eso ya no se lo traga nadie, ni siquiera tú, Chamcha. Yo bajaba por Oxford Street buscando zapatos de cocodrilo cuando sucedió: yo iba andando, tenía un pie en alto, y caí fulminada hacia delante, como un árbol, dando con la barbilla en el suelo, y todos los dientes quedaron esparcidos por la acera, a los pies del hombre que andaba en busca de plan. La gente a veces es muy considerada, Chamcha. Cuando volví en mí, tenía los dientes bien amontonaditos al lado de la cara. Al abrir los ojos y verlos tan monos allí colocados, ¿no es todo un detalle?, me dije. Lo primero que pensé fue: gracias a Dios que tengo el dinero. Me lo había hecho coser ahí detrás, con discreción, desde luego, un buen trabajo, mejor que antes. En fin, que me he tomado unas vacaciones. La cosa de las voces anda fatal, entre tú que te mueres y yo que pierdo los dientes, es que no tenemos sentido de la responsabilidad. Se ha perdido mucha calidad, Chamcha. Si pones la tele o escuchas la radio oirás qué bodrio los anuncios de la pizza, y la publicidad de las cervezas, con un acento alemán de lo más postizo, y los marcianos que comen puré de patata suenan como si hubieran venido de la luna. Nos han echado de El Aliens Show. Que te alivies. Por cierto, lo mismo podrías decirme a mí.»

De manera que había perdido el trabajo, además de la esposa, la casa y la razón de vivir. «No son sólo los sonidos dentales los que se me tuercen -prosiguió Mimi-. Los jodidos oclusivos me ponen a parir. No hago más que pensar que otra vez voy a esparcir toda la osamenta por la calle. Los años, Chamcha, no traen más que humillaciones. Vienes al mundo, te sacuden llenándote de cardenales y luego la cascas y te meten en una urna. De todos modos, aunque no vuelva a trabajar, no ha de faltarme nada hasta el día en que me muera. ¿Sabías que ahora ando con Billy Battuta? Claro, ¿cómo ibas a saberlo si estabas nadando? Pues sí, cuando me cansé de esperarte, me ligué a un jovencito paisano tuyo. Puedes considerarlo un cumplido. Bueno, tengo prisa. Encantada de hablar con los muertos, Chamcha. Otra vez tírate de la palanca de abajo. Hasta luego.»

Por naturaleza, yo soy hombre introvertido, dijo él silenciosamente al teléfono desconectado. A mi manera, yo he procurado buscar la elevación espiritual y, modestamente, adquirir una cierta elegancia. En los días buenos, me parecía que la había conseguido, que la tenía en mi interior, aunque no sabía dónde. Pero se me escapaba. Yo me he enredado en las cosas materiales, en el mundo y sus estropicios, y no puedo rehuirlos. Lo grotesco se ha apoderado de mí como antes me dominaba lo cotidiano. El mar me arrojó; la tierra me arrastra.


Chamcha resbalaba por una pendiente gris, y el agua negra le azotaba el corazón. ¿Por qué el renacimiento, la segunda oportunidad que les había sido otorgada a Gibreel Farishta y a él, en su caso parecía un final perpetuo? Él había vuelto a nacer al conocimiento de la muerte; y lo inescapable del cambio, las cosas-que-no-volverán, el sin-retorno, le asustaba. Cuando pierdes el pasado, te quedas desnudo delante del despectivo Azraeel, el ángel de la muerte. Resiste, si puedes, se decía. Aférrate al ayer. Deja las marcas de las uñas en la pendiente gris mientras resbalas.

Billy Battuta: aquel mierda indecente. Playboy pakistaní que convirtió una de tantas agencias de viajes -Battuta's Travels- en una flota de superpetroleros. En el fondo, un gángster, famoso por sus idilios con estrellas de la pantalla hindi y, según las malas lenguas, por su debilidad por las mujeres blancas de enorme delantera y anca generosa, a las que «trataba de mala manera», dicho sea eufemísticamente, y «recompensaba con largueza». ¿Qué buscaba Mimi en Billy el malo, su instrumento sexual y su Maserati Biturbo? Para los chicos como Battuta, las mujeres blancas -aunque sean gordas, judías y mandonas- eran para follar y tirar. Lo que uno odia en los blancos -la afición a la piel canela- tienes que odiarlo también cuando se da a la inversa, en los negros. La intolerancia no es sólo función de poder.

Mimi llamó por teléfono a la noche siguiente desde Nueva York. Anahita lo llamó con su mejor acento de maldito yankee y Chamcha, trabajosamente, se puso el disfraz. Cuando llegó al aparato, Mimi había colgado, pero volvió a llamar. «No paga una la tarifa transatlántica para quedarse esperando.» «Mimi -dijo él con desesperación patente en la voz-, no me dijiste que te ibas.» «Y tú ni siquiera me diste tu dirección. Así pues, cada cual tiene su secreto.» Él quería decir: Mimi, vuelve a casa, vas a recibir muchos palos. «Le he presentado a la familia -dijo ella en tono excesivamente festivo-. Imagina, algo así como Yassir Arafat saluda a los Begin Pero no importa. Todos viviremos.» Él quería decir: Mimi, tú eres todo lo que tengo. Pero sólo conseguiría irritarla. «Quería prevenirte contra Billy», fue lo que le dijo.

Ella respondió con frialdad: «Chamcha, escucha. Un día hablaremos de esto, porque, a pesar de todas tus majaderías, me aprecias. De manera que hazme el favor de tener en cuenta que yo soy una mujer inteligente. He leído Finnegans Wake y estoy al corriente de las críticas postmodernas de Occidente, es decir, que aquí tenemos una sociedad que sólo es capaz de la imitación: un mundo "romo". Cuando yo me convierto en la voz de un frasco de sales para baño, entro en "Romolandia" con los ojos abiertos, sabiendo lo que hago y por qué. A saber: que gano dinero y, como mujer inteligente y capaz de hablar durante quince minutos sobre el estoicismo, y más de quince sobre cine japonés, yo te digo, Chamcha, que conozco perfectamente la reputación de Billy Boy. Tú de explotación no puedes enseñarme nada. Nosotros ya teníamos explotación cuando todos vosotros aún andabais envueltos en pieles. Prueba de ser mujer, judía y fea. Pedirás a gritos ser negro. Perdón por mi francés: moreno.»

«Entonces reconoces que él te explota», interpuso Chamcha, pero el torrente lo arrastró. «¿Y puedes tú decirme cuál es la puñetera diferencia? -gorjeó ella con su voz de "Tartaletas Tuti"-. Billy es un chico divertido, con un talento natural para el arte del timo, uno de los grandes. ¿Quién sabe cuánto ha de durar esto? Voy a decirte algunas de las ideas de las que no quiero saber nada: patriotismo, Dios y amor. Ni puñetera falta para el viaje. Billy me gusta porque se las sabe todas.»

«Mimi -dijo él-, me ha ocurrido algo»), pero ella seguía enfrascada en sus protestas y no le oyó. Él colgó sin darle la dirección.

Ella volvió a llamarle semanas después, y para aquel entonces ya se habían fijado implícitamente las condiciones: ella no preguntó ni él dio sus señas, y era evidente para los dos que una etapa había terminado, que sus caminos se habían separado, que había llegado el momento de decir adiós. Mimi seguía entusiasmada con Billy: él tenía planes para hacer películas hindi en Inglaterra y América, importando a estrellas como Vinod Khanna o Sridevi, para que hicieran cabriolas delante del ayuntamiento de Bradford o del Golden Gate -«desde luego, se trata de una fórmula para desgravar», cascabeleó Mimi-. En realidad, las cosas estaban poniéndose bastante feas para Billy; Chamcha había visto su nombre en los periódicos relacionado con términos tales como «patrulla antifraude» y «evasión de impuestos»; pero el que nace para el timo no tiene remedio, dijo Mimi. «Y un día va y me dice: ¿Quieres un visón? Y yo: Billy, no me compres cosas. ¿Y quién habla de comprar?, dice él. Tendrás un visón. Es una transacción.» Habían ido a Nueva York y Billy había alquilado un Mercedes negro larguísimo, «con un chófer no menos largo». Cuando entraron en la peletería parecían un jeque petrolero y su fulana. Mimi se probó modelos de precio, esperando la indicación de Billy. Por fin, él dijo: ¿Éste te gusta? Es bonito. Billy, susurró ella, que son cuarenta mil, pero él ya estaba liando a la dependienta: era viernes por la tarde, los bancos estaban cerrados, ¿le aceptarían un cheque? «Ahora ya les consta que es un jeque del petróleo, y le dicen que sí y nos vamos con el abrigo. Entonces me lleva a otra tienda, a la vuelta de la esquina, les enseña el abrigo y les dice: Acabo de comprar esto por cuarenta mil dólares, aquí está el recibo; ¿me dan treinta por él? Necesito el dinero, tengo un fabuloso fin de semana en perspectiva.» Les hicieron esperar mientras los de la segunda peletería llamaban por teléfono a la primera. En el cerebro del encargado se dispararon todos los timbres de alarma y, al cabo de cinco minutos, llegaba la policía, que arrestaba a Billy por pasar un cheque falso, y él y Mimi estuvieron en la cárcel todo el fin de semana. El lunes por la mañana, cuando abrieron los bancos, resultó que la cuenta de Billy tenía un saldo acreedor de cuarenta y dos mil ciento diecisiete dólares, de manera que el cheque era bueno. Él informó a los peleteros de su intención de demandarlos por dos millones de dólares de indemnización, por difamación. Caso abierto y cerrado, y antes de cuarenta y ocho horas concertaban un acuerdo privado por el que Billy retiraba la demanda a cambio de doscientos cincuenta mil a tocateja. «¿No es un encanto? -preguntó Mimi a Chamcha-. El chico es un genio. Quiero decir que esto es clase.»

Yo soy un hombre que no se las sabe todas, descubrió Chamcha, y vive en un mundo amoral, de aprovechados y sálvese-quien-pueda. Mishal y Anahita Sufyan, que todavía y sin que él pudiera explicárselo, le trataban como una especie de alma gemela, a pesar de todo lo que él hacía para desanimarlas, eran seres que, evidentemente, admiraban a criaturas tales como trabajadores clandestinos, rateros y timadores, o sea, a los artistas del escamoteo. Él se rectificó: no; admirarlos, no. Ninguna de las dos robaría ni un alfiler. Pero consideraban a estas personas como representantes de la tónica general, de la época. Por vía de experimento, les contó el caso de Billy Battuta y el abrigo de visón. A las niñas les brillaban los ojos y al final aplaudieron y rieron encantadas: la alevosía impune las entusiasmaba. Así, reflexionó Chamcha, debía de aplaudir la gente ante los actos de los bandidos de antaño: Dick Turpin, Ned Kelly, Phoolan Devi y, naturalmente, aquel otro Billy: William Bonney, también un Niño.

«Juventud Podrida, Ídolos de Barro -Mishal le leyó el pensamiento y luego, riendo ante su mirada de desaprobación, tradujo sus pensamientos a titulares de prensa amarilla, al tiempo que adoptaba con su espigado y, según advirtió Chamcha, sorprendente cuerpo, posturas provocativas. Con un exagerado mohín, segura de haberle excitado, añadió con coquetería-: ¿Besito, besito?»

Su hermana menor, para no ser menos, trató de imitar a Mishal, pero con resultados menos efectivos. Abandonando el intento con cierta impaciencia, dijo, enfurruñada: «Lo malo es que nosotras tenemos el futuro asegurado. Negocio familiar, sin hermanos varones, ¿qué más se puede pedir? El negocio rinde, ¿sabes? Pues así estamos.» La pensión Shaandaar estaba catalogada como «Residencia para Dormir y Desayuno» del tipo que los consejos de distrito utilizaban cada vez más debido a la escasez de viviendas estatales, alojando a familias de cinco personas en una sola habitación, cerrando los ojos a las disposiciones sobre higiene y seguridad y reclamando al Gobierno Central subvenciones por «alojamiento provisional». «Diez libras por noche por persona -informó Anahita Chamcha en la buhardilla-. Trescientas cincuenta libras por habitación a la semana, es lo que se saca casi siempre. Seis habitaciones ocupadas, echa la cuenta. Ahora mismo perdemos trescientas libras al mes por esta buhardilla, por lo que espero que te sientas francamente mal.» Chamcha se dijo que por esa cantidad se podía alquilar, en el sector privado, un apartamento digno para una familia. Pero eso no estaría clasificado como «alojamiento provisional». Para estas soluciones no había subvenciones. Y éstas tampoco tendrían la aprobación de los políticos locales, comprometidos en combatir los «cortes». La lutte continué; mientras Hind y sus hijas cobraban los alquileres, el místico Sufyan se iba en peregrinación a La Meca y regresaba repartiendo buenos consejos y sonrisas. Y, detrás de seis puertas que se abrían una rendija cada vez que Chamcha iba al teléfono o al aseo, vivían tal vez hasta treinta seres humanos provisionales, con escasas esperanzas de que se les declarara permanentes.

El mundo real.

«No tienes por qué mirarme con esa cara tan agria y virtuosa -dijo Mishal Sufyan-. Mira dónde te han traído tus buenas costumbres.»


* * *

«Tu universo se encoge.» Hal Valance, creador y único propietario de El Show de los Aliens, era hombre ocupado e invirtió exactamente diecisiete segundos en felicitar a Chamcha por estar vivo, antes de empezar a explicarle por qué esta circunstancia no afectaba la decisión de la dirección del programa de prescindir de sus servicios. Valance había empezado en el mundo de la publicidad, y su vocabulario se resentía de ello. Pero Chamcha no se quedaba atrás. Tantos años en el ramo del doblaje te enseñaban a hablar mal. En la jerga del marketing, un universo es el mercado potencial para un producto o servicio determinado: el universo del chocolate, el universo de la dietética. El universo dental era todo el que tenía dientes; los otros eran el cosmos de la dentadura postiza. «Yo me refiero -musitó Valance al micro con su mejor voz de Garganta Profunda- al universo de las razas orientales.»

Otra vez mi gente: Chamcha, disfrazado con el turbante y el resto de su atuendo prestado, estaba agarrado a un teléfono en el pasillo, mientras los ojos de mujeres y niños no permanentes brillaban detrás de puertas entornadas, y se preguntaban qué mala pasada le habrían hecho ahora los suyos. «No capisco» dijo, recordando la debilidad de Valance por el argot italoamericano: al fin y al cabo, era el autor del slogan de los platos preparados: Saboree la pizza dalla marcha. Pero esta vez Valance no le siguió la corriente. «El control de audiencia indica que los orientales no siguen programas orientales. No les gustan, Chamcha. Ellos están por la jodida Dinastía, como todo el mundo. Tú no das el tipo, no sé si me entiendes: contigo el programa resulta excesivamente racial. El Show de los Aliens es una idea muy grande para condicionarla por la dimensión racial. No hay más que pensar en las posibilidades de comercialización, pero esto no hace falta que yo te lo diga.»

Chamcha se miraba en el espejito rajado que estaba colgado encima del teléfono. Parecía un genio extraviado en busca de la lámpara maravillosa. «Es una opinión», respondió a Valance, comprendiendo que sería inútil discutir. Con Hal, todas las explicaciones eran racionalización del hecho consumado. Él era un hombre puramente intuitivo que había hecho lema del consejo que, cuando lo del Watergate, diera Garganta Profunda, el informante, a Bob Woodward, el periodista: Persigue el dinero. Mandó imprimir la frase en grandes caracteres y la colgó en la pared de su despacho, encima de un fotograma de Todos los hombres del Presidente: Hal Holbrook (¡otro Hal!) estaba en el aparcamiento, en las sombras. Persigue el dinero: ello explicaba, como él gustaba de repetir, que se hubiera casado cinco veces, siempre con mujeres ricas, de cada una de las cuales había recibido una generosa suma al divorciarse. Actualmente estaba casado con una jovencita desvalida a la que le triplicaba la edad, con pelo caoba hasta la cintura y una mirada espectral que un cuarto de siglo antes hubiera hecho de ella una gran belleza. «Ésta no tiene un céntimo; está conmigo por todo lo que tengo yo y cuando me lo haya quitado se largará -dijo Valance a Chamcha en días más felices-. Qué puñeta, yo también soy humano. Esta vez es amor.» Otro al que le tiraba lo joven. Era lo que privaba. Chamcha, al teléfono, no podía recordar el nombre de la jovencita. «Tú ya conoces mi lema», decía Valance. «Sí -respondió Chamcha en tono neutro-. La frase justa para el producto.» Y el producto, pedazo de animal, eres tú.

Cuando Chamcha conoció a Hal Valance (¿cuántos años ya? Cinco o seis), mientras almorzaba en el White Tower, aquel hombre ya era un monstruo: una imagen pura, creada por él mismo, una serie de atributos emplastados muy juntos sobre un cuerpo que, en palabras del propio Hal, «iba para Orson Welles». Fumaba unos cigarros absurdos, de chiste, aunque rechazaba todas las marcas de habanos, llevado de su ideología inflexiblemente capitalista. Poseía un chaleco con la Union Jack y se empeñaba en izar la bandera sobre su agencia y también sobre la puerta de su casa de Highgate; tenía tendencia a vestir a lo Maurice Chevalier y, en las presentaciones de campaña importantes, cantaba ante sus asombrados clientes con su canotier y su bastón con puño de plata; pretendía ser el dueño del primer castillo del Loira que tuvo télex y fax; y se ufanaba de su «íntima» asociación con la Primera Ministra, a la que llamaba afectuosamente «Mrs. Tortura». Hal, con su habla campechana, personificación del triunfalismo materialista, estaba considerado una de las glorias de la época, la mitad creativa de la agencia más lanzada de la ciudad, la Valance amp; Lang. Al igual que Billy Battuta, era amante de los coches grandes con chófer grande. Se decía que un día, mientras viajaba a gran velocidad por una carretera de Cornualles, para «calentar» a una modelo finlandesa de metro noventa especialmente glacial, hubo un accidente: nadie salió herido, pero cuando el otro conductor emergió, furioso, de su destrozado vehículo, resultó ser todavía más grande que el mecánico de Hal. Cuando el coloso se acercaba, Hal bajó el cristal de su ventanilla con mando eléctrico y, con dulce sonrisa, dijo: «Le recomiendo dar media vuelta y salir por piernas; porque, señor mío, si no se ha ido antes de quince segundos, voy a hacer que le maten.» Otros genios de la publicidad eran famosos por su trabajo: Mary Wells, por sus aviones Braniff color de rosa; David Ogilvy, por el parche del ojo; Jerry della Femina, por su «De parte de esa gente maravillosa que les deparó Pearl Harbor». Valance, cuya agencia se especializaba en la vulgaridad alegre y barata, a base de muñequita y cachondeo, era conocido en el ramo por este (probablemente apócrifo) «voy a hacer que le maten», expresión que, a los iniciados, demostraba que el tío era un genio de verdad. Chamcha siempre sospechó que Hal había inventado la historia, con sus perfectos ingredientes del país de la publicidad -la nórdica reina de los hielos, los dos matones, los coches caros, Valance en el papel de mafioso y 007 brillando por su ausencia-, y la había hecho circular porque sabía que era buena para el negocio.

Aquel almuerzo era en agradecimiento a Chamcha por su intervención en una reciente campaña de éxito fulgurante de los productos de régimen Slimbix. Saladin era la voz de un muñequito en forma de grumo que decía: Hola, soy Cal, una pobre caloría que está muy triste. Cuatro platos y champán a discreción en recompensa por convencer a la gente de que se muera de hambre. ¿Y cómo quieren que se gane la vida una pobre caloría} Gracias a Slimbix, estoy sin trabajo. Chamcha no sabía qué podía esperar de Valance. Lo que recibió fue, por lo menos, la verdad lisa y llana. «Has estado bien -le felicitó Hal -, para ser persona de convicción pigmentada. -Y, sin apartar la mirada de la cara de Chamcha, prosiguió-: Voy a especificar unos cuantos hechos. Durante los tres últimos meses, rehicimos un anuncio de una manteca de cacao porque del estudio del mercado se deducía que tenía mejor aceptación sin el negrito del fondo. Volvimos a grabar la canción de una inmobiliaria porque al presidente le pareció que el cantante sonaba a negro, a pesar de que era más blanco que una puta sábana, y a pesar de que un año antes habíamos puesto a un negro que, afortunadamente para él, no adolecía de un exceso de soul. Una importante Compañía de Aviación nos dijo que no usáramos negros en sus anuncios, ni aunque fueran empleados suyos. Un actor negro que vino a darme una audición llevaba en la solapa un botón de Igualdad Racial: una mano negra estrechando una mano blanca. Y yo le dije: No creas que yo voy a darte un trato especial amigo. ¿Me entiendes? ¿Entiendes lo que quiero decirte?» Esto es una prueba, comprendió Saladin. «Yo nunca sentí que perteneciera a una raza», respondió. Y tal vez por ello cuando Hal Valance formó su propia productora Chamcha estaba en la lista preferente; y tal vez por ello se le dio el papel de Maxim Alien.

Cuando El Show de los Aliens empezó a recibir palos de los radicales negros, pusieron un mote a Chamcha. A causa de su educación de colegio privado y su proximidad al detestado Valance lo llamaban «El Tío Tom Café con Leche».

Evidentemente, durante la ausencia de Chamcha, la presión política había aumentado, orquestada por un tal Dr. Uhuru Simba. «Doctor en qué, quisiera yo saber -dijo Valance por teléfono con su voz de garganta profunda-. Nuestros investigadores todavía no lo han averiguado.» Piquetes masivos, una presencia realmente violenta en Con derecho a réplica. «El individuo es un jodido tanque.» Chamcha los imaginaba, Valance y Simba, como extremos opuestos. Al parecer, las protestas dieron resultado: Valance «despolitizaba» el programa echando a Chamcha y poniendo en su lugar a un enorme teutón rubio de mucho torso y tupé, entre las figuras de maquillaje protésico movidas por ordenador. Un Schwarzenegger de látex y Quantel, una versión sintética, con lenguaje hippie, de Rutger Hauer en Blade Runner. Los judíos también habían quedado fuera. En lugar de Mimi, el nuevo programa tendría a una voluptuosa muñeca shiksa. «Escribí una carta al doctor Simba: puedes metértelo por donde ya sabes con tu doctorado. No ha habido respuesta. Le va a costar mucho más que eso apoderarse de este pequeño país. Yo -anunció Hal Valance-, yo quiero a este jodido país. Por eso pienso venderlo a todo el condenado mundo, Japón, América y la jodida Argentina. Voy a venderlo de puta madre. Es lo que he vendido toda mi jodida vida: la jodida nación. La bandera.» Él no se oía. Cuando se disparaba en este tema, se ponía como la grana y hasta lloraba. Así lo hizo aquel primer día en el White Tower, mientras se atracaba de comida griega. Ahora Chamcha recordó la fecha: fue inmediatamente después de la guerra de las Falklands. Por aquel entonces, la gente tenía tendencia a hacer juramentos de fidelidad y a tararear himnos en el autobús. De manera que cuando Valance, con una gran copa de Armagnac delante, empezó con el tema -«Yo te diré por qué amo a este país»-, Chamcha, que también estaba a favor de la campaña de las Falklands, pensó que ya sabía lo que venía a continuación. Pero Valance empezó a describir el programa de investigación de una Compañía británica aeroespacial, cliente suyo, que acababa de revolucionar la construcción de los sistemas de guía de misiles estudiando el esquema de vuelo de la mosca común. «Rectificación del rumbo durante el vuelo -susurró dramáticamente-. Tradicionalmente, se hacía en la línea del vuelo: ajustar el ángulo una pizca hacia arriba, un pellizco hacia abajo, un puntito hacia la izquierda o la derecha. Ahora bien, los científicos que estudiaban la película ultrarrápida de la humilde mosca descubrieron que las tías siempre, lo que se dice siempre, corrigen en ángulo recto. -Hizo una demostración, extendiendo la mano con la palma plana y los dedos juntos-. ¡Bzzzt! ¡Bzzzt! Las muy putas suben y bajan en línea vertical o, si no, hacia los lados. Mucho más exacto. Y con menos gasto de combustible. Ahora bien, trata de hacer eso con un motor que depende de un flujo de aire de morro a cola; ¿qué sucede? El desgraciado no puede respirar, se para, baja en picado y va a caer encima de tus jodidos aliados. Mal karma. Me sigues, ¿eh?, tú sigues lo que te digo. Y entonces esos tipos van e inventan un motor con flujo de aire en tres direcciones: de morro a cola, de arriba abajo y de lado a lado. Y ¡bingo!: ya tenemos un cohete que vuela como una mosca y puede tocar una moneda de cincuenta peniques que vaya a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, a una distancia de cinco kilómetros. Lo que me encanta de este país es esto: su genio. Los más grandes inventores del mundo. Es una preciosidad. ¿No tengo razón?» Hablaba completamente en serio. Chamcha respondió: «Tienes razón.» «Tienes toda la razón en que tengo razón», confirmó.

Se vieron por última vez poco antes de que Chamcha se fuera a Bombay: almuerzo dominical en la mansión de Highgate, con la bandera desplegada. Arrimaderos de palo rosa, terraza con urnas de piedra, vista panorámica de una colina cubierta de bosque. Valance despotricaba de una urbanización que iba a estropear el paisaje. El almuerzo, como era de prever, fue patriotero: rosbif, boudin Yorkshire, choux de Bruxelles. Baby, la diminuta esposa de Hal, no almorzó con ellos, sino que comió pastrami caliente sobre pan de centeno mientras jugaba al billar en una habitación contigua. Criados, un borgoña potente, más Armagnac, cigarros. El paraíso del hombre que se ha hecho a sí mismo, pensó Chamcha, y notó que había envidia en el pensamiento.

Después del almuerzo, sorpresa. Valance lo llevó a una habitación en la que había dos clavicordios de gran finura y delicadeza. «Los hago yo -confesó el anfitrión-. Para relajarme. Baby quiere que le haga una guitarra. -La habilidad de Hal Valance para la ebanistería era indiscutible y, en cierto modo, incongruente con el resto de su personalidad -. Mi padre era del oficio», reconoció, a preguntas de Chamcha, y Saladin comprendió que se le había otorgado el privilegio de atisbar la única parte que quedaba del Valance original, el Harold derivado de la historia y de la sangre y no de su cerebro frenético.

Cuando salieron de la cámara secreta de los clavicordios, en seguida reapareció el Hal Valance de siempre. Apoyado en la balaustrada de su terraza, confió: «Lo más asombroso de esa mujer es la envergadura de lo que trata de hacer.» ¿Mujer? ¿Baby? Chamcha estaba perplejo. «Me refiero a quien tú ya sabes -explicó Valance-. Torture. Maggie la Zorra. Es una radical, no te lo discuto. Lo que ella pretende, lo que ella realmente cree que puede conseguir, es ni más ni menos que inventar una nueva recondenada clase media en este país. Librarse de esos gilipollas incompetentes del jodido Surrey y Yorkshire y traer gente nueva. Gente sin abolengo, sin historia. Gente hambrienta. Gente que buscan y que saben que, con ella, encontrarán. Nadie había intentado cambiar toda una jodida clase hasta ahora, y lo asombroso es que ella podría conseguirlo, si antes no la hacen caer. La clase vieja. Los muertos. ¿Me sigues?» «Creo que sí», mintió Chamcha. «Y no me refiero sólo a los empresarios -dijo Valance arrastrando las sílabas-. Los intelectuales también. Fuera con toda esa cuadrilla trasnochada. Adelante los chicos con hambre que no fueron a los colegios elegantes. Nuevos profesores, nuevos pintores, de todo. Es una maldita revolución. Es lo nuevo que entra en este país que está repleto de jodidos cadáveres. Será digno de ver. Ya lo es.»

Baby entró a saludar, con gesto de aburrimiento. «Es hora de que te marches, Chamcha -comentó su marido-. El domingo por la tarde nos acostamos y miramos cintas de vídeo pornográficas. Es un mundo nuevo, Saladin. Todos han de entrar en él algún día.»

No hay vuelta de hoja. O estás dentro o estás muerto. No era ésta la creencia de Chamcha; ni de Chamcha ni de la Inglaterra que él idolatraba y que había venido a conquistar. Entonces hubiera tenido que comprender: le daban un aviso. Y, ahora, el tiro de gracia. «Sin mala voluntad -murmuraba Valance a su oído-. Ya nos veremos, ¿eh? De acuerdo.»

«Hal -se obligó a objetar-, tengo un contrato.» Como un carnero al sacrificio. Ahora la voz sonó en su oído francamente divertida. «No seas estúpido -le dijo-. Tú no tienes nada. Lee la letra pequeña. Dásela a leer a un abogado. Llévame a los tribunales. Haz lo que tengas que hacer. A mí no me importa. ¿No lo entiendes? Tú ya eres historia.» Línea.


* * *

Mr. Saladin Chamcha, abandonado por una Inglaterra extraña y embarrancado en otra, recibió, en su gran tribulación, noticias de un antiguo compañero que, evidentemente, gozaba de mejor suerte. El grito de su patrona -Tini bénché achénh- le previno de que ocurría algo. Hind avanzaba en tromba por los pasillos del Shaandaar Dormir y Desayuno agitando lo que resultó ser un número reciente de la revista india importada Ciné-Blitz. Se abrieron puertas y asomaron los temporales, perplejos y alarmados. Mishal Sufyan emergió de su habitación con un conjunto interior que dejaba varios palmos de tronco al descubierto. Del despacho que ocupaba al otro lado del vestíbulo salió Hanif Johnson, con un incongruente temo de severo corte, fue agredido por el tronco desnudo y se tapó la cara con las manos. «Señor, ten piedad», rogó. Mishal, haciendo caso omiso, gritó a la espalda de su madre: «¿Qué sucede? ¿Quién está vivo?»

«Desvergonzada de qué sé yo dónde -gritó Hind desde el fondo del pasillo-. Cubre tu desnudez.»

«Que te zurzan -murmuró Mishal entre dientes, mirando a Hanif Johnson con ojos rebeldes-. ¿Y los michelines que a ella le asoman entre el sari y el choli? Ya me dirás…» Al otro extremo del oscuro corredor, Hind agitaba Ciné-Blitz delante de los huéspedes y gritaba: vive. Con el mismo fervor de aquellos griegos que, tras la desaparición del político Lambrakis, pintaron con cal por todo el país la letra Z. Zi: vive.

«¿Quién?», preguntó Mishal otra vez.

«Gibreel -gritaron los niños provisionales-. Farishta bénché achén.» Hind, que desapareció escaleras abajo, no vio cómo volvía a la habitación su hija mayor -dejando la puerta entornada-, ni cómo tras ella entraba, después de comprobar que el horizonte estaba despejado, el prestigioso abogado Hanif Johnson, vestido y calzado a la europea, que conservaba un despacho en el edificio para no renegar de sus raíces, pero tenía también un próspero bufete en un barrio residencial, estaba muy bien relacionado con el partido laborista local y había sido acusado por el actual diputado de conspirar para arrebatarle el escaño en las próximas elecciones.

¿Cuándo cumplía Mishal Sufyan los dieciocho años? Aún le faltaban varias semanas. ¿Y dónde estaba su hermana, compañera de cuarto, compinche, sombra, eco y contrapunto? ¿Dónde estaba la carabina en potencia? No estaba. Pero prosigamos:

La noticia de Ciné-Blitz era que una nueva productora cinematográfica con sede en Londres, dirigida por el joven fenómeno de las finanzas Billy Battuta, cuyo interés por el cine era bien conocido, se había asociado con el famoso productor independiente indio Mr. S. S. Sisodia, con el fin de producir un vehículo para la vuelta a las pantallas del legendario Gibreel, acerca de quien se informaba, en exclusiva, que por segunda vez había escapado de las fauces de la muerte. «Es cierto que yo figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Najmuddin -manifestaba la estrella-. Sé que, cuando los investigadores descubrieron que con este nombre, que por cierto es el verdadero, yo protegía mi incógnito, ello causó gran dolor en mi país, por lo cual pido perdón sinceramente a mi público. Como pueden ver, Dios dispuso que yo perdiera aquel avión, y, puesto que yo deseaba desaparecer durante algún tiempo, omití desmentir la noticia de mi muerte y tomé un vuelo posterior. Fue una suerte; verdaderamente, un ángel debió velar por mí.» Pero, después de reflexionar, había comprendido que no tenía derecho a ocultar a su público de un modo tan poco deportivo y cruel la verdad de los hechos ni privarle de su presencia en la pantalla. «Por lo tanto, he aceptado con todo entusiasmo este proyecto.» La película sería teológica -¿y cómo no?-, pero diferente a las anteriores. La acción se desarrollaría en una imaginaria y fabulosa ciudad de arena y narraría el encuentro entre un profeta y un arcángel; también la tentación del profeta y su elección del camino de la pureza y no el de la claudicación. «Es una película que trata de la forma en que lo nuevo entra en el mundo», explicó Sisodia, el productor, a Ciné-Blitz. Pero ¿no podría considerarse una irreverencia, una profanación?… «De ninguna manera -respondió Billy Battuta-. La ficción es la ficción; los hechos son los hechos. No es nuestra intención hacer un bodrio como esa película El Mensaje, en la que cada vez que se oía hablar al profeta Muhammad (¡paz a su nombre!) sólo se veía la cabeza de su camello moviendo la boca. Eso, ustedes perdonen, no tenía clase. Nosotros hacemos una película de calidad y buen gusto. Un relato moral, como… ¿cómo los llaman ustedes…?, las fábulas.»

«Como un sueño», dijo Mr. Sisodia.

Cuando, aquella tarde, Anahita y Mishal Sufyan llevaron la noticia a la buhardilla, Chamcha tuvo el más violento de los accesos de furor que ellas habían presenciado, una cólera terrible que le hizo levantar la voz hasta una nota tan alta que se desgarraba, como si le hubieran crecido cuchillos en la garganta que hicieran trizas sus gritos; su aliento pestilente casi las hizo salir despedidas de la habitación, y con los brazos levantados y agitando sus patas de carnero, parecía, por fin, el diablo no sólo por el aspecto. «¡Embustero! -gritó al ausente Gibreel-. Traidor, desertor, escoria. ¿Que perdiste el avión? Entonces, ¿de quién era la cabeza que… en mis rodillas, con mis propias manos…? ¿Quién recibió caricias, habló de pesadillas y al fin cayó del cielo cantando?» «Calma, calma -suplicó Mishal, aterrorizada-. Tranquilo, o tendremos aquí a mi madre antes de un minuto.»

Saladittse serenó y volvió a ser una patética masa caprina completamente inofensiva. «No es verdad -gimió-. Lo que pasó nos pasó a los dos.»

«Pues claro -le consoló Anahita-. De todos modos, nadie se cree lo que cuentan esas revistas de cine. Imprimen cualquier cosa.»

Las hermanas salieron de la habitación andando de espaldas y conteniendo la respiración, y dejaron a Chamcha con su dolor, sin observar algo muy curioso. Pero no hay que reprochárselo: el berrinche de Chamcha hubiera distraído al más perspicaz. También hay que señalar, en justicia, que el cambio no lo notó ni el propio Saladin.

¿Qué sucedió? Esto: durante el breve pero violento arranque de Chamcha contra Gibreel, los cuernos de su cabeza (que por cierto habían crecido varios centímetros mientras languidecía en la buhardilla del Shaandaar D y D), de forma clara e inconfundible, se habían acortado unos dos centímetros.

Para ser exactos, debemos señalar que, en una región más baja de su transformado cuerpo -dentro de unas calzas prestadas (la delicadeza nos impide imprimir detalles explícitos)-, otra cosa, dejémoslo así, también se contrajo.

De todos modos, la información de la revista cinematográfica resultó excesivamente optimista y precipitada, por cuanto que, a los pocos días de su aparición, los periódicos locales daban la noticia del arresto de Billy Battuta en un bar japonés de Nueva York y de su acompañante femenina, Mildred Mamoulian, de profesión actriz y cuarenta años de edad. Al parecer, él se había dirigido a numerosas damas preeminentes, «dedicadas a actividades sociales», para pedirles «muy considerables» sumas de dinero que él decía necesitar para comprar su libertad a una secta de adoradores del diablo. Y es que de timador no te sales: sin duda Mimi Mamoulian habría calificado la operación de «hermoso dolo». Apuntando al corazón de la religiosidad americana, suplicando la salvación -«cuando se vende el alma, cuesta muy caro recuperarla»-, Billy había recaudado, alegaban los investigadores, «sumas de seis cifras». Hacia el final de los años ochenta, las congregaciones mundiales de fieles anhelaban el contacto directo con lo sobrenatural y Billy, al pretender haber conjurado poderes infernales (y, por consiguiente, precisar ser rescatado de ellos), ofrecía la mercancía más solicitada, especialmente dado que el diablo que él presentaba era democráticamente susceptible a los dictados del Todopoderoso Dólar. Lo que Billy ponía al alcance de las señoras de Nueva York a cambio de sus generosos cheques era la ratificación: sí, el diablo existe, yo lo he visto con mis propios ojos -¡Ay, Dios, qué horror!- y, si existía Lucifer, tenía que existir Gabriel; si se habían visto las llamas del infierno, entonces, en algún sitio, más allá del arco iris, tenía que resplandecer el Paraíso. Al parecer, Mimi Mamoulian había desempeñado un papel importante en el engaño, llorando y suplicando con todo su fervor. Los perdió el exceso de confianza, cuando fueron vistos en el bar Takesushi (carcajeándose y haciendo chistes con el chef) por una tal Mrs. Aileen Struwelpeter, que la tarde anterior había entregado un cheque de cinco mil dólares a la entonces atribulada y llorosa pareja. Mrs. Struwelpeter tenía influencia en el Departamento de Policía de Nueva York y, antes de que Mimi terminara su ensalada de marisco, ya estaban allí los azules. No se resistieron al arresto. En las fotos del periódico, Mimi llevaba un abrigo que Chamcha dedujo sería de visón de cuarenta mil dólares, y tenía en la cara una expresión que sólo admitía una lectura.

A hacer puñetas.

Durante algún tiempo, no volvió a hablarse de la película de Farishta.


* * *

Tal vez sí y tal vez no, a medida que la reclusión de Saladin Chamcha en el cuerpo de un demonio y la buhardilla del Shaandaar D y D se prolongaba durante semanas y meses, se hacía evidente que su condición iba de mal en peor. Sus cuernos (no obstante su única, momentánea e inadvertida disminución) se habían hecho más gruesos y más largos, enroscándose en artísticos arabescos, tocándolo con un turbante de asta cada vez más oscura. Tenía una barba cerrada y larga, incongruente en una persona cuya cara de luna siempre fue lampiña; pero ahora criaba más y más pelo en todo el cuerpo e, incluso, en la base de la espina dorsal le había salido una fina cola que se alargaba día tras día y que ya le impedía usar pantalones; ahora se metía el nuevo miembro dentro de holgadas calzas bombachas, requisadas por Anahita Sufyan del amplio surtido de su madre. Se imaginará fácilmente el sufrimiento que le causaba su continua metamorfosis en una especie de djinn embotellado. Incluso el apetito se le alteraba. Saladin siempre fue muy exigente con la comida, y ahora advertía con horror que su paladar se hacía más y más tosco, de manera que todos los alimentos tenían casi el mismo sabor y, en cuanto se descuidaba, empezaba a mordisquear las sábanas o el periódico. Cuando se daba cuenta, se sobresaltaba, abochornado por esta nueva prueba de su alejamiento de la condición humana y su degeneración en -sí- lo cabruno. Y, para colmo, necesitaba cada vez mayor cantidad de elixir bucal para mantener el aliento dentro de unos límites aceptables. Realmente intolerable.

Su presencia en la casa era una espina clavada en el costado de Hind, en quien al dolor por el alquiler que dejaba de ingresar se sumaban residuos de su terror inicial, aunque es cierto que el proceso de la habituación había obrado en ella su hechizo, induciéndola a considerar el estado de Saladin como una especie de enfermedad de Hombre Elefante, algo que repele pero que no da miedo. «Que no se ponga en mi camino y yo no me pondré en el suyo -dijo a sus hijas-. Y vosotras, que vais a ser la causa de mi desesperación, ¿por qué pasáis el tiempo ahí metidas con una persona enferma mientras os vuela la juventud? Yo no sé, pero en esta Vilayet parece que todo aquello que yo creía es mentira, como la idea de que las muchachas tienen que ayudar a su madre, pensar en el matrimonio, aplicarse en sus estudios y no sentarse por ahí con machos cabríos a los que nosotros solemos degollar en Big Eid.»

Su marido, no obstante, seguía mostrándose solícito, incluso después del extraño incidente que ocurrió cuando él subió a la buhardilla y sugirió a Saladin que quizá las niñas no estuvieran descaminadas, quizá la, cómo decirlo, la posesión de su cuerpo podría terminar por la intercesión de un mullah. Al oír mencionar al sacerdote, Chamcha se levantó sobre los pies, alzando los brazos sobre la cabeza y, por alguna causa, la habitación se llenó de un humo sulfuroso, y un trompeteo temblón, agudo y desgarrador perforó el tímpano de Sufyan como una lanza. El humo se desvaneció relativamente de prisa, porque Chamcha abrió una ventana y lo ahuyentó, al tiempo que pedía disculpas a Sufyan, violento y sofocado. «Realmente, no sé lo que me pasó, pero hay momentos en los que temo estar convirtiéndome en algo, algo realmente malo.»

Sufyan, alma compasiva, se acercó a Chamcha, que estaba sentado con las manos en los cuernos, le dio palmadas en el hombro y trató de animarlo. «La cuestión de la mutabilidad de la esencia del ser ha sido objeto de profundo debate – dijo con azoramiento-. Por ejemplo, el gran Lucrecio, en De rerum natura nos dice: quodcumque suis mutatum finibus exit, continuo hoc mors est illius quod fuit ante. Que, traducido, y disculpe la torpeza, quiere decir: "Aquello que, por la mutación, sale de su demarcación", que se sale de madre, vaya (o, quizá, que traspasa sus límites), que, por así decirlo, desobedece sus propias leyes, aunque es una traducción excesivamente libre, yo pienso… "esa cosa", de todos modos, dice Lucrecio "con ello produce la muerte inmediata de su ser anterior". Ahora bien -y el ex maestro de escuela levantó el dedo-, el poeta Ovidio, en las Metamorfosis, sustenta una opinión diametralmente opuesta. Él afirma: "Como la cera dúctil", o sea, caliente, de la que se usa para sellar un documento o cosa así, "puede ser marcada con nuevos cuños. Y cambia de forma y no parece la misma. Y no obstante es la misma, así también nuestra alma" (¿oye usted esto, señor mío? ¡Nuestro espíritu! ¡Nuestra esencia inmortal!) "sigue siendo siempre la misma, pero adopta en sus migraciones formas siempre cambiantes".»

Sufyan descansaba el cuerpo ora en un pie, ora en el otro, enardecido por el encanto de las viejas palabras. «Para mí no hay más que Ovidio y Lucrecio -declaró-. Su alma, mi pobre señor, es la misma. Es sólo que, en su migración, ha adoptado esta forma diferente.»

«Flaco consuelo. -Chamcha consiguió imprimir a sus palabras un vestigio de su vieja causticidad-. O bien acepto a Lucrecio y saco la conclusión de que en lo más hondo de mí se opera una mutación demoníaca e irreversible, o me quedo con Ovidio y concedo que todo lo que ahora emerge de mí no es sino una manifestación de lo que ya había antes.»

«He expuesto torpemente mi argumento -se disculpó Sufyan tristemente-. Yo sólo quería consolarle.»

«¿Qué consuelo puede haber para un hombre cuyo viejo amigo y salvador es también el amante de su esposa -respondió Chamcha con amarga retórica, mientras su ironía se aplastaba bajo el peso de su dolor-, con lo que favorece, como sus viejos libros confirmarán sin duda, el desarrollo de los cuernos?»


* * *

Jumpy Joshi, el viejo amigo, era incapaz de olvidar ni durante un momento de sus horas de vigilia que, por primera vez desde que tenía uso de razón, le faltaba la fuerza de voluntad para acomodar su forma de vida a sus normas de moral. En el centro deportivo en el que enseñaba técnicas de artes marciales a un número creciente de alumnos, haciendo hincapié en el aspecto espiritual de las disciplinas, con gran regocijo del alumnado («Ah, sí, mi pequeño saltamontes -se burlaba Mishal Sufyan, su alumna estrella-, cuando honolable celdo fascista salta soble ti en osculo callejón, enséñale doctlina de Buda antes de pateal honolables huevos»), empezó a manifestar tan apasionada intensidad que los alumnos, comprendiendo que ello expresaba cierta angustia interior, se alarmaron. Cuando Mishal le interrogó al final de una sesión que los había dejado a los dos magullados y jadeantes, durante la cual maestro y alumna aventajada se habían lanzado uno contra otro como enamorados anhelantes, él, con insólita falta de franqueza, respondió a sus preguntas con evasivas. «Mira tú quién habla -dijo él-. La paja y la viga.» Estaban al lado de las máquinas automáticas de bebidas. Ella se encogió de hombros. «Está bien -dijo-. Confieso, pero guárdame el secreto.» Él alargó el brazo hacia su Coke. «¿Qué secreto?» El inocente de Jumpy. Mishal le susurró al oído: «Tengo un amante y es tu amigo Mister Hanif Johnson, abogado.»

Él se escandalizó y esto la irritó. «Anda ya. Que no tengo quince años.» Él respondió débilmente: «Si tu madre llegara…», y nuevamente ella se impacientó: «Si quieres que te diga la verdad, la que me preocupa es Anahita, que siempre quiere hacer todo lo que yo hago. Y ella, por cierto, sí que tiene quince años.» Jumpy observó que había volcado su vaso de papel y tenía Coke en las zapatillas. «Ahora te toca a ti -insistió Mishal -. Yo lo he reconocido. Ahora, tú.» Pero Jumpy no podía; todavía sacudía la cabeza por lo de Hanif. «Esto sería su ruina», dijo. Esto fue la guinda. Mishal levantó la barbilla. «Ya te entiendo -dijo-. Soy muy poca cosa para él, ¿verdad? -y, por encima del hombro, mientras se alejaba-: Dime, Saltamontes: ¿los hombres santos no folian?»

No tan santo. Él no tenía más madera de santo que el David Carradine de Kung Fu: Jumpy era como el Saltamontes. Todos los días se agotaba tratando de mantenerse alejado del caserón de Notting Hill, y todas las noches terminaba delante de la puerta de Pamela, con el pulgar en la boca, mordiéndose las pieles, ahuyentando al perro y sus propios remordimientos y entrando directamente en el dormitorio. Y allí se arrojaban el uno sobre el otro, buscando con la boca el sitio por el que habían optado, o aprendido, a empezar: los labios de él, en los pezones de ella y los de ella, en el otro pulgar de más abajo de él.

Ella había llegado a adorar esta impaciencia, porque era seguida por una paciencia como no había conocido en su vida, la paciencia del hombre que nunca ha sido «atractivo» y, por lo tanto, agradece todo lo que se le ofrece, o así lo creía ella al principio; pero luego aprendió a valorar la consideración y atención que él dedicaba a las tensiones internas de ella, porque comprendía la dificultad que su cuerpo fino, huesudo, de pechos pequeños, tenía para descubrir un ritmo, acompasarse y, finalmente, rendirse a él: su sentido del tiempo. Ella le quería también por su abnegación; amaba en él, aunque comprendía que no era una buena razón, la prontitud con que él vencía sus escrúpulos para estar con ella; amaba en él el deseo que había arrollado todos sus imperativos anteriores. Lo amaba sin querer ver, en este amor, el principio del fin.

Hacia el final del acto del amor, ella se agitaba: «¡Youu! -gritaba, con toda la aristocracia de su acento concentrada en las sílabas incoherentes de su abandono-. ¡Buaa! ¡Jai! Hah.»

Todavía bebía copiosamente, bourbon escocés, y una franja roja le atravesaba la cara. Bajo el efecto del alcohol, su ojo derecho se reducía a la mitad del tamaño del izquierdo, y él advirtió con horror que empezaba a repugnarle. Pero no se podía hablar de su afición a la bebida: la única vez que lo intentó, él se encontró en la calle, con los zapatos en la mano derecha y el abrigo sobre el brazo izquierdo. Después de aquello él volvió: y ella le abrió la puerta, y subió directamente al dormitorio, como si nada hubiera ocurrido. Los tabúes de Pamela: chistes sobre su ascendencia, mención de las «víctimas» de la botella de whisky y toda insinuación de que su difunto esposo, el actor Saladin Chamcha, estaba con vida y habitaba al otro lado de la ciudad en una casa de huéspedes, bajo la forma de una bestia sobrenatural.

Ahora, Jumpy -que en un principio la atosigaba con el tema de Saladin, diciendo que lo que ella tenía que hacer era divorciarse, que aquella pretensión de viudez era intolerable: ¿y los bienes de él, su derecho a una parte de la propiedad y demás? Ella no querría dejarlo en la miseria, ¿verdad?-, ahora, Jumpy ya no le reprochaba su conducta poco razonable. «Yo tengo confirmación de su muerte -le dijo ella la única vez que se avino a decir algo sobre el tema-. ¿Y qué tienes tú? Un macho cabrío, un fenómeno de circo, eso no tiene nada que ver conmigo.» Y también esto, al igual que la bebida, empezaba a distanciarlos. Las clases de artes marciales de Jumpy se hacían más vehementes a medida que estos problemas se agigantaban en su espíritu.

Paradójicamente, mientras Pamela se negaba rotundamente a afrontar los hechos relacionados con su marido ausente, se vio involucrada, a causa de sus actividades en el comité de relaciones de la comunidad del barrio, en la investigación de presuntos casos de brujería entre los agentes de policía de la comisaría del distrito. De vez en cuando se hablaba de ciertas «irregularidades» en determinadas comisarías -Notting Hill, Kentish Town, Islington-, pero ¿brujería? Jumpy se mostraba escéptico. «Tu problema -le dijo Pamela con su voz más altiva y displicente- es que todavía tienes la idea de que la normalidad es lo normal. Dios mío, mira lo que pasa en este país. Un puñado de policías pirados que se quitan la ropa y beben orina en los cascos no es algo insólito. Si quieres, puedes llamarlo francmasonería de la clase trabajadora. Todos los días vienen a verme negros locos de miedo hablando que si el obeah, que si la tripa del pollo, qué sé yo. Los muy cerdos disfrutan con esto: asustan a los pobres diablos con sus propios abracadabras y, al mismo tiempo, pasan una noche movidita. ¿Que no? ¡Despierta ya, puñeta!» Al parecer, la persecución de brujas era cosa de familia: de Matthew Hopkins a Pamela Lovelace. En la voz de Pamela, cuando hablaba en las reuniones públicas, en la radio e, incluso, en los programas regionales de la televisión, vibraba todo el celo y autoridad del viejo Cazabrujas General, y sólo gracias a su voz de Gloriana siglo veinte su campaña no se extinguió instantáneamente entre el regocijo general. Se necesita escoba para barrer a las brujas. Se hablaba de una investigación oficial. Pero lo que indignaba a Jumpy era la negativa de Pamela a relacionar sus argumentos acerca de los policías ocultistas con el caso de su propio marido: porque, al fin y al cabo, la transformación de Saladin Chamcha tenía que ver precisamente con la idea de que la normalidad ya no estaba compuesta (si alguna vez lo estuvo) por triviales elementos «normales». «No tiene nada que ver», dijo ella categóricamente cuando él apuntó la posibilidad; autoritaria como el juez de la horca, pensó él.


* * *

Después de que Mishal Sufyan le revelara sus ilegales relaciones sexuales con Hanif Johnson, Jumpy, camino de casa de Pamela Chamcha, tuvo que sofocar varios pensamientos fanáticos, tales como de no ser hijo de padre blanco, él no habría hecho eso; Hanif, pensaba con rabia, aquel imbécil que, probablemente, se hacía muescas en el pito para llevar la cuenta de las conquistas, aquel Johnson que aspiraba a representar a su gente y que no podía esperar a que fueran mayores de edad para empezar a joderlos…, ¿no se daba cuenta de que Mishal, a pesar de aquel cuerpo omnisciente era sólo, sólo, ¿una niña? -No; no era una niña-. Pues maldito sea, maldito sea (y aquí Jumpy se escandalizó a sí mismo) por haber sido el primero.

Jumpy, en route hacia la casa de su amante, trataba de convencerse a sí mismo de que su resentimiento hacia Hanif, su amigo Hanif, era, esencialmente -¿cómo expresarlo?- lingüístico. Hanif dominaba a la perfección los lenguajes que importaban: sociológico, socialista, negro radical, anti-anti-antirracista, demagógico, retórico y sermónico: los léxicos del poder. Pero tú, imbécil, tú revuelves en mis cajones y te ríes de mis estúpidas poesías. El verdadero problema del lenguaje, cómo doblegarlo y moldearlo, cómo hacer de él nuestra libertad, cómo reconquistar sus pozos envenenados, cómo dominar el río de palabras de tiempo de sangre: de todo esto no tienes ni idea. Cuán dura la lucha, cuán inevitable la derrota. A mí nadie va a elegirme para nada. Ni base de poder, ni distrito electoral, sólo la batalla con las palabras. Pero él, Jumpy, también tenía que reconocer que su envidia de Hanif se basaba también en el mayor dominio del lenguaje del deseo que poseía el otro. Mishal Sufyan era algo serio, una belleza alargada y tubular, pero él, aunque se le hubiera ocurrido, nunca habría sabido cómo, nunca se habría atrevido. El lenguaje es valor: es la habilidad para concebir un pensamiento, decirlo y, diciéndolo, hacerlo realidad.

Cuando Pamela Chamcha le abrió la puerta, él descubrió que el pelo se le había vuelto blanco durante la noche y que su reacción a esta inexplicable calamidad fue afeitarse la cabeza y esconderla en un absurdo turbante color burdeos que no quería quitarse.

«Ocurrió sin más -dijo-. No hay que descartar la posibilidad de que me hayan embrujado.»

Él no lo admitía. «Ni hay que descartar tampoco la idea de que sea una reacción, aunque retardada, a la noticia de la vuelta de tu marido, aunque en estado alterado.»

Ella se volvió a mirarle, a medio tramo de la escalera del dormitorio, y, teatralmente, señaló la puerta de la sala, que estaba abierta. «En tal caso -dijo, triunfal-, ¿por qué al perro le ha ocurrido lo mismo?»


* * *

Aquella noche, él tal vez le hubiera dicho que quería romper, que su conciencia ya no le permitía seguir -tal vez hubiera estado dispuesto a arrostrar su furor y asumir la paradoja de que una decisión pudiera ser a un tiempo lícita e inmoral (por cruel, unilateral y egoísta)-; pero cuando él entró en el dormitorio, ella le tomó la cara entre las manos y, observándole ávidamente para ver cómo recibía la noticia, le confesó que le había mentido en lo de que tomaba precauciones. Estaba embarazada. O sea que resultaba que ella era mucho más hábil que él en tomar decisiones unilaterales y, sencillamente, se había servido de él para tener el hijo que Saladin Chamcha no pudo darle. «Yo lo deseo -gritó, en tono de desafío y a bocajarro-. Y lo tendré.»

El egoísmo de ella, al anticiparse, frustró el de él. Entonces descubrió que se sentía aliviado: absuelto de la responsabilidad de tomar decisiones morales y ponerlas en práctica -porque, ¿cómo iba a dejarla ahora?-, y ahuyentó estos pensamientos y dejó que ella, suavemente pero con inconfundible empeño, lo empujara hacia la cama.


* * *

Tanto si Saladin Chamcha, en su lenta metamorfosis, estaba convirtiéndose en una especie de mutante de ciencia-ficción o vídeo de horror, una criatura fruto del azar que en breve sería eliminada por la selección natural, como si estaba evolucionando en avatar del Señor del Infierno, o lo que fuera, lo cierto es (y en esta cuestión bien estará proceder con cautela, pasando de hecho demostrado a hecho demostrado, sin sacar conclusiones precipitadas hasta que nuestro camino de baldosas amarillas de las cosas incontrovertibles nos haya dejado a cuatro dedos de nuestro punto de destino), el caso es, decía, que las dos hijas de Haji Sufyan le habían tomado bajo su tutela, cuidando de la Bestia como sólo las Bellas pueden; y que, a medida que pasaban los días, él llegó a quererlas de verdad. Durante mucho tiempo, Mishal y Anahita se le antojaron inseparables, la mano y su sombra, la soga y el caldero, Anahita, la pequeña, siempre detrás de su espigada y vivaz hermana, practicando patadas de karate y golpes de antebrazo de Wing Chun con halagador afán de emulación de la intrépida Mishal. Pero últimamente, él había advertido entre las dos hermanas una hostilidad que le entristecía. Una noche, desde la ventana de la buhardilla, Mishal señalaba algunos de los personajes habituales de la calle, el anciano sikh, al que un ataque racial había dejado mudo de la impresión; se decía que no había vuelto a hablar desde hacía siete años, antes de los cuales era uno de los pocos jueces de paz «negros» de la ciudad…, pero ya no pronunciaba sentencias, y a todas partes le acompañaba una esposa gruñona que le trataba con despectiva exasperación: Oh, no se apuren por él, porque nunca dice ni mu; y ahí viene el «contable» (definición de Mishal) con su aspecto vulgar, que vuelve a casa con su cartera y una caja de caramelos; de éste se decía en la calle que había desarrollado la extraña necesidad de cambiar de sitio los muebles de la sala durante media hora cada noche, colocando las sillas en fila, de dos en dos, con un pasillo central y fingiéndose el conductor de un autobús de un solo piso camino de Bangladesh, fantasía obsesiva en la que toda su familia tenía que tomar parte, y, al cabo de media hora justa, se le pasa, y durante el resto del día es el tipo más aburrido que puedas imaginar; y, al cabo de unos momentos de esta charla, Anahita, la quinceañera, interrumpió malévolamente: «Lo que quiere decir es que tú no eres la única víctima, que por aquí abundan los tipos raros, que no hay más que mirar alrededor.»

Mishal había adquirido la costumbre de hablar de la Calle como si fuera un campo de batalla mitológico y ella, en lo alto, en la ventana de la buhardilla de Chamcha, el ángel narrador y, también, exterminador. Por ella supo Chamcha las fábulas de los nuevos kurus y pandavas, los racistas blancos y las brigadas de «ayuda propia» o vigilantes que protagonizaban este moderno Mahabharata o, para ser exactos, Mahavilayet. Allá arriba, debajo del puente del ferrocarril, el Frente Nacional solía batallar con los intrépidos radicales del Partido Socialista Obrero, «todos los domingos, desde la hora del cierre hasta la de apertura -rió con desdén-, y luego nosotros, toda la puta semana, arreglando el estropicio». En ese callejón fue donde la policía cazó a los Tres de Brickhall y luego les colgó el muerto; por esa bocacalle se llega al escenario del asesinato del jamaicano Ulysses E. Lee, y en ese bar la mancha de la alfombra señala el sitio en el que Jatinder Singh Mehta la espichó. «El thatcherismo deja sentir sus efectos», declamó, mientras Chamcha, que ya no tenía voluntad ni palabras para discutir con ella, de hablar de justicia y del derecho de gentes, observaba el creciente furor de Anahita. «Ahora ya no hay grandes batallas -sentenció Mishal-. Ahora se practica la operación, en pequeña escala y el culto al individuo, ¿no? En otras palabras, cinco o seis canallas blancos que nos asesinan, uno a uno.» Aquellas noches, las patrullas de vigilantes rondaban la Calle, buscando brega. «Es nuestro campo -dijo Mishal Sufyan de aquella calle, en la que no se veía ni una brizna de hierba-. Que vengan a quitárnosla si pueden.»

«¡Mírala! -estalló Anahita-. Ella, tan señorita, ¿verdad? Tan fina. Imagina lo que diría mamá si lo supiera.» «¿Si supiera el qué, serp…?» Pero Anahita no se amilanaba: «Oh, sí – gritó-. Lo sabemos todo, no creas que no. Que la señorita va a los shows de beat bhangra del domingo por la mañana y se viste de trasto cutre en el lavabo de señoras, y con quién se contonea y con quién se enrolla en la discoteca Cera Caliente; se ha creído que estoy en las nubes, que no sé lo de aquel baile de blues al que se fue con el señor Ya-sabes-quién Mamón-Fantasma…, bonita hermana. -Y, de colofón, la apoteosis-: Ésa acabará muriendo de comosellame ignorancia.» Se refería, como Chamcha y Mishal comprendieron inmediatamente -los anuncios del cine en los que unas lápidas funerarias expresionistas surgían de la tierra y el mar habían hecho calar el mensaje-, al Sida.

Mishal se echó sobre su hermana y le tiró del pelo. Anahita, a pesar del dolor, aún pudo lanzar otra pulla: «Por lo menos, yo no llevo la cabeza como un acerico; se necesita estar pirado para prendarse de eso», y las dos hermanas se fueron, dejando a Chamcha desconcertado ante la súbita y total aceptación por Anahita de la ética de la feminidad propugnada por su madre. Se avecinan complicaciones, se dijo. Y las complicaciones llegaron sin tardar.


* * *

Con más y más frecuencia, cuando estaba solo, Chamcha se sentía caer en un embotamiento que llegaba a hacerle perder el conocimiento, como el muñeco al que se le acaba la cuerda, y en aquellas ausencias, que siempre finalizaban inmediatamente antes de la llegada de alguna visita, su cuerpo emitía ruidos alarmantes, aullidos de infernales wahwah pedals, el crepitar snaredrum de huesos satánicos. Mientras tanto, él, poco a poco, crecía. Y, en la misma medida, crecían también los rumores de su presencia; no puedes tener a un demonio encerrado en la buhardilla e imaginar que vas a poder guardarlo siempre para ti solo.

Cómo trascendió la noticia (porque los que estaban en el secreto no despegaban los labios: los Sufyan, porque temían perder la clientela; los provisionales, porque su sentimiento de evanescencia les incapacitaba, momentáneamente, para la acción; y, todos, porque temían la llegada de la policía, que no desperdiciaba oportunidad de entrar en un establecimiento como aquél, tropezar accidentalmente con unos cuantos muebles y pisar sin querer varios brazos piernas cuellos): Chamcha empezó a aparecerse en sueños a los vecinos. A los mullahs de la Jamme Masjid, que antes fuera la sinagoga Maczikel HaDath que, a su vez, había sustituido a la iglesia calvinista de los hugonotes; y al doctor Uhuru, el hombre-montaña africano del sombrero de botones y poncho rojo-amarillo-negro que encabezara la eficaz protesta contra El Show de los Aliens y al que Mishal Sufyan aborrecía más que a ningún otro negro del mundo por su manía de pegar en la boca a las mujeres decididas, a ella misma, por ejemplo, en público, en una reunión, con muchos testigos, pero eso no detuvo al doctor; es un imbécil dijo un día a Chamcha señalándolo desde la ventana de la buhardilla, capaz de cualquier barbaridad; hubiera podido matarme, y todo porque dije a la gente que él no era africano, que lo conocía de cuando era Sylvester Roberts a secas, de New Cross; un médico brujo de mierda, si quieres que te diga lo que pienso; y la propia Mishal, y Jumpy, y Hanif, y el Conductor del Autobús, todos soñaban con él, le veían alzarse en la Calle como el Apocalipsis y quemar la ciudad como una tostada. Y en cada uno de los mil y un sueños, él, Saladin Chamcha, agigantado y tocado de cornamenta, cantaba, con una voz tan diabólicamente horrible y gutural que se hacía imposible identificar los versos, a pesar de que los sueños resultaron tener la terrorífica propiedad de ser seriados: cada uno continuaba donde había quedado la noche antes, y así sucesivamente, noche tras noche, hasta que incluso el Hombre Silencioso -el antiguo juez de paz que no había hablado desde la noche en que, en un restaurante indio, un joven borracho le puso un cuchillo debajo de la nariz, amenazó con cortarle y luego cometió el mucho peor delito de escupir en su comida-, hasta que este pacífico caballero asombró a su esposa al sentarse en la cama, tender el cuello hacia delante, como una paloma, golpearse las muñecas junto a la oreja izquierda y cantar con voz estentórea una canción tan extraña, acompañada de tanta electricidad estática, que la mujer no pudo entender ni una palabra.

Muy pronto, porque ya nada tarda mucho tiempo, la imagen del demonio de los sueños empezó a cundir y se hizo popular, eso sí, únicamente entre la que Hal Valance llamara condición pigmentada. Mientras los no pigmentados neogeorgianos soñaban con un enemigo sulfuroso que aplastaba bajo su humeante pezuña sus perfectamente restauradas viviendas, los nocturnales morenos-y-negros aclamaban en sueños a este casi-negro-como-no-podía-ser-menos, quizás un poquito atropellado por el destino clase raza historia y demás, pero que alzaba el culo del asiento para repartir un poco de leña.

Al principio, estos sueños eran cosas de la intimidad de cada cual, pero muy pronto empezaron a invadir las horas de vigilia, cuando los detallistas y fabricantes asiáticos de botones camisetas carteles comprendieron la fuerza del sueño, y de la noche a la mañana aquella imagen apareció en todas partes, en el pecho de las jovencitas y en los escaparates con tela metálica a prueba de ladrillo: desafío y advertencia. Simpatía para el Diablo: vieja canción que vuelve. Los chiquillos de la Calle se ponían cuernos de goma en la cabeza, como años atrás, cuando preferían imitar a los extraterrestres, llevaban bolas rosa y verde bailando al extremo de enhiestos alambres. El símbolo del Macho Cabrío, con el puño levantado en ademán de fuerza, empezó a aparecer en pancartas en las manifestaciones políticas, Salvemos a los Seis, Libertad para los Cuatro, Fuera los Cincuenta y Siete de Heinz. Celebro conocerte, cantaban las radios, a ver si adivinas quién soy yo. Los oficiales de policía encargados de las relaciones con las comunidades informaban del «creciente culto al diablo observado entre jóvenes negros y asiáticos» calificándolo de «deplorable tendencia», y utilizaban este «resurgimiento satanista» para combatir los alegatos de Mrs. Pamela Chamcha y del comité local de relaciones con las comunidades: «¿Quiénes son ahora las brujas?» «Chamcha -dijo Mishal, entusiasmada-, eres un héroe. Me refiero a que la gente se identifica realmente contigo. Es una imagen que la sociedad blanca ha rechazado durante tanto tiempo, que nosotros podemos adoptarla, ¿comprendes?, asumirla, reclamarla, apropiárnosla. Ya es hora de que empieces a pensar en pasar a la acción.»

«Vete de aquí -gritó Saladin, perplejo-. Esto no es lo que yo quería. Esto no es lo que yo pretendía, en absoluto.»

«Pues, de todos modos, con lo que estás creciendo, pronto no vas a caber en esta buhardilla», replicó Mishal, ofendida.

Indudablemente, las cosas se acercaban al punto crítico.


* * *

«Anoche rajaron a otra ancianita -anunció Hanif Johnson, imitando el acento de los negros de Trinidad con su estilo peculiar-. Una meno a cobrá la seguridá sosial.» Anahita Sufyan, de guardia detrás del mostrador del Shaandaar Café, metía ruido con los platos y las tazas. «No entiendo por qué haces eso -se lamentó-. Me pone mala.» Hanif, sin hacerle caso, se sentó al lado de Jumpy, que murmuró distraído: «¿Qué se dice por ahí?» Su próxima paternidad le agobiaba, y Hanif le dio una palmada en la espalda. «La poesía anda de capa caída, hermano -se compadeció-. Es como si el río de sangre se hubiera coagulado.» Una mirada de Jumpy le hizo cambiar de tono. «Se dice lo que se dice -respondió-. Se busca a individuos de color que circulan en coche. Ahora bien, si la víctima fuera blanca, dirían: "No hay motivos para sospechar móvil racial." Yo te aseguro -prosiguió, abandonando el acento- que, a veces, la magnitud de la agresividad que bulle bajo la piel de esta ciudad me asusta. Y no me refiero únicamente al maldito destripa-abuelas. Es algo que está en todas partes. Tropiezas sin querer con el periódico de un tío en el tren, en hora punta, y te expones a que te rompa la cara. Y es que todo el mundo está que muerde. Y también va por ti, compañero», terminó, al observar la expresión de su amigo. Jumpy se puso en pie, se excusó y salió sin una explicación. Hanif abrió los brazos y miró a Anahita con su sonrisa más encantadora: «¿Qué le he hecho yo?»

Anahita sonrió a su vez con dulzura: «¿Nunca se te ha ocurrido pensar, Hanif, que a lo mejor la gente no te traga?» Cuando se supo que el Destrípador de Abuelas había vuelto a actuar, empezaron a oírse con frecuencia creciente las sugerencias de que el esclarecimiento de los espantosos asesinatos de ancianas por un «ser diabólico» -que invariablemente dejaba las vísceras de sus víctimas bien colocadas alrededor del cuerpo: un pulmón en cada oreja y el corazón, por razones obvias, en la boca- podía depender de que se investigara el ocultismo practicado por los negros de la ciudad, que tantos motivos de preocupación daba a las autoridades. Las detenciones e interrogatorios de «morenos» se intensificaron, al igual que la frecuencia de las redadas a los establecimientos «sospechosos de albergar células ocultistas clandestinas». Lo que ocurría, aunque nadie lo reconocía ni, al principio, comprendía, era que todos, negros indios blancos, habían empezado a ver en la figura del sueño a un ser real, un ente que había cruzado la frontera, eludiendo los controles normales, y ahora andaba suelto por la ciudad. Inmigrante ilegal, rey del hampa, criminal degenerado o héroe racial, Saladin Chamcha empezaba a ser verdad. Los rumores-circulaban en todas direcciones: un fisioterapeuta vendió a los dominicales un cuento acerca de un perro de lanas, nadie lo creyó, pero cuando el río suena, agua lleva, decía la gente; la situación se hacía más y más precaria y no tardaría en llegar el día en que la redada del Shaandaar Café descubriera todo el asunto. Intervinieron los sacerdotes, agregando otro elemento volátil -la relación entre el término negro y el pecado de blasfemia- a la mezcla. En su buhardilla, lentamente, Saladin Chamcha crecía.


* * *

Entre Lucrecio y Ovidio, Chamcha prefirió al primero. El alma inconstante, la mutabilidad de todas las cosas, das Ich, la última partícula. El ser, en su paso por la vida, puede convertirse en algo distinto de sí mismo, otro, separado, cercenado de su historia. A veces, pensaba en Zeeny Vakil, en aquel otro planeta, Bombay, en el confín más remoto de la galaxia: Zeeny, eclecticismo, hibridez. ¡El optimismo de aquellas ideas! ¡La certidumbre en la que se asentaban: libre albedrío, de posibilidad de elección! Pero, Zeeny mía, la vida es algo que, sencillamente, te ocurre: como un accidente. No: te ocurre como resultado de tu condición. Elección, no, sino -en el mejor de los casos- proceso y, en el peor, horror, el cambio total. Lo nuevo: él buscaba otra cosa y esto era lo que había conseguido.

Rencor, también, y odio, sentimientos ruines. Pues bien, él entraría en su nuevo yo: él sería aquello en lo que se había convertido: soez, fétido, repelente, descomunal, inhumano, poderoso. Le parecía que extendiendo el dedo meñique podía derribar los campanarios de las iglesias, merced a aquella fuerza que crecía en él, la cólera, la cólera, la cólera. Poderes.

Buscaba alguien a quien echar la culpa. También él soñaba y, en sus sueños, una forma, una cara, se acercaba flotando, todavía fantasmagórica, difusa, pero un día, muy pronto, podría llamarla por su nombre.

Yo soy, admitió, lo que soy. Sumisión.


* * *

Su vida de reclusión en el Shaandaar D y D terminó bruscamente la noche en que Hanif Johnson entró gritando que habían arrestado a Uhuru Simba por los asesinatos de las ancianas, y corría el rumor de que también le acusarían de la magia negra, que él sería el cabeza de turco sacerdote vudú baron samedi y ya empezaban las represalias: palizas, atentados contra la propiedad, lo de siempre. «Cerrad las puertas -dijo Hanif a Sufyan y Hind-. Va a ser una mala noche.» Hanif se había plantado en el centro del café, confiando en el efecto que causaría la noticia, por lo que cuando Hind se acercó y le abofeteó con todas sus fuerzas, el golpe le pilló tan desprevenido que se desmayó, más de la sorpresa que del dolor. Fue reanimado por Jumpy, que le echó un vaso de agua, como había aprendido de las películas, pero para entonces Hind ya estaba arriba, arrojando su material de oficina a la calle: las cintas de máquina y las cintas rojas utilizadas para atar documentos legales trazaban festivos arabescos en el aire. Anahita Sufyan, acuciada por la diabólica punzada de los celos, había delatado a Hind las relaciones de Mishal con el joven abogado y político en ciernes, y ya nada pudo detener a Hind, todos sus años de humillación se desbordaron; por si fuera poco estar atrapada en este país lleno de judíos y extranjeros que la equiparaban a los negros, por si fuera poco que su marido fuera un hombre débil que hacía la peregrinación pero no se preocupaba del decoro de su propio hogar, ahora, esto: fue en busca de Mishal con un cuchillo de cocina y su hija respondió con una serie de patadas y golpes, solo defensa propia, ya que de lo contrario habría sido matricidio. Hanif recobró el conocimiento y vio que Haji Sufyan lo miraba trazando con las manos pequeños círculos de impotencia a cada lado del cuerpo y llorando abiertamente, incapaz de hallar consuelo en la erudición, porque mientras para la mayoría de los musulmanes el viaje a La Meca es la mayor bendición, para él resultó el comienzo de una maldición. «Márchate -dijo-. Hanif, amigo, márchate», pero Hanif no estaba dispuesto a irse sin soltar lo que llevaba dentro, demasiado tiempo he callado, gritó, vosotros, con toda vuestra moralidad, no dudáis en enriqueceros explotando a los de vuestra propia raza, y entonces se descubrió que Haji Sufyan no sabía los precios que cobraba su esposa, que no se los decía y que se había asegurado el silencio de sus hijas con terribles juramentos, porque sospechaba que, si él llegaba a enterarse, encontraría la manera de devolver el dinero y la familia seguiría pudriéndose en la pobreza; y, después de aquello, él, el espíritu jovial del Shaandaar Café, perdió la ilusión de vivir. Entró Mishal en el café; oh, la vergüenza de la intimidad familiar, expuesta como un melodrama barato ante la mirada de los clientes -aunque, en realidad, la última bebedora de té ya se alejaba tan de prisa como sus viejas piernas se lo permitían-. Mishal traía maletas. «Yo también me marcho -anunció-. Probad de detenerme. Sólo faltan once días.»

Cuando Hind vio a su hija mayor a punto de salir de su vida para siempre, comprendió el precio que hay que pagar por dar asilo bajo el propio techo al Príncipe de las Tinieblas. Suplicó a su esposo que fuera sensato, que comprendiera que su bondad y su generosidad los habían arrojado a todos al infierno, y que si echaban de la casa a aquel diablo de Chamcha, tal vez pudieran volver a ser la familia feliz y trabajadora de antaño. Pero apenas acabó de hablar, la parte alta de la casa empezó a crujir y estremecerse y se oyó el ruido de algo que bajaba la escalera gruñendo y -por lo menos, eso parecía- cantando, con una voz tan ronca que era imposible entender la letra.

Al fin fue Mishal quien subió a su encuentro, Mishal, de la mano de Hanif Johnson, mientras Anahita, la traidora, miraba desde el pie de la escalera. Chamcha había crecido hasta alcanzar los dos metros y medio de estatura, y de sus fosas nasales salía humo de dos colores, amarillo de la izquierda y negro de la derecha. Ya no usaba ropa. Le cubría el cuerpo un pelo espeso y largo, la cola se agitaba airadamente y sus ojos tenían un tono rojizo pálido y luminoso. Tenía aterrorizada hasta la incoherencia a toda la población provisional del establecimiento de dormir y desayuno. Mishal, no obstante, no estaba tan asustada como para no poder hablar. «¿Adónde quieres ir? -le preguntó-. ¿Imaginas que durarías más de cinco minutos ahí fuera, con ese aspecto?» Chamcha se detuvo, se miró, observó la considerable erección que emergía de su vientre y se encogió de hombros. «Estoy contemplando entrar en acción», le respondió, utilizando la frase de ella, aunque, dicha con aquella voz de lava y trueno, ya no parecía propia de Mishal. «Quiero encontrar a cierta persona.»

«Ten paciencia -le dijo Mishal-. Algo se nos ocurrirá.»


* * *

¿Qué puede encontrarse aquí, a un kilómetro y medio del Shaandaar, en el punto en el que el beat sale a la calle, en el club Cera Caliente, antes Blak-An-Tan? Esta noche fatídica sin luna, sigamos las figuras que -unas contoneándose engalanadas y arrogantes, otras subrepticias y tímidas, buscando la sombra- llegan de todos los sectores del barrio y, bruscamente, se sumergen en el subsuelo por esta puerta sin marcas. ¿Qué hay dentro? Luces, fluidos, polvo, cuerpos que se agitan, individualmente, por parejas o por tríos, buscando posibilidades. Pero ¿qué son esas otras figuras, sombras opacas en el fulgor irisado del espacio que se enciende y se apaga, esas formas quietas entre los bailarines frenéticos? ¿Qué son esas formas que están en el baile y no se mueven ni un centímetro? «¡Sois muy guapos, amigos del Cera Caliente!» Ha hablado nuestro anfitrión: el marchoso, el jacarandoso, el disc-jockey incomparable, el Pinkwalla saltarín con su traje que lanza destellos al compás de la música. De verdad que es excepcional, un albino de dos metros con el pelo rosa pálido, lo mismo que el blanco de los ojos, unas facciones inconfundiblemente indias, nariz arrogante, labios finos, una cara salida de un tapiz Hamzanama. Un indio que no ha visto la India, indio oriental de las Indias Occidentales, un negro blanco. Una estrella.

Las figuras inmóviles siguen bailando entre el contoneo sincopado, ondulaciones y brincos de la juventud. ¿Qué son? Pues figuras de cera, nada más. ¿Quiénes son? La Historia. Miren, aquí está Mary Seacole, que en Crimea hizo tanto como otra enfermera maravillosa pero que, por ser de piel oscura, apenas se la veía, al lado de la llama brillante de Florence; y aquí un tal Abdul Krim, alias «The Munshi», al que la reina Victoria trató de ascender, pero que fue recusado por unos ministros con prejuicios contra el color. Aquí están todos, bailando sin moverse, en Cera Caliente: a la derecha, el payaso negro de Septimio Severo; a la izquierda, el barbero de Jorge IV bailando con Grace Jones, la esclava. Ukawsaw Groniosaw, el príncipe africano vendido por dos metros de tela, baila, a su antigua manera, con Ignatius Sancho, el hijo de la esclava, que en 1782 fue el primer escritor africano que publicó en Inglaterra. Los emigrantes del pasado, tan antepasados de los bailarines de carne y hueso como su propia familia, evolucionan en la inmovilidad mientras Pinkwalla se desgañita y contorsiona en el estrado. Sentimos-indignación-cuando-hablan- de-inmigración-y-hacen-insinuación- de-que-no-somos-parte- de-la-nación-y-hacemos-proclamación-de-la- verdadera-situación – de-que -hicimos-contribución-desde-la-romana-ocupación y, desde otra parte del abarrotado local, bañados en tétrica luz verde, villanos de cera acechan haciendo muecas: Mosley, Powell, Edward Long, todos los avatares locales de Legree. Y ahora de las entrañas del club se eleva un murmullo que se convierte en una palabra repetida a coro: «Quemar -exige el público-, quemar, quemar, quemar.»

Pinkwalla recoge el grito de la gente. Y-la-hora-llegará-en-que-a-los-criminales-les-toque-freír-en-el-infierno,-y-allí-se-con-sumirán, y a continuación se vuelve hacia el público con los brazos extendidos, llevando el compás con el pie, para preguntar: ¿A-quién-le-toca? ¿A-quién-queréis-ver? Se gritan nombres que compiten entre sí y luego armonizan hasta que, nuevamente, todos los presentes gritan el mismo nombre. Pinkwalla da una palmada. Al fondo se abren las cortinas y unas ayudantes con relucientes shorts y camisetas color de rosa sacan un siniestro armario sobre ruedas: tamaño de una persona, puerta de cristal, con iluminación interior: horno microondas, con su correspondiente Silla Caliente, que los asiduos del club llaman la cocina del infierno. «Muy bien -grita Pinkwalla-. A cocinar.»

Las ayudantes se acercan al grupo de los villanos y se abalanzan sobre la víctima de la noche, la que se elige con más frecuencia, por lo menos, tres veces a la semana. Su pelo moldeado, sus perlas, su traje chaqueta azul. Maggie-maggie-maggie, bala la gente, Al-fuego-al-fuego-al-fuego. La muñeca -el sujeto- es atado a la Silla Caliente. Pinkwalla acciona el interruptor. Y, oh, qué bien se derrite, de dentro afuera, qué bien se deshace. Hasta que no queda más que un charco, y el público suspira de éxtasis: ya está. «Terminó el fuego», les dice Pinkwalla. La música vuelve a llenar la noche.


* * *

Cuando Pinkwalla, el disc-jockey, vio lo que, bajo el manto de la oscuridad, subía a la parte trasera de su furgoneta que, a instancias de sus amigos Hanif y Mishal, había llevado a la puerta trasera del Shaandaar, sintió que el pavor le embargaba; pero, al mismo tiempo, percibía un contrapunto de gozo al ver que el vigoroso héroe de muchos sueños era una realidad de carne y hueso. Estaba al otro lado de la calle, tiritando debajo de una farola, a pesar de que no hacía mucho frío, y allí se quedó media hora, mientras Mishal y Hanif le hablaban con vehemencia, necesita un refugio, tenemos que pensar en su futuro. Luego, se encogió de hombros, se acercó a la furgoneta y puso en marcha el motor. Hanif se sentó a su lado en la cabina; Mishal viajaba con Saladin, escondidos los dos.

Eran casi las cuatro de la madrugada cuando acostaron a Chamcha en el club, ya vacío y cerrado. Pinkwalla -que nunca usaba su verdadero nombre, Sewsunker- había sacado de un cuarto trasero un par de sacos de dormir, y fueron suficientes. Hanif Johnson, al despedirse de la escalofriante criatura a la que Mishal, su amante, no parecía tener ningún miedo, trató de hablarle seriamente: «Tiene que comprender lo importante que podría ser para nosotros, porque aquí está en juego algo más que sus necesidades personales», pero el muíante Saladin resopló en amarillo y negro y Hanif retrocedió rápidamente. Cuando estuvo a solas con las figuras de cera, Chamcha pudo concentrar sus pensamientos una vez más en el rostro que por fin se había perfilado ante los ojos de su mente, luminoso, irradiando luz desde un punto situado detrás de su cabeza, Mister Perfecto, encarnación de dioses, el que siempre caía de pie, aquel al que se perdonaban todos los pecados, el amado, ensalzado, adorado…, la cara que él había tratado de identificar en sus sueños, Mr. Gibreel Farishta, transformado en simulacro de ángel tan cierto como que él era la imagen del demonio.

¿A quién había de echar la culpa el diablo sino a Gibreel, el arcángel?

La criatura acostada en los sacos de dormir abrió los ojos; empezó a salirle humo por los poros. Ahora la efigie de todos y cada uno de los muñecos de cera era la misma, la de Gibreel, con el pico en la frente y su cara taciturna y bien parecida. La criatura enseñó los dientes y exhaló un largo y fétido resoplido, y los muñecos de cera se disolvieron dejando tras sí únicamente charcos y vestidos vacíos, todos, hasta el último. La criatura echó el cuerpo atrás, satisfecha. Y concentró sus pensamientos en su enemigo.

Entonces sintió dentro de sí las más inexplicables sensaciones de compresión, succión y disipación; dolorosas contracciones le recorrían el cuerpo mientras emitía gritos desgarradores que nadie, ni siquiera Mishal, que estaba con Hanif en el apartamento de Pinkwalla, situado encima del club, se atrevió a investigar. Los dolores iban en aumento y la criatura se agitaba y convulsionaba por la pista de baile, gimiendo lastimosamente; hasta que, por fin, aliviada, se quedó dormida.

Horas después, cuando Mishal, Hanif y Pinkwalla se asomaron al local, contemplaron una escena de terrible devastación, mesas que habían volado por los aires, sillas partidas por la mitad y, naturalmente, todas las figuras de cera -las buenas y las malas, Topsy y Legree-, derretidas como la mantequilla; y, en el centro de la carnicería, durmiendo como un recién nacido, ni criatura mitológica ni trasgo infernal con cornamenta y aliento diabólico, sino Mr. Saladin Chamcha en persona, aparentemente retornado a su antigua forma, desnudo como vino al mundo, pero de aspecto y proporciones humanos, humanizado -¿acaso puede dudarse? – por la pavorosa concentración de su odio.

Abrió los ojos, que aún tenían un pálido fulgor rojizo.

2

Alleluia Cone, al descender del Everest, vio una ciudad de hielo al oeste del Campamento Seis, al otro lado de la franja rocosa, reluciendo al sol debajo del macizo de Cho Oyu. Shangri-La, pensó durante un momento; pero éste no era un verde valle de inmortalidad, sino una metrópoli de gigantescas agujas de hielo, finas, agudas y frías. El sherpa Pempa distrajo un momento su atención para instarle a mantener la concentración y, cuando volvió a mirar, la ciudad había desaparecido. Ella estaba todavía a más de ocho mil metros, pero la aparición de la ciudad imposible le hizo retroceder en el espacio y el tiempo al estudio de Bayswater, de oscuros muebles y pesadas cortinas de terciopelo, en el que Otto Cone, su padre, historiador de arte y biógrafo de Picabia, le habló, en el último año de su vida, cuando ella tenía catorce, de «la más peligrosa de todas las mentiras que se nos inculcan en nuestra vida», que, en su opinión, era la idea de la coherencia. «Si alguien trata de hacerte creer que éste, el más hermoso y más maligno de los planetas es, de algún modo, homogéneo, que está compuesto únicamente por elementos reconciliables, que todo suma, corre a un teléfono y pide una camisa de fuerza», le aconsejó, dando la impresión de que, antes de sacar sus conclusiones, había visitado más de un planeta. «El mundo es incoherente, que no se te olvide: está loco. Fantasmas, nazis, santos, todos viven al mismo tiempo; aquí, la dicha idílica y, un poco más allá, el infierno. No puede haber lugar más embarullado.» Las ciudades de hielo del techo del mundo no habrían desconcertado a Otto. Al igual que Alicja, su esposa, la madre de Allie, él era un emigrado polaco, superviviente de un campo de concentración cuyo nombre no fue pronunciado ni una sola vez durante toda la infancia de Allie. «Él quería hacer como si aquello no hubiera ocurrido -diría después Alicja a su hija-. Era poco realista en muchos aspectos. Pero un buen hombre; el mejor que he conocido.» Sonreía para sus adentros al decirlo, tolerándolo con el recuerdo como no siempre lo toleró en vida, porque con frecuencia era terrible. Por ejemplo, el odio que había desarrollado hacia el comunismo le impulsaba a cometer excentricidades bochornosas, especialmente en Navidad, en que aquel judío se empeñaba en celebrar, con su familia judía e invitados, lo que él describía como un «rito inglés», en señal de respeto a la «nación que le había dado asilo», y luego lo estropeaba todo (a los ojos de su esposa) al entrar en el salón en el que todos descansaban apaciblemente, al calor de la lumbre y el coñac, disfrazado de chino, con bigote caído y todo, gritando: «¡Papá Noel ha muerto! ¡Lo he matado yo! Yo soy Mao y no hay regalos para nadie. ¡Je, je, je!» Allie, en el Everest, al recordarlo, hizo una mueca, la mueca de su madre, advirtió, trasladada a su cara helada.

La incompatibilidad de los elementos de la vida: en una tienda, en el Campamento Cuatro, a ocho mil trescientos metros, la idea que parecía ser el demonio particular de su padre, resultaba banal, vacía de significado, de atmósfera, por efecto de la altitud. «El Everest te silencia -confesó a Gibreel Farishta en una cama bajo un dosel de seda de paracaídas que formaba un Himalaya hueco-. Cuando bajas, nada te parece digno de ser dicho, nada. Sientes que la nada te envuelve como un sonido. Es el no ser. No dura mucho, desde luego. El mundo vuelve a ti en seguida. Lo que te hace callar es, creo yo, la imagen de la perfección que acabas de contemplar: ¿por qué hablar, si no puedes alcanzar pensamientos perfectos, frases perfectas? Te parece una traición a lo que acabas de vivir. Pero la sensación se borra y tú reconoces que, si quieres seguir adelante, tienes que hacer concesiones.» Durante sus primeras semanas, pasaban casi todo el tiempo en la cama: su apetito parecía inextinguible y hacían el amor seis o siete veces al día. «Tú me revelaste a mí misma -le dijo ella-. Tú, con la boca llena de jamón. Fue exactamente como si me hablaras, como si yo pudiera leerte el pensamiento. No como si -se rectificó-; te lo leí, ¿verdad? – Él asintió: era cierto-. Te leí el pensamiento y entonces de mi boca salieron las palabras justas -se admiró ella-. Como una seda. ¡Bingo!: el amor. En el principio fue el verbo.»

Su madre tenía una opinión fatalista acerca de los espectaculares acontecimientos que se habían producido en la vida de Allie: el amante que regresa de ultratumba. «Te diré sinceramente lo que pensé cuando me diste la noticia -le dijo mientras almorzaban sopa y kreplach en el Bloom's de Whitechapel-. Pensé: ay, hija, la gran pasión; ahora Allie tiene que sufrir esto, pobrecita.» Alicja era partidaria de mantener bien controladas las emociones. Era alta y exuberante y tenía labios sensuales, pero, como decía ella: yo nunca fui de las que meten ruido. Reconocía francamente ante Allie su pasividad sexual y le reveló que Otto «tenía, digamos, otras inclinaciones. Él sentía debilidad por la gran pasión y le decepcionaba que yo no hiciera grandes aspavientos». Se había cerciorado de que las mujeres con las que se relacionaba su marido, que era bajito, calvo y nervioso, se parecían a ella, y eso la tranquilizaba. Todas eran grandes y llenas, «pero también eran desenvueltas: hacían lo que él quería, gritaban para incitarle y fingían con ganas; al parecer, respondían al entusiasmo de él, y también, quizás, a su talonario. Él era de la vieja escuela y hacía dádivas generosas».

Otto llamaba a Alleluia su «perla inapreciable», y soñaba con un gran futuro para ella, de concertista de piano o, si no, de Musa. «Tu hermana, francamente, es para mí una decepción -dijo tres semanas antes de su muerte en aquel estudio de Grandes Libros y curiosidades picabianas: un mono disecado que, según él, era un «primer borrador» del infausto Retrato de Cézanne, Retrato de Rembrandt, Retrato de Renoir, numerosos artefactos mecánicos, incluidos estimuladores sexuales que daban pequeñas descargas eléctricas y una primera edición del Ubu Roi de Jarry-. Elena tiene ansias en lugar de pensamientos.» Había inglesado el nombre -Ellaynah por Yelyena-, como también fue idea suya acortar «Alleluia» a Allie y contraer su propio apellido, Cohen, de Varsovia, a Cone. Los ecos del pasado le entristecían; no leía literatura polaca y volvía la espalda a Herbert, a Milosz y a (dos tipos más jóvenes» como Baranczak, porque, para él, la lengua había quedado irremisiblemente mancillada por la Historia. «Ahora soy inglés», decía, orgulloso, con su marcado acento del Este de Europa, lanzando una retahila de modismos. A pesar de sus reticencias, parecía bastante satisfecho de su papel de mimo de la pequeña burguesía inglesa. Pero, al mirar atrás, daba la impresión de que él se percataba de la fragilidad de la imitación, puesto que mantenía las gruesas cortinas casi permanentemente cerradas, por si la incongruencia de las cosas le hacía ver monstruos allí fuera, o un paisaje lunar, en lugar de la familiar Moscow Road.

«Era el prototipo del individuo trasplantado y naturalizado -dijo Alicja emprendiéndola con una gran ración de estofado de zanahoria-. Cuando cambió nuestro apellido, yo le dije: Otto, no es necesario, esto no es América, esto es Londres, Oeste, dos; pero él quería hacer borrón y cuenta nueva, incluso del judaismo, perdona, pero me consta. ¡Las trifulcas que tuvo con el Consejo de Delegados de la comunidad! El lenguaje, parlamentario y civilizado, eso sí, pero con mucho hierro.» En cuanto él murió, ella recuperó el Cohen y la sinagoga, la fiesta de las luces y Bloom's, el restaurante judío. «Se acabó la imitación de la vida -masticó un poco y agitó el tenedor con vehemencia-. Por cierto, qué película. Me encantó. Lana Turner, ¿verdad? Y Mahalia Jackson cantando en la iglesia.»

Otto Cone, a sus setenta y tantos, se tiró por el hueco del ascensor y se mató. Había un tema que Alicja, que no tenía empacho en hablar de casi cualquier tabú, se negaba a tocar: ¿por qué un superviviente de los campos de concentración vive cuarenta años y luego va y acaba el trabajo que no hicieron los monstruos? ¿Es que la maldad tiene que acabar ganando siempre, por mucho que te empeñes en resistirte a ella? ¿Deja una astilla de hielo en la sangre que va abriéndose camino hasta que llega al corazón? O, peor: ¿puede la muerte de un hombre ser incompatible con su vida? Allie, cuya primera reacción a la muerte de su padre fue de cólera, arrojó estas preguntas a su madre. Y ésta, imperturbable bajo un gran sombrero negro, dijo únicamente: «Tú has heredado su incapacidad de reportarse, hijita.»

Después de la muerte de Otto, Alicja desterró la elegancia en el vestir y el ademán que fuera su ofrenda en el altar del afán de integración de su marido, su intento de ser su gran dama estilo Cecil Beaton. «¡Bua! -confió a Allie-. ¡Qué alivio, hija, poder ser un fardo, para variar.» Ahora llevaba su pelo gris más o menos recogido en un moño anárquico, no se pintaba, usaba unos vestidos de flores idénticos, adquiridos en el supermercado, y una dentadura postiza que la martirizaba, y plantaba hortalizas en el jardín que Otto quería exclusivamente floral (pulcros macizos de flores alrededor del simbólico árbol central, injerto «quimérico» de laburnum y retama), y, en lugar de cenas llenas de charla cerebral, daba almuerzos -a base de indigestos estofados y un mínimo de tres monstruosos puddings- en los que poetas húngaros disidentes contaban alambicados chistes a místicos gurdjieffianos o (si la cosa no acababa de arrancar) los asistentes se quedaban sentados en el suelo, en almohadones, contemplando tristemente sus platos cargados de comida, y algo parecido al silencio total reinaba durante lo que parecían semanas. Allie acabó por zafarse de aquel ritual del domingo por la tarde y se quedaba en su habitación, malhumorada, hasta que tuvo edad para irse de casa, a lo que Alicja se avino de buen grado, y apartarse del camino elegido para ella por aquel padre cuya traición a su propia voluntad de supervivencia tanto la había enfurecido. La joven se decantó por la acción y descubrió que había montañas que escalar.

Alicja Cohen, para la que el cambio de rumbo de Allie fue perfectamente comprensible e, incluso, encomiable, y que la alentaba en todo momento, no podía (así lo reconoció a la hora del café) entender la actitud de su hija en lo tocante a Gibreel Farishta, la retornada estrella de la pantalla india. «Por lo que me dices, hijita, me parece que ese hombre no está en tu esfera», dijo, utilizando una expresión que ella consideraba sinónimo de no es tu tipo y se hubiera horrorizado de haber sabido que podía interpretarse como una alusión despectiva a la raza o la religión; y, fatalmente, así la entendió su hija. «Eso a mí no me importa -dijo Allie con vehemencia, y se puso de pie-. La verdad es que a mí no me gusta mi esfera.»

No pudo salir del restaurante pisando fuerte, y tuvo que alejarse cojeando porque le dolían los pies. «Gran pasión -oyó a sus espaldas que su madre manifestaba a todo el local-. Don de lenguas, que quiere decir que una chica puede soltarte todo lo que le pase por la cabeza.»


* * *

Inexplicablemente, se habían descuidado ciertos aspectos de la educación de Allie. Un domingo, no mucho después de la muerte de su padre, mientras compraba los periódicos en el quiosco de la esquina, oyó decir al vendedor: «Es la última semana. Veintitrés años en esta esquina y por fin los "pakis" me han echado.» Ella, que entendió paquis, tuvo una extraña visión de elefantes que avanzaban por Moscow Road aplastando a los vendedores de prensa dominical. «¿Qué es un paqui?», preguntó incautamente, y la respuesta escoció: «Un judío aceitunado.» Desde aquel día, los dueños del CTP (Caramelos, Tabacos, Periódicos) fueron para ella paquidermos, gente diferente -e indeseable- a causa de la naturaleza de su piel. Contó el caso a Gibreel. «Oh -respondió él, despectivo-, un chiste elefante.» No era hombre fácil.

Pero allí, en su cama, estaba ahora aquel sujeto grande y rudo que hacía que ella se abriera como nunca y que podía llegarle hasta el pecho y acariciarle el corazón. Hacía muchos años que Allie no entraba en la arena sexual con tanta celeridad, y nunca una relación tan rápida había dejado, como esta, de producirle arrepentimiento y asco de sí misma. El olvido de él (así lo interpretaba ella, hasta que se enteró de que su nombre estaba en la lista de pasajeros del Bostan) fue muy doloroso, ya que indicaba que él daba a su encuentro una valoración diferente; pero ella no había podido equivocarse al juzgar el deseo tumultuoso y abandonado de él, ¿o sí? Por lo tanto, la noticia de su muerte provocó en ella sentimientos encontrados: por un lado, gratitud, alivio, alegría al saber que él iba volando a través de medio mundo para darle una sorpresa, que lo había dejado todo para construir una vida nueva a su lado; y, por el otro lado, el sordo dolor de verse privada de él en el mismo instante de descubrir que lo amaba de verdad. Más adelante, descubrió una tercera reacción, menos generosa. ¿Qué se había creído, pretendía presentarse en su casa sin avisar, dando por seguro que ella estaría esperándole con los brazos abiertos, la vida resuelta y un apartamento lo bastante grande para los dos? Era lo que cabía esperar de un artista de cine mimado que está convencido de que no tiene más que desear las cosas para que le caigan en la mano como fruta madura…, en suma, que se sintió invadida, o potencialmente invadida. Pero después se reprendió a sí misma arrumbando tales ideas al rincón del que no debieron salir, porque, después de todo, Gibreel había pagado muy cara su presunción, si presunción fue. Un amante muerto merece el beneficio de la duda.

Y luego allí estaba, a sus pies, inconsciente en la nieve, cortándole la respiración por lo implausible de su presencia y haciéndole preguntarse durante un momento si no podría ser otra de aquella serie de ilusiones ópticas -ella prefería esta expresión neutra a la más trascendente de visiones- que la perseguían desde que tomó la decisión de prescindir de las botellas de oxígeno y conquistar el Chomolungma a pulmón libre. El esfuerzo de levantarlo del suelo, rodearle los hombros con su brazo y llevarlo hasta su piso casi en vilo, la convenció de que no era una ilusión, sino carne maciza. Hasta llegar a casa los pies le dolían espantosamente, y el dolor volvió a despertar todo el resentimiento que ella ahogara cuando le creyó muerto. ¿Qué esperaba que hiciera con él ahora, el muy bobo, tumbado en la cama de través? Dios, ya había olvidado cuánta cama necesitaba aquel hombre, cómo durante la noche venía a colonizarte tu lado del colchón y te robaba las mantas. Pero también habían resurgido otros sentimientos, y éstos fueron más fuertes; porque aquí, durmiendo bajo su protección, estaba él, la esperanza abandonada: por fin, el amor.

Estuvo durmiendo casi continuamente durante una semana, despertando sólo para satisfacer las mínimas exigencias del hambre y la higiene. Su sueño era atormentado: se revolvía en la cama y, de vez en cuando, de sus labios se escapaban palabras: Jahilia, Al-Lat, Hind. En sus momentos de vigilia, parecía resistirse al sueño, pero el sueño lo reclamaba, arrollándolo con sus olas, ahogándolo, mientras él, casi lastimosamente, agitaba un brazo débil. Ella no adivinaba qué traumáticos sucesos podían dar origen a aquel comportamiento y, un poco alarmada, llamó a su madre. Alicja llegó, examinó al dormido Gibreel, frunció los labios y dictaminó: «Está poseído.» Ella había regresado a una religión supersticiosa y folklorista, y su misticismo invariablemente exasperaba a su hija, pragmática y escaladora de montañas. «Aplícale al oído una bomba de aspiración -recomendó Alicja-. Es la salida que prefieren esas criaturas.» Allie acompañó a su madre hasta la puerta. «Muchas gracias -le dijo-. Te tendré al corriente.»

Al séptimo día, él despertó por completo, se le abrieron los ojos como a los muñecos, y al instante la buscó con la mano. Aquel gesto la hizo reír por lo crudo casi tanto como por lo inesperado, pero, una vez más, experimentó aquella sensación de naturalidad, de legitimidad. «Está bien -le sonrió-. Tú te lo has buscado.» Y se quitó el holgado pantalón marrón con elástico en la cintura y la chaqueta suelta -detestaba las prendas que revelaran el contorno de su cuerpo-, y entonces empezó aquella marathon sexual que los dejaría magullados, felices y exhaustos.

Él se lo dijo: cayó del cielo y siguió viviendo. Ella aspiró profundamente y le creyó, por la fe de su padre en las múltiples y contradictorias posibilidades de la vida, y también por todo lo que le había enseñado la montaña. «Está bien -dijo, expulsando el aire-. Lo acepto. Pero no se lo cuentes a mi madre, ¿de acuerdo?» El universo era prodigioso, y sólo el hábito, la anestesia de lo cotidiano, nos nublaba la vista. Hacía un par de días, ella había leído que las estrellas del firmamento, en su proceso natural de combustión, comprimían el carbono en diamantes. La idea de que las estrellas lanzaran una lluvia de diamantes al vacío también parecía un milagro. Si aquello podía ocurrir, esto también. Los niños caían desde la enésima ventana y rebotaban. Había una escena que trataba de esto en la película de François Truffaut L'argent de poche… Ella detuvo su divagación. «A veces -se decidió a decir- a mí también me pasan cosas prodigiosas.»

Le contó lo que no había dicho a nadie: las visiones del Everest, los ángeles y la ciudad de hielo. «Y no fue sólo en el Everest», dijo, y, tras una vacilación, siguió hablando. Cuando regresó a Londres, fue a pasear por el Embankment, para tratar de librarse de su recuerdo, y también del de la montaña. Era por la mañana temprano, y había un velo de bruma y una gruesa capa de nieve que desdibujaba el contorno de las cosas. Entonces llegaron los témpanos.

Eran diez, y subían por el río en fila, majestuosamente. La bruma era más densa alrededor de ellos, y hasta que los tuvo delante no distinguió su forma, la réplica miniaturizada de las diez montañas más altas del mundo, en orden ascendente, cerrando la marcha su montaña, la montaña. Ella trataba de adivinar cómo habían conseguido los témpanos pasar por debajo de los puentes, cuando la niebla se espesó para disiparse por completo a los pocos instantes, llevando consigo los témpanos. «Pero estaban allí -insistió a Gibreel-, Nanga Parbat, Dhaulagiri, Xixabangma Feng.» Él no discutió. «Si tú lo dices, yo creo que así fue.»

Un témpano es agua que quiere ser tierra; una montaña, y más un Himalaya, y más el Everest, es el intento de la tierra por metamorfosearse en cielo; es un vuelo en el suelo, es tierra convertida -casi- en aire y exaltada, en el verdadero sentido de la palabra. Mucho antes de enfrentarse a la montaña, Allie sentía en el alma su presencia severa. Su apartamento estaba lleno de Himalayas. Las reproducciones del Everest en corcho, plástico, cerámica, piedra, material acrílico y ladrillo se disputaban el espacio; incluso había una esculpida enteramente en hielo, una montañita que ella guardaba en el congelador y sacaba de vez en cuando para enseñarla a los amigos. ¿Por qué tantas? Porque -no cabía otra respuesta- estaban ahí. «Mira -dijo alargando el brazo y, sin levantarse de la cama, cogió de encima de la mesita de noche su última adquisición, un sencillo Everest de pino curado-, un regalo de los sherpas de Namche Bazar.» Gibreel lo tomó y lo miró dándole vueltas. Pemba se lo dio tímidamente cuando se despidieron, insistiendo en que era de parte de todo el grupo de sherpas, aunque, evidentemente, lo había tallado él. Era una reproducción detallada, con la cascada de hielo y el Escalón de Hillary, que es el último gran obstáculo que se encuentra antes de llegar a la cumbre, y la ruta que habían seguido ellos profundamente grabada en la madera. Al darle la vuelta, Gibreel vio que en la base había un mensaje en un inglés rudimentario. A Ali Bibi. Nosotros mucha suerte. No probar otra vez.

Lo que Allie no dijo a Gibreel era que la prohibición del sherpa la había asustado, convenciéndola de que, si volvía a poner los pies en la montaña-diosa, moriría, porque a los mortales no les está permitido mirar la divina faz más de una vez; pero la montaña era diabólica además de trascendente o, mejor dicho, su diabolismo y su trascendencia eran una misma cosa, de manera que la sola idea de la prohibición de Pemba le producía un anhelo tan vivo que la hacía gemir con fuerza, como en el éxtasis o la desesperación del sexo. «Los Himalaya -dijo a Gibreel, para disimular lo que estaba pensando- son cumbres sentimentales además de físicas, algo así como la ópera. Es lo que los hace tan imponentes. Sólo las mayores alturas… Es algo muy difícil.» Allie tenía la especialidad de pasar de lo concreto a lo abstracto con una pirueta tan natural que el oyente no estaba seguro de si ella advertía la diferencia entre lo uno y lo otro; ni, muchas veces, si, en definitiva, podía decirse que tal diferencia existía.

Allie se reservó la certidumbre de que debía apaciguar a la montaña o morir; que, a pesar de sus pies planos, que le impedían pensar siquiera en el montañismo, ella seguía infectada por el Everest, y que, en el fondo de su corazón, escondía un plan imposible, la visión fatal de Maurice Wilson no realizada hasta hoy. A saber: la ascensión en solitario.

Lo que ella no confesaba: que, después de su regreso a Londres, había visto a Maurice Wilson sentado entre los tubos de chimenea, un trasgo que le hacía señas, con pantalones de golf y boina escocesa. Tampoco Gibreel Farishta le dijo que a él le perseguía el espectro de Rekha Merchant. A pesar de tanta intimidad física, aún había puertas cerradas entre los dos: cada uno guardaba en secreto un peligroso fantasma. Y Gibreel, al oír hablar a Allie de sus otras visiones, ocultó una viva agitación bajo sus neutras palabras -si tú lo dices, yo lo creo-, agitación provocada por esta nueva prueba de que el mundo de los sueños se filtraba al de la vigilia, que la divisoria se rompía y que los dos firmamentos podían juntarse en cualquier momento, es decir, que el fin de todas las cosas estaba próximo. Una mañana, Allie, al despertar del negro sueño del agotamiento, lo encontró enfrascado en El casamiento del cielo y el infierno de Blake, obra que hacía mucho tiempo que no abría y en la que, con la falta de respeto hacia los libros que la caracterizaba en su adolescencia, había hecho numerosas marcas: subrayados, asteriscos en el margen, signos de admiración, interrogantes múltiples. Al verla despierta, él, con sonrisa maliciosa, leyó una selección de los pasajes marcados. «De los Proverbios del Infierno -empezó-: La lujuria del macho cabrío es la generosidad de Dios. -Ella se puso colorada-. Y, lo que es más -prosiguió él-: La antigua creencia de que el mundo será consumido por el fuego al cabo de seis mil años es cierta, como yo sé por el infierno. Y, más abajo: Esto sucederá en virtud de una mejora del placer sensual. Dime, ¿quién es? La he encontrado entre las páginas.» Le tendía la fotografía de una muerta: su hermana Elena, enterrada allí y olvidada. Otra adicta a las visiones; y víctima del hábito. «No hablamos mucho de ella. -Estaba arrodillada en la cama, desnuda, con la cara oculta por su pálido cabello-. Ponla donde estaba.»

Yo no vi a Dios alguno, ni lo oí tampoco, con percepción orgánica finita; pero mis sentidos descubrieron el infinito de todas las cosas. Hojeó el libro y puso a Elena Cone junto a la imagen del Hombre Regenerado, que estaba sentado, desnudo y con las piernas abiertas, en lo alto de una montaña con el sol brillando en su parte posterior. Siempre he observado que los ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como si ellos fueran los únicos sabios. Allie se cubrió la cara con las manos. Gibreel trató de animarla. «En la solapa escribiste: "Creación del mundo, según el arzobispo Usher, 4004 a.C. Fecha aprox. de apocalipsis, 1996." O sea, que todavía queda tiempo para la mejora del placer sensual.» Ella agitó la cabeza: déjalo. Él lo dejó. «Cuéntame», dijo él cerrando el libro.


* * *

Elena, a los veinte años, tomó Londres por asalto. Su cuerpo felino de metro ochenta se insinuaba a través de un modelo de cota de malla de Rabanne. Ella siempre tuvo una misteriosa seguridad en sí misma, proclamando que se sentía dueña del mundo. La ciudad era su medio, estaba en ella como el pez en el agua. Murió a los veintiuno, ahogada en una bañera de agua fría, con el cuerpo lleno de drogas psicotrópicas. ¿Puede ahogarse uno en su elemento?, se preguntaba Allie hacía mucho tiempo. Si los peces pueden ahogarse en el agua, ¿pueden los seres asfixiarse en el aire? Por aquel entonces, Allie, a sus dieciocho y diecinueve, envidiaba la seguridad de Elena. ¿Cuál era su propio elemento? ¿En qué tabla periódica del espíritu podía encontrarse? Ahora, con los pies planos, veterana del Himalaya, lloraba su pérdida. Una vez has ganado el más alto horizonte, no es fácil volver a tu caja, a una isla estrecha, una eternidad de antítesis. Pero sus pies eran unos traidores y la montaña la mataría.

La mitológica Elena, la modelo, envuelta en plásticos de alta costura, estaba segura de su inmortalidad. Allie, cuando fue a visitarla a su refugio de World's End, rehusó el terrón de azúcar que le ofrecía, murmuró que era malo para el cerebro, sintiéndose patosa, como de costumbre en presencia de Elena. La cara de su hermana, ojos excesivamente separados, barbilla demasiado puntiaguda, un efecto irresistible, la contemplaba burlona. «En el cerebro hay neuronas de sobra -dijo Elena-. Puedes permitirte gastar unas cuantas.» Elena derrochaba su capital de neuronas como el dinero, en busca de sus propias cumbres, tratando de volar, como se decía en el argot de la época. La muerte, como la vida, le llegó envuelta en azúcar.

Elena quiso «sacar partido» de su hermana pequeña Alleluia. «Con lo guapa que tú eres, ¿por qué te disfrazas con ese mono? Si no te falta de nada.» Una noche vistió a Allie con un modelito verde aceituna, a base de volantes y carencias, que dejaba los panties al aire hasta casi la ingle: me espolvorea de azúcar, como si fuera un dulce, pensó Allie con mentalidad puritana, mi propia hermana me exhibe en el escaparate, muchas gracias. Fueron a un club de juego, lleno de extasiados magnates de medio pelo y, mientras Elena estaba distraída, Allie se marchó. Una semana después, avergonzada por su cobardía, sentada en una poltrona tipo «saco de judías» en World's End, confesó a Elena que ya no era virgen. Y entonces su hermana le dio una bofetada en la boca y le llamó nombres antiguos: zorra, ramera, pájara. «Elena Cone nunca consintió que un hombre le pusiera encima ni un dedo -gritó, revelando su habilidad para pensar en sí misma en tercera persona-, ni una triste uña. Yo sé hacerme valer, niña, sé que, en cuanto ellos meten el pito, se acaba el misterio; pero debí figurarme que tú me saldrías puta. Algún comunista de mierda, seguro», concluyó. Había heredado los prejuicios de su padre. Allie, como Elena sabía, no.

Después de aquello, no se vieron mucho más. Elena sería hasta su muerte la reina virgen de la ciudad -la autopsia confirmó que había muerto virgo intacta-, mientras Allie dejaba de usar ropa interior, hacía trabajitos en revistas radicales de pequeña tirada y se convertía en el polo opuesto de su intocable hermana. Cada cópula le representaba una bofetada en la cara de su hermana, de expresión tempestuosa y labios pálidos. Tuvo tres abortos en dos años, y descubrió, con cierto retraso, que el uso de la píldora anticonceptiva la había colocado en el grupo de mayor riesgo de cáncer.

Se enteró de la muerte de su hermana por un cartel de un quiosco de periódicos: MUERE MODELO «BAÑADA EN ÁCIDO». Su primer pensamiento fue: ni la muerte te salva de los juegos de palabras. Después, descubrió que no podía llorar. «Seguí viéndola en las revistas durante meses -dijo a Gibreel -. Los contratos publicitarios se hacen a largo plazo.» El cadáver de Elena bailaba por desiertos marroquíes, cubierto tan sólo con velos diáfanos, o era avistado en la Luna, en el mar de las Sombras, sin más indumentaria que el casco espacial y media docena de corbatas de seda anudadas en los pechos y las caderas. Allie pintaba bigotes en las fotografías, para escándalo de los quiosqueros; arrancaba a su difunta hermana de los periódicos de su antimuerte de zombie y hacía con ella una pelota. Allie, perseguida por el fantasma periodístico de Elena, meditaba sobre los peligros de intentar volar; ¡qué flamígeras caídas, qué macabros infiernos se reservaban a aquellos émulos de ícaro! Le dio por pensar que Elena era un alma en pena, por creer que este cautiverio en un mundo inmóvil de descoco fotográfico en el que exhibía unos pechos negros de plástico moldeado tres tallas más grandes que los suyos, una torcida sonrisa seudoerótica y un mensaje publicitario en el ombligo, era nada menos que el infierno personal de Elena. Allie empezó a ver el grito en los ojos de su hermana, la angustia de verse atrapada para siempre en la doble plana de la moda. Elena era torturada por demonios, consumida en fuegos, y ni siquiera podía moverse… Al cabo de un tiempo, Allie tenía que evitar las tiendas en las que su hermana miraba al vacío desde los estantes. Era incapaz de abrir una revista, y escondió todas las fotos que tenía de Elena. «Adiós, Yel -dijo a la memoria de su hermana, llamándola por su nombre de la infancia-. No puedo mirarte más.»

«Pero al fin resultó que yo era igual que ella.» Las montañas empezaron a cantar en sus oídos; y también ella sacrificó neuronas para ir en busca de la exaltación. Eminencias médicas, especializadas en los problemas del montañismo, han demostrado con frecuencia, sin lugar a una duda razonable, que los seres humanos no pueden vivir sin un aparato respiratorio por encima de los ocho mil metros. Los ojos sufren derrames devastadores y el cerebro también empieza a estallar, perdiendo neuronas por miles de millones, demasiadas y demasiado aprisa, lo cual provoca el daño irreparable conocido por el nombre de deterioro de la altitud, que rápidamente es seguido de la muerte. Cadáveres ciegos, conservados en el congelador de las altas cumbres. Pero Allie y el sherpa Pemba subieron y volvieron para contarlo. Las neuronas de los fondos de depósito del cerebro suplieron las bajas de las cuentas corrientes. Tampoco se le reventaron los ojos. ¿Por qué se equivocaron los científicos? «Por los prejuicios, sobre todo -dijo Allie, enroscada alrededor de Gibreel debajo de la seda del paracaídas-. Puesto que no pueden cuantificar la voluntad, la dejan fuera de sus cálculos. Pero es la voluntad lo que te sube al Everest, la voluntad y la cólera, y eso puede con cualquier ley de la Naturaleza que puedas imaginar, por lo menos a corto plazo, y tomando en consideración la gravedad. Por lo menos, si no abusas de la suerte.»

Hubo ciertos daños. Ella sufría inexplicables fallos de memoria: cosas pequeñas e imprevisibles. Un día, en la pescadería, se le olvidó la palabra pescado. Una mañana, en el cuarto de baño, con el cepillo de los dientes en la mano, no sabía para qué servía. Y otra vez, al despertar y ver a Gibreel dormido a su lado, estuvo a punto de sacudirle y preguntar: «¿Quién diablos es usted? ¿Cómo ha llegado a mi cama?», pero, en el último instante, le volvió la memoria. «Espero que sea transitorio», le dijo. Pero todavía guardaba para sí las apariciones del fantasma de Maurice Wilson en los tejados que rodeaban los Fields, agitando el brazo con ademán invitador.


* * *

Era una mujer competente, impresionante en muchos aspectos, la deportista profesional de los años ochenta, cliente de MacMurray, la agencia gigante de relaciones públicas, y tenía patrocinadores a montones. Ahora también ella aparecía en anuncios, exhibiendo su propia línea de prendas para deporte y tiempo libre, pensadas para los excursionistas aficionados más que para los escaladores profesionales, promoviendo lo que Hal Valance llamaría el universo. Ella era la muchacha de oro del techo del mundo, la superviviente de «mi pareja de teutonas», como Otto Cone gustaba de llamar a sus hijas. Yel, otra vez te sigo los pasos. Una mujer atractiva en un mundo dominado por, en fin, hombres peludos se vendía bien, y la imagen de la «reina de los hielos» tenía garra. Esto daba dinero, y ahora que era lo bastante vieja como para comprometer sus viejos y fieros ideales con un simple encogerse de hombros y una sonrisa, estaba dispuesta a hacerlo, dispuesta, incluso, a salir en los programas de entrevistas de la televisión para responder con evasivas e insinuaciones picantes a las consabidas preguntas acerca de la vida con los chicos a ocho mil metros. Este exhibicionismo no casaba con la imagen de sí misma a la que aún se aferraba con fuerza: la idea de que ella era solitaria por naturaleza, la más reservada de las mujeres, y que las exigencias de su vida profesional le provocaban un conflicto que la dividía consigo misma Ello fue la causa de su primera disputa con Gibreel, que, con su crudeza habitual, dijo: «Supongo que no hay inconveniente en huir de las cámaras mientras sepas que van detrás de ti. Pero ¿y si se paran? Supongo que entonces correrías en sentido contrario.» Después, cuando hicieron las paces, ella bromeaba acerca de su fama creciente (puesto que fue la primera rubia atractiva que conquistó el Everest, se armó un considerable revuelo, y recibía por correo fotos de magníficos mostrencos, invitaciones a soirées encopetadas y también insultos paranoicos): «Yo podría hacer películas ahora que tú te has retirado. ¿Quién sabe? Quizá las haga.» A lo que él respondió, impresionándola con su vehemencia: «Antes tendrías que matarme.»

A pesar de su pragmatismo y buena disposición para meterse en las contaminadas aguas de la vida real y nadar a favor de la corriente, Allie no se libraba de la sensación de que una horrible desgracia acechaba a la vuelta de la esquina -reliquia de la trágica muerte de su padre y de su hermana-. Este presentimiento hizo de ella una escaladora precavida, «un tío que calcula porcentajes», como decían los chicos, y, a medida que admirados compañeros iban muriendo en las montañas, su precaución fue en aumento. Cuando no estaba escalando, ello le daba, a veces, un aspecto tenso, un aire nervioso; adquirió el aspecto defensivo y reconcentrado de una fortaleza que se prepara para un asalto inevitable. Esta actitud contribuyó a consolidar su reputación de mujer gélida; la gente se mantenía a distancia y, según decía ella misma, aceptaba la soledad como precio de su independencia. Pero en todo ello empezaba a haber contradicciones porque, al fin y al cabo, últimamente ella había abandonado toda prudencia cuando decidió hacer el último asalto al Everest sin oxígeno. «Aparte las demás consideraciones -le manifestó la agencia en su carta de felicitación -, este gesto la humaniza, demuestra que usted tiene corazón e intrepidez, lo cual le da una nueva dimensión muy positiva.» Ahora trabajaban en ello. Y, además, pensó Allie, sonriendo a Gibreel con expresión de estímulo y fatiga, mientras él descendía hacia sus intimidades, aquí estás tú. Casi un perfecto desconocido y te has hecho el dueño. Dios mío, si hasta te entré por la puerta casi en brazos. No se te puede reprochar que aceptaras la invitación.

Él no estaba educado para la convivencia. Acostumbrado a los criados, dejaba la ropa, las migas y las bolsitas del té tiradas por ahí. Peor: las tiraba, las dejaba caer donde había que recogerlas; con total desconsideración, permitiéndose el lujo de no reparar en lo que hacía, para seguir demostrándose a sí mismo que él, el pobre chiquillo de la calle, no tenía necesidad de ordenar sus cosas. Y no era esto lo único que la enfurecía. Ella servía el vino; él vaciaba su copa rápidamente y luego, cuando ella estaba distraída, bebía de la de ella, apaciguándola con un angelical y superinocente: «Hay mucho más, ¿verdad?» Se comportaba muy mal en casa. Le gustaba peer. Se quejaba -¡se quejaba, sí, después de que ella, literalmente, lo recogiera de la nieve!- de que el piso era pequeño. «No puedo andar dos pasos sin darme de narices contra una pared.» Contestaba al teléfono con grosería, auténtica grosería, sin molestarse en preguntar quién llamaba: automáticamente, como hacen las estrellas de cine de Bombay cuando, por casualidad, no hay un lacayo a mano que les proteja de las intrusiones. Después de soportar una de aquellas andanadas de obscenidades, Alicja, cuando por fin pudo hablar con su hija, dijo: «Perdona la franqueza, hijita, pero me parece que tu amigo es un caso.»

«¿Un caso, mamá?» Esto tuvo el efecto de provocar en Alicja su tono más arrogante. Todavía podía hablar con distinción, tenía esa facultad, a pesar de su decisión post-Otto de disfrazarse de pueblerina. «Un caso -anunció, tomando en consideración la circunstancia de que Gibreel era importación de la India- de chifladura de macaco.»

Allie no discutió con su madre, ya que no estaba segura, ni mucho menos, de poder seguir viviendo con Gibreel, aunque él hubiera atravesado medio mundo, aunque hubiera caído del cielo. Era difícil hacer previsiones a largo plazo; incluso el medio plazo aparecía oscuro. Por el momento, ella se concentraba en tratar de conocer a este hombre que, de entrada, daba por descontado que él era el gran amor de su vida, con una certeza que hacía pensar que o estaba en lo cierto, o estaba loco. Había muchos momentos difíciles. Ella no sabía lo que sabía él, lo que ella podía dar por descontado: un día, refiriéndose a Luzhin, el ajedrecista maldito de Nabokov que llegó a pensar que en la vida, como en el ajedrez, indefectiblemente tenían que darse ciertas combinaciones para derrotarle, para tratar de explicar, por analogía, su propio (en realidad, algo distinto) presentimiento de catástrofe inminente (que tenía que ver no con esquemas reiterativos, sino con la inevitabilidad de lo imprevisible); pero él le lanzó una mirada dolorida que le mostró que no había oído hablar del escritor, y no digamos de La defensa. Pero, por otro lado, un día la sorprendió al preguntarle inopinadamente: «¿Por qué Picabia?» Y agregó que era peculiar, que Otto Cohen, veterano de los campos de terror, se interesara por todo ese amor neofascista por la maquinaria, la fuerza bruta y la glorificación de la deshumanización. «El que haya tenido algo que ver con las máquinas -agregó-, y, muñeca, eso es decir todos nosotros, sabe muy bien que sólo hay una cosa cierta en las máquinas, ya sean ordenadores o bicicletas. Y es que se estropean.» ¿Cómo es que tú conoces…?, empezó ella, y se interrumpió, porque no le gustaba el tono paternalista de su voz, pero él le respondió sin vanidad. La primera vez que oyó hablar de Marinetti, le dijo, no supo interpretarlo y pensó que el futurismo era algo relacionado con los muñecos. «Marionetas, kathputli; por aquel entonces yo estaba interesado en que se utilizaran autómatas en las películas, por ejemplo, para representar demonios y otros seres sobrenaturales, y agarré un libro.» Agarré un libro: Gibreel, el autodidacta, hizo que sonara como si hubiera agarrado un paraguas. A una muchacha de una familia que reverenciaba los libros -su padre les hacía besar cada tomo que caía al suelo- y que, en su rebeldía, los maltrataba, arrancando las páginas que le interesaban o que no le gustaban, marcándolos y rayándolos para demostrar quién mandaba, la irreverencia incruenta de Gibreel, que tomaba los libros por lo que ofrecían, sin genuflexiones ni afán destructor, era algo nuevo y, así lo reconoció, grato. Ella aprendía de él. Gibreel, no obstante, parecía insensible a todo conocimiento que ella deseara impartir como, por ejemplo, el sitio en el que había que dejar los calcetines sucios. Cuando ella sugirió que «ayudara un poco», él se mostró vivamente ofendido, como si considerase que tenía derecho a esperar un desagravio. Y ella, contrariada, descubrió que estaba dispuesta a ofrecérselo; por lo menos, aquella vez.

Lo peor de él, concluyó ella provisionalmente, era su facultad para sentirse desairado, menospreciado, agredido. Era imposible hacerle casi cualquier observación, por razonable que fuera y por dulcemente que se planteara. «Hala, hala, a paseo», gritaba y se retiraba a la tienda de su orgullo herido. Y lo mejor de él era su forma de adivinar lo que ella deseaba, de convertirse, cuando él quería, en el mago que satisfacía sus ansias secretas. Por lo tanto, sus relaciones sexuales eran literalmente eléctricas. Aquella primera chispa que saltó en su beso inaugural no fue casual. Seguía saltando, y a veces, en la cama, a ella le parecía que oía crepitar la electricidad alrededor de ellos; había momentos en los que sentía cómo se le erizaba el pelo. «Me recuerda el pene de goma eléctrico que mi padre tenía en su estudio -dijo a Gibreel, y los dos se rieron-. ¿Soy el amor de tu vida?», preguntó rápidamente, y él respondió, no menos rápidamente: «Desde luego.»

Ella reconoció que los rumores sobre su frialdad, incluso su frigidez, tenían cierta base. «Cuando Yel murió, asumí también ese aspecto de ella.» Ya no necesitaba amantes que restregarle por la cara. «Además, en realidad, ya no disfrutaba con ello. Por aquel entonces, casi todos eran revolucionarios socialistas, que se conformaban conmigo mientras soñaban con las mujeres heroicas que habían visto durante sus viajes de tres semanas a Cuba. A ellas, ni acercarse, desde luego; el mono militar y la pureza ideológica les asustaban. Volvían a casa tarareando "Guantanamera" y me llamaban por teléfono.» Ella renunció. «Pensé: que los mejores cerebros de mi generación diserten acerca del poder sobre el cuerpo de otra infeliz; yo, paso.» Empezó a subir montañas, decía al principio, «porque sabía que ellos no me seguirían hasta allá arriba. Pero luego pensé: qué parida. Yo no lo hacía por ellos; lo hacía por mí».

Todas las mañanas, durante una hora, subía y bajaba las escaleras corriendo, descalza, sobre las puntas de los pies, por lo de los arcos caídos. Luego se desplomaba sobre un montón de almohadones, furiosa, mientras él paseaba, sin saber qué hacer, y generalmente acababa por servirle un trago fuerte: whisky irlandés, casi siempre. Ella bebía bastante desde que empezó a darse cuenta de la gravedad del problema de sus pies. («Por tu madre, de los pies, ni palabra -fue el surrealista consejo que le dio por teléfono una voz de la agencia de relaciones públicas-. Si la cosa se sabe, finito, telón, sayonara, apaga y vámonos.») En su vigesimoprimera noche, después de cinco dobles de Jameson's, ella le dijo: «Te voy a explicar por qué subí allá arriba. No te rías. Para escapar del bien y del mal.» Él no se rió. «¿Tú opinas que las montañas están por encima de la moral?», preguntó él gravemente. «Esto es lo que yo aprendí en la revolución -prosiguió ella-. Esta cosa: la información quedó abolida en un momento del siglo veinte, no puedo decir cuándo exactamente; y es natural, porque eso forma parte de la información que fue abli, a-bo-lida. Desde entonces, vivimos en un cuento de hadas. ¿Me sigues? Todo sucede por arte de magia. Nosotras, las hadas, no tenemos ni puta idea de lo que pasa. Entonces, ¿cómo vamos a saber si está bien o mal? Ni siquiera sabemos lo que es. De manera que yo pensé o puedes romperte el corazón tratando de esclarecerlo o puedes ir a sentarte en una montaña, porque es ahí a donde se ha ido toda la verdad; lo creas o no, se levantó y se largó de estas ciudades en las que hasta lo que tenemos debajo de los pies es artificial, mentira, y se escondió allá arriba, en el aire transparente, hasta donde los embusteros no se atreven a perseguirla, por miedo a que les estalle el cerebro. Está allá arriba. Yo subí. Pregúntame.» Se quedó dormida; él la llevó a la cama.

Cuando le llegó la noticia de la muerte de Gibreel en la catástrofe aérea, ella se atormentaba inventándolo, es decir, especulando acerca del amante perdido. Él era el primero con el que ella dormía desde hacía cinco años, que no era cifra pequeña en su vida. Allie se apartó de la sexualidad porque su instinto le hizo comprender que, de lo contrario, podía ser absorbida; que para ella ésta era y sería siempre una cuestión importante, todo un oscuro continente del que había qué trazar los mapas, y ella no estaba dispuesta a ir por ese camino, a ser explorador, a dibujar esas costas. Pero no había podido dejar de sentirse disminuida por su ignorancia del Amor, de lo que debía de ser sentirse totalmente poseído por aquel djinn típico y capitalizado, el anhelo de, la indefinición de los límites del ser, la gran apertura, desde la nuez hasta el pubis: sólo palabras, porque ella no sabía lo que era eso. Supongamos que él hubiera llegado hasta mí, soñaba. Yo habría podido descubrirlo paso a paso, trepar hasta su cima. Ya que mis pies de huesos frágiles me privan de la montaña, yo habría buscado mi montaña en él: establecido campamentos base, trazado rutas, salvado cascadas de hielo, grietas, corredores. Habría hecho el asalto a la cumbre y visto bailar a los ángeles. Pero, ay, él está muerto y en el fondo del mar. Y entonces lo encontró. Y tal vez también él la había inventado a ella un poco, inventado a alguien cuyo amor mereciera que uno abandonase su antigua vida. Nada extraordinario en eso. Ocurre con frecuencia, y allá van los dos inventores matando cantos vivos, ajustando sus inventos, amoldando la imaginación a la realidad, aprendiendo a convivir: o no. Unas veces resulta, y otras, no. Pero suponer que Gibreel Farishta y Alleluia Cone hubieran podido seguir un camino tan trillado, es cometer el error de creer que sus relaciones eran comunes y corrientes. Y no lo eran. Ni por asomo. Eran unas relaciones con graves deficiencias. («La ciudad moderna – Otto Cone aburría a su familia en la mesa con su tópico favorito- es el locus classicus de realidades incompatibles. Vidas que no tienen por qué mezclarse se sientan de lado en el ómnibus. Un universo, en un paso cebra, es iluminado un momento, y parpadea como un conejo, por los faros de un vehículo motor en el que se encuentra un continuum completamente extraño y contradictorio. Y, si todo para en esto, si sólo se cruzan en la noche, se rozan en una estación del Metro, se saludan con un sombrerazo en el pasillo de un hotel, menos mal. Pero ¡ay si se mezclan! Entonces es uranio y plutonio, cada uno descompone al otro, y boom.» «Si bien se mira, cariño -dijo Alicja secamente-, a menudo yo misma me siento un poco incompatible.»)

Las deficiencias de la gran pasión de Alleluia Cone y Gibreel Farishta eran las siguientes: el temor secreto que ella sentía de su deseo secreto, o sea, del amor; un temor que la hacía distanciarse y hasta atacar violentamente a la misma persona cuyo afecto más deseaba; y, cuanto más profunda era la intimidad, más violento era su ataque, de manera que la otra persona, a la que se había conducido a un lugar de absoluta confianza induciéndole a bajar la guardia, sentía el impacto con toda su fuerza y quedaba devastada; que es, ni más ni menos, lo que ocurrió a Gibreel Farishta cuando, después de tres semanas del más sublime éxtasis amoroso que cualquiera de los dos hubiera conocido, se le notificó que debía buscarse alojamiento lo antes posible porque ella, Allie, necesitaba más espacio del que ahora disponía; y el carácter celoso y absorbente de él, insospechado incluso para sí mismo, porque nunca consideró a una mujer como un tesoro que había que guardar a toda costa de las hordas piratas que, naturalmente, tratarían de arrebatársela; y sobre lo que en seguida volveremos; y el defecto fatal, es decir, el inminente descubrimiento de Gibreel Farishta -o, si lo prefieren, chifladura- de que él era en verdad nada menos que un arcángel con forma humana, y no un arcángel cualquiera, sino el Ángel de la Revelación, el más preeminente de todos (ahora que había caído Shaitan).


* * *

Habían pasado sus días en un aislamiento tal, envueltos en las sábanas de sus deseos, que los celos furiosos e incontrolables de él, que, como advirtiera Yago, «escarnecen la carne de la que se alimentan», tardaron en aflorar. Se manifestaron por primera vez en el ridículo asunto del trío de caricaturas que Allie había colgado delante de la puerta de entrada, con passe-partout color crema y marco oro viejo, todas con la misma dedicatoria garabateada en el ángulo inferior derecho de la cartulina crema: Para A., con esperanzas, de Brunel. Cuando Gibreel reparó en las inscripciones, exigió una explicación, señalando las caricaturas con el brazo extendido y sujetando con la mano libre la sábana que le envolvía (se había ataviado de esta sencilla manera porque había decidido que había llegado el momento de inspeccionar los alrededores; uno no puede pasar la vida echado sobre la espalda, ni siquiera sobre la tuya, dijo); Allie se rió, comprensiblemente. «Te pareces a Bruto, todo muerte y dignidad -bromeó-. La estampa del hombre honorable.» Con vivo asombro, ella le oyó gritar violentamente: «Dime inmediatamente quién es este canalla.»

«Es imposible que hables en serio», dijo ella. Jack Brunel se dedicaba a los dibujos animados, tenía casi sesenta años y había conocido a su padre. Ella nunca sintió ni el menor interés por él, que se dedicaba a cortejarla por el solapado y mudo sistema de enviarle aquellos dibujos de vez en cuando.

«¿Y por qué no los tiras a la papelera?», rugió Gibreel. Allie, sin comprender todavía la magnitud de su cólera, mantuvo un tono humorístico. Conservaba los dibujos porque le gustaban. El primero era un viejo chiste de Punch, en el que se veía a Leonardo da Vinci en su estudio, rodeado de discípulos, arrojando al aire la Mona Lisa como un platillo volador. Acordaos de lo que os digo, se leía al pie: un día los hombres volarán a Padua en cosas como ésta. En el segundo marco había una página de Toff, una revista infantil inglesa de la época de la Segunda Guerra Mundial. En unos tiempos en los que tantos niños se convertían en evacuados, se consideró necesario crear, a modo de explicación, una versión en historieta de los sucesos del mundo de los mayores. Allí se representaba uno de los encuentros semanales entre el equipo local -Toff (un niño increíble, con monóculo, chaquetilla corta y pantalón a rayas estilo Eton) y Bert, su compañero, con gorra de visera y rodillas desolladas- y el asqueroso enemigo, Hatroz Hadolf y sus tarados (hatajo de matones cada cual con su tara, por ejemplo, un garfio en lugar de mano, pies con garras o unos dientes que podían atravesarte el brazo). El equipo británico invariablemente salía vencedor. Gibreel miraba el cuadrito con desdén. «Malditos chauvinistas. Ésa es vuestra mentalidad; eso fue para vosotros la guerra.» Allie optó por no hablarle de su padre, ni decir a Gibreel que uno de los dibujantes de Toff, un acérrimo antinazi natural de Berlín llamado Wolf, fue arrestado e internado con otros alemanes que vivían en Inglaterra y, según Brunel, sus compañeros no movieron ni un dedo para salvarle. «Corazón de piedra -comentó Jack-, es lo único que necesita el dibujante de historietas. ¡Qué gran artista hubiera sido Disney de haber tenido el corazón de piedra! Ése fue su gran defecto.» Brunel dirigía unos pequeños estudios de películas de dibujos animados llamados Producciones Espantapájaros, por el personaje de El mago de Oz.

El tercer marco contenía el último dibujo de una de las películas del gran animador japonés Yoji Kuri, cuya producción, de un cinismo singular, era el perfecto exponente de la realista opinión de Brunel sobre el arte del dibujante. En la película, un hombre caía desde un rascacielos; un coche de bomberos llegaba a toda velocidad y se situaba debajo del que caía. El techo del coche se abría y del interior surgía un gran pincho de acero y, en el dibujo que estaba en la pared de Allie, el hombre llegaba cabeza abajo y el pincho se le clavaba en el cerebro. «Morboso», sentenció Gibreel Farishta.

Puesto que nada conseguía con estos espléndidos regalos, Brunel se vio obligado a salir a la luz y presentarse en persona. Compareció una noche en el apartamento de Allie, sin avisar y bastante bebido, y con una cartera bastante estropeada de la que sacó una botella de ron negro. A las tres de la madrugada se había bebido todo el ron y no parecía pensar en marcharse. Allie, ostensiblemente, se fue al cuarto de baño a lavarse los dientes y, al volver, encontró al dibujante en cueros en el centro de la alfombra de la sala, mostrando un cuerpo sorprendentemente bien formado cubierto de espeso vello gris. Al verla, abrió los brazos gritando: «¡Tómame! ¡Haz conmigo lo que tú quieras!» Ella, con toda la amabilidad posible, le hizo vestirse, y los puso a él y a su cartera en la puerta. Brunel no había vuelto.

Allie contó el caso a Gibreel con una risueña franqueza que indicaba que ella no esperaba que desatara aquella tormenta. Pero también es posible (durante los últimos días habían tenido ciertos roces) que aquel aire de inocencia fuera ficticio, que ella casi deseara que él empezara a portarse mal, de manera que lo que ocurriera fuera culpa suya, no de ella… Lo cierto es que Gibreel puso el grito en el cielo y acusó a Allie de falsear el final de la historia y agregó que en realidad el pobre Brunel debía de estar esperando al lado del teléfono y que ella pensaba llamarle en cuanto él, Farishta, diera media vuelta. Desvarios, en suma, celos del pasado, los peores. Cuando este sentimiento terrible se apoderó de él, empezó a improvisar una serie de amantes, a los que puso por todas las esquinas. Ella le había contado lo de Brunel para mortificarle, gritó; era una crueldad deliberada. «Tú quieres tener a los hombres de rodillas -chilló, perdido ya el control por completo-. Yo no me arrodillo.»

«Basta -dijo ella-. Fuera.»

Su furor se acrecentó. Ciñéndose la toga, se precipitó en el dormitorio para vestirse. Se puso las únicas prendas que poseía, incluida la gabardina del forro escarlata y el sombrero gris de don Enrique Diamond; Allie le miraba desde la puerta. «No creas que volveré», gritó, comprendiendo que su furor podía llevarle hasta la puerta y esperando que ella empezara a calmarle, a hablarle suavemente, a proporcionarle el medio de quedarse. Pero ella se encogió de hombros y se fue, y entonces, en el instante de su mayor ira, se resquebrajaron los límites de la tierra, se oyó un ruido como de una presa que reventara y mientras los espíritus del mundo de los sueños salían en tropel por la brecha al universo de lo cotidiano, Gibreel Farishta vio a Dios.

Para el Isaías de Blake, Dios era, simplemente, inmanente, una indignación incorpórea; pero la visión de Gibreel del Ser Supremo no tenía nada de abstracta. Sentado en la cama había un hombre de su misma edad poco más o menos, estatura mediana, fornido, con una barba de sal y pimienta recortada resiguiendo la línea de la mandíbula. Lo que más le chocó fue que la aparición tenía una calva incipiente, caspa y gafas. Aquél no era el Todopoderoso que él esperaba. «¿Quién es usted?», preguntó con interés. (Ahora ya no le interesaba Alleluia Cone que, al oír que empezaba a hablar solo, había vuelto sobre sus pasos y le observaba con una expresión de auténtico pánico.)

«Ooparvala -dijo la aparición-. El de Arriba.» «¿Cómo puedo estar seguro de que no es el Otro -preguntó Gibreel astutamente-, Neechayvala, El de Abajo?»

Pregunta muy osada que recibió respuesta contundente. Aquella deidad podía tener aspecto de amanuense miope, pero desde luego era capaz de movilizar todo el aparato tradicional de la ira divina. Las nubes se agolparon frente a la ventana; el viento y el trueno hicieron temblar la habitación. En los Fields cayeron árboles. «Estamos perdiendo la paciencia contigo, Gibreel Farishta. Ya basta de dudar de Nos. -Gibreel bajó la cabeza, apabullado por la divina cólera-. Nos no estamos obligado a explicarte Nuestra naturaleza. -El rapapolvo continuaba-. Si Nos somos multiforme y plural; si representamos la unión por hibridación de contrarios tales como Oopar y Neechay, o si somos puro, escueto y sumo, no ha de decidirse aquí.» La revuelta cama, en la que su Visitante descansaba Su parte posterior (que, según observó Gibreel, refulgía levemente, como el resto de la Persona), fue objeto de mirada desaprobadora. «Lo que importa es que ya se han acabado las vacilaciones. ¿Tú querías una señal clara de Nuestra existencia? Nos hicimos que la Revelación llenara tus sueños, en los cuales se explicitaba no sólo Nuestra naturaleza, sino también la tuya. Pero tú te resistías, luchabas contra el sueño por el que Nos te despertábamos. Tu miedo a la verdad nos ha obligado finalmente a manifestarnos, con bastantes molestias, en la vivienda de esta mujer muy entrada la noche. Ya es hora de actuar. ¿Crees que Nos te rescatamos de los cielos para que te revolcaras con una rubia de pies planos (extraordinaria, sin duda). El trabajo espera.»

«Estoy dispuesto -dijo Gibreel con humildad-. De todos modos, ya me iba.»

«Escucha -le decía Allie Cone-, Gibreel, maldita sea, olvida la pelea. Mira: yo te quiero.»

Ahora estaban los dos solos en el apartamento. «Tengo que marcharme», dijo Gibreel suavemente. Ella se colgó de su brazo. «Me parece que no estás bien.» Él insistió en salvar su dignidad. «Después de exigir mi marcha, ya no posees jurisdicción en lo concerniente a mi salud.» Y escapó. Alleluia, al tratar de seguirle, sintió agudos dolores en ambos pies y, sin más opción, cayó al suelo sollozando, lo mismo que una actriz en una película masala, o que Rekha Merchant el día en que Gibreel la dejó por última vez. En suma, lo mismo que un personaje de un tipo de drama en el que ella nunca creyó poder encajar.


* * *

La turbulencia meteorológica desatada por la cólera de Dios para con su siervo había dado paso a una noche clara y tibia presidida por una luna gorda y mantecosa. Sólo los árboles derribados daban testimonio del poder del Ser que ya había partido. Gibreel, con el sombrero calado, el cinturón del dinero bien ceñido al cuerpo, las manos hundidas en los bolsillos -la derecha palpaba un libro pequeño, de tapas blandas-, daba gracias en silencio por su evasión. Seguro ya de su condición arcangélica, desechó todo remordimiento por sus anteriores dudas y lo sustituyó por una firme decisión: él devolvería a esta metrópoli de impíos, esta nueva 'Ad o Thamoud, el conocimiento de Dios, el cual derramaría sobre ella las bendiciones de la Revelación, la Palabra sagrada. Sintió que su antigua personalidad se desprendía de él y la despidió encogiéndose de hombros, pero decidió que, por ahora, conservaría la escala humana. Aún no había llegado el momento de crecer hasta llenar el firmamento de horizonte a horizonte, aunque sin duda llegaría a no tardar.

Las calles de la ciudad se retorcían en torno a él, enroscándose como serpientes. Londres se había vuelto inestable, revelando su verdadera naturaleza, caprichosa y atormentada, su angustia de ciudad que ha perdido el sentido de identidad y, por consiguiente, se debate en la impotencia de su egoísta y airado presente de máscaras y parodias, asfixiada y oprimida por el peso insoportable del pasado no desechado, mientras contempla la desolación de un futuro empobrecido. Él deambuló toda la noche, y el día siguiente, y la noche siguiente, hasta que luz y oscuridad dejaron de importar. Ya no parecía necesitar la comida ni el descanso; sólo sentía el afán de moverse constantemente por aquella metrópoli torturada cuya textura estaba transformándose por completo; las casas de los barrios ricos se construían ahora de miedo solidificado; los edificios del Gobierno, de vanagloria y desprecio, y las viviendas de los pobres, de confusión y sueños materiales. Cuando miras con ojos de ángel, ves esencias en lugar de superficies, ves la corrupción del alma que levanta ampollas y pústulas en la piel de los transeúntes, ves la generosidad de algunas personas posada en sus hombros en forma de ave. Mientras vagaba por la ciudad transformada, vio diablillos con alas de murciélago sentados en las esquinas de edificios hechos de mentiras, y vislumbró duendes que reptaban como gusanos por entre las baldosas rotas de los urinarios públicos. Al igual que el fraile alemán Richalmus en el siglo trece, sólo con cerrar los ojos veía nubes de demonios minúsculos que envolvían a cada hombre y mujer del mundo, bailando como motas de polvo al sol, ahora Gibreel, con los ojos abiertos al claro de luna y a la luz del sol, detectaba en todas partes la presencia de su adversario, de su -para devolver a la vieja palabra su significado original- shaitan.

Mucho antes del Diluvio, recordó -al parecer, ahora que había reasumido el papel de arcángel se le restituían, poco a poco, su memoria y sabiduría arcangélicas-, numerosos ángeles (los primeros nombres que recordó, Semjaza y Azazel) fueron arrojados del Cielo por desear a las hijas de los hombres, las cuales, llegado el momento, parieron una raza perversa de gigantes. Ahora empezaba a comprender la magnitud del peligro del que se había salvado al apartarse de Alleluia Cone. ¡Oh, la más falsa de las criaturas! ¡Oh, princesa de los poderes del aire! Cuando el Profeta, paz a su nombre, recibió la wahi, Revelación, ¿no temió también haber perdido el juicio? ¿Y quién le tranquilizó dándole la certidumbre que necesitaba? Pues Khadija, su esposa. Ella le convenció de que no estaba loco de remate, sino que era el Mensajero de Dios.

Pero Alleluia, ¿qué había hecho por él? Tú no eres tú. Me parece que no estás bien. ¡Oh, causante de tribulaciones, generatriz de discordia y de la amargura del corazón! ¡Sirena tentadora, diablo en forma humana! Ese cuerpo como la nieve, con su pelo pálido, pálido; cómo lo utilizaba ella para nublarle el alma, y cuán duro le resultó, por la debilidad de la carne, resistirse…, prendido por ella en las redes de un amor tan complejo que estaba más allá de toda comprensión y le había llevado hasta el borde de la Caída final. ¡Cuán benéfico fue entonces para él el Ente Superior! Ahora veía que la elección era fácil: el amor infernal de las hijas de los hombres o la celestial adoración de Dios. Él consiguió hacer la elección buena, en el último instante.

Del bolsillo derecho de la gabardina sacó el libro que estaba allí desde que se fue de casa de Rosa, hacía un milenio: el libro de la ciudad que él venía a salvar, el Mismo Londres, capital de Vilayet, convenientemente expuesta con todo detalle, sin omitir nada. Él redimiría esta ciudad: Londres a su alcance, de la A a la Z.


* * *

En una esquina de una zona de la ciudad antaño conocida por sus artistas y radicales y transitada por hombres en busca de prostitutas y ahora entregada al personal publicitario y productores cinematográficos menores, el arcángel Gibreel descubrió un alma perdida. Era joven, del género masculino, buena estatura y una gran belleza, con la nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, y con los dientes de oro. El alma perdida estaba de pie en el bordillo de la acera, de espaldas al arroyo, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, y sostenía en la mano derecha un objeto que evidentemente tenía en gran estima. Su conducta era extraña: contemplaba intensamente el objeto que tenía en la mano y luego miraba en derredor, sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda, escudriñando con ávida concentración la cara de los que pasaban por su lado. Gibreel, que no quería actuar con brusquedad, observó, en una primera pasada, que el objeto que asía el alma perdida era una foto tamaño pasaporte. A la segunda pasada se paró delante del desconocido y le ofreció su ayuda. El otro le miró con recelo y le puso la foto delante de la nariz. «Este hombre -dijo golpeando la cartulina con un largo índice-. ¿Conoces a este hombre?»

Cuando Gibreel vio que desde la foto le miraba un joven de gran belleza, con una nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, comprendió que su instinto no le había engañado, que allí, en una concurrida esquina, observando a la gente, por si se veía pasar a sí mismo, había un alma en busca del cuerpo extraviado, un espectro que necesitaba desesperadamente su envoltura física perdida; porque los arcángeles saben que el alma o ka no puede existir (una vez se ha roto el dorado cordón de luz que la une al cuerpo) más de una. noche y un día. «Yo puedo ayudarte», prometió, y el joven le miró con viva incredulidad. Gibreel se inclinó, tomó la cara del alma entre las manos y la besó firmemente en los labios, porque el espíritu que es besado por un arcángel recupera inmediatamente el sentido de la orientación y encuentra el camino de la verdad y la virtud. Ahora bien, el alma perdida reaccionó a la gracia del beso arcangélico de un modo sorprendente. «¡Maricón! -gritó-. Puedo estar desesperado, tú, pero no tanto», después de lo cual, manifestando una solidez insólita en los espíritus incorpóreos, sacudió al Arcángel del Señor un soberano golpe en la nariz con el mismo puño con que sostenía su imagen, provocando desorientación y hemorragia.

Cuando a Gibreel se le aclaró la vista, el alma perdida se había marchado, pero ahora tenía delante, flotando en su alfombra, a medio metro del suelo, a Rekha Merchant, que se burlaba de él en su perplejidad. «No ha sido un gran comienzo -comentó resoplando-. Vaya un arcángel. Gibreel janab, estás mal de la cabeza, te lo digo yo. Interpretaste a demasiados personajes alados y eso no podía ser bueno para ti. Y, en tu lugar, yo no me fiaría de esa Deidad tuya -agregó en tono más confidencial, si bien Gibreel sospechó que su intención seguía siendo satírica-. Él mismo se delató al embarullar la respuesta a tu pregunta de si era Oopar o era Neechay. Este criterio de separación de funciones, luz contra tinieblas, el mal contra el bien, puede tener sentido en el Islam (Oh, hijos de Adán, no permitáis que el diablo os seduzca, como expulsó a vuestros padres del paraíso, arrancándoles el vestido para mostrarles su vergüenza), pero no tienes más que remontarte un poco y verás que se trata de una invención bastante reciente. Amos, en el siglo octavo a. C, pregunta: "¿Puede haber mal en una ciudad y no ser obra del Señor?" El mismo Yavé, citado doscientos años después en Deutero-Isaías, explica: "Yo hago la luz y creo las tinieblas; Yo hago la paz y creo el mal; Yo, el Señor, hago todas estas cosas." Y no es hasta el siglo cuarto a. C, en el Libro de las Crónicas, cuando se usa la palabra shaitan para designar un ser y no sólo un atributo de Dios.» Este discurso, evidentemente, nunca hubiera podido pronunciarlo la Rekha «real», que descendía de una tradición politeísta y jamás manifestó ni asomo de interés por la comparación de las religiones y, mucho menos, por los Apócrifos. Pero Gibreel sabía que la Rekha que le perseguía desde que cayó del Bostan no era real de una manera objetiva, psicológica o físicamente coherente. Entonces, ¿qué era? Sería fácil imaginarla como algo creado por él mismo, su propia cómplice-adversaria, su demonio interior. Ello explicaría su desparpajo con el arcano. Pero ¿cómo había adquirido él estos conocimientos? ¿Realmente los poseyó en tiempos y luego los perdió, como le informaba ahora su memoria? (Tenía la molesta sensación de que aquí había algo que no acababa de encajar, pero cuando trataba de concentrar sus pensamientos en su «época de tinieblas», es decir, aquel período durante el cual, inexplicablemente, dejó de creer en su condición angélica, se veía ante un espeso frente de nubes, a través del cual, por más que se esforzaba, apenas distinguía unas sombras.) ¿O podía ser que el material que ahora le llenaba el pensamiento, trasunto, digamos por vía de ejemplo, de cómo sus ángeles-lugartenientes Ithuriel y Zephon encontraron al adversario agazapado como un sapo junto al oído de Eva en el Edén, utilizando sus artes «para llegar / A los órganos que la intrigaban, y forjar con ellos / Las ilusiones de su mayor agrado, fantasmas y sueños», que este material, decía, hubiera sido introducido en su cabeza por aquella misma ambigua Criatura, aquel De Arriba y De Abajo que le había visitado en el dormitorio de Alleluia despertándolo de su largo sueño en vigilia? Entonces, quizá, también Rekha era emisaria de este Dios, una divina antagonista externa y no una sombra interna, nacida del remordimiento; alguien enviado para luchar contra él y hacerle otra vez completo.

Le sangraba la nariz, que empezó a latirle dolorosamente. No toleraba el dolor. «Siempre fuiste un llorón», reía Rekha en sus barbas. Shaitan comprendía mejor:

¿Vive quien ama su dolor?

¿Quién es el que, si encontrara el camino, no escaparía del infierno

aunque

hubiera sido condenado? Tú mismo, sin duda,

con osadía te aventurarás hasta el lugar

más alejado del dolor, en el que pudieras esperar trocar

el tormento por solaz…

Él no habría sabido decirlo mejor. La persona que se encontrara en un infierno recurriría a todo, violación, extorsión asesinato, felo de se, lo que fuera, con tal de poder salir… Se aplicó el pañuelo a la nariz y Rekha, presente todavía en su alfombra voladora e intuyendo su ascensión (¿o descenso?) al reino de la especulación metafísica, trató de llevar las cosas a terreno más familiar. «Debiste seguir conmigo -opinó-. Habrías podido quererme mucho. Yo sabía querer. No todo el mundo tiene esa facultad; yo sí la tengo, quiero decir la tenía. Querer no como esa rubia explosiva y egoísta que no hacía más que pensar en tener un hijo y ni siquiera te lo mencionó. Ni como tu Dios, que ya no es como en los viejos tiempos en que esas Personas se tomaban un interés.»

Se imponía replicar a varios extremos. «Tú estabas casada, de principio a fin -respondió-. Los cojinetes. Yo era tu plato de segunda mesa. Por lo que a Él atañe, yo, que durante tanto tiempo esperé que se manifestara, no voy a murmurar de Él post facto, después de la aparición personal. Finalmente, ¿a qué viene lo del niño? Por lo visto, tú no te detienes ante nada.»

«Y tú no sabes lo que es el infierno -replicó ella secamente, dejando caer la máscara de la imperturbabilidad-. Pero, descuida, campeón, lo sabrás. A una palabra tuya, yo habría dejado al pesado de los cojinetes al instante, pero tú, ni mu. Pues allá abajo nos veremos, Hotel Neechayvala.»

«¡Y qué ibas a dejar a tus hijos! -insistió él-. Los pobres, si hasta los tiraste desde la azotea antes de saltar.» Esto la hizo estallar. “¡Cállate! ¡No te atrevas a hablar! ¡Ya te arreglaré, míster! ¡Te freiré el corazón y me lo comeré con tostadas! Y, en cuanto a tu princesa Blancanieves, ella opina que los hijos son propiedad materna exclusivamente, porque los hombres vienen y se van, mientras que una se queda. Tú no eres más que la semilla, con perdón, y ella, el huerto. ¿Quién pide permiso a la semilla para plantarla? ¡Qué sabes tú, memo de Bombay, de las ideas modernas de las mamás!»

«¡Mira quién habló! -repuso él, indignado-. ¿Es que pediste permiso al papaíto para tirar a los niños desde la azotea?»

Ella desapareció, furiosa, entre humo amarillo, con una explosión que le hizo tambalearse y le tiró el sombrero (quedó con la copa hacia abajo, en la acera, a sus pies), al tiempo que producía un efecto olfativo de tan nauseabunda potencia que le provocó náuseas y arcadas. Gratuitas, ya que estaba totalmente vacío de comida y bebida por no haber tomado alimento alguno en muchos días. Ah, la inmortalidad, pensó, noble liberación de la tiranía del cuerpo. Advirtió que dos individuos lo contemplaban con curiosidad: un joven de aspecto agresivo, todo tachas y cuero, pelo arco iris a lo mohicano y zigzag de relámpago pintado en la nariz, y una señora de mediana edad y cara afable, con un pañuelo en la cabeza. Pues muy bien: aprovecharía la oportunidad. «Arrepentios -exclamó con vehemencia-. Yo soy el Arcángel del Señor.»

«Pobre tío», dijo el mohicano, que echó una moneda en el sombrero de Farishta y se fue. La señora afable, por el contrario, se inclinó confidencialmente hacia Gibreel y le entregó un folleto. «Esto le interesará.» Él vio que se trataba de propaganda racista que exigía la «repatriación» de toda la población negra del país. Gibreel dedujo que lo había tomado por un ángel blanco. O sea, que ni los ángeles se libraban de estas distinciones, advirtió con sorpresa. «Mírelo de esta manera -decía la señora, interpretando su silencio como duda y revelando, por su manera de hablar, en voz alta y recalcando las sílabas, que se daba cuenta de que él no era del todo pukka, un ángel bizantino, tal vez chipriota o griego, con el que debía usar su mejor "voz para el afligido"-. Imagine que toda esa gente fuera y llenara su país de usted, cualquiera que sea. ¿Qué? ¿Le gustaría eso?»


* * *

Golpeado en la nariz, mortificado por fantasmas, recibiendo limosnas en lugar de reverencia y advirtiendo por diversas manifestaciones lo bajo que habían caído los habitantes de la ciudad y la inexorabilidad del mal que se apoderaba de ella, Gibreel se sintió más firmemente decidido que nunca a empezar a esparcir el bien, a iniciar la gran tarea de hacer retroceder las fronteras de los dominios del adversario. El atlas que llevaba en el bolsillo le serviría para trazar el plan de campaña. Redimiría la ciudad cuadrícula a cuadrícula, empezando por Hockley Farm, en el ángulo noroeste del plano, y terminando por Chance Wood, en el sudeste; después de lo cual, quizá, celebraría el final de sus trabajos con un partido de golf en el campo situado en el mismo borde del mapa y llamado, con toda propiedad, Wildernesse, la selva.

Y, en algún lugar del camino, le esperaría el adversario. Shaitan, Iblis o cualquiera que fuera el nombre que había adoptado -y, ciertamente, el nombre lo tenía Gibreel en la punta de la lengua-, y su efigie malévola y cornuda, todavía desdibujada, pronto se perfilaría y el nombre volvería a su memoria, Gibreel estaba seguro, porque ¿acaso no crecían sus poderes de día en día, no era él aquel que, recuperada su gloria, arrojaría al adversario nuevamente a las Negras Profundidades? Ese nombre… ¿cómo era? Tch-nosecuántos. Tchu Tche Tchin Tchow. Tranquilo. Cada cosa en su momento.


* * *

Pero la ciudad, en su corrupción, se negaba a someterse al dominio de los cartógrafos, cambiando de forma a su antojo y sin avisar, e impidiendo a Gibreel realizar su operación de la forma sistemática que él habría preferido. Algunos días, al doblar una esquina al extremo de una grandiosa columnata construida de carne humana y cubierta de una piel que sangraba si la arañabas, se encontraba en una zona desértica e inexplorada, en cuyo lejano confín divisaba altas edificaciones familiares, la cúpula de Wren y la esbelta bujía metálica de la torre Telecom, que se desmoronaban al viento como castillos de arena. Cruzaba a trompicones parques extraños y anónimos y salía a las concurridas calles del West End, en las que, para consternación de los automovilistas, del cielo había empezado a gotear ácido que había abiertos grandes agujeros en la calzada. En aquel pandemónium de espejismos oía risas con frecuencia; la ciudad se burlaba de su inoperancia, esperaba su rendición, su reconocimiento de que lo que allí existía no podía comprenderlo él y, mucho menos, cambiarlo. Gritaba maldiciones a su adversario todavía sin cara, suplicaba a la Deidad otra señal, temía que sus energías no bastaran para la tarea. En suma, iba camino de convertirse en el más triste y aperreado de los arcángeles, con las ropas sucias, el pelo lacio y grasiento y una barba hirsuta y llena de remolinos. Con este lamentable aspecto llegó a la estación del metro de Ángel.

Debía ser primera hora de la mañana, porque en aquel momento el personal de la estación abría las verjas de la noche. Entró tras ellos, arrastrando los pies, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos (la guía había sido descartada hacía tiempo), y cuando por fin levantó la mirada vio ante sí una cara que estaba a punto de llorar.

«Buenos días», dijo él, y la taquillera respondió amargamente: «Lo que tienen de bueno quisiera yo saber», y entonces llegaron las lágrimas, gordas, globulares y abundantes.

«Vamos, vamos, hija», dijo él, y la muchacha le miró con incredulidad. «Usted no es cura», opinó. Él respondió, vacilando un poco: «Yo soy el arcángel Gibreel.» Ella se echó a reír con la misma brusquedad con que empezara a llorar. «Los únicos ángeles que tenemos aquí son los que ponen en las farolas en Navidad. Iluminaciones navideñas. Los del consejo municipal los cuelgan del cuello.» Él no se amilanó. «Yo soy Gibreel -repitió, mirándola sin pestañear-. Habla.» Y, con asombro de sí misma, que sería expresado con todo énfasis, yo es que no puedo creer que yo hiciera eso, contarle mi vida a un vagabundo, no es propio de mí, sabe usted, la taquillera empezó a hablar.

Se llamaba Orphia Phillips, veinte años, padres vivos y a su cargo, y más ahora que la idiota de Hyacinth, su hermana, había perdido su empleo de fisioterapeuta por «andarse con tonterías». Él -porque, desde luego, había un él- se llamaba Uriah Moseley. Últimamente se habían instalado en la estación dos relucientes ascensores, y Orphia y Uriah eran los encargados de su manejo. En horas punta, cuando funcionaban los dos ascensores, había poco tiempo para conversación; pero durante el resto del día sólo se usaba uno. Orphia se situaba en el punto de recogida de billetes, mismamente enfrente, y Uri pasaba muchos ratos abajo con ella, apoyado en la puerta de su reluciente ascensor y hurgándose en la boca con un mondadientes de plata que su bisabuelo había liberado de algún antiguo plantador. Aquello era el verdadero amor. «Pero yo me dejo llevar del sentimiento -sollozó Orphia-. Demasiado impulsiva, poco seso.» Una tarde, durante una calma, ella abandonó su puesto y se puso delante de él, que estaba apoyado en el ascensor hurgándose los dientes y, al ver cómo le miraba, guardó el mondadientes. Después de aquello, él iba a trabajar con un paso más vivo y elástico; también ella estaba en la gloria mientras descendía a las entrañas de la tierra día tras día. Sus besos eran cada vez más largos y apasionados. A veces ella no se soltaba ni cuando sonaba el zumbador de llamada, y Uriah tenía que desasirse al grito de: «Calma, niña, el público.» Uriah tenía verdadera vocación para su trabajo. Solía hablarle de lo orgulloso que estaba de su uniforme, de la satisfacción que le producía estar en un servicio público, dedicar su vida a la sociedad. A ella esto le parecía un poco pedante y de buena gana le hubiera dicho: «¡Chico, Uri, que no eres más que un ascensorista!», pero, intuyendo que este realismo no sería bien recibido, ella se mordía su descarada lengua, mejor dicho, se la guardaba.

Sus abrazos en el túnel se convirtieron en guerras. Él trataba de zafarse, estirándose la chaqueta, pero ella le mordía la oreja y le metía la mano por el pantalón. «Estás loca», decía él, pero ella seguía y preguntaba: «¿Sí? ¿Te molesta?»

Fueron sorprendidos, como era de esperar: una señora de cara afable con pañuelo a la cabeza y chaqueta de cheviot presentó una queja. Tuvieron suerte de no perder el empleo. Orphia fue «apeada» de los ascensores y encerrada en la taquilla. Y, lo que era peor, su lugar fue ocupado por Rochelle Watkins, la beldad de la estación. «Yo sé muy bien lo que ocurre -exclamó, furiosa-. Yo veo la cara de Rochelle cuando pasa por aquí, arreglándose el pelo y demás.» Ahora Uriah rehuía la mirada de Orphia.

«No sé qué ha hecho usted para que le cuente mis cosas -terminó, desconcertada-. Usted no es un ángel. Eso, seguro.» Pero, por más que se esforzaba, no conseguía sustraerse al influjo de su hipnótica mirada. «Yo sé lo que hay en tu corazón», dijo él.

Por la taquilla le tomó una mano que se le abandonó. Sí, eso era, la fuerza del deseo que había en ella llegaba hasta él, permitiéndole comunicársela nuevamente a la muchacha, estimulándola a la acción, permitiéndole decir y hacer lo que más necesitaba; esto era lo que él recordaba, esta facultad para unirse a la persona a la que se aparecía, de manera que lo que sucedía a continuación era producto de esta comunión. Al fin, pensó, vuelven las funciones arcangélicas. Dentro de la taquilla, la empleada del metro Orphia Phillips había cerrado los ojos, tenía el cuerpo relajado en la silla, pesado y aletargado, y sus labios se movían. Y los de él también, al unísono. Así. Ya estaba.

En aquel momento, el jefe de estación, un hombrecillo colérico con nueve largos pelos pegados sobre la calva de oreja a oreja, salió por su puertecita como el cuco de un reloj. «¿A qué está jugando? -gritó a Gibreel-. Fuera de aquí o llamo a la policía. -Gibreel se quedó donde estaba. El jefe de estación, al ver a Orphia salir del trance, empezó a chillar-: Usted, Phillips. Vamos, es que no he visto cosa igual. Cualquier cosa que lleve pantalones; pero esto es ridículo. Vamos, en mi vida. Y durmiendo en el puesto de trabajo, pero vamos. -Orphia se levantó, se puso el impermeable, recogió el paraguas plegable y salió de la taquilla-. Y abandonar un servicio público. Entre ahí inmediatamente si no quiere verse en la calle, puede estar bien segura. -Orphia se fue hacia la escalera de caracol y bajó a niveles inferiores. Privado de su empleada, el jefe de estación se encaró con Gibreel-: Fuera de aquí. Ahueca. Anda, anda a tu agujero.»

«Yo espero el ascensor», respondió Gibreel dignamente.

Cuando llegó abajo, Orphia Phillips dobló una esquina y vio a Uriah Moseley apoyado en la garita de recogida de billetes de aquel modo tan suyo, y a Rochelle Watkins mirándole con una sonrisa bobalicona. Pero Orphia sabía lo que tenía que hacer. «¿Has dejado a Chelle tocar el palillo, Uri? -dijo con una cantilena-. Seguro que le encantaría.»

Los dos se irguieron bruscamente. Uriah empezó a defenderse con bravuconería: «No seas ordinaria, Orphia.» Pero la mirada de ella le dejó cortado. Luego, Uriah empezó a andar hacia ella, como en sueños, dejando plantada a Rochelle. «Muy bien, Uri -dijo ella con suavidad, sin apartar de él la mirada ni un instante-. Ven aquí. Ven con mamá.» Ahora atrás hasta el ascensor, y adentro con él, y luego arriba y adiós. Pero algo fallaba. El ya no andaba. Rochelle Watkins estaba a su lado, demasiado cerca la condenada, y él se había parado. «Díselo, Uriah -dijo Rochelle-. Dile que aquí abajo no funciona su estúpido obeah.» Uriah pasaba el brazo alrededor de Rochelle Watkins. No era así como ella lo había soñado, como ella estaba rematadamente segura que sería, después de que el tal Gibreel le tomara la mano, así, ni más ni menos que si estuvieran destinados; farsante, pensó. Pero ¿qué le ocurría? Se adelantó. «Sácamela de encima, Uriah -gritó Rochelle-. Me destroza el uniforme y todo.» Ahora, Uriah, agarrando a la frenética taquillera por las muñecas, le comunicó la noticia: «¡Me caso con ella! -Y Orphia se quedó sin ánimo de luchar. Las trencitas dejaron de saltar haciendo tintinear los abalorios-. O sea que estás fuera de servicio, Orphia Phillips -prosiguió Uriah, resoplando un poco-. Y, como ha dicho la señorita, el obeah no cambiará nada.» Orphia, también respirando fatigosamente, con la ropa desordenada, se dejó caer al suelo y quedó sentada, apoyada en la pared curva del túnel. Hasta ellos subió el ruido de un tren que se acercaba; los prometidos para casarse corrieron a sus puestos, arreglándose la ropa y dejando a Orphia sentada en el suelo. «Muchacha -dijo Uriah Moseley a modo de despedida-, tú eras demasiado lanzada para mí.» Rochelle Watkins envió un beso a Uriah desde su garita de recogida de billetes; él, apoyado en su ascensor, se hurgaba los dientes. «Cocina casera -le había prometido Rochelle-. Y sin sorpresas.»

«¡Cochino golfo! -gritó Orphia Phillips a Gibreel después de subir por la escalera de caracol los doscientos cuarenta y siete escalones del desengaño-. Tú no eres un diablo decente. ¿Quién te pedía que me fastidiaras la vida?»


* * *

Hasta la aureola se ha apagado, como bombilla que se funde, y no sé dónde está la tienda. Gibreel, sentado en un banco de los jardincillos cercanos a la estación, cavilaba sobre la futilidad de su empeño. Y observó que, una vez más, afloraban blasfemias: si el dabba llevaba una marca equivocada y, por lo tanto, era puesto en un recipiente incorrecto, ¿era del dabbawalla la culpa? Si los efectos especiales -alfombra voladora o similar- no funcionaban y veías tremolar la orla azul en el contorno del viajero, ¿había que reprocharlo al actor? Ergo, si su cometido angélico dejaba que desear, ¿de quién era la culpa, por favor? ¿Suya o de algún otro Personaje? Los niños jugaban en el jardín de sus dudas, entre nubes de mosquitos, rosales y desesperación. Al escondite, a los cazafantasmas, a correr y parar. Eleoenedeerreeese, Londres. Gibreel se decía que la caída de los ángeles no era lo mismo que el Resbalón de la Mujer y el Hombre. En el caso de las personas humanas, se trataba de una cuestión moral. No comerás el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y comieron. La mujer primero y, a instancias suyas, el hombre, adquirieron las normas éticas verboten, con dulce sabor a manzana: la serpiente les proporcionó un sistema de valores. Permitiéndoles, entre otras cosas, juzgar a la propia Deidad, haciendo posibles, con el tiempo, las peliagudas preguntas: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la muerte? Y tuvieron que marcharse. Eso no quería que Sus criaturitas, tan monas ellas, se salieran del tiesto. Los niños se reían en su cara: hay algo extraaaño en el vecindaaario. Le encañonaban con sus desintegradoras como si de un fantasma de medio pelo se tratase. ¡Fuera de ahí!, ordenó una mujer, muy pulcra, blanca, pelirroja, con una ancha franja de pecas atravesada en la cara; había repugnancia en su voz. ¿Me habéis oído? ¡Ya! Mientras que el batacazo de los ángeles fue simple cuestión de poder: un caso clarísimo de celestial labor de policía, castigo a la rebelión, un buen escarmiento, no fuera a cundir el ejemplo. Y qué poca confianza en Sí misma tenía esta Deidad, Que no quería que Sus mejores creaciones distinguieran el bien del mal; y Que reinaba por el terror, exigiendo la sumisión incondicional incluso a Sus más íntimos colaboradores, despachando a los disidentes a Sus ardientes Siberias, a los gulags del infierno… Gibreel se contuvo. Éstos eran pensamientos satánicos que le metía en la cabeza Iblis-Beelzebub-Shaitan. Si la Entidad estaba castigándole todavía por su desfallecimiento en la fe, ésta no era la manera de hacerse merecedor del perdón. Debía perseverar hasta que, purificado, sintiera que se le había restituido toda su fuerza. Trató de dejar la mente en blanco, mientras, sentado en su banco, miraba, a la luz del atardecer, a los niños que jugaban (ahora a cierta distancia). Ip-dip-sky-blue who's-there-not-you not-because-you're-dirty not-because-you're-clean, y aquí le pareció que uno de los niños, muy serio, de unos once años, con ojos enormes, le miraba fijamente: my-mother-says you're-the-fairy-queen. [2]

Se le apareció Rekha Merchant, toda alhajas y sedas. «Los bachchas te cantan canciones de mofa, Ángel del Señor -le dijo, burlona-. Ni esa pobre taquillera sacó una gran impresión de ti. Mal te veo, baba.»


* * *

Pero en esta ocasión el espíritu de Rekha Merchant, la suicida, no venía únicamente a burlarse. Él, con vivo asombro, le oyó afirmar que la causa de todos sus sinsabores era ella: «¿Imaginas que sólo manda tu Cosa Una? -le gritó-. Mira, tesoro, deja que te ilustre.» Sus modismos jactanciosos, típicos del habla de Bombay, le hicieron sentir una punzada de nostalgia por la ciudad perdida, pero ella prosiguió, sin darle tiempo a reponerse: «Recuerda que yo morí de amor por ti, sabandija; ello me da ciertos derechos. Concretamente, el de vengarme de ti arruinándote la vida. El hombre que hace dar el salto a la mujer que lo ama tiene que pagar, ¿no crees? De todos modos, es la regla. Pero ya hace mucho tiempo que te llevo de coronilla y empiezo a estar harta. ¡No olvides que yo siempre fui generosa y perdonaba como nadie! Y cómo te gustaba mi perdón, ¿eh? Por lo tanto, he venido para decirte que siempre es posible el compromiso. ¿Quieres que hablemos o prefieres seguir extraviado en esta locura y convertirte no en un ángel, sino en un perdido, un desgraciado?»

Gibreel preguntó: «¿Qué compromiso?»

«¿Qué compromiso va a ser? -repuso ella, transfigurada, toda dulzura, con los ojos brillantes-. Mi farishta, es tan poca cosa…»

Sólo que él dijera que la amaba;

Sólo que él lo dijera y, una vez a la semana, cuando ella viniera a acostarse con él, le demostrara su amor;

Sólo que la noche que él señalara, todo fuera otra vez como durante los viajes de negocios del hombre de los cojinetes;

«Entonces yo pondré fin a las aberraciones de la ciudad con las que ahora te obsesiono; no estarás poseído por esta idea insensata de cambiar, de redimir la ciudad, como si fuera un objeto dejado en la tienda de empeños; todo será paz-paz; hasta podrás vivir con tu titi carablanca y ser la mayor estrella de cine del mundo; ¿cómo voy a tener celos, Gibreel, si estoy muerta? No quiero que digas que soy tan importante como ella, no; yo me conformo con un amor de segunda, plato de segunda mesa, el repuesto. ¿Qué te parece, Gibreel? Sólo dos palabras; ¿qué dices?» Dame tiempo.

«No es como si pidiera algo nuevo, algo que no hubieras aceptado, hecho, gozado. No es tan malo acostarse con un fantasma. ¿Qué me dices de aquella noche en casa de la vieja Mrs. Diamond, en el cobertizo de la playa? Una verdadera tamasha, ¿no crees? ¿Y quién te lo preparó? Mira, yo puedo tomar la forma que prefieras; es una de las ventajas de mi condición. ¿Deseas otra vez a la fulana de la edad de piedra que estaba en el cobertizo? A las tres. ¿Quieres la viva imagen del témpano de tu escaladora, esa marimacho sudorosa? Pues allakazoo, allakazam. ¿Quién crees que estaba allí esperándote cuando murió la vieja?»

Él pasó la noche recorriendo las calles de la ciudad, que ahora estaban quietas, normales, como si hubieran sido sometidas otra vez a leyes naturales; mientras Rekha -que flotaba en su alfombra delante de él, un poco más arriba de su cabeza, como una artista en un escenario- le daba la más dulce de las serenatas acompañándose con un viejo armonio con costados de marfil, cantando de todo, desde los gazals de Faiz Ahmed Faiz hasta la mejor música de viejas películas, como la intrépida canción que entona la danzarina Anarkali en presencia del gran mogol Akbar en el clásico de los años cincuenta Mughal-e-Azam, para proclamar con gozo su amor imposible y prohibido por el príncipe Salim, «Pyaar kiya to darna kya?». Es decir, poco más o menos, ¿por qué temer al amor? Y Gibreel, que fue abordado cuando se hallaba en el jardín de la duda, sentía que la música le prendía el corazón con unos hilos que lo llevaban hacia ella, porque lo que Rekha le pedía era, como decía ella, tan poca cosa, al fin y al cabo.

Llegó al río, y a otro banco, camellos de hierro forjado que sostenían unos maderos debajo del obelisco de Cleopatra. Se sentó y cerró los ojos. Rekha cantaba unos versos de Faiz:

No me pidas, mi amor,

aquel amor que te tuve…

Qué hermosa eres aún, mi amor,

mas yo estoy desvalido;

porque el mundo tiene otras penas además del amor,

y otros placeres también.

No me pidas, mi amor,

aquel amor que te tuve.

Gibreel vio a un hombre dentro de sus ojos cerrados; no Faiz, sino otro poeta, ya muy caduco, un sujeto decrépito. Sí, así se llamaba: Baal. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué tenía que decir? Porque, desde luego, trataba de decir algo; pero su voz ronca y su manera de arrastrar las sílabas hacían difícil entenderle… A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando aún es débil, ¿QUÉ clase de idea eres tú? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres el tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda machacada; pero, a la que hace cien, te cambia el mundo?

«¿Cuál es la segunda pregunta?», preguntó Gibreel en voz alta.

Antes contesta la primera.


* * *

Gibreel, cuando abrió los ojos al amanecer, encontró a Rekha incapaz de cantar, silenciada por la expectación y la incertidumbre. Él se lo soltó sin más tardar: «Es una trampa. No hay más Dios que Dios. Tú no eres ni la Entidad ni Su adversario, sino sólo una niebla que chilla. No hay trato; yo no pacto con las nieblas.» Entonces él vio cómo las esmeraldas y los brocados se desprendían de su cuerpo, seguidos de la carne, hasta que sólo quedó el esqueleto que también se deshizo; finalmente, se oyó un grito lastimoso y penetrante cuando lo que quedaba de Rekha voló hacia el sol con el furor del vencido.

Y no volvió, salvo al -o cerca del- final.

Gibreel, convencido de haber pasado una prueba descubrió que un gran peso se le había quitado de encima; sentía cómo, por segundos, iba invadiéndole la alegría, hasta que, cuando acabó de salir el sol, estaba delirante de júbilo. Ahora podía empezar su labor: la tiranía de sus enemigas, de Rekha y Alleluia Cone y de todas las mujeres que deseaban encadenarlo con deseos y canciones, había sido derrotada definitivamente; ahora sentía que, de un punto situado detrás de su cabeza, volvía a brotar la luz, y también que su peso disminuía. Sí, perdidos los últimos vestigios de su humanidad, ahora se le restituía la facultad de volar, ahora se hacía etéreo tejido de aire iluminado. Ahora mismo podía alzarse desde este parapeto ennegrecido y planear sobre el viejo río gris, o saltar desde cualquiera de sus puentes y no volver a tocar tierra. Sí; había llegado el momento de mostrar un prodigio a la ciudad, y cuando sus gentes, amedrentadas, divisaran al arcángel Gibreel alzándose sobre el horizonte del oeste con toda su majestad, bañado por los primeros rayos del sol, se arrepentirían de sus pecados.

Empezó a expandir su persona.

¡Qué raro que, de todos los conductores que bajaban por el Embankment como un torrente -al fin y al cabo, era hora punta-, ni uno solo mirase en su dirección o se fijase en él! Realmente, aquella gente había perdido la facultad de ver. Y, puesto que las relaciones entre hombres y ángeles son ambiguas -los ángeles o mala'ikah son a un tiempo guardianes de la naturaleza e intermediarios entre la Deidad y la raza humana; pero, al mismo tiempo, como dice claramente el Quran, Nos dijimos a los ángeles, sed sumisos con Adán, simbolizando la capacidad del hombre para dominar, por el conocimiento, las fuerzas de la naturaleza representadas por los ángeles-, poco podía hacer el desconocido y contrariado malak Gibreel. Los arcángeles sólo pueden hablar cuando a los hombres les da la gana de escuchar. ¡Qué pandilla! ¿No había él advertido desde el principio a la Super-Entidad sobre esta partida de criminales y pecadores? «¿Vas a poner en la tierra a gentes que causan daño en ella y derraman sangre?», había preguntado él, y el Ser, como siempre, respondió que tenía sus razones. Pues allí los tenía, a los amos de la tierra, enlatados como atún sobre ruedas y más ciegos que murciélagos, con la cabeza llena de malas ideas, y el periódico, de sangre. Realmente, era increíble. Aquí aparecía un ser celestial, todo luz, fulgor y bondad, más grande que el Big Ben, capaz de poner un pie en cada orilla del Támesis, a lo coloso, y aquellos mosquitos seguían inmersos en el programa de radio-motor y en sus trifulcas con otros automovilistas. «Yo soy Gibreel», dijo con una voz que hizo temblar todos los edificios de la orilla: nadie se enteró. Ni una sola persona salió corriendo de los edificios que se tambaleaban, para escapar del terremoto. Ciegos, sordos y dormidos.

Él decidió forzar las cosas.

El río del tráfico fluía delante de él. Aspiró profundamente, levantó un pie gigantesco y salió a enfrentarse a los coches.


* * *

Gibreel Farishta fue devuelto a los umbrales de Allie, maltrecho, con magulladuras en la cara y los brazos, y vuelto a la cordura por efecto del traumatismo, por un señor bajito, de calva reluciente y muy tartamudo que, con bastante dificultad, se presentó como el productor cinematográfico S. S. Sisodia, «también llamado Whi-whisky, por mi afi-fi-afición a las co-co-copas, se-señora, mi ta-ta-tarjeta». (Después, cuando se conocían mejor, Sisodia hacía desternillarse de risa a Allie subiéndose la pernera derecha del pantalón por encima de la rodilla y colocando sus enormes gafas de hombre de cine en la espinilla diciendo: «Autorretra-tra-trato.» Tenía buena vista para según qué cosas. «No necesito gafas para las peee-películas, pero la realidad está demasiado cerca.») La limousine alquilada por Sisodia atropello a Gibreel, un atropello a cámara lenta, por fortuna, debido a lo congestionado del tráfico; el actor acabó en el capó, pronunciando la frase más antigua del cine: ¿Dónde estoy? Sisodia, al ver las legendarias facciones del desaparecido semidiós aplastadas contra el parabrisas, estuvo a punto de gritar: Has vu-vuelto a ca-casa. «No hay fra-fra-fracturas -dijo Sisodia a Allie-. Un mi-mi-milagro. Se pu-pu-puso delante de mi ve-ve-vehículo.»

Asi que has vuelto, saludó Allie a Gibreel en silencio. Aquí aterrizas cada vez que te caes.

«O también whisky-y-Sisodia. -El productor volvió sobre el tema de sus apodos -. Razones hu-hu-humorísticas. Mi ve-ve-veneno fa-favorito.»

«Muchas gracias por traer a casa a Gibreel. Ha sido muy amable. -Allie reaccionó con retraso-. Permítanos ofrecerle una copa.»

«¡Pues no faltaba más! -Sisodia hasta batió palmas-. Para mí y para to-to-todo el cine hi-hi-hindi hoy es un día glo-glo-glorioso.»


* * *

«¿Conoces el caso del esquizofrénico paranoico que, convencido de que era Napoleón Bonaparte, se avino a someterse a la prueba del detector de mentiras? -Alicja Cohen, que comía con buen apetito una ración de pescado relleno, blandió el tenedor de Blom's debajo de la nariz de su hija-. Lo primero que le preguntaron: ¿Es usted Napoleón? Y la respuesta que él dio, seguramente con una sonrisa de malicia: No. Y ellos miran la máquina que, con toda la agudeza de la ciencia moderna, dice que el loco miente.» Otra vez a vueltas con Blake, Allie pensaba: Entonces yo pregunté: ¿la firme convicción de que una cosa es así, la hace así? El -es decir, Isaías- respondió. Todos los poetas lo creen así. Y, en los tiempos con imaginación, esta firme convicción movía montañas; pero muchos no son capaces de tener una firme convicción de nada. «¿Me escuchas, niña? Te hablo en serio. Lo que necesita ese caballero que tienes en tu cama, y perdona la franqueza pero es indispensable, no es tu atención nocturna, sino una celda con las paredes acolchadas.»

«Tú lo encerrarías, ¿verdad? -replicó Allie-. Y tirarías la llave. Incluso le aplicarías la electricidad. Para quemarle los demonios del cerebro. Es curioso, pero los prejuicios no cambian nunca.»

«Hum -meditó Alicja adoptando su expresión de máximo despiste e inocencia, a fin de enfurecer a su hija-. ¿Qué daño puede hacerle? Un poco de electricidad y alguna inyección…»

«Lo que él necesita es lo que ahora tiene, mamá. Vigilancia médica, mucho descanso y algo que quizá ya se te haya olvidado. -Se interrumpió bruscamente, con un nudo en la lengua, y con voz muy diferente, mirando su ensalada intacta, pronunció la última palabra-: Amor.»

«Ah, la fuerza del amor. -Alicja palmeó la mano de su hija (que fue retirada inmediatamente)-. No es lo que yo he olvidado, Alleluia. Es lo que tú, por primera vez en tu hermosa vida, has empezado a conocer. ¿Y a quién escoges? -Volvió a la carga-. ¡A un pirado! ¡A un tocado de la azotea! ¡A un cabeza a pájaros! Y es que, ángeles, hijita, habráse visto… Los hombres siempre andan en busca de privilegios, pero lo de éste pasa de la raya.»

«Mamá…», empezó Allie, pero Alicja volvió a cambiar de tono y, cuando habló, Allie, más que escuchar las palabras, oyó el dolor que revelaban y ocultaban a la vez, el dolor de una mujer que había tenido que experimentar la historia con brutalidad, que ya había perdido al marido y visto cómo una hija la precedía a lo que ella misma, un día, con inolvidable humor negro, llamó (debió de abrir el periódico por las páginas de deportes para tropezar con la expresión) el baño definitivo. «Allie, tesoro -dijo Alicja Cohen-, vamos a tener que cuidarte mucho.»

La razón por la cual Allie pudo identificar el pánico y la angustia en la cara de su madre era que recientemente había visto la misma combinación en las facciones de Gibreel Farishta. Cuando Sisodia lo devolvió a su cuidado, se hizo evidente que Gibreel había sido conmovido hasta la médula, y tenía una expresión de acoso, una mirada protuberante y asustada que traspasaba el corazón. Él afrontó el hecho de su enfermedad mental con entereza, negándose a restarle importancia y a utilizar eufemismos, pero, comprensiblemente, al reconocer el mal se sentía intimidado. Había dejado de ser (por lo menos, momentáneamente) el tipo exuberante y basto que le había inspirado su «gran pasión» y, en esta nueva y vulnerable encarnación, le aparecía más enternecedor que nunca. Ella estaba firmemente decidida a ayudarle a recuperar la razón, a resistir a su lado; a capear el temporal y conquistar la cumbre. Y él era, por el momento, el más sensato y dócil de los pacientes, un poco alelado por los medicamentos de gran calibre que le administraban los especialistas del Maudsley Hospital; dormía muchas horas y, despierto, acataba todas sus peticiones sin la más leve protesta. En sus ratos de vigilia, él le contó los primeros síntomas de la enfermedad: los extraños sueños seriados y, antes, aquella depresión casi fatal que sufriera en la India. «Ya no temo al sueño -le dijo-. Porque es mucho peor lo que me ha sucedido estando despierto.» Su mayor temor le recordaba el miedo que sentía Carlos II, después de la restauración, a ser enviado otra vez «de viaje»: «Daría cualquier cosa para tener la seguridad de que no volverá a ocurrir», le dijo, manso como un cordero.

¿Hay en el mundo quien ame su dolor? «No volverá a ocurrir -le tranquilizaba ella – No puedes estar en mejores manos.» Él le preguntó cuánto costaba el tratamiento y, cuando ella trató de rehuir la respuesta, él insistió en que sacara de la pequeña fortuna comprimida en su cinturón lo necesario para pagar a los psiquiatras. Estaba deprimido. «Por más que digas -murmuraba en respuesta a sus palabras de optimismo-, la locura está aquí dentro y me aterra pensar que pueda despertar en cualquier momento, ahora mismo, y que él vuelva a mandar en mí.» Había empezado a referirse a su yo «poseído», a su «ángel» como si fuera otra persona, según la fórmula beckettiana: Yo, no. Él. Su Mr. Hyde particular.

Allie cuestionaba estas descripciones. «No es él, sino tú, y cuando tú estés bien ya no será tú.»

Era inútil. Pero, durante un tiempo, pareció que el tratamiento daba resultado. Gibreel estaba más tranquilo, más seguro; los sueños seriados persistían -él aún hablaba en sueños, por la noche, recitaba versos en árabe, lengua que no conocía: tilk al-gharaniq al'ula wa inna shafa'ata-hunna la-turtaja, que quería decir (Allie, despertada por sus palabras, las escribió fonéticamente y llevó el papel a la mezquita de Brickhall, en la que su lectura hizo que al mullah se le erizara el pelo bajo el turbante): «Existen mujeres de alto rango cuya intercesión es de desear»-, pero él parecía pensar que aquellos espectáculos nocturnos no tenían nada que ver con él, lo cual daba tanto a Allie como a los psiquiatras del Maudsley la impresión de que Gibreel, poco a poco, reconstruía la pared divisoria entre el sueño y la realidad y llevaba camino de curarse; cuando, en realidad, resultó que esta separación era un fenómeno asociado al desdoblamiento de su personalidad en dos entidades, una de las cuales él trataba de suprimir heroicamente pero, al considerarla diferente de sí mismo, la preservaba, alimentaba y, secretamente, robustecía.

Allie, a su vez, durante un tiempo, se vio libre de aquella sensación mortificante y negativa de inadaptación, de ser ajena al medio en el que se encontraba atrapada; mientras cuidaba a Gibreel, mientras invertía en su cerebro, como se decía a sí misma, peleando para recuperarlo, a fin de poder reanudar la lucha espléndida y emocionante de su amor -porque, probablemente, seguirían peleando hasta la tumba, pensaba con tolerancia, serían dos carcamales que, sentados en el porche del ocaso de su vida, se golpearían débilmente con periódicos enrollados -, ella se sentía cada día más unida a él; arraigada, por así decirlo, en su misma tierra. Había transcurrido mucho tiempo desde que viera a Maurice Wilson, sentado entre las chimeneas, llamándola a la muerte.


* * *

Mr. «Whisky» Sisodia, aquella reluciente y simpática rodilla con gafas, se convirtió en asidua visita de la casa -iba a verles tres o cuatro veces a la semana- durante la convalecencia de Gibreel, y siempre llevaba alguna cajita de manjar delicado. Gibreel, literalmente, se había matado de hambre durante su «período de ángel», y la opinión de los médicos era que la debilidad había contribuido no poco a sus alucinaciones. «Ahora vamos a en-go-go-engordarlo», dijo Sisodia frotándose las palmas de las manos, y tan pronto como el estómago del enfermo pudo tolerarlos, «Whisky» se lo llenaba de bocados exquisitos: maíz dulce y caldo de pollo chino, bhel-pury estilo Bombay del nuevo restaurante de moda «Pagal Khana», nombre poco afortunado, «Comida Loca» (aunque el nombre también podía traducirse por Manicomio), cuyas especialidades se habían hecho famosas, especialmente entre los jóvenes angloasiáticos, de tal modo que rivalizaba con el antiguo y prestigioso Shaandaar Café, del cual Sisodia, no deseando mostrar una parcialidad que no habría sido correcta, también llevaba platos -postres, sarnosa, patés de pollo- a Gibreel, cada día más voraz. También le obsequiaba con platos preparados por él mismo, curry de pescado, raitas, sivay-yan, khir, y acompañaba el ágape con relatos de cenas aderezados de nombres famosos: cómo Pavarotti adoraba el lassi de whisky, y el pobre James Mason se pirraba por sus langostinos picantes. Vanessa, Amitabh, Dustin, Sridevi, Christopher Reeves, todos eran invocados. «Una su-su-superestrella debe conocer los gustos de sus co-co-colegas.» El propio Sisodia era una especie de leyenda, según Allie supo por Gibreel. Era el sujeto más sagaz y persuasivo de la industria. Había hecho una serie de películas de «calidad» con presupuestos microscópicos y, durante más de veinte años, se había mantenido a flote gracias tan sólo a su simpatía y labia. Los que trabajaban en las producciones de Sisodia tenían muchas dificultades para cobrar, pero, al parecer, ello no importaba. Una vez abortó un motín del equipo -por cuestión de dinero, naturalmente- llevándoselos a todos a merendar a uno de los más fabulosos palacios de la India, lugar habitualmente vedado a todo el mundo, salvo a la flor y nata de la aristocracia, los Gwalior, y Jaípur, y Kashmir. Nadie pudo enterarse de cómo lo había organizado, pero la mayoría de miembros de aquel equipo volvieron a firmar para otras producciones de Sisodia, porque estos grandes gestos tenían la propiedad de hacer que el dinero pareciera secundario. «Y, cuando lo necesitas, siempre puedes contar con él -agregó Gibreel-. Cuando Charulata, una actriz bailarina maravillosa que había trabajado para él muchas veces, necesitó tratamiento contra el cáncer, de la noche a la mañana se materializaron años de sueldos atrasados.»

Actualmente, gracias a una serie de inesperados éxitos comerciales conseguidos con películas basadas en antiguas fábulas de la colección Katha-Sarit-Sagar -el «Océano de las Corrientes de la Historia», más larga que Las mil y una noches y no menos fantástica-, Sisodia ya no estaba limitado a sus pequeñas oficinas de la Readymoney Terrace de Bombay, sino que tenía apartamentos en Londres y Nueva York y Oscars en los cuartos de baño. Se rumoreaba que llevaba en la cartera la foto del productor kungfuniano Run Run Shaw, su ídolo, cuyo nombre era totalmente incapaz de pronunciar. «Unas veces, cuatro Runs, y otras, hasta seis -dijo Gibreel a Allie que estaba encantada de verle reír-. Pero no podría jurarlo. Son rumores del medio.»

Allie estaba agradecida a Sisodia por sus atenciones. El famoso productor parecía disponer de tiempo ilimitado precisamente cuando la agenda de Allie estaba más llena que nunca. Había firmado un contrato con una cadena de distribución de alimentos congelados, cuyo agente, Mr. Hal Valance, dijo a Allie, durante un desayuno de trabajo -pomelo, biscotes y descafeinado, todo a precios de Dorchester-, que su imagen, «en la que se combinan los parámetros positivos (para el cliente) de "frialdad" y "frío" es perfectamente apropiada. Hay estrellas que acaban siendo una especie de vampiros, que chupan la atención, que eclipsan la marca, ya me entiende, pero en este caso existe auténtica sinergia». Y había cintas que cortar en inauguraciones de tiendas de congelados, y conferencias de ventas, y fotos publicitarias con bañeras llenas de mantecoso helado, además de las reuniones periódicas con los diseñadores y fabricantes de la línea de prendas deportivas y de tiempo libre que llevaba su firma, y, desde luego, su programa de cultura física. Se había matriculado en el curso de artes marciales de Mr. Joshi en el centro deportivo del barrio, el cual le había sido muy recomendado, y, por si no era bastante, seguía obligando a sus piernas a correr ocho kilómetros al día alrededor de los Fields, a pesar de que los pies le dolían como si pisara astillas de vidrio. «No se apu-pu-apure -decía Sisodia despidiéndola con un alegre ademán-. Yo me que-que-quedaré hasta que regrese. Estar con Gibreel es un pri-pri-privilegio.» Ella se iba y él se quedaba obsequiando a Farishta con inagotables anécdotas, opiniones y cotilleos, y cuando ella volvía él aún tenía cuerda para rato. Ella identificaba varios de sus temas principales, concretamente, sus aseveraciones sobre Lo Malo de Los Ingleses. «Lo malo de los ingleses es que su his-his-historia se desarrolló en ultramar, por lo que no sa-sa-saben lo que significa.» «El se-secreto para que una cena sea un éxito en Londres es dejar a los ingleses en mi-mi-minoría. Cuando son pocos se portan bien; si no, estás perdido.» «Ve a la Ca-Ca-Cámara de los Horrores y verás cuál es el problema de los ingleses. Eso es lo que les gusta, ca-cadáveres en ba-ba-baños de sangre, barberos locos, et-etcétera, etcétera. Sus pe-periódicos están llenos de aberraciones sexuales y crímenes. Pero dicen al mundo que son flemáticos y re-re-reservados, y nosotros somos tan estúpidos que nos lo creemos.» Gibreel escuchaba esta sarta de tópicos con aparente complacencia, lo cual irritaba vivamente a Allie. ¿Eran estas generalizaciones realmente todo lo que ellos veían en Inglaterra? «No -reconoció Sisodia con una sonrisa cínica-. Pero da mucho gusto soltar estas cosas.»

Cuando el personal del Maudsley consideró oportuno reducir sustancialmente la dosis de medicamentos, Sisodia se había convertido en un elemento tan habitual en la cabecera de la cama de Gibreel, una especie de primo honorario, excéntrico y divertido, que pudo cerrar la trampa pillando completamente desprevenidos a Gibreel y Allie.


* * *

Había estado en contacto con sus colegas de Bombay: los siete productores a los que Gibreel dejó en la estacada cuando embarcó en el Bostan, vuelo Air India 420. «Todos están en-encantados de que esté vivo -informó a Gibreel-. Des-des-desgraciadamente, está la cuestión de la ruptura de contrato.» Otras varias personas querían demandar al renaciente Farishta por mucho dinero, en particular cierta starlet llamada Pimple Billimoria, que alegaba pérdida de honorarios y perjuicio profesional. «Podría ascender a cro-crores», dijo Sisodia lúgubremente. Allie se indignó. «Usted levantó la liebre -le dijo-. Debí figurármelo: era demasiado bueno para ser real.»

Sisodia estaba muy agitado. «Jo-jo-joder.»

«Hay señoras delante», advirtió Gibreel, todavía un poco atontado por las drogas; pero Sisodia hacía molinetes con los brazos, para indicar que, entre sus frenéticos dientes, no le salían las palabras. Por fin: «Reducir el daño. Mi intención. No traicionar, eso nnnunca.»

Según Sisodia, en Bombay nadie quería, en realidad, demandar a Gibreel, matar en el juzgado la gallina de los huevos de oro. Todos los afectados reconocían que los antiguos proyectos ya no eran realizables: actores, directores, técnicos y hasta escenarios estaban comprometidos en otras películas. Reconocían también que el regreso de Gibreel de entre los muertos era un hecho que poseía más valor comercial que cualquiera de las nonatas películas; la cuestión era cómo sacar el mayor partido en provecho de todos. Su aparición en Londres brindaba también la posibilidad de una intervención internacional, quizá capital extranjero, el empleo de exteriores no indios, participación de estrellas «foráneas»; etcétera: en suma, que había llegado el momento de que Gibreel saliera de su retiro y volviera a ponerse delante de la cámara. «No hay alte-ternativa -explicó Sisodia a Gibreel, que, sentado en la cama, trataba de despejar la cabeza-. Si te niegas, te demandarán en bloque, y ni toda tu for-for-fortuna bastará. Será la ruina, la ca-ca-cárcel, el fin.»

Sisodia, con su verborrea, había conseguido plenos poderes de los principales interesados y trazado unos planes impresionantes. Billy Battuta, el financiero afincado en Inglaterra, estaba deseoso de invertir, tanto en esterlinas como en «rupias bloqueadas», los beneficios no repatriables obtenidos por varios distribuidores británicos en el subcontinente indio, y adquiridos por Battuta mediante pago en efectivo en monedas negociables, con un descuento de 37 puntos. Todos los productores indios intervendrían en el proyecto, y Miss Pimple Billimoria recibiría, a cambio de su silencio, la oferta de una colaboración especial, con dos bailes por lo menos. El rodaje se haría en tres continentes: Europa, la India y la costa del Norte de África. El nombre de Gibreel aparecería encima del título. Recibiría un tres por ciento de los beneficios netos… «El diez -interrumpió Gibreel-, contra dos del bruto.» Evidentemente, se le despejaba la cabeza. Sisodia no pestañeó. «Diez contra dos -convino-. La precampaña pu-publicitaria será…»

«Pero ¿en qué consiste el proyecto?», preguntó Allie Cone. Mr. «Whisky» Sisodia sonrió de oreja a oreja. «Mi buena se-señora -dijo-, él hará de arcángel Gibreel.»


* * *

El proyecto consistía en una serie de películas, históricas y contemporáneas, cada una de las cuales se concentraría en un incidente de la larga e ilustre carrera del ángel: por lo menos, una trilogía. «No siga -dijo Allie, haciendo burla del pequeño y reluciente magnate-: Gibreel en Jahilia, Gibreel y el Imán, Gibreel y la muchacha de las mariposas.» Sisodia, sin asomo de turbación, asintió muy ufano. «Los aaargumentos, el guión y el proyecto de re-reparto ya están en ma-ma-marcha.» Esto fue demasiado para Allie. «¡Qué asco! -le gritó, furiosa, y él retrocedió, convertido en una rodilla temblorosa y apaciguadora, pero ella le siguió, y pronto le perseguía por todo el piso, tropezando con los muebles y dando portazos-. Se aprovecha de su enfermedad, no tiene en cuenta sus necesidades actuales y muestra un absoluto desprecio por sus deseos. Está retirado. ¿Es que no pueden ustedes aceptarlo? Él no quiere ser una estrella. Y haga el favor de estarse quieto, que no voy a comérmelo.»

Él dejó de correr, pero, prudentemente, puso un sofá entre los dos. «Comprenda que es imp-imp-imp -gritó, tartamudeando más que nunca a causa de la angustia-. ¿Puede retirarse la lu-luna? Y luego, perdón, están las siete fir-fir-fir. Firmas. Que le comprometen absolutamente. Eso, a no ser que usted decida internarlo en un pa-pa-pa», se dio por vencido, sudando profusamente.

«¿Un qué?»

«Pagal Khana. Clínica Mental. Ésa sería otra ssssalida.»

Allie agarró un pesado tintero de latón en forma de monte Everest y se dispuso a lanzarlo. «Es usted un verdadero canalla», empezó; pero Gibreel estaba en la puerta, todavía pálido, flaco y con los ojos hundidos. «Alleluia -dijo-, he pensado que quizás esto sea lo que necesito. Volver al trabajo.»


* * *

«¡Gibreel sahib! No sabe cuánto me alegro. Ha renacido una estrella.» Billy Battuta fue una sorpresa: ya no era el rey de la prensa mundana, de pelo brillante y dedos cargados de anillos, sino un joven que llevaba sobrio blazer con botones dorados y pantalón vaquero y, en lugar de la arrogante jactancia que Allie esperaba, mostraba una discreción muy grata, casi deferente. Se había dejado una perilla bien recortada que le daba un notable parecido a la imagen del Cristo del Sudario de Turín. Al recibir a los tres (Sisodia había ido a recogerlos en su limousine y Nigel, el chófer, un tipo de St. Lucia que vestía con afectado esmero, estuvo todo el trayecto enumerando a Gibreel todos los casos en los que sus rápidos reflejos habían salvado a otros peatones de daños graves o de la muerte, reminiscencias que alternaba con conversaciones por el teléfono del coche en las que discutía misteriosas transacciones que comprendían asombrosas sumas de dinero), Billy estrechó cordialmente la mano de Allie y después dio a Gibreel un abrazo con sincera y contagiosa alegría. Su acompañante, Mimi Mamoulian, estuvo menos circunspecta. «Está todo dispuesto -anunció-. Frutas, starlets, paparazzi, entrevistas en televisión, rumores, pequeñas insinuaciones de escándalo: todo lo que necesita una figura de fama mundial. Flores, guardaespaldas, contratos por millones de libras. Estás en tu casa.»

Lo de siempre, pensó Allie. En un principio, ella se opuso al plan, pero Gibreel venció su oposición con un entusiasmo que indujo a los médicos a apoyar la idea, pensando que su vuelta al entorno familiar -su vuelta a casa, en cierto modo- podía resultar beneficiosa. Y la apropiación por Sisodia de las narraciones de los sueños que había oído a la cabecera de la cama de Gibreel también podía considerarse una maniobra afortunada, ya que, una vez aquellas historias fueran trasladadas al mundo artificial e inventado del cine, al propio Gibreel había de resultarle más fácil verlas también como fantasías. Gracias a ello podría levantarse más rápidamente ese Muro de Berlín entre los estados del sueño y la vigilia. Por lo menos, valía la pena intentarlo.


Las cosas (por ser cosas) no salieron como se esperaba. Allie se sentía mortificada por la forma en que Sisodia, Battuta y Mimi se habían instalado en la vida de Gibreel, haciéndose cargo de su vestuario y su programa diario y sacándolo del apartamento de Allie por cuanto que aún no era bueno para su «imagen» tener una relación «estable». Después de una breve estancia en el Ritz, la estrella se instaló en tres habitaciones del espacioso y elegante piso de Sisodia, situado en un viejo bloque residencial próximo a Grosvenor Square, todo Art Déco, suelos de mármol y paredes difuminadas. Lo que más enfurecía a Allie era la pasividad con que Gibreel aceptaba estos cambios, y entonces empezó a comprender la magnitud del paso que él había dado al dejar atrás lo que, evidentemente, era su mundo para venir a buscarla a ella. Ahora que él volvía a sumirse en aquel universo de guardaespaldas armados y camareras con bandeja de desayuno y sonrisa picara, ¿la dejaría con la misma brusquedad con que había entrado en su vida? ¿Había ella ayudado a preparar una migración de vuelta que la dejaría compuesta y sin novio? Gibreel aparecía en periódicos, revistas y estudios de televisión con distintas mujeres colgadas del brazo y una sonrisa estúpida en la cara. Ella se indignaba, pero él no le daba importancia. «¿Qué te inquieta? -preguntaba, hundiéndose en un sofá de piel del tamaño de una camioneta-. Eso es publicidad, trabajo, nada más.»

Y, lo peor: él tenía celos. Cuando dejó de tomar los fuertes medicamentos y su trabajo (al igual que el de ella) empezó a imponerles separaciones, volvió a dominarle aquella suspicacia irracional e incontrolable que provocó la ridícula pelea por los dibujos de Brunel. Cada vez que se veían, él se obstinaba en interrogarla con minuciosidad: dónde había estado, a quién había visto, a qué se dedicaba él, ella le daba alas.

Allie tenía una sensación de asfixia. Primero, la enfermedad mental; después, las nuevas influencias que condicionaban su vida, y ahora, todas las noches, un interrogatorio de tercer grado: era como si su verdadera vida, la vida que ella deseaba, la vida por la que ella permanecía allí peleando, quedara sepultada bajo una avalancha de absurdos. ¿ Y qué hay de lo que yo necesito?, hubiera gritado de buena gana. ¿Cuándo me tocará a mí poner las condiciones? A punto de estallar, acudió a su madre como último recurso. En el viejo estudio de su padre, en la casa de Moscow Road -que Alicja conservaba exactamente tal como le gustaba a Otto, salvo que ahora las cortinas estaban abiertas, para que entrara toda la luz que Inglaterra podía buenamente ofrecer, y había flores en puntos estratégicos-, en un principio, Alicja le ofreció poco más que fatalismo. «Es decir, que los planes de una mujer son desbaratados por los de un hombre -dijo no sin ternura-. Bien venida a tu condición. Es extraño en ti perder la serenidad.» Y Allie confesó: ella quería dejarlo, pero no podía. No sólo por escrúpulo de abandonar a una persona gravemente enferma; también a causa de su «gran pasión» por aquella palabra que aún le secaba la lengua cada vez que trataba de decirla. «Tú quieres un hijo suyo», Alicja puso el dedo en la llaga. En un principio, Allie se sulfuró: «Yo quiero un hijo mío», pero después, rectificando bruscamente, se sonó y movió afirmativamente la cabeza, casi llorando.

«Lo que tú necesitas es que te examinen la cabeza -la consoló Alicja. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaban así abrazadas? Demasiado. Y quizás ésta fuera la última vez… Alicja estrechó con más fuerza a su hija y dijo-: Seca esas lágrimas; tengo que darte una buena noticia. Si tus asuntos van de capa caída, los de tu anciana madre marchan viento en popa.»

Se trataba de cierto profesor de universidad americano, un tal Boniek, una eminencia de la ingeniería genética. «No empieces, hija, tú no sabes nada. No todo es Frankenstein y engendros; también tiene buenas aplicaciones», dijo Alicja con evidente nerviosismo, y Allie, una vez superada la sorpresa, consiguió vencer su propia llorosa infelicidad y prorrumpió en liberadores sollozos de risa convulsa, a los que se sumó su madre. «A tus años -lloró Allie-. Vergüenza debería darte.» «Pues no me la da -respondió la futura Mrs. Boniek-. Un profesor de universidad, y de Stanford, California, o sea que además me trae el sol. Pienso pasar muchas horas trabajando en mi bronceado.»


* * *

Cuando Allie descubrió (por un informe hallado casualmente en un cajón del escritorio, en el palazzo Sisodia) que Gibreel la hacía seguir, por fin se decidió a romper. Escribió una nota -Esto me mata-, la puso dentro del informe y lo dejó todo encima del escritorio; y se fue sin despedirse. Gibreel no la llamó. Por aquel entonces ensayaba su gran reaparición en público, en la última de una serie de revistas interpretadas por estrellas de cine indias, puesta en escena por una de las compañías de Billy Battuta en Earls Court. El sería la sorpresa bomba de la noche, y hacía semanas que ensayaba pasos de baile con el conjunto de la revista y aprendía a vocalizar con playback. Los agentes de Billy Battuta hacían circular con tiento y sentido de la oportunidad rumores acerca de la identidad del Hombre Misterioso, o Estrella Oculta, y se había contratado a la agencia publicitaria Valance para que diseñara una serie de cuñas radiofónicas destinadas a alimentar la intriga y distribuyera cuarenta y ocho carteles por el barrio. La aparición de Gibreel en el escenario del Earls Court -descendería de las bambalinas rodeado por nubes de cartón y humo- era el punto culminante de su vuelta al superestrellato en el ámbito inglés; siguiente estación: Bombay. Abandonado, como decía él, por Alleluia Cone, una vez más se «negaba a arrastrarse» y se sumía en el trabajo.

El siguiente contratiempo fue el arresto de Billy Battuta en Nueva York, a causa de los sablazos satánicos. Allie, al leer la noticia en el periódico dominical, se tragó el orgullo y llamó a Gibreel a la sala de ensayos, para disuadirle del trato de elementos tan palmariamente criminales. «Battuta es un estafador -insistió-. Su discreción era falsa, un engaño. Quería estar seguro de poder engañar a las millonadas de Manhattan y ensayó el número con nosotros. ¡Esa perilla! Y un blazer universitario… ¿Cómo pudimos dejarnos engañar?» Pero Gibreel se mostró frío y reservado: ella le había plantado, según él, y no estaba dispuesto a aceptar consejos de una desertora. Además, Sisodia y el equipo de promoción de Battuta le habían asegurado -y bien que él les había apretado las tuercas- que los problemas de Billy nada tenían que ver con la gala extraordinaria (Filmmela se llamaba) porque el aspecto financiero estaba perfectamente resuelto, las sumas destinadas a honorarios y garantías ya habían sido asignadas, todas las estrellas de Bombay habían confirmado su asistencia y actuarían según lo previsto. «Los planes si-siguen adelante -prometió Sisodia-. La fu-función debe continuar.»

La cosa que se torció a continuación estaba dentro de Gibreel.


* * *

El deseo de Sisodia de no revelar la personalidad de esta Estrella Oculta obligó a Gibreel a entrar por la puerta del escenario de Earls Court envuelto en una burqa. Para que hasta el sexo fuera una incógnita. Le dieron el camerino más grande -con una estrella negra de cinco puntas pegada en la puerta- en el que fue encerrado sin miramientos por el productor de las gafas y cabeza de rodilla. En el camerino encontró Gibreel su traje de ángel, con un aparato que, una vez atado a la frente, hacía que detrás de él se encendieran unas bombillas, creando la ilusión de una aureola; y un televisor por el que, en circuito cerrado, podría seguir el espectáculo – Mithun y Kimi con su algarabía discotequera; Jayapradha y Rekha (no era de la familia: ésta era la superestrella, no una quimera en una alfombra) se sometieron graciosamente a entrevistas en el escenario, en las que Jaya divulgó sus opiniones sobre la poligamia y Rekha fantaseó sobre vidas alternativas: «Si hubiera nacido fuera de la India, habría sido pintora en París»; números muy varoniles a cargo de Vinod y Dharmendra; Sridevi, que se mojaba el sari- hasta que llegara el momento de subir a un «carro» accionado por un torno que le aguardaba en lo alto del escenario. Había también un teléfono inalámbrico a través del cual Sisodia le comunicó que el teatro estaba lleno. «Han venido de todas partes -dijo y procedió a descubrir a Gibreel su técnica de análisis de una multitud-: a los pakistaníes se les reconoce por lo peripuestos; a los indios, por lo sobrios, y a los bangladeshíes, por lo mal que visten, todo pu-púrpura y ado-dornos de ooooro, y por lo callados.» Por último, había una gran caja con envoltorio de regalo, obsequio de su atento productor, que resultó contener a Miss Pimple Billimoria, que lucía una expresión cautivadora y cierta cantidad de cinta de oro. El cine había llegado a la ciudad.


* * *

La extraña sensación empezó -es decir, volvió- cuando estaba en el «carro», esperando el descenso. Se veía a sí mismo avanzar por una ruta en la que, de un momento a otro, se le presentaría una alternativa, una elección -el pensamiento se formuló espontáneamente en su cabeza, sin ayuda- entre dos realidades, este mundo y otro que también estaba aquí, visible pero no visto. Se sentía lento, pesado, distante de su propio yo, y comprendió que no tenía ni la más remota idea de qué camino elegiría, en qué mundo entraría. Ahora comprendía que los médicos se habían equivocado al tratarle una esquizofrenia; la división no estaba en él, sino en el universo. Cuando el carro empezó a bajar hacia el inmenso rugido oceánico que empezaba a hincharse a sus pies, él ensayó sus primeras frases -Me llamo Gibreel Farishta y he vuelto- y entonces las oyó, por así decir, en estéreo, porque aquellas frases encajaban en ambos mundos, con un significado diferente en cada uno; y en aquel momento las luces lo iluminaron. Él levantó los brazos; volvía envuelto en nubes, y la multitud lo reconoció y sus compañeros también; y la gente se levantaba de las butacas, todos los hombres, mujeres y niños de la sala corrían hacia el escenario, imparables, como un mar. El primer hombre que llegó a él tuvo tiempo de exclamar: ¿Te acuerdas de mí, Gibreel?¿El de los seis dedos? Maslama, señor, John Maslama. Yo he guardado en secreto tu presencia entre nosotros; pero, sí, he hablado de la venida del Señor, he ido delante de ti, la voz del que clama en el desierto, lo torcido será enderezado y el terreno quebrado será allanado; se lo llevaron, y los guardias de seguridad rodearon a Gibreel, están descontrolados, es un tumulto, tendrá usted que…; pero él no quería marcharse, porque había visto que por lo menos la mitad de la gente llevaban extraños tocados, unos a modo de cuernos de goma que les daban aspecto de demonios, especie de emblemas de acatamiento y desafío; y al ver la señal del adversario, sintió que el universo se bifurcaba y tomó por el camino de la izquierda.

Según la versión oficial de lo que siguió, versión aceptada por todos los medios de comunicación, Gibreel Farishta fue rescatado de la zona de peligro en el mismo carro maniobrado por torno en el que había descendido, y del que no llegó a salir; y agregaban que, por consiguiente, escapar debió ser fácil para él, desde aquel punto aislado y elevado muy por encima del barullo. Esta versión resultó lo bastante sólida como para resistir la «revelación» hecha a Voice según la cual el ayudante del director escénico encargado del torno no había, repetimos, no había puesto en marcha el mecanismo después del aterrizaje; que, en realidad, el carro permaneció en tierra durante el tumulto de los entusiastas admiradores; y que considerables sumas de dinero habían sido distribuidas entre los tramoyistas para convencerlos de que colaboraran en la invención de una historia que, por ser totalmente falsa, era lo bastante verosímil como para que la creyeran los lectores. No obstante, entre la población asiática de la ciudad cundió rápidamente el rumor de que Gibreel Farishta se fue del escenario del Earls Court levitando y se desvaneció en el aire por su propia virtud, rumor alimentado por numerosas descripciones de la aureola que, según se había observado, partía de un punto situado detrás de su cabeza. A los pocos días de la segunda desaparición de Gibreel Farishta, las tiendas de novedades de Brickhall, Wembley y Brixton vendían tantas aureolas de juguete (las más solicitadas eran los aros fluorescentes verdes) como diademas con cuernos de goma incorporados.


* * *

¡Planeaba a gran altura sobre Londres! ¡Ajá, ahora ya no podrían alcanzarle todos aquellos demonios que se le echaban encima en aquel zafarrancho! Miró hacia abajo, a la ciudad, y vio a los ingleses. Lo malo de los ingleses era que eran ingleses: ¡fríos como peces, los condenados! ¡La mayor parte del año bajo el agua, con unos días del color de la noche! Bien: aquí estaba él, el gran Transformador, y esta vez cambiaría algunas cosas; las leyes de la naturaleza son las leyes de su transformación, ¡y él era la persona indicada para manejarlas! Sí, señor: esta vez, claridad.

Él les enseñaría -¡sí! -, les enseñaría su poder. ¡Porque aquellos ingleses no tenían poder! ¡Pues no creían que su historia volvería para perseguirlos! «El nativo es una persona oprimida cuyo sueño permanente es convertirse en opresor» (Fanon). Las mujeres inglesas ya no le ataban; ¡se había descubierto la conspiración! Pues afuera con todas las nieblas. Él transformaría esta tierra. Él era el Arcángel, Gibreel. ¡Y ya he vuelto!

La faz del adversario se le apareció otra vez, reveladora, clarificadora. Taciturna, con un gesto sardónico en los labios: pero el nombre aún se le escabullía…, tcha, ¿como té? Sha, ¿un rey? O como un baile (¿baile real? ¿té-baile?): Shatchacha. Casi, casi. Y la naturaleza del adversario: se odia a sí mismo, construye una falsa personalidad, autodestructivo. Otra vez Fanon: «De este modo, el individuo -el nativo fanoniano- acepta la desintegración ordenada por Dios, se inclina ante el colonizador y su sino y, por medio de una especie de estabilización interna, adquiere una calma estoica.» ¡Ya le daría yo calma estoica! Nativo y colonizador, la vieja disputa continúa ahora en estas calles mojadas con los términos invertidos. Entonces se le ocurrió que él estaba unido al adversario para siempre, los brazos sujetos en torno al cuerpo del otro, boca con boca, cabeza con pie, como cuando cayeron a la tierra: cuando se posaron. Tal como empiezan las cosas así continúan. Sí, ya casi lo tenía. ¿Chichi? ¿Sasa? Mi otra mitad, mi amor…

¡No! Estaba flotando sobre un parque y su grito asustó a los pájaros. ¡Basta de esas ambigüedades inspiradas por Inglaterra, esas confusiones bíblico-satánicas! Claridad, claridad, claridad a toda costa. Este Shaitan no era un ángel caído. Olvida esas fábulas del hijo descarriado; éste no era un buen chico que se había apartado del camino recto, sino pura maldad. ¡La verdad es que no tenía nada de ángel! «Él era del djinn y, por lo tanto, cayó.» Quran 18:50, más claro que la luz del día. ¡Cuánto más clara era esta versión! ¡Cuán práctica, natural y comprensible! Iblis/Shaitan representan las tinieblas; Gibreel, la luz. Basta, basta de sentimentalismos tales como unión, compenetración, amor. Perseguir y destruir: a esto se reducía todo.

¡… Oh, la más resbaladiza, la más diabólica de las ciudades! En la que estas oposiciones escuetas e imperativas se ahogaban bajo una interminable llovizna de grises. Cuán acertado estuvo él, por ejemplo, al desterrar aquellas dudas suyas satánico-bíblicas, las relativas a la negativa de Dios a permitir la disidencia de sus lugartenientes, porque, dado que Iblis/Shaitan no era ángel, no hubo disidentes angélicos que tuviera que reprimir la divinidad; y las que se referían a la fruta prohibida, y a la supuesta negativa de Dios a permitir a sus criaturas la elección moral; porque en ningún pasaje de la Recitación aparecía ese Árbol llamado (según la Biblia) la raíz de la ciencia del bien y del mal. ¡Sencillamente, era un Árbol diferente! Shaitan, al tentar a la pareja del Edén, lo llamó simplemente «Árbol de la Inmortalidad», y como él era un embustero, la verdad (descubierta por inversión) era que la fruta prohibida (no se especificaba si eran manzanas) colgaba nada menos que del Árbol de la Muerte, el matador de las almas de los hombres. ¿Qué quedaba ahora del Dios temeroso de la moral? ¿Dónde podía hallarse? Sólo ahí abajo, en los corazones ingleses. Los cuales él, Gibreel, venía a transformar.

¡Abracadabra! ¡Hocus Pocus!

Pero ¿por dónde debía empezar? Bueno, veamos, lo malo de los ingleses era su: Su:

En una palabra, pronunció Gibreel solemnemente, su tiempo.

Gibreel Farishta, flotando en su nube, sacó la conclusión de que el embrollo mental de los ingleses tenía causas meteorológicas. Cuando el día no es más cálido que la noche -razonó-, cuando la luz no es más clara que la oscuridad, cuando la tierra no es más seca que el mar, la gente, naturalmente, perderá la facultad de distinguir y empezará a considerarlo todo -desde los partidos políticos hasta las creencias religiosas pasando por la pareja sexual- poco-más-o-menos, viene-a-ser-lo-mismo, de-lunes-a-martes. ¡Qué disparate! Porque la verdad es extrema, es así y no asá, es él y no ella; cuestión de convicciones, no un deporte espectáculo. Es, en suma, acaloramiento. «Ciudad -gritó, y su voz retumbó como el trueno sobre la metrópoli-, he venido a tropicalizarte.»

Gibreel enumeró las ventajas de la propuesta metamorfosis de Londres en ciudad tropical: mayor definición moral, instauración de la siesta nacional, desarrollo de vividos y expansivos esquemas de conducta entre la plebe, música popular de mayor calidad, nuevas especies de pájaros en los árboles (araraunas, pavos reales, cacatúas), nuevos árboles bajo los pájaros (cocoteros, tamarindos, banianos de largas barbas colgantes). Mejora de la vida callejera, flores de colores chillones (magenta, bermellón, verde neón), monos-araña en los robles. Nuevo y amplio mercado de aparatos de acondicionamiento de aire doméstico, ventiladores de techo y espirales y aerosoles antimosquitos. Una industria de la fibra de coco y de la copra. Mayor atractivo de Londres para sede de conferencias, etc.; mejores jugadores de cricket; mejor control del balón por los futbolistas profesionales al haber sido desterrado por el calor el tradicional e insulso juego «batallador» de los ingleses. Fervor religioso, fermento político, renovado interés por la intelectualidad. Fin de la reserva británica; las bolsas de agua caliente desterradas para siempre, sustituidas en las fétidas noches por lentos y perfumados actos del amor. Aparición de nuevos valores sociales: los amigos empezarán a visitarse sin cita previa, clausura de las residencias de ancianos. Fomento de la familia numerosa. Comida más picante; el empleo de agua, además de papel, en los aseos; la dicha de correr completamente vestido bajo las primeras lluvias del monzón.

Inconvenientes: cólera, tifus, salmonela, cucarachas, polvo, ruido, una cultura de excesos.

Gibreel, de pie en el horizonte, abrió los brazos abarcando el cielo y gritó: «Sea.»

Ocurrieron rápidamente tres cosas.

La primera, que cuando de su cuerpo salieron las fuerzas elementales, inconcebiblemente colosales, del proceso de transformación (porque ¿acaso no era él su encarnación?), temporalmente se sintió vencido por una pesadez cálida, un vahído, un ardor soporífero (nada desagradable) que le hizo cerrar los ojos apenas un instante.

La segunda, que en el momento en que cerró los ojos, aparecieron en la pantalla de su pensamiento, con toda la nitidez posible, las facciones caprinas y astadas de Mr. Saladin Chamcha acompañadas, como si fuera un subtítulo, del nombre del adversario.

Y la tercera cosa fue que Gibreel Farishta abrió los ojos y se encontró, una vez más, caído delante de la puerta de Alleluia Cone, pidiendo perdón y sollozando. Ay, Dios, ha vuelto a ocurrir, ha vuelto a ocurrir realmente.


* * *

Ella lo acostó; él se sintió escapar al sueño, zambulléndose de cabeza, huyendo del Mismo Londres, camino de Jahilia, porque el verdadero terror había cruzado el muro divisorio y lo perseguía en su vigilia.

«La querencia: el loco que busca al loco -dijo Alicja cuando su hija la llamó por teléfono para darle la noticia-. Tú debes de lanzar alguna señal, una especie de vibración. -Como de costumbre, ocultaba la preocupación con sus bromas. Finalmente, lo dijo-: Esta vez sé sensata, Alleluia, ¿de acuerdo? Esta vez, al sanatorio.»

«Veremos, mamá. Por el momento, duerme.» «¿Es que no va a despertar? -protestó Alicja, y se contuvo-. De acuerdo, ya lo sé, es tu vida. Oye, ¿y qué te parece este tiempo? Dicen que puede durar meses: "situación estacionaria", lo he oído por la tele, lluvia en Moscú y, aquí, una ola de calor tropical. Cuando llamé a Boniek a Stanford le dije: ahora en Londres también podemos presumir de tiempo.»

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