Srinivas, el comerciante en juguetes, de vez en cuando amenazaba a su esposa e hijos diciendo que un día, cuando se cansara del mundo material, lo abandonaría todo, incluido su nombre, y se haría sanyasi y que iría de pueblo en pueblo pidiendo limosna con una escudilla y un cayado. La señora Srinivas no se impresionaba por estas amenazas, porque sabía que su orondo y jovial marido gustaba de ser considerado un hombre devoto y también un poquito aventurero (¿no se había empeñado en hacer aquel absurdo y espeluznante vuelo por el Gran Cañón cuando estuvieron en Amrika años atrás?), y la idea de convertirse en un santón mendicante satisfacía ambas aspiraciones. Y cuando ella veía el vasto trasero de su esposo bien encajado en un sillón en el porche delantero, contemplando el mundo a través de una robusta tela metálica; o cuando le veía jugar con Minoo, la menor de sus hijas, que tenía cinco años; o cuando observaba que su apetito, lejos de disminuir a proporciones de escudilla, aumentaba apaciblemente a medida que pasaban los años, la señora Srinivas fruncía los labios, adoptaba el aire despreocupado de una belleza cinematográfica (aunque poseía unas carnes tan abundantes y temblonas como las de su marido) y entraba en casa silbando. Por ello, cuando encontró el sillón vacío y el vaso de zumo de lima sin terminar en uno de sus brazos, se quedó atónita. A decir verdad, ni el propio Srinivas llegó a explicarse qué le hizo abandonar su cómodo porche aquella mañana y acercarse a ver la llegada de los vecinos de Titlipur. Los chiquillos de la calle, que lo sabían todo una hora antes de que ocurriera, anunciaban la llegada de una extraña procesión que venía con bultos y carretas por el camino de las patatas en dirección a la carretera principal, conducida por una muchacha de pelo plateado y con grandes nubes de mariposas volando sobre sus cabezas, y seguida de Mirza Saeed Akhtar en un «combi» Mercedes-Benz verde aceituna, con una cara como si se le hubiera atragantado un hueso de mango.
Chatnapatna, a pesar de sus silos de patatas y sus famosas fábricas de juguetes, no era tan grande como para que la llegada de ciento cincuenta personas pudiera pasar inadvertida. Poco antes de que llegara la procesión, Srinivas había recibido a una delegación de trabajadores que pedían permiso para detener la fabricación durante un par de horas, a fin de ir a ver el acontecimiento. Él, pensando que de todos modos se marcharían, accedió. Pero personalmente permaneció algún tiempo tercamente plantado en su porche, tratando de fingir que las mariposas de la excitación no habían empezado a revolotear en su amplio abdomen. Después, confesaría a Mishal Akhtar: «Fue un presentimiento. ¿Qué puedo decir? Yo sabía que todos vosotros no veníais sólo a merendar. Ella venía a buscarme.»
Titlipur llegó a Chatnapatna entre una algarabía de llantos y gritos de niños, quejidos de ancianos y chistes amargos de Osman, el del toro bum-bum, por el que Srinivas no sentía la menor simpatía. Luego, los chiquillos de la calle informaron al rey de los juguetes que entre los viajeros estaban la esposa y la suegra de Mirza Saeed, zamindar de Titlipur, y que venían andando, como los campesinos, vestida con pijama de algodón, sin alhajas. Fue entonces cuando Srinivas, caminando pesadamente, se acercó al parador del camino en torno al que se apiñaban los peregrinos de Titlipur, entre los que se repartía parathas y bhurta de patata. Srinivas llegó al mismo tiempo que el jeep de la policía de Chatnapatna. El inspector estaba de pie sobre el asiento al lado del conductor y gritaba por un megáfono que pensaba tomar medidas severas contra esta marcha «comunal» si no se dispersaba inmediatamente. Cuestión de hindúes y musulmanes, pensó Srinivas; malo, malo.
La policía trataba la peregrinación como una especie de demostración sectaria, pero cuando Mirza Saeed Akhtar se adelantó y expuso el caso al inspector, éste se sintió desconcertado. A Sri Srinivas, un brahmán, evidentemente, no se le habría pasado por la imaginación hacer una peregrinación a La Meca, pero quedó impresionado. Se abrió paso entre la multitud para oír lo que decía el zamindar: «Y es propósito de esta buena gente llegar hasta el mar de Arabia, convencidos de que las aguas se retirarán para que ellos puedan cruzar.» La voz de Mirza Saeed era débil y el inspector, jefe del puesto de Chatnapatna, no quedó convencido. «¿Lo cree realmente, ji?» Mirza Saeed dijo: «Yo no. Pero ellos lo creen ciegamente. Yo trataré de disuadirles antes de que ocurra algo grave.» El jefe de Policía, todo correajes, bigotes y autosuficiencia, movió la cabeza. «Pero ¿cómo quiere que yo permita que se congreguen en la calle tantos individuos? Pueden inflamarse los ánimos y producirse incidentes.» En aquel momento, la muchedumbre se retiró hacia los lados y Srinivas vio por primera vez la figura fantástica de la muchacha vestida enteramente de mariposas con una melena como la nieve que le llegaba hasta los tobillos. «Arré deo -exclamó-. ¿Eres tú, Ayesha? -Y agregó, estúpidamente-: ¿Dónde están mis muñecos de Planificación Familiar?»
Sus palabras cayeron en el vacío; todos miraban a Ayesha, que se acercaba al arrogante jefe de Policía. Ella no dijo nada, sólo sonrió moviendo afirmativamente la cabeza, y él pareció quedarse con veinte años menos y, con el acento de un niño de diez u once años, dijo: «Está bien, está bien, mausi. Perdona, ma. No quise ofender. Discúlpame, te lo ruego.» Y aquí terminaron los problemas con la policía. Después, por la tarde, a la hora de más calor, un grupo de jóvenes hindúes de la ciudad empezaron a arrojar piedras desde los tejados de edificios próximos, y el jefe de Policía los mandó al calabozo antes de dos minutos.
«Ayesha, hija -dijo Srinivas, hablando al vacío-, ¿qué demonios te ha pasado?»
Durante las horas de calor, los peregrinos descansaban aprovechando las sombras que buenamente encontraban. Srinivas deambulaba entre ellos como en sueños, profundamente conmovido, seguro de que, inexplicamente, su vida había llegado a una encrucijada. Constantemente buscaba con la mirada la figura transformada de Ayesha, la vidente, que descansaba a la sombra de un pipal en compañía de Mishal Akhtar, de su madre, Mrs. Qureishi y del enamorado Osman con su toro. Al fin, Srinivas se tropezó con el zamindar Mirza Saeed, que estaba tendido en el asiento trasero de su Mercedes-Benz, despierto y atormentado. Srinivas se dirigió a él hablándole con humilde perplejidad. «Sethji, ¿tú no crees en la muchacha?»
«Srinivas -respondió Mira Saeed incorporándose-, nosotros somos hombres modernos. Nosotros sabemos, por ejemplo, que los viejos se mueren en los viajes largos, que Dios no cura el cáncer y que los mares no se abren. Nosotros tenemos que poner fin a esta estupidez. Ven conmigo, en el coche hay sitio de sobra. Quizá puedas ayudarme a disuadir a esta gente; Ayesha te está agradecida, quizás a ti te escuche.»
«¿Ir en el coche? -Srinivas se sentía indefenso, como si unas fuertes manos le agarraran de las extremidades-. Pero yo tengo mi negocio.»
«Para muchos de los nuestros, ésta es una misión suicida -insistió Mirza Saeed-. Necesito ayuda. Naturalmente, podría pagarte.»
«El dinero no importa. -Srinivas retrocedió, ofendido-. Perdona, Sethji, pero tengo que pensarlo.»
«¿Pero no te das cuenta? -gritó Mirza Saeed mientras Srinivas se alejaba-. Tú y yo no somos gente corriente. ¡El bhai-bhai hindú-musulman! Nosotros podemos abrir un frente secular contra esta farsa.»
Srinivas volvió. «Es que yo soy creyente -protestó-. Tengo en la pared el cuadro de la diosa Lakshmi.»
«La riqueza es una diosa excelente para un comerciante», dijo Mirza Saeed.
«Y también la tengo en el corazón», agregó Srinivas. Mirza Saeed se impacientó. «Las diosas, por mi vida. Hasta vuestros filósofos reconocen que no son más que conceptos abstractos. Encarnaciones del shakti que, en sí, es una idea abstracta: la fuerza dinámica de los dioses.»
El comerciante en juguetes miraba a Ayesha dormida bajo su colcha de mariposas. «Yo no soy filósofo, Sethji», dijo. Ni dijo que que el corazón le había dado un vuelco al darse cuenta de que la muchacha dormida y la diosa del calendario de la pared de su fábrica tenían idéntica cara.
Cuando la peregrinación salió de la ciudad, Srinivas se fue con ella, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa que, con el pelo revuelto, blandía a la pequeña Minoo en la cara de su marido. Srinivas dijo a Ayesha que, si bien él no deseaba ir a La Meca, sentía el deseo de acompañarla un trecho, quizás hasta la orilla del mar.
Cuando Srinivas se unió a los vecinos de Titlipur y acomodó el paso al del hombre que iba a su lado, observó, perplejo e intimidado, la inmensa nube de mariposas que, como una sombrilla gigantesca, protegía del sol a los peregrinos. Era como si las mariposas de Titlipur hubieran asumido las funciones del gran árbol. Después profirió un grito de temor, asombro y placer, porque unas cuantas docenas de aquellas criaturas con alas de camaleón se habían posado en sus hombros y, al instante, habían adquirido el exacto tono escarlata de su camisa. Entonces reconoció al hombre que iba a su lado: era el sarpanch Muhammad Din, que había preferido no caminar en cabeza. Él y Khadija, su esposa, caminaban con alegría, a pesar de su avanzada edad, y cuando Muhammad Din vio la bendición lepidóptera que se posaba sobre el comerciante de juguetes, le tomó de la mano.
Era evidente que las lluvias no llegarían. Hileras de reses flacas emigraban por los campos, en busca de agua. El amor es agua, habían escrito con cal en la pared de ladrillo de una fábrica de motocicletas. Por el camino se encontraron con otras familias que se dirigían al Sur con la vida en un hato cargado sobre el lomo de un asno moribundo, y también ellas iban en busca del agua. «Pero no maldita agua salada -gritó Mirza Saeed a los peregrinos de Titlipur-. ¡Ellos no buscan un mar que se divida en dos! Ellos quieren vivir, y vosotros, locos, queréis morir.» Los buitres se agrupaban junto a la carretera para ver desfilar a los peregrinos.
Mirza Saeed pasó las primeras semanas de la peregrinación al mar de Arabia en un estado de permanente agitación histérica. Se viajaba por la mañana y al atardecer, y entonces Saeed saltaba de su coche para suplicar a su esposa moribunda. «Sé sensata, Mishu. Eres una enferma. Por lo menos, échate en el coche, deja que te friccione los pies.» Pero ella se negaba, y su madre le ahuyentaba. «Mira, Saeed, con tu actitud negativa deprimes a cualquiera. Vete a beber tu batido de coke en tu vehículo refrigerado y déjanos en paz a los yatris.» Después de la primera semana, el vehículo refrigerado se quedó sin chófer. El mecánico de Mirza Saeed presentó la dimisión y se unió a los caminantes, por lo que el zamindar se vio obligado a sentarse al volante. Después de aquello, cada vez que le acometía la ansiedad, tenía que parar el coche, aparcar y correr alocadamente adelante y atrás entre los peregrinos, amenazando, suplicando y ofreciendo sobornos. Por lo menos una vez al día maldecía a Ayesha en su propia cara por haber destrozado su vida, pero nunca podía seguir apostrofándola mucho rato, porque cada vez que la miraba la deseaba tanto que se sentía avergonzado. El cáncer había empezado a volver gris la piel de Mishal, y también Mrs. Qureishi empezaba a estropearse; sus aires mundanos se habían desintegrado y tenía grandes ampollas en los pies. Pero rechazaba rotundamente los ofrecimientos de Saeed de llevarla en el coche. El hechizo que Ayesha había lanzado sobre los peregrinos conservaba toda su fuerza. Y al final de aquellas incursiones al centro de la peregrinación, Mirza Saeed, sudoroso y mareado por el calor y la creciente desesperación, advertía que los caminantes habían dejado atrás el coche, y él tenía que trotar hasta él solo y contrariado. Un día, al volver al coche, vio que la cáscara de un coco arrojada desde un autobús le había roto el parabrisas dejándolo como una telaraña cuajada de moscas plateadas. Tuvo que sacar a golpes los fragmentos del parabrisas, que parecían reírse de él al caer en la carretera y en el interior del coche, como si le hablaran de la fugacidad y futilidad de las posesiones materiales; pero el hombre secular vive en el mundo material, y Mirza Saeed no estaba dispuesto a romperse tan fácilmente como un parabrisas. Por la noche se acostaba en una esterilla al lado de su esposa, bajo las estrellas, al borde de la carretera. Cuando le refirió lo de la rotura del coche, ella le ofreció flaco consuelo. «Es una señal -le dijo-. Abandona el coche y únete a nosotros.»
«¿Abandonar un Mercedes-Benz?», aulló Saeed con verdadero horror.
«¿Por qué no? -repuso Mishal con su voz gris y cansada-. No haces más que hablar de la ruina total. Entonces, ¿qué importa un Mercedes más o menos?»
«No lo entiendes -sollozó Saeed-. Nadie me entiende.»
Gibreel soñó con una sequía:
La tierra se amarronaba bajo los cielos sin lluvia. Cadáveres de autobuses y antiguos monumentos se pudrían en los campos con las cosechas. Mirza, desde el coche, por el hueco del parabrisas destrozado, veía llegar la calamidad: asnos silvestres que copulaban cansinamente y se desplomaban, unidos, en medio de la carretera; árboles que, por efecto de la erosión, mostraban unas raíces que parecían garras de madera que escarbaran la tierra en busca de agua; los campesinos, obligados a trabajar para el Estado en calidad de peones, construían un aljibe al lado de la carretera, un depósito vacío para un agua que no caía. Míseras vidas que se agotaban al borde del camino: una mujer con un hato que se dirigía hacia una tienda de palo y andrajos, una muchacha condenada a restregar, día tras día, este puchero, esta sartén, en un parcela de polvo inmundo. «¿Estas vidas valen tanto como las nuestras? -se preguntaba Mirza Saeed Akhtar-. ¿Tanto como la mía? ¿Como la de Mishal? Qué poco han experimentado, qué poco tienen para alimentar el alma.» Un hombre con dhoti y un pugri amarillo suelto estaba encaramado a un mojón, como un pájaro, con un pie en una rodilla y una mano bajo un codo, fumando un biri. Cuando Mirza Saeed Akhtar pasaba por delante de él, el hombre escupió y alcanzó en la cara al zamindar.
La peregrinación avanzaba despacio, tres horas de camino por la mañana, tres más después del calor, caminando al paso del más lento de los peregrinos, sujeta a infinitos retrasos, enfermedades de los niños, acoso de las autoridades, una rueda que se desprendía de una de las carretas; tres kilómetros al día, cuando más, doscientos veinte kilómetros hasta el mar, aproximadamente once semanas de viaje. La primera muerte se produjo al decimoctavo día. Khadija, la vieja atolondrada que durante medio siglo fuera la esposa satisfecha del satisfecho sarpanch Muhammad Din, vio en sueños a un arcángel. «Gibreel -susurró-, ¿eres tú?»
«No -respondió la aparición-. Yo soy Azraeel, el del trabajo antipático. Perdón por la desilusión.»
A la mañana siguiente, ella siguió con la peregrinación, sin decir nada a su marido de la visión. Al cabo de dos horas llegaron a las ruinas de uno de los paradores para viajeros que los mogoles, en tiempos remotos, habían levantado a intervalos de cinco millas junto a la carretera. Cuando Khadija vio la ruina no sabía nada de su pasado, de los viajeros a los que se había robado mientras dormían, etcétera, pero comprendió su presente utilidad. «Tengo que entrar a descansar», dijo al sarpanch, que protestaba: «¡Pero la marcha…!» «No te aflijas -dijo ella suavemente-. Ya los alcanzarás.»
Se tumbó entre las ruinas, con la cabeza apoyada en una piedra lisa que le había encontrado el sarpanch. El anciano lloraba, pero no sirvió de nada, porque antes de un minuto ella había muerto. Él fue corriendo hacia los caminantes y se encaró con Ayesha, furioso: «Nunca debí escucharte -le dijo-. Y ahora has matado a mi mujer.»
La marcha se detuvo. Mirza Saeed Akhtar, creyendo advertir una oportunidad, insistió con vehemencia en que había que llevar a Khadija a un cementerio musulmán. Pero Ayesha se opuso. «El arcángel nos ordenó que fuéramos directamente al mar, sin desviaciones ni rodeos.» Mirza Saeed apeló a los peregrinos. «Es la amada esposa de vuestro sarpanch -gritó-. ¿Vais a meterla en un agujero junto al camino?»
Cuando los vecinos de Titlipur acordaron que Khadija fuera enterrada inmediatamente, Saeed no podía dar crédito a sus oídos. Entonces comprendió que la fuerza que los movía era más grande de lo que él sospechara: incluso el afligido sarpanch accedió. Khadija fue enterrada en el ángulo de un campo yermo, bajo las ruinas del viejo parador.
Sin embargo, al día siguiente, Mirza Saeed advirtió que el sarpanch se había separado de la peregrinación y marchaba rezagado, desconsolado e hiposo. Saeed saltó del Mercedes y corrió hacia Ayesha a hacer otra escena. «¡Monstruo! -le gritó-. ¡Monstruo sin corazón! ¿Por qué trajiste a la anciana a morir aquí?» Ella hizo como si no le oyera, pero cuando Saeed volvía al coche, el sarpanch se le acercó y le dijo: «Nosotros éramos pobres. Sabíamos que nunca podríamos ir a Mecca Sharif hasta que ella nos convenció. Ella nos convenció, y ahora mira el resultado de su acción.»
Ayesha, la kahin, llamó al sarpanch, pero no le ofreció ni una palabra de consuelo. «Fortalece tu fe -le reconvino-. Quien muere durante la gran peregrinación tiene segura la entrada en el Paraíso. Tu esposa se encuentra entre los ángeles y las flores. ¿Qué motivos tienes para llorar?»
Aquella noche, el sarpanch Muhammad Din se acercó a Mirza Saeed, que estaba sentado junto a una pequeña hoguera. «Perdona, Sethji -dijo-. ¿Podría ir en tu coche, tal como me ofreciste un día?»
Reacio a abandonar del todo el proyecto por el que su esposa había muerto, incapaz de mantener la fe absoluta que el proyecto requería, Muhammad Din se subió al vehículo combinable del escepticismo. «Mi primer converso», se felicitó Mirza Saeed.
A la cuarta semana, la deserción del sarpanch Muhammad Din empezó a surtir efecto. Viajaba en la parte trasera del Mercedes como si él fuera el zamindar y Mirza Saeed el chófer, y poco a poco la tapicería de piel y el acondicionador de aire y el mueble-bar y los cristales de espejo accionados eléctricamente empezaron a infundirle un gesto altivo; su nariz se elevaba y su rostro adquiría la expresión arrogante del que puede ver sin ser visto. Mirza Saeed, al volante, sentía cómo los ojos y la nariz se le llenaban del polvo que entraba por el hueco del parabrisas, pero, a pesar de la incomodidad, se sentía más animado que antes. Ahora, al término de cada jornada, un grupo de peregrinos se congregaban alrededor del Mercedes-Benz, con su estrella rutilante, y Mirza Saeed trataba de infundirles sentido común mientras ellos observaban cómo el sarpanch Muhammad Din subía y bajaba los cristales de espejo de manera que veían, alternativamente, la cara de él y las suyas propias. La presencia del sarpanch en el Mercedes daba nueva fuerza a las palabras de Mirza Saeed. Ayesha no hacía nada por apartar de allí a los peregrinos, y hasta el momento su confianza parecía justificada, porque no había nuevas deserciones. Pero Saeed vio que miraba repetidamente en dirección a él, y, tanto si era una visionaria como si no, Mirza Saeed hubiera apostado un buen dinero a que aquellas eran las miradas impacientes de una muchacha que no estaba segura de conseguir lo que se proponía.
Y entonces Ayesha desapareció.
Se fue durante la hora de la siesta y no reapareció hasta un día y medio después, cuando entre los peregrinos ya reinaba el caos -ella supo siempre atraer la atención del público, reconoció Saeed-, caminando por los campos cubiertos de polvo, y esta vez en su pelo plateado había vetas de oro, y sus cejas también eran doradas. Llamó a los peregrinos y les dijo que el arcángel estaba descontento porque los vecinos de Titlipur habían caído en la duda precisamente por la subida de una mártir al Paraíso. Les advirtió que el arcángel estaba pensando seriamente en retirar su ofrecimiento de dividir las aguas, «de manera que al llegar al mar de Arabia sólo conseguiréis un baño de agua salada, antes de regresar a los campos de patatas abandonados en los que no volverá a caer la lluvia». Los peregrinos estaban consternados. «No; no puede ser -suplicaban-. Bibiji, perdónanos.» Era la primera vez que utilizaban el nombre de la santa para dirigirse a la muchacha que los guiaba con un absolutismo que empezaba a asustarles tanto como les impresionaba. Después de la reprimenda, el sarpanch y Mirza Saeed se quedaron solos en el Mercedes. «Segundo asalto para el arcángel», pensó Mirza Saeed.
A la quinta semana, la salud de la mayoría de los peregrinos más viejos se había deteriorado considerablemente, las provisiones escaseaban, se hacía difícil encontrar agua y a los niños se les habían secado los lagrimales. Las bandadas de buitres no dejaban de rondar.
A medida que los peregrinos dejaban atrás las zonas rurales y entraban en territorio más poblado, el acoso iba en aumento. Eran muchos los autobuses y camiones que no se desviaban, y los peregrinos tenían que apartarse de su camino, gritando y atrepellándose. Los ciclistas, las familias de seis personas que viajaban en motos Rajdoot y los pequeños tenderos los insultaban. «¡Locos! ¡Palurdos! ¡Musulmanes!» En varias ocasiones tuvieron que viajar durante toda la noche porque las autoridades de tal o cual pueblo no querían que semejante chusma durmiera en sus calles. Se hicieron inevitables más muertes.
Y un día el toro de Osman, el converso, se arrodilló entre las bicicletas y el estiércol de camello de un pueblo sin nombre. «¡Levántate, idiota! -le gritaba Osman, impotente-. ¿Qué te has creído? ¿Es que vas a morirte delante de esos puestos de fruta de unos desconocidos?» El toro movió afirmativamente la cabeza para decir que sí y expiró.
Las mariposas cubrieron su cuerpo, adoptando el color gris de su piel, sus cucuruchos y sus cascabeles. El inconsolable Osman corrió hacia Ayesha (que se había puesto un sucio sari como concesión a la pudibundez urbana, a pesar de que las mariposas aún la envolvían en una nube de gloria). «¿Los toros van al cielo?», preguntó él con voz quejumbrosa; ella se encogió de hombros. «Los toros no tienen alma -dijo fríamente-. Y lo que nosotros queremos salvar con nuestra marcha son las almas.” Osman la miró fijamente y comprendió que ya no la amaba. «Te has convertido en un demonio», le dijo con repugnancia.
«Yo no soy nada -dijo Ayesha-. Soy una mensajera.»
«Entonces dime por qué tu Dios está tan deseoso de destruir a los inocentes -dijo Osman furioso-. ¿De qué tiene miedo? ¿Tan poco confía, que ha de obligarnos a morir para demostrar nuestro amor?»
Como en respuesta a esta blasfemia, Ayesha impuso medidas disciplinarias más rigurosas, insistiendo en que todos los peregrinos rezaran las cinco oraciones y decretando que el viernes sería día de ayuno. Al término de la sexta semana había hecho que los caminantes abandonaran otros cuatro cadáveres en el lugar en el que habían caído: dos ancianos, una anciana y una niña de seis años. Los peregrinos seguían andando, volviendo la espalda a los muertos; pero Mirza Saeed Akhtar recogía los cadáveres y se aseguraba de que recibieran un entierro decente. En esto le ayudaban el sarpanch Muhammad Din y Osman, el ex intocable. En estas ocasiones se quedaban bastante rezagados, pero un Mercedes «combi» no tarda mucho en dar alcance a más de ciento cuarenta hombres, mujeres y niños que caminan cansinamente hacia el mar.
El número de los muertos aumentaba, y los grupos de peregrinos desorientados que acudían al Mercedes se hacía mayor cada noche. Mirza Saeed empezó a contarles cuentos. Les habló de los lemmings y de la hechicera Circe, que convertía a los hombres en cerdos; también les contó el cuento del flautista que se llevó a todos los niños de una ciudad a una cueva de las montañas. Después de contarles el cuento en su propia lengua, les recitó versos en inglés, para que escucharan la música de la poesía aunque no entendieran las palabras. «La ciudad de Hamelin está en Brunsvick -empezó-. Próxima a la célebre Hannover. El río Weser, profundo y ancho, lame sus muros por el Sur…»
Entonces le cupo la satisfacción de ver a la joven Ayesha avanzar hacia él con expresión de furor, mientras las mariposas relucían como la hoguera que tenía a su espalda, haciendo que pareciera que las llamas partían de su cuerpo.
«Los que presten oído a los versos del diablo, recitados en la lengua del diablo, se irán con el diablo», exclamó.
«Entonces -respondió Mirza Saeed-, la elección está entre el diablo y el fondo del mar azul.»
Habían transcurrido ocho semanas, y las relaciones entre Mirza Saeed y Mishal, su esposa, se habían deteriorado hasta el extremo de que ya no se hablaban. Ahora, y a pesar del cáncer que la había vuelto gris como la ceniza funeraria, Mishal se había convertido en el brazo derecho y la más devota discípula de Ayesha. Las dudas de otros caminantes sólo habían servido para robustecer su propia fe, y de todas las dudas ella categóricamente echaba la culpa a su marido.
«Además -le había reprochado en su última conversación-, no hay en ti calor humano. Me da miedo acercarme a ti.
«¿No hay calor humano? -gritó él-. ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¿Que no hay calor? ¿Por quién ando yo en esta estúpida peregrinación? ¿Para cuidar de quién? ¿Porque quiero a quién? ¿Quién me preocupa, quién me angustia, quién me llena de tristeza? ¿Es que no me conoces? ¿Cómo puedes decir eso?
«No hay más que oírte -dijo ella con una voz que empezaba a sonar turbia y sorda-. Siempre, la cólera. Una cólera fría, helada, como una fortaleza.»
«No es cólera -vociferó él-. Es angustia, es pena, es dolor, es aflicción. ¿Dónde está la cólera?»
«La oigo -dijo ella-. Cualquiera puede oírla, en kilómetros a la redonda.»
«Ven conmigo -suplicó él-. Te llevaré a las mejores clínicas de Europa, Canadá, Estados Unidos. Confía en la tecnología de Occidente. Hacen maravillas. A ti siempre te gustaron las cosas técnicas.”
«Yo voy en peregrinación a La Meca», dijo ella, dando media vuelta.
«Maldita zorra estúpida -rugió él-. Porque tú tengas que morir no has de arrastrar contigo a toda esta gente.» Pero ella se alejó por el campamento instalado al lado de la carretera, sin mirar atrás; y ahora que él le había dado la razón perdiendo el control y diciéndole lo indecible, cayó de rodillas, sollozando. Después de aquella pelea, Mishal se negó a dormir a su lado. Ella y su madre extendían las esterillas al lado de la profetisa cubierta de mariposas que los llevaba a La Meca.
Durante el día, Mishal trabajaba incansablemente para dar confianza y tranquilidad a los peregrinos, extendiendo sobre todos ellos el ala de su dulzura. Ayesha se encerraba más y más en el silencio, y Mishal Akhtar se convirtió en la consejera de los peregrinos. Pero una peregrina se sustraía a su influencia: Mrs. Qureishi, su madre, esposa del director del Banco del Estado.
La llegada de Mr. Qureishi, padre de Mishal, fue un acontecimiento. Los peregrinos se habían detenido a la sombra de una hilera de plátanos, y estaban atareados recogiendo leña y limpiando las ollas cuando apareció el cortejo motorizado. Inmediatamente, Mrs. Qureishi, que pesaba doce kilos menos que al comienzo de la caminata, se puso en pie de un salto, sacudiéndose el polvo de la ropa y arreglándose el pelo con movimientos frenéticos. Mishal, al ver a su madre manejar con dedos torpes un barra de labios semiderretida, dijo: «¿Qué te pasa, ma? Tranquila, va.»
Su madre, con débil movimiento de la mano, señaló los coches que se acercaban. Momentos después, la figura alta y severa del gran banquero estaba delante de ellas. «Si no lo veo, no lo creo -dijo-. Cuando vinieron a contármelo, dije bah, bah, no puede ser. Por eso he tardado tanto en enterarme. Marcharse de Peristan sin una palabra… Dime, ¿qué canastos significa esto?»
Mrs. Qureishi temblaba, indefensa, ante la mirada de su marido y empezó a llorar, sintiendo los callos de los pies y la fatiga en cada poro de su cuerpo. «Ay, Dios mío, no lo sé, perdona -dijo-. Sólo Dios sabe lo que pasó.»
«¿Es que no te das cuenta de que yo ocupo un puesto muy vulnerable? -exclamó Mr. Qureishi-. La confianza del público es esencial. ¿Qué pensará la gente si mi esposa anda vagando por ahí con unos bhangis?»
Mishal abrazó a su madre y dijo a su padre que dejara de regañarla. Mr. Qureishi advirtió por vez primera que su hija tenía la marca de la muerte en la frente y se desinfló bruscamente, como la cámara de un neumático. Mishal le habló del cáncer y de la promesa de la vidente Ayesha de que en La Meca se obraría un milagro y ella quedaría curada.
«Entonces deja que yo te lleve en avión a La Meca hoy mismo -suplicó el padre-. ¿Por qué caminar pudiendo ir en Airbus?»
Pero Mishal permaneció inflexible. «Tú debes marcharte -dijo a su padre-. Sólo los creyentes pueden hacer que ello ocurra. Mamá me cuidará.»
Mr. Qureishi, en su limousine, se unió a Mirza Saeed a la cola de la procesión, enviando constantemente a uno de los dos criados que le escoltaban en scooters, para preguntar a Mishal si quería comida, medicina, refresco, lo que fuera. Mishal rehusaba todas las ofertas, y al cabo de tres días -porque la banca es la banca- Mr. Qureishi partió hacia la ciudad, dejando a uno de los chaprassis de la scooter para que sirviera a las mujeres. «Está a vuestro servicio -les dijo-. No seais tontas. Haced el viaje lo más cómodo posible.» Al día siguiente de la marcha de Mr. Qureishi, el chaprassi Gul Muhammad dejó la scooter y se unió a los caminantes, anudándose un pañuelo a la cabeza para demostrar su devoción. Ayesha no dijo nada, pero al ver al scooter-wallah unirse a la peregrinación, sonrió con un aire de travesura que recordó a Mirza Saeed que, al fin y al cabo, ella no era sólo personaje de un sueño, sino también una muchacha de carne y hueso.
Mrs. Qureishi empezó a quejarse. El breve contacto con su antigua vida había minado su decisión y ahora, cuando ya era tarde, no hacía más que pensar en fiestas, y almohadones, y vasos de lima con soda helada. De pronto, le parecía un disparate que a una persona de su categoría se la obligara a ir descalza como un vulgar barrendero. Se presentó ante Mirza Saeed con una expresión de timidez en la cara.
«Saeed, hijo, ¿me odias?», preguntó con zalamería mientras en su cara carnosa se pintaba una parodia de coquetería.
Saeed quedó horrorizado por el mohín. «De ninguna manera», logró decir.
«Sí, sí, tú me odias, la mía es una causa perdida», insistió ella, empalagosa.
«Ammaji -Saeed tragó saliva-, pero ¿qué dices?» «Es que yo a veces te he hablado con dureza.» «Olvídalo, te lo ruego», dijo Saeed, intrigado por aquella actitud; pero ella no estaba dispuesta a olvidar: «Quiero que sepas que sólo me movía el amor -dijo-. El amor es algo maravilloso.»
«El amor mueve al mundo», convino Mirza Saeed, tratando de ponerse a su altura.
«El amor todo lo vence -confirmo Mrs. Qureishi-. Ha vencido mi enojo. Y quiero demostrártelo viajando contigo en tu coche.»
Mirza Saeed se inclinó. «Es tuyo, ammaji.»
«Entonces di a esos dos hombres del pueblo que se sienten delante contigo. Hay que proteger a las señoras, ¿no te parece?
«Me parece», respondió él.
El caso del pueblo que caminaba hacia el mar era comentado en todo el país y, a la novena semana, los peregrinos eran acosados por periodistas, políticos locales a la caza de votos, comerciantes que se ofrecían a patrocinar la marcha si los yatris se avenían a portar carteles sándwich anunciando diversos artículos y servicios, turistas extranjeros en busca de los misterios de Oriente, nostálgicos de Gandhi y la clase de buitres humanos que va a las carreras de coches para ver los accidentes. Pero, cuando veían la nube de mariposas-camaleón que vestían a la joven Ayesha y le proporcionaban su único sustento sólido, los visitantes quedaban atónitos y se retiraban confusos, llevando consigo una experiencia que nunca podrían hacer encajar en su concepto del mundo. En todos los periódicos aparecían fotos de Ayesha, y a veces los peregrinos hasta tenían que pasar por delante de carteles publicitarios en los que la beldad de los lepidópteros había sido pintada a tamaño triple del natural junto a slogans que proclamaban: También nuestros tejidos son tan suaves como alas de mariposa y cosas por el estilo. Pero un día llegó una noticia alarmante. Ciertos grupos religiosos extremistas habían facilitado comunicados en los que se denunciaba la «Ayesha Haj» como un intento de «secuestrar» la atención pública y una incitación al comunalismo, o sea, la mezcla de hindúes y musulmanes. Se distribuían folletos – Mishal recogió varios en la carretera- en los que se declaraba que «Padyatra o peregrinación a pie es una tradición antigua de la cultura nacional preislámica, no una importación de los inmigrantes mogoles.» Y también: «La apropiación de esta tradición por la llamada Ayesha Bibiji es una flagrante y deliberada tentativa de agravar una situación ya de por sí delicada.»
«No habrá problemas», anunció la kahin rompiendo su silencio.
Gibreel soñó con un suburbio:
Cuando la «Ayesha Haj» se acercaba a Sarang, localidad situada en el extrarradio de la gran metrópoli de orillas del mar de Arabia hacia la que la visionaria los conducía, periodistas, políticos y policías redoblaron sus visitas. En un principio, los policías amenazaron con dispersar la comitiva por la fuerza; los políticos, sin embargo, advirtieron que ello sería considerado como un acto de sectarismo y podía provocar brotes de violencia religiosa en todo el país. Al fin, la autoridad policial accedió a permitir la marcha, pero agregando, en tono entre quejumbroso y amenazador, que «no podían garantizar la integridad» de los peregrinos. Mishal Akhtar dijo: «Seguiremos adelante.»
La población de Sarang debía su relativa riqueza a la presencia de grandes yacimientos de carbón en sus proximidades. Y resultó que los mineros de Sarang, hombres que pasaban la vida horadando las entrañas de la tierra -«abriéndola» como si dijéramos-, no podían aceptar la idea de que una muchachita pudiera hacer otro tanto con el mar sólo moviendo una mano. Los jefes de ciertos grupos comunales habían incitado a los mineros a la violencia y, a consecuencia de las actividades de estos agents provocateurs, estaba congregándose una muchedumbre que portaba pancartas en las que se exigía: ¡FUERA LA PADYATRA ISLÁMICA! BRUJA DE LAS MARIPOSAS, VUELVE A TU PUEBLO.
La víspera de la entrada en Sarang por la noche, Mirza Saeed hizo otro inútil llamamiento a los peregrinos. «Abandonad -les imploraba inútilmente-. Mañana nos matarán a todos.» Ayesha dijo unas palabras al oído de Mishal y ésta respondió por ella: «Es mejor ser mártir que cobarde. ¿Hay aquí algún cobarde?»
Uno había. Sri Srinivas, explorador del Gran Cañón, propietario de Juguetes Univas, cuyo lema era creatividad y sinceridad, se alineó con Mirza Saeed. Por su condición de devoto de la diosa Lakshmi, cuyo rostro se parecía al de Ayesha de modo asombroso, era incapaz de participar en las inminentes hostilidades en cualquiera de los bandos. «Yo soy débil -confesó a Saeed-. Yo he amado a Miss Ayesha, y un hombre debe luchar por aquello que ama; pero, sintiéndolo mucho, he de pedir status neutral.» Srinivas era el quinto miembro del grupo disidente que viajaba en el Mercedes-Benz. Mrs. Qureishi no tuvo más remedio que compartir el asiento de atrás con aquel plebeyo. Srinivas la saludó tristemente y, al observar que ella se apartaba malhumorada, rebotando en el asiento, trató de apaciguarla. «Le ruego que acepte esta pequeña muestra de mi consideración.» Y de un bolsillo interior sacó un muñeco de Planificación Familiar.
Aquella noche, los desertores permanecieron en el «combi» mientras los creyentes rezaban al aire libre. Se les había autorizado a acampar en un viejo patio de expedición de mercancías en desuso, bajo la protección de la policía militar. Mirza Saeed no podía dormir. Pensaba lo que le había dicho Srinivas de que, interiormente, él se sentía adepto de Gandhi, «pero soy muy débil para poner en práctica tales ideas. Perdón, es la verdad, yo no soporto el sufrimiento, Sethji. Yo hubiera tenido que quedarme con mi mujer y mis hijos y olvidarme de esta enfermedad de la sed de aventuras que me ha traído a esta situación.»
También en mi familia hemos sufrido una especie de enfermedad, respondió Mirza Saeed, en su insomnio, al fabricante de juguetes dormido. Nuestra enfermedad ha sido la inhibición, la incapacidad de conectar con las cosas, los hechos, los sentimientos. La mayoría de las personas se definen por su trabajo, o por su procedencia, o cosa por el estilo; nosotros hemos vivido encerrados en nosotros mismos. Ello hace que la actualidad nos resulte tremendamente difícil de manejar.
Lo cual equivalía decir que se le hacía difícil creer que todo esto estuviera ocurriendo realmente; pero ocurría.
A la mañana siguiente, cuando los Peregrinos de Ayesha se disponían a partir, las grandes nubes de mariposas que habían viajado con ellos desde Titlipur se disiparon bruscamente y desaparecieron de su vista, dejando al descubierto un cielo en el que se acumulaban rápidamente otras nubes más prosaicas. Hasta las criaturas que vestían a Ayesha -el cuerpo de élite, como si dijéramos- se dispersaron y ella tuvo que presidir el cortejo vestida con un mundano y viejo sari de algodón con orla de hojas estampada. La desaparición del milagro que parecía sancionar la peregrinación entristeció a los caminantes de tal manera que, a pesar de las exhortaciones de Mishal Akhtar, al verse privados de la bendición de las mariposas, eran incapaces de cantar mientras avanzaban al encuentro de su destino.
La muchedumbre de Fuera la Padyatra Islámica había preparado un recibimiento a Ayesha en una calle bordeada a uno y otro lado de chamizos de reparación de bicicletas. Habían cortado la ruta de los peregrinos con bicicletas muertas, y se hallaban apostados detrás de esta barricada de ruedas rotas, manillares torcidos y timbres mudos cuando la Ayesha Haj entró en el sector norte de la ciudad. Ayesha avanzaba hacia la multitud como si no existiera, y cuando llegó al último cruce, después del cual le aguardaban los palos y los cuchillos del enemigo, retumbó un trueno como la trompeta del Juicio Final y del cielo cayó un océano. La sequía había terminado muy tarde para que se salvaran las cosechas; después, muchos de los peregrinos creerían que Dios había estado guardando el agua para este fin, acumulándola en el cielo, hasta que fue tan grande como el mar, sacrificando las cosechas del año, a fin de salvar a su profetisa y a su pueblo. La fuerza del diluvio acobardó tanto a los peregrinos como a sus adversarios. En medio de la confusión creada por las aguas se oyó otra trompeta. En realidad, era el claxon del Mercedes-Benz «combi» de Mirza Saeed, que él había conducido a toda velocidad por las inundadas calles laterales del suburbio, derribando tendederos con hileras de camisas, carretillas cargadas de calabazas y tenderetes de baratijas de plástico, hasta llegar a la calle de los cesteros, que salía a la calle de los reparadores de bicicletas, un poco al norte de la barricada. Allí pisó a fondo el acelerador y embistió hacia el cruce, diseminando en todas direcciones a viandantes y taburetes de mimbre. Llegó al cruce inmediatamente después de que el mar cayera del cielo y frenó bruscamente. Sri Srinivas y Osman saltaron a tierra, agarraron a Mishal y a la profetisa y las metieron en el Mercedes, entre mucho pataleo, griterío e insultos. Saeed salió disparado del lugar antes de que alguien tuviera tiempo de enjugarse de los ojos el agua que los cegaba.
Dentro del coche, cuerpos amontonados en feroz revoltijo. Mishal Akhtar, desde el fondo del montón, lanzaba insultos a su marido: «¡Saboteador! ¡Traidor! ¡Escoria de ya sabes dónde! ¡Mula!» A lo que Saeed repuso sarcásticamente: «El martirio es muy fácil, Mishal. ¿Es que no quieres ver cómo se abre el océano cual una flor?»
Y Mrs. Qureishi, asomando la cabeza por entre las piernas invertidas de Osman, agregó, jadeando y colorada: «Basta, Mishu. Lo hicimos con la mejor intención.»
Gibreel soñó con una inundación.
Cuando llegaron las lluvias, los mineros de Sarang esperaban a los peregrinos con el pico en la mano; pero cuando la barricada de bicicletas fue arrastrada por las aguas, no pudieron pensar sino que Dios había tomado partido por Ayesha. El sistema de desagües de la ciudad se rindió instantáneamente al diluvio arrollador, y muy pronto los mineros estaban hundidos hasta el pecho en un agua terrosa. Algunos trataron de avanzar hacia los peregrinos, que también se esforzaban en caminar. Pero la lluvia redobló su fuerza, y luego volvió a redoblarla, cayendo del cielo en unas masas gruesas que dificultaban la respiración, como si la tierra fuera a sumergirse y el firmamento superior fuera a unirse con el firmamento inferior.
Gibreel, mientras soñaba, notó que el agua le nublaba la visión.
Cesó la lluvia y un sol acuoso iluminó una escena de devastación veneciana. Las calles de Sarang eran canales por los que viajaban toda clase de restos. Por donde hasta hacía poco sólo circulaban scooter-rickshaws, carros de camellos y bicicletas reparadas, ahora flotaban periódicos, flores, ajorcas, sandías, paraguas, babuchas, gafas de sol, cestos, excrementos, frascos de medicina, naipes, dupattas, buñuelos, lámparas. El agua tenía un extraño tinte rojizo que hacía imaginar al empapado populacho que lo que corría por las calles era sangre. No había rastro de los pendencieros mineros ni de los Peregrinos de Ayesha. Un perro cruzó nadando la intersección junto a la derrumbada barricada de bicicletas, y en todas partes reinaba el húmedo silencio de la inundación cuyas aguas lamían autobuses atascados, mientras los niños miraban desde los tejados que bordeaban delicuescentes torrenteras, muy sobrecogidos para salir a jugar.
Entonces volvieron las mariposas.
No se supo de dónde, como si hubieran estado escondidas detrás del sol; y, para celebrar el fin de la lluvia, todas habían tomado el color del sol. La aparición en el cielo de esta inmensa alfombra de luz desconcertó vivamente a los habitantes de Sarang, impresionados por la tormenta; temiendo la llegada del apocalipsis, se escondieron en sus casas y cerraron los postigos. En una colina cercana, empero, Mirza Saeed Akhtar y sus pasajeros observaban el regreso del milagro y todos, incluido el zamindar, sentían gran respeto.
Mirza Saeed Akhtar había conducido a la desesperada, a pesar de que le cegaba la lluvia que entraba por el boquete del parabrisas, hasta una carretera que subía por una montaña y se detuvo a las puertas del Yacimiento de Carbón N.° 1 de Sarang. A través de la lluvia se distinguían débilmente las entradas de los pozos. «Estúpido -le insultó débilmente Mishal-. Nos has traído a ver a los camaradas de los que nos esperaban ahí abajo. Una idea brillante, Saeed. Superior.» Pero los mineros ya no les causaron más problemas. Aquel día ocurrió la catástrofe que dejó a mil quinientos mineros enterrados vivos bajo el monte Sarangi. Saeed, Mishal, el sarpanch, Osman, Mrs. Qureishi, Srinivas y Ayesha, exhaustos y empapados, miraban desde el borde de la carretera a las ambulancias, los coches de bomberos, los equipos de salvamento y los jefes de la mina, que llegaban en gran cantidad y, mucho después, se marchaban moviendo la cabeza. El sarpanch se cogió los lóbulos de las orejas entre el índice y el pulgar. «La vida es dolor -dijo-. La vida es dolor y es pérdida; es una moneda que no vale nada, menos que un kauri o un dam.»
Osman, el del toro muerto, que, al igual que el sarpanch, había perdido a un ser querido durante la peregrinación, también lloraba. Mrs. Qureishi trató de ver el lado bueno: «Lo que importa es que a nosotros no nos ha pasado nada.» Pero no obtuvo respuesta. Entonces, Ayesha cerró los ojos y declamó con la cantilena de la profecía: «Es un castigo por el mal que querían hacer.»
Mirza Saeed se indignó. «Esa gente no estaba en la maldita barricada -gritó-. Éstos estaban trabajando bajo la maldita tierra.»
«Cavaron sus propias tumbas», respondió Ayesha.
Entonces avistaron las mariposas que regresaban. Saeed contemplaba la nube dorada con incredulidad, viendo cómo se congregaba y luego enviaba alada luz dorada en todas las direcciones. Ayesha quería volver al cruce de caminos. Saeed argumentaba: «Aquello está inundado. No tenemos más remedio que bajar por el otro lado de esta montaña sin pasar por la ciudad.» Pero Ayesha y Mishal ya volvían atrás; la profetisa sostenía por la cintura a la mujer de la cara cenicienta.
«Mishal, por Dios -gritó Mirza Saeed a su mujer-. Por el amor de Dios. ¿Qué hago con el coche?»
Pero ella siguió bajando la cuesta, hacia la inundación, apoyándose pesadamente en Ayesha, la vidente, sin mirar atrás.
Así fue cómo Mirza Saeed Akhtar abandonó su adorado Mercedes-Benz combinable cerca de la entrada de las inundadas minas de Sarang, y se unió a los caminantes que se dirigían al mar de Arabia.
Los siete viajeros estaban con el agua hasta los muslos, en el cruce de la calle de los reparadores de bicicletas y el callejón de los cesteros. Despacio, despacio, el agua había empezado a bajar. «Admítelo -argumentó Mirza Saeed-. La peregrinación ha terminado. Los vecinos del pueblo están Dios sabe dónde, quizás ahogados, quizás asesinados y, desde luego, extraviados. No queda nadie más que nosotros. -Se encaró con Ayesha-. De manera que olvídalo, hermana; estás acabada.»
«Mira», dijo Mishal.
De todos los pequeños talleres de los alrededores salían los vecinos de Titlipur, volviendo al punto en el que se habían dispersado. Desde el cuello hasta los pies estaban cubiertos de mariposas doradas, y largas hileras de las pequeñas criaturas los precedían, como cuerdas que los sacaran de un pozo para dejarlos en lugar seguro. Los habitantes de Sarang miraban desde sus ventanas atemorizados, y mientras las aguas del castigo se retiraban, en medio de la calle volvía a formarse la Ayesha Haj.
«No puedo creerlo», dijo Mirza Saeed.
Pero era verdad. Hasta el último peregrino había sido localizado por las mariposas y conducido a la calle principal. Y después se hacían afirmaciones aún más extrañas: que cuando las criaturas se posaron en un tobillo roto, la lesión había curado, o que una herida se había cerrado como por arte de magia. Muchos caminantes dijeron que cuando volvieron en sí del desmayo sintieron que las mariposas aleteaban en sus labios. Algunos incluso creían que habían muerto, ahogados, y que las mariposas los habían resucitado.
«No seáis necios -exclamó Mirza Saeed -. Os ha salvado la tormenta; arrastró a vuestros enemigos, por lo que no es de extrañar que pocos de vosotros estéis heridos. Un poco de sensatez, por favor.»
«Usa los ojos, Saeed -le dijo Mishal, señalando al centenar de hombres, mujeres y niños envueltos en resplandecientes mariposas-. ¿Qué dice a esto tu sensatez?»
Durante los últimos días de la peregrinación, la ciudad se extendía alrededor de ellos, envolviéndolos. Funcionarios de la Corporación Municipal se reunieron con Mishal y Ayesha para trazar el itinerario a través de la metrópoli. En el recorrido había mezquitas en las que los peregrinos podrían dormir sin cortar las calles. En la ciudad reinaba gran excitación: todos los días, cuando los peregrinos emprendían la marcha hacia el siguiente punto de reposo, enormes multitudes los contemplaban. Algunos se mostraban desdeñosos y hostiles, pero muchos les llevaban obsequios de dulces, medicinas y comida.
Mirza Saeed, agotado y sucio, se sentía profundamente decaído a causa de su incapacidad para convencer más que a un puñado de peregrinos de que era preferible confiar en la razón que en los milagros. Los milagros no les habían ido mal, le replicaban los vecinos de Titlipur de forma bastante razonable. «Las malditas mariposas -murmuró Saeed al sarpanch- De no ser por ellas, habríamos tenido una posibilidad.»
«Pero han venido con nosotros desde el principio», respondió el sarpanch encogiéndose de hombros.
Mishal Akhtar estaba próxima a la muerte; empezaba a oler a eso, y se había vuelto de un blanco de yeso que asustaba a Saeed. Pero ella no le dejaba acercarse. También se había apartado de su madre, y cuando, la primera noche que los peregrinos durmieron en una mezquita de la ciudad, su padre se tomó un respiro en sus tareas bancarias para hacerle una visita, ella le dijo que se fuera. «Las cosas han llegado a un punto en el que sólo los puros pueden estar con los puros», anunció. Cuando Mirza Saeed oyó la entonación de la profetisa Ayesha en boca de su mujer, perdió casi el último vestigio de esperanza.
Llegó el viernes, y Ayesha accedió a que la peregrinación se detuviera durante un día para participar en las oraciones del viernes. Mirza Saeed había olvidado casi todos los versos árabes que un día le hicieran aprender de rutina, y apenas recordaba cuándo tenía que estar de pie con las manos extendidas como un libro, o arrodillarse, o tocar el suelo con la frente, y durante toda la ceremonia estuvo equivocándose, cada vez más irritado consigo mismo. Pero al final de las oraciones ocurrió algo que paralizó a la Ayesha Haj.
Mientras los peregrinos observaban cómo la congregación salía del patio de la mezquita, delante de la puerta principal se alzó un revuelo. Mirza Saeed se acercó a investigar. «¿A qué viene este griterío?», preguntó, mientras luchaba por abrirse paso entre la multitud que se apiñaba en las escaleras de la mezquita; y entonces vio el capazo que estaba en el último peldaño. Y oyó el llanto de un recién nacido, que salía del capazo.
El niño tendría unas dos semanas y, evidentemente, era ilegítimo. No menos evidentemente, sus opciones en la vida eran limitadas. La gente estaba confusa y vacilante. Entonces, en lo alto de las escaleras apareció el imán de la mezquita y, a su lado, estaba Ayesha, la vidente, cuya fama se había extendido por la ciudad.
La multitud se dividió como el mar, y Ayesha y el imán bajaron hasta el capazo. El imán examinó al niño brevemente, se puso en pie y se volvió hacia la gente.
«Esta criatura nació del pecado -dijo-. Es hijo del diablo.» Era un hombre joven.
Los ánimos de la multitud se encendieron de indignación. Mirza Saeed Akhtar gritó: «Tú, Ayesha, kahin. ¿Qué dices tú?»
«Todo se nos pedirá», respondió ella.
La multitud no precisó más clara invitación para lapidar al niño.
Después de esto, los Peregrinos de Ayesha se negaron a seguir adelante. La muerte del niño abandonado creó un ambiente de rebeldía entre los cansados caminantes, ninguno de los cuales había cogido ni arrojado una sola piedra. Mishal, ahora ya más blanca que la nieve, estaba muy debilitada por su enfermedad para animarlos a continuar; Ayesha, como siempre, se negaba a parlamentar. «Si volvéis la espalda a Dios -previno a los antiguos vecinos de Titlipur-, no os sorprenda que Él haga otro tanto con vosotros.»
Los peregrinos se hallaban reunidos, en cuclillas, en un rincón de la gran mezquita, que estaba pintada verde limo por fuera y azul eléctrico por dentro, e iluminada, cuando era necesario, por tubos de neón multicolores. Después de la advertencia de Ayesha, se volvieron de espaldas a ella y se acurrucaron más juntos todavía, aunque el tiempo era bastante caluroso y húmedo. Mirza Saeed no desperdició la ocasión de volver a desafiar abiertamente a Ayesha. «Dime -empezó con suavidad -, con exactitud, ¿cómo te da el ángel toda esa información? Tú nunca nos transmites literalmente sus palabras sino sólo tu interpretación. ¿Por qué esa mediatez? ¿Por qué no te limitas a citarle?»
«Él me habla en forma clara y memorable», respondió Ayesha.
Mirza Saeed, con la agria energía del deseo carnal, el dolor de la ruptura con su esposa moribunda y el recuerdo de las penalidades de la marcha, adivinó en la reticencia de Ayesha la debilidad que él andaba buscando. «Te agradeceré que concretes un poco más -insistió-. Si no, ¿cómo va nadie a creer? ¿Qué forma es esa?
«El arcángel me canta -reconoció ella-, con músicas de canciones célebres.»
Mirza Saeed Akhtar dio una palmada de júbilo y soltó la fuerte carcajada de la venganza, y Osman, el chico del toro, se sumó a su regocijo, batiendo el dholki y bailando alrededor de los peregrinos, mientras cantaba las últimas filmi ganas guiñando los ojos con picardía «¡Ho ji! -cantaba-. ¡Así habla Gibreel, ho ji! ¡Ho ji!»
Y, uno a uno, peregrino tras peregrino, todos fueron levantándose y entrando en el baile del tamborilero, expresando así su desilusión y su amargura en el patio de la mezquita, hasta que el imán salió corriendo y les increpó a gritos por lo profano de su conducta.
Anocheció. Los antiguos vecinos de Titlipur estaban agrupados alrededor de Muhammad Din, su sarpanch, hablando seriamente de regresar a Titlipur. Quizás aún pudiera salvarse algo de cosecha. Mishal Akhtar agonizaba con la cabeza en el regazo de su madre, atormentada por el dolor y con una única lágrima en su ojo izquierdo. Y, sentados en un rincón apartado del patio de la mezquita verdiazul iluminada con tubos en tecnicolor, la visionaria y el zamindar hablaban a solas. Una hoz de luna fría brillaba en lo alto.
«Eres listo -decía Ayesha-. Sabes aprovechar tu oportunidad.»
Entonces fue cuando Mirza Saeed ofreció un pacto. «Mi esposa se muere -dijo-. Y ella desea fervientemente ir a Mecca Sharif. De manera que tú y yo tenemos intereses en común.»
Ayesha escuchaba. Saeed prosiguió: «Ayesha, yo no soy un malvado. Quiero que sepas que muchas de las cosas que han ocurrido durante esta marcha me han causado una condenada impresión; una condenada impresión -repitió-. Tú has dado a esta gente una profunda experiencia espiritual, eso es innegable. No creas que nosotros, los modernos, no tenemos dimensión espiritual.»
«La gente me ha abandonado», dijo Ayesha.
«La gente está confusa -respondió Saeed-. Lo cierto es que si tú realmente los llevas hasta el mar y allí no ocurre nada, Dios mío, entonces sí que podrían volverse contra ti. De manera que éste es el trato. Ya he hablado con el padre de Mishal y él está dispuesto a correr con la mitad de los gastos. Proponemos llevaros personalmente a ti, a Mishal y, digamos, a diez, ¡doce!, peregrinos a La Meca antes de cuarenta y ocho horas. Hay pasajes disponibles. Tú elegirás a las personas más indicadas para hacer el viaje. Entonces realmente habrás hecho un milagro para algunos, en lugar de no hacerlo para nadie. Y, a mi modo de ver, la peregrinación en sí, en cierto modo, ha sido un milagro. De manera que habrás conseguido mucho.»
La miraba conteniendo el aliento.
«Tengo que pensarlo», dijo Ayesha.
«Piénsalo, piénsalo -la alentó Saeed, satisfecho-. Consulta a tu arcángel. Si él accede, señal de que es correcto.»
Mirza Saeed Akhtar sabía que cuando Ayesha anunciara que el arcángel Gibreel había aceptado su oferta, su influencia quedaría destruida para siempre, porque los peregrinos advertirían su falsedad y también su desesperación. Pero, ¿cómo iba ella a rechazar su ofrecimiento? ¿Qué alternativa tenía en realidad? «La venganza es dulce», se decía. Una vez aquella mujer estuviera desacreditada, él llevaría a su mujer a La Meca, si ella aún lo deseaba.
Las mariposas de Titlipur no habían entrado en la mezquita. Cubrían sus muros exteriores y su cúpula de cebolla, brillando en la oscuridad con una incandescencia verde.
Ayesha, aquella noche, paseaba en las sombras, se echaba en el suelo, se levantaba y volvía a deambular. Había en ella un aire de vacilación; luego se quedó quieta y pareció disolverse en las sombras de la mezquita. Regresó al amanecer.
Después de la oración de la mañana, Ayesha preguntó a los peregrinos si podía hablarles; ellos, dudando, accedieron.
«Anoche el ángel no cantó -empezó-. Me habló, eso sí, de la duda y de cómo el diablo se sirve de ella. Yo le dije: es que ellos dudan de mí, ¿qué puedo hacer? Él respondió: sólo la evidencia puede acallar la duda.»
Ellos la escuchaban con toda atención. Después les dijo lo que Mirza Saeed le había propuesto la noche antes. «Él me dijo que preguntara a mi ángel, pero yo no necesito preguntar -exclamó-. ¿Cómo podría yo elegir entre vosotros? O vamos todos, o ninguno.»
«¿Por qué habíamos de seguirte? -preguntó el sarpanch-. Después de tantos muertos, y el recién nacido, y todo.»
«Porque cuando las aguas se retiren, estaréis salvados. Entraréis en la Gloria del Altísimo.»
«¿Qué aguas? -gritó Mirza Saeed-. ¿Cómo van a retirarse?»
«Seguidme -dijo Ayesha, terminante-, y, cuando se retiren, juzgadme.»
En su ofrecimiento estaba implícita una vieja pregunta: ¿Qué clase de idea eres tú? Y ella, a su vez, le había dado una vieja respuesta: Yo fui tentada, pero he sido renovada: soy inflexible; absoluta; pura.
La marea estaba alta cuando la Peregrinación Ayesha bajó por una avenida contigua al Holiday Inn, cuyas ventanas estaban llenas de admiradores de estrellas de cine que manejaban sus nuevas cámaras Polaroid, cuando los peregrinos sintieron que el asfalto de la ciudad rechinaba y se convertía en arena; cuando empezaron a pisar una gruesa alfombra de cocos podridos paquetes de cigarrillos caca de caballo botellas no degradables pieles de fruta medusas y papeles, sobre una arena color tostado que se extendía al pie de altos cocoteros inclinados y de las terrazas de lujosos apartamentos con vistas al mar; por entre grupos de jóvenes de músculos tan bien cultivados que parecían deformidades, que realizaban contorsiones gimnásticas de todas clases, al unísono, como un feroz cuerpo de ballet, y descuideros de playa, casinistas y familias, venidos a tomar el fresco, a hacer negocio o a buscarse la vida en la arena; entonces, por primera vez en su vida, contemplaron el mar de Arabia.
Mirza Saeed vio a Mishal, que se apoyaba en dos de los hombres del pueblo porque ya no tenía fuerzas para sostenerse sola. Ayesha estaba a su lado, y Saeed tuvo la idea de que, en cierta manera, la profetisa había emergido de la moribunda, que toda la vivacidad de Mishal había abandonado su cuerpo y adquirido esta forma mitológica, dejando atrás una carcasa moribunda. Luego se enfadó consigo mismo por dejarse contagiar de la metafísica de Ayesha.
Los vecinos de Titlipur, tras una larga discusión en la que le pidieron que no interviniera, acordaron seguir a Ayesha. Su sentido común les decía que era una tontería volverse atrás después de llegar tan lejos, cuando ya tenían a la vista su primer objetivo; pero las dudas adquiridas recientemente les minaban las fuerzas. Era como si hubieran emergido de una especie de Shangri-La construido por Ayesha, porque ahora que, en lugar de seguirla, sólo caminaban detrás de ella, parecían envejecer y debilitarse a cada paso que daban. Cuando avistaron el mar eran un puñado de individuos renqueantes, reumáticos y febriles, de ojos enrojecidos, y Mirza Saeed se preguntaba cuántos conseguirían recorrer los pocos metros que los separaban de la orilla.
Las mariposas estaban con ellos, a gran altura sobre sus cabezas.
«¿Y ahora qué, Ayesha? -le gritó Saeed, consternado por la idea de que su adorada esposa pudiera morir aquí, bajo los cascos de caballos de alquiler y ante la mirada de los vendedores de zumo de caña de azúcar-. Nos has puesto a todos al borde del agotamiento, pero aquí tenemos una realidad indiscutible: el mar. ¿Dónde está ahora tu ángel?»
Con ayuda de los peregrinos, ella se encaramó a un thela abandonado que estaba al lado de un puesto de refrescos, y no contestó a Saeed hasta que pudo mirarlo desde lo alto de su atalaya. «Gibreel dice que el mar es como nuestras almas. Cuando las abrimos podemos penetrar en la sabiduría. Si podemos abrir el corazón, podemos abrir el mar.»
«Aquí, en tierra, la partición fue un desastre -dijo él irónicamente-. Murieron bastantes, como recordarás. ¿Crees que en el agua será diferente?»
«Shh -hizo Ayesha de pronto-. Ahí llega el ángel.»
Desde luego, no dejaba de ser sorprendente que, después de toda la atención que había recibido la marcha, la multitud congregada en la playa no pasara de discreta; pero las autoridades habían tomado muchas precauciones, cerrado calles y desviado el tráfico; de manera que los curiosos reunidos en la playa no pasarían de los doscientos. Nada preocupante. Lo curioso, realmente, era que los espectadores no veían las mariposas ni lo que ahora hacían. Pero Mirza Saeed observó claramente cómo la gran nube luminosa volaba mar adentro, se detenía, suspendida en el aire, y formaba una figura colosal, un gigante resplandeciente construido enteramente de alitas temblorosas que se extendía por todo el horizonte, llenando el firmamento.
«¡El ángel! -gritó Ayesha a los peregrinos-. ¡Ahí lo tenéis! Estuvo con nosotros durante todo el viaje. ¿Me creéis ahora?» Mirza Saeed vio que la fe ciega volvía a los peregrinos. «Sí -sollozaban, pidiendo perdón-. ¡Gibreel! ¡Gibreel!
Ya Allah.»
Mirza Saeed hizo la última tentativa. «Las nubes adoptan cualquier forma -gritó-. Elefantes, estrellas de cine, cualquier cosa. Mirad, ya está cambiando.» Pero nadie le escuchaba; todos miraban, asombrados, cómo las mariposas se zambullían en el mar.
Los peregrinos gritaban y bailaban de alegría. «¡La división de las aguas! ¡La división de las aguas!», cantaban. Los espectadores preguntaban a Mirza Saeed: «¡Eh, oiga, ¿qué le pasa a esa gente? Nosotros no vemos nada de particular.» Ayesha había empezado a andar hacia el agua, y Mishal era arrastrada por sus dos compañeros. Saeed corrió hacia ella y empezó a forcejear con los dos hombres. «Soltad a mi esposa. ¡Ahora mismo! ¡Malditos! Yo soy vuestro zamindar. Soltadla. ¡Apartad vuestras sucias manos!» Pero Mishal susurró: «No me soltarán. Vete, Saeed. Tú estás cerrado. El mar sólo se abre para los que se abren.»
«¡Mishal!», gritó él, pero ella ya se mojaba los pies. Cuando Ayesha entró en el agua, los peregrinos empezaron a correr. Los que no podían correr saltaban sobre la espalda de los más fuertes. Las madres de Titlipur entraban rápidamente en el agua, con sus hijos en brazos; los nietos llevaban en hombros a sus abuelas y se precipitaban hacia las olas. En pocos minutos, todo el pueblo estuvo en el agua, chapoteando, cayendo, levantándose, avanzando hacia el horizonte, sin parar ni volver la cabeza hacia la playa. Mirza Saeed también estaba en el agua. «Vuelve -suplicaba a su esposa-. No hay milagro, vuelve.»
En la orilla estaban Mrs. Qureishi, Osman, el sarpanch y Sri Srinivas. La madre de Mishal sollozaba teatralmente: «Ay, mi niña, mi niña. ¿Qué será de ti?» Osman dijo: «Cuando vean que no hay milagro, volverán.» «¿Y las mariposas? -le preguntó Srinivas en tono quejumbroso-. ¿Qué eran las mariposas? ¿Una ilusión?»
Entonces comprendieron que los peregrinos no volverían.
«Deben de estar a punto de perder pie», dijo el sarpanch. «¿Cuántos saben nadar?», preguntó la llorosa Mrs. Qureishi. «¿Nadar? -gritó Srinivas-. ¿Desde cuándo sabe nadar la gente del campo?» Se gritaban como si estuvieran a kilómetros de distancia, saltando de un pie al otro, porque el cuerpo les instaba a entrar en el agua, a hacer algo. Parecían estar bailando sobre fuego. La unidad de policía enviada al lugar para prevenir disturbios llegaba en el momento en que Saeed salía corriendo del agua.
«¿Qué sucede? -preguntó el oficial-. ¿A qué se debe la agitación?»
«Deténganlos», jadeó Mirza Saeed señalando al mar.
«¿Son malhechores?», preguntó el policía.
«Van a morir», respondió Saeed.
Ya era tarde. Los peregrinos, cuyas cabezas oscilaban a lo lejos, habían llegado al borde del escalón litoral. Casi todos a la vez, sin hacer esfuerzos visibles para salvarse, se hundieron bajo la superficie del agua. En pocos momentos, todos los Peregrinos de Ayesha habían desaparecido.
Ninguno reapareció. No se vio ni una cabeza que subiera a respirar, ni un brazo que se agitara.
Saeed, Osman, Srinivas, el sarpanch y hasta la gorda Mrs. Qureishi se metieron en el agua gritando: «Dios, ten piedad; vengan todos, socorro.»
Las personas que están en peligro de ahogarse se debaten en el agua. Va contra la naturaleza humana caminar hasta que el mar se te traga. Pero Ayesha, Mishal Akhtar y los vecinos de Titlipur se hundieron bajo las aguas, y no volvieron a ser vistos.
Mrs. Qureishi fue sacada del agua por los policías, con la cara morada y los pulmones anegados, y hubo que hacerle el boca a boca. Osman, Srinivas y el sarpanch fueron extraídos poco después. Sólo Mirza Saeed Akhtar siguió buceando, más y más lejos de la costa y durante más y más tiempo, hasta que también él fue rescatado del mar de Arabia, exhausto y desfallecido. La peregrinación había terminado.
Mirza Saeed despertó en una sala de hospital con un funcionario del departamento del Interior al lado de la cama. Las autoridades consideraban la posibilidad de acusar a los supervivientes de la expedición Ayesha de intento de emigración ilegal, y se habían dado órdenes a los detectives de que se les tomara declaración antes de que tuvieran ocasión de ponerse de acuerdo.
Ésta fue la declaración de Muhammad Din, sarpanch de Titlipur: «En el momento en que me abandonaban las fuerzas, cuando creí que iba a morir en el agua, lo vi con mis propios ojos: vi que el mar se dividía como el pelo bajo el peine, y todos estaban allí, un buen trecho por delante de mí, y se alejaban. Con ellos estaba Khadija, mi esposa, a la que tanto quise.»
Esto es lo que Osman, el chico del toro, dijo a los detectives, que estaban muy impresionados por la declaración del sarpanch: «Al principio, yo tenía mucho miedo de ahogarme. Pero buscaba y buscaba, la buscaba sobre todo a ella, Ayesha, a la que conocía antes de que cambiara. Y en el último momento lo vi, vi la maravilla. Las aguas se abrieron y los vi avanzar por el fondo del océano, entre los peces agonizantes.»
Sri Srinivas juró por la diosa Lakshmi que él había visto retirarse las aguas del mar de Arabia; y cuando los detectives fueron a hablar con Mrs. Qureishi estaban atónitos, porque sabían que era imposible que los hombres se hubiesen puesto de acuerdo. La madre de Mishal, esposa del gran banquero, contó la misma historia a su manera. «Créanlo o no -terminó con énfasis-, pero lo que dice mi lengua es lo que vieron mis ojos.»
Los funcionarios del departamento del Interior, con la piel, de gallina, trataron de aplicar el tercer grado: «Mira, sarpanch, déjate de cuentos. Con tanta gente como había allí, nadie vio esas cosas. Los cadáveres de los ahogados, hinchados y con un olor a diablos, están volviendo a la playa. Como sigas mintiendo, te restregaremos la nariz en la verdad.»
«Podéis enseñarme todo lo que queráis -dijo el sarpanch Muhammad Din a sus interrogadores-. Pero yo sé lo que vi.»
«¿Y usted? -los funcionarios se reunieron para interrogar a Mirza Saeed Akhtar en cuanto despertó-. ¿Qué vio en la playa?»
«¿Cómo pueden preguntar eso? -protestó él-. Mi mujer se ha ahogado. No vengan a importunar con sus preguntas.»
Cuando descubrió que él era el único superviviente de la Ayesha Haj que no había visto abrirse las aguas -Sri Srinivas le dijo lo que habían visto los otros, agregando lúgubremente: «Es una vergüenza para nosotros que no se nos considerara dignos de acompañarles. Sobre nosotros, Sethji, las aguas se cerraron, nos golpearon la cara como las puertas del Paraíso»-, Mirza Saeed se derrumbó y lloró durante una semana y un día, y los sollozos secos siguieron sacudiendo su cuerpo mucho después de que sus lagrimales se quedaran sin sal. Y entonces regresó a casa.
Las polillas habían devorado las punkahs de Peristan y la biblioteca había sido consumida por un billón de hambrientos gusanos. Cuando abría un grifo, en lugar de agua salían serpientes, y la hiedra se había enredado en la cama de columnas en la que antaño habían dormido virreyes. Era como si, en su ausencia, el tiempo se hubiera acelerado y, en lugar de meses, hubieran transcurrido siglos, de manera que, cuando tocó la gigantesca alfombra persa enrollada en el salón de baile se desintegró bajo su mano, y los baños estaban llenos de ranas de ojos escarlata. Por la noche, los chacales aullaban al viento. El gran árbol estaba muerto, o casi, y los campos, áridos como el desierto; los jardines de Peristan, en los que un día, hacía mucho tiempo, él viera por primera vez a una hermosa muchacha, estaban secos y amarillos. Los buitres eran las únicas aves del cielo.
Saeed sacó una mecedora al porche, se sentó y estuvo meciéndose hasta dormirse.
Una vez, sólo una vez, visitó el árbol. El pueblo estaba pulverizado; campesinos sin tierra y saqueadores habían tratado de apoderarse de la tierra abandonada, pero la sequía los había ahuyentado. Aquí no había llovido. Mirza Saeed regresó a Peristan y cerró con candado las oxidadas verjas. No estaba interesado en la suerte de los que habían sobrevivido con él. Fue al teléfono y lo arrancó de la pared.
Transcurridos días que no contó, Mirza Saeed comprendió que estaba muriéndose de hambre, porque notaba que el cuerpo le olía a quitaesmalte de las uñas; pero como no tenía hambre ni sed, se dijo que no merecía la pena molestarse en buscar comida. ¿Para qué? Era preferible seguir sentado en la mecedora, sin pensar, sin pensar, sin pensar.
La última noche de su vida, Mirza Saeed oyó un ruido que sonaba como si un gigante aplastara una selva bajo sus pies, y olió un hedor como el pedo del gigante, y comprendió que el árbol estaba ardiendo. Se levantó de la mecedora y, tambaleándose, cruzó el jardín para ir a ver el fuego cuyas llamas consumían historias, recuerdos y genealogías, purificando la tierra y viniendo hacia él para liberarle; porque el viento llevaba el fuego hacia las tierras de la mansión, de manera que pronto, pronto llegaría su hora. Vio cómo el árbol estallaba en mil fragmentos y el tronco se reventaba como un corazón; luego dio media vuelta y renqueó hasta el lugar del jardín en el que viera a Ayesha por primera vez; y entonces le invadió una dejadez, el cuerpo le pesaba y se tendió en el polvo. Antes de cerrar los ojos, sintió un roce en los labios y vio que un puñado de mariposas trataba de metérsele en la boca. Luego, el mar se abatió sobre él y se vio en el agua, al lado de Ayesha, que, milagrosamente, había salido del cuerpo de su esposa… «Ábrete -le gritaba-. ¡Ábrete bien!» Unos tentáculos de luz le brotaban del vientre y él trataba de cortarlos con el canto de la mano. «Ábrete -gritaba ella-. Si has venido tan lejos, termina.» ¿Cómo era posible que él oyera su voz? Estaban bajo el agua, perdidos en el rugido del mar, pero él la oía claramente, todos podían oírla, oír aquella voz que era como una campana. «Ábrete», decía. Él se cerraba.
Él era una fortaleza cuyas puertas empezaban a ceder. Ahora se ahogaba. Ella se ahogaba también. Él vio que el agua le entraba en la boca y le gorgoteaba en los pulmones. Entonces, dentro de él algo se resistió, él hizo otra elección y, en el instante en que se rompió su corazón, él se abrió.
Su cuerpo se rajó desde la nuez hasta la ingle, de manera que ella pudiera llegar muy adentro, y ahora ella también estaba abierta, todos lo estaban y, cuando ellos se abrieron, las aguas se dividieron y todos caminaron hacia La Meca por el fondo del mar de Arabia.