VI REGRESO A JAHILIA

Cuando Baal, el poeta, vio una lágrima color de sangre brotar del ángulo del ojo izquierdo de la imagen de Al-Lat en la Casa de la Piedra Negra, comprendió que Mahound, el profeta, regresaba a Jahilia después de un cuarto de siglo de exilio. Eructó violentamente -mal de la vejez éste, cuya ordinariez parecía casar con el abotargamiento general producido por los años, tanto de la lengua como del cuerpo, lenta congelación de la sangre que había hecho de Baal, a los cincuenta años, una figura muy distinta de aquel muchacho espigado y vivaz de su juventud-. A veces le parecía que hasta el aire era más denso y se le resistía, y un corto paseo podía dejarlo jadeante, con un dolor en el brazo y una irregularidad en el pecho… y también Mahound tenía que haber cambiado, porque ahora volvía con esplendor y omnipotencia al lugar del que escapó con las manos vacías, sin una esposa siquiera. Mahound, a sus sesenta y cinco años. Nuestros nombres se encuentran, se separan y vuelven a encontrarse, pensó Baal, pero la persona que va con el nombre no es la misma. Dejó a Al-Lat, se volvió hacia la luz del sol, y a su espalda oyó una risa burlona. Se volvió pesadamente; no se veía a nadie. La orla de un manto que desaparecía por una esquina. Ahora, el desastrado Baal hacía reír a los forasteros por la calle. «¡Bastardo!», gritó, escandalizando a los fieles de la Casa. Baal, el poeta decrépito, volvía a comportarse mal. Él se encogió de hombros y se dirigió a su casa.

La ciudad de Jahilia ya no estaba hecha de arena. Es decir, el paso de los años, la hechicería de los vientos del desierto, la luna petrificadora, el olvido de la gente y la inevitabilidad del progreso habían endurecido la ciudad haciéndole perder su antigua cualidad mutable y provisional de espejismo en el que podían vivir los hombres, y convertirse en un lugar prosaico, cotidiano y (al igual que sus poetas) pobre. El brazo de Mahound se había hecho largo; su poder había rodeado Jahilia cortando su savia vital, sus peregrinos y sus caravanas. Las ferias de Jahilia, en estos días, daba pena verlas. Hasta el Grande estaba un poco raído, su cabello blanco tenía tantos huecos como su dentadura. Sus concubinas se morían de viejas, y a él le faltaba la energía -o, según se rumoreaba en los tortuosos callejones de la ciudad, el deseo- de sustituirlas. Algunos días olvidaba afeitarse, lo cual acentuaba su aspecto de ruina y derrota. Sólo Hind era la misma de siempre.

Ella siempre tuvo cierta reputación de bruja, una bruja que podía hacerte enfermar si no te inclinabas al paso de su litera, una ocultista que poseía el poder de convertir a los hombres en serpientes del desierto cuando se cansaba de ellos y luego los agarraba por la cola y se los hacía guisar con piel para la cena. Ahora que había llegado a los sesenta años, la leyenda de su nigromancia era reavivada por su extraordinaria y antinatural facultad de no envejecer. Mientras a su alrededor todo decaía y se marchitaba, mientras los miembros de las antiguas bandas de sharks se convertían en hombres maduros que se dedicaban a jugar a cartas y a dados por las esquinas, mientras las viejas brujas de los nudos y las contorsionistas se morían de hambre por los barrancos, mientras crecía una generación cuyo conservadurismo y ciega adoración del mundo material nacía de su conocimiento de la probabilidad del desempleo y la penuria, mientras la gran ciudad perdía su sentido de identidad y hasta el culto a los muertos se abandonaba, con gran alivio de los camellos de Jahilia, cuya aversión a ser desjarretados sobre las tumbas humanas es comprensible…, en suma, mientras Jahilia decaía, Hind permanecía tersa, con un cuerpo tan firme como el de una muchacha, el pelo tan negro como las plumas del cuervo, unos ojos brillantes como cuchillos, un porte altivo y una voz que no admitía oposición. Hind, no Simbel, era quien ahora gobernaba la ciudad; o así lo creía ella, indiscutiblemente.

Mientras el Grande se convertía en un anciano fofo y asmático, Hind se dedicó a escribir una serie de admonitorias y edificantes epístolas o bulas dirigidas a los habitantes de la ciudad. Estos escritos eran pegados en todas las calles de la ciudad. Por ello, los jahilianos llegaron a ver en Hind y no en Abu Simbel la representación de su ciudad, su avatar viviente, porque en su inmutabilidad física y en la inquebrantable energía de sus proclamas percibían un reflejo de sí mismos mucho más grato que la imagen de la cara macerada de Simbel que veían en el espejo. Los carteles de Hind eran más efectivos que los versos de los poetas. Sexualmente todavía era voraz y había dormido con todos los escritores de la ciudad (aunque hacía mucho tiempo que Baal no tenía acceso a su cama); ahora los escritores estaban gastados, descartados, y ella seguía exuberante. Tanto con la espada como con la pluma. Ella era Hind, la que, disfrazada de hombre, se unió al ejército jahiliano y, sirviéndose de su hechicería, desvió todas las lanzas y espadas mientras buscaba al asesino de sus hermanos en la tempestad de la guerra. Hind, que había degollado al tío del Profeta y que se había comido el hígado y el corazón del viejo Hamza.

¿Quién podría resistírsele? Por su eterna juventud, que era también la de ellos; por su ferocidad, que les daba la ilusión de ser invencibles, y por sus bulas, que eran la negación del tiempo, de la historia, de la edad, que cantaban la magnificencia esplendorosa de la ciudad y desmentían la inmundicia y la decrepitud de las calles, que insistían en la grandeza, en la autoridad, en la inmortalidad, en la condición de guardianes de lo divino de todos los jahilianos…, por estos escritos el pueblo le perdonaba su promiscuidad, hacía oídos sordos a los rumores de que Hind era pesada en esmeraldas el día de su cumpleaños, cerraba los ojos a las orgías, se reían cuando les hablaban de las proporciones de su vestuario, de los quinientos ochenta y un camisones hechos de hoja de oro y los cuatrocientos veinte pares de zapatillas de rubíes. Los ciudadanos de Jahilia se arrastraban por sus calles cada día más peligrosas, en las que era más y más frecuente ser asesinado por unas monedas, en las que las ancianas eran violadas y sacrificadas ritualmente, en las que las protestas de los hambrientos eran brutalmente sofocadas por la guardia personal de Hind, los «Manticorps»; y, a pesar de lo que les gritaban los ojos, el estómago y la bolsa, ellos creían lo que Hind les susurraba al oído: Arriba, Jahilia, gloria del mundo.

Todos, no, desde luego. Por ejemplo, Baal, no. Que se desentendía de los asuntos públicos y escribía poesías de amor no correspondido.

Masticando un rábano blanco, llegó a su casa y cruzó bajo un arco mugriento abierto en una pared agrietada. Entró en un patio pequeño que olía a orina, con plumas, restos de verdura y sangre en el suelo. No había ni rastro de vida humana: sólo moscas, sombras, miedo. En aquellos días había que estar en guardia. Una secta de criminales hashashin rondaba por la ciudad. Se recomendaba a los ricos que se aproximaran a su casa andando por el lado opuesto de la calle, para comprobar si había alguien espiando; si no se advertía nada sospechoso, el dueño de la casa cruzaba la calle corriendo y cerraba la puerta tras sí antes de que el criminal que estuviera al acecho pudiera introducirse. Pero Baal no se molestaba en tomar tales precauciones. Hubo un tiempo en que era rico, pero de aquello hacía un cuarto de siglo. Ahora no había demanda de sátiras: el miedo de todos a Mahound había destruido el mercado de los insultos y el ingenio. Y con el declive del culto a los muertos habían disminuido brutalmente los encargos de epitafios y triunfales odas de venganza. Eran malos tiempos para todos.

Soñando con los banquetes de antaño, Baal subió a su habitación por una insegura escalera de madera. ¿Qué podían robarle a él? Lo que él tenía no valía ni el puñal del ladrón. Al abrir la puerta y empezar a entrar, un empujón lo envió dando traspiés a la pared del fondo, en la que se golpeó la nariz, que empezó a sangrarle. «¡No me mates! -chilló a ciegas-. Ay, Dios, no me mates, ten compasión, oh.»

La mano cerró la puerta. Baal sabía que, por mucho que gritara, permanecerían solos, aislados del mundo en aquella habitación indiferente. Nadie acudiría; él mismo, de haber oído gritar a un vecino, habría arrimado el catre contra la puerta. El intruso llevaba capa con una capucha que le cubría la cara por completo. Baal, de rodillas y temblando incontroladamente, se enjugó la sangre de la nariz. «No tengo dinero -imploró-. No tengo nada.» Entonces habló el desconocido: «El perro hambriento que busca comida no va a la casa del perro. -Y, tras una pausa, agregó-: Baal, no queda mucho de ti. Esperaba algo más.»

Entonces Baal se sintió extrañamente ofendido, además de aterrado. ¿Sería una especie de admirador demente que le mataría por no estar a la altura de su fama? Sin dejar de temblar, dijo con modestia: «El escritor, cara a cara, siempre decepciona.» El otro hizo caso omiso de la observación. «Viene Mahound», dijo.

Este sencillo anuncio llenó de consternación a Baal. «¿Y eso a mí, qué? -gritó -. ¿Qué quiere? De aquello hace mucho tiempo, una vida, más de una vida. ¿Qué quiere? ¿Eres de los suyos? ¿Te envía él?

«Su memoria es tan larga como su cara -dijo el intruso, quitándose la capucha-. No; no soy mensajero suyo. Tú y yo tenemos algo en común: los dos le tememos.» «Yo te conozco», dijo Baal. «Sí.»

«Tu manera de hablar. Tú eres extranjero.» «"Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos" -citó el desconocido-. Éstas fueron tus palabras.»

«Tú eres el inmigrante -recordó Baal -. Sulaiman, el persa.» El persa sonrió con la boca torcida. «Salman -rectificó-. No sabio, sino pacífico.»

«Tú eras uno de sus más allegados», dijo Baal, perplejo.

«Cuanto más cerca estás de un conspirador -dijo Salman con amargura-, más fácil es descubrir el truco.»


Y Gibreel soñó:

En el oasis de Yathrib, los seguidores de la nueva doctrina de la Sumisión se encontraron sin tierras y, por lo tanto, pobres. Durante muchos años se mantuvieron con actos de bandidaje, atacando las ricas caravanas de camellos que iban o venían de Jahilia. Mahound no tenía tiempo para escrúpulos, dijo Salman a Baal, ni inquietudes acerca de fines y medios. Los fieles vivían de la delincuencia, pero durante aquellos años, Mahound -¿o tendríamos que decir el arcángel Gibreel?, ¿o tendríamos que decir Al-Lah?- se obsesionó por la ley. Gibreel se aparecía al Profeta entre las palmeras del oasis y dictaba preceptos, preceptos y más preceptos, hasta que los fieles llegaron a no poder soportar la idea de más revelación, dijo Salman; preceptos para cada puñetera cosa; si un hombre se pee, debe volver la cara al viento; un precepto sobre la mano que había que usar para limpiarse el trasero. Era como si no pudiera dejarse sin reglamentar ningún aspecto de la existencia humana. La revelación -la recitación- decía a los fieles cuánto debían comer, cuán profundamente debían dormir y qué posturas sexuales tenían la divina sanción, y así aprendieron que la sodomía y la postura misionera tenían la aprobación del arcángel, mientras que entre las posturas prohibidas estaban todas en las que la mujer quedaba encima. Gibreel especificó también los temas de conversación permitidos y prohibidos y marcó las partes del cuerpo que no podían rascarse, por mucho que picaran. Vetó el consumo de langostinos, esas extrañas criaturas de otro mundo, nunca vistas por un fiel, y mandaba que los animales se sacrificaran lentamente, desangrándolos, de manera que, viviendo plenamente su muerte, pudieran adquirir un conocimiento del significado de la vida, porque sólo en el momento de la muerte comprenden las criaturas que la vida ha sido real y no una especie de sueño. Y Gibreel, el arcángel, especificaba la manera en que debía ser enterrado un hombre y dividida su propiedad, por lo que Salman, el persa, empezó a pensar qué clase de Dios era aquel que hablaba como un comerciante. Fue entonces cuando tuvo la idea que destruyó su fe, al recordar, claro que sí, que el propio Mahound había sido comerciante, y muy próspero por cierto, una persona con dotes de organización y reglamentación, y, qué casualidad, disponer de un arcángel tan metódico que transmitía las decisiones administrativas de este Dios eminentemente corporativo aunque incorpóreo.

Salman empezó a advertir lo útiles y oportunas que solían ser las revelaciones del ángel, de manera que cuando los fieles discutían cualquier opinión de Mahound, ya fuera la viabilidad de los viajes espaciales o la eternidad del infierno, aparecía el ángel con una respuesta que siempre daba la razón a Mahound, y manifestaba categóricamente que era imposible que un hombre pudiera caminar por la luna, o se mostraba no menos rotundo en afirmar la naturaleza transitoria de la condenación: hasta los más grandes pecadores acabarían purificados por el fuego del infierno y tendrían acceso a los jardines perfumados de Gulistan y Bostan. Otra cosa habría sido, se lamentaba Salman a Baal, que Mahound hubiera expuesto su criterio después de recibir la revelación de Gibreel; pero no, él dictaba la ley y luego venía el ángel y la confirmaba; de manera que aquello empezó a olerme mal, y yo pensé: éste debe de ser el olor de esas criaturas fabulosas y legendarias, cómo se llaman, langostinos.

El olor sospechoso empezó a obsesionar a Salman, que era el más instruido de los allegados de Mahound, debido al óptimo sistema educativo que en aquel entonces ofrecía Persia. A causa de su superior instrucción, Salman pasó a ser el escriba oficial de Mahound, encargado de redactar la inacabable retahila de preceptos. Revelaciones de conveniencia, dijo a Baal, y, con el tiempo, el trabajo se me hacía más odioso. Ahora bien, por el momento, tuvo que guardar para sí sus sospechas, porque los ejércitos de Jahilia marchaban sobre Yathrib, decididos a espantar aquellas moscas que incordiaban a sus caravanas de camellos y entorpecían el comercio. Lo que pasó después es sabido, no necesito repetirlo, dijo Salman, pero su vanidad pudo más y le hizo relatar a Baal cómo él personalmente había salvado a Yathrib de una destrucción segura y preservado el cuello de Mahound con su idea de la zanja. Salman dijo al Profeta que mandara cavar una gran trinchera alrededor del caserío del oasis, que no tenía murallas, lo bastante ancha como para que los legendarios caballos de la famosa caballería jahiliana no pudieran saltarla. Una zanja con puntiagudas estacas en el fondo. Cuando los jahilianos vieron esta vil obra de antideportiva zapa, su sentido del honor y la caballería les hizo comportarse como si la zanja no existiera y cargar con sus caballos a galope tendido. La flor y nata del ejército de Jahilia, tanto humana como equina, acabó empalada en las agudas estacas de la perfidia persa de Salman. Y es que ya se sabe que nadie como el emigrante para saltarse las normas. ¿Y después de la derrota de Jahilia?, se lamentó Salman a Baal: lo lógico era esperar que se me considerara un héroe, no es que yo sea vanidoso, pero ¿dónde quedaron los honores públicos, dónde la gratitud de Mahound, por qué el arcángel no me mencionó a en la orden del día? Nada, ni una sílaba, fue como si los fieles vieran en mi zanja un truco barato, una añagaza deshonrosa, desleal; un insulto para su hombría; como si, al salvarles la piel, hubiera herido su orgullo. Yo no dije nada, pero perdí muchos amigos después de aquello; puedes estar seguro de que a la gente le molesta que les hagas un favor.

A pesar de la zanja de Yathrib, los fieles tuvieron muchas bajas en su guerra contra Jahilia. En sus incursiones, eran tantas las vidas que perdían como las que cobraban. Y, al final de la guerra, no se hizo esperar la recomendación del arcángel Gibreel a los supervivientes de casarse con las viudas, no fueran a casarse con infieles y sustraerse a la Sumisión. Oh, qué ángel tan previsor, dijo Salman sarcásticamente. Ahora había sacado de los pliegues de la capa una botella de toddy de la que los dos hombres bebían pausadamente y con perseverancia, a la luz del crepúsculo. Cuanto más bajaba el líquido amarillo de la botella, más locuaz estaba Salman; que Baal recordara, nunca había oído a un hombre despotricar de aquella manera. Ay, aquellas revelaciones tan oportunas, exclamó Salman; si llegó a decírsenos que no importaba que estuviéramos casados, que podíamos tener hasta cuatro esposas si podíamos mantenerlas, lo cual los chicos no se hicieron repetir como comprenderás.

Las causas de la ruptura entre Salman y Mahound: la cuestión de las mujeres; y la de los versos satánicos. Mira, yo no soy un chismoso, confió Salman con lengua de beodo, pero, después de la muerte de su esposa, Mahound no era precisamente un ángel, tú ya me entiendes. Ahora bien, en Yathrib no lo tenía fácil. Aquellas mujeres: en un año le volvieron la barba medio blanca. Lo peculiar de nuestro Profeta, mi querido Baal, es que no le gustan las mujeres con genio; a él le van las madres y las hijas; no tienes más que pensar en su primera esposa y en Ayesha, sus dos amores: una muy vieja y la otra muy joven. No las buscaba de su talla. Pero en Yathrib las mujeres son diferentes, no lo sabéis bien; aquí, en Jahilia, estáis acostumbrados a mandar a las mujeres, pero las de allí no lo consentirían. ¡Allí el marido va a vivir con la familia de su esposa! ¡Imagina! ¡Qué escándalo!, ¿no? Y la esposa tiene su propia tienda. Si quiere librarse del marido, gira la tienda hacia el otro lado, de manera que cuando él llega en vez de puerta encuentra tela, y se acabó, está divorciado, nada que hacer. Bueno, a nuestras chicas les gustó esto y empezaron a soliviantarse, y entonces, de pronto, bang, sale el libro de los preceptos, el ángel empieza a especificar lo que deben hacer las mujeres y les obliga a volver a las actitudes que prefiere el Profeta, a ser sumisas o maternales, a andar tres pasos más atrás, o a quedarse encerradas en casa, dóciles y calladas. Cómo se reían de los fieles las mujeres de Yathrib, por mi vida; pero ese hombre es un mago, nada puede resistirse a su influjo: las fieles hicieron lo que él les ordenaba. Y se Sometieron: al fin y al cabo, él les ofrecía el Paraíso.

«De todos modos -dijo Salman llegando ya al fondo de la botella-, finalmente, decidí ponerlo a prueba.»

Una noche, el escriba persa tuvo un sueño en el que él planeaba sobre la figura de Mahound, en la cueva del Profeta en el monte Cone. Al principio, Salman lo tomó simplemente como un ensueño nostálgico de los viejos tiempos de Jahilia, pero luego reparó en que, en el sueño, su punto de vista era el del arcángel y en aquel momento volvió a él el recuerdo del incidente de los versos satánicos, tan vividamente como si hubiera ocurrido la víspera. «Quizá yo no soñé que era Gibreel -dijo Salman-. Quizá yo era Shaitan.» Al vislumbrar esta posibilidad, tuvo una idea diabólica. A partir de entonces, cuando se sentaba a los pies del Profeta a escribir preceptos preceptos preceptos, subrepticiamente, cambiaba algunas cosas.

«Al principio, cosas pequeñas. Si Mahound recitaba un verso en el que se decía de Dios que todo lo oye y todo lo sabe, yo escribía todo lo sabe y todo lo ve. Pero, y esto es lo importante, Mahound no notaba los cambios. De manera que era yo el que escribía realmente el Libro, o volvía a escribirlo, profanando la palabra de Dios con mi propio lenguaje terreno. Pero, por el cielo, si mis pobres palabras no podían ser distinguidas de la Revelación por el propio Mensajero de Dios, ¿qué quería ello decir? ¿Qué quería decir acerca de la esencia de la divina poesía? Mira, te juro que yo estaba angustiado. Una cosa es ser un tipo despierto que sospecha de ciertas cuestiones poco claras y otra, muy distinta, averiguar que tenías razón. Escucha: por ese hombre yo cambié mi vida. Dejé mi país, crucé el mundo, me instalé entre gentes que me consideraban un asqueroso cobarde extranjero porque les salvé la vida y que nunca me agradecieron lo que yo…, pero dejemos eso. La verdad es que lo que yo esperaba cuando hice aquel primer cambio insignificante todo lo ve en lugar de todo lo oye, lo que yo quería era que cuando el Profeta leyera lo escrito me dijera: ¿Qué te pasa, Salman, estás sordo? Y yo respondería: Ay, Dios mío, qué torpeza, no sé cómo he podido, y rectificar. Pero no fue así; y ahora la Revelación la escribía yo y nadie lo advertía, y a mí me faltaba valor para reconocerlo. Estaba muerto de miedo, puedes estar seguro. Y también estaba más triste que nunca en la vida. Pero no podía dejarlo. Quizás esta vez se le haya escapado, pensaba; todos podemos equivocarnos. Y al otro día cambié algo más importante. Él dijo cristiano y yo escribí judío. Él se daría cuenta, sin duda; ¿cómo no iba a dársela? Pero cuando le leí el capítulo él asintió y me dio las gracias cortésmente, y yo salí de su tienda con lágrimas en los ojos. Después de aquello, comprendí que mis días en Yathrib estaban contados; pero tenía que continuar. Tenía que continuar. No hay amargura como la del hombre que descubre que ha estado creyendo en una sombra. Yo caería, lo sabía, pero él caería conmigo. E insistí en mi infidelidad, cambiando versos, hasta que un día, al leerle lo escrito, vi que fruncía el entrecejo y sacudía la cabeza, como para aclarar las ideas, y luego asentía lentamente, pero con cierta duda. Yo comprendí que había llegado al límite y que la próxima vez que yo cambiara algo del Libro, él lo descubriría todo. Aquella noche permanecí despierto, con su suerte y la mía en mis manos. Si me resignaba a ser destruido podría destruirlo también a él. Aquella noche terrible tuve que elegir entre la muerte con venganza y la vida sin nada. Como puedes ver, elegí la vida. Antes del amanecer, salí de Yathrib en mi camello y regresé a Jahilia, sufriendo numerosas desventuras que prefiero no relatar. Y ahora Mahound viene en triunfo; de manera que, a la postre, también perderé la vida. Y ahora su poder ha aumentado tanto que ya no me es posible desacreditarlo.»

Baal preguntó: «¿Por qué estás seguro de que te matará?» Salman, el persa, respondió: «Es su Palabra contra la mía.»


* * *

Cuando Salman se quedó dormido en el suelo, Baal, tendido en su áspero jergón de paja, sentía un aro de acero que le ceñía dolorosamente la frente y un aleteo de mal agüero en el corazón. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero, como decía Salman, una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Hacía ya tiempo que sentía que su mundo se empequeñecía. Ya no podía pretender que sus ojos eran lo que deberían ser, y su miopía hacía su vida aún más sombría, más difícil de comprender. Aquellas imágenes borrosas, aquella pérdida de detalle: no era de extrañar que su poesía se hubiera deteriorado. También sus oídos habían dejado de ser fiables. A este paso, pronto estaría aislado de todo por la pérdida de los sentidos…, pero tal vez ni a eso llegara. Venía Mahound. Quizá nunca besara a otra mujer. Mahound, Mahound. ¿Por qué ha venido este borracho charlatán?, pensó irritado. ¿Qué me importa a mí su traición? Todo el mundo sabe por qué escribí aquellas sátiras hace años; él tiene que saberlo también. Cómo me amenazó y maltrató el Grande. No puede hacerme responsable. Y, de todos modos, ¿dónde está ese joven prodigio de Baal, presumido y jactancioso, de lengua afilada? No lo conozco. Mírame: pesado, abúlico, miope y, pronto, sordo. ¿A quién amenazo? Ni a un alma. Empezó a sacudir a Salman: despierta, no quiero que me relacionen contigo, vas a traerme disgustos.

El persa seguía roncando, esparrancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza colgando de lado, como un muñeco; Baal, martirizado por la jaqueca, se dejó caer en el catre. Aquellos versos suyos, pensaba, ¿cómo eran? Qué clase de idea, maldita sea, ni se acordaba ya, parece hoy la Sumisión, sí, algo así, al cabo de tanto tiempo, no era de extrañar, una idea que escapa, así era el final, desde luego. Mahound, a toda nueva idea se le hacen dos preguntas. Guando es débil: ¿aceptará el compromiso? Esta respuesta ya la conoces. Y ahora, Mahound, a tu regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando ganas? Cuando tus enemigos están a tu merced y tu poder se ha hecho absoluto, ¿qué sucede? Todos hemos cambiado; todos, excepto Hind. Y, a juzgar por lo que dice este borracho, más parece una mujer de Yathrib que de Jahilia. No es de extrañar que lo vuestro no prosperara: ella no quiso ser ni tu madre ni tu hija. Mientras se deslizaba hacia el sueño, Baal repasaba su propia inutilidad, su arte fallido. Ahora que se había retirado de todos los escenarios públicos, sus versos estaban llenos de nostalgia: de la juventud, la belleza, el amor, la salud, la inocencia, la ilusión, la energía, la seguridad, la esperanza, de todo lo perdido. Pérdida de conocimientos. Pérdida de dinero. La pérdida de Hind. En sus odas, las figuras se alejaban de él, y cuanto más apasionadamente las llamaba, más apresuraban su huida. El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto, las dunas viajeras con penachos de arena blanca levantados por el viento. Montañas blandas, efímeras, con la impermanencia de las tiendas. ¿Cómo trazar el mapa de un país que cada día cambia de forma por obra del viento? Estas preguntas hacían que su lenguaje pecase de abstracto, sus imágenes, de fluidas, y su metro, de inconstante. Le hacían crear quimeras de la forma, absurdos con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente cuyas formas sentían el imperativo de cambiar apenas se fijaban, de manera que lo demótico irrumpía por la fuerza en líneas de pureza clásica, y las imágenes del amor eran degradadas constantemente por la intrusión de elementos de la farsa. Estas cosas no interesan a nadie, pensó por milésima y una vez, y, cuando llegaba la inconsciencia del sueño, concluyó, reconfortado: nadie se acuerda de mí. El olvido es seguridad. Entonces le dio un vuelco el corazón y se despabiló, asustado, frío. Mahound, quizás yo pueda escamotearte tu venganza. Pasó la noche despierto, escuchando los ronquidos atronadores y oceánicos de Salman.


Gibreel soñó con fuegos de campamento.

Una figura famosa e inesperada camina una noche entre las hogueras del campamento del ejército de Mahound. Quizás a causa de la oscuridad -o acaso por lo improbable de su presencia aquí-, parece que el Grande de Jahilia ha recuperado, en este momento final de su poder, una parte de su vigor de antaño. Ha venido solo; y es conducido por Khalid, el otrora aguador, y Bilal, que fuera esclavo, a la tienda de Mahound.

Después, Gibreel soñó la vuelta a casa del Grande.

La ciudad bulle de rumores y hay una multitud delante de la casa. Al cabo de un tiempo, se oye la voz de Hind que grita de furor. Después, la propia Hind sale a un alto balcón y exige a la multitud que despedace a su marido. El Grande aparece a su lado; y recibe de su amante esposa sonoras y humillantes bofetadas en sendas mejillas. Hind ha descubierto que, pese a sus esfuerzos, no ha podido impedir que el Grande rinda la ciudad a Mahound.

Además: Abu Simbel ha abrazado la fe.

Simbel, en su derrota, ha perdido buena parte de su fragilidad de los últimos tiempos. Deja que Hind le abofetee y después habla con calma a la multitud. Les dice: «Mahound ha prometido que a todos los que se encuentren bajo el techo del Grande les será perdonada la vida. Venid, pues, todos vosotros y traed a vuestras familias.»

Hind responde por la enfurecida multitud. «Viejo idiota. ¿Cuántos ciudadanos caben dentro de una sola casa, aunque sea ésta? Has hecho un trato para salvar tu cabeza. Que te abran en canal para que seas pasto de las hormigas.»

El Grande sigue mostrándose manso. «Mahound promete también que todos los que se queden en su casa, con la puerta cerrada, estarán a salvo. Si no queréis venir a mi casa, id a la vuestra; y esperad.»

Por tercera vez, su esposa trata de volver al pueblo contra él; esta escena del balcón es de odio en lugar de amor. No se puede pactar con Mahound, grita, no es de fiar, el pueblo debe repudiar a Abu Simbel y prepararse para la lucha, hasta el último hombre, hasta la última mujer. Ella está dispuesta a pelear a su lado y morir por la libertad de Jahilia. «¿Queréis rendiros a este falso profeta, este Dajjal? ¿Se puede esperar honor de un hombre que se dispone a atacar la ciudad que lo vio nacer? ¿Se puede pactar con el intransigente, se puede pedir piedad al implacable? Nosotros somos los fuertes de Jahilia, y nuestras diosas invictas en la lucha vencerán.» Ella les ordenó pelear en el nombre de Al-Lat. Pero la gente ya se marcha.

Marido y mujer están en su balcón, y el pueblo los ve claramente. Hacía mucho tiempo que la ciudad se miraba en esta pareja; y dado que, últimamente, los jahilianos preferían las imágenes de Hind a las del canoso Grande, ahora sufren un violento trauma. Un pueblo que se ha mantenido convencido de su grandeza y su invulnerabilidad, que ha optado por creer en tal mito, a despecho de la evidencia, es un pueblo que está sumido en el sueño, o en la locura. Ahora el Grande los ha despertado y están desorientados, frotándose los ojos, incrédulos al principio -si tan poderosos somos, ¿cómo hemos caído tan pronto y tan estrepitosamente?-, y entonces llega la comprensión, y ven que su confianza estaba edificada sobre las nubes, sobre la pasión de las proclamas de Hind y poco más. Ahora la abandonan y, con ella, abandonan también la esperanza. Presa de la desesperación, los habitantes de Jahilia se van a sus casas, a cerrar las puertas.

Ella grita, suplica, se suelta el cabello. «¡Venid a la Casa de la Piedra Negra! ¡Venid a hacer sacrificios a Lat!» Pero ya se han ido, y Hind y el Grande se quedan solos en su balcón, mientras en toda Jahilia se hace un gran silencio, empieza una gran calma, y Hind se apoya en la pared de su palacio y cierra los ojos.

Es el fin. El Grande murmura suavemente: «No somos muchos los que tenemos tantos motivos para temer a Mahound como tú. Si tú te comes crudas, sin aderezarlas siquiera con sal ni ajo, las vísceras del tío favorito de un hombre, no te sorprendas si él, a su vez, te trata como a una res.» Y la deja sola y baja a las calles, de las que hasta los perros han desaparecido, para ir a abrir las puertas de la ciudad.


Gibreel soñó con un templo:

Junto a las puertas abiertas de Jahilia estaba el templo de Uzza. Y Mahound dijo a Khalid, que antes fuera aguador y que ahora llevaba mayores pesos: «Ve a limpiar el lugar.» Y Khalid tomó a sus hombres y se lanzó sobre el templo, porque Mahound no deseaba entrar en la ciudad mientras en sus puertas existieran tales abominaciones.

Cuando el guardián del templo, que era de la tribu de los sharks, vio acercarse a Khalid a la cabeza de una tropa de guerreros, tomó la espada y fue a la diosa. Después de rezar sus últimas oraciones, colgó su espada del cuello de la imagen diciendo: «Si de verdad eres diosa, Uzza, defiéndete a ti y a tu siervo del ataque de Mahound.» Entonces Khalid entró en el templo y, al ver que la diosa no se movía, el guardián dijo: «Ahora veo que el Dios de Mahound es el verdadero Dios, y esta piedra, sólo piedra.» Y Khalid destruyó el templo y el ídolo, y volvió a la tienda de Mahound. Y el Profeta preguntó: «¿Qué has visto?» Khalid extendió los brazos. «Nada», dijo. «Entonces no la has destruido -exclamó el Profeta-. Vuelve y termina el trabajo.» Y Khalid volvió al templo destruido, y allí una mujer enorme, toda negra salvo su larga lengua escarlata, corrió hacia él, desnuda de la cabeza a los pies, con una cabellera negra que le rozaba los tobillos. Al acercarse a él, se detuvo y recitó con su voz terrible de azufre y fuego infernal: «¿Has oído hablar de Lat, y de Manat, y de Uzza, la Tercera, la Otra? Ellas son las Aves Ensalzadas…» Pero Khalid la interrumpió diciendo: «Uzza, ésos son los versos del diablo, y tú eres la hija del diablo, una criatura a la que no se debe adorar, sino denostar.» Y desenvainó la espada y de un tajo la mató.

Y volvió a la tienda de Mahound y le dijo lo que había visto. Y el Profeta dijo: «Ahora podemos entrar en Jahilia», y se levantaron, y entraron en la ciudad, y tomaron posesión de ella en el Nombre del Altísimo, Destructor de Hombres.


* * *

¿Cuántos ídolos, en la Casa de la Piedra Negra? No lo olviden: trescientos sesenta. Dios-sol, águila, arco iris. El coloso de Hubal. Trescientos sesenta que esperan a Mahound y saben que no se salvarán. Y no se salvan. Pero no perdamos el tiempo aquí. Las imágenes caen; la piedra se rompe; lo que se ha de hacer, se hace. Mahound, después de limpiar la Casa, planta la tienda en los antiguos campos de la feria. La gente se agolpa alrededor de la tienda, abrazando la fe victoriosa. La Sumisión de Jahilia: también esto es inevitable y huelga detenerse en ello.

Mientras los jahilianos se inclinan ante él, murmurando las frases salvavidas, no hay más Dios que Al-Lah, Mahound susurra unas palabras a Khalid. Cierta persona no ha venido a arrodillarse ante él; cierta persona esperada desde hace tiempo. «Salman -dijo el Profeta-, ¿ha sido hallado?»

«Todavía no. Se esconde, pero ya no puede tardar.» Hay un incidente. Una mujer cubierta con el velo se arrodilla delante de él y le besa los pies. «Déjalo -le exhorta él-. Sólo a Dios hay que adorar.» ¡Pero qué besapiés! Dedo a dedo, falange a falange, la mujer lame, besa, chupa. Y Mahound, exasperado, repite: «Basta. Es indecente.» Pero ahora la mujer ha empezado con la planta de los pies, sosteniendo el talón con las dos manos… Él, violento, le da un puntapié que la alcanza en la garganta. Ella cae, tose y luego se postra ante él y dice con firmeza: «No hay más Dios que Al-Lah y Mahound es su Profeta.» Mahound se calma, pide disculpas y extiende la mano. «No se te hará ningún daño -le dice-. Todo el que se Somete se salva.» Pero hay en él una extraña confusión y ahora comprende por qué, advierte la cólera, la amarga ironía de aquella adoración de sus pies, avasalladora, excesiva y sensual. La mujer se arranca el velo: Hind.

«La esposa de Abu Simbel», proclama claramente, y se hace el silencio. «Hind -dice Mahound-, no te había olvidado.» Y, tras un largo instante, mueve afirmativamente la cabeza. «Tú te has Sometido. Sé bienvenida a mis tiendas.»


Al día siguiente, entre las conversiones que no cesan, Salman el persa es conducido ante el Profeta. Khalid lleva hasta el takht al inmigrante, que llora y gimotea, agarrado de una oreja y arrimándole un cuchillo a la garganta. «Lo encontré, cómo no, con una prostituta que le chillaba porque no tenía dinero para pagarle. Apesta a alcohol.»

«Salman Farsi», el Profeta empieza a pronunciar la sentencia de muerte, pero el prisionero se pone a gritar el qalmah: «¡La ilaha ilallah! ¡La ilaha!»

Mahound mueve la cabeza. «Tu blasfemia, Salman, no tiene perdón. ¿Pensabas que no lo descubriría? Sustituir con tus palabras las Palabras de Dios.»

Escriba, zapador, condenado: sin ápice de dignidad, babea gime suplica se golpea el pecho se humilla se arrepiente. Khalid dice: «Este ruido es insoportable, Mensajero. ¿No podría cortarle la cabeza?» A lo que el ruido aumenta considerablemente. Salman jura renovada lealtad, suplica un poco más y entonces, con una chispa de desesperada esperanza, propone: «Yo puedo mostrarte dónde están tus verdaderos enemigos.» Esto le vale unos segundos. El Profeta se inclina. Khalid levanta la cabeza del arrodillado Salman tirándole del pelo. «¿Qué enemigos?» Y Salman da un nombre. Mahound se hunde en sus almohadones, mientras retorna la memoria.

«Baal -dice, y repite dos veces-: Baal, Baal.»

Con disgusto de Khalid, Salman el persa no es condenado a muerte. Bilal intercede por él, y el Profeta, distraído con otros pensamientos, le concede la gracia: sí, sí, que viva el desgraciado. ¡Oh, generosidad de la Sumisión! Hind ha sido perdonada; y Salman; y en toda Jahilia no se ha derribado ni una sola puerta, ni un solo viejo enemigo ha sido sacado a la calle para cortarle el cuello en el polvo, como a un pollo. Ésta es la respuesta de Mahound a la segunda pregunta: ¿Qué pasa cuando has ganado? Pero un nombre obsesiona a Mahound, salta alrededor de él, joven, agudo, señalando con un dedo largo, cantando versos cuya crueldad y brillantez siempre hiere. Aquella noche, cuando los suplicantes se han ido, Khalid pregunta a Mahound: «¿Aún piensas en él?» El Mensajero asiente, pero no quiere hablar. Khalid dice: «Hice que Salman me llevara a la habitación en la que vive, un agujero, pero no está, se esconde.» Otra vez el movimiento de cabeza, pero sin palabras. Khalid insiste: «¿Quieres que lo saque de su escondite? No costaría mucho. ¿Qué quieres que le haga? ¿Esto? ¿Esto?» Khalid, con elocuente ademán, se rebana el cuello y luego finge pincharse el ombligo. Mahound se impacienta. «Eres un necio -grita al antiguo aguador, que ahora es su jefe de estado mayor-. ¿Es que no eres capaz de disponer las cosas sin mi ayuda?»


* * *

Khalid se inclina y se va. Mahound se queda dormido: su antiguo don, su manera de luchar contra el mal humor.

Pero Khalid, el general de Mahound, no pudo encontrar a Baal. A pesar de los registros casa por casa, los bandos y las piedras removidas, no se pudo atrapar al poeta. Y los labios de Mahound seguían cerrados, no se abrían para dejar salir sus deseos. Finalmente, no sin irritación, Khalid abandonó la búsqueda. «Que asome la cabeza ese cerdo, una sola vez, en cualquier momento -juró en la tienda del Profeta, toda suavidad y penumbra-, y lo cortaré a rodajas tan finas que podrás ver a través de cada una.»

A Khalid le pareció que Mahound estaba decepcionado; pero en la penumbra de la tienda, imposible estar seguro.


* * *

Jahilia se acomodó a su nueva vida: llamada a la oración cinco veces al día, nada de alcohol y las esposas encerradas en casa. Hasta la propia Hind se retiró a sus aposentos…, pero ¿dónde estaba Baal?

Gibreel soñó con una cortina.

La Cortina, Hijab, se llamaba el burdel más famoso de Jahilia, un enorme palacio con patios en los que crecían las datileras y cantaba el agua, rodeados de habitaciones que se entrelazaban en desconcertantes dibujos de mosaico, traspasadas por laberínticos corredores decorados idénticamente, todos con las mismas invocaciones caligráficas al Amor, todos cubiertos con alfombras de igual dibujo, todos con una gran urna de piedra colocada delante de la pared. Los clientes de La Cortina no podían encontrar el camino de la habitación de su cortesana predilecta ni el de la calle sin ayuda. De este modo se protegía de indeseables a las mujeres y se impedía que los clientes se marcharan sin pagar. Corpulentos eunucos circasianos, con la pintoresca indumentaria del genio de la lámpara, acompañaban a los clientes hasta su destino y, después, hasta la puerta de la calle, sirviéndose, en algunos casos, de ovillos de cordel. Era un universo blando, con muchos cortinajes y ninguna ventana, gobernado por una anciana sin nombre, la Madam de La Cortina, cuyas guturales expresiones, emitidas desde el ámbito recóndito de un sillón envuelto en velos negros, habían adquirido, con los años, un aire oracular. Ni el personal de la casa ni los clientes podían desobedecer aquella voz sibilina que, en cierto modo, era la antítesis profana de las manifestaciones sagradas de Mahound proferidas en una tienda más grande y accesible, situada no muy lejos de allí. Por consiguiente, cuando Baal, el poeta, se postró ante ella, atribulado, para suplicarle ayuda y ella decidió esconderlo y salvarle la vida, por nostalgia de aquel mozo apuesto, alegre y perverso que había sido en tiempos, su decisión fue acatada sin protestas; y cuando los guardias de Khalid fueron a registrar el establecimiento, los eunucos los condujeron en un viaje desconcertante por aquella supraterránea catacumba de contradicciones y dudas irreconciliables, hasta que a los soldados les dio vueltas la cabeza y, después de mirar al interior de treinta y nueve urnas de piedra sin encontrar nada más que ungüentos y conservas en vinagre, se marcharon jurando airadamente, sin sospechar que existía un cuadragésimo corredor al que no habían sido conducidos, con una cuadragésima urna, dentro de la cual, como un ladrón, se escondía, temblando y mojando el pijama, el poeta que buscaban.

Después de aquello, la Madam ordenó a los eunucos qué tiñeran la piel del poeta hasta dejarla de un negro azulado, y el pelo también, y lo vistieran con los calzones bombachos y el turbante de djinn, y le aconsejó que empezara un curso de cultura física, ya que su falta de agilidad podría despertar sospechas, y se imponía ponerse en forma sin tardar.


* * *

Durante su estancia «tras La Cortina» Baal no carecía de noticias acerca de los acontecimientos del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco, montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono inducido por las caricias de las prostitutas y por el convencimiento de que allí se les guardaría el secreto, hacía que el poeta, aunque miope y duro de oído, recogiera más información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad. A veces la sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el elemento salaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación, salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético.

Lo que Baal escuchó en La Cortina:

Por el malhumorado Ibrahim, el carnicero, supo que, a pesar de la reciente prohibición de comer carne de cerdo, los aparentes conversos de Jahilia se agolpaban en su puerta trasera para comprar bajo mano la carne prohibida; «las ventas aumentan -murmuró, montando a su dama favorita-; los precios del cerdo negro suben; pero, maldita sea, los nuevos preceptos me han complicado la vida. No es fácil sacrificar un cerdo en secreto, sin hacer ruido», y entonces empezó a chillar él, pero es de suponer que chillaba de gusto más que de dolor. Y Musa, el mantequero, confesó a otro de los miembros del personal horizontal de La Cortina que era difícil romper los viejos hábitos y, cuando estaba seguro de que nadie le oía, aún decía alguna que otra oración a «mi favorita de toda la vida, Manat, y, a veces, qué quieres, también a Al-Lat; y es que no hay como una diosa, porque ellas tienen atributos que los chicos no te ofrecen ni por asomo», dicho lo cual también él se precipitó con ahínco sobre las réplicas terrenales de tales atributos. Así se enteró el emboscado Baal, con gran amargura, de que no hay imperio que sea absoluto ni victoria que sea completa. Y, poco a poco, empezaron a oírse críticas contra Mahound.

Baal había empezado a cambiar. La noticia de la destrucción del gran templo de Al-Lat en Taif, que llegó a sus oídos entre los gruñidos de Ibrahim, el matacerdos clandestino, le había sumido en profunda tristeza, porque, incluso en sus días claros de joven cínico, su amor por la diosa era auténtico, quizá su única emoción verdadera, y su destrucción le reveló la futilidad de una vida cuyo único amor sincero estuvo inspirado por un trozo de piedra indefensa. Cuando se mitigó aquella pena lacerante, Baal se convenció de que la caída de Al-Lat anunciaba que su propio fin no estaba lejos. Entonces perdió aquella sensación de seguridad que la vida en La Cortina le había proporcionado fugazmente; pero ahora el sentimiento de su transitoriedad, de su seguro descubrimiento, seguido de su no menos segura muerte, ya no le asustaba, lo cual le parecía muy interesante. Después de una vida de sincera cobardía, ahora advertía con gran sorpresa que la proximidad de la muerte le permitía saborear mejor la dulzura de la vida, y se maravillaba de la paradoja de que se le hubieran abierto los ojos a esta verdad en aquella casa de caras mentiras. ¿Y cuál era la verdad? La verdad era que Al-Lat había muerto -que nunca vivió-, pero esto no hacía de Mahound un profeta. En suma, Baal había alcanzado el ateísmo. Empezó a moverse, torpemente, por un ámbito situado más allá de la idea de diosas y gobernantes y preceptos, y descubrió que su vida estaba tan ligada a la de Mahound que se imponía cierta clase de gran resolución. Que esta resolución probablemente significaría su muerte no le impresionaba ni preocupaba en exceso; y cuando Musa, el mantequero, murmuró un día de las doce esposas del Profeta, un precepto para él y otro para nosotros, Baal comprendió la forma que tendría que tomar su enfrentamiento final con la Sumisión. Las chicas de La Cortina -llamadas «chicas» con eufemismo, ya que la más vieja pasaba del medio siglo y la más joven, a los quince años, tenía más experiencia que muchas mujeres de cincuenta- se habían encariñado con el desgarbado Baal, y en realidad les gustaba disponer de un eunuco de mentirijillas, por lo que en horas inhábiles le gastaban bromas deliciosas, exhibiéndose provocativamente ante él, colocándole los pechos delante de los labios, rodeándole el cuerpo con las piernas o besándose apasionadamente a dos dedos de su cara, hasta que el triste escritor se excitaba sin esperanza y entonces ellas se reían de su turgencia provocándole una abochornada y temblorosa flaccidez y, muy de tarde en tarde, inopinadamente, delegaban a una de ellas para satisfacer gratuitamente la concupiscencia que habían despertado. De esta forma, cual un toro domesticado, miope y parpadeante, el poeta pasaba los días con la cabeza apoyada en regazos femeninos, cavilando acerca de la muerte y la venganza, incapaz de decidir si era el más satisfecho o el más desdichado de los mortales.

Durante una de aquellas alegres sesiones celebradas al término de la jornada de trabajo, en las que las chicas se quedaban a solas con sus eunucos y sus jarras de vino, Baal oyó a la más joven hablar de su cliente, Musa, el mantequero. «¡Ése! -exclamó-. La tiene tomada con las esposas del Profeta. Se indigna de tal manera, que sólo con pronunciar sus nombres se excita. Dice que yo soy idéntica a la misma Ayesha, que, como todo el mundo sabe, es la favorita. Ya veis.»

La cortesana cincuentona intervino: «Escuchad, esas mujeres del harén, los hombres no saben hablar de otra cosa. Es natural que Mahound las encerrara, pero con eso sólo ha hecho empeorar las cosas. La gente fantasea más de lo que no ve.»

Especialmente en esta ciudad, pensó Baal; sobre todo en nuestra Jahilia de costumbres licenciosas, donde hasta que llegó Mahound las mujeres vestían de colores vivos y no se hablaba más que de follar y de dinero, dinero y sexo, y se hacía algo más que hablar.

Baal dijo a la más joven de las prostitutas: «¿Por qué no finges con él?»

«¿Con quién?»

«Con Musa. Si tanto le excita Ayesha, ¿por qué no te conviertes en su Ayesha particular?»

«Dios -dijo la muchacha-. Si te oyeran, te freirían los huevos en manteca.»

¿Cuántas esposas? Doce, más una anciana, muerta hace tiempo. ¿Cuántas prostitutas, detrás de La Cortina? Doce también; y, escondida en su trono dentro de la tienda negra, la vieja Madam seguía desafiando a la muerte. Donde no hay fe no hay blasfemia. Baal expuso su idea a la Madam; ella manifestó su decisión con su voz de rana con laringitis. «Es muy peligroso -dictaminó-, pero podría ser excelente para el negocio. Iremos con cuidado. Pero iremos.»


La quinceañera cuchicheó unas palabras al oído del mantequero, y en los ojos de él brilló una luz. «Cuéntamelo todo – suplicó-. Háblame de tu infancia, de tus juguetes favoritos, tus juegos y demás, cuéntame cómo el Profeta se paró a mirarte cuando tocabas la pandereta.» Ella se lo contó y entonces él le preguntó cómo había sido desflorada, a los doce años, y ella se lo contó, y después él pagó el doble de la tarifa normal, porque «nunca lo había pasado tan bien». «Habrá que tener cuidado con los corazones débiles», dijo la Madam a Baal.


* * *

Cuando por Jahilia corrió la noticia de que cada una de las prostitutas de La Cortina había asumido la identidad de una de las esposas de Mahound, la excitación clandestina de los hombres fue intensa; pero era tan grande el miedo a ser descubiertos, tanto porque si Mahound o sus lugartenientes se enteraban de que habían intervenido en tamañas irreverencias perderían la vida, como por el deseo de que el nuevo servicio de La Cortina se mantuviera, que el secreto no llegó a oídos de las autoridades. Por aquel entonces, Mahound había regresado a Yathrib con sus esposas, por preferir el clima fresco del oasis del Norte al calor de Jahilia, dejando la ciudad bajo el mando del general Khalid, de quien era muy fácil esconder las cosas. En un principio, Mahound pensó en ordenar a Khalid que clausurara todos los burdeles de Jahilia, pero Abu Simbel le disuadió de acto tan precipitado. «Los jahilianos son conversos recientes -señaló-. Ve despacio.» Mahound, el más pragmático de los Profetas, se avino a otorgar un período de transición. Y, en ausencia del Profeta, los hombres de Jahilia iban en tropel a La Cortina, que triplicó sus ingresos. Por razones evidentes, no era prudente hacer cola en la calle, y muchos días, en el patio interior del burdel, había una fila de hombres que daba la vuelta a la Fuente del Amor, situada en el centro, del mismo modo que los peregrinos, por otras razones, daban la vuelta a la antigua Piedra Negra. Todos los clientes de La Cortina eran provistos de una máscara, y Baal, al observar desde un balcón cómo los enmascarados daban vueltas, se sentía íntimamente satisfecho. Había más de una forma de no Someterse.

Durante los meses siguientes, el personal de La Cortina se entregó a su nueva tarea con creciente fervor. «Ayesha», la prostituta de quince años, era la favorita del público de pago, como su homónima lo era de Mahound, y, al igual que la Ayesha que vivía recatadamente recluida en el harén de la gran mezquita de Yathrib, esta Ayesha jahiliana empezó a envanecerse de su condición de Preferida. Le molestaba que alguna de sus «hermanas» tuviera más clientes o recibieran propinas generosas. La más vieja y más gorda de las prostitutas, que había adoptado el nombre de «Sawdah», relataba a sus visitantes -y los tenía en abundancia, porque muchos de los hombres de Jahilia la elegían por su aire maternal y agradecido- cómo Mahound se había casado con ella y con Ayesha el mismo día, cuando Ayesha era todavía una niña. «En nosotras dos encontró las dos mitades de su primera esposa difunta: la niña y también la madre», les decía. La prostituta «Hafsah» se volvió tan irascible como su tocaya, y cuando las doce se impusieron de sus papeles, las alianzas que se formaban dentro del burdel reflejaban las banderías políticas de la mezquita de Yathrib: «Ayesha» y «Hafsah», por ejemplo, mantenían pequeñas y constantes rivalidades con las dos prostitutas más presumidas, a las que sus compañeras siempre consideraron un poco relamidas, y que eligieron para sí las identidades más aristocráticas, convirtiéndose en «Umm Salamah la makhzumita» y, la más repelente de todas, «Ramlah», cuya homónima, la undécima esposa de Mahound, era hija de Abu Simbel y Hind. Y había también una «Zainab bint Jahsh», y una «Juwairiyah», que llevaba el nombre de la esposa capturada en una expedición militar, y una «Rehana la Judía», una «Safia» y una «Maimunah», y la más erótica de todas las prostitutas, que sabía trucos que no quería enseñar a la rival «Ayesha»: la hechicera egipcia «Mary la Copta». La más extraña de todas era la prostituta que adoptó el nombre de «Zainab bint Khuzaimah» sabiendo que esta esposa de Mahound había muerto recientemente. La necrofilia de sus amantes, que le prohibían hacer cualquier movimiento, era uno de los más malsanos aspectos del nuevo régimen de La Cortina. Pero el negocio es el negocio, y éste era también un poderoso imperativo para las cortesanas.

Al final del primer año, las doce se habían hecho tan diestras en sus funciones que sus personalidades anteriores empezaron a desvanecerse. Baal, más miope y más sordo a cada mes que pasaba, veía las sombras de las chicas moverse por su lado, con los contornos borrosos, las imágenes duplicadas, como sombras sobre sombras. Las chicas, a su vez, empezaron a mirar a Baal de otra manera. En aquel tiempo era costumbre que, al entrar en la profesión, la prostituta tomara un esposo que no le causara problemas -por ejemplo, una montaña, una fuente, un arbusto- a fin de que, para salvar las apariencias, pudiera adoptar nombre de casada. En La Cortina, la norma era que todas las chicas se casaran con el Surtidor del Amor del patio central, pero empezaron a soplar vientos de rebeldía, y un día todas las prostitutas se presentaron ante la Madam para comunicarle que, ahora que habían empezado a considerarse esposas del Profeta, necesitaban un marido de más categoría que el surtidor de piedra, lo cual, al fin y al cabo, rayaba en la idolatría, y decirle que habían decidido que todas serían esposas del zángano de Baal. La Madam trató de disuadirlas, pero, al verlas tan decididas, cedió y les dijo que le trajeran al poeta. Entre risitas y codazos, las doce cortesanas escoltaron al desmañado poeta al salón del trono. Cuando Baal oyó el plan, el corazón se le alborotó de tal manera que le dio un vahído y cayó al suelo, y «Ayesha» exclamó con espanto: «Ay, Dios, a ver si antes que sus esposas vamos a ser sus viudas.»

Pero él se recuperó: su corazón recobró la compostura. Y, como no había más remedio, aceptó las doce proposiciones. La Madam los casó personalmente, y en aquel antro de degeneración, antimezquita, laberinto de profanidad, Baal se convirtió en el marido de las esposas de Mahound, el antiguo comerciante.

Sus esposas le dijeron claramente que esperaban que cumpliera con sus deberes matrimoniales en todos los aspectos, y establecieron un sistema de rotación según el cual él pasaba un día con cada una de las chicas por turno (en La Cortina, el día y la noche habían trocado papeles: la noche para el trabajo y el día para el descanso). Apenas iniciado tan arduo programa para él, sus mujeres convocaron una reunión en la que se le hizo saber que debía portarse como el marido «verdadero», es decir, Mahound. «¿Por qué no te cambias el nombre como nosotras?», preguntó la irritable «Hafsah», pero por aquí Baal no pasó. «Tal vez no sea un nombre para sentirse orgulloso -insistió-, pero es el mío. Lo que es más, yo no trabajo para clientes. No hay motivos comerciales para el cambio.» «Bueno; de todos modos -dijo la voluptuosa "Mary la Copta", encogiéndose de hombros-, te llames como te llames, queremos que empieces a actuar como él.»

«Yo no sé mucho de…», protestó Baal, pero «Ayesha», que era la más atractiva de todas, o así empezaba a parecérselo últimamente, hizo una mueca deliciosa. «Vamos, esposo -le dijo con zalamería-. No es tan difícil. Nosotras sólo queremos, en fin… Que seas el jefe.»

Las prostitutas de La Cortina resultaron ser las mujeres más anticuadas y convencionales de Jahilia. Su trabajo, lejos de convertirlas en unas cínicas desengañadas (aunque, eso sí, eran capaces de formar conceptos feroces de sus clientes), había hecho de ellas unas soñadoras. Apartadas del mundo exterior, se habían forjado una fantasía de «vida corriente» en la que no deseaban sino ser las compañeras obedientes y, sí, sumisas de un hombre que fuera sabio, cariñoso y fuerte. Es decir: el hábito de encarnar las fantasías de los hombres había llegado a corromper sus sueños de tal manera que, incluso en lo más íntimo de su ser, deseaban convertirse en la más vieja de todas las ilusiones del hombre. El aliciente añadido de representar la vida doméstica del Profeta las excitaba, y el perplejo Baal descubrió lo que era tener compitiendo por sus favores, por la gracia de una sonrisa, a doce mujeres que le lavaban los pies y se los secaban con sus cabellos y le perfumaban el cuerpo y danzaban para él representando de mil maneras el matrimonio soñado que nunca creyeron conocer.

Era irresistible. Él empezó a tener el valor de darles órdenes, de arbitrar entre ellas, de castigarlas cuando se enfadaba. Cierta vez que le irritaron con sus peleas, las repudió a todas durante un mes. Cuando, transcurridas veintinueve noches, fue a ver a «Ayesha», ella se burló porque él no había podido esperar más. «Era un mes de veintinueve días», respondió él. Una vez fue sorprendido por «Mary la Copta» en la habitación de «Hafsah» el día de «Ayesha». Suplicó a «Mary” que no se lo dijera a «Ayesha», de la que estaba enamorado; pero ella se lo dijo y, después de aquello, Baal tuvo que mantenerse durante mucho tiempo alejado de «Mary», la de piel blanca y pelo rizado. En suma, él se había dejado seducir por la ilusión de convertirse en espejo secreto y profano de Mahound, y otra vez empezó a escribir.

La poesía que ahora hacía era la más dulce que nunca escribiera. A veces, estando con Ayesha, sentía que una dejadez le embargaba, el cuerpo le pesaba, y tenía que echarse. «Es extraño -le dijo-. Me parece verme a mí mismo de pie a mi lado. Y puedo hacer hablar a ese que está de pie; luego, me levanto y escribo sus versos.» Estos trances artísticos de Baal eran muy celebrados por sus esposas. Una vez, cansado, se quedó adormilado en un sillón en los aposentos de «Umm Salamah la makhzumita». Cuando despertó horas después, tenía todo el cuerpo dolorido y el cuello y los hombros agarrotados, y dijo a Umm Salamah en tono de reproche: «¿Por qué no me despertaste?» Ella respondió: «No me atreví; pensé que quizá te venían los versos.» Él movió la cabeza. «No te apures. La única mujer en cuya compañía me vienen los versos es "Ayesha", no tú.»


* * *

Dos años y un día después de que Baal empezara su vida en La Cortina, uno de los clientes de «Ayesha» lo reconoció, a pesar de la piel teñida, los bombachos y la cultura física. Baal estaba apostado en la puerta de la habitación de «Ayesha» cuando salió el cliente que, señalándole con el dedo, gritó: «¡Conque aquí te habías metido!» Acudió corriendo «Ayesha», con los ojos encendidos de miedo. Pero Baal dijo: «No temas; él no nos causará problemas.» Invitó a Salman el persa a su propia habitación y destapó una botella del vino dulce hecho de uva no prensada que los jahilianos elaboraban desde que descubrieron que no estaba prohibido por lo que, con evidente falta de respeto, empezaban a llamar el Reglamento.

«He venido porque por fin me marcho de esta ciudad infernal -dijo Salman- y quería pasar un momento de placer después de tantos años de mierda.» Después de que Bilal intercediera por él ante Mahound en el nombre de su vieja amistad, el inmigrante se había dedicado al trabajo de amanuense, y pasaba el día sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a la calzada de la calle principal del distrito financiero, en espera de clientes. Su cinismo y su desesperación habían sido exacerbados por el sol. «La gente escribe muchas mentiras -dijo, bebiendo con rapidez-. Por lo tanto, un embustero profesional se gana la vida espléndidamente. Mis cartas de amor y mis misivas comerciales eran famosas y estaban consideradas las mejores de la ciudad, por mi don para inventar hermosas falsedades con una mínima deformación de los hechos. De manera que en apenas dos años he podido ahorrar lo suficiente para regresar a casa. ¡A casa! ¡A mi tierra! Me marcho mañana, y estoy deseándolo.”

A medida que se vaciaba la botella, Salman empezó a hablar otra vez, como esperaba Baal, de la causa de todos sus males, el Mensajero y su mensaje. Habló a Baal de una pelea entre Mahound y Ayesha, repitiendo el rumor como si de un hecho incontrovertible se tratara. «Esa muchacha no ha podido digerir que su marido necesite tantas esposas -dijo-. Él hablaba de conveniencias, alianzas políticas, etcétera, pero no la engañaba. ¿Y quién había de reprochárselo? Al fin, él entró en uno de sus trances -¿y cómo no?- y salió de él con un mensaje del arcángel. Gibreel le había recitado unos versos que le aseguraban pleno apoyo divino. Permiso del propio Dios para follar con tantas mujeres como le apeteciera. Y ¿qué podía decir la pobre Ayesha contra los versos de Dios? ¿Sabes lo que dijo? Dijo esto: "Tu Dios no se hace de rogar cuando tú necesitas que te arregle las cosas." ¡Bueno! De no ser Ayesha, quién sabe lo que él habría hecho, pero es que ninguna de las otras se hubiera atrevido, desde luego.» Baal le dejaba desahogarse sin interrumpir. Los aspectos sexuales de la Sumisión preocupaban mucho al persa: «Es insano -dictaminó-. Toda esta segregación. No traerá nada bueno.»

Al fin Baal empezó a discutir, y Salman se asombró al oír que el poeta defendía a Mahound: «Hay que contemplar las cosas desde su punto de vista -argumentó Baal-. Si las familias le ofrecen esposas y él las rechaza, se crea enemigos. Además, él es un hombre especial y existen motivos para dispensas especiales. Y por lo que se refiere a encerrarlas, ¡qué deshonra si algo malo le ocurriera a alguna de ellas! Mira, si vivieras aquí dentro, no te parecería que un poco menos de libertad sexual era tan mala cosa, para la gente del pueblo, quiero decir.»

«Has perdido el seso -dijo Salman categóricamente-. Llevas demasiado tiempo sin ver el sol. O puede que sea ese traje lo que te hace hablar como un payaso.»

Baal estaba bastante achispado y empezó una réplica acalorada, pero Salman levantó una mano no muy firme. «No quiero pelear -dijo-. Pero me gustaría contarte algo. Lo más sabroso que corre por la ciudad. Jooo-jooo. Y tiene relación con, con lo que tú dices.»

La historia de Salman: Ayesha y el Profeta hicieron una visita a una aldea apartada y, a su regreso a Yathrib, la expedición acampó en las dunas para pernoctar. Levantaron el campo antes del amanecer, todavía en la oscuridad. En el último momento, Ayesha, por una necesidad de la naturaleza, tuvo que escabullirse fuera de la vista, a una hondonada. Mientras ella estaba ausente, los mozos de litera tomaron el palanquín y emprendieron la marcha. Ayesha era mujer muy ligera y ellos, al no notar gran diferencia en el peso del macizo palanquín, supusieron que ella estaba dentro. Cuando Ayesha volvió, después de haber hecho sus necesidades, se encontró sola, y quién sabe lo que hubiera podido sucederle de no haber pasado por allí un joven, un tal Safwan, montado en su camello. Safwan llevó a Ayesha sana y salva a Yathrib; pero entonces empezaron a moverse las malas lenguas, especialmente en el harén, en el que sus contrincantes no desperdiciaban ocasión de reducir el poder de Ayesha. Los dos jóvenes habían estado solos en el desierto durante muchas horas, y se recalcaba, con más y más malicia que Safwan era un joven realmente apuesto y que, al fin y al cabo, el Profeta era mucho mayor que ella, por lo que ¿no sería natural que Ayesha se hubiera sentido atraída por alguien de edad más similar? «Todo un escándalo», comentó Salman con fruición.

«¿Y qué hará ahora Mahound?», preguntó Baal.

«Oh, ya lo ha hecho -respondió Salman-. Lo de siempre. Vio a su amigo, el arcángel, y luego comunicó a todo el mundo que Gibreel había exonerado a Ayesha. -Salman abrió los brazos en ademán de mundana resignación -. Pero esta vez, camarada, la dama no hizo comentarios acerca de lo oportuno de los versos.»


* * *

Salman el persa se marchó a la mañana siguiente con una caravana de camellos que iba hacia el Norte. Al despedirse de Baal en La Cortina, abrazó al poeta, le besó en ambas mejillas y dijo: «Quizá tengas razón. Quizá sea mejor huir de la luz del día. Espero que tu refugio dure.» Y Baal respondió: «Y yo espero que tú encuentres tu casa y que allí haya algo que puedas amar.» La cara de Salman quedó sin expresión. Él abrió la boca, la cerró y se marchó.

«Ayesha» fue a la habitación de Baal en busca de tranquilidad. «¿No irá por ahí contando nuestro secreto cuando esté borracho? -preguntó, acariciando el pelo de Baal-. Ese hombre bebe mucho.»

Baal dijo: «Ya nada será como antes.» La visita de Salman le había hecho despertar del sueño en el que, poco a poco, se había sumido durante los años pasados en La Cortina, y no podía volver a dormirse.

«Claro que sí -dijo "Ayesha" con énfasis-. Lo será, ya lo verás.»

Baal movió la cabeza e hizo la única profecía de su vida. «Va a ocurrir algo muy grande -predijo-. Un hombre no puede vivir siempre escondido detrás de las faldas.»

Al día siguiente, Mahound volvió a Jahilia, y unos soldados fueron a comunicar a la Madam de La Cortina que el período de transición había terminado. Los burdeles iban a ser cerrados inmediatamente. Todo tenía un límite. Desde detrás de sus cortinajes, la Madam pidió a los soldados que se retiraran durante una hora, en nombre de la decencia, a fin de permitir que salieran los huéspedes, y el oficial al mando del destacamento era tan ingenuo que accedió. La Madam envió a sus eunucos a avisar a las chicas y acompañar a los clientes a la puerta trasera. «Haced el favor de pedirles perdón por la interrupción -dijo a los eunucos- y decidles que, dadas las circunstancias, no se les cobrará nada.»

Fueron sus últimas palabras. Cuando las chicas, alarmadas, hablando todas a la vez, se precipitaron a la habitación del trono, para cerciorarse de si lo peor era verdad, ella no dio respuesta a sus aterrorizadas preguntas, es que estamos sin trabajo, y ahora de qué comemos, iremos a la cárcel, qué será de nosotras, hasta que «Ayesha», con todo el valor de que era capaz, hizo lo que ninguna de ellas se había atrevido a intentar. Cuando ella apartó las negras colgaduras, vieron a una mujer muerta que podía tener cincuenta o ciento veinticinco años, de no más de un metro de estatura, que parecía una muñeca grande enroscada en un sillón de mimbre con muchos almohadones, apretando en la mano un frasco de veneno.

«Ya que habéis empezado -dijo Baal que entraba en la habitación-, quitad todas las cortinas. Ya no tiene objeto impedir que entre el sol.»


* * *

Umar, el joven oficial que mandaba el destacamento, se permitió exteriorizar petulante mal humor cuando descubrió el suicidio del ama del burdel. «Bien, si no podemos colgar a la jefa, tendremos que contentarnos con las obreras», gritó, y ordenó a sus hombres que arrestaran a las «pécoras», misión que los hombres realizaron con presteza. Las mujeres chillaban y pataleaban, y los eunucos observaban la escena sin mover ni un músculo, porque Umar les había dicho: «Quieren juzgar a las pájaras, pero no tengo instrucciones acerca de vosotros. Conque, si no queréis perder la cabeza además de los huevos, no os metáis en esto.» Los eunucos no defendieron a las mujeres de La Cortina, que luchaban con los soldados que las reducían; y entre los eunucos estaba Baal, el poeta de la cara pintada. Antes de que la amordazaran, la más joven de las «pájaras» o «zorras» gritó: «Esposo, por Dios ayúdanos si eres hombre.» El oficial se rió, divertido. «¿Cuál de vosotros es el esposo? -preguntó mirando atentamente debajo de cada turbante-. Venga, que salga. ¿Cómo se ve el mundo al lado de una esposa?»

Baal se quedó mirando al vacío, para rehuir tanto la mirada de «Ayesha» como los ojos entornados de Umar. El oficial se paró delante de él. «¿Eres tú?»

«Señor, comprended, es sólo una manera de hablar -mintió Baal-. A las chicas les gusta bromear. Nos llaman esposos porque nosotros, nosotros…»

De pronto, Umar lo agarró por los genitales, apretando. «Porque vosotros no podéis serlo -dijo-. Maridos, ¿eh? No está mal.»

Cuando se le calmó el dolor, Baal vio que las mujeres ya no estaban. Umar dio un consejo a los eunucos antes de salir. «Perdeos -sugirió-. Mañana quizá tenga órdenes acerca de vosotros. No son muchos los que tienen suerte dos días seguidos.»

Cuando se llevaron a las chicas de La Cortina, los eunucos se sentaron a llorar con desconsuelo junto a la Fuente del Amor. Pero Baal, avergonzado, no lloró.


* * *

Gibreel soñó la muerte de Baal:

Poco después de su arresto, las doce prostitutas descubrieron que se habían acostumbrado de tal manera a sus nuevos nombres que no podían recordar los viejos. Tenían miedo de dar a sus carceleros sus nombres adoptados y, en consecuencia, no pudieron dar nombre alguno. Después de mucho gritar y amenazar, los carceleros se rindieron y las registraron por números: Cortina 1, Cortina 2, etcétera. Sus antiguos clientes, temerosos de las consecuencias que pudiera tener revelar el secreto de lo que hacían las prostitutas, también guardaron silencio, de modo que es posible que no hubiera llegado a saberse, de no haber empezado Baal, el poeta, a pegar versos en las paredes de la cárcel de la ciudad.

Dos días después de los arrestos, la cárcel estaba llena a rebosar de prostitutas y proxenetas, cuyo número había aumentado considerablemente durante los dos años en los que la Sumisión había introducido en Jahilia la segregación sexual. Se observó que muchos jahilianos, arrostrando las burlas de la chusma y no digamos la persecución bajo las nuevas leyes contra la inmoralidad, se acercaban a las ventanas de la cárcel para dar una serenata a aquellas damas pintadas a las que habían llegado a querer. Las mujeres de dentro se quedaban completamente frías ante esta devoción y no alentaban en absoluto a los admiradores que se acercaban a las rejas. Pero al tercer día, entre aquellos idiotas heridos de amor apareció un individuo estrafalario y afligido con turbante y bombachos, con la piel oscura y descolorida por zonas. Muchos transeúntes se reían de su aspecto, pero cuando él empezó a cantar sus versos inmediatamente cesaron las risas. Los jahilianos fueron siempre entendidos del arte de la poesía, y la belleza de las odas que recitaba el estrafalario individuo los dejó pasmados. Baal cantaba sus poemas de amor, y el dolor que había en ellos silenciaba a los otros versificadores, que dejaban que Baal hablara por todos ellos. En las ventanas de la cárcel se veían ahora por primera vez las caras de las prostitutas, atraídas por la magia de su verso. Terminado el recital, Baal se adelantó y clavó sus versos en la pared. Los guardianes de las puertas, con los ojos llenos de lágrimas, no hicieron nada para impedírselo.

A partir de entonces, todas las tardes reaparecía el extraño individuo y recitaba una nueva poesía, y cada una de ellas parecía más bella que la anterior. Fue quizás aquella plétora de belleza lo que impidió que alguien advirtiera antes de la duodécima noche, cuando él terminó la duodécima y última de sus odas, cada una de las cuales estaba dedicada a una mujer diferente, que los nombres de sus doce «esposas” eran los mismos que los de otras doce.

Pero al duodécimo día se advirtió, y, de inmediato, la gran multitud que solía congregarse para escuchar la lectura de Baal cambió de actitud. La sublime elevación cedió paso al escándalo, y Baal se vio rodeado por furiosos hombres que exigían que les explicara la razón de este insidioso y refinado insulto. Entonces Baal se quitó el absurdo turbante y dijo: «Yo soy Baal. No reconozco más autoridad que la de mi Musa; o, para ser exactos, mi docena de Musas.» Los guardias lo arrestaron.


Khalid, el general, quería ejecutar a Baal inmediatamente, pero Mahound ordenó que fuera juzgado a continuación de las prostitutas. Una vez las doce esposas de Baal, que se habían divorciado de la piedra para casarse con él, fueron sentenciadas a ser lapidadas, en castigo por la inmoralidad de su vida, Baal quedó cara a cara con el Profeta, espejo e imagen, luz y sombras. Khalid, sentado a la derecha de Mahound, dio a Baal una última oportunidad de explicar sus malas acciones. El poeta contó la historia de su estancia en La Cortina, utilizando el lenguaje más simple, sin ocultar nada, ni siquiera su cobardía final, que después había intentado reparar con todos sus actos. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. La multitud que se apretujaba en la tienda del juicio, sabedora de que aquél era, al fin y al cabo, el famoso satirista Baal, en tiempos poseedor de la lengua más afilada y del ingenio más vivo de Jahilia, empezó (por más que intentaba contenerse) a soltar la risa. Cuanto más se esforzaba Baal por describir su matrimonio con las doce «esposas del Profeta» con la mayor sencillez y naturalidad, más incontrolable se hacía la horrorizada hilaridad del auditorio. Al término de la declaración, las buenas gentes de Jahilia literalmente lloraban de risa, sin poder contenerse, a pesar de que soldados armados de látigos y cimitarras los amenazaban con la muerte instantánea.

«¡Yo hablo en serio! -chilló Baal a la multitud que se retorcía y golpeaba los muslos con grandes risotadas -. ¡No es un chiste!» Ja ja ja. Hasta que, por fin, se acallaron las risas: el Profeta se había puesto en pie.

«En otros tiempos te burlabas de la Recitación -dijo Mahound en el silencio-. También entonces estas gentes gozaban con tus burlas. Ahora has vuelto para deshonrar mi casa y, al parecer, una vez más, consigues extraer de la gente lo peor que hay en ellos.»

Baal dijo: «Ya he terminado. Haz lo que quieras.»

Fue sentenciado a morir decapitado antes de una hora, y cuando los soldados se lo llevaban de la tienda hacia el lugar de la ejecución, él gritó por encima de su hombro: «Las prostitutas y los escritores, Mahound, somos la gente a la que no perdonas.»

Mahound respondió: «Escritores y prostitutas. No veo la diferencia.»


* * *

Había una vez una mujer que no cambiaba.

Después de que la traición de Abu Simbel entregara Jahilia a Mahound en bandeja y sustituyera la idea de la grandeza de la ciudad por la realidad de la grandeza de Mahound, Hind besó y chupó pies, recitó la Lailaha y luego se retiró a una alta torre de su palacio, a donde le llevaron la noticia de la destrucción del templo de Al-Lat en Taif y de todas las imágenes de la diosa de las que se tenía noticia. Ella se encerró en su aposento de la torre con una colección de libros antiguos escritos en lenguas que ningún otro ser humano de Jahilia podía descifrar; y durante dos años y dos meses permaneció allí, estudiando en secreto sus textos ocultos, después de ordenar que una vez al día se le dejara en la puerta una bandeja de comida sencilla y que, al mismo tiempo, se le vaciara el orinal. Durante dos años y dos meses, ella no vio a otro ser humano. Y un día, al amanecer, entró en la habitación de su esposo, con sus mejores galas y alhajas en las muñecas, los tobillos, los dedos de los pies, las orejas y la garganta. «Despierta -ordenó abriendo las cortinas-. Hoy tenemos cosas que celebrar.» Él observó que su esposa no había envejecido ni un solo día desde la última vez que la viera; si acaso, estaba más joven que nunca, lo cual confirmaba los rumores que sugerían que con su hechicería había convencido al tiempo para que, dentro del aposento de la torre, corriera hacia atrás. «¿Qué tenemos que celebrar?», preguntó el Grande de Jahilia, tosiendo y escupiendo su sangre matutina. Hind respondió: «Tal vez yo no pueda invertir la marcha de la historia, pero la venganza, al fin, es dulce.»

Antes de una hora, llegó la noticia de que el Profeta, Mahound, estaba mortalmente enfermo, que yacía en la cama de Ayesha con fuertes dolores de cabeza, como si la tuviera llena de demonios. Hind siguió preparando serenamente un banquete, enviando a los criados por toda la ciudad a llamar a los invitados. Por la noche, Hind, sola en el gran salón de su casa, entre los platos de oro y las copas de cristal de su venganza, comía un sencillo plato de cuscús rodeada de manjares brillantes, humeantes y aromáticos de todas clases. Abu Simbel no quiso sentarse a la mesa con ella y calificó aquella cena de obscenidad. «Tú comiste el corazón de su tío -gritó Simbel- y ahora te comerías el suyo.» Ella se rió en su cara. Cuando los criados empezaron a llorar, los despidió también y se quedó sola con su alegría mientras las velas proyectaban extrañas sombras en su cara absoluta e implacable.


Gibreel soñó la muerte de Mahound.

Porque cuando la cabeza del Mensajero empezó a dolerle como nunca, él comprendió que había llegado la hora en la que le sería ofrecida la Elección: puesto que un Profeta no puede morir sin haber visto el Paraíso, y sin que después se le pida que escoja entre este mundo y el siguiente.

O sea que, mientras tenía la cabeza apoyada en el regazo de su amada Ayesha, cerró los ojos, y pareció que la vida lo abandonaba, pero al cabo de un tiempo volvió.

Y dijo a Ayesha: «Me han dado a elegir y he hecho mi Elección, y he elegido el reino de Dios.»

Entonces ella lloró, al comprender que él hablaba de la muerte; y él desvió la mirada como si contemplara a otra persona, aunque, cuando ella, Ayesha, se volvió, sólo vio una lámpara que ardía sobre un pie.

«¿Quién está ahí? -gritó él-. ¿Eres Tú, Azraeel?» Pero Ayesha oyó responder a una voz terrible y dulce de mujer: «No, Mensajero de Al-Lah, no soy Azraeel.»

Y la lámpara se apagó; y en la oscuridad Mahound preguntó: «¿Esta enfermedad es obra tuya, oh Al-Lat?»

Y ella dijo: «Es mi venganza, y estoy contenta. Que desjarreten un camello y lo pongan en tu tumba.»

Ella se fue, y la lámpara que se había apagado volvió a arder con una luz suave y brillante, y el Mensajero murmuró: «A pesar de todo, te doy las gracias, Al-Lat, por este regalo.»

Al poco, murió. Ayesha salió a la habitación contigua, en la que las otras esposas y los discípulos esperaban con angustia, y empezaron a lamentarse con vehemencia.

Pero Ayesha se enjugó las lágrimas y dijo: «Si hay aquí personas que adoraban al Mensajero, que lloren, porque Mahound ha muerto; pero si hay aquí personas que adoren a Dios, que se regocijen, porque Él vive sin duda.»


Fue el fin del sueño.

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