Yo sé lo que es un fantasma, afirmó silenciosamente la anciana. Se llamaba Rosa Diamond, tenía ochenta y ocho años y bizqueaba, aguileña, a través de las ventanas de su dormitorio cubiertas de fina capa de sal, contemplando el mar de luna llena. Y yo sé, también, lo que no lo es, agregó. No es el gemido horripilante ni es la sábana que se agita, eso son bobadas. ¿Qué es un fantasma? Un asunto no concluido, eso… Y la anciana, de metro ochenta, espalda recta y pelo corto como un hombre, dobló hacia abajo las comisuras de los labios en satisfecha mueca de máscara de tragedia, se ciñó a los flacos hombros una toquilla de punto azul, y cerró un momento sus ojos sin sueño, para rezar por la vuelta del pasado. Venid, naves normandas, rogaba, ven acá, Guille-el-Conquis.
Novecientos años atrás, todo esto estaba debajo del agua, esta costa parcelada, esta playa de guijarros privada, que se empina hacia la hilera de chalets despintados, con sus cobertizos desconchados, llenos de tumbonas, marcos vacíos, viejos baúles repletos de paquetes de cartas atados con cintas, lencería de seda y encaje con bolas de naftalina, lacrimógenas lecturas de jovencitas de antaño, palos de lacrosse, álbumes de sellos y demás cofres del tesoro enterrados, llenos de recuerdos y tiempo perdido. El perfil de la costa había cambiado, había avanzado más de un kilómetro hacia el mar, dejando el primer castillo normando varado lejos del agua, lamido ahora por unas tierras pantanosas que castigaban con toda clase de afecciones reumáticas a los pobres que vivían allí en sus cómosedice propiedades. Ella, la anciana, veía en el castillo la ruina de un pez traicionado por una antigua bajamar, un monstruo marino petrificado por el tiempo. ¡Novecientos años! Nueve siglos atrás, la flota normanda había navegado a través de la casa de esta señora inglesa. Y ahora, en las noches claras de luna llena, ella aguardaba la vuelta de su reluciente fantasma.
Es el sitio mejor para verles venir, se tranquilizaba, vista de tribuna. Las repeticiones se habían convertido en el consuelo de su vejez: las frases gastadas, asunto no concluido, vista de tribuna, la hacían sentirse sólida, inmutable, perdurable, en lugar de la criatura de achaques y ausencias que ella se sabía… Cuando la luna se pone, en la oscuridad que precede al amanecer, ése es el momento. Ondear de velas, relucir de remos y el Conquistador en persona, en la proa de la nave insignia, navegaría por la playa entre los rompeolas de madera cubiertos de escaramujo y los botes volcados… Oh, yo he visto muchas cosas en mi vida, siempre tuve el don, la visión fantasmal… El Conquistador, con su casco puntiagudo de nariz metálica, pasa por su puerta principal, deslizándose por entre las mesitas y los sofás con antimacasar, como un eco que resonara levemente por la casa de recuerdos y añoranzas; y luego enmudece; como una tumba.
…Una vez, en Battle Hill, siendo niña -le gustaba narrar, siempre con las mismas palabras pulidas por el tiempo-, una vez, siendo una niña solitaria, me encontré de pronto y sin sensación de extrañeza en medio de una guerra. Arcos, mazas, picas. Mozos sajones de pelo albino, segados en la flor de la edad. Harold Arroweye y Guillermo, con la boca llena de arena. Sí, siempre el don, siempre la visión fantasmal… La historia del día en que la pequeña Rosa tuvo una visión de la batalla de Hastings se convirtió, para la anciana, en uno de los hitos que definían su ser, aunque había sido contada tantas veces que nadie, ni siquiera la narradora, hubiera podido jurar que fuera cierta. A veces, los añoro, decían los pensamientos habituados de Rosa. Les beaux jours: los días queridos, muertos. Volvió a cerrar sus ojos reminiscentes. Cuando los abrió, vio, en la orilla del agua, innegablemente, algo que empezaba a moverse.
Esto dijo ella, en voz alta, emocionada: «¡No puedo creerlo!» «¡No es verdad!» «¡Él no puede haber venido!» Con pie inseguro y pecho alborotado, Rosa fue en busca del sombrero, la capa y el bastón. Mientras, en la playa invernal, Gibreel Farishta despertaba con la boca llena de, no, no de arena.
Nieve.
¡Pfui!
Gibreel escupió; se levantó de un salto, como propulsado por la nieve expectorada, deseó a Chamcha -como ya se ha dicho- un feliz cumpleaños, y empezó a sacudir la nieve de las mangas púrpura, «Dios, yaar -gritaba, saltando sobre uno y otro pie-, no es de extrañar que esta gente tenga el corazón de jodido hielo».
Después, empero, la pura delicia de estar rodeado de tanta nieve venció su primer cinismo -porque él era hombre tropical- y empezó a hacer cabriolas, moreno y empapado, y bolas de nieve que arrojaba a su yacente compañero, y ya pensaba en un muñeco de nieve y cantaba una alocada y arrolladora versión del villancico «Jingle Bells». En el cielo se insinuaba la primera luz del día, y en esta abrigada playa bailaba Lucifer, la estrella de la mañana.
Su aliento, así hay que consignarlo, por lo que fuere, había dejado de oler…
«Vamos, chico -gritó el invencible Gibreel, en cuya conducta el lector advertirá, no sin razón, el delirio y trastorno de su reciente caída-. ¡Levántate y luce! Tomaremos este lugar por asalto. -Volviendo la espalda al mar, borrando el mal recuerdo para dejar sitio a lo que vendría a continuación, apasionado como siempre por la novedad, habría plantado (de haberla tenido) una bandera, para reclamar en nombre de quiensabequién esta tierra blanca, su tierra nueva-. Compa -suplicó-, muévete, baba, ¿o estás jodidamente muerto? – Palabras que, una vez proferidas, tuvieron la virtud de hacer reaccionar al que las dijo. Se inclinó sobre la figura postrada, sin atreverse a tocarla-. Ahora no, viejo Chumch -rogaba-. No, después de llegar tan lejos.»
Saladin: no estaba muerto, sino llorando. Las lágrimas del trauma se le helaban en la cara. Y todo su cuerpo estaba estuchado en fina capa de hielo, liso como el cristal, una pesadilla hecha realidad. En el marasmo de semiinconsciencia inducida por la baja temperatura de su cuerpo, sentía el temor de resquebrajarse como en la pesadilla, de ver cómo la sangre le salía burbujeando por las grietas del hielo, de que su carne siguiera a las astillas. Estaba lleno de preguntas, realmente nosotros, me refiero a que tú movías las manos aleteando, y luego las aguas, no me dirás que realmente, nosotros, como en las películas cuando Charlton Heston levantaba la vara para que nosotros pudiéramos cruzar, por el fondo marino, eso no pudo ocurrir, imposible, pero si no entonces cómo, o acaso nosotros, de alguna manera, por debajo del agua, escoltados por las sirenas y el mar pasaba a través de nosotros como si fuéramos peces o fantasmas, eso era la verdad, sí o no, yo necesito saber… pero cuando abrió los ojos las preguntas adquirieron la vaguedad de los sueños, de manera que ya no pudo asirlas, sus colas se ondulaban ante él y desaparecían como aletas submarinas. Estaba de cara al cielo y observó que tenía el color completamente equivocado, naranja sanguina, con manchas verdes, y la nieve, azul como la tinta. Parpadeó con fuerza, pero los colores no querían cambiar, e hicieron nacer en él la idea de que del cielo había caído en mal lugar, en otro sitio, no en Inglaterra, o quizás en antiInglaterra, una zona maltrecha, un barrio degenerado, un estado alterado. ¿Quizá, pensó fugazmente, el infierno? No, no, se tranquilizó mientras le amenazaba la inconsciencia, no puede ser, todavía no, aún no estás muerto; sólo muriéndote. Bueno, pues, si no: una sala de espera para viajeros en tránsito.
Empezó a tiritar; la vibración se hizo tan intensa que se le ocurrió que, con la tensión, podía estallar como un, como un, avión.
Y entonces todo había dejado de existir. Él estaba en un vacío y, si quería sobrevivir, tendría que construirlo todo empezando desde cero, tendría que inventar la tierra bajo sus pies antes de poder dar un paso, sólo que ahora no había necesidad de preocuparse por esas cosas, porque aquí, delante de él, estaba lo inevitable: la figura alta y huesuda de la Muerte, con sombrero de paja de ala ancha y una capa oscura ondeando a la brisa. La Muerte, que se apoyaba en un bastón de puño de plata y calzaba botas altas verde aceituna.
«¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí? -inquiría la Muerte-. Esto es propiedad privada. Ahí está el letrero», dijo con voz de mujer un poco trémula y más que un poco emocionada.
Momentos después, la Muerte se inclinó sobre él -para darme el beso, se dijo con pánico. Para extraer el aliento de mi cuerpo. Hizo pequeños e inútiles movimientos de protesta.
«Vive -dijo la Muerte a, quién era el otro, Gibreel-. Pero, hijo, menudo aliento; qué peste. ¿Cuánto hace que no se lava los dientes?»
El aliento del uno se purificó mientras el del otro, por un misterio análogo y contrario, se corrompió. ¿Qué esperaban? Caer así del cielo: ¿imaginaban que no habría efectos secundarios? Los Poderes Superiores se interesaban por ellos, eso tenían que haberlo notado, y esos Poderes (naturalmente, hablo de mí mismo) tienen una actitud traviesa, casi caprichosa, hacia las moscas llovidas del cielo. Y, otra cosa, que quede claro: las grandes caídas cambian a la gente. ¿Y a ustedes les parece que ellos cayeron de muy alto? En cuestión de caídas, yo no me inclino ante nadie, ni mortal ni inmortal. De nubes a cenizas, por la chimenea, como quien dice, de la luz celestial al fuego del infierno… con el esfuerzo de una caída larga, como les decía, son de esperar mutaciones, no todas casuales. Selecciones antinaturales. Tampoco es tan alto precio a cambio de la supervivencia, del renacimiento, de la renovación, y, por si fuera poco, a su edad.
¿Qué? ¿Tengo que enumerar los cambios?
Buen aliento/mal aliento.
Y alrededor de la cabeza de Gibreel Farishta, que estaba de espaldas al amanecer, Rosa Diamond creyó divisar un resplandor tenue pero francamente dorado.
¿Y no eran unos bultitos lo que Chamcha tenía en las sienes, debajo del bombín empapado y todavía encasquetado?
Y, y, y.
Cuando vislumbró la estrafalaria y satírica figura de Gibreel Farishta, exuberante y dionisíaca en la nieve, Rosa Diamond no pensó en, digámoslo, ángeles. Al divisarlo desde su ventana, a través de un cristal empañado por la sal, con unos ojos empañados por la edad, sintió que el corazón le daba dos patadas tan dolorosas que temió que pudiera parársele; porque, en aquella figura borrosa, ella creyó reconocer la encarnación del más íntimo deseo de su alma. Se olvidó de los conquistadores normandos como si nunca hubieran existido y bajó trabajosamente por una pendiente de traidores guijarros, con excesiva rapidez para la integridad de sus piernas poco menos que nonagenarias, a fin de poder hacer como que reprendía al increíble desconocido por allanamiento de propiedad.
Generalmente, ella era implacable en la defensa de su adorado fragmento de costa, y cuando los excursionistas veraniegos pasaban de la línea de la marea alta, ella se abatía sobre ellos como lobo en el aprisco, según su propia expresión, para explicar y exigir: «Esto es mi jardín, saben ustedes.» Y, si ellos se ponían impertinentes -quésehacreídolavieja lajodidaplayaesdetodos-, ella volvía a su casa, sacaba una larga manguera verde de jardín y la dirigía implacablemente sobre sus mantas escocesas, palos de criquet de plástico, frascos de aceite solar, destruía los castillos de arena de los niños y empapaba sus bocadillos de salchicha sin dejar de sonreír dulcemente: ¿No les molestaría que riegue mi jardín…? Oh, buena era ella, todo el pueblo la conocía, no pudieron encerrarla en una residencia de ancianos, echó a cajas destempladas a toda su familia cuando se atrevieron a proponérselo, no volváis a aparecer por aquí si no queréis que os deje sin un penique ni un ahí te pudras. Ahora estaba sola, sin recibir ni una visita, semana tras bendita semana, ni siquiera la de Dora Shufflebotham, que durante tantos años le hizo la limpieza. Dora había muerto en setiembre, que en paz descanse, de todos modos, es fantástico cómo se apaña el viejo loro a sus años, con tantas escaleras, desde luego quizás esté un poco pirada, pero hay que reconocer que estando tan solos más de cuatro perderían la chaveta.
Para Gibreel no hubo ni manguera ni amonestación. Rosa profirió unos reproches simbólicos, se tapó la nariz mientras examinaba al caído y sulfuroso Saladin (que todavía no se había quitado el sombrero hongo) y luego, con un acceso de timidez que recibió con nostálgico asombro, tartamudeó una invitación, vvale mmás que traiga a su ammmigo a la cccasa, que hace ffrío, y echó a andar sobre los guijarros, para poner agua a calentar, agradeciendo al cortante aire invernal que le enrojecía las mejillas, que le disimulara el sonrojo.
De joven, Saladin Chamcha tenía una cara de excepcional inocencia, una cara que no parecía haber encontrado el desengaño ni la maldad, con una piel tan suave y delicada como la palma de la mano de una princesa. Le había sido útil en sus tratos con las mujeres y, en realidad, fue una de las primeras razones que Pamela Lovelace, su futura esposa, adujo por haberse enamorado de él. «Tan redonda y angelical -se admiraba tomándola entre las manos-. Como una pelota de goma.»
Él se ofendió. «Tengo huesos -protestó-. Estructura ósea.»
«Sí, por ahí dentro estará -concedió ella-. Todos la tenemos.»
Después de aquello, durante un tiempo, él no podía librarse de la idea de que tenía aspecto de medusa amorfa, y fue en buena medida para contrarrestar esta sensación por lo que decidió desarrollar aquella actitud estirada y altiva que ahora era como una segunda naturaleza. Por lo tanto, fue cuestión de cierta importancia cuando, al levantarse de un largo letargo, agitado por una serie de sueños intolerables entre los que destacaba la figura de Zeeny Vakil transformada en sirena que le cantaba desde un iceberg en tono de angustiosa dulzura, lamentando no poder reunirse con él en tierra firme, llamándole, llamándole; pero cuando él se acercó, ella lo encerró rápidamente en las entrañas de su montaña de hielo y su dulce canto se trocó en himno de triunfo y venganza… fue, como digo, algo serio cuando Saladin Chamcha, al despertar y mirarse a un espejo con marco de laca «Japonaiserie» azul y oro, vio reflejada en él la antigua cara angelical con un par de bultos en las sienes, alarmantes y descoloridos, señal de que, durante sus recientes aventuras, debía de haber recibido dos fuertes golpes. Mientras miraba en el espejo su cara alterada, Chamcha trataba de recordarse de sí mismo. Yo soy un hombre de verdad, dijo al espejo, con una historia de verdad y un futuro bien trazado. Soy un hombre para el que ciertas cosas tienen importancia: el rigor, la autodisciplina, la razón, la búsqueda de lo noble sin recurso a la vieja muleta de Dios. El ideal de la belleza, la posibilidad de la exaltación del pensamiento. Yo soy: un hombre casado. Pero, a pesar de su letanía, perversos pensamientos le visitaban con insistencia. Por ejemplo, el de que el mundo no existía más allá de aquella playa de allá fuera y, ahora, de esta casa. De que, si no tenía cuidado, si se precipitaba, caería por el borde, a las nubes. Todas las cosas tenían que hacerse. O que: si llamaba a su casa, ahora mismo, como era su obligación, si informaba a su amante esposa de que no estaba muerto, de que no había sido desmenuzado en el aire sino que estaba aquí, en tierra firme, si hacía este acto eminentemente sensato, la persona que contestara al teléfono no reconocería su nombre. O, en tercer lugar: que el ruido de pasos que sonaba en sus oídos, unos pasos lejanos pero que se acercaban, no era una resonancia temporal causada por la caída sino el sonido de una catástrofe inminente que se acercaba letra a letra, eleoene deerreeese, Londres. Aquí estoy, en la casa de la abuela. La de ojos, manos, dientes grandes.
Había un teléfono supletorio en su mesita de noche. Venga ya, se exhortó él. Descuelga, marca y tu equilibrio será restablecido. Estas letanías de pusilánime no son propias ni dignas de ti. Piensa en su dolor; llámala ya.
Era de noche. Él no sabía la hora. En la habitación no había reloj y el suyo de pulsera había desaparecido durante los últimos acontecimientos. ¿Debía, no debía? Marcó las nueve cifras. A la cuarta llamada, le contestó una voz de hombre. «¿Qué puñeta?» Soñolienta, inidentificable, familiar. «Perdón -dijo Saladin Chamcha-. Disculpe, me equivoqué de número.»
Se quedó mirando fijamente el teléfono mientras recordaba una comedia que había visto en Bombay, basada en un original inglés, una obra de, de, no daba con el nombre. ¿Tennyson? No, no. ¿Somerset Maugham? «A hacer puñetas.» En el original, ahora de autor anónimo, un hombre al que se creía muerto, regresa, al cabo de muchos años de ausencia, como un fantasma viviente, a su mundo anterior. Visita la que fuera su casa, por la noche, subrepticiamente, y mira por una ventana abierta. Descubre que su esposa, que se creía viuda, ha vuelto a casarse. En el alféizar ve el juguete de un niño. Se queda un rato allí de pie, en la oscuridad, luchando con sus sentimientos; luego coge el juguete del alféizar; y se marcha para siempre, sin hacer notar su presencia. En la versión india, el argumento había sido modificado un poco. La esposa se había casado con el mejor amigo de su marido. El marido regresa y entra en la casa, sin esperar nada. Al encontrar a su esposa y a su viejo amigo sentados juntos, no sospecha que se hayan casado. Da las gracias a su amigo por consolar a su esposa; pero él ya ha vuelto a casa y todo está bien. El matrimonio no sabe cómo decirle la verdad; al fin, es una criada la que lo descubre. El marido, cuya larga ausencia se debió a un ataque de amnesia, al oír la noticia, les anuncia que, seguramente, él también debe de haber vuelto a casarse durante su larga ausencia del hogar; desgraciadamente, sin embargo, ahora que ha recobrado el recuerdo de su vida anterior, ha olvidado lo ocurrido durante los años de su desaparición. Va a la policía, a pedir que busque a su nueva esposa, a pesar de que no puede recordar nada de ella, ni sus ojos ni el mero hecho de su existencia. Caía el telón.
Saladin Chamcha, solo, en un dormitorio desconocido, con un pijama extraño a rayas rojas y blancas, lloraba boca abajo en una cama estrecha. «Malditos sean todos los indios», gritaba ahogando la voz con la ropa de la cama golpeando con los puños unas fundas de almohada de puntillas compradas en Harrods de Buenos Aires, con tanto furor que la tela de cincuenta años quedó hecha trizas. «Qué puñeta. Pero qué ordinariez, qué puta, puta falta de delicadeza. Qué puñeta. Ese cochino, esos cochinos, qué falta de cochino gusto.»
Fue en aquel momento cuando llegó la policía que venía a arrestarle.
La noche después de recogerlos a los dos en la playa, Rosa Diamond estaba otra vez en la ventana nocturna de su insomnio de anciana, contemplando el mar de novecientos años. El que olía había estado durmiendo desde que lo acostaron rodeado de botellas de agua caliente, lo mejor que se podía hacer por él, a ver si recobraba la fuerza. Los había puesto a los dos en el piso de arriba, a Chamcha, en la habitación de los invitados, y a Gibreel, en el estudio de su difunto marido, y mientras contemplaba la inmensa y reluciente llanura del mar, podía oírle moverse allá arriba, entre los grabados ornitológicos y los silbatos de reclamo del difunto Henry Diamond, las bolas y el látigo y las fotografías aéreas de la estancia de Los Álamos, allá lejos, hacía ya tanto tiempo, pisadas de hombre en aquella habitación, qué tranquilidad. Farishta paseaba arriba y abajo, rehuyendo el sueño por sus propios motivos. Y, debajo de sus pisadas, Rosa miraba al techo y le llamaba en susurros con un nombre no pronunciado en mucho tiempo. Martín, decía. Y, de apellido, el nombre de la serpiente más venenosa de su país. La víbora de la Cruz.
De pronto, ella vio los bultos que se movían por la playa, como si el nombre prohibido hubiera conjurado a los muertos. Otra vez no, pensó, y fue en busca de sus gemelos. Cuando volvió encontró la playa llena de sombras y esta vez se asustó, porque, mientras que la flota normanda, cuando venía, venía navegando ufana y abiertamente, sin recurso a subterfugios, estas sombras eran solapadas, emitían imprecaciones ahogadas y alarmantes, gañidos y ladridos sordos, parecían decapitadas, agazapadas, con brazos y piernas bamboleantes, como cangrejos gigantes sin caparazón. Se escurrían de costado y los guijarros rechinaban bajo pesadas botas. Había cantidad de ellas. Las vio llegar al cobertizo en cuya pared la figura descolorida de un pirata tuerto sonreía blandiendo un sable, y eso ya fue demasiado, eso sí que no lo aguanto, decidió ella, y bajó la escalera dando traspiés en busca de ropa de abrigo y cogió el arma preferida de su desquite: un gran rollo de manguera verde. Desde la puerta de la casa, gritó con voz clara: «Os veo claramente. Salid, salid, quienquiera que seáis.»
Ellos encendieron siete soles cegándola y entonces ella sintió pánico, iluminada por los siete focos azulados alrededor de los cuales, como luciérnagas o satélites, se movían legión de luces más pequeñas: faroles linternas cigarrillos. Empezó a darle vueltas la cabeza y, por un momento, perdió la facultad de distinguir entre entonces y ahora y, en su consternación, empezó a decir Apaguen esa luz, es que no saben que hay alarma aérea, como sigan así vamos a tener encima a los alemanes. «Estoy desvariando», descubrió ella con irritación, y golpeó el felpudo con el bastón. Y entonces, como por arte de magia, unos policías aparecieron en el deslumbrante círculo de luz.
Alguien había denunciado la presencia de una persona sospechosa en la playa, usted se acordará de cuando llegaban en barcos de pesca, los inmigrantes ilegales, y, gracias a aquella única llamada telefónica anónima, cincuenta y siete policías de uniforme peinaban ahora la playa, con linternas que oscilaban alocadamente en la oscuridad, agentes llegados de Hastings Eastbourne Bexhill-upon-Sea e, incluso, una delegación de Brighton, porque nadie quería perderse la diversión, la emoción de la caza. Cincuenta y siete agentes en una expedición playera, acompañados de trece perros que olfateaban el aire marino y levantaban la pata con alegría. Arriba, en la casa, lejos del pelotón de hombres y perros, Rosa Diamond miraba a los cinco agentes que guardaban las salidas, puerta principal, ventanas de la planta baja, la puerta del fregadero, por si el presunto maleante intentaba una presunta huida; y a los tres hombres de paisano, con americanas de paisano, sombreros de paisano y caras a juego; y, delante de todos, sin atreverse a mirarla a los ojos, el joven inspector Lime, que frotaba el suelo con las suelas de los zapatos, se tocaba la nariz y parecía más viejo y más colorado que lo que justificaban sus cuarenta años. Ella le apoyó la punta del bastón en el pecho, a estas horas de la noche, Frank, qué es esto, pero él no iba a consentir que ella le gritara, no esta noche, no con los de inmigración observando todos sus movimientos, de manera que se irguió y metió el doble mentón.
«Usted nos perdonará, Mrs. D… ciertas denuncias…, informaciones que nos han sido facilitadas…, existen fundados motivos para creer…, justifican la investigación…, obligados a registrar su…, obtenido el mandamiento.»
«No sea ridículo, Frank, amigo mío», empezó Rosa, pero en aquel momento los tres hombres con cara de paisano se irguieron como si se pusieran rígidos, con una pierna un poco levantada, como perros poínter; el primero empezó a lanzar un extraño siseo que parecía de placer, mientras que de los labios del segundo se escapaba un leve gemido y el tercero empezaba a poner los ojos en blanco con una curiosa expresión de contento. Luego, los tres señalaron al recibidor situado a la espalda de Rosa Diamond, iluminado por los focos, donde se hallaba Mr. Saladin Chamcha, sujetándose el pijama con la mano izquierda porque cuando se arrojó sobre la cama se le saltó un botón. Con la derecha, se frotaba un ojo. «Bingo», dijo el del siseo, mientras que el del gemido juntó las manos debajo de la barbilla para indicar que sus oraciones habían sido escuchadas y el de los ojos en blanco pasó junto a Rosa Diamond sin más cumplidos que un: «Con su permiso, señora.»
Luego vino la inundación, y Rosa fue acorralada en un rincón de su propia sala de estar por aquel mar encrespado de cascos, de manera que no podía distinguir a Saladin Chamcha ni oír lo que decía. No le oyó explicar lo de la explosión del Bostan; es un error, gritaba él, yo no soy un inmigrante ilegal de los barcos de pesca, yo no soy uno de sus ugando-kenyatas. Los policías empezaban a sonreír, comprendo, señor, desde diez mil metros y luego nadó hasta la costa. Tiene derecho a guardar silencio, dijeron con voz temblona de regocijo, y en seguida estallaron en estruendosas carcajadas, vaya pájaro, desde luego. Pero Rosa no oía las protestas de Saladin, los policías que reían se lo impedían, tienen que creerme, soy ciudadano británico, con permiso de residencia, pero al no poder presentar pasaporte ni otro documento identificativo, ellos empezaron a llorar de risa, las lágrimas resbalaban por las caras pálidas de los hombres de paisano de inmigración. Desde luego, ni que decir tiene, reían, los papeles se le cayeron del bolsillo durante el descenso, ¿o a lo mejor las sirenas le birlaron la cartera en el fondo del mar? Rosa no podía ver, en aquel tumulto de hombres agitados por la risa y perros, lo que unos brazos de uniforme podían hacer a los brazos de Chamcha, ni unos puños a su estómago, ni unas botas a sus espinillas; ni podía estar segura de si eran gritos de él o ladridos de los perros. Por fin sí oyó su voz que se alzaba en un último grito desesperado. «¿Es que ninguno de ustedes mira la televisión? ¿No me conocen? Yo soy Maxim. Maxim Alien.»
«Desde luego -dijo el funcionario de los ojos en blanco-. Y yo, la Rana Kermit.»
Lo que Saladin Chamcha no dijo, ni siquiera cuando comprendió que había un grave error es: «Aquí tienen un número de Londres -omitió informar a los policías que le arrestaban-. Al otro extremo del hilo encontrarán a una persona que responderá por mí, que les confirmará que lo que les digo es cierto: mi encantadora esposa blanca e inglesa.» No, señor. Qué puñeta.
Rosa Diamond reunió energías. «Un momento, Frank Lime -dijo con voz sonora-. Un momento.» Pero los tres de paisano habían empezado otra vez su extraño número de siseo gemido ojos en blanco, y en el súbito silencio de la habitación, el de los ojos en blanco señalaba a Chamcha con un dedo tembloroso diciendo: «Señora, si lo que quiere es una prueba, no encontrará otra mejor que eso.»
Saladin Chamcha, siguiendo la dirección del dedo de Ojos en Blanco, levantó las manos a la frente y entonces comprendió que había despertado a la más espantosa de las pesadillas, una pesadilla que no había hecho más que empezar, porque allí, en sus sienes, desarrollándose por momentos y lo bastante agudos como para hacer sangrar, había dos cuernos nuevos, caprinos, incuestionables.
Antes de que el ejército de policías se llevaran a Saladin Chamcha a su nueva vida, hubo otro hecho inesperado. Gibreel Farishta, al ver el fuerte resplandor de las luces y oír la risa delirante de los funcionarios de la ley, bajó vestido con una chaqueta de smoking color burdeos y pantalón de montar, elegidos del guardarropa de Henry Diamond. Envuelto en un leve olor a bolas de naftalina, desde el rellano del primer piso, observaba los hechos sin hacer comentarios. Permaneció allí sin que se advirtiera su presencia hasta que Chamcha, cuando iba a salir, esposado, hacia el furgón, descalzo y todavía sujetándose el pijama, lo vio y gritó: «Gibreel, por amor de Dios, diles lo que ha pasado.»
Siseo Gemido Ojos en Blanco se volvieron rápidamente hacia Gibreel. «¿Y éste quién es? -preguntó el inspector Lime-. ¿Otro llovido del cielo?»
Pero la voz se le murió en la garganta, porque en aquel momento se apagaron los focos, ya que se había dado la orden para ello cuando Chamcha fue esposado y reducido, y, al extinguirse los siete soles, todos pudieron ver que una pálida luz dorada emanaba del hombre del smoking, concretamente, de un punto situado inmediatamente detrás de su cabeza. El inspector Lime nunca mencionó aquel resplandor y, si le hubieran preguntado, habría negado haber visto en su vida semejante cosa, una aureola, a finales del siglo veinte, pues no faltaba más.
Pero cuando Gibreel preguntó: «¿Qué quieren esos hombres?», todos los presentes sintieron el deseo de contestar su pregunta sin omitir detalle, de revelarle sus secretos, como si él fuera, como si, pero no, es ridículo, ellos moverían la cabeza durante semanas, hasta que se convencieran de que hicieron lo que hicieron por motivos puramente lógicos, él era un viejo amigo de Mrs. Diamond, los dos habían encontrado al granuja de Chamcha medio ahogado en la playa y le habían acogido por razones humanitarias, no había por qué seguir molestando a Rosa ni a Mr. Farishta, imposible encontrar caballero de mejor aspecto, con su smoking y sus, en fin, la excentricidad nunca fue un crimen.
«Gibreel -dijo Saladin Chamcha-, socorro.» Pero los ojos de Gibreel estaban fijos en Rosa Diamond. Él la contemplaba sin poder apartar la mirada. Entonces movió afirmativamente la cabeza y volvió al piso de arriba. Nadie trató de impedírselo.
Cuando Chamcha llegó al furgón vio al traidor, Gibreel Farishta, mirándole desde el balconcito del dormitorio de Rosa, y no había ninguna luz en la cabeza del sinvergüenza.
Kan ma kan/Fi qadim azzaman… Tal vez sí o tal vez no, vivían en tiempos remotos en la tierra de plata de la Argentina un tal don Enrique Diamond que sabía mucho de pájaros y poco de mujeres y Rosa, su esposa, que sabía poco de hombres y mucho del amor. Y sucedió que cierto día en que la señora había salido a montar, cabalgando a la amazona y tocada con un sombrero adornado con una pluma, llegó a las grandes puertas de piedra de la estancia Diamond que se alzaban, incongruentemente, en medio de la vacía pampa, encontró un avestruz que corría hacia ella tan aprisa como podía, corría por su vida, usando todas las mañas y fintas que podía imaginar, porque el avestruz es un ave astuta, difícil de cazar. Detrás del avestruz había una nube de polvo llena de los ruidos de hombres que cazan, y cuando el avestruz estuvo a dos metros de Rosa, la nube lanzó unas bolas que se enredaron en las patas del animal y lo hicieron caer al suelo, a los pies de la yegua torda. El hombre que echó pie a tierra para matar el ave no apartaba los ojos de la cara de Rosa. Sacó un cuchillo con puño de plata de una funda que llevaba en el cinturón y lo hundió hasta la empuñadura en el cuello del ave, sin mirar al avestruz agonizante ni una sola vez, mirando sin pestañear los ojos de Rosa Diamond, mientras se arrodillaba en la vasta tierra amarilla. Aquel hombre se llamaba Martín de la Cruz.
Después de que se llevaran a Chamcha, Gibreel Farishta se asombraba de su propio comportamiento. En aquel momento irreal en el que se sintió prendido en los ojos de la anciana inglesa, le pareció que ya no mandaba en su voluntad, que otra persona había asumido el poder sobre ella. Debido a la índole desconcertante de recientes acontecimientos así como a su decisión de permanecer despierto el mayor tiempo posible, tardó varios días en relacionar aquellos hechos con el mundo de detrás de sus párpados, y sólo entonces comprendió que tenía que marcharse, porque el universo de sus pesadillas empezaba a penetrar en su vigilia y, si no tenía cuidado, nunca conseguiría empezar otra vez, renacer con ella, a través de ella, de Alleluia, la mujer que había visto el techo del mundo.
Gibreel se sorprendió al darse cuenta de que no había intentado ponerse en contacto con Allie; ni ayudar a Chamcha en su momento de necesidad. Ni se había alarmado ante la aparición de un par de hermosos cuernos nuevecitos en la cabeza de Saladin, circunstancia que, indudablemente, debiera ocasionarle cierta preocupación. Debía de estar en una especie de trance, y cuando preguntó a la vieja lo que pensaba de todo aquello, ella sonrió de un modo extraño y le dijo que no había nada nuevo bajo el sol, que ella había visto cosas, apariciones de hombres con cascos cornudos, que en una tierra vieja como Inglaterra no cabían historias nuevas, que hasta la última brizna de hierba había sido pisada cien mil veces. Durante largos períodos del día su charla se hacía divagatoria y difusa, pero en otros momentos se empeñaba en prepararle grandes comilonas, pastel de carne, ruibarbo picado con espesa crema, suculentos estofados y potajes. Y en todo momento mostraba una expresión de inexplicable contento, como si la presencia de Gibreel le produjera una profunda e insospechada alegría. Él iba con ella al pueblo, de compras; la gente miraba; ella, indiferente, andaba agitando imperiosamente el bastón. Pasaban los días. Gibreel no se iba.
«¡Maldita abuela inglesa! -se decía-. Reliquia de una especie extinta. ¿Qué puñeta hago yo aquí?» Pero se quedaba, sujeto por cadenas no vistas. Y ella, a la menor oportunidad, cantaba una vieja canción en español de la que él no entendía ni palabra. ¿Sería algo de brujería? ¿Era ella una anciana Morgan Le Fay que cantaba para atraer a su cueva de cristal a un joven Merlin? Gibreel iba hacia la puerta; Rosa se ponía a cantar; él se paraba. «¿Por qué no, al fin y al cabo? -se decía él encogiéndose de hombros-. La vieja necesita compañía. Grandeza venida a menos, ¡por vida de! Hay que ver a lo que ha venido a parar. De todos modos, el descanso no me vendrá mal. Repondré fuerzas. Sólo un par de días.» Al anochecer, se sentaban en aquel salón repleto de adornos de plata, entre los que figuraba un cuchillo con puño de este metal, colocado debajo del busto de escayola de Henry Diamond que miraba desde lo alto de la vitrina del rincón, y cuando el reloj de pie daba las seis, él servía dos copas de jerez y ella se ponía a hablar, pero no sin antes decir indefectiblemente, con la regularidad de un reloj: El abuelo siempre llega cuatro minutos tarde, por cortesía, no le gusta ser excesivamente puntual. Y entonces ella empezaba, sin preocuparse del éraseunavez, y, tanto si era verdad como mentira, él podía advertir la fiera energía que ella ponía en el relato, las últimas desesperadas reservas de su voluntad que ella vertía en su historia, el único tiempo feliz que yo recuerde le dijo, de manera que él comprendía que aquel talego de retazos revuelto por la memoria era en realidad el corazón de la mujer, su autorretrato, la forma en que ella se miraba al espejo cuando estaba sola, y que aquella tierra plateada del pasado era su morada predilecta, no esta casa ruinosa en la que siempre estaba tropezando con las cosas -tirando mesitas o golpeándose con los picaportes -, llorando y exclamando: Todo se encoge.
Cuando, en 1935, Rosa zarpó para la Argentina, recién casada con el anglo-argentino don Enrique, de Los Álamos, él dijo eso es la pampa, señalando el océano. Sólo con mirarla no puedes darte cuenta de lo grande que es. Tienes que recorrerla, tienes que sentir su inmutabilidad día tras día. Hay lugares en los que el viento es tan fuerte como un puño, pero completamente silencioso, te tumba pero tú no oyes nada. Y es que no hay árboles: ni un ombú, ni un álamo, nada. Y, por cierto, mucho cuidado con las hojas del ombú. Veneno mortal. El viento no te mata, pero el jugo de las hojas, sí. Ella palmoteó como una niña. Vamos, vamos, Henry, vientos silenciosos, hojas venenosas. Haces que parezca un cuento de hadas. Henry, de cabello rubio, cuerpo blando, ojos grandes y mente lenta, la miró consternado. Oh, no, dijo. Tampoco es tan malo.
Ella se trasladó a aquella inmensidad cubierta por una infinita bóveda azul, porque Henry le hizo la pregunta trascendental y ella le dio la única respuesta que puede dar una soltera de cuarenta años. Pero, cuando llegó, se hizo a sí misma una pregunta más trascendental todavía: ¿de qué sería ella capaz en todo aquel espacio? ¿Hasta dónde le alcanzaría el valor, cómo podría ella extenderse? Sería buena o mala, se decía, lo importante era ser nueva. Nuestro vecino, el doctor Jorge Babington, dijo a Gibreel, me tenía atragantada, comprende, me contaba cuentos de los ingleses en América del Sur, todos, unas buenas piezas, decía con desdén, espías, bandidos y saqueadores. ¿Tan exóticos son en su fría Inglaterra? le preguntaba y luego contestaba su propia pregunta: No lo creo, señora. Apretujados en ese ataúd de isla, tienen que buscar más anchos horizontes para expresar su personalidad secreta.
El secreto de Rosa Diamond era un ansia de amor tan grande que nunca podría ser satisfecha por su pobre y prosaico Henry, eso era evidente, porque todo el romanticismo que cabía en aquel cuerpo fofo estaba reservado para los pájaros, halcones de pantano, vencejos, agachadizas. Él pasaba sus días más felices en un pequeño bote de remos, en las lagunas, entre los juncos, con los prismáticos en los ojos. Una vez, en el tren de Buenos Aires, avergonzó a Rosa al hacerle una demostración de sus cantos favoritos en el vagón restaurante, haciendo bocina con la mano: dormilón, ibis vanduria, trupial. ¿Por qué no puedes quererme a mí de esa manera?, deseaba preguntar ella, pero nunca se lo preguntó, porque para Henry ella era una buena muchacha, y la pasión era una excentricidad propia de otras razas. Ella se convirtió en el generalísimo de la estancia, y hacía lo posible para sofocar los malos pensamientos y deseos. Se acostumbró a salir de noche a pasear por la pampa, y se tendía en el suelo para mirar la galaxia de lo alto y, a veces, bajo la influencia de aquella brillante cascada de belleza, empezaba a temblar, a estremecerse de un profundo deleite y a tararear una música desconocida, y esta música estelar fue lo único que ella llegó a conocer del goce.
Gibreel Farishta: él sentía que los relatos de la mujer le envolvían como una telaraña reteniéndolo en aquel mundo perdido en el que todas las noches se sentaban a la mesa cincuenta hombres, y qué hombres, nuestros gauchos, nada serviles, muy bravos y orgullosos, mucho. Puros carnívoros; puede verlo en las fotos. Durante las largas noches de sus insomnios, ella le hablaba de la bruma de calor que se extendía por la pampa y los pocos árboles destacaban como islas y un jinete parecía un ser mitológico que galopara por la superficie del océano. Era como el fantasma del mar. Ella le contaba cuentos de fogata de campamento, como el del gaucho ateo que, cuando murió su madre, demostró que no existía el paraíso llamando a su espíritu todas las noches, siete noches seguidas. A la octava noche, anunció que, evidentemente, ella no le había oído, o habría vuelto para consolar a su amado hijo; por lo tanto, la muerte tenía que ser el fin de todo. Rosa le cautivaba con descripciones de los días en que llegaron los peronistas, con sus trajes blancos y su pelo planchado, y los peones los echaron, le contaba cómo los anglos construyeron los ferrocarriles para comunicar sus estancias, y los diques, también, la historia, por ejemplo, de su amiga Claudette, «una auténtica mujer fatal, amigo mío, que se casó con un ingeniero llamado Granger, desilusionando a la mitad del Hurlingham. Y se fueron a una presa que él construía y entonces se enteraron de que los rebeldes iban a volarla. Granger se fue a proteger la presa, llevándose a todos los hombres, y dejó a Claudette sola con la criada, y a que no lo adivina, a las pocas horas, la criada vino corriendo, señora, en la puerta hay un hombre tan grande como una casa. ¿Y quién si no? Un capitán rebelde. "¿Y su esposo, madame?" "Esperándole en la presa, como es su obligación." "Entonces, puesto que él no ha creído oportuno protegerla, la revolución la protegerá." Y puso guardias en la puerta, amigo mío, ¿qué le parece? Pero en la lucha murieron los dos, marido y capitán, y Claudette se empeñó en que les hicieran un funeral conjunto, vio bajar a la fosa los dos féretros, uno al lado del otro, y los lloró a los dos. Después de aquello, todos supimos que era peligrosa, trop fatale, ¿eh? ¡Y cómo! Trop recondenadamente fatale». En la extravagante historia de la bella Claudette, Gibreel oía la música de los propios anhelos de Rosa. En aquellos momentos, él la sorprendía mirándole por el rabillo del ojo y sentía un tirón en la región del ombligo, como si algo tratara de salir. Entonces ella desviaba la mirada, y la sensación se desvanecía. Quizá fuera sólo efecto secundario de la tensión.
Una noche él le preguntó si había visto los cuernos que habían salido a Chamcha en la cabeza, pero ella se quedó sorda y, en lugar de contestar, le explicó que solía sentarse en un taburete de lona, junto al galpón, o corral de los toros en Los Álamos, y los toros bravos se le acercaban y apoyaban la testuz en su regazo. Una tarde, una muchacha llamada Aurora del Sol, la novia de Martín de la Cruz, hizo un comentario descarado: creí que sólo les hacían eso a las vírgenes, dijo con audible susurro a sus amigas que contenían la risa, y Rosa se volvió hacia ella con una dulce sonrisa y respondió: Entonces, guapa, ¿te gustaría probar? Desde aquel día, Aurora del Sol, la mejor bailarina de la estancia y la más bonita de todas las criadas, se convirtió en enemiga mortal de la mujer del otro lado del mar, demasiado alta y demasiado delgada.
«Usted es idéntico a él -dijo Rosa Diamond, mientras los dos estaban en su ventana nocturna, uno al lado del otro, mirando al mar-. Su doble. Martín de la Cruz.» Al oír el nombre del gaucho, Gibreel sintió un dolor tan fuerte en el ombligo, un tirón, como si alguien le clavara un garfio en el vientre, que de su garganta se escapó un grito. Rosa Diamond no pareció oírlo. «Mire -gritó muy contenta-. Mire allí.»
Corriendo por la playa a medianoche, en dirección a la atalaya y la zona de acampada, por la misma orilla, de manera que la marea que estaba subiendo borraba sus huellas, zigzagueando y fintando, corriendo por su vida, venía un avestruz adulto de tamaño natural. Huyó por la playa, y los ojos de Gibreel le siguieron, admirados, hasta que se perdió en la oscuridad.
Lo que vino después ocurrió en el pueblo. Habían ido a recoger un pastel y una botella de champán porque Rosa había recordado que aquel día cumplía ochenta y nueve años. Su familia había sido expulsada de su vida, por lo que no hubo tarjetas de felicitación ni llamadas telefónicas. Gibreel insistió en que había que celebrarlo, y le mostró el secreto que guardaba dentro de la camisa: un ancho cinturón lleno de libras esterlinas adquiridas en el mercado negro antes de salir de Bombay. «También, tarjetas de crédito en profusión -dijo-. Yo no soy un indigente. Vamos, yo invito.» Ahora estaba tan hechizado por el embrujo narrativo de Rosa que de día en día olvidaba que tenía una vida a la que volver, una mujer a la que sorprender con el simple hecho de estar vivo, y demás pensamientos por el estilo. Caminaba sumiso detrás de Mrs. Diamond, cargado con las bolsas de la compra.
Gibreel estaba esperando en una esquina mientras Rosa charlaba con el panadero cuando volvió a sentir el garfio en el vientre y se apoyó en un farol, jadeando. Oyó ruido de cascos y, por la esquina, vio llegar una carreta llena de gente joven vestida como para un baile de máscaras: los hombres, con pantalón negro ceñido a la pantorrilla por botones de plata y camisa blanca abierta hasta casi la cintura, y las mujeres, con anchas faldas de volantes de colores chillones, escarlata, esmeralda, oro. Cantaban en lengua extranjera, y su alegría hacía que la calle pareciera oscura y triste, pero Gibreel comprendió que allí ocurría algo extraño, porque en la calle nadie más parecía fijarse en el carro. Entonces Rosa salió de la pastelería con el paquete suspendido del dedo índice de la mano izquierda y exclamó: «Oh, ahí vienen ya para el baile. A menudo había bailes, ¿sabe? A ellos les gusta, lo llevan en la sangre.» Y, después de una pausa, agregó: «Fue el baile en el que él mató al buitre.»
Fue el baile en el que un tal Juan Julia, apodado El Buitre por su cadavérico semblante, bebió demasiado e insultó el honor de Aurora del Sol, y no paró hasta que Martín no tuvo más remedio que pelear, eh, Martín, por qué te gusta tanto follar con ésa. Yo creía que era muy sosa. «Vámonos del baile», dijo Martín y, en la oscuridad, recortando sus siluetas sobre el resplandor de los farolillos colgados de los árboles alrededor de la pista de baile, los dos hombres se envolvieron el antebrazo con el poncho, sacaron el cuchillo, dieron vueltas y lucharon. Juan murió. Martín de la Cruz tomó el sombrero del muerto y lo arrojó a los pies de Aurora del Sol. Ella recogió el sombrero y siguió con la mirada al hombre que se alejaba.
Rosa Diamond, a los ochenta y nueve años, con un vestido plateado ceñido al cuerpo, boquilla en una enguantada mano y un turbante de plata en la cabeza, bebía gin-and-sin en una copa cónica verde y hablaba de los viejos buenos tiempos. «Quiero bailar -dijo de pronto-. Es mi cumpleaños y no he bailado ni una sola vez.»
El esfuerzo de aquella noche en la que Rosa y Gibreel bailaron hasta el amanecer resultó excesivo para la anciana, que al día siguiente tuvo que quedarse en la cama con unas décimas de fiebre que provocaron nuevas apariciones delirantes: Gibreel vio a Martín de la Cruz y Aurora del Sol bailar flamenco en el tejado de dos aguas de la casa Diamond, y a peronistas vestidos de blanco que hablaban del futuro a una concentración de peones en el cobertizo: «Con Perón, estas tierras serán expropiadas y repartidas entre el pueblo. Los ferrocarriles ingleses también pasarán a ser propiedad del Estado. Vamos a echar a esos bandidos, a esos piratas…» El busto de escayola de Henry Diamond flotaba en el aire, observando la escena, y un agitador vestido de blanco gritó, señalándolo con el dedo: Ahí está vuestro opresor; ahí está el enemigo. A Gibreel le dolía tanto el vientre que temía por su vida, pero en el mismo instante en que su razón le sugería la posibilidad de una úlcera o una apendicitis, el resto de su cerebro le susurraba la verdad: que la voluntad de Rosa lo tenía prisionero y lo manipulaba, del mismo modo que el ángel Gibreel había sido obligado a hablar por la irresistible necesidad de Mahound, el Profeta.
«Se muere -pensó-. No durará mucho.» Rosa Diamond, revolviéndose en las garras de la fiebre, hablaba del veneno del ombú y de la antipatía de su vecino, el doctor Babington, que preguntó a Henry ¿su esposa es quizá lo bastante pacífica para la vida pastoral? y (cuando ella se recuperó del tifus) le regaló un ejemplar de los relatos de los viajes de Americo Vespucci. «Este hombre era un gran imaginativo, desde luego -sonrió Babington-. Pero la imaginación puede ser más fuerte que los hechos; después de todo, le pusieron su nombre a continentes.» Cuanto más se debilitaba más energías vertía ella en sus sueños de la Argentina, y Gibreel sentía como si el ombligo le ardiera. Estaba derrumbado en una butaca, al lado de la cama, y, según transcurrían las horas, se multiplicaban las apariciones. Llenaba el aire una música de instrumentos de viento de madera y, lo más maravilloso, muy cerca de la orilla, apareció una pequeña isla blanca que se mecía en las olas como una balsa; era tan blanca como la nieve, con una playa de arena blanca que se elevaba hasta un grupo de árboles albinos, blancos como el hueso, blancos como el papel hasta las puntas de las hojas.
Después de la aparición de la isla blanca, Gibreel cayó en un profundo letargo. Repantigado en la butaca del dormitorio de la moribunda, se le cerraban los párpados, sentía cómo el peso de su cuerpo aumentaba hasta que todo movimiento resultó imposible. Entonces se vio en otra habitación, con pantalón negro con botones de plata en las pantorrillas y una gran hebilla en la cintura. ¿Me mandó usted llamar, don Enrique?, decía al hombre corpulento y blando que tenía la cara blanca como un busto de escayola, pero él sabía quién le había mandado llamar, y no apartaba los ojos de la cara de la mujer, ni siquiera cuando la vio sonrojarse sobre el cuello de encaje fruncido.
Henry Diamond se negó a permitir a las autoridades que intervinieran en el asunto de Martín de la Cruz, esta gente son responsabilidad mía, dijo a Rosa, es cuestión de honor. No contento con ello, se esforzaba por demostrar su confianza en el homicida De la Cruz, por ejemplo, nombrándole capitán del equipo de polo de la estancia. Pero don Enrique nunca volvió a ser el mismo después de que Martín matara al Buitre. Cada vez se cansaba más fácilmente y se le veía inquieto y distraído y hasta perdió el interés por los pájaros. Las cosas empezaron a decaer en Los Álamos, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad. Volvieron los hombres del traje blanco y esta vez no fueron expulsados. Cuando Rosa Diamond contrajo el tifus, había muchos en la estancia que lo consideraron señal de la decadencia de la hacienda.
Qué hago yo aquí, pensó Gibreel con viva alarma, al verse de pie delante de don Enrique, en el despacho del estanciero, mientras doña Rosa se sonrojaba en su rincón, éste es el lugar de otra persona. Gran confianza en ti -decía Henry, no en inglés, pero, no obstante, Gibreel le entendía-. Mi esposa tiene que hacer una excursión en coche, aún está convaleciente, y tú la acompañarás… En Los Álamos hay responsabilidades que me impiden ir a mí. Ahora tengo que hablar yo, pero qué digo, y cuando abrió la boca salieron palabras extrañas, será un honor para mí, don Enrique, taconazo, inedia vuelta, mutis.
Rosa Diamond, con su debilidad de ochenta y nueve años, había empezado a soñar la más importante de sus historias que había reservado durante más de medio siglo, y Gibreel iba a caballo detrás de su Hispano-Suiza, de estancia en estancia, por un bosque de arrayanes, a los píes de la alta cordillera, llegando a estancias pintorescas, construidas al estilo de castillos escoceses o palacios indios, visitando las tierras de Mr. Cadwallader Evans, el de las siete esposas que estaban encantadas por tener sólo una noche de servicio a la semana, y los territorios del tristemente célebre MacSween, que se había enamorado de las ideas que llegaban a la Argentina desde Alemania y empezaba a hacer ondear del asta de su estancia una bandera roja en cuyo centro, dentro de un círculo blanco, bailaba una cruz negra y retorcida. Fue en la estancia de MacSween donde cruzaron la laguna y Rosa vio por primera vez la isla blanca de su destino, y se empeñó en almorzar allí, pero sin que la acompañaran ni la doncella ni el chófer, llevándose sólo a Martín de la Cruz para que remara y extendiera una manta escarlata en la arena blanca y le sirviera la carne y el vino.
Blanco como la nieve, rojo como la sangre y negro como el ébano. Cuando ella, con su falda negra y su blusa blanca, se hallaba sentada sobre el escarlata que, a su vez, estaba extendido sobre el blanco, y él (también de blanco y negro) echaba vino rojo en una copa que ella sostenía con su mano enguantada en blanco, entonces, para asombro de sí mismo, él, maldición y condenación, él le tomó la mano y empezó a besarla, algo ocurrió, la escena se difuminó y al minuto estaban tendidos en la manta escarlata, rodando sobre los quesos, los fiambres y las ensaladas y patés, que quedaron aplastados bajo el peso de su deseo, y cuando volvieron al Hispano-Suiza fue imposible ocultar nada al chófer y a la doncella, por las manchas de comida de sus ropas; pero al minuto siguiente ella se apartaba de él no con crueldad sino con tristeza, retirando la mano y moviendo ligeramente la cabeza, no, y él, de pie, se inclinó y retrocedió, dejándola con la virtud y el almuerzo intactos, las dos posibilidades se alternaban mientras Rosa se moría dando vueltas en la cama, ¿lo hizo, no lo hizo?, elaborando la última versión de la historia de su vida, incapaz de decidir cuál de las dos quería que fuera cierta.
«Me vuelvo loco -pensaba Gibreel-. Ella se muere, pero yo pierdo el juicio.» Había salido la luna y la respiración de Rosa era el único sonido de la habitación: roncaba, al inhalar y al exhalar el aire penosamente, con un leve gruñido. Gibreel trató de levantarse de la butaca y descubrió que no podía. Incluso en aquellos intervalos entre visiones, su cuerpo seguía estando increíblemente pesado. Como si tuviera un pedrusco en el pecho. Y las imágenes, cuando llegaban, seguían siendo confusas, de manera que en un momento estaba en un granero de Los Álamos con ella en brazos, que susurraba su nombre una y otra vez, Martín de la Cruz, y al momento siguiente ella le trataba con indiferencia ante los ojos atentos de una cierta Aurora del Sol, de manera que no era posible distinguir el recuerdo del deseo, ni las rememoranzas culpables de las verdades confesables, porque ni en su lecho de muerte Rosa Diamond sabía cómo contemplar su pasado.
La luna entraba en la habitación. Cuando dio a Rosa en la cara, parecía que la atravesaba, y Gibreel incluso empezaba a distinguir la muestra del encaje de la almohada. Entonces vio a don Enrique y a su amigo, el puritano y severo doctor Babington, de pie en el balcón, tan sólidos como puedas desear. Gibreel creyó advertir que, a medida que las apariciones ganaban consistencia, Rosa quedaba más y más desdibujada, diluyéndose como si se intercambiara por los fantasmas. Y, puesto que él también había comprendido que las manifestaciones dependían de él, de aquel dolor de su vientre, del peso de la piedra en su pecho, empezó a temer por su propia vida.
«Querías que falsificara el certificado de defunción de Juan Julia -decía el doctor Babington-. Lo hice por nuestra amistad. Pero estuvo mal y ahora veo el resultado. Has amparado a un homicida y quizás es tu propia conciencia la que te consume. Vuelve a casa, Enrique, vuelve a casa, y llévate a esa mujer tuya, antes de que ocurra algo peor.»
«Ésta es mi casa -dijo Henry Diamond-. Y no me gusta que hables de mi esposa en ese tono.»
«Dondequiera que los ingleses se instalen, nunca salen de Inglaterra -dijo el doctor Babington, mientras se deshacía en el claro de luna-. A no ser que, como doña Rosa, se enamoren.»
Una nube pasó sobre la luna y, ahora que el balcón estaba vacío, Gibreel Farishta consiguió por fin dejar la butaca y ponerse de pie. Caminar era como arrastrar por el suelo una bola y una cadena, pero llegó a la ventana. En todas las direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, había unos cardos gigantes que se mecían en la brisa. Donde antes estuviera el mar había ahora un océano de cardos que llegaba hasta el horizonte, tan altos como un hombre. Entonces Gibreel oyó la voz incorpórea del doctor Babington que murmuraba a su oído: «La primera plaga de cardos en cincuenta años. Al parecer, el pasado vuelve.» Vio a una mujer correr entre la espesa maleza, descalza, con el negro pelo suelto. «Lo hizo ella -la voz de Rosa dijo claramente a su espalda-. Después de engañarle con el Buitre y de convertirle en asesino. Él no quería ni mirarla después de aquello. Oh, es muy peligrosa esa mujer. Mucho.» Gibreel perdió a Aurora del Sol entre los cardos; un espejismo borró al otro.
Sintió que algo le agarraba por la espalda, le hacía girar y lo tumbaba de espaldas. Allí no había nadie, pero Rosa Diamond estaba sentada en la cama, muy erguida, mirándole con ojos muy abiertos, haciéndole comprender que había abandonado la esperanza de aferrarse a la vida y que le necesitaba para ayudarle a completar la última revelación. Como le ocurriera con el comerciante de su sueño, él se sentía inerme, ignorante… ella, empero, parecía saber cómo extraer de él las imágenes. Él vio un reluciente cordón que los unía ombligo con ombligo.
Él estaba ahora al lado de un estanque en la inmensidad de los cardos, abrevando el caballo, y ella llegaba cabalgando en su yegua. Ahora él la abrazaba, le soltaba la ropa y el pelo, y luego yacían juntos. Ella le susurraba cómo es posible que te guste si soy mucho más vieja que tú y él le decía palabras tranquilizadoras.
Ahora ella se levantaba, se vestía y se alejaba en su yegua, y él se quedaba allí, con el cuerpo lánguido y caliente, sin advertir que una mano de mujer salía de los cardos y agarraba el cuchillo de puño de plata.
¡No! ¡No! ¡Así no!
Ahora ella llegaba cabalgando hasta la orilla del estanque y en el momento en que desmontaba, mirándole nerviosamente, él se abalanzaba sobre ella, le decía que no podía seguir soportando su desprecio y caían juntos al suelo, ella gritaba, él le arrancaba la ropa, y las manos de ella, que le arañaban, tropezaban con el mango del cuchillo.
¡No! ¡No, nunca, no! Así, ¡ahora!
Los dos estaban tiernamente abrazados, con muchas caricias lentas; y entonces un tercer jinete entraba en el claro junto al estanque, y los amantes se separaban; y entonces don Enrique sacaba su pequeña pistola y apuntaba al corazón de su rival, y él sintió que Aurora le clavaba el cuchillo en el corazón, una y otra vez, ésta por Juan y ésta por dejarme, y ésta por tu distinguida puta inglesa, y él sentía en el corazón el cuchillo de su víctima que Rosa le clavaba una vez y otra, y otra, y después de que la bala de Henry le matara, el inglés tomaba el puñal del muerto y se lo clavaba muchas veces en la herida sangrante.
Entonces, Gibreel, con un alarido, perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, la anciana de la cama hablaba consigo misma, con una voz tan débil que él casi no podía distinguir las palabras. «Llegó el pampero, el viento del Suroeste, que doblaba los cardos. Entonces lo encontraron, o quizás antes.» El fin de la historia. Cómo Aurora del Sol escupió a la cara a Rosa Diamond en el funeral de Martín de la Cruz. Cómo se acordó que nadie fuera acusado del asesinato, a condición de que don Enrique se llevara cuanto antes a doña Rosa a Inglaterra. Cómo subieron al tren en la estación de Los Álamos y los hombres del traje blanco estaban en el andén con sus sombreros borsalino, para asegurarse de que se marchaban. Cómo, una vez arrancó el tren, Rosa Diamond abrió el maletín de mano en el asiento y dijo en tono de desafío: Me he llevado una cosa, un pequeño recuerdo. Y de un hato sacó un cuchillo de gaucho con mango de plata.
«Henry murió durante el primer invierno de nuestro regreso. Después, no ocurrió nada más. La guerra. El fin. – Hizo una pausa-. Tener que reducirse a esto, habiendo conocido aquella inmensidad. No se soporta. -Y, después de otro silencio-: Todo se encoge.»
El claro de luna fluctuó, y Gibreel sintió que le quitaban un peso de encima, tan bruscamente que le dio la impresión de que se elevaría hasta el techo. Rosa Diamond yacía quieta, con los ojos cerrados y los brazos descansando en la colcha de retazos. Estaba normal. Gibreel comprendió que ya nada le impediría salir por la puerta.
Bajó las escaleras con cuidado, todavía con piernas un poco inseguras; encontró una pesada gabardina de Henry Diamond y un sombrero flexible de fieltro gris, dentro del cual el nombre de don Enrique había sido bordado por la mano de su esposa, y salió sin mirar atrás. En cuanto cruzó el umbral, el viento le arrancó el sombrero y se lo llevó rodando por la playa. Él corrió tras él, lo cogió y se lo encasquetó. Londres, shareef, allá voy. Tenía la ciudad en el bolsillo: Geographers' London, la guía de la metrópoli, muy sobada, de la A a la Z.
«¿Qué hago? -pensaba-. ¿Llamo o no llamo? No; me presento sin más, toco el timbre y digo nena, tu sueño se ha hecho realidad, del fondo del mar a tu cama, hace falta algo más que una catástrofe aérea para mantenerme lejos de ti… Bueno, quizá no exactamente así sino algo por el estilo. Sí. La sorpresa es la mejor táctica. Allie Bibi, ay de ti.»
Entonces oyó el canto. Venía del cobertizo del pirata tuerto pintado en la pared, y la canción era extraña pero familiar: era una canción que Rosa Diamond tarareaba con frecuencia, y la voz también era familiar, aunque un poco diferente, menos temblona; más joven. Inexplicablemente, la puerta del cobertizo estaba abierta y el viento la batía. Él fue hacia la canción.
«Quítate la gabardina», dijo. Ella vestía como el día de la isla blanca: falda y botas negras y blusa de seda blanca, sin sombrero. Él extendió la gabardina en el suelo del cobertizo. Su forro escarlata relucía en aquel pequeño espacio iluminado por el claro de luna. Ella se tendió entre el revoltijo de una vida inglesa, palos de criquet, una pantalla amarillenta, jarrones desportillados, una mesita plegable, baúles, y extendió un brazo hacia él. Él se tendió a su lado.
«¿Cómo puedo gustarte? -murmuró-. Soy mucho mayor que tú.»
Cuando le quitaron el pijama, en el furgón sin ventanas de la policía y él vio el vello espeso y rizado que le cubría los muslos, Saladin Chamcha se derrumbó por segunda vez aquella noche; pero ahora empezó a reír histéricamente, contagiado quizá por la persistente hilaridad de sus captores. Los tres funcionarios de inmigración estaban muy animados, y fue uno de ellos -el tipo que ponía los ojos en blanco y que resultó llamarse Stein- quien «desenfundó» a Saladin al grito de «¡Hora de abrir los regalos, "paki"; vamos a ver de qué estás hecho!» Arrancaron las rayas rojas y blancas a Chamcha que protestaba echado en el suelo del furgón con dos gruesos policías sujetándole cada brazo y la bota de un quinto agente firmemente plantada en el pecho, pero sus protestas quedaron ahogadas por la festiva algarabía. Sus cuernos tropezaban con las cosas, las paredes y el suelo del furgón o la espinilla de un policía -en cuyo caso era sacudido contundentemente por el agente de la ley, comprensiblemente furioso- y estaba, en suma, de un humor más negro que nunca en la vida. No obstante, al ver lo que había debajo del pijama prestado, no pudo impedir que una risita de incredulidad se le escapara entre los dientes.
Sus muslos se habían vuelto mucho más anchos y robustos, además de peludos. Debajo de las rodillas terminaba el vello y sus piernas se afinaban en unas pantorrillas duras y casi descarnadas, rematadas por un par de relucientes pezuñas como las de cualquier carnero. Saladin también quedó asombrado al ver el pene, considerablemente aumentado y bochornosamente erecto, un órgano que no pudo reconocer como propio sino con gran dificultad. «¿Y qué es esto? -bromeó Novak, anteriormente llamado "Siseos", dándole un pellizquito-. ¿Te gusta alguno de nosotros?» A lo que "Gemidos", el funcionario de inmigración Joe Bruno, se descargó una palmada en un muslo, dio a Novak un codazo en el costado y gritó: «Na, no es eso. Es que, por fin, le hemos cabreado.»
«¡Ya lo pesqué!», gritó Novak mientras accidentalmente golpeaba con el puño los desarrollados testículos de Saladin. «¡Je! ¡Je! -gargarizó Stein con lágrimas en los ojos-. Ésta es todavía mejor… ¡No es de extrañar que esté tan jodidamente cachondo!»
A lo que los tres, repitiendo muchas veces «Cabreado… cachondo…», se abrazaron dando alaridos de hilaridad. Chamcha quería decir algo, pero temía averiguar que su voz se había transformado en balido y, además, la bota del agente estaba oprimiéndole el pecho con más fuerza que nunca y le costaba trabajo articular palabras. Lo que desconcertaba a Chamcha era que una circunstancia que le parecía totalmente insólita y sin precedentes -es decir, su metamorfosis en criatura sobrenatural- fuera tratada por los otros como si fuera lo más trivial y normal que pudieran imaginar. «Esto no es Inglaterra», pensó y no por primera ni por última vez. ¿Cómo podía ser, después de todo; dónde, en aquel país moderado y lleno de sentido común, cabía un furgón como aquél, en cuyo interior semejantes hechos podían ser tratados como cosas plausibles? Se sentía impulsado hacia la conclusión de que, en realidad, había muerto cuando el avión estalló y todo lo que había seguido era una especie de más allá. En tal caso, su rechazo de tantos años de la vida eterna empezaba a resultar bastante ridículo. Pero, ¿en dónde, en todo esto, había un atisbo de un Ser Supremo, ya fuera benévolo o maligno? ¿Por qué el purgatorio, o el infierno, o lo que fuera este lugar, se parecía tanto a aquel Sussex de premios y hadas que todo colegial conocía? Quizá, pensó, no había muerto en la catástrofe del Bostan sino que se encontraba gravemente enfermo en algún hospital, aquejado de delirio. Esta explicación le atraía, especialmente porque restaba significado a cierta llamada telefónica nocturna y a una voz masculina que en vano él trataba de olvidar… Sintió un fuerte puntapié en las costillas, lo bastante doloroso y real como para hacerle dudar de la verdad de tales teorías de la alucinación. Concentró su atención en el presente, un presente en el que figuraba un furgón de policía que contenía tres funcionarios de inmigración y cinco policías y que, por lo menos de momento, era todo el universo que él poseía. Un universo de miedo.
Novak y los demás habían perdido bruscamente la alegría. «Animal», le insultó Stein administrándole una serie de puntapiés, y Bruno se sumó a él: «Todos sois iguales. No se puede esperar de los animales que observen normas civilizadas. ¿Eh?» Y Novak tomó el hilo: «Estamos hablando de jodida higiene personal, cerdo.»
Chamcha estaba perplejo. Luego, observó que en el suelo del furgón había aparecido un gran número de cositas blandas y redondas. Se sintió abrumado por la mortificación y la vergüenza. Al parecer, hasta sus procesos naturales eran caprinos. ¡Qué humillación! ¡Él, que era -que tanto se había esforzado por ser- un hombre sofisticado! Semejante degradación podía ser propia de la chusma de las aldeas de Sylhet o de los talleres de reparación de bicicletas de Gujranwala, pero él era de otra madera. «Miren ustedes, señores míos -empezó tratando de adoptar un tono de autoridad que era bastante difícil de conseguir en aquella postura tan poco digna, tendido de espaldas esparrancado, entre montones de bolitas de su propio excremento-, señores míos, les conviene reparar su error antes de que sea tarde.»
Novak puso una mano detrás de la oreja. «¿Qué ha sido ese ruido?», preguntó, mirando en derredor, y Stein dijo: «A mí que me registren.» «Ha sonado así -describió Joe Bruno que, haciendo bocina con las manos, bramó-: ¡Maa-aa-aa!» Entonces los tres volvieron a reír, de manera que Saladin no pudo saber si estaban insultándole o si sus cuerdas vocales habían sido infectadas, como temía él, por aquella macabra demoniasis que le había acometido sin el menor aviso. Estaba tiritando otra vez. La noche era muy fría.
El funcionario Stein, que parecía ser el jefe de la trinidad o, por lo menos, primus inter pares, volvió bruscamente al tema de las bolitas que rodaban por el suelo del furgón. «En este país -informó a Saladin-, cada cual limpia lo que ensucia.»
El policía dejó de mantenerle echado y tiró de él obligándole a arrodillarse. «Eso es -dijo Novak-. Límpialo.» Joe Bruno puso una mano grande en la nuca de Chamcha y le empujó la cabeza hacia el suelo. «Empieza -dijo en tono coloquial-. Cuanto antes empieces, antes acabarás.»
Mientras realizaba (por no tener alternativa) el ritual último y más inmundo de su humillación injustificada -o, dicho con otras palabras, mientras las circunstancias de su vida milagrosamente salvada se hacían más infernales y escandalosas-, Saladin Chamcha empezó a advertir que los tres funcionarios de inmigración ya no se conducían de un modo tan extraño como al principio. En primer lugar, ya no se parecían entre sí en nada. El oficial Stein, a quien sus colegas llamaban «Mack» o «Jockey», resultó un hombre corpulento con una narizota en forma de montañas rusas y un acento exageradamente escocés. «Así se hace -observó con aprobación mientras Chamcha masticaba tristemente-. ¿Actor has dicho? A mí me gusta ver trabajar a un buen cómico.»
Esta observación indujo al oficial Novak -es decir, «Kim»-, que había adquirido una coloración alarmantemente pálida, una cara ascética y delgada que recordaba un icono medieval, y un pliegue en el entrecejo que sugería un profundo tormento interior, le indujo, decía, a lanzarse a una breve perorata acerca de los artistas de las series de telefilmes y presentadores de concursos de televisión que más le gustaban, mientras que el oficial Bruno, que, según observó Chamcha con cierta sorpresa, se había convertido en un sujeto extraordinariamente bien parecido, con el pelo brillante y engominado, peinado con raya en medio y una barba rubia que contrastaba dramáticamente con el tono más oscuro del cabello, Bruno, el más joven de los tres, preguntó lascivamente qué había de las mujeres, que eso era lo bueno. Este nuevo enfoque animó a los tres a rivalizar en la narración de anécdotas de la más diversa especie que dejaban sin terminar, cuajadas de frases de doble significado, pero cuando los cinco policías trataron de meter baza, los tres funcionarios cerraron filas, adoptaron un aire severo y pusieron a los policías en su lugar. «Los niños -les reprendió Mr. Stein- son para vistos y no para oídos.»
Para entonces Chamcha sufría violentas arcadas provocadas por su comida y se obligaba a no vomitar, porque sabía que semejante error no haría sino prolongar sus desdichas. Gateaba por el suelo del furgón, buscando las bolitas de su tortura que rodaban de un lado al otro, y los policías, que necesitaban una válvula de escape para la frustración engendrada por el rapapolvo del oficial de inmigración, empezaron a insultar rotundamente a Saladin y a tirar del pelo de su anca, para aumentar su incomodidad y su bochorno. Luego, los cinco policías, con acento de desafío, iniciaron su propia versión de la conversación de los funcionarios de inmigración y se pusieron a analizar los méritos de diversas artistas de cine, jugadores de dardos, luchadores profesionales y similares; pero, puesto que la arrogancia de «Jockey» Stein les había puesto de mal humor, no conseguían mantener el tono abstracto e intelectual de sus superiores y empezaron a pelearse acerca de los respectivos méritos del equipo del Tottenham Hotspur que consiguió el «doblete» en los años sesenta y el poderoso Liverpool de la actualidad, conversación en la que los partidarios del Liverpool provocaron a los fans del Tottenham diciendo que el gran Danny Blanchflower era un jugador «de lujo», un bollito de crema, flor por el apellido y por naturaleza, a lo que la afición ofendida respondió gritando que, en el Liverpool, los sarasas eran los seguidores, que los del Tottenham podían despedazarlos con los brazos atados a la espalda. Desde luego, todos los policías estaban familiarizados con las técnicas de los hooligans futboleros, ya que habían pasado muchos sábados de espaldas al campo, vigilando a los espectadores en los diversos estadios del país, y a medida que la discusión se acaloraba, llegaron al extremo de desear demostrar a sus colegas oponentes exactamente lo que quería decir aquello de «despedazar», «zumbar», «embotellar» y demás. Los coléricos bandos se miraban con ojos llameantes y de repente, todos a la vez, se volvieron contra la persona de Saladin Chamcha. Bien, el barullo en el furgón era cada vez mayor -y es cierto que Chamcha en parte era responsable, porque él había empezado chillando como un cerdo- y los jóvenes bobbies pateaban y sacudían diversas partes de su anatomía utilizándolo al mismo tiempo de conejo de Indias y de válvula de escape, procurando, eso sí, a pesar de su excitación, limitar los golpes a las partes más blandas y carnosas, a fin de reducir al mínimo el riesgo de fracturas y hematomas; y cuando Jockey, Kim y Joey vieron lo que hacían sus subordinados, optaron por la tolerancia, porque hay que dejar que los chicos se diviertan.
Además, aquella conversación acerca del espectáculo indujo a Stein, Bruno y Novak al examen de asuntos de más trascendencia y ahora, con expresión solemne y voces graves, hablaban de la necesidad, en este día y época, de aumentar la observación, no simplemente en el sentido de «mirar», sino en el de «vigilar». La experiencia de los jóvenes policías era extraordinariamente importante, declaró Stein: mirar al público, no al juego. «La vigilancia permanente es el precio de la libertad», proclamó.
«Eech -gritó Chamcha, incapaz de evitar la interrupción-. Aaaj, unnnch, ouoooo.»
Al cabo de un tiempo, invadió a Saladin una extraña abulia. No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaban viajando en el furgón de sus desdichas, ni hubiera podido aventurar una suposición acerca de la proximidad de su destino, a pesar de que en sus oídos repicaba con más y más fuerza el sonsonete de eleoene, deerreeese, Londres. Los golpes que llovían sobre él los sentía suaves como caricias de enamorada; la grotesca visión de su cuerpo transformado ya no le horrorizaba; incluso las últimas bolitas de cabra habían dejado de remover su martirizado estómago. Aturdido, se acurrucó en su pequeño mundo, tratando de hacerse lo más pequeño posible, con la esperanza de que al fin conseguiría desaparecer del todo y así recobrar la libertad.
La conversación acerca de técnicas de vigilancia había reunido a funcionarios de inmigración y policías, limando la aspereza de las palabras de severa reprimenda de Stein. Chamcha, el insecto en el suelo del furgón, oía, lejanas, como a través de un auricular telefónico, las voces de sus captores que hablaban animadamente de la necesidad de aumentar el material de vídeo en los espectáculos públicos y de las ventajas de la informática y, lo que parecía ser una contradicción, de la eficacia de dar un pienso enriquecido a los caballos de la policía la noche antes de un partido importante, porque cuando los desarreglos digestivos de la caballería rociaban de mierda a las masas siempre las provocaban a la violencia, y entonces nosotros podemos entrar a modo. Chamcha, incapaz de conseguir que este universo de telefilmes, partidodelajornada, policías y ladrones formara un conjunto coherente, cerró los oídos a la cháchara y se quedó escuchando la palabra que era deletreada en su cerebro.
Entonces saltó la chispa.
«¡Pregunten al ordenador!»
Tres funcionarios de inmigración enmudecieron cuando la hedionda criatura se irguió y les chilló. «¿Qué dice? -preguntó el más joven de los policías, uno de los hinchas del Tottenham por cierto, con aire dubitativo-. ¿Le atizo?»
«Yo me llamo Salahuddin Charnchawala, nombre artístico Saladin Chamcha -gimió el semichivo-. Soy miembro de Actors' Equity, la Asociación Automovilística y el Garrick Club. El número de matrícula de mi coche es talytal. Pregunten al ordenador. Por favor.»
«¿A quién se la quieres dar? -preguntó uno de los hinchas del Liverpool, pero parecía inseguro-. Mírate, tú eres un "paki" de mierda. ¿Sally-qué? ¿Qué nombre es ése para un inglés?»
Chamcha encontró en algún sitio un punto de indignación. «¿Y ellos? -preguntó señalando con un movimiento de cabeza a los funcionarios de inmigración-. Por el nombre, no me parecen muy anglosajones.»
Durante un momento, dio la impresión que todos iban a echársele encima y descuartizarlo por su temeridad, pero al fin el oficial Novak, cara de calavera, se limitó a darle varios cachetes mientras respondía: «Yo soy de Weybridge, capullo. Fíjate bien: Weybridge, donde vivían los jodidos Beatles.»
«Vale más que lo comprobemos», dijo Stein. Tres minutos y medio después, el furgón se detenía y los tres funcionarios de inmigración, los cinco agentes de policía y un conductor celebraban una conferencia de urgencia -estamos en un atolladero de mierda- y Chamcha observó que ahora los nueve volvían a parecerse, que la tensión y el miedo los igualaban. No tardó en comprender que la llamada al Ordenador Central de la Policía, que prestamente lo había identificado como Ciudadano Británico de Primera, lejos de mejorar su situación, le había colocado en una situación más peligrosa todavía.
«Podríamos decir que lo encontramos en la playa, sin sentido», dijo uno de los nueve. «No vale -fue la respuesta-, a causa de la vieja y el fulano.» «Bien, pues se resistió al arresto, se puso violento y, en el altercado, se desmayó.» «O la vieja chocheaba y no había manera de entenderla y el otro tío, comosellame, no dijo ni mu, y en cuanto a este fulano, no hay más que verlo, tiene la mismísima pinta del diablo, ¿qué podíamos pensar nosotros?» «Y entonces va y se nos desmaya, de manera que qué podíamos hacer nosotros, pregunto yo, Señoría, sino llevarlo a la enfermería del Centro de Detenidos, para que lo atendieran y tuvieran en observación e interrogaran, según las normas para estos casos. ¿Qué os parece algo por el estilo?» «Somos nueve contra uno, pero la vieja y el otro fulano lo lían todo.» «Mira, luego lo pensamos, ahora lo primero, insisto, es dejarlo inconsciente.» «De acuerdo.»
Chamcha despertó en una cama de hospital sacando una especie de lodo verde de los pulmones. Sentía los huesos como si alguien se los hubiera metido en un frigorífico durante mucho tiempo. Empezó a toser y, cuando se le pasó la tos, al cabo de diecinueve minutos y medio, volvió a aletargarse, sin haber reparado en ningún detalle de su actual paradero. Cuando volvió otra vez a la superficie, una cara de mujer le miraba cordialmente con una sonrisa de aliento. «Pronto estará bien -dijo dándole una palmada en un hombro-. Un poco de pulmonía y nada más. -Se presentó, era Hyacinth Phillis, su fisioterapeuta. Y agregó-: Yo nunca juzgo a las personas por su aspecto. No, señor. No vaya usted a creer.»
Con estas palabras, le puso de lado, le colocó una cajita de cartón al lado de la boca, se levantó la bata blanca, se quitó los zapatos y, de un atlético salto, se subió a la cama, a horcajadas de Chamcha, ni más ni menos que si él fuera un caballo y ella pensara hacerle cruzar los biombos que rodeaban su cama para llevarlo por sabe Dios qué paisajes encantados. «Órdenes del doctor -explicó ella-. Sesiones de treinta minutos, dos veces al día.» Sin más preámbulos, empezó a sacudirle el tórax con puños blandos, briosos y, evidentemente, expertos.
Para el pobre Saladin, con la paliza del furgón tan reciente, este nuevo asalto fue la gota que hace rebosar el vaso. Empezó a revolverse bajo los puños de la enfermera, gritando: «Quiero salir de aquí. ¿Han avisado a mi esposa?» El esfuerzo de los gritos le provocó otro acceso de tos que le duró diecisiete minutos y tres cuartos y le valió un rapapolvo de Hyacinth, la fisioterapeuta: «Me hace perder el tiempo -le dijo-. Ahora ya tendría que haber terminado con su pulmón derecho y no he hecho más que empezar. ¿Va a portarse bien o no?» Seguía en la cama, montada sobre él, saltando con las convulsiones de su cuerpo, como un jinete de rodeo que espera la campana que anuncia los nueve segundos. Él dejó de resistirse, derrotado, y consintió que ella le extrajera, a golpes, el fluido verde de sus inflamados pulmones. Cuando hubo terminado, él fue obligado a reconocer que se sentía mucho mejor. Ella retiró la cajita que estaba medio llena de lodo y dijo alegremente: «Dentro de nada estará como nuevo, otra vez firme sobre sus pies. -Entonces se sonrojó y se disculpó-. Ay, perdone» y salió huyendo, sin acordarse de correr los biombos.
«Es hora de considerar la situación», se dijo él. Un rápido examen físico le informó de que su nueva condición subsistía. Ello le entristeció y entonces advirtió que había alimentado la esperanza de que la pesadilla terminara mientras dormía. Ahora llevaba otro pijama, éste verde manzana, liso, a juego con la tela de los biombos y lo que podía ver de las paredes de aquel misterioso y anónimo pabellón. Sus piernas terminaban todavía en aquellas lamentables pezuñas, y los cuernos de su frente eran tan agudos como antes… Fue a distraerle de este triste inventario la voz de un hombre que gritaba muy cerca con una aflicción que partía el corazón: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!»
«¿Qué canastos?», pensó Chamcha, y decidió investigar. Pero entonces empezaba a advertir otros muchos sonidos, tan alarmantes como el primero. Le parecía oír toda clase de ruidos animales: mugidos de bueyes, chillidos de monos, incluso el parloteo de loros o periquitos. Luego, de otra dirección, oyó a una mujer que profería gruñidos y gritos al final de lo que parecía un parto doloroso; seguidos del chillido de un recién nacido. Pero los gritos de la mujer no cesaron cuando empezaron los del niño; al contrario, redoblaron su intensidad, y unos quince minutos después Chamcha oyó claramente que la voz de otro niño se unía a la del primero. Pero la agonía natal de la mujer no terminó y, a intervalos de quince a treinta minutos, durante un período interminable, siguió sumando niños al ya improbable número de los salidos de su vientre, como un ejército invasor.
Su nariz le informó de que el sanatorio, o como se llamara aquel sitio, empezaba a apestar; olores de selva y de corral se mezclaban a un aroma rico, como de especias exóticas que estuvieran friendo en mantequilla clarificada: coriandro, jengibre, canela, cardamomo, clavo. «Esto pasa de la raya -se dijo él con firmeza-. Ya es hora de empezar a aclarar las cosas.» Sacó las piernas de la cama, trató de levantarse e inmediatamente cayó al suelo, por la falta de costumbre de usar aquellas nuevas extremidades. Tardó alrededor de una hora en resolver el problema; aprendió a andar sujetándose a la cama y dando traspiés hasta adquirir confianza. Al fin, y tambaleándose, llegó hasta el biombo más próximo; y entonces, entre dos de los biombos de su derecha apareció la cara del oficial Stein, con una sonrisa sardónica, seguida rápidamente del resto del individuo, que volvió a juntar los biombos a su espalda con sospechosa rapidez.
«¿Se encuentra mejor», preguntó Stein con su amplia sonrisa.
«¿Cuándo vendrá el doctor? ¿Cuándo podré ir al water? ¿Cuándo podré marcharme?», preguntó Chamcha de un tirón. Stein respondió sosegadamente: el médico llegaría en seguida; la enfermera Phillips le daría un orinal; podría marcharse en cuanto estuviera restablecido. «Por cierto, fue usted muy amable al contraer esa pulmonía -agregó Stein con la gratitud del autor cuyo personaje, inesperadamente, le resuelve un peliagudo problema técnico-. Hace mucho más verosímil la historia. Al parecer, estaba usted tan enfermo que perdió el conocimiento. Somos nueve que lo recordamos perfectamente. Gracias. -Chamcha no pudo encontrar palabras-. Y, otra cosa -prosiguió Stein-, a la vieja chiflada de Mrs. Diamond resulta que la encontraron muerta en la cama, completamente fiambre, y el otro caballero se esfumó. No se descarta la posibilidad de un hecho delictivo.»
«En suma -dijo, antes de desaparecer para siempre de la nueva vida de Saladin-, yo le sugiero, ciudadano Saladin, que no incordie con una denuncia. Perdone la franqueza, pero con esos cuernos y esas pezuñas no resultaría un testigo muy fidedigno. Que usted lo pase bien.»
Saladin Chamcha cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, su verdugo se había convertido en la enfermera fisioterapeuta Hyacinth Phillips. «¿Por qué ese afán de echar a andar? -preguntó-. Lo que desee no tiene más que pedírmelo a mí, Hyacinth, y veremos lo que puede hacerse.»
«Ssst.»
Aquella noche, a la luz verdosa de la misteriosa institución, despertó a Saladin un siseo salido de un bazar indio.
«Ssst. Tú, Belcebú. Despierta.»
Delante de él había una figura tan imposible que Chamcha sintió el deseo de taparse la cabeza con la sábana; pero no pudo, porque, ¿acaso no estaba él mismo…? «Eso es -dijo la criatura-, ya ves que no era el único.»
Tenía un cuerpo perfectamente humano, pero cabeza de tigre feroz, con tres hileras de dientes. «Los guardianes de noche se duermen a veces -explicó-. Y nosotros podemos hablar.»
En aquel momento, una voz de una de las otras camas -cada cama, ahora lo sabía Chamcha, tenía su propia cerca de biombos- gimió con fuerza: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!» Y el hombre-tigre, o Mantícora, como él se llamaba, gruñó de irritación. «Ese lloricas -exclamó-. Y, total, lo único que le han hecho es dejarle ciego.»
«¿Quién ha hecho el qué?» Chamcha estaba confuso.
«La cuestión es -prosiguió el Mantícora-: ¿vas a soportarlo?»
Saladin seguía perplejo. El otro parecía sugerir que aquellas mutaciones eran obra de… ¿de quién? ¿Cómo podía nadie? «No sé cómo se puede culpar a nadie…»
El Mantícora rechinó sus tres hileras de dientes con manifiesta frustración. «En ese lado hay una mujer que ya es casi búfalo de agua -dijo-. Hay empresarios nigerianos a los que les han salido gruesas colas. Y un grupo de turistas del Senegal que, simplemente, al cambiar de avión, fueron convertidos en viscosas serpientes. Yo estoy en el ramo de la confección; desde hace años, soy un modelo masculino muy cotizado con base en Bombay y presento una amplia gama de sastrería y camisería. Pero ¿quién va a querer contratarme ahora?» Prorrumpió en súbito e inesperado llanto. «Vamos, vamos -dijo Saladin Chamcha automáticamente-. Todo se arreglará, estoy seguro. Ten valor.»
La criatura se dominó. «La cuestión es que algunos de nosotros no queremos seguir tolerándolo -dijo con vehemencia-. Saldremos de aquí antes de que nos conviertan en algo peor. Noche tras noche, siento que otra parte de mí empieza a cambiar. Por ejemplo, últimamente no hago más que peer… con perdón… ¿te das cuenta? A propósito, pruébalos -pasó a Chamcha un paquete de chicle de menta extra fuerte-. Disimulan el aliento. He sobornado a un guardián para que me surta.»
«Pero, ¿cómo lo hacen?», inquirió Chamcha.
«Nos describen -susurró el otro solemnemente-. Eso es todo. Tienen el poder de la descripción, y nosotros sucumbimos a las imágenes que ellos trazan.»
«Cuesta creerlo -argumentó Chamcha-. Yo he vivido aquí muchos años y nunca me había ocurrido…» Su voz se extinguió porque el Mantícora le miraba entornando los ojos con suspicacia. «¿Muchos años? -preguntó-. ¿No serás un confidente? Sí, eso es: ¿un espía?»
En un rincón apartado del pabellón sonó entonces un lamento. «Dejadme ir -aullaba una voz de mujer-. Oh, Jesús, yo quiero irme. Jesús, María, tengo que irme, dejadme ir. Ay, Dios. Ay, Jesús, Dios mío.» Un lobo con aspecto de crápula asomó la cabeza entre los biombos de Saladin y habló ansiosamente al Mantícora. «Los guardianes no tardarán -siseó-. Es ella otra vez, Berta Cristal.»
«¿Cristal…?», empezó Saladin. «La piel se le volvió de cristal -explicó el Mantícora con impaciencia, ignorando que estaba dando vida a la peor de las pesadillas de Chamcha-. Y esos hijos de puta se lo hicieron añicos. Ahora ella no puede ni ir al tocador.»
Una voz nueva siseó en la noche verdosa. «Por el amor de Dios, mujer. Hazlo en el jodido orinal.»
El lobo se llevaba el Mantícora. «¿Está o no está con nosotros?», preguntó. El Mantícora se encogió de hombros. «Está indeciso -respondió-. No se cree lo que está viendo, y eso es lo malo.»
Huyeron al oír crujir las pesadas botas de los guardianes.
Al día siguiente, el médico seguía sin aparecer, y también Pamela, y Chamcha, desconcertado, se dormía y despertaba como si ambos estados ya no tuvieran que ser considerados contrarios, sino complementarios para crear un perenne delirio de los sentidos. Soñó con la reina, que la abrazaba tiernamente en el acto del amor. Ella era el cuerpo de la Gran Bretaña, el avatar del Estado, y él la había elegido, había copulado con ella; era su Amada, la luna de sus delicias.
Hyacinth venía a horas fijas a montarle y sacudirle y él se sometía sin rechistar. Pero, al terminar, ella le susurró al oído: «¿Usted está de acuerdo con los demás?», y él comprendió que estaba implicada en la gran conspiración. «Si lo está usted, cuenten conmigo», dijo él. Ella asintió, satisfecha. Chamcha sintió que le invadía un dulce calor y empezó a pensar en coger uno de los puños pequeñitos, pero fuertes, de la fisioterapeuta, pero en aquel momento, de la dirección del ciego llegó una voz: «Mi bastón, he perdido el bastón.» «Pobre infeliz», dijo Hyacinth, y bajándose de Chamcha se acercó corriendo al invidente, recogió el bastón, se lo puso en la mano a su dueño y volvió a Saladin. «Hasta esta tarde -le dijo-. ¿De acuerdo? ¿No hay problemas?»
Él quería que se quedara, pero la mujer se movía con rapidez. «Soy una mujer muy ocupada, Mr. Chamcha. Cosas que hacer, gente que atender.»
Cuando ella se fue, él se recostó en la almohada y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. No se le ocurrió que su metamorfosis debía de continuar, porque tenía ideas románticas acerca de una mujer negra; y, antes de que tuviera tiempo de pensar cosas tan complejas, el ciego del rincón volvió a hablar:
«Me he fijado en usted -le oyó decir Chamcha- y agradezco su amabilidad y comprensión. -Saladin advirtió que estaba haciendo un discurso de agradecimiento al aire, al espacio donde creía que seguía la fisioterapeuta-. Yo no soy hombre que olvide la amabilidad. Quizás un día pueda recompensarla, pero por el momento quiero que sepa que aprecio lo que hace, y con cariño… -Chamcha no tuvo valor para gritar ella no está, se marchó hace rato, y se quedó escuchando tristemente, hasta que al fin el ciego hizo una pregunta al aire-: Confío en que usted también se acuerde de mí. ¿Un poquito? ¿De vez en cuando?» Luego vino un silencio, una risa seca; el ruido de un hombre que, de pronto, se sentaba pesadamente. Y, al fin, después de una pausa insoportable, un brusco cambio de tono: «¡Oh! -se lamentó el ciego en su soliloquio-. ¡Cómo sufre este pobre cuerpo!»
Aspiramos a lo sublime pero nuestra naturaleza nos traiciona, pensó Chamcha; payasos en busca de coronas. Le invadió la amargura. Antaño yo era más alegre, más feliz, amable. Ahora en mis venas está el agua negra.
Pamela seguía sin aparecer. Qué puñeta. Aquella noche dijo al Mantícora y al lobo que estaba con ellos, hasta el fin.
La gran fuga tuvo lugar varias noches después, cuando los pulmones de Saladin ya estaban casi limpios de lodo verde, gracias a los cuidados de Miss Hyacinth Phillips. Resultó un asunto bastante bien organizado en una escala más bien grande, que afectaba no sólo a los internos del sanatorio sino también a los detenus, como los llamaba el Mantícora, que estaban recluidos tras cercas de alambre en el contiguo Centro de Detención. Puesto que Chamcha no era uno de los grandes estrategas de la fuga, él se limitó a esperar al lado de la cama, tal como le habían ordenado, hasta que Hyacinth fue a avisarle, y entonces salieron corriendo del pabellón de las pesadillas a la claridad de un cielo frío y bañado por la luna, por delante de varios hombres atados y amordazados: sus guardianes. Había muchas sombras que corrían por la noche incandescente, y Chamcha vislumbró criaturas que nunca hubiera imaginado, hombres y mujeres que tenían algo de plantas, o de insectos gigantes e, incluso, algunos eran en parte de ladrillo o de piedra; había hombres con cuernos de rinoceronte en lugar de nariz y mujeres con cuello de jirafa. Los monstruos corrieron en silencio hasta la cerca del complejo del Centro de Detención, donde el Mantícora y otros mutantes de buena dentadura les esperaban junto a los grandes agujeros que habían abierto a dentelladas en la tela metálica, y en seguida estuvieron fuera, libres, yendo cada cual por su lado, sin esperanza pero también sin vergüenza. Saladin Chamcha y Hyacinth Phillips corrían juntos, los cascos de chivo repicaban en el duro pavimento: al Este, dijo ella cuando él oyó que sus propias pisadas sustituían el zumbido de sus oídos, al Este, al Este, al Este corrían por carreteras de tercer orden, camino de la ciudad de Londres.
Jumpy Joshi se convirtió en amante de Pamela Chamcha «por pura casualidad», como ella diría después, la noche en que ella se enteró de la muerte de su esposo en la explosión del Bostan, de manera que el sonido de la voz de su antiguo condiscípulo Saladin que le hablaba desde ultratumba a medianoche, murmurando las cinco palabras mágicas perdón, lo siento, número equivocado -lo que era más, que le hablaba menos de dos horas después de que Jumpy y Pamela formaran la bestia de dos espaldas, con ayuda de dos botellas de whisky- le sobrecogió. «¿Quién era?», se volvió a preguntar Pamela, más dormida que despierta, con un antifaz negro sobre los ojos. «Nadie, un bromista, no te preocupes», decidió responder él, lo cual estaba muy bien, salvo por la circunstancia de que ahora tenía que preocuparse él solo, sentado en la cama, desnudo y chupándose el dedo de la mano derecha, para consolarse, como siempre.
Era una persona pequeña, con hombros de percha de alambre y una enorme capacidad para la agitación nerviosa, evidenciada por su cara pálida, de ojos hundidos; por su pelo, más bien pobre -todavía completamente negro y rizado-, mesado tan a menudo por sus manos frenéticas que ya no le hacían el menor efecto los cepillos ni los peines sino que se disparaba en todas las direcciones, dando a su dueño en todo momento el aire de que acababa de levantarse de la cama, tarde y con prisas; y por su risa alta, tímida, contrita y simpática, pero hiposa y excesivamente nerviosa; todo ello había contribuido a convertir su nombre, Jamshed, en el Jumpy, o «Asustadizo», que todo el mundo utilizaba automáticamente, incluso los que acababan de conocerle; todos salvo Pamela Chamcha. La esposa de Saladin, pensaba él, chupando furiosamente. ¿O la viuda? O. Dios me asista, la esposa, a fin de cuentas. Descubrió un sordo rencor hacia Chamcha. El retorno de una tumba en el mar: un hecho tan espectacular, incluso para esta época, resultaba casi una indecencia, un acto de mala fe.
En cuanto se enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará en mi vida un agujero realmente pequeño.» Jumpy, que tenía ganas de llorar y reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías. Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo. Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.
Ahora, sentado en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes, los olmos, ahora, nosotros, pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después, llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo, Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o quizá no.
Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.
Era evidente que también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del lado de los recondenados ángeles. -Él esperó; después de una pausa, llegó algo más-. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina. Esto para él nunca dejó de ser una postal en color. No podías conseguir que viera lo realmente real.» Cerró los ojos y dejó descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin -dijo Jumpy-. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su Inglaterra, 1a Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella.» Ella se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era 1a mismísima jodida Britannia. Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy realmente real, J.J.; realmente, realmente. -Extendió los brazos hacia él y lo atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio de Pamela-. ¿Ves lo que quiero decir?» Sí; lo veía.
«Habrías tenido que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland -dijo ella después, desasiéndose y jugando con su pelo-. "Pamela, imagina que una noche oyes un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué harías?" Yo volvería arriba, le contesté. "Pues es eso, ni más ni menos. Intrusos en la casa. Es intolerable." -Jumpy observó que apretaba los puños y se le blanqueaban los nudillos-. Yo le dije: si te empeñas en usar metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro se presenta con una escopeta. Porque es así.» Jumpy asintió, muy serio: «Eso es lo realmente real.» «Justo -ella le dio una palmada en la rodilla-. Lo realmente justo, Mr. Jam… es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago.» Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.
«Cuando iba al colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos -dijo Pamela Chamcha, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh, oh… Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó-: Si yo me olvidara de ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría.»
Después, en la cama, soñaba con su colegio de monjas, con maitines y vísperas y con el canto de los salmos cuando Jumpy entró corriendo y la despertó gritando: «No puedo seguir callando, tengo que decírtelo. Él no ha muerto. Saladin está recondenadamente vivo.»
Ella despertó de golpe, hundiendo las manos en su cabello espeso rizado y alheñado en el que empezaban a asomar las primeras hebras blancas; se arrodilló en la cama, desnuda, con las manos en la cabeza, sin poder moverse, hasta que Jumpy acabó de hablar, y entonces, sin avisar, empezó a pegarle puñetazos en el pecho, los brazos y los hombros y hasta en la cara, con todas sus fuerzas. Él estaba sentado en la cama, a su lado, ridículo con el camisón de puntillas de ella, mientras ella le pegaba; él dejaba el cuerpo inerte, recibiendo los golpes, sometiéndose. Cuando a ella se le acabaron los golpes, tenía el cuerpo sudoroso y él pensó que tal vez le había roto un brazo. Ella se sentó a su lado jadeando y los dos permanecieron callados.
En la habitación entró el perro de Pamela, con cara de preocupado, y se acercó a ella para darle la pata y lamerle la pierna izquierda. Jumpy se movió con cautela. «Creí que lo habían robado», dijo al fin. Pamela movió la cabeza en un sí, pero. «Los ladrones me llamaron y pagué el rescate. Ahora se llama Glenn. No importa. De todos modos, nunca llegué a pronunciar Sher Khan como es debido.»
Al cabo de un rato, Jumpy observó que ella tenía ganas de hablar. «Lo que hiciste antes…», empezó. «Oh, Dios.»
«No. Es como lo que yo hice una vez. Quizá la cosa más sensata que haya hecho en mi vida.» En el verano de 1967, había arrastrado al «apolítico» Saladin, que tenía veintiún años, a una manifestación pacifista. «Una vez en la vida, Mister Remilgos, voy a rebajarte a mi nivel.» Harold Wilson venía a la ciudad y, a causa del apoyo del gobierno laborista a la intervención estadounidense en el Vietnam, se organizó una protesta masiva. Chamcha fue «por curiosidad», según dijo él. «Yo fui para ver cómo personas autodenominadas inteligentes se convertían en masa.»
Aquel día llovía a mares. Los manifestantes congregados en Market Square quedaron calados. Jumpy y Chamcha, arrastrados por la multitud, se encontraron subiendo las escaleras del Ayuntamiento; localidad de tribuna, dijo Chamcha con tosca ironía. A su lado había dos estudiantes disfrazados de asesinos rusos, con sombrero negro de ala ancha, abrigo y gafas negras, que llevaban debajo del brazo unas cajas de zapatos llenas de tomates embadurnados de tinta, con una etiqueta en la que en letras grandes se leía bombas. Poco antes de la llegada del Primer Ministro, uno de ellos tocó en el hombro a un policía y dijo: «Perrdon, favor. Cuando llega Mr. Wilson autodenominado Primer Ministro en coche largo, favor pedirle bajar ventana para que aquí mi amigo poder arrojar bombas.» El policía contestó: «Jo, jo, muy bueno. Ahora escuche. Usted puede tirarle huevos, por mí no hay inconveniente. Y también puede tirarle tomates, como los que tiene en esa caja pintados de negro y etiquetados bombas, por mí no hay inconveniente. Pero si le tira algo duro, señor, aquí mi compañero le disparará a usted con su pistola.» Oh, días de inocencia, cuando el mundo era joven… Cuando llegó el coche hubo una avalancha y Chamcha y Jumpy fueron separados. Luego apareció Jumpy, se subió al capó del coche negro de Harold Wilson y empezó a dar saltos, abollándolo, brincando como un loco al ritmo del estribillo que cantaba la gente: Lucharemos, venceremos, que viva Ho Chi Minh.
«Saladin empezó a gritarme que me bajara, en parte porque entre la gente había cantidad de tipos de las Brigadas Especiales que iban hacia el coche desde todas las direcciones, pero principalmente porque se sentía recondenadamente violento.» Pero él seguía saltando, subiendo más arriba y cayendo con más fuerza, calado hasta los huesos, agitando la larga melena: Jumpy el saltarín, saltando hacia la mitología de los viejos tiempos. Y Wilson y Marcia, encogidos en el asiento de atrás. ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho Chi Minh! En el último momento, Jumpy se llenó los pulmones de aire y se zambulló de cabeza en un mar de caras mojadas y amigas; y desapareció. No pudieron dar con él: negrata de mierda. «Saladin estuvo una semana sin dirigirme la palabra -rememoró Jumpy-. Y, cuando me habló, fue para decirme: "Espero que te darás cuenta de que esos policías hubieran podido acribillarte, y no te acribillaron."»
Seguían sentados en el borde de la cama, uno al lado del otro. Jumpy oprimió el antebrazo de Pamela. «Sólo quiero decir que sé lo que es eso. ¡Pumba, bam! Aquello fue increíble. Y parecía necesario.»
«Ay, Dios mío -dijo ella, volviéndose a mirarle-. Ay, Dios mío, perdona, pero así ha sido.»
Por la mañana, le costó una hora comunicar con la Compañía Aérea, a causa del volumen de llamadas que seguía generando la catástrofe, más de veinticinco minutos de insistir -pero él me llamó, era su voz -, mientras, al otro extremo del hilo telefónico, una voz femenina, adiestrada especialmente para tratar con seres humanos en estado de crisis, comprendía sus sentimientos, se identificaba con ella en este momento de dolor y derrochaba paciencia, pero evidentemente, no le creía ni una palabra. Lo siento, señora, no quiero ser brutal, pero el avión estalló a diez mil metros de altura. Al final de la conversación, Pamela Chamcha, habitualmente la más serena de las mujeres, que para llorar se encerraba en el cuarto de baño, gritaba al teléfono: por Dios, mujer, ¿por qué no se guarda sus discursos bondadosos y presta atención a lo que le digo? Finalmente, colgó con fuerza el auricular y se revolvió contra Jumpy Joshi, que al ver la expresión de sus ojos derramó el café de la taza que le llevaba, porque empezaron a temblarle las manos de miedo. «Gusano de mierda -le acusó-. Conque todavía está vivo, ¿eh? Seguramente bajó del cielo volando y se metió en la primera cabina de teléfono, para quitarse el jodido traje de Superman y llamar a su mujercita.» Estaban en la cocina y Jumpy reparó en una serie de cuchillos suspendidos de una cinta magnética en la pared situada a la izquierda de Pamela. Él abrió la boca para decir algo pero ella no le dejó. «Sal de aquí antes de que haga algo. No me explico cómo pude picar. Tú y tus jodidas voces telefónicas: debí figurármelo.»
A principio de los años setenta, Jumpy tenía una discoteca ambulante instalada en su minifurgoneta amarilla. La llamaba «El Pulgar de Finn» en honor de Finn MacCool, el legendario gigante dormido de Irlanda, otro capullo, como decía Chamcha. Un día, Saladin gastó una broma a Jumpy. Le llamó por teléfono adoptando un acento vagamente mediterráneo y solicitando los servicios del Pulgar musical en la isla de Skorpios en nombre de Mrs. Jacqueline Kennedy Onassis, por unos honorarios de diez mil dólares y traslado a Grecia en avión privado para hasta seis personas. Era algo terrible que hacer a una persona tan inocente y tan íntegra como Jamshed Joshi. «Necesito una hora para pensarlo», dijo, y entonces sufrió un calvario del espíritu. Cuando Saladin llamó al cabo de una hora y oyó que Jumpy rehusaba la oferta de Mrs. Onassis por razones políticas, comprendió que su amigo iba para santo y de nada servía tratar de tomarle el pelo. «Mrs. Onassis se sentirá muy apenada sin duda», concluyó, y Jumpy respondió, preocupado: «Por favor, dígale que no es cuestión personal. En realidad, personalmente yo la admiro mucho.»
Hace demasiado que nos conocemos, pensó Pamela cuando Jumpy se fue. Podemos mortificarnos el uno al otro con recuerdos de dos décadas.
Sobre el tema de las confusiones a que pueden dar lugar las voces, pensaba aquella tarde mientras conducía a excesiva velocidad por la M4 en su viejo MG, lo cual le producía un placer que, según había confesado siempre alegremente, era «ideológicamente del todo malsano»; sobre ese tema, precisamente yo debería ser más caritativa.
Pamela Chamcha, née Lovelace, era poseedora de una voz que, durante toda su vida, ella había tratado de contrarrestar por todos los medios. Era una voz que sugería trajes de tweed, pañuelos a la cabeza, pudding, palos de hockey, tejados de paja, jaboncillo para limpiar botas de montar, fines de semana en el campo, monjas, bancos de propiedad en la iglesia, perros grandes y materialismo y, pese a sus esfuerzos por reducir su volumen, era sonora y llamaba tanto la atención como un borracho vestido de smoking que arrojara panecillos en un Club. Fue la tragedia de su juventud que, gracias a aquella voz, fuera asediada por los terratenientes y los galanes y los buenos partidos de la City, a los que ella despreciaba de corazón, mientras que los ecologistas y los pacifistas y los revolucionarios con los que ella instintivamente se encontraba a gusto la trataban con suspicacia rayana en la aversión. ¿Cómo podía ella estar del lado de los ángeles, si en cuanto abría la boca sonaba como un parásito? Al pasar por Reading, Pamela aceleró y rechinó los dientes. Una de las razones por las que, reconozcámoslo, había decidido poner fin a su matrimonio antes de que el destino lo deshiciera por ella, era la de que una mañana al despertar se había dado cuenta de que Chamcha no estaba enamorado de ella sino de su voz que apestaba a pudding de Yorkshire y a madera de roble, esa voz cordial y rubicunda de la vieja Inglaterra soñada en la que con tanto afán deseaba habitar él. Fue un matrimonio contrariado porque cada uno de ellos buscaba en el otro lo que el otro trataba de descartar.
No hay supervivientes. Y, a medianoche, el idiota de Jumpy con su estúpida falsa alarma. Quedó tan impresionada por la noticia que no tuvo tiempo de impresionarse por haberse acostado con Jumpy y haber copulado de una forma, reconozcámoslo, bastante satisfactoria, déjate de disimulos, se reprendió a sí misma, ¿cuánto tiempo hacía que no te divertías tanto? Ella tenía mucho que afrontar y aquí estaba ahora, afrontándolo por el procedimiento de escapar a la mayor velocidad. Unos cuantos días de recreo en un hotel campestre caro y el mundo puede empezar a parecer un agujero infernal menos jodido. Lujoterapia; deacuerdodeacuerdo, reconoció, ya lo sé: una recaída en el sistema de clases. A hacer puñetas. Si alguien tiene objeciones, que se joda.
Después de Swindon se puso a cien millas por hora, y el tiempo empeoró bruscamente. Súbitas nubes negras, rayos, aguaceros; ella mantenía el pie en el acelerador. No hay supervivientes. Siempre se le moría la gente dejándola con la boca llena de palabras y nadie a quien escupírselas. Su padre, el especialista en Lenguas Clásicas, que podía hacer frases de doble sentido en griego antiguo y del que ella heredó la voz, su legado y su maldición; y su madre, que sufrió por él durante la guerra, cuando era piloto explorador -ciento once veces regresó de Alemania, de noche, volando en un avión lento, iluminado por sus propias balizas, lanzadas para guiar a los bombarderos- y que, cuando él volvía a casa con el ruido de los antiaéreos en los oídos, le juraba que nunca le dejaría, y por eso le siguió a todas partes, incluso al callejón sin salida de la depresión y de las deudas, porque él no tenía cara de póquer y, cuando acabó su propio dinero, echó mano del de ella, y, finalmente, a la azotea de un edificio alto a la que al fin se encaminaron los dos. Pamela nunca los perdonó, especialmente, por hacerle imposible decirles que les negaba el perdón. Para desquitarse, se impuso la tarea de desterrar todo lo que conservaba de ellos. Por ejemplo, la inteligencia: se negó a estudiar. Y, ya que no podía cambiarse la voz, le hizo expresar ideas que los suicidas conservadores de sus padres habrían reprobado. Se caso con un indio. Y, puesto que él resultó igual que ellos, le hubiera dejado. Había decidido dejarle. Cuando, una vez más, fue burlada por la muerte.
Estaba adelantando a un camión-remolque de congelados, cegada por las salpicaduras que levantaban las ruedas, cuando se metió en un gran charco de agua que se había formado en una pequeña depresión del asfalto y que estaba esperándola, y el MG patinó a una velocidad escalofriante, se salió del carril rápido y giró en redondo de manera que ella vio los faros del camión-remolque que la miraban sin pestañear como los ojos de Azrael, el ángel exterminador. «Telón», pensó ella; pero su coche derrapó saliéndose del camino del mastodonte, cruzando los tres carriles de la carretera, que milagrosamente estaban vacíos, y fue a incrustarse con menos violencia de la que cabía esperar en la barrera del arcén, después de hacer otro giro de ciento ochenta grados, quedando, una vez más, cara al Oeste, donde con el cursi romanticismo de la vida real, el sol disipaba las nubes de tormenta.
El hecho de estar vivo te compensa de las cosas que te hace la vida. Aquella noche, en un comedor de paredes de roble, decorado con banderas medievales, Pamela Chamcha, con su traje más deslumbrante, comió un asado de caza y se bebió una botella de Château Talbot, sentada a una mesa cargada de plata y cristal, celebrando un nuevo comienzo, el escape de las fauces de, la otra oportunidad, para volver a nacer antes tienes que: bueno, casi, de todos modos. Bebió y comió sola, ante la mirada lasciva de americanos y viajantes, y se retiró temprano a una habitación de princesa en una torre de piedra, donde tomó un largo baño y estuvo viendo películas viejas en televisión. Ahora, después de haber visto a la muerte tan cerca, sentía que se desprendía del pasado: por ejemplo, de su adolescencia bajo la tutela del malvado tío Harry Higham, que vivía en una mansión del siglo XVII que había sido propiedad de un pariente lejano, Matthew Hopkins, el Descubridor de Brujas General, que con macabro sentido del humor le puso el nombre de Cremlins. Ahora, al recordar al juez Higham a fin de olvidarlo, Pamela murmuró, dirigiéndose al ausente Jumpy, que también ella tenía su historia de Vietnam. Después de la gran manifestación celebrada en Grosvenor Square, en la que mucha gente lanzó canicas bajo los cascos de los caballos de la policía que cargaba, se produjo el único caso en la historia jurídica británica en el que la canica fue considerada arma letal y muchos jóvenes fueron encarcelados e, incluso, deportados por posesión de las pequeñas esferas de vidrio. El juez que presidía el tribunal del caso de las Canicas de Grosvenor era el mismo Henry Higham (al que en adelante se apodó «Hang'em», es decir «Colgadlos»), y ser su sobrina fue muy dura carga para una joven aquejada ya de una voz de derechas. Ahora, en la tibia cama de su castillo temporal, Pamela Chamcha se libró de este viejo demonio, adiós, Hang'em, no tengo tiempo para ti; y de los fantasmas de sus padres; y se dispuso a liberarse del más reciente de todos sus fantasmas.
Mientras degustaba un coñac, Pamela contemplaba vampiros en televisión y se permitía sentirse satisfecha, en fin, satisfecha de sí misma. ¿No se había inventado a sí misma a su propia imagen? Yo soy lo que soy, brindó por sí misma con coñac Napoleón. Yo trabajo en el consejo de asistencia a la comunidad del barrio de Brickhall, Londres, NE1; encargada de la asistencia a la comunidad y muy buena en mi trabajo, aunquemestémaleldecirlo. ¡Salud! Acabamos de elegir a nuestro primer presidente negro, y todos los votos emitidos contra él eran blancos. ¡Adentro! Hace una semana, un respetado comerciante asiático, por el que habían intercedido parlamentarios de todos los partidos, fue deportado, después de haber vivido en Inglaterra dieciocho años porque hace quince echó al correo determinado impreso con cuarenta y ocho horas de retraso. ¡Chin-chin! La semana próxima, en la audiencia de Brickhall, la policía tratará de ajustarle las cuentas a una nigeriana de cincuenta años, acusándola de asalto, después de haberla molido a palos. ¡Skol! Ésta es mi cabeza, ¿la ven? Lo que yo llamo mi trabajo consiste en romperme la cabeza contra Brickhall.
Saladin estaba muerto y ella estaba viva.
Bebió por eso. Había muchas cosas que yo quería decirte, Saladin. Cosas importantes: sobre el rascacielos de oficinas de la Brickhall High Street, frente al McDonald's; lo insonorizaron completamente, pero el silencio agobiaba a los empleados y ahora ponen cintas de ruido ambiental blanco en el sistema de altavoces… Esto te habría gustado, ¿eh? Y esa mujer parsi conocida mía, Bapsy se llama, que vivió una temporada en Alemania y se enamoró de un turco. Lo malo es que el único idioma que tenían en común era el alemán; ahora Bapsy ha olvidado casi todo el alemán que sabía mientras que él lo habla cada vez mejor; él le escribe unas cartas cada vez más poéticas y ella casi no puede contestarle ni con canciones infantiles. El amor que muere por causa de un desfase lingüístico, ¿qué te parece? El amor que muere. Un tema que nos va, ¿eh, Saladin? ¿Qué dices tú?
Y un par de cosillas más. Hay un asesino suelto en mi demarcación que está especializado en matar viejas; por lo tanto, no te apures, estoy segura. Hay muchas más viejas que yo.
Y otra cosa: te dejo. Se acabó. Hemos terminado.
Yo no podía decirte nada, ni lo más mínimo. Si te decía que estabas engordando, te pasabas una hora gritándome, como si eso pudiera cambiar lo que veías en el espejo, lo que te decía la tirantez del pantalón. Me interrumpías en público. La gente se daba cuenta de lo que pensabas de mí. Yo te perdonaba, ése fue mi error; yo podía ver el centro de tu ser esa cosa tan terrible que tenías que proteger con todo tu aplomo y afectación. Ese espacio vacío.
Adiós, Saladin. Vació la copa y la dejó a su lado. La lluvia que volvía a caer azotaba los cristales emplomados de sus ventanas; ella corrió las cortinas y apagó la luz.
Tendida en la cama, deslizándose hacia el sueño, Pamela pensó en las últimas cosas que necesitaba decir a su difunto marido. «En la cama -así le vinieron las palabras- nunca parecías interesado en mí; no en mi placer ni en lo que yo deseaba, nunca. Llegué a pensar que lo que tú deseabas no era una esposa sino una criada. Ya lo sabes. Ahora descansa en paz.»
Soñó con él, su cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban -le decía-. Esta civilización; los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda, caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras podamos; hasta que llegue la noche.»
Ella no estaba de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de nada decírselo ahora.
Cuando Pamela lo echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales, un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.
«Eh, San Jumpy -gritó-, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes en esta tierra?» Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba, porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío -dijo cuando el dueño del café estuvo delante de él-, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?»
«¿Tú has hecho dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.
«Yo no, tío.»
«¿Negocios? ¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?»
«Los números nunca fueron mi fuerte.»
«¿Y dónde está tu familia?»
«No tengo familia, tío. Estoy solo.»
«Entonces, debes de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?»
«Tú me conoces, tío. Yo no rezo.»
«Entonces, no cabe duda -dictaminó Safyan-. Eres un idiota mayor de lo que piensas.»
«Gracias, tío -dijo Jumpy apurando el café-. Me has ayudado mucho.»
Sufyan, advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson -llamó-, ven a resolver un misterio.» Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me explicas lo que es este hombre -dijo Sufyan-. No lo entiendo. No bebe, el dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas.»
Hanif Johnson golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?»
«Voces interiores -dijo Hanif con solemnidad-. Arriba, en su escritorio, hay un papel que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre.»
Jumpy saltó, tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a Hanif, que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros, Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es la imagen del poeta. También el individuo. -Se interrumpió mientras corría hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos como aspas-. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?» Al igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación -suplicó a Hanif-. Por Dios, déjalo ya.»
«Las voces que oye uno están en el exterior -rumiaba el dueño del café -. Juana de Arco, na. O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande, y es pobre.»
«Basta -Jumpy levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír-. Me rindo.»
Después de aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs. Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche, detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.
«Mr. Jamshed Joshi -entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés-. Se ruega a Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal.»
El padre, al ver la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer: «Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de las maneras.»
Lo imposible se produjo entre Pamela y Jamshed después de q«e estuvieran siete días en la cama amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento. Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes tropicales, en un país cálido y luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.
A la séptima noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó: «Oh, no, no.» Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela, que me dice: Vuelva arriba… Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió las luces.
Pamela y Jumpy chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie, bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión, olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces y se quedó inmóvil.
Arriba, en la habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto.»
Mr. Gibreel Farishta, en el tren que lo llevaba a Londres fue acometido nuevamente y quién no por el temor de que Dios había decidido castigarlo por su pérdida de fe haciéndole perder el juicio. Se había sentado al lado de la ventanilla de un compartimiento de primera no fumadores, de espaldas a la máquina, porque por desgracia en el otro sitio iba sentado un individuo, y con el sombrero bien calado, hundía los puños en los bolsillos de su gabardina de forro escarlata y sentía pánico. El terror de perder la razón por una paradoja, de ser destruido por algo en lo que ya no creía que existiera, de convertirse, en su locura, en el avatar de un arcángel quimérico, era tan fuerte que le resultaba imposible contemplar siquiera durante mucho tiempo tal eventualidad; sin embargo, cómo si no podía explicar los milagros, metamorfosis y apariciones de los últimos días. «Es una elección sencilla -se decía temblando en silencio-. Es A, yo he perdido el juicio, o B, baba, alguien ha ido y cambiado las reglas.»
Pero ahora, sin embargo, estaba el refugio de aquel compartimiento del tren que, afortunadamente, no tenía nada de milagroso: los apoyabrazos estaban deshilachados, la lamparita de lectura de encima de su hombro no funcionaba, el espejo faltaba del marco, y, por si no fuera suficiente, estaba el reglamento: las pequeñas señales circulares rojas y blancas prohibiendo fumar, los rótulos que penalizaban el uso indebido de la alarma, las flechas que indicaban los puntos hasta los cuales -y no más allá- se permitía abrir las pequeñas ventanas correderas. Gibreel hizo una visita al aseo y también allí una pequeña serie de prohibiciones e instrucciones le alegraron el corazón. Cuando llegó el revisor, con la autoridad de su máquina de taladrar medias lunas en los billetes, Gibreel, tranquilizado por estas manifestaciones de la ley, empezó a animarse e inventar explicaciones racionales. Había tenido mucha suerte al escapar de la muerte, luego había sufrido una especie de delirio y ahora volvía a ser él mismo, podía esperar que, de un modo u otro, retomaría el hilo de su vieja vida, es decir, de su vieja vida nueva, la vida nueva que él planeara antes de la, hum, interrupción. Mientras el tren lo alejaba y alejaba de la zona crepuscular de su llegada y subsiguiente misterioso cautiverio, transportándolo por unas vías metálicas paralelas halagüeñamente previsibles, sintió que la atracción de la gran ciudad empezaba a ejercer su mágico efecto en él, y renació su antiguo don de esperanza, su talento para acoger el cambio, para volver la espalda a las penalidades pasadas y encarar el futuro. Bruscamente, se levantó y se dejó caer en una butaca del lado opuesto del compartimiento, volviendo la cara simbólicamente hacia Londres, aun a costa de renunciar a la ventanilla. ¿Qué le importaban a él las ventanillas? Todo lo que él deseaba ver de Londres lo tenía allí, ante los ojos de la imaginación. Pronunció su nombre en voz alta: «Alleluia.»
«Aleluya, hermano -dijo el único otro ocupante del compartimiento-. Hosanna, señor, y amén.»
«Aunque debo agregar, caballero, que mis creencias se sustraen enteramente a cualquier denominación -prosiguió el desconocido-. Si usted hubiera dicho "La-ilaha" yo le habría contestado con un rotundo "illallah".»
Gibreel comprendió que su cambio de asiento y su inadvertido enunciamiento del poco corriente nombre de Allie habían sido erróneamente interpretados por su compañero como manifestaciones de carácter social y teológico. «John Maslama -exclamó el individuo poniendo en la mano de Gibreel una tarjeta que había sacado de una maletita de piel de cocodrilo-. Personalmente, yo sigo mi propia variante de la fe universal inventada por el emperador Akbar. Dios, diría yo, es algo similar a la Música de las Esferas.»
Era evidente que Mr. Maslama reventaba de ganas de hablar y, ahora que se había destapado, no cabía sino aguantar el chaparrón hasta que agotara su sentenciosa verborrea. Puesto que el sujeto tenía complexión de campeón de lucha libre, parecía desaconsejable hacerle enfadar. Farishta descubrió en sus ojos el brillo del Verdadero Creyente, una luz que hasta hacía poco había visto todos los días en el espejo al afeitarse. «He conseguido situarme bastante bien -se jactaba Maslama con su bien modulado acento de Oxford-. Para un hombre de color, excepcionalmente bien, habida cuenta de las peregrinas circunstancias en las que estamos inmersos como sin duda reconocerá.» Con una manaza que recordaba un jamón hizo un pequeño pero elocuente movimiento indicando la opulencia de su atuendo: temo de raya fina con muy buena hechura, reloj de oro con su colgante y su cadena, zapatos italianos, corbata de seda con escudo y gemelos de orfebrería en blancos puños almidonados. Encima de esta indumentaria propia de un milord inglés había una cabeza de asombroso tamaño, cubierta de espeso y planchado pelo, dotada de cejas de increíble frondosidad debajo de las que relampagueaban los ojos feroces de los que Gibreel ya había tomado buena nota. «Muy elegante», concedió, puesto que comprendía que algo había que decir. Maslama asintió. «Yo siempre me he inclinado hacia el ornato», reconoció.
Había hecho lo que él llamaba su primer montón con la producción de cancioncitas publicitarias, «la música del diablo» que arrastra a las mujeres a la lencería y el rojo de labios, y a los hombres, a la tentación. Ahora poseía tiendas de discos en toda la ciudad, un próspero club nocturno llamado «Cera Caliente» y un almacén lleno de relucientes instrumentos musicales que era su orgullo y alegría. Era indio de la Guayana, «pero allí ya no queda nada. La gente se marcha más aprisa de lo que vuelan los aviones. -Se hizo rico en poco tiempo-… por la gracia de Dios Todopoderoso. A mí me gusta santificar el domingo, confieso que tengo debilidad por los himnos ingleses y cuando yo canto tiemblan las tejas.»
La autobiografía terminó con una breve mención de la existencia de una esposa y una docena de niños. Gibreel le dio la enhorabuena, confiando en que se haría el silencio, pero entonces Maslama soltó la bomba: «No tiene usted que contarme nada de sí mismo -dijo jovialmente-. Naturalmente, yo sé quién es usted, a pesar de que no espera uno encontrar a semejante personaje en la línea Eastbourne-Victoria. -Guiñó un ojo con una amplia sonrisa y puso Un dedo al lado de la nariz-. Chitón. Yo respeto la intimidad de las personas, desde luego, ni que decir tiene.»
«¿Yo? ¿Quién soy yo?» La sorpresa hizo reaccionar a Gibreel de un modo absurdo. El otro movió pesadamente la cabeza, ondulando las cejas como suaves antenas. «La pregunta clave, en mi opinión. Éstos son tiempos difíciles para un hombre moral. Cuando un hombre abriga dudas respecto a su esencia, ¿cómo va a saber si es bueno o malo? Pero usted debe de encontrarme pesado. Yo respondo mis propias preguntas por mi fe en Ello. -Maslama señaló el techo del compartimiento- y, por supuesto, usted no siente la menor confusión acerca de su identidad, ya que es el famoso, podría decirse el legendario, Mr. Gibreel Farishta, estrella de la pantalla y, últimamente, cada vez más, siento mencionarlo, del vídeo pirata; mis doce hijos, mi esposa y yo somos viejos e incondicionales admiradores de sus divinas hazañas.» Agarró y comprimió la mano derecha de Gibreel.
«Dado que yo personalmente me inclino por la idea panteísta -siguió rugiendo Maslama-, mi propia simpatía hacia su trabajo se debe a su buena disposición para encarnar a deidades de toda índole imaginable. Usted, señor mío, es una coalición arco iris de lo celestial; una ONU de dioses ambulante. Usted es, en suma, el futuro. Permítame saludarle. -Aquel hombre empezaba a despedir el tufo del loco auténtico y, a pesar de que hasta el momento no había dicho ni hecho todavía algo que se apartara de lo puramente propio del tipo, Gibreel empezaba a alarmarse y a medir la distancia hasta la puerta con rápidas miraditas de ansiedad-. Yo sustento la opinión -decía Maslama- de que comoquiera que uno lo llame, el nombre no es más que un código, una clave, Mr. Farishta, detrás de la cual se esconde el verdadero nombre.» Gibreel guardaba silencio, y Maslama, sin disimular su decepción, se vio obligado a hablar por él. «Cuál es ese nombre verdadero, me parece oírle preguntar», dijo, y entonces Gibreel dejó de dudar: aquel hombre era un desequilibrado, y probablemente su autobiografía era tan falsa como su fe. Gibreel pensó que, dondequiera que fuera, le perseguían las ficciones, ficciones que se simulaban seres humanos. «Yo lo he atraído sobre mí -Se acusó-. Al temer por mi propia razón, he despertado, sabe Dios en qué oscuro recoveco, a este loco parlanchín y acaso peligroso.»
«¿No lo sabe? -gritó de pronto Maslama, levantándose de un salto-. ¡Charlatán! ¡Embustero! ¡Farsante! ¿Pretende ser el inmortal de la pantalla, avatar de ciento y un dioses y no tiene ni la más remota? ¿Cómo es posible que yo, un pobre chico de Bartica en Essequibo, que ha triunfado por su propio trabajo, sepa estas cosas y Gibreel Farishta, no? ¡Me río yo!»
Gibreel se puso en pie, pero el otro ocupaba casi todo el espacio disponible para estar de pie y él, Gibreel, tuvo que ladear el cuerpo grotescamente para escapar de los brazos de Maslama, que se movían como aspas de molino, uno de los cuales le hizo caer el sombrero de fieltro gris. Inmediatamente, Maslama se quedó con la boca abierta. Pareció que se encogía varios centímetros y, después de unos momentos de petrificación, cayó de rodillas con un golpe sordo.
¿Qué hace ahora en el suelo?, se preguntó Gibreel. ¿Irá a recoger el sombrero? Pero el loco le pedía perdón. «Nunca dudé que vendrías -decía-. Perdona mi torpe indignación.» El tren entró en un túnel y Gibreel vio que estaban envueltos en una cálida luz dorada que procedía de un punto situado mismamente detrás de su cabeza. En el cristal de la puerta corredera vio el reflejo de la aureola que partía de su pelo. Maslama estaba manoseando los cordones de los zapatos. «Señor, toda mi vida supe que había sido elegido -decía con una voz que era ahora tan humilde como antes amenazadora-. Lo sabía ya cuando era niño, allá en Bartica. -Se quitó el zapato del pie derecho y empezó a enrollar el calcetín-. Me fue dada una señal -dijo. Se quitó el calcetín, dejando al descubierto un pie completamente normal, aunque de gran tamaño. Entonces Gibreel contó y contó, del uno al seis-. El otro pie, igual -dijo Maslama con orgullo-. Yo nunca dudé del significado.» Él se nombró a sí mismo ayudante del Señor, el sexto dedo del pie de la Cosa Universal. Algo se ha torcido en la vida espiritual del planeta, pensó Gibreel Farishta. Demasiados demonios dentro de la gente que declaraban creer en Dios.
El tren salió del túnel. Gibreel tomó una decisión. «Levanta, Seisdedos -declamó con su mejor entonación de película hindi-. Levanta, Maslama.»
El hombre se puso en pie y se tiraba de los dedos de las manos, con la cabeza inclinada. «Lo que yo quiero saber, señor -murmuró-, es qué va a ser, ¿aniquilación o salvación? ¿Por qué has vuelto?»
Gibreel pensó con rapidez. «Para juzgar -dijo al fin-. Hay que examinar los hechos y sopesar debidamente pros y contras. Aquí es la raza humana lo que se juzga, y el acta de acusación es tremenda, el acusado es un infame, un huevo podrido. Deben hacerse cuidadosas evaluaciones. Por el momento, se reserva el veredicto, el cual será revelado oportunamente. Mientras, mi presencia debe permanecer en secreto, por vitales razones de seguridad.» Volvió a ponerse el sombrero, satisfecho de sí mismo.
Maslama asentía briosamente. «Puedes fiarte de mí -prometió-. Yo soy un hombre que respeta profundamente la intimidad de las personas. Lo dicho: chitón.»
Gibreel huyó del compartimiento, perseguido por los himnos del loco. Cuando llegó al extremo del tren, los cánticos de Maslama seguían oyéndose claramente a su espalda. «¡Aleluya! ¡Aleluya!» Al parecer, su nuevo discípulo la había emprendido con fragmentos de El Mesías de Haendel.
Ahora bien: Gibreel no fue perseguido y, afortunadamente, en la cola del tren había un vagón de primera clase. Éste era de tipo salón, con cómodos sillones naranja dispuestos en grupos de cuatro alrededor de las mesas, y Gibreel se instaló junto a una ventana, de cara a Londres, con el corazón desbocado y el sombrero encasquetado. Trató de asumir la innegable presencia de la aureola pero no lo consiguió porque, con el desequilibrio de John Maslama a su espalda y la ilusión de Alleluia Cone en perspectiva, costaba trabajo ordenar los pensamientos. Y entonces, con desesperación, vio a Mrs. Rekha Merchant flotando al lado de su ventanilla, sentada en su Bokhara voladora, evidentemente impasible a la tormenta de nieve que estaba preparándose allá arriba y que daba a Inglaterra el aspecto de un estudio de televisión cuando ya ha terminado el programa del día. Ella le saludó con la mano y Gibreel sintió que la esperanza le abandonaba. El castigo, en alfombra voladora: cerró los ojos y se concentró en tratar de no temblar.
«Yo sé lo que es un fantasma -decía Allie Cone a una clase de jovencitas que la miraban con caras iluminadas por la suave luz interior de la adoración-. En el Himalaya, con frecuencia se da el caso de que los escaladores son acompañados por los espíritus de los que fracasaron en el intento o por los espíritus, más tristes pero también más ufanos, de los que consiguieron llegar a la cumbre y perecieron durante el descenso.»
Fuera, en el parque, la nieve se posaba en los altos árboles desnudos y en el suelo llano. Entre las nubes de nieve bajas y oscuras y la ciudad alfombrada de blanco, la luz tenía un feo color amarillo, era una luz empañada que deprimía el ánimo y ahuyentaba el ensueño. Allá arriba, recordaba Allie, allá arriba, a ocho mil metros, la luz tenía una claridad que parecía vibrar y resonar como la música. Aquí, en la tierra llana, la luz también era llana y terrena. Aquí no volaba nada, el junco estaba seco y no se oía cantar ningún pájaro. Pronto sería de noche.
«¿Ms Cone? -Las manos de las niñas que se agitaban en el aire la hicieron regresar a la clase-. ¿Fantasmas, señorita? ¿Allí arriba? Nos toma el pelo, ¿verdad?» En sus caras, el escepticismo luchaba con la adoración. Ella sabía cuál era la pregunta que realmente querían hacerle y, probablemente, no le harían: la pregunta acerca del milagro de su tez. Ella las oyó cuchichear al entrar en clase, es verdad, fíjate, qué palidez, es increíble. Alleluia Cone, cuya blancura de hielo resistía el sol de los ocho mil metros. Allie, la doncella de nieve, la reina de hielo. Señorita, ¿cómo es que usted no se broncea? Cuando subió al Everest con la afortunada expedición Collingwood, los periódicos los llamaban Blancanieves y los Siete Enanitos, por más que ella no tenía nada de muñequita de Disney: sus labios eran pálidos y no rojo sangre; su cabello, rubio de escarcha en vez de azabache, y sus ojos no grandes e inocentes sino entornados, por la costumbre de mirar el reverbero de la nieve. Acudió de pronto el recuerdo de Gibreel Farishta, pillándola desprevenida: Gibreel, en un momento de sus tres días y medio, vociferando con su habitual falta de reserva: «Nena, digan lo que digan, tú no tienes nada de iceberg. Tú eres una dama apasionada, bibi. Más caliente que una kachori» y se soplaba las yemas de los dedos y agitaba la mano enfáticamente. Oh, qué caliente. Echen agua. Gibreel Farishta. Ella se dominó: eh, eh, a trabajar.
«Fantasmas -repitió con firmeza-. Durante la ascensión al Everest, cuando dejé atrás la cascada de hielo, vi a un hombre sentado en un saliente en la postura del loto, con los ojos cerrados y una boina escocesa que entonaba la vieja mantra: Om mani padmé hum.» Ella adivinó en seguida, por su arcaica indumentaria y sorprendente conducta, que se trataba del espectro de Maurice Wilson, el yogi que, allá por 1934, se preparó para una ascensión al Everest en solitario ayunando durante tres semanas, a fin de crear una unión tan íntima entre su cuerpo y su alma que la montaña no fuera lo bastante fuerte para separarlos. En una avioneta fue lo más arriba que pudo, estrelló el aparato en la nieve, continuó la ascensión a pie y no volvió. Cuando Allie se acercaba, Wilson abrió los ojos y saludó con un ligero movimiento de cabeza. Durante el resto del día caminaba a su lado o se mantenía suspendido en el aire mientras ella escalaba una pared. En un momento dado, se lanzó en plancha sobre la nieve que cubría una pronunciada pendiente y se deslizó hacia arriba como si viajara en un invisible funicular. Allie, por razones que después no sabría explicarse, se comportaba con toda naturalidad, como quien acaba de tropezarse con un viejo conocido. Wilson le daba conversación. «Últimamente, en realidad, no tengo mucha compañía», y expresó, entre otras cosas, su profunda irritación porque la expedición china de 1960 hubiera descubierto su cuerpo. «Esos pequeños capullos amarillos tuvieron el descaro de filmar mi cadáver.» Alleluia Cone estaba impresionada por los espectaculares cuadros amarillo y negro de su inmaculado pantalón bombacho. Contaba estas cosas a las niñas de la escuela de Brickhall Fields que le habían escrito tantas cartas para pedirle que les diera una charla que no pudo negarse. «Tienes que venir -le rogaban-. Si hasta vives aquí.» Por la ventana de la clase, se veía su piso, al otro lado del parque, ahora velado por la nevada que arreciaba.
Lo que no dijo a la clase fue esto: mientras el fantasma de Maurice Wilson describía con minucioso detalle su propia ascensión -y también sus descubrimientos póstumos, por ejemplo, el ritual nupcial lento, tortuoso, infinitamente delicado e invariablemente improductivo del yeti, que él había presenciado recientemente en el Collado Sur-, ella pensó que su visión del excéntrico de 1934, el primer ser humano que intentara escalar el Everest en solitario, una especie de abominable hombre de las nieves también él, no fue casual sino una señal, una declaración de parentesco. Una profecía, quizá, porque fue en aquel momento cuando nació su sueño secreto, el imposible: el sueño de una ascensión en solitario. También era posible que Maurice Wilson fuera el ángel de su muerte. «Yo quería hablaros de fantasmas -decía- porque la mayoría de los montañeros, cuando bajan de las cumbres, se callan estas cosas por vergüenza. Pero existen, tengo que reconocerlo, a pesar de que yo soy de la clase de personas que siempre mantienen los pies bien asentados en tierra.»
Esto era una broma. Sus pies. Ya antes de subir al Everest había empezado a tener fuertes dolores, y su médico, la doctora Mistry, una mujer de Bombay poco amiga de rodeos, le dijo que tenía arcos caídos. «Lo que vulgarmente se llama pies planos.» Sus arcos, que siempre fueron débiles, se habían debilitado más aún por el uso prolongado durante años de zapatillas y calzado perjudicial. La doctora Mistry no pudo proponer grandes soluciones: ejercitar los dedos aprisionando objetos, subir corriendo las escaleras descalza, usar calzado apropiado. «Todavía es joven -le dijo-. Tiene que cuidarse. Si no, a los cuarenta años será una inválida.» Cuando Gibreel -¡maldita sea!- se enteró de que había subido al Everest como si pisara puntas de lanza, él empezó a llamarla su silkie. Él había leído un libro de cuentos de hadas en el que encontró la historia de la sirena que dejaba el océano y tomaba forma humana por el amor de un hombre. Ahora tenía pies en lugar de cola, pero cada paso era un martirio, como si caminara sobre cristales rotos; a pesar de todo, ella seguía andando, alejándose del mar, tierra adentro. Tú lo hiciste por una puñetera montaña, le dijo. ¿Lo harías por un hombre?
Ella había ocultado el dolor a sus compañeros de expedición porque la atracción del Everest era arrolladora. Pero ahora el dolor continuaba y era cada día más fuerte. El azar, un defecto congénito, le ataba los pies. Fin de la aventura, pensó Allie; traicionada por los pies. La obsesionaba la imagen de los pies vendados. Condenados chinos, pensaba, haciendo eco al fantasma de Wilson.
«Para algunas personas es tan fácil la vida -sollozó en brazos de Farishta-. ¿Por qué a ellas no les fallan sus condenados pies?» Él le dio un beso en la frente. «Para ti siempre será una lucha -dijo él-. Lo deseas demasiado.»
La clase esperaba, impaciente toda aquella charla de fantasmas. Las chicas querían que les explicara el caso, su caso. Querían encontrarse en la cumbre. Ella deseaba preguntar: ¿Vosotras sabéis lo que es que toda tu vida se concentre en un momento, en un par de horas? ¿Sabéis lo que es cuando no puedes ir más que hacia abajo? «Yo estaba en la segunda cordada, con el sherpa Pemba -dijo-. El tiempo era perfecto, perfecto. Tan claro que te parecía que podrías ver a través del cielo lo que hubiera más allá. La primera cordada ya debe de estar arriba, dije a Pemba. El tiempo se mantiene y podemos subir. Pemba se puso muy serio, lo cual era una novedad, ya que era uno de los más bromistas de la expedición. Él tampoco había estado en la cumbre. Hasta entonces yo no había pensado en subir sin oxígeno, pero al ver que Pemba se disponía a intentarlo, pensé: de acuerdo, yo también. Fue un capricho estúpido, de aficionado, pero de repente quise ser una mujer sentada en lo alto de la condenada montaña, un ser humano, no una máquina que respira. Pemba dijo: Allie Bibi, no hacer, pero yo eché a andar. Al poco rato, nos cruzamos con los que bajaban y yo vi la expresión de sus ojos. Estaban tan contentos, tan eufóricos, que ni se dieron cuenta de que yo no llevaba el equipo de oxígeno. Mucho cuidado, nos gritaron. Cuidado con los ángeles. Pemba respiraba a buen ritmo y yo acompasé la respiración aspirando y expulsando el aire al unísono con él. Sentía la cabeza ligera y sonreía de oreja a oreja, y cuando Pemba me miraba veía que él estaba igual que yo. Parecía una mueca, como de dolor, pero era una alegría loca. -Era una mujer que había alcanzado la trascendencia, los milagros del alma, por el duro esfuerzo físico de subirse por una alta roca cubierta de hielo-. En aquel momento -dijo a las chicas que subían con ella, siguiendo cada paso de la ascensión-, lo creí todo: que el universo tiene un sonido, que puedes levantar un velo y ver la faz de Dios, todo. Vi los Himalayas a mis pies, y aquello también era la faz de Dios. Pemba debió de ver en mi expresión algo que le alarmó, porque me gritó: Cuidado, Allie Bibi, la altura. Recuerdo que floté por el último repecho y llegué arriba, y allí estábamos, y por todos los lados el suelo bajaba. Qué luz; el universo purificado en luz. Yo quería arrancarme la ropa y dejar que me empapara la piel. -En la clase, ni una risita; todas estaban bailando desnudas con ella en el techo del mundo-. Entonces empezaron las visiones, los arco iris que se ondulaban y danzaban en el cielo, el resplandor que caía como una cascada del sol, y había ángeles, los otros no bromeaban. Yo los vi, y el sherpa Pemba los vio. Los dos estábamos de rodillas. Sus pupilas tenían un blanco puro y las mías también, estoy segura. Probablemente, habríamos muerto allí, seguro, cegados por la nieve y enloquecidos por la montaña, pero entonces oí un ruido, una detonación seca como el disparo de un rifle. Aquello me despertó. Tuve que gritar a Pem hasta que también él reaccionó y empezamos a bajar. El tiempo cambiaba rápidamente; se acercaba una ventisca. Ahora el aire estaba denso, ahora, en lugar de aquella levedad, aquella ligereza, había pesadez. Apenas llegamos al punto de reunión los cuatro nos metimos en la pequeña tienda del Campamento Seis, a ocho mil doscientos metros. Allá arriba no hablas mucho. Cada cual tenía su propio Everest que escalar una y otra vez, durante toda la noche. Pero sí pregunté: "¿Qué fue aquel ruido? ¿Alguien disparó una escopeta?" Me miraron como si estuviera desquiciada. ¿Quién haría una estupidez semejante a esta altitud, dijeron; además, Allie, sabes perfectamente que no hay ni un arma en toda la montaña. Tenían razón, naturalmente, pero yo lo oí, de eso estoy segura: bang, bing, el disparo y el eco. Y eso es todo -dijo, terminando bruscamente-. Fin. La Historia de mi vida.» Agarró un bastón con puño de plata y se dispuso a marchar. Mrs. Bury, la maestra, se adelantó para pronunciar las frases de ritual. Pero las chicas no se dejaban distraer. «¿Y qué fue, Allie?», insistieron; y ella, que de repente parecía tener diez años más de sus treinta y tres, se encogió de hombros. «No lo sé -dijo-. A lo mejor, el fantasma de Maurice Wilson.»
Salió de la clase apoyándose pesadamente en el bastón.
La City -el mismo Londres, yaar, nada menos- estaba vestida de blanco, como una plañidera en un funeral. «A ver de quién, el funeral, mister -se preguntaba Gibreel Farishta, frenético-; no será el mío, puñeta, espero y deseo.» Cuando el tren entró en la estación Victoria, él saltó sin esperar a que se parase del todo, se torció un tobillo y cayó de bruces entre las carretillas de equipaje y las risas burlonas de los londinenses que esperaban el tren, agarrándose en su caída a su sombrero cada vez más maltrecho. A Rekha Merchant no se la veía por ninguna parte y, aprovechando el momento, Gibreel corrió entre la gente que se apartaba a su paso, como un poseso, sólo para encontrarla en la puerta de billetes, flotando pacientemente en su alfombra, invisible para todos los ojos menos los suyos, a un metro del suelo.
«¿Qué es lo que quieres? -le apostrofó él-. ¿Qué buscas aquí?» «He venido a ver tu caída -repuso ella al instante-. Mira -agregó-, ya he conseguido que hicieras el ridículo.»
La gente se apartaba de Gibreel, aquel tipo raro de la gabardina grande y el sombrero aplastado, ese hombre habla solo, dijo una voz infantil, y la madre respondió shhh, cariño, no hay que burlarse de las desgracias de la gente. Bien venido a Londres. Gibreel Farishta corrió hacia las escaleras del Metro. Rekha, en su alfombra, le dejó marchar.
Pero cuando él, atropelladamente, llegó al andén de la dirección Norte de la Línea Victoria, volvió a verla. Ahora estaba en un cartel publicitario de la pared del otro lado que anunciaba el sistema telefónico automático internacional. Envíe su voz hasta la India en una alfombra mágica -instaba-. Sin djinns y sin lámparas maravillosas. Él lanzó un alarido que nuevamente hizo que sus compañeros de viaje dudaran de su cordura y huyó al andén de la dirección Sur, por cuya vía entraba un tren. Saltó al interior del coche y allí estaba Rekha Merchant, delante de él, con la alfombra arrollada en el regazo. Las puertas se cerraron estrepitosamente a su espalda.
Aquel día Gibreel Farishta huyó en todas las direcciones, en el Metro de la ciudad de Londres y, dondequiera que iba, Rekha Merchant daba con él; en las interminables escaleras mecánicas de Oxford Circus se sentaba a su lado, y en los atestados ascensores de Tufnell Park se le apretaba por detrás de un modo que, en vida, hubiera considerado escandaloso. En los confines de la Metropolitan Line, arrojó los fantasmas de sus hijos desde lo alto de unos árboles que parecían garras y, cuando él salió a respirar delante del Banco de Inglaterra, se lanzó histriónicamente desde la cúspide de su frontón neoclásico. Y, aunque él no tenía la menor idea de la verdadera forma de aquélla, la más proteica y camaleónica de las ciudades, estaba seguro de que, mientras él circulaba por sus entrañas, constantemente cambiaba de forma, de manera que las estaciones cambiaban de línea y se sucedían en una secuencia aparentemente casual. Más de una vez emergió, medio asfixiado, de aquel mundo subterráneo en el que ya no regían las leyes del espacio y del tiempo, y trató de parar un taxi; pero ninguno se detenía, y él tenía que volver a sumirse en aquel laberinto infernal, aquel laberinto sin salida, y proseguir su huida épica. Por fin, exhausto y sin esperanza, se rindió a la lógica fatal de su locura y salió al azar en la que supuso debía de ser última fútil estación de su prolongado e inútil viaje en busca de la quimera de la renovación. Salió a la amarga indiferencia de una calle de desperdicios esparcidos por el viento, próxima a un cinturón infestado de camiones. Ya había oscurecido y él, con paso inseguro, utilizando sus últimas reservas de optimismo, entró en un parque al que las ectoplásmicas luces de tungsteno daban un aire espectral. Cuando cayó de rodillas en la soledad de la noche de invierno, vio una figura de mujer que avanzaba lentamente hacia él a través de la hierba cubierta de nieve, y supuso que era su némesis, Rekha Merchant, que venía a darle el beso de la muerte, a arrastrarle a un submundo más profundo que aquel en el que ella le había enloquecido. Ya no le importaba, y cuando llegó la mujer, él había caído de bruces sobre los antebrazos, con la gabardina colgando alrededor de él, dándole el aspecto de un gran escarabajo moribundo que, por misteriosas razones, llevara un sucio sombrero de fieltro gris.
Como a mucha distancia, oyó que de la garganta de aquella mujer partía un grito en el que se mezclaban la incredulidad, la alegría y cierto resentimiento, y, poco antes de perder el sentido, comprendió que, por el momento, Rekha le permitía hacerse la ilusión de que había llegado a lugar seguro, para que, al fin, su victoria fuera aún más dulce.
«Estás vivo -dijo la mujer, repitiendo las palabras que le dijo la primera vez que lo vio-. Has recobrado la vida. Eso es lo que importa.»
Sonriendo, él se quedó dormido ante los pies planos de Allie mientras caía la nieve.