VII

El pozo de los Leones

Me quedaban ocho horas antes de la cita. Pensé que si aprovechaba bien todos los minutos, el lunes podría ir a ver a Lotty, a Tessa y a los Alvarado y decirles bajo palabra de honor que había hecho lo que había podido, y luego dejarlo todo en manos de Rawlings.

Subí por Western hasta Armitage, seguí por Milwaukee, donde los lazos de la autopista se ciernen amenazadores sobre el vecindario sobre altos pilotes de cemento. En una esquina de por allí abajo estaba la escuela del Santo Sepulcro, en la que estudiaba Consuelo.

Había jugado al tenis en las pistas de asfalto irregular, encantadora con sus pantalones blancos y su blusa, respirando el amianto de los frenazos de los coches que pasaban sobre su cabeza. Lo sabía: una tarde la vi jugar un partido. Así que podía entender por qué Fabiano se fijó en ella. El solía andar por un bar que se encontraba calle arriba, esperando a su hermana mientras daba clases de tenis. Cuando Consuelo se unió al equipo, él merodeaba alrededor de la escuela mirando a las chicas, y más tarde llevaba a todo el equipo a los partidos. Y así ocurrió todo. Paul me había contado la historia cuando se supo la noticia del embarazo de Consuelo.

La ciudad tiene ciertas normas acerca de bares y escuelas: no pueden estar juntos. Hice un recorrido por la zona y encontré un par de bares lo suficientemente cerca del Santo Sepulcro como para que pudieran ser los refugios de Fabiano. Tuve suerte en el primero. Fabiano estaba bebiendo cerveza en El Gallo, un local sórdido con un gallo chillón pintado a mano en la puerta principal. Estaba viendo a los Sox en un aparato muy pequeño fijado a la pared, muy alto, fuera del alcance de los posibles ladrones. Había otros quince hombres en el bar, atendiendo también al juego. ¿Dejaría caer Ron Kittle otra pelota de rutina? Se veía que estaban conteniendo la respiración.

Cogí un taburete del final de la barra y lo llevé hasta donde estaba Fabiano. El camarero, que hablaba alegremente en el otro extremo de la barra, no me prestó atención. Esperé cortésmente a que acabara el juego y me incliné sobre el hombro de Fabiano.

– Hemos de tener una pequeña charla, señor Hernández.

Sacudió el brazo derramando su cerveza y se dio la vuelta sorprendido. Sé sonrojó de furia cuando me vio.

– ¡Mierda! ¡Quítate de mi vista!

– Vamos, vamos, Fabiano. No es modo de hablarle a tu tía.

Los hombres que estaban a los dos lados de él me miraban.

– Soy la hermana de su madre -expliqué, encogiendo los hombros con azoramiento-. Hace días que no le ve. No quiere hablar con ella. Así que me dijo que le buscara para hacerle entrar en razón.

El se puso de pie en el estrecho espacio que había entre su taburete y el mío.

– ¡Eso es mentira, puta! ¡Tú no eres tía mía!

Un hombre que estaba más allá en la barra lanzó una sonrisa incierta.

– Sé mi tía si él no te quiere, cariño.

Esto provocó una ronda de hurras de algunos otros, pero el hombre que estaba a la izquierda de Fabiano dijo:

– Puede que no sea su tía. Puede que sea de la oficina de recaudaciones para llevarse el coche, ¿eh?

Aquello provocó mayores risas en el grupo.

– Sí, o de la poli, para devolvérselo a sus verdaderos dueños.

– Es mío, tío -dijo Fabiano furioso-. Aquí en el bolsillo tengo los papeles. -Se metió una mano en el bolsillo derecho con un gesto teatral y sacó un papel.

– Puede que también robara eso -dijo el hombre que estaba a su izquierda.

– ¿Coche nuevo, sobrino?[8] -pregunté, impresionada.

– No soy tu sobrino -gritó, escupiéndome. Un hombre de imaginación limitada.

– Ya es suficiente -el camarero se levantó-. Sea o no tu tía, no tienes que tratar así a la señora, Fabiano. Al menos, si quieres seguir bebiendo en mi bar. Y, la verdad, yo creo que es tu tía. Porque a nadie se le ocurriría decir que está emparentado contigo si no lo está. Así que sal y habla con ella. Tu asiento te estará esperando cuando vuelvas y nosotros podremos seguir el partido tranquilos durante un rato.

Fabiano me siguió afuera mohíno, perseguido por los vítores y silbidos del resto de los clientes.

– Ahora me humillas delante de mis amigos. No te lo voy a aguantar, Warshawski, puta.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Darme una paliza de muerte como la que le diste a Malcolm Tregiere? -pregunté en plan desagradable.

Su cara cambió de mohína a alarmada.

– ¡Oye! No irás a colgarme eso. Para nada. Yo no lo toqué. Juro que no lo toqué.

Un modelo viejo de Eldorado azul celeste se encontraba a poca distancia de la entrada del bar. No debía tener más de dos o tres años, y la carrocería estaba en muy buen estado. Como el resto de los coches aparcados en aquella manzana estaban a un paso de ir al chatarrero, deduje que aquél era el coche sobre el que bromeaban los del bar.

– ¿Ése es tu coche, Fabiano? Un buen cacharro para un tipo que hace dos meses no podía comprarle un anillo a su mujer.

Vi que hacía otro movimiento con la boca y le di un tortazo antes de que pudiera escupirme.

– Basta de hacer eso. No quiero que me pegues nada… Háblame del coche.

– No tengo nada que hablar contigo -murmuró.

– No, es verdad. Puedes decírselo a la policía. Les voy a llamar ahora mismo y decirles que te has hecho con un coche nuevo que puede muy bien valer cinco mil. Y voy a sugerirles que los Leones te largaron un montón de pasta por apalear al doctor Tregiere. Después vendrán a hablar contigo. Y mientras la poli te esté sacudiendo de arriba abajo, yo voy a ir a hablar con Sergio Rodríguez. Y voy a decirle que andas conduciendo este bonito coche porque vendes droga para los Garbanzos. Y después, me dedicaré a leer las esquelas. Porque vas a ser un fiambre, Fabiano.

Me volví sobre los talones y me dirigí a mi coche. Fabiano me alcanzó antes de que me diese tiempo a abrir la puerta.

– ¡No puedes hacerme esto!

Yo me reí.

– Claro que puedo. Al fin y al cabo, ¿qué te debo yo? Para serte sincera, me encantaría leer tu esquela.

– ¡Pero es mentira, tía! ¡Es mentira! Me hice con el coche por lo legal. Puedo probarlo.

Cerré la puerta y me apoyé en ella.

– Pues pruébalo.

Se pasó la lengua por los labios.

– Los…, el tipo del hospital… Me dio cinco mil dólares por lo de Consuelo. Para… para que supiese cuánto lo sentían porque se habían muerto la niña y ella.

– Espera que voy a buscar un kleenex. Esa historia me rompe el corazón. ¿Cinco mil? Eso es una pasta por tu mujer y tu hija. ¿Qué te pidieron que hicieras a cambio?

Volvió a pasarse la lengua por los labios.

– Nada. No tuve que hacer nada. Sólo firmar un papel. Firmar un papel por lo de ella y la niña.

Yo asentí. Un pliego de descargo. Lo que le había dicho a Paul. Le habían comprado.

– Tienes que haberles contado una buena historia. Les has tenido que impresionar la leche. Nadie podría pensar aquí que tú necesitas más de cinco mil para tener la boca cerrada. ¿Qué hubieras hecho? ¿Escupir amenazas de los Leones ante sus blancas caras urbanas y asustarles hasta la muerte?

– Siempre estás contra mí, tía. Tú y esa doctora judía, y Paul. No creéis que yo pueda hacer nada bueno. Yo quería a Consuelo. Iba a tener un hijo de los dos. Tengo el corazón roto, tía.

Me sentí como si fuese a vomitar allí mismo.

– Guárdate todo eso para Schaumburg, chati. Se les estafa mejor.

Una sonrisa desagradable revoloteó en sus labios.

– Eso es lo que tú te crees, puta.

Me tuve que contener para no darle una patada en sus pequeños testículos.

– Hablando del doctor Tregiere, Fabiano. Juraste que no le habías tocado.

El me miró.

– No le toqué. No puedes colgarme eso.

– Pero viste cómo alguien sí le tocaba.

– Para nada, tía. Que no he tenido nada que ver con la muerte del fulano. Hay una docena de tipos que dirán que estaban conmigo cuando mataron al fulano ése.

– ¿Sabes a qué hora lo mataron? ¿O es que hay una docena de tipos que dirán que estaban contigo fuese cual fuese la hora en que lo mataron?

– No tengo que aguantar más mierda tuya, Warshawski. Estás intentando colgarme un asesinato y no lo vas a conseguir.

Giró y volvió hacia el bar. Yo me quedé un momento junto a mi coche, mirando el gallo pintado. No me gustaba aquello. Me hubiese gustado tener un poco más de fuerza para haberle sacado la verdad. Se guardaba algo, pero no podía saber si era algo relacionado con la muerte de Malcolm o no.

Me metí en el Chevy y puse rumbo al noreste, hacia casa. ¿Debería mandarle a Rawlings o no? Estuve dándole vueltas toda la tarde, mientras veía a los Cubs perder un partido contra Nueva York, y nadaba un poco entre las boyas junto a Montrose Harbor. No podía ir a ver a Lotty y decirle que me lavaba las manos hasta no estar segura.

A las nueve y media me puse ropa oscura con la que era fácil desenvolverse. En vez de llevar zapatillas de correr, me puse unos oxfords de gruesa suela de goma que solía llevar cuando hacía espionaje industrial. No podía correr tan rápido con ellos, pero si tenía que darle una patada a alguien en sus partes delicadas quería que fuese efectiva.

El sábado por la noche, Humboldt Avenue estaba rebosante de gente. Los coches cruzaban arriba y abajo por North Avenue haciendo sonar las bocinas, llevando la radio a todo volumen. Chicas con tacones de vértigo y blusas de encaje se contoneaban del brazo en grupos risueños. Jóvenes borrachos surgían a su alrededor, silbaban, gritaban y se iban.

Fui hasta Campbell, a cuatro manzanas del lugar de la cita. Era una calle tranquila y bien cuidada, con un letrero en cada uno de los extremos advirtiendo las normas: ni radios, ni graffitis, ni bocinas. Los edificios bien conservados testimoniaban la voluntad de los vecinos por cumplir las normas del letrero. Aparqué bajo una farola. Si me perseguían hasta allí, puede que alguien llamase a la poli.

Me dirigí hacia el oeste a través de los solares. A una manzana de Campbell, el vecindario volvía a deteriorarse. Me abrí paso cuidadosamente a través de botellas rotas, tablas astilladas, neumáticos y objetos demasiado extraños como para identificarlos en la oscuridad. La mayoría de las edificaciones ocupadas eran pequeños bungalows, no edificios de apartamentos. Muchos tenían perros en la parte trasera que tironeaban ferozmente de sus correas o se arrojaban contra las vallas al oírme pasar. Un par de veces aparecieron cabezas en las ventanas, observando para ver qué merodeador andaba por allí.

Cuando salté la última verja que me separaba de Washtenaw, tenía la boca seca y el corazón me latía demasiado deprisa. Sentía los pelos de la nuca erizarse contra el cuello de mi camisa. Rondé por la oscuridad del edificio abandonado que estaba al otro lado de la calle intentando localizar a los centinelas. Intentando controlar la sensación de debilidad que tenía en las rodillas. Venga, Warshawski, me susurré a mí misma, pesca o corta el cebo. Lo que importa en una pelea no es el tamaño del perro, sino el tamaño de la pelea para el perro.

Muy animada con estas cosas, salí de mi refugio a la calle, crucé entre los coches encaramados precariamente en viejas latas de zumos y llegué a la fachada de la tienda que tenía gruesas persianas. Nadie me disparó. Sin embargo, en la oscuridad sentía la presencia de numerosos Leones a mi alrededor.

Llamé rápidamente a la puerta de cristal. Se abrió en seguida, el ancho de una cadena. Apareció el cañón de un revólver. Claro. El ambiente teatral de las bandas, el alivio ante la aburrida vida sin alicientes de las calles.

– Soy V. I. Warshawski, presente como se me mandó, limpia de pensamiento, palabra y actos.

Sentí acercarse a alguien por detrás de mí y agarrarme. No pude permitirme seguir mis reflejos y dar una patada. Unas manos me cachearon con torpeza.

– Está limpia, tío -dijo el chico gangoso que estaba detrás de mí-. No he visto a nadie con ella.

La puerta se cerró para quitar la cadena, y se volvió a abrir. El portero me cogió del brazo y me guió a través de suelos desnudos en los que resonaban nuestros pasos contra las vacías paredes. Atravesamos una especie de pesada cortina que escondía una puerta. Mi escolta repiqueteó sobre la puerta una especie de clave y se oyó correr más cadenas.

Sergio Rodríguez estaba sentado al otro lado, esplendoroso. Llevaba una camisa de seda azul abierta hasta el cuarto botón y gran cantidad de cadenas doradas alrededor del cuello. Estaba reclinado en una silla de despacho de cuero negro, detrás de un tablero de caoba. La alfombra era espesa; el aire, refrescado por un acondicionador que estaba en la ventana, olía a marihuana. En un rincón había un aparato grande en el que se escuchaba muy alto una emisora hispana. Cuando yo entré, alguien bajó el volumen.

Había tres chicos con Sergio. Uno llevaba una camiseta que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. En el brazo izquierdo tenía un pavo real cuyas elaboradas plumas de la cola debían esconder marcas de pinchazos. El segundo llevaba una camisa rosa de manga larga que se ceñía a su esbelto cuerpo como un leotardo. Tanto él como el Tatuaje llevaban revólveres bien a la vista. El tercero era Fabiano. Que yo viese, no iba armado.

– Apuesto a que no esperabas encontrarme aquí, puta -sonrió con suficiencia.

– ¿Qué hiciste? ¿Ir derecho a papi después de hablar conmigo? -le pregunté-. Tenías que tener mucho miedo de que Sergio te hiciese demasiadas preguntas acerca del coche.

Fabiano arremetió contra mí.

– ¡Puta! ¡Espera y verás! ¡Te voy a enseñar lo que es miedo! ¡Te voy a enseñar…!

– ¡Vale! -dijo Sergio con voz ronca-. Tranquilo. Yo dirijo la conversación esta noche… Bueno, Warshawski. Ha pasado mucho tiempo. Mucho tiempo desde que tú trabajabas para mí, ¿eh?

Fabiano se retiró hacia el fondo de la habitación. Camisa Rosa se fue con él, vigilándole un poco. Así que la banda tampoco se fiaba de Fabiano.

– Te ha ido muy bien, Sergio. Reuniones con concejales, reuniones con la Oficina para el Desarrollo de la Comunidad… Tu madre está muy orgullosa de ti -usaba un tono normal, sin expresar ni admiración ni reproche.

– Me va bien, gracias. Pero tú… tú no estás mejor de lo que estabas cuando te vi por última vez, Warshawski. He oído que sigues conduciendo un cacharro, que sigues viviendo sola. Tendrías que casarte, Warshawski. Que colocarte.

– ¡Sergio! Estoy conmovida. ¡Después de tantos años! Y yo que creía que no te importaba nada…

El sonrió, la misma sonrisa imponente, angelical, que me había deslumbrado hacía diez años. Así había conseguido que le redujesen la sentencia.

– Oh, yo ahora soy un hombre casado, Warshawski. Tengo una mujer muy mona, un bebé, una buena casa, buenos coches. ¿Y tú?

– Por lo menos, no tengo a Fabiano. ¿Es uno de los tuyos?

Sergio movió un brazo con pereza.

– Hace algunos recados de vez en cuando. ¿Por qué estás picada con él?

– No estoy picada con él. Estoy llena de admiración por su estilo, y de simpatía por su dolor.

Me volví para coger una silla plegable. Sólo Sergio tenía derecho a estar cómodo. Vi a Fabiano haciendo un gesto de furia y a Camisa Rosa ponerle una mano encima para calmarlo. Acerqué la silla al escritorio y me senté.

– Me gustaría estar segura de que no desahogó su dolor golpeando a Malcolm Tregiere hasta sacarle el cerebro.

– ¿Malcolm Tregiere? El nombre me resulta familiar… -Sergio chasqueó su lengua como un sommelier intentando localizar una añada escurridiza.

– Un médico. Le mataron en la parte alta hace un par de días. Atendió a la novia y al bebé de Fabiano el martes pasado, antes de que muriesen.

– ¡Un médico! Ah, sí, ahora recuerdo. Un negro. Alguien entró en su apartamento, ¿no?

– Sí. No sabrás quién fue, por casualidad, ¿verdad?

Sacudió la cabeza.

– Yo no, Warshawski. No sé nada de eso. Un médico negro que se ocupe de sus asuntos no tiene nada que ver con mis asuntos.

Aquello sonaba definitivo. Me volví y miré hacia los otros tres. Tatuaje se estaba frotando las plumas del brazo izquierdo.

Camisa Rosa miraba vagamente al aire. Fabiano sonreía con afectación.

Volví mi silla hacia un lado para poder ver a los cuatro.

– Fabiano no está de acuerdo. Cree que tú sabes mucho del asunto. ¿Verdad, Fabiano?

El saltó de la pared.

– ¡Hija de puta! Yo no le he dicho nada, Sergio. Nada de nada.

– ¿Nada de qué? -pregunté.

Sergio se encogió de hombros.

– De nada, Warshawski. Tienes que aprender a meterte en tus asuntos. Hace diez años tenía que bajarme los pantalones delante de ti. Ahora eso se acabó. Tengo un abogado de verdad, uno que no se porta como si yo fuera un gusano o algo así cuando necesito ayuda, no una titi que tiene que trabajar porque no puede conseguirse un marido.

Durante un instante me sorprendió. No por lo del marido, sino por lo del gusano. ¿Trataba yo así a mis clientes? ¿O sólo a Sergio, que había apaleado a un anciano de mala manera y lloriqueaba cuando yo quería hablarle del asunto en lugar de intentar ligármelo?

Estaba aturdida y no vi acercarse a Tatuaje hasta un segundo antes de que me golpeara. Me caí rodando de la silla hacia sus piernas, lanzándole de un golpe contra el escritorio. Seguí rodando. Camisa Rosa se lanzó sobre mí, intentando agarrarme los brazos. Le di una patada en la espinilla. El gruñó, cayó hacia atrás e intentó golpearme esta vez. Recibí el golpe en el brazo, me acerqué y le di un rodillazo en el abdomen.

Tatuaje estaba detrás de mí, agarrándome por los hombros. Me relajé en sus manos, me volví a medias y le metí el codo en las costillas. Me soltó lo suficiente como para que yo pudiese escapar, pero Sergio se había unido a la pelea. Gritó algo a Camisa Rosa, que me sujetó por la muñeca izquierda. Sergio me cogió por la cintura y yo me caí torpemente, y él aterrizó encima.

Fabiano, que no había hecho nada durante la corta lucha, me dio una patada en la cabeza. Era un simple gesto: no podía golpear muy fuerte sin darle a Sergio. Sergio me ató las manos a la espalda y se puso de pie.

– Dale la vuelta.

Vi los tatuajes en primer plano y luego miré hacia arriba, hacia la deslumbrante sonrisa de Sergio.

– ¿Pensaste que habías logrado una gran hazaña en aquel tribunal cuando conseguiste que me bajasen la condena de diez años a dos? Bueno, pues no has estado dentro nunca, Warshawski. Si hubieses estado dentro te habrías esforzado más por mí. Ahora puedes comprobar cómo es aquello. Lo que significa sentir dolor, tener que hacer lo que te dice alguien a quien odias.

Me latía el corazón tan rápido que pensé que me iba a ahogar. Cerré los ojos para contar hasta diez y traté de hablar con calma, haciendo un esfuerzo para mantener la voz firme.

– ¿Recuerdas a Bobby Mallory, Sergio? He dejado una carta para él con esta dirección y tu nombre. Si mi cuerpo aparece en un vertedero mañana, ni siquiera tu caro abogado será capaz de sacarte del lío.

– No quiero matarte, Warshawski. No tengo ninguna razón para hacerlo. Sólo quiero que te ocupes de tus asuntos y me dejes a mí los míos… Siéntate sobre sus piernas, Eddie.

Tatuaje obedeció.

– No quiero estropearte, no sea que encuentres a un hombre, Warshawski. Sólo voy a dejarte un pequeño recuerdo.

Sacó una navaja. Sonriendo de manera angelical, se arrodilló y la sujetó junto a mis ojos. Sentía la boca como de papel y el cuerpo me temblaba de frío. El shock, pensé científicamente, es el shock. Me obligué a respirar con cuidado, inspirar hondo, contar hasta cinco y expirar. Y me obligué a mantener los ojos abiertos, mirando a Sergio.

A través de la niebla de miedo, vi que parecía petulante: no le asustaba bastante. El pensamiento me animó y me ayudó a seguir respirando regularmente. Su mano se separó de mis ojos, salió fuera de mi campo visual. Luego, se volvió a poner de pie.

Sentí un pinchazo en la parte izquierda de la mandíbula y el cuello, pero el dolor que sentía en los brazos, atados debajo de mí, era tal que me hacía olvidar cualquier otra sensación.

– Ahora, Warshawski, desaparece de mi vista -Sergio respiraba muy fuerte, sudaba.

Tatuaje me enderezó. Seguimos el complicado ritual de abrir la puerta interior. Tenía las manos aún atadas. Me hicieron atravesar la habitación exterior y salir por la puerta hacia Washtenaw.

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