III

El orgulloso padre

Me quedé en la entrada de urgencias durante un rato después de que Malcolm se fuese. Aquella ala del hospital se encontraba frente a un terreno abierto, y estaban construyendo unas casas a un cuarto de milla más o menos. Entrecerrando los ojos, se tenía la impresión de estar en el campo. Contemplé el suave cielo nocturno. El anochecer del verano, con su acariciante calidez, es mi momento favorito del día.

Finalmente, volví con lentos pasos por el pasillo que conducía a la sala de espera. Junto a la puerta me encontré al doctor Burgoyne que venía del otro lado. Se había vestido de calle, y caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.

– Perdone -le dije.

El levantó la cabeza, fijó los ojos en mí, dudando, y luego me reconoció.

– Ah, sí… La abogada de los Alvarado.

– V. I. Warshawski… Mire: necesito saber una cosa. Antes, la señora encargada de las admisiones me dijo que no estaban tratando a Consuelo porque pensaban que tendrían que trasladarla a un hospital público. ¿Es verdad eso?

Se sobresaltó. Me pareció ver las palabras «Demanda por negligencia» pasando a través de su cara como la cinta de un teletipo.

– Cuando llegó, pensé que lo mejor era estabilizar sus constantes para que pudiese ser trasladada a Chicago y que su médico se ocupase de ella en un entorno familiar. En seguida se vio que no iba a poder ser. Desde luego, a mí nunca se me ocurriría preguntar a una joven de parto y comatosa por su status financiero.

Sonrió forzadamente.

– La forma en que los rumores se extienden desde detrás de la puerta de la sala de operaciones hasta la portería es un completo misterio para mí. Pero siempre llegan. Y acaban distorsionados… ¿Puedo ofrecerle una taza de café? Estoy cansadísimo y necesito distraerme un poco antes de volver a casa.

Miré hacia el interior de la sala de espera. La señora Alvarado no había vuelto. Sospeché que la invitación a café era en gran parte un deseo de ser amistoso con el abogado de la familia para evitar preocupaciones acerca de negligencias y denegación de asistencia. Pero mi día con los Alvarado había acabado conmigo y agradecí unos minutos de conversación con otra persona.

El restaurante del hospital era mucho mejor que las sórdidas cafeterías de que disponen la mayoría de los hospitales de la ciudad. El olor de la comida me hizo darme cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, doce horas antes. Tomé pollo asado y ensalada; Burgoyne picoteó un sandwich de pavo y bebió café.

Me preguntó qué sabía del historial médico de Consuelo y su familia, y se puso a averiguar discretamente la relación que yo tenía con ellos.

– Conozco a la doctora Herschel -dijo de repente-. Al menos, sé quién es. Yo me eduqué en el noroeste e hice el internado allí. Pero Beth Israel es uno de los mejores lugares para aprender obstetricia de alto riesgo. Me aceptaron para hacer un curso de obstetricia cuando acabé el internado hace cuatro años. Aunque la doctora Herschel no esté ahora en el hospital más que a tiempo parcial, sigue siendo una leyenda.

– ¿Por qué no aceptó usted?

Hizo una mueca.

– Friendship abrió este hospital en 1980. Tienen unos veinte en el sureste, pero éste era su primera aventura en el medio oeste, y apostaron fuerte para convertirlo en un escaparate. Me hicieron una buena oferta, no sólo dinero, sino nuevos medios que pensaban instalar, y no pude rechazarlo.

– Ya.

Hablamos un poco más, pero yo había faltado de mi puesto durante cuarenta minutos. Por poco que me gustase mi deber, pensé que tenía que volver con la señora Alvarado. Burgoyne me acompañó hasta la esquina del pasillo que llevaba hasta la sala de espera y se marchó hacia el aparcamiento.

La señora Alvarado estaba sentada inmóvil en una de las sillas naranja cuando entré en la habitación. Contestó a mis preguntas sobre Consuelo con sombríos comentarios acerca de la Divina Providencia y la justicia.

Me ofrecí a acompañarla al restaurante para tomar algo, pero rechazó el ofrecimiento. Se quedó en silencio y se sentó esperando impasible a que alguien viniera con noticias de su hija. Su digna inmovilidad tenía un aire de desamparo que me atacaba los nervios. No se dirigiría a las enfermeras para preguntar por Consuelo; se quedaría allí sentada hasta que le dieran permiso para levantarse. No quería hablar, no quería hacer nada más que quedarse allí sentada con su pena envolviéndola, como si fuera un jersey que se hubiera puesto encima de su uniforme de cafetería.

Fue un alivio ver llegar a Carol con dos de sus hermanos alrededor de las ocho y media. Paul, un joven robusto, de unos veintidós años, tenía una cara dura y fea que le hacía parecer un matón particularmente amenazador. Cuando estaba en los últimos años de escuela, yo me pasaba los veranos sacándole de la Estación Shakespeare, a la que le llevaban siempre como sospechoso de algo. Sólo cuando sonreía dejaba ver su inteligencia y amabilidad escondidas.

Diego, tres años más joven, se parecía más a Consuelo. Bajo, con huesos finos y esbeltos. Carol los condujo por la habitación delante de ella y se acercaron a su madre. Lo que había empezado como una conversación tranquila explotó de pronto.

– ¿Qué quieres decir con que no la viste antes de que Malcolm se marchase? Claro que podías verla. Eres su madre. Venga, mamá, esto es de locos. ¿Crees que tienes que esperar a que te dé permiso un médico para ir a verla? -arrastró a la señora Alvarado fuera de la habitación.

– ¿Cómo está? -me preguntó Diego.

Sacudí la cabeza.

– No lo sé. Malcolm no se fue hasta que pensó que su situación se había estabilizado. Sé que ha hablado con Lotty, así que ella debe estar defendiéndose.

Paul me rodeó con su brazo.

– Eres una buena amiga, V. I. Eres como de la familia. ¿Por qué no te vas a casa y descansas un poco? Nosotros cuidaremos de mamá; no hace falta que nos quedemos todos.

Carol volvió en aquel momento y repitió los agradecimientos.

– Sí, Vic, vuelve a casa. No es necesario que estemos aquí todos. Está en cuidados intensivos, así que sólo una persona puede verla por vez, y eso cada dos horas. Y ya sabes que ha de ser mamá.

Yo rebuscaba las llaves del coche en mi bolso, cuando oímos un barullo fuera: un crescendo de gritos que provenían de la entrada y se acercaban. Fabiano entró en la habitación como un ciclón, con una enfermera pisándole los talones. Se detuvo dramáticamente en la puerta y se volvió hacia la enfermera.

– Sí, aquí están, la maravillosa familia de mi mujer, mi Consuelo, escondiéndola de mí. Sí, ya lo veo -se lanzó contra mí-. ¡Tú, puta asquerosa! ¡Tú eres la peor de todos! Tú organizaste todo este lío. ¡Tú y esa doctora judía!

Paul le agarró.

– Discúlpate con Vic y márchate. ¡No te queremos ver la cara por aquí!

Revolviéndose en los brazos de Paul, Fabiano continuó chillándome.

– Mi mujer se pone mala. Casi se muere. Y tú te la llevas. ¡Te la llevas sin decirme nada! Sólo me entero por Héctor Muñoz cuando te estoy buscando después de la reunión. ¡No puedes separarla de mí! Crees que puedes engañarme. No está enferma de verdad, ¡es mentira! ¡Sólo intentas arrebatármela!

Me sentí débilmente asqueada.

– Sí, estás preocupadísimo, Fabiano. Son casi las nueve ya, ¿y te ha llevado siete horas caminar las dos millas que hay desde la fábrica hasta aquí? ¿O te sentaste al borde de la carretera a llorar hasta que alguien te trajo?

– Las pasó en un bar, a juzgar por el olor -dijo Diego.

– ¿Qué quieres decir? ¿Tú qué sabes? Todo lo que queréis es mantenerme apartado de Consuelo. Apartarme de mi hijo.

– El bebé ha muerto -dije-. Y Consuelo está demasiado enferma como para verte. Mejor vuelve a Chicago, Fabiano, vuélvete a dormirla.

– Sí, el niño ha muerto. Vosotros lo matasteis. Vosotros y vuestra buena amiga Lotty. Os alegráis de que haya muerto. Queríais que Consuelo abortase, y como no quiso, la engañasteis y matasteis al bebé.

– Paul, hazle callar. Sácalo de aquí -pidió Carol.

La enfermera, que había estado rondando por la puerta dudosa, dijo con tanta autoridad como pudo:

– Si no se callan, van a tener que marcharse todos del hospital.

Fabiano siguió chillando y retorciéndose. Le cogí por un brazo y Paul por el otro, y lo sacamos a rastras hacia la entrada por el pasillo, hacia la entrada principal, donde estaba la recepción y la oficina de Alan Humphries.

Fabiano gritaba obscenidades que hubiesen despertado a todo Humboldt Park, cuanto más a Schaumburg; varias personas se acercaron al vestíbulo para ver el desfile. Para asombro mío, apareció Humphries, con aspecto de estar muy disgustado. Yo creí que se habría ido a pescar hacía mucho.

Al verme, dio un respingo.

– ¡Usted! ¿Qué está pasando aquí?

– Éste es el padre de la criatura muerta. No puede dominar su dolor -yo estaba jadeando.

Fabiano había dejado de chillar. Miraba a Humphries con astucia.

– ¿Está usted encargado de esto, gringo?

Humphries levantó sus cuidadas cejas.

– Soy el director ejecutivo, sí.

– Bueno, mi niño ha muerto aquí, gringo. Eso vale mucho dinero, ¿no? -Fabiano hablaba con fuerte acento mexicano.

– Puedes hablar en inglés -gruñó Paul, añadiendo una amenaza en español.

– Quiere pegarme porque me preocupo por mi mujer y mi hijo -lloriqueó a Humphries.

– Vamos -dije a Paul-. Vamos a llevarnos a esta basura. Perdone la molestia, Humphries. Ya nos lo llevamos.

El administrador hizo un gesto con la mano.

– No, no; está bien. Lo entiendo. Es muy lógico que esté tan trastornado. ¿Quiere venir y hablar conmigo un momento, señor…?

– Hernández -dijo Fabiano sonriendo con afectación.

– Escucha, Fabiano, si hablas con él, habla por ti -le advertí.

– Sí -Paul estaba de acuerdo-. No queremos volver a ver tu culo esta noche. Y me gustaría no verlo nunca más, cerdo. ¿Comprendes? [5].

– Pero tenéis que llevarme de vuelta a Chicago -protestó Fabiano indignado-. No tengo coche aquí, tío.

– Pues te vas andando a casa -soltó Paul-. A lo mejor tenemos suerte y te atropella un camión.

– No se preocupe, señor Hernández. Creo que podremos suministrarle un medio de transporte cuando hayamos hablado.

Aquel era Humphries, conciliador. Paul y yo vimos cómo acompañaba a Fabiano muy solícito a su despacho.

– ¿Pero qué mierda está pasando ahora? -preguntó Paul.

– Humphries le va a comprar. Se imagina que puede conseguir que Fabiano le firme un descargo por un par de miles y tal vez así pueda ahorrarle al hospital una buena cantidad en procedimientos legales.

– ¿Pero por qué iba a poner una demanda? -Paul frunció las cejas mientras volvíamos sobre nuestros pasos-. Sabemos que hicieron lo que pudieron por Consuelo y su niña.

Yo pensaba en los desagradables comentarios de la señora Kirkland aquella tarde, y no estaba muy segura, pero no lo dije. No molestes a las molestias y las molestias no te molestarán, solía decirme Gabriela, consejo que yo a veces seguía.

– Sí, mi inocente y joven amigo. Cuando hay una muerte de un niño, siempre se puede hacer una demanda. A nadie, ni siquiera a Fabiano, le gusta ver morir a un niño. Y una demanda de ese tipo puede costarle al hospital varios cientos de miles de dólares, incluso aunque sean menos culpables que… que tú.

Por eso se habrá quedado Humphries hasta tan tarde. Estará preocupado por las responsabilidades, me dije a mí misma.

Me despedí de Paul dándole un beso en la puerta de la sala de espera. Carol y Diego se acercaron a mí.

– Dios mío, Vic, con todo lo que has hecho hoy por nosotros… y que ese canalla te haya insultado de ese modo… Me disculpo una y mil veces -dijo ella.

– No te preocupes -le di un ligero beso-. Tú no lo creaste. En cualquier caso, me alegro de haber estado aquí para ayudar. Me voy a casa, pero no dejaré de pensar en vosotros durante toda la noche.

Los tres me acompañaron hasta la salida lateral. Les dejé en la puerta: una tribu desesperada pero valiente.

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