V

Descanso estacional

Dormí sin descansar, perseguida de nuevo por la niña de Consuelo. Había llovido mucho. Las calles del sur de Chicago estaban inundadas, y yo llegaba con dificultad hasta la casa de mis padres. Al entrar en la sala de estar, veía una cuna en un rincón con un bebé dentro. Estaba muy callado, no se movía, me miraba con grandes ojos negros. Yo me daba cuenta de que era mi hijo, pero no tenía nombre; que sólo tendría vida cuando yo le hubiese dado mi nombre.

Me desperté sobresaltada a las cinco, empapada en sudor. Me quedé tumbada con los párpados ardiendo, sin sueño, y luego fui a dar una carrera por el lago. Sólo pude trotar un poco.

El sol había salido una media hora antes. El lago y el cielo estaban bañados de una luz rojo cobriza, un color rabioso que hacía pensar en el fin del mundo, y el aire era pesado. El agua, tan quieta como un espejo.

Había un pescador a unos seis metros de las rocas, que no me prestaba atención. Me quité los zapatos y los calcetines y me eché al agua con los pantalones cortos y la camiseta. Algún efecto del viento y del agua había removido por la noche los fríos fondos del lago y los había subido a la superficie. Di un respingo cuando el agua helada rozó mi piel y me heló la sangre, y volví corriendo a la orilla. El pescador, pensando sin duda que el ahogamiento era un fin demasiado bueno para los que molestan a las percas, siguió concentrado en su caña.

El agua helada me dejó temblando a pesar del cálido aire, pero me despejó la mente. Cuando recogí a Lotty en su apartamento, una milla al norte del mío en Sheffield, me sentía bastante capaz de enfrentarme a lo mejor de Chicago.

Fuimos hacia las oficinas centrales del Área Seis por Belmont, junto a Western. Lotty estaba muy elegante, aunque abatida, con un traje de seda azul marino que no le había visto nunca. Su ropa habitual consistía en un uniforme como de niña de escuela con blusa blanca y falda oscura.

– Me lo compré en mil novecientos sesenta y cinco, cuando me dieron la ciudadanía. Sólo me lo pongo cuando tengo que hablar con funcionarios del Estado, así que está casi nuevo -me explicó, con algo parecido a una sonrisa.

Yo misma me había vestido en plan muy profesional, con un traje color trigo y una blusa de seda casi del mismo color. A pesar de nuestros elegantes aspectos, tuvimos que esperar casi cuarenta y cinco minutos para que nos recibieran. Nos sentamos junto al escritorio de la entrada, viendo cómo los oficiales llegaban con las primeras capturas del día. Leí todas las descripciones de SE BUSCA cuidadosamente, y luego me enfrasqué en las citaciones.

El genio de Lotty iba empeorando a medida que pasaban los minutos, y su nerviosismo desaparecía. Se dirigió al sargento de la entrada, le informó de que las vidas de algunas personas estaban en una balanza mientras ella permanecía allí sentada, y volvió a las sillas de plástico apretando la boca.

– Es así en la mayoría de las consultas de los ginecólogos, por si no has estado nunca -le expliqué-. Porque sólo tratan a mujeres, y el tiempo de las mujeres no tiene valor en sí, no importa si el paciente medio espera más de una hora.

– Deberías venir a mi consulta -dijo Lotty de mal humor-. Yo no hago esperar a la gente. No como estos cretinos.

Finalmente, un oficial joven se acercó a nosotras.

– El detective Rawlings siente que hayan tenido que esperar ustedes tanto, pero tenía que interrogar a otro sospechoso.

– ¿Otro sospechoso? ¿Somos sospechosas, entonces? -le pregunté mientras le seguíamos por un gastado tramo de escaleras.

– No tengo ni idea de lo que el detective quiere hablar con ustedes, señoras -dijo el oficial secamente.

El detective Rawlings nos saludó en la puerta de una pequeña sala de interrogatorios. Era un hombre negro, robusto, de mi edad, aproximadamente. El edificio no tenía aire acondicionado, y él se había aflojado la corbata y se había quitado la chaqueta. Con lo temprano que era, y ya tenía el cuello y las axilas empapadas de sudor. Tendió una mano, más o menos entre Lotty y yo.

– ¿Doctora Herschel? Siento haberle hecho esperar. La cita que tenía a las siete y media se prolongó más de lo esperado.

Tenía una voz suave, bastante ronca, que trataba de decir: «No se asusten, limítense a contestar a mis inofensivas preguntas.»

Lotty le estrechó la mano.

– Ésta es la señora Warshawski. Es mi abogada. No le importará que se siente con nosotros, ¿verdad? -era menos una pregunta que una orden, un ramalazo temperamental.

– En absoluto, en absoluto. ¿Warshawski? -frunció las cejas-. El nombre me resulta familiar.

– Debe estar usted pensando en el vendedor de recambios para automóviles -dije bruscamente. Los periódicos habían dado bastante publicidad a alguno de mis casos; y como a muchos policías no les gusta que los investigadores privados se entrometan en sus territorios, no quería cerrarme las puertas refiriéndome a ellos-. No tenemos nada que ver. El escribe su nombre con y.

– Puede ser. Pero creo que era por otra cosa -frunció las cejas un instante.

Luego sacudió la cabeza y nos introdujo en la sala de interrogatorios.

– No es un lugar tan confortable como me hubiera gustado, doctora, pero hay poco sitio. Yo no tengo oficina, así que utilizo lo que hay disponible.

Se puso a hablar con ella sobre Malcolm Tregiere: enemigos, amigos, amantes, rutina diaria, posesiones.

– Tenía muy pocas posesiones que robar -dijo ella-. Procede de una familia sin dinero, consiguió meterse él mismo en la facultad. Ya no se ven médicos así. Era uno entre mil.

»La única persona que hubiera podido robarle hubiese sido un coleccionista que conociera el valor de sus máscaras haitianas y africanas. Pero tengo entendido que las rompieron sin más.

– Algunas. ¿Sabía usted cuántas tenía para que pudiésemos contarlas y ver si necesitamos poner en circulación la descripción de las que pudiesen faltar?

Lotty me lanzó una mirada interrogadora. Yo sacudía la cabeza.

– No lo sé, detective. Me invitó a su apartamento alguna vez, en ocasiones en que tenía otros invitados. Puede que tuviera unas veinte máscaras en el salón. No sé si en el dormitorio; no entré nunca. Pero supongo que debía haber unas treinta o cuarenta piezas.

El garabateó con aplicación. A partir de ese momento, treinta o cuarenta sería el número oficial.

– ¿Está segura de que no tenía enemigos? ¿Y pacientes descontentos?

– Los médicos antipáticos o arrogantes tienen enemigos. El doctor Tregiere no era ninguna de las dos cosas -dijo Lotty altanera, mostrando una buena dosis de arrogancia por su parte-. Y su competencia era excelente; la mejor que he visto en muchos años. Tenía la de algunos hombres con muchos más años de experiencia.

– La gente de las noticias piensa que podría ser alguna banda callejera -dije.

Rawlings se encogió de hombros.

– La mayoría de los delitos de esta zona los cometen miembros de bandas. No necesariamente como parte de la actividad de la banda, sino porque la mayoría de los adolescentes pertenecen a una.

Se levantó y señaló un gran plano de la ciudad clavado a una pared.

– El campo de operaciones de los Garbanzos[7] siempre ha estado tradicionalmente aquí -señalaba el área al sureste de Wrigley Field-. Los White Overlords están por el este de la parte alta. El año pasado, los Garbanzos se fueron desplazando hacia la parte hispana -su grueso índice se clavaba en la zona que está alrededor de Broadway y Foster-. Pero los Leones, otra banda de Humboldt Park, dicen que ese es su territorio. Así que los Leones y los Garbanzos se han estado peleando entre sí, y algunos con los White Overlords. Puede que alguno de ellos pensase que Malcolm Tregiere estaba de parte del enemigo. Proporcionándoles drogas, o alguna cosa de ese tipo.

– No -espetó Lotty soltando chispas por sus ojos oscuros-. Quíteselo de la cabeza. No insulte al doctor Tregiere perdiendo tiempo o dinero intentando averiguar eso.

Rawlings levantó una mano conciliadora.

– Sólo estaba compartiendo mis ideas con usted, doctora. No hay nada que señale hacia algo así, pero tenemos que pensar en todo.

Debía querer decir que no había visto el nombre de Malcolm escrito de arriba abajo por las paredes con spray. Lo que siempre suponía una preocupación para la poli, pues significaba que había llegado la hora de la persona en cuestión. Durante los años en los que conocí a Malcolm, sabía que no había tenido relación alguna con las bandas, aparte de atender heridas de bala o sobredosis. Pero, ¿quién sabe lo que habría hecho cuando era un joven pobre, cuando su madre se lo trajo de Haití a las calles de Chicago? Tal vez mereciese la pena averiguarlo.

Rawlings le estaba preguntando a Lotty acerca de Tessa Reynolds, la artista que había encontrado a Malcolm la noche pasada. Lotty seguía furiosa y contestaba con brusquedad.

– Eran amigos. Tal vez amantes. No era asunto mío. ¿Tenían planes para irse a vivir juntos? Quizás. Un interno es una persona fatal con la que tener relaciones, pues su tiempo pertenece al hospital, no a sus amigos ni a sí mismo. Si ella fuese celosa (cosa que a mí nunca me pareció), no lo estaría de otra mujer. No habría encontrado tiempo para otra. No sospechará de ella, ¿verdad, detective?

Me acordé de Tessa, alta, llamativa, pero tan dedicada a su trabajo como Malcolm. Ninguna persona le importaba tanto como sus esculturas de metal; desde luego, no como para ir a la cárcel.

– Es una joven muy fuerte. Trabajar con todo ese metal y esas piedras le proporciona a uno buenos hombros. Y el que abatió al doctor fue alguien con hombros musculosos.

Nos tendió algunas fotografías: un hombre con los sesos desparramados. Ya no era Malcolm, era un cadáver.

Lotty las estudió con calma y luego me las pasó.

– Una locura -dijo tranquilamente. Si él quiso impresionarla, había escogido un método equivocado-. Quien haya hecho esto estaba loco de furia o era inhumano. Tessa no ha sido.

Yo no tenía esos nervios de acero cuando se trataba de cadáveres apaleados, aunque vi muchas fotos cuando defendía a acusados de asesinato. Examiné éstas con cuidado buscando…, ¿qué? Las imágenes en blanco y negro revelaban con una pulcritud intolerable la parte posterior y el lado izquierdo de la cabeza, una masa goteante; y el ángulo de los hombros. También había una foto de rastros de sangre en el suelo desigual. Malcolm tenía algunas alfombrillas, pero no alfombras grandes.

– ¿Lo arrastraron hasta el salón? -pregunté a Rawlings.

– Sí. Estaba haciéndose la cena cuando entraron. Ya sabe cómo son esos apartamentos. Si se quiere entrar en uno se rompe la puerta de la cocina. Y eso es lo que hicieron.

Nos arrojó otro montón: fotos de la puerta destrozada, arroz tirado por el suelo. No hay duda de que Gervase Fen o Peter Wimsey hubiesen descubierto inmediatamente la pista fundamental que revelase la identidad del asesino. Pero yo no veía más que un estropicio.

– ¿Huellas? ¿Algún tipo de indicios? -pregunté.

Rawlings dejó ver una funda de oro al sonreír amplia y tristemente.

– Todos los chorizos llevan guantes hoy en día. No saben leer, pero lo aprenden en la televisión. Estamos apretando las tuercas a los soplones. Son los únicos que nos pueden indicar una dirección por dónde tirar.

– ¿Cuántos cree que entraron en el apartamento?

– Parece que dos -le devolví las fotografías, y él sacó una que mostraba la carnicería del salón-. El Delincuente Uno estaba aquí -señaló el lado derecho de la fotografía con su grueso índice-, con unas Adidas talla diez. Dejó la señal en una gran mancha de arroz que arrastró desde la cocina. El Delincuente Dos tenía los pies más grandes, pero no nos dejó el nombre del diseñador de sus zapatos.

– Así que en realidad no sospecha de Tessa Reynolds, detective -dije.

El oro volvió a brillar.

– Eh, señora W., usted que es abogada debería saberlo. Sospechamos de todo el mundo en este momento. Incluso de usted y de la señora aquí presente.

– No tiene gracia, detective -las espesas cejas de Lotty se alzaron con desdén-. Tengo pacientes esperando, así que si no desea usted nada más… -salió de la sala de interrogatorios: decididamente, Su Majestad no se estaba divirtiendo.

Yo la seguí más despacio, esperando algún comentario final del detective. Cuando lo hizo, no fue de gran ayuda:

– Eso sí que es una señora de sangre fría. No se le mueve un pelo ante un crimen que a mí me revuelve las tripas. No me gustaría tener que vérmelas con ella.

Hay días en los que hubiera estado de acuerdo con él, pero dije:

– Si alguna vez se encuentra con una bala, Rawlings, asegúrese de que le llevan a la doctora Herschel. No hay nadie mejor.

Me reuní con Lotty en la entrada. Nos dirigimos al coche en silencio.

Mientras volvíamos a casa cruzando la ciudad, Lotty dijo:

– ¿Qué crees tú?

– ¿Quieres decir que sí encontrarán a los chorizos que lo hicieron? No parece probable. Depende de lo que anden fanfarroneando y del miedo que les tengan los soplones. Lo mejor que puedes hacer es conseguir que Hatcher y el hospital hagan presión sobre el director del Área Seis. Así pondrán todos los medios posibles para aclarar el caso. Esto tiene toda la pinta de un atraco domiciliario cualquiera, y se ocuparán de ello de manera rutinaria.

– ¿Fabiano?

– Ya sé, ya sé. Carol y Paul piensan que su machismo pudo más que su mediano interés por Consuelo y que mató a Malcolm para demostrar que era un auténtico macho protegiendo a su mujer. ¿Pero un alfeñique semejante? ¡Imposible!

– En cualquier caso, Vic, hazme un favor. Averígualo.

Los ojos negros me miraban imperiosos: no como una amiga a otra amiga, sino como el cirujano jefe a un neófito.

Me piqué un poco.

– Claro, Lotty, tus deseos son órdenes para mí -frené bruscamente frente a la clínica.

– ¿No estoy siendo razonable? Puede ser, sí. Malcolm me importaba, Vic. Más que esa pobre niña y su inaguantable marido. Necesito estar segura de que la policía no barre todo esto tranquilamente debajo de la alfombra, lo mete en el fichero de casos no resueltos y ya está.

– Archivo -corregí irritada. Tamborileaba los dedos sobre el volante, intentando dominar mi impaciencia-. Lotty, esto es como… una epidemia de cólera. Tú no pensarías que ibas a acabar con ella; llamarías a la gente de Sanidad y lo dejarías en sus manos. Porque ellos tienen los medios y la técnica para controlar una epidemia y tú no. Bueno, pues la muerte de Malcolm es lo mismo. Yo puedo comprobar unas cuantas cosas, pero no tengo ni la tecnología ni la gente como para abrirme camino entre un centenar de conductos, y seguir un centenar de pistas falsas. De verdad, la muerte de Malcolm es un trabajo para el Gobierno.

Lotty me miró con furia.

– Bueno, para poner la misma comparación que tú, si un amigo al que yo quisiese se estuviera muriendo a causa de esa epidemia me ocuparía de él, aunque no pudiese detener la plaga. Y eso es lo que te estoy pidiendo en nombre de Malcolm. Tal vez no puedas aclarar el crimen, tal vez acabar con la epidemia de la violencia de las bandas sea demasiado para cualquiera, incluso para el Gobierno. Pero te lo estoy pidiendo de amiga a amiga, por un amigo.

Me sentí como si me estuviese ahogando bajo el cuello de seda. La imagen del bebé, jadeando, volvió a cruzar por mi mente.

– Bueno, vale, Lotty -murmuré-. Haré lo que pueda. No sólo sentarme durante noches y noches esperando a que la fiebre ceda.

Apenas esperé a que cerrase su portezuela antes de lanzarme hacia la esquina y acelerar por Irving Park. Me crucé con una furgoneta que tocó la bocina ferozmente a la entrada de Lake Shore Drive y aceleré frente a un montón de coches que venían hacia mí. Al oír un estruendo de bocinas y frenos chirriando, me sentí muy realizada durante un instante. Luego me di cuenta de que estaba utilizando una máquina letal para desahogar mi frustración. Paré en uno de los pequeños espacios que sirven para cambiar un neumático pinchado y esperé a que se me normalizara el pulso.

El lago se hallaba a mi izquierda. La superficie pulida como un espejo estaba surcada por luces y colores que hubiesen inspirado a Monet. Parecía tranquilo y atractivo a un tiempo. Pero sus frías profundidades pueden acabar contigo sin piedad. Arranqué el coche con sensatez y me dirigí lentamente hacia la Circunvalación.

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