IV

Las noticias de las diez

El hospital, con su aire acondicionado tan fuerte que mis brazos desnudos tenían la carne de gallina, no había sido muy agradable. Pero el pesado aire exterior no era mucho mejor. Me envolvió como un calcetín; tenía que hacer esfuerzos conscientes para mover los músculos, para que los pulmones se llenasen y vaciasen de aire. Empujando y convenciendo a mi cuerpo -vamos, cuádriceps; poneros en marcha, tendones- llegué al Chevy.

Durante un momento me quedé tumbada sobre el volante. Los acontecimientos del día me habían molido el cerebro hasta convertirlo en polvillo. Conducir cuarenta millas en la oscuridad me parecía una tarea superior a mis posibilidades. Finalmente, muy despacio, puse el coche en marcha y me fui a través de la noche.

Nunca me pierdo conduciendo por Chicago. Si no puedo encontrar el lago o la torre Sears, me orientan los caminos L, y si todo eso falla, las coordenadas de las calles me orientan en seguida. Pero por aquí no había indicaciones. El terreno del hospital estaba sembrado de luces, pero, una vez en la carretera, la oscuridad era total. No había delincuencia en los barrios del norte, así que no era necesario iluminar brillantemente las calles. No había mirado los nombres dé las calles en mi loca carrera hacia el hospital, y en la oscuridad, los pequeños callejones sin salida, los paseos y las tiendas de coches no me daban ninguna pista. No sabía a dónde iba, y una angustia que nunca había sentido en medio del tráfico de Chicago me golpeó en el estómago.

No había visto a Consuelo desde que se la llevaron por las puertas dobles de acero hacía seis horas. Me la imaginaba como a mi madre cuando la vi por última vez, pequeña, frágil, abrumada por la maquinaria de una tecnología indiferente. No podía evitar representarme a la niña, una pequeña V. I., incapaz de respirar, yaciendo allí con una masa de pelo negro, perdida en el laberinto médico.

Tenía las manos húmedas, agarradas al volante, cuando pasé junto a una señal que me daba la bienvenida a Glendale Heights. Agradecida al ver la señal, me detuve en el lateral de la carretera y consulté el mapa de Chicago. Parecía que iba más o menos por el buen camino. Otros diez minutos de dar vueltas me llevaron a la autopista Norte-Sur, que mandaba un montón de tráfico hacia la autovía principal que iba hacia el este. El ruido, la velocidad y las luces restablecieron mi equilibrio. En Austin Avenue lancé un saludo hacia la ciudad.

Una vez de vuelta a mi propio terreno, las imágenes desagradables acerca de Consuelo cesaron. Iba a ponerse bien. Era sólo el calor y la fatiga, y la esterilidad antinatural lo que me habían puesto nerviosa.

Mi pisito en Racine, al norte de Belmont, me dio la bienvenida con montones de papeles y una fina capa de polvo veraniego. La realidad. Una larga ducha borró la negrura del día que había pasado. Con un generoso trago de Black Label y un sandwich de mantequilla de cacahuetes, acabé por recuperarme. Vi un viejo episodio de Kojak que reponían y dormí el sueño de los justos.

En mi sueño intentaba encontrar el origen de un lamento angustioso. Subía por las escaleras de la vieja casa de mis padres y encontraba a mi ex marido sollozando fuertemente. Le sacudía.

– Por Dios, Richard, despiértate. Vas a levantar a los muertos con el ruido que haces.

Pero cuando se levantaba el ruido seguía, y yo me daba cuenta de que procedía de un bebé que yacía en el suelo junto a la cama. Yo intentaba consolarle, pero gemía y gemía. Era la pequeña Victoria, que no dejaba de llorar porque no podía respirar.

Me desperté bañada en sudor, con el corazón golpeándome el pecho. El ruido continuaba. Después de unos segundos de desorientación, me di cuenta de que era el timbre de la puerta. Las cifras naranjas del reloj me decían que eran las seis y media. Muy temprano para visitas.

Me tambaleé hasta el telefonillo.

– ¿Quién es? -pregunté con voz espesa.

– Vic, soy Lotty. Déjame pasar.

Apreté el botón, dejé la puerta abierta y volví al dormitorio a buscar algo de ropa. Tenía quince años la última vez que usé un camisón. Tras la muerte de mi madre, no hubo nadie capaz de obligarme a usar uno. Encontré un par de pantalones cortos de felpa en un montón de ropa usada que había junto a mi cama. Lotty entró en la habitación mientras yo sacaba la cabeza de una camiseta de los Cubs.

– Pensé que no ibas a despertarte nunca, Victoria. Estaba deseando tener tus conocimientos para forzar cerraduras.

Las palabras eran alegres, pero el rostro de Lotty estaba sombrío como la máscara de una pietà.

– Consuelo ha muerto -dije.

Ella asintió.

– Acabo de volver de Schaumburg. Llamaron a las tres. Su presión sanguínea había vuelto a bajar y no podían elevarla. Fui hasta allí, pero era demasiado tarde. La señora Alvarado estaba fatal, Vic. No me hizo ningún reproche, pero su silencio fue un reproche en sí mismo.

– Jodida víctima -dije sin darme cuenta.

– ¡Vic! Su hija ha muerto, ha muerto trágicamente.

– Ya lo sé. Perdona. Pero es una condenada mujer pasiva que conduce su autobús lleno de culpa por encima del primer transeúnte que pase. No creo que Consuelo se hubiese quedado embarazada si no hubiese estado harta de oír «menos mal que tu padre murió en lugar de haber vivido para verte hacer esto o lo otro». Por el amor de Dios, no dejes que te envuelva en su trampa. No puede ser la primera madre desconsolada que veas.

La ira brilló en los ojos de Lotty.

– Carol Alvarado es algo más que mi enfermera. Es una buena amiga y una inapreciable colaboradora. Y ésa es su madre, no un pariente desconsolado.

Me froté la cara fatigada con las manos.

– Si no estuviese tan rota y deshecha yo misma, no habría hablado de manera tan brusca. Pero, Lotty, tú no hiciste que Consuelo tuviese diabetes. Tú no la embarazaste. La cuidaste lo mejor que supiste. Por dentro, estás pensando: «Si hubiera hecho esto en lugar de aquello, si hubiese ido yo en lugar de mandar a Malcolm…» Pero no puedes. No puedes salvar al mundo entero. No te metas en un rollo de médicos acerca de lo sabia que eres y de lo todopoderosa en lo que eso debía haberte convertido. Quéjate. Llora. Grita. Pero no me hagas una escena por culpa de la señora Alvarado.

Las cejas negras se unieron sobre la poderosa nariz. Se dio la vuelta sobre los talones. Por un momento pensé que se iba a marchar, pero en lugar de ello se acercó a la ventana, tropezando con una zapatilla de correr desparejada al acercarse.

– Deberías hacer limpieza aquí de vez en cuando, Vic.

– Sí, pero si la hago, mis amigos no tendrán nada de qué quejarse.

– Ya encontraremos alguna cosa -movió la cabeza unas cuantas veces, aún de espaldas a mí. Luego se volvió y tendió las manos-. Hice bien en venir, Vic. Ya no lloro ni grito. Hace tiempo que perdí la costumbre. Pero necesitaba lamentarme un poco.

Me la llevé al salón, lejos de la cama deshecha, a una silla grande como aquellas en las que Gabriela solía acogerme cuando yo era una niña. Lotty se sentó conmigo durante un largo rato, con la cabeza apoyada en la blandura de mi pecho, el mayor consuelo, tanto para el que lo da como para el que lo recibe.

Después de un rato, dio un profundo suspiro y se enderezó.

– ¿Un café, Vic?

Me acompañó a la cocina mientras yo ponía el agua a hervir y molía los granos.

– Malcolm me llamó anoche, pero sólo podía hablar un momento. No pudo darme más que unos datos por encima. Dice que le pusieron ritodrina para retrasar el parto antes de que él llegara. Añaden esteroides para ayudar a que los pulmones del bebé desarrollen lípidos por si pueden conseguir retrasar el parto durante veinticuatro horas. Pero no funcionó y la presión de la sangre de ella empeoraba, así que decidieron sacar al niño, hacer lo que pudieran y concentrarse en su diabetes. Parece que es lo correcto. No sé por qué no funcionó.

– Ya sé que habrás atendido muchos partos de alto riesgo. Pero en alguno tiene que ocurrir este tipo de imprevisto.

– Oh, sí. No he llegado a considerarme omnipotente hasta ese punto. Y ella podía resentirse de aquella operación de vesícula de hace dos años. Yo estaba vigilándola muy de cerca por si acaso… -su voz falló y se frotó la cara con cansancio-. No sé. Quiero ver cuanto antes el informe de la autopsia. Y a Malcolm. Dice que ha dictado la mayor parte del informe en su coche mientras volvía. Pero quería comprobar algunas cosas con Burgoyne antes de terminarlo -hizo una breve mueca-. Estaba de guardia en Beth Israel anoche, después de haber pasado el día en Schaumburg. ¡Quién volviera a ser joven e interno de nuevo!

Cuando Lotty se fue, vagué desanimada por el apartamento, recogiendo ropa y revistas, sin ganas de correr, sin saber muy bien qué hacer conmigo misma. Soy detective, investigadora privada profesional. Así que eso es lo que hago: detectar cosas. Pero en ese momento no podía hacer nada. Nada que encontrar, nada que suponer. Una chica de dieciséis años había muerto. ¿Qué más había que saber?

El día iba avanzando lentamente. Llamadas rutinarias, el informe de un caso que había que terminar, varias cuentas que pagar. El calor opresivo seguía, haciendo que cualquier actividad pareciese inútil. Por la tarde hice una visita de pésame a la señora Alvarado. Estaba sentada inmóvil con una docena más o menos de amigos y parientes acompañándola, incluyendo a una desanimada Carol. Como era necesaria una autopsia, el funeral se pospuso hasta la semana siguiente. Iba a ser un funeral doble, por Consuelo y por la niña. No era un acto al que yo estuviese deseando asistir.

Al día siguiente fui a la clínica para echarle a Lotty una mano. En ausencia de Carol, había contratado a una enfermera en una agencia, pero la mujer no tenía la experiencia de Carol, ni conocía a los pacientes, por supuesto. Yo tomé temperaturas y pesé a gente. Incluso con mi ayuda, la jornada no acabó hasta después de las seis.

Mientras Lotty me lanzaba un cansado «buenas noches», yo comenté:

– Esto me convence de que hice bien en escoger el derecho y no la medicina.

– Hubieses sido una buena patóloga, Vic -dijo ella muy seria-. Pero no creo que tengas temperamento para el trabajo clínico.

Fuera lo que fuese lo que quería decir, no me sonó como un cumplido. ¿Demasiado despegada y analítica para tratar con la gente? Fruncí la cara. ¡Vaya comentario acerca de mi carácter!

Me detuve en mi apartamento para cambiarme y ponerme un bañador y un mono, y me fui al parque de Montrose Avenue. No a la playa, donde los vigilantes no te dejan entrar en el lago más allá del nivel de las rodillas, sino a las rocas, donde el agua es clara y profunda. Después de nadar una media milla alrededor de las boyas que mantienen a los barcos alejados de las rocas, me puse a flotar de espaldas y contemplé cómo se ponía el sol tras los árboles. Cuando los naranjas y los rojos se fundieron en un rosa púrpura, nadé lentamente hacia la orilla. ¿Por qué vivir en Barrington si se puede disfrutar gratis del lago?

De vuelta a casa, prolongué mi estado larvario con una larga ducha. Pesqué una botella mediada de Taittinger del revuelto cajón de mi comedor que sirve como bar, y lo bebí sin enfriar, con algo de fruta y pan negro. A las diez, decidí volver a conectar con la ciudad poniendo el menos ofensivo de los telediarios de la televisión de Chicago.

El sofisticado rostro negro de Mary Sherrod llenaba la pantalla. Su aspecto era serio. Las noticias, tristes. Eché las últimas gotas de vino en mi vaso.

– Esta noche, la policía dice que no tiene ningún sospechoso en el brutal asesinato del doctor Malcolm Tregiere, de Chicago.

Hubo un primer plano del rostro fino y delgado de Malcolm (la foto de licenciatura de la escuela médica) y unas cuantas frases más. Un primer plano del apartamento de Malcolm. Yo había estado allí, pero no parecía el mismo. Su familia era de Haití, y el lugar que había alquilado en los alrededores de la parte alta de la ciudad estaba amueblado con muchos artefactos traídos de su lugar de origen. En la pantalla, aquello parecía los restos de un naufragio. Los pocos muebles se hallaban destrozados, las máscaras y los cuadros arrancados de la pared y rotos en pedazos.

La voz de Sherrod continuaba sin piedad.

– La policía sospecha que unos atracadores sorprendieron al joven doctor Tregiere, que acababa de pasar una jornada agotadora de guardia en el hospital Beth Israel, en la parte alta de la ciudad. Se encontraba en casa durmiendo durante el día, en el momento en que la mayoría de los apartamentos están vacíos. A las seis de esta tarde una amiga con la que estaba citado para cenar lo halló muerto, a causa de una paliza. En el momento de transmitir esta emisión no se sabe que haya habido ninguna detención.

La imagen cambió a una mujer histérica y anoréxica, encantada con las empanadas de salchichas light. Malcolm. Aquello no había sucedido. Pero no; aquello era tan real como la mujer sonriente y sus hijos frenéticos comiendo salchichas. Cambié el canal y puse el WBBM, el canal de noticias de Chicago. La historia era idéntica.

Sentí la pierna derecha húmeda. Miré hacia abajo y vi que había dejado caer el vaso de vino. El champán había empapado mis vaqueros y el vaso yacía en pedazos en el suelo. Cristal barato que no estallaba, sólo se rompía.

Lotty no debía saber nada, como no fuera que la hubiesen llamado del hospital. Tenía un ramalazo de intelectual arrogancia europea y nunca leía los periódicos de Chicago ni veía las noticias. Toda la información que recibía del mundo le llegaba a través del The New York Times y el The New Statesman. Ya habíamos discutido sobre ello en otras ocasiones. Eso está bien si vives en Nueva York o Manchester. ¿Pero es que Chicago no existe a tu alrededor? ¿Vas por ahí con la nariz levantada y la cabeza en las nubes porque eres demasiado buena para la ciudad que te da de comer?

Me sobresalté al darme cuenta que le estaba chillando a Lotty en mi cabeza, chillándole con una rabia que no tenía nada que ver con ella y sus pequeñas manías del Times. Tenía que ponerme furiosa contra alguien.

Lotty contestó a la primera llamada. El doctor Hatcher acababa de telefonearla desde Beth Israel hacía sólo unos minutos. Las noticias habían tardado un poco en llegar al hospital porque la amiga que lo había encontrado era una artista, no un miembro de la comunidad médica.

– La policía quiere hablar conmigo mañana por la mañana. Yo era su supervisor, junto con el doctor Hatcher. Supongo que querrán que les digamos a quién conocía. Pero, ¿cómo puede haber hecho esto alguien que le conociera? ¿Estás libre? ¿Podrás venir conmigo? Incluso en un caso así, no me gusta hablar con la policía.

Lotty había crecido en la Viena dominada por los nazis. De algún modo, sus padres consiguieron mandarla a ella y a su hermano con unos parientes a Inglaterra, pero los hombres de uniforme seguían haciéndola sentirse incómoda. Yo accedí a regañadientes; no porque no quisiese ayudar a Lotty, sino porque quería mantenerme apartada de los Alvarado y de la niña muerta, y eso significaba mantenerse apartada de Malcolm también.

En el momento en que me estaba metiendo en la cama, sonó el teléfono. Era Carol, preocupada por Tregiere.

– Diego, Paul y yo hemos estado hablando, Vic. Necesitamos que nos des ideas. No crees que pueda haberlo hecho Fabiano, ¿verdad? ¡Es que estaba tan frenético la otra noche…! No creerás que pueda haber matado a Malcolm por lo de Consuelo y la niña, ¿no?

Me sonreí a mí misma sardónicamente. Nadie iba a dejar que me quedase al margen del asesinato.

– La verdad, Carol, no creo que lo hiciera. ¿Hasta qué punto le importaba Consuelo en realidad? Y el niño…, él fue el que más insistió en lo del aborto, ¿recuerdas? No quería tener un hijo, no quería responsabilidades. Yo creo que en conjunto estará encantado con la nueva situación.

– Tú pensarás así, Vic, claro, porque tú eres muy racional. Pero aunque mucha gente haga bromas acerca del machismo [6], para algunos hombres es algo real. Pueden muy bien pensar que un hombre de honor debe actuar de una determinada manera, volverse loco y hacerlo de verdad.

Yo sacudí la cabeza.

– Me lo puedo imaginar muy bien fantaseando sobre ello, pero no haciéndolo. Pero si queréis, hablaré con él. ¿No anda por ahí con una de esas bandas callejeras? Pregúntale a Paul; él lo sabe.

Se oyó el murmullo de una conversación junto al teléfono, y luego la voz de Paul.

– Los Leones. No es precisamente uno de los miembros principales; les hace los recados. No creerás que les encargó un asesinato, ¿no?

– Yo no creo nada. Voy a ir a hablar con la policía mañana por la mañana. Hasta ahora, sólo sé lo que he visto por televisión. Y eso puede querer decir cualquier cosa.

Colgó de mala gana. Yo miré el teléfono con el ceño fruncido. No sólo por los Alvarado, sino por la idea de volver a la basura que había dejado atrás cuando abandoné el puesto de abogado de oficio. Todo volvía a su lugar a darme la bienvenida.

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