Cuando Dieter Monkfish vio a la policía antidisturbios se volvió loco. Gritó por el megáfono a sus ávidos seguidores que les estaban atacando y todos se lanzaron hacia el callejón.
Si no hubiese estado preocupada por Lotty y el señor Contreras, me hubiese ido volando en dirección contraria. He estado una o dos veces en medio de una multitud enloquecida que la policía intenta contener. A todo el mundo le entra el pánico, la policía usa sus porras indiscriminadamente y tienes tantas probabilidades de que te den tus amigos como tus enemigos.
Me puse la mano ante la herida de la cara para protegerme y pensé muy deprisa. Si me cogían con el revólver, no iban a perder el tiempo en pedirme el permiso y mi licencia. Y no quería llevarme más palos de los que me había llevado ya.
Los de la televisión, excitados ante la posibilidad de ver auténtica acción después de un día tan largo y aburrido, siguieron felices a Monkfish. Me uní a un cámara del Canal 5 y lo utilicé como escudo para volver al callejón.
El sesenta y ocho había vuelto a Grant Park. La policía había formado un cordón en el extremo norte y empujaban a todo el mundo por Cornelia Street hacia el sur, donde esperaban los coches celulares. La gente chillaba. Volaban ladrillos y tablones. Una lata de Coca-Cola salió disparada de entre la multitud y le dio a un policía en el casco. Le cayó la Coca-Cola por la cara. El se agitó a ciegas. Se le echó encima un montón de gente. El estrecho espacio del callejón no dejaba sitio para maniobrar: la policía y la multitud se mezclaron sin poderlo evitar.
Miré desvalida por entre la multitud sin atreverme a entrar en ella, pero no pude ver a Lotty. Empujé hasta acercarme a un costado del edificio para evitar que me arrastraran a la refriega. Por encima de los chillidos animales, oí cómo se ponía en marcha la alarma del edificio. O tal vez sentí sus vibraciones. Nadie podía oír nada más que el tumulto.
Me abrí paso a través de los de la televisión hasta la parte delantera de la clínica. La gente estaba lanzando piedras y trozos de hierro al cristal de la entrada; la alarma aullaba amenazadora. Loca de rabia, agarré el brazo de un joven cuando lo echaba hacia atrás para lanzar algo. Le golpeé la muñeca con el puño, chocando con el hueso y haciéndole tirar la piedra. Le di un rodillazo en el estómago lo bastante fuerte como para hacerle doblarse y darse la vuelta hacia la señora de mediana edad que tenía a la izquierda. El pelele, que estaba entre sus brazos, se llevó un bofetón mío pero ella me tiró a mí un trozo de ladrillo.
– ¿Quiere que la vean sus nietos por la televisión, rezumando odio y tirando ladrillos? -le lancé.
Pero mi one-woman show era inútil. La multitud era mayor, más fuerte y más inconsciente que yo. Destrozaron el cristal delantero y entraron. Yo me apoyé en un coche aparcado, intentando recuperar el aliento y temblando.
– Creo que tenía usted razón, Warshawski. Tenía que haber traído antes a los efectivos.
La voz, fuerte, algo divertida, pertenecía al detective Rawlings. Se había acercado a mí sin que yo me diese cuenta.
– ¿Qué es lo que está pasando ahora? -dije amargamente-. Un poco de desorden, algunos que perturban la paz. Poca fianza y no habrá procesamiento.
– Probablemente. Aunque hemos cogido a algunos por atacar a un oficial. Le habían herido atrás, en el callejón.
– Qué buenas noticias. Qué lástima que no hayan atacado a más policías; puede que así hubiésemos conseguido algunas detenciones verdaderas en lugar de algunos golpecitos en los nudillos.
– No se enfade tanto, Warshawski. Ya conoce la historia: principio, nudo y desenlace; así funciona la justicia en esta ciudad.
– Oh, sí, ya me lo sé todo. Espero y deseo que no me venga usted con la noticia de que Sergio está detenido, porque ahora no me encuentro de un humor muy colaborador.
Dos autobuses de policías, con las luces azules centelleando, frenaron chirriando frente a nosotros. Varias docenas de policías con cascos antidisturbios salieron por la parte trasera antes de que las ruedas se detuvieran. Se lanzaron corriendo hacia la clínica con las porras antidisturbios alzadas. Tras unos instantes volvieron a aparecer con agitadores esposados. Los prisioneros, todos blancos, la mayoría hombres jóvenes y mujeres mayores, parecían confundidos por el giro de los acontecimientos. Pero cuando los de la televisión aparecieron ante ellos, lanzaron gritos e hicieron el signo de la victoria.
Dejé a Rawlings y me dirigí a uno de los cámaras.
– Asegúrese de hacer una buena toma de la clínica. Ahí es donde las mujeres y los niños pobres han venido durante siete años, pagando sumas simbólicas, a ser atendidos por una de las mejores doctoras de Chicago. Asegúrese de que sus espectadores vean que estas personas rectas han destruido uno de los mejores lugares de atención a los pobres de Chicago.
Alguien me colocó un micrófono debajo de la boca. Mary Sherrod, del canal 13.
– ¿Trabaja usted aquí?
– Soy uno de los abogados de la doctora Herschel. Me detuve aquí en una visita rutinaria por la mañana y encontré el lugar bajo asedio. Intentamos seguir manteniendo la clínica funcionando y atender a las pobres mujeres y niños que dependen de ella. La multitud atacó a una mujer embarazada que necesitaba ayuda urgente. Tuvo suerte de poder escapar sin que la hirieran ni a ella ni a su hijo.
»Antes de que muestre este tumulto de manera que sus espectadores piensen que están contemplando una manifestación en defensa de los niños no nacidos, enfoque, por favor, los daños. Enséñeles lo que ha sucedido en realidad. -Dejé de hablar, abrumada por la idea de mi pequeña voz intentando hablar por encima de trescientos fanáticos enloquecidos, y me di la vuelta bruscamente.
La multitud se había dispersado. La mayor parte de los policías se habían ido. Excepto por las ventanas arrancadas que conducían a la clínica, y el desorden, todo aquel episodio podía no haber ocurrido. La calle estaba llena de cristales rotos, ladrillos, piedras, panfletos, latas vacías de refrescos y restos de bolsas de comida: envoltorios de McDonald's, restos de chocolatinas, bolsas de patatas fritas. Así que aquello le costaría algo al municipio: tendrían que mandar a un equipo de limpieza. Eventualmente. En aquel vecindario, no se apresurarían.
Rawlings había desaparecido, pero un par de policías estaban situados junto a la clínica. Me sentí un poco demasiado visible y vulnerable dando vueltas por allí. Pensé que debía ir a buscar un teléfono y llamar a un servicio de reparaciones, y empecé a caminar cuando Lotty apareció.
– Gracias a Dios que estás aún aquí, Vic. Me temía que te hubiese llevado la multitud por delante. Tu intrépido amigo, el señor Contreras, tiene la cabeza abierta. Me fue imposible llegar hasta él y hacer algo antes de que lo metiesen en el furgón de la policía. Igual que en mil novecientos treinta y ocho, otra vez. Terrible, terrible. No puedo creerlo.
Le cogí la mano, pero no había nada que pudiera decirle.
– ¿Dónde están Carol y la señora Coltrain? -pregunté en cambio.
– Se fueron. Me aseguré de que podían escurrirse entre dos edificios para marcharse a casa. Pobre señora Coltrain. Intenta aceptar mis ideas sobre la medicina con valentía, aunque no las comparta. Y ahora, haber tenido que pasar por esto… -sacudió la cabeza, torciendo el gesto.
– Supongo que debería averiguar a dónde se han llevado a la gente e ir a sacar al señor Contreras -dije-. ¿Vas a presentar cargos? Si no lo haces, estos canallas van a librarse con una multa y un golpecito en los nudillos.
La incertidumbre le torció la cara.
– No lo sé. Hablaré con mi abogado -mi verdadero abogado- y veré el tiempo que me llevaría todo eso. ¿Qué podré hacer con las ventanas?
Le dije que debería llamar a un servicio de reparaciones de ventanas de urgencia para que las tapasen. Se volvió hacia los policías para explicarles quién era y decirles que quería entrar en el edificio. Empezaban a discutir con ella cuando Rawlings apareció.
– Está bien, oficial. Conozco a la doctora. Déjela entrar -les dijo.
Seguí a Lotty al interior del edificio, con Rawlings detrás. Daba pena verlo. En el lugar de Lotty, yo habría estado tentada de cerrar la clínica y empezar de nuevo en algún otro lugar. Todo el mobiliario de la sala de espera estaba patas arriba, cubierto de cristales. Dentro de los despachos, el follón era indescriptible. Habían sacado los cajones de los archivadores, las carpetas de los pacientes estaban revueltas por el suelo, y encima había instrumental médico roto. Lotty, revolviendo por allí en busca de un teléfono, cogió un estetoscopio de debajo de un montón de papeles arrugados y lo frotó una y otra vez contra su vestido.
– Deberíamos tomar fotos de esto para el seguro antes de que lo limpien -le advertí-. En realidad, ¿por qué no me das el nombre de tu agente para que lo llame? Ellos se ocuparán de que lo arreglen todo.
– Sí, muy bien. Si lo haces, Vic, será estupendo -se le quebraba un poco la voz.
Me volví hacia Rawlings.
– Sea bueno, detective. Lleve a la doctora Herschel a casa. No necesita seguir contemplando toda esta mierda durante más tiempo. Esperaré aquí a los de las ventanas.
– Desde luego, señora Warshawski -el diente de oro brilló en una sonrisa irónica-. Los del departamento de Policía de Chicago estamos aquí para servir y proteger -se volvió hacia Lotty y la convenció de que le acompañara.
– Te veré esta noche -le prometí-. Ahora vete a casa, date un baño caliente y descansa durante un ratito.