XVIII

Pasándolo bien en un barco

El Herald Star publicó una bonita historia acerca de IckPiff titulada «VÁNDALOS DESTROZAN OFICINA DE ENEMIGOS DEL ABORTO». Me temí que pudiesen relegarlo a las páginas interiores, donde se confundiría con las violaciones, asesinatos, destrozos de coches y asuntos de drogas del día anterior, pero lo pusieron en la parte de abajo de la primera página. Dieter Monkfish atribuía la acción a las maquinaciones de los malvados asesinos de niños, como venganza por la destrucción de la clínica de Lotty, pero la policía decía que habían encontrado a cinco borrachos peleándose, abriendo los cajones y tirándose papeles unos a otros.

Habían acusado a los cinco hombres de asalto y allanamiento, conducta desordenada y vandalismo. La historia era corta y bonita, y no había sitio para que los borrachos hiciesen comentarios acerca de señoras misteriosas que pudieran haberles enviado a la oficina de IckPiff.

Fui a la tienda de la esquina a buscar el periódico y algo de comida mientras Peter seguía durmiendo la curda de la grappa. Fue tropezando hasta la cocina cuando yo terminaba mi segunda taza de café, en calzoncillos y con mi albornoz; no podía abrir los ojos. Levantó una mano y dijo patéticamente:

– Café.

Le serví una taza.

– Espero que te encuentres mejor de lo que parece, general Burgoyne. ¿Quieres que dejemos la excursión al lago Pistakee?

– No -dijo bruscamente-. Me pondré bien. Sólo necesito acostumbrarme a la idea de que no estoy muerto. Dios mío, ¿qué diablos me dio ese tipo anoche?

Se sentó un rato en silencio, sorbiendo café y escondiendo la cara en el vapor, estremeciéndose ante la pregunta de si quería comer algo. Con la típica falta de consideración del virtuoso abstemio que se encuentra ante la resaca de un amigo, yo me comí un pan árabe con queso suizo, tomate, lechuga y mostaza. Al ver que Peter no decía nada ante la noticia de que los Cubs habían batido a los Braves en Atlanta la noche anterior, por treinta innings, le dejé acurrucado junto a la mesa de la cocina y me fui a la sala a llamar a Lotty.

– He leído lo del asalto a IckPiff en el periódico esta mañana, Lotty. Dieter el Loco cree que los monstruos pro-aborto se ensañaron con él porque destrozó tu clínica. ¿Quieres que mande a los hermanos Streeter a echar un vistazo por si decide volver una segunda vez?

Ella también había leído el artículo.

– Dame su número, por si acaso. Si aparece alguien, les llamaré. Tú no tendrás nada que ver con ese asalto, ¿verdad, Vic?

– ¿Yo, jefe? El periódico dice que cinco borrachos estaban por allí preparándose para una orgía de cintas perforadas -miré hacia el archivador de IckPiff que Peter había puesto encima de un montón de Wall Street Journal que cubrían la mesita de café.

– Sí, Vic, ya sé leer. Y además, te conozco. Gracias por llamarme; tengo que irme corriendo.

Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y el cajón de fichas en el regazo. Por los sonidos que oía en segundo plano, deduje que Peter había decidido recobrar su vitalidad bajo la ducha. Empecé con la A. A primera vista, debía haber unos seiscientos nombres en el fichero. Si comprobaba diez cada minuto, acabaría en diez horas. Es el tipo de trabajo que prefiero, la principal razón por la que siento que el movimiento feminista empezase antes de que yo pudiera utilizar mis conocimientos para ser secretaria.

Había llegado a Attwood, Edna y Bill, que habían donado quince dólares durante los cuatro últimos años, cuando entró Peter. Estaba vestido y ya tenía más pinta de ser humano, aunque no al que yo confiaría mis problemas obstétricos.

– ¿Has sacado algo de los archivos? -me preguntó.

– Acabo de empezar. Supongo que al ritmo constante al que estoy trabajando, acabaré el día de Acción de Gracias o por ahí.

– ¿Puedes dejarlo por un rato? Son las nueve y media. Tengo que pasar por casa a cambiarme, así que serán las doce cuando lleguemos al barco si salimos ya.

– Por mí, muy bien. Seguro que esto me espera hasta mañana -me puse de pie de un salto, empujando con los cuádriceps. Aprendí a hacerlo en la guardería, y siempre he estado orgullosa de ser capaz de hacerlo. No todo el mundo puede decir lo mismo.

Aunque la línea de mi cara estaba desapareciendo, el doctor Pirwitz me había advertido de que no me diese el sol hasta pasados varios meses. Me había comprado una gorra de golf con una gran visera verde que filtraba los rayos solares. Me costó veinte dólares en una tienda para profesionales, pero mereció la pena. Ésta, unos vaqueros blancos, una camiseta blanca sin mangas y la chaqueta de los Cubs, por si hacía frío en el lago, y estaba lista.

Peter me miró débilmente.

– ¿Una chaqueta de los Cubs y una gorra verde de golf? Por favor, Vic. Se me revuelve el estómago.

También puso reparos al Smith & Wesson. Yo también me estaba preguntando si sería necesario andar cargándola todo el día. No iba a suceder nada. Si Sergio quería vengarse por la denuncia, se estaba tomando mucho más tiempo del que las bandas solían tomarse. Sopesé el revólver en la mano, prometiendo finalmente guardarlo bajo llave en la guantera durante el viaje.

Seguí al Maxima hasta su casa en Barrington Hills. Vivía en un sitio bonito. No era una casa muy grande, quizá unas ocho habitaciones, pero se alzaba sobre tres acres de terreno, con un bosquecillo y un arroyo que lo atravesaba. Los pájaros gorjeaban en el calor de la mañana. El aire era puro, sin hidrocarburos que obstruyesen los senos nasales. Tuve que admitir que sería duro dejar todo aquello por el mero placer de practicar la medicina en la ciudad.

Su perra, un sabueso de nombre Princesa Scheherazade of Du Page, pero a la que llamaba Peppy, salió dando saltos a recibirnos. Peter tenía un aparato alimentador de perros eléctrico, ya que a menudo estaba fuera de casa, ya fuese por placer o por negocios, que medía automáticamente la comida del perro a las seis todas las tardes, y la echaba en su gran perrera cubierta. Parecía muy feliz. No aparentaba resentimiento por sus largos períodos de abandono.

Yo ya había ido varias veces a casa de Peter. La perra parecía conocerme, y se alegraba tanto de verme a mí como a él. Me quedé en el jardín para jugar con ella al escondite mientras Peter entraba a cambiarse y ponerse ropa de navegación. Salió media hora más tarde con unos vaqueros desteñidos y una camiseta, llevando una nevera en la mano.

– Traigo un poco de queso y cosas para el barco -dijo-. No te importará que nos llevemos a Peppy con nosotros, ¿verdad?

No veía cómo iba a ser posible impedirle venir. Al ver a Peter de paisano, se volvió loca, moviendo la cola frenética junto al coche, haciendo un pequeño baile y jadeando. Cuando él abrió la puerta, ella se metió disparada en el asiento de atrás y se sentó con una sonrisa desafiante en el hocico.

El lago Pistakee estaba a unas dieciséis millas más al norte. Viajamos despacio por carreteras comarcales, con las ventanillas abiertas, y el suntuoso aire del verano envolviéndonos voluptuosamente. Peppy fue asomada a la ventanilla todo el tiempo, dando gruñiditos de excitación cuando nos acercábamos al agua. En cuanto nos detuvimos, saltó por la ventanilla y se lanzó al lago.

Seguí a Peter al muelle. Era día laborable; a pesar de todos los barcos que estaban allí amarrados, teníamos el lugar para nosotros solos. Su barco era pequeño pero muy bonito, de fibra de vidrio blanca bordeada de rojo, lo bastante amplio para contener a un par de adultos y un perro grande. Peppy saltó dentro delante de nosotros, entorpeciendo la botadura al correr de un lado a otro del barco mientras lo estábamos desatando.

Pasamos un día silencioso en el agua, nadando, comiendo, manteniendo el barco derecho mientras Peppy saltaba por un lateral detrás de una bandada de patos. La ciudad, con Sergio, cadáveres y Dieter Monkfish, se convirtió en un fondo borroso. Peter caía de vez en cuando en un silencio pensativo, pero fuera lo que fuese lo que le preocupaba, se lo guardó para sí.

A las siete, cuando el sol se ponía, volvimos al muelle. Estaba repleto de familias embarcándose, escapando a las obligaciones semanales. Los niños daban gritos. Vi a una niña que paseaba muy cuidadosa un cochecito lleno de una familia de muñecas por el muelle de áspero aluminio. Los yates de recreo llenaban el aire de gemidos y gasolina, y jóvenes ejecutivos pecosos se saludaban unos a otros con buenos deseos teñidos de cerveza.

Nos dirigimos hacia el campo apacible y cenamos en un lugar tranquilo de una carretera lateral. No se parecía mucho a un restaurante, era el tipo de lugar donde se puede tomar un filete mediano, o platos horribles casi franceses y vino tinto helado. Yo bebí Black Label y Peter cerveza, nos llevamos los restos de nuestros filetes para Peppy y volvimos a la casa de Peter.

Mientras hablaba con el hospital por el teléfono de su estudio, yo llamé a mi servicio de contestador por la otra línea, en la cocina. Lotty quería que la llamase; era urgente.

Marqué su número con el corazón acelerado: si la habían vuelto a atacar… Y por culpa de mi estúpida incursión… Contestó al primer timbrazo, de un modo frenético poco propio de Lotty.

– ¡Vic! No, no, la clínica está bien. Hoy no apareció nadie. Pero a mediodía recibí la llamada de un abogado. Un hombre llamado… -debía estar consultando un trozo de papel- Gerald Rutkowski. Quería mis informes de Consuelo.

– Ya veo. Una denuncia por negligencia. ¿Quién la formuló? ¿Lo sabe Carol?

– ¡Oh, sí! -la voz de Lotty era más amarga, el acento vienés marcado-. Fue Fabiano. Su venganza por el acoso al que le sometisteis tú y sus hermanos, cree ella. Vic, el problema es… que la carpeta de Consuelo no está.

Yo dije, razonable:

– Bueno, lo volvimos a archivar todo la semana pasada. Quizá sus cosas se mezclaron con las de otro paciente.

– Oh, créeme, Vic. Eso es lo primero que pensé. La primera reacción. La señora Coltrain, Carol y yo hemos revisado todas las carpetas, cada papel uno por uno. No hay ningún documento acerca de Consuelo.

No pude evitar sentirme escéptica. ¡Es tan fácil perder papeles! Se lo dije, ofreciéndome ir a la mañana siguiente para buscar yo misma la carpeta.

– Vic, la carpeta de Consuelo no está en la clínica. Ni la de Fabiano, ni la de su madre. Mi única esperanza al llamarte era que tú pudieses recordar algo de esos papeles cuando estuviste ordenándolos. Tal vez te los hubieses llevado a casa sin darte cuenta.

– No -dije lentamente, intentando visualizar los movimientos que hice cuando estaba en la clínica la semana anterior-. Miraré en mi coche, claro, y en casa. Pero no hay un montón de documentos. No creo haber podido marcharme con ellos y no haberme dado cuenta. No, si de verdad no están, es que alguno de los vándalos de la clínica los robó.

Al limpiar el revoltijo, separamos los informes de los cristales rotos, limpiamos y secamos informes pegajosos con medicinas, sacamos papeles de detrás de los radiadores y de debajo de los armarios. Pero no encontramos documentos mutilados o rotos: nada que nos indicase que los archivos hubiesen sido destruidos durante la ocupación.

– ¿Por qué iban a robar los archivos de los Hernández? -pregunté en alta voz-. ¿Faltaban documentos de otros pacientes?

Había revisado los informes, pero con carpetas de dos mil clientes o más era difícil saber si faltaba algún otro.

Peter entró en la cocina. Empezó a decir algo, luego se dio cuenta de que yo estaba hablando. Cuando me oyó hablar de archivos, pareció preocupado.

Me concentré en Lotty.

– ¿Por hacer o no hacer qué van a demandarte? -pregunté.

– No me han demandado. Sólo quieren la carpeta. Eso quiere decir que prevén un pleito. Si creen que tienen motivos una vez revisado el informe, pondrán una denuncia. No sé cuáles serán los cargos. Posiblemente una combinación de negligencia al tratarla durante el embarazo y no supervisar sus cuidados cuando estuvo en Friendship. Y si no puedo entregarles sus informes médicos, eso será como abandonar sin luchar. Me imagino lo que puede hacer un procurador con todo eso.

Yo también podía. «Y díganos, doctora Herschel. ¿De verdad espera usted que el jurado se crea que su memoria, no apoyada por ningún documento -sí, sí, ya comprendemos que los perdió- es tan de fiar como el testimonio experto del doctor X?»

– Mira -le dije-. Es imposible discutir esto por teléfono. Ahora mismo estoy en Barrington, pero puedo ir a verte alrededor de las diez y media.

– Si pudieras venir esta noche, Vic, te lo agradecería muchísimo.

Colgué y me volví hacia Peter.

– A Lotty le faltan los informes de algunos pacientes. Entre ellos, los de Consuelo. Parece que Fabiano Hernández la quiere demandar por negligencia. ¿Tienes algún informe del tratamiento de Consuelo en Friendship? ¿Crees que podrías hacer una copia y mandársela a Lotty? Va a encontrarse metida en un auténtico follón legal si no puede presentar sus informes. Si pudiese disponer de la carpeta en la que diga lo que hicisteis en Friendship, sería mejor que nada.

– ¿Demandada? -repitió enfadado-. ¿Demandada por ese vampirillo? Llamaré a Humphries. Le dimos dinero al muy bastardo para evitar una demanda. No puedo creerlo. ¡Maldito bastardo!

– Bueno, sí, es molesto y odioso. Pero, ¿puedes conseguirme una copia del informe de Consuelo? Voy a ir a ver a Lotty ahora mismo. Me gustaría poder ir con algo útil.

Me ignoró y fue hacia el teléfono. Al principio, no me acordaba de quién era Humphries. Luego, cuando Peter empezó a hablar («¡Alan! Siento sacarte de la cama.»), me acordé: Alan Humphries, el administrador de pelo hueco de Friendship. Le había dado a Fabiano cinco mil dólares para que se mantuviese callado. Para protegerse. ¿Sería Fabiano leal con el trato y dejaría a Friendship fuera de la demanda? ¿O habría decidido que le gustaba tanto el Eldorado azul celeste que pensó volver a las fuentes y conseguir más?

Peter colgó.

– Por lo que sabe Alan, todavía no nos ha tocado nada. Pero como la doctora Herschel proporcionó los primeros cuidados, no podemos estar seguros de nada hasta que la demanda siga su curso.

Me acerqué para darle un puñetazo en la nariz.

– ¿No puedes pensar durante un minuto durante otra cosa más que en ti mismo? Quiero saber si puedes conseguir en Friendship el informe de Consuelo para la doctora Herschel. ¿Se te ha ocurrido decirle algo a Humphries acerca de esto? ¿O estabas demasiado preocupado por tus propios asuntos?

– Oye, Vic, tómatelo con calma. En este tipo de cosas, cogen un fusil de matar elefantes y disparan contra quien se les pone a tiro. Perdona por haber pensado en Friendship en primer lugar, pero somos tan vulnerables como Lotty. O más. Los abogados se nos echarán encima porque verán que tenemos dinero -dudó y me tendió una mano-. ¿Puedes preocuparte un poco por mí como te preocupas por ella?

Le cogí los dedos entre mis manos y los miré en lugar de mirarle a la cara.

– He conocido a Lotty de cerca desde hace veinte años. Primero reemplazó a mi madre, y luego nos hicimos muy… amigas es una palabra pobre. Muy cercanas, en cualquier caso. Cuando tú y yo nos conozcamos desde hace veinte años, sentiré lo mismo por ti, probablemente.

Me apretó la mano tan fuerte que yo hice una mueca. Al mirarle a la cara, me sorprendió ver que se le iba el color; los ojos le brillaban oscuros y febriles a la luz de la lámpara.

– Así lo espero, Vic. Espero que siga viéndote dentro de veinte años.

Le besé.

– Haces que suene a tragedia griega. No hay razón alguna para que no sigamos viéndonos. No pienso morirme de repente. Pero volvamos al presente. Lotty me necesita, y no me habría pedido que hiciese el largo camino de vuelta ahora si no fuese importante.

– Bueno -dijo sin ganas-. No es que me encante, pero supongo que puedo entenderlo.

– ¿Y buscarás el informe de Consuelo para ella?

– Sí, claro. Lo haré el lunes. Conduce con cuidado.

Me dio un beso de despedida en la puerta. Convencida de que volvíamos al lago, Peppy me siguió alegremente hasta el coche. Cuando vio que no la dejaba entrar en el coche, me miró altiva desde el suelo hasta que desaparecí de su vista.

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