Tuve que conducir durante varias manzanas alejándome de la comisaría de policía antes de encontrar una cabina de teléfono. La mujer nerviosa me contestó al quinto timbrazo; se seguía oyendo al niño llorar al fondo.
– ¿Señora Rodríguez? La llamé hace dos noches. Para hablar con Sergio. ¿Está?
– Él… No. No, está en casa. No sé dónde está.
Esperé un segundo y me pareció que descolgaban otro teléfono.
– El asunto es el siguiente, señora Rodríguez: Alan Humphries está en la cárcel. Ahora mismo. En las oficinas centrales del Área Seis. Puede llamar y comprobarlo si quiere. Van a concederle inmunidad, ¿sabe lo que quiere decir? Inmunidad procesal. Eso quiere decir que no irá a la cárcel. Si les dice que Sergio fue el que mató a Malcolm Tregiere y a Fabiano Hernández. Asegúrese de que Sergio recibe este mensaje, señora Rodríguez. Adiós.
Esperé hasta que colgó. Con bastante seguridad, oí un segundo clic. Me sonreí ferozmente a mí misma, volví al coche y fui a instalarme detrás de la comisaría de policía. Para entonces, los medios de comunicación ya se habían enterado de la noticia. El Canal 13 y el Canal 5 tenían unidades móviles aparcadas delante.
Alrededor de las cuatro y media, hubo un aumento de la actividad. Las unidades móviles cobraron vida cuando una multitud de hombres uniformados, rodeando a un Humphries casi invisible, salió por la puerta lateral. Le metieron en un furgón celular, llevaron a otros tres hombres esposados al furgón y cerraron con llave. Los periodistas rodaron gran cantidad de metros del traslado de Humphries. Quedaría muy bien en las noticias de las diez: Mary Sherrod frente al furgón de la policía especulando sobre lo que iba a suceder.
Dick salió unos minutos más tarde. Se llevó su Mercedes por la curva adelante con gran despliegue de ruidos de marchas. Yo arranqué mi Chevy y le seguí más despacio, por Western Avenue hacia la calle Veintiséis y California, donde se encuentra el Tribunal de Justicia Criminal. Como el furgón celular se saltaba los semáforos gracias a sus luces, yo me quedé rápidamente rezagada. Pero había pasado tanto tiempo en el tribunal que no corría el riesgo de perderme. Me interesaba más comprobar si no nos seguía más gente, pero Dick era el único coche que seguía al furgón; nadie me seguía a mí.
El edificio del tribunal se construyó en los años veinte. Sus techos pintados, sus puertas bellamente labradas y los suelos interiores de mármol contrastaban de manera singular con los crímenes que allí se trataban. A la entrada me pararon para que me sometiese a una minuciosa inspección: vacié el bolso sobre un mostrador y allí salió un tampón sobado, un puñado de recibos de diferentes procedencias y un pendiente que creía haber perdido en la playa. La ordenanza me recordaba los días en que trabajaba en el tribunal; charlamos un rato acerca de sus nietos antes de que me encaminase a la tercera planta, donde se encontraba el juzgado de guardia.
La audiencia preliminar de Humphries nos mostró a Dick dando lo mejor de sí mismo. Traje gris perla abrochado, el pelo tan bien peinado que parecía que acababa de dejar el secador; era la auténtica imagen del poder acaudalado. Humphries, por su parte, parecía sobrio y confundido, un hombre cumplidor de la ley atrapado en unos acontecimientos que no entendía, pero haciendo todo lo posible para que las cosas se aclarasen.
La abogada del estado, Jane LeMarchand, estaba bien informada. Era una fiscal mayor, hábil y capaz, pero la petición de que no hubiese fianza fue rechazada, debido al hecho de que la prueba de asesinato se basaba en las palabras de un hombre que en ese momento estaba muerto. El juez arguyó que el estado tendría probablemente motivos para procesar a Humphries, fijó la fianza en ciento quince mil dólares y el caso entró en la computadora para que le adjudicasen fecha para el proceso. Dick escribió muy airoso un cheque por el diez por ciento de la cantidad, y él y Humphries se marcharon entre los flashes de los fotógrafos. Sólo por fastidiar, le di a los periodistas el teléfono y dirección particulares de Dick. Poca cosa, pero me molestaba que saliese de todo aquello sin sufrir ninguna molestia en particular.
Rawlings me alcanzó a la salida del tribunal.
– Vamos a tener que elaborar el caso muy cuidadosamente, señora W., para cuando lo tengamos que presentar en el proceso.
– Quiere decir para la primera vista -dije amargamente-. El proceso no saldrá hasta dentro de cinco años. ¿Se apuesta algo?
Se frotó los anchos dedos contra la frente, cansado.
– Olvídelo. He intentado convencer al juez de que nos dejase detener al cursi ese veinticuatro horas para interrogarle. Me gustaría verle pasar una noche en la cárcel. Pero su marido, su ex marido, es demasiado astuto para nosotros. ¿Quiere que vayamos a beber algo? ¿O a comer?
Me quedé sorprendida.
– Me encantaría. ¿Me reserva la invitación para otra vez? Tengo que hacer una cosa esta noche. Puede que nos ayude.
O puede que lo eche todo a perder, me dije a mí misma.
Frunció las cejas.
– Ha sido un día largo, Warshawski. ¿No cree que ya ha hecho suficientes cosas y se merece irse a la cama?
Me reí, pero no dije nada. Nos abrimos paso entre la multitud de cámaras hasta la entrada principal. Dick estaba allí, con una mano levemente apoyada en el hombro de Humphries. Debía haber seguido un curso de asesoramiento de imagen. Estaba en lo alto de las escaleras, para que el efecto dramático fuese mayor.
– Mi cliente ha tenido un día muy largo y penoso. Creo que la señora Warshawski, aunque es una investigadora muy competente, debe de haberse dejado llevar por sus sentimientos hacia el médico que desgraciadamente se quitó la vida hoy.
Una niebla me cubrió los ojos. Sentí la sangre subírseme a la cabeza mientras me abría paso hasta Dick. Cuando él me vio, se puso rígido y atrajo a Humphries más cerca de él. Me encontré un micrófono debajo de las narices y tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para sonreír en lugar de rompérselo a Dick en la cabeza.
– Soy la emocional señora Warshawski -dije tan alegremente como pude-. Como el señor Yarborough ha tenido que dejar a medias su partido de golf para venir corriendo al tribunal, no ha tenido tiempo desgraciadamente para revisar el caso con calma. Cuando vea los periódicos de mañana y descubra la connivencia entre el Estado de Illinois y su cliente, puede que piense que hubiera hecho mejor quedándose en el campo de golf.
De la multitud surgieron risas. Me marché entre una marea de preguntas, miré por encima del hombro para ver a Dick luchando por mantener su autocontrol, y me dirigí a mi coche. Miré a mi alrededor a ver si veía a Rawlings, pero había desaparecido en la confusión.
Dick terminó rápidamente con la conferencia de prensa después de aquello. Metió a Humphries en el Mercedes. Se marcharon hacia el norte por la autovía. Tuve que forzar al Chevy hasta el máximo de su potencia para mantenerme a la par de su veloz deportivo. Cuando llegamos a la Kennedy, se dirigió hacia O'Hare y aumentó la velocidad, sorteando el tráfico. Era casi de noche ya, con lo cual resultaba difícil seguirles. Sólo la forma característica de las luces traseras del deportivo me ayudaba a no perderles de vista.
Cuando nos metimos por la autopista, y pasamos de largo el aeropuerto, me di cuenta de que un Buick Le Sabre marrón se había convertido en mi acompañante permanente. Se mantuvo detrás de mí hasta que deposité mis cuarenta centavos en la cabina de peaje, y luego me adelantó. Fue junto al Mercedes durante unas cuantas millas, lo adelantó cerca de Algonquin Road; luego volvió a situarse detrás de mí y allí siguió.
Íbamos a unas setenta millas por hora. Mi cochecito vibraba. Si me hubiese detenido de repente, el Buick me hubiera pasado por encima. Me sudaban las manos sobre el volante.
Dick cogió la salida I-290 sin darle al intermitente. Yo viré a la derecha, sentí cómo las ruedas se despegaban ligeramente del suelo al girar, vi cómo el Buick adelantaba a dos coches, que pitaron y frenaron, para poder seguir detrás de mí, y recuperé milagrosamente el control, alcanzando a las luces traseras del Mercedes una media milla más allá.
Di unos golpecitos en el volante.
– Vamos chico. Enséñale a ese cabeza cuadrada lo que puede hacer un yanqui. Vamos, nene. Que tú cuestes cuatro mil billetes menos no quiere decir que no seas igual de bueno.
El Chevy siguió vibrando, pero llegó a ochenta y salvó la distancia.
El Buick siguió detrás de mí durante una centena de yardas. Mi revólver estaba en la guantera, donde lo había guardado antes de ir al juicio. No se me ocurrió soltar una mano del volante para manipular la cerradura y cogerlo. No podía creerme que la policía de tráfico nos dejase seguir a aquella velocidad durante mucho tiempo.
Tenía el pelo empapado y las axilas goteando cuando redujimos la velocidad a cincuenta y cinco millas y giramos por la autovía del noroeste. A partir de aquí, el avance fue más tranquilo, interrumpido por los semáforos y con la policía circulando ostentosamente por allí. En una de las paradas, conseguí sacar la llave de la guantera del llavero. En la siguiente, la abrí, saqué rápidamente el revólver y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta.
Humphries vivía en Barrington Hills, a unas buenas cincuenta millas de la Circunvalación. Gracias al modo de conducir de Dick, llegamos frente al camino de entrada de su casa en sólo setenta minutos tras haber abandonado el Tribunal de Justicia. Dick se metió por el camino; el Buick y yo seguimos. Tan pronto como el Mercedes desapareció, el Buick aceleró bruscamente y me adelantó, desapareciendo carretera adelante.
Me detuve en el arcén y me quedé allí con la cabeza apoyada en el volante y los brazos temblando. Necesitaba comer. Habían pasado más de doce horas desde que comí por última vez, y durante el intervalo de tiempo que pasó, había utilizado todo el azúcar de mi sangre. Si tuviera un socio, le habría mandado a por algo de comer mientras yo seguía vigilando. Pero como no era así, tendría que arriesgarme. Deshice el camino hasta que llegué a un sitio en el que había unos bares. Me tomé una hamburguesa doble, un batido de chocolate y patatas fritas. Cuando acabé, estaba lista para irme a la cama, no para entrar en acción.
– Cuando el deber susurra «debes hacerlo», la juventud contesta «lo haré» -me susurré a mí misma para animarme, volviendo a encaminarme a la casa de Humphries.
Tenía un terreno de unos dos o tres acres. Escondida a lo lejos tras los árboles, la casa sólo se podía ver parcialmente desde la carretera. En la oscuridad, yo no veía más que la fachada de piedra caliza, con un foco que la alumbraba. Me acerqué, sin saber muy bien qué es lo que esperaba encontrar.
Me recosté en mi asiento y cerré los ojos durante un instante. Cuando los abrí, fue porque un par de luces me dieron en los ojos: el Buick, que volvía por la carretera. Estaba completamente oscuro, no había luces en la calle. Estaba fría y tenía los músculos anquilosados; me costó trabajo hacer girar al Chevy y alcanzar al Buick antes de que enfilase hacia la carretera principal.
Llevábamos recorridas varias millas cuando me di cuenta de que íbamos hacia el hospital. Disminuí la velocidad; no merecía la pena que me pusieran una multa si ya sabía a dónde íbamos, y tenía los brazos demasiado cansados como para disfrutar de otra competición automovilística del Grand Prix.
El reloj del salpicadero marcaba las doce cuando me metí en el aparcamiento de visitantes de Friendship. Mientras iba hacia la entrada, mantenía agarrado el revólver con una mano en el bolsillo, mirando entre las filas de coches para encontrar al Buick, pero sin verlo.
Los pasillos desiertos y luminosos me empezaban a resultar tan familiares como mi propia oficina. Casi me esperaba que el ordenanza se apoyase en la escoba para saludarme, o que las enfermeras que avanzaban por el pasillo quisieran hacerme alguna consulta sobre la salud de un paciente.
Nadie intentó hablar conmigo mientras caminaba hacia el ala administrativa. En aquella ocasión, la puerta exterior no estaba cerrada con llave. La abrí con cuidado, pero el pasillo que se extendía ante mí estaba vacío. Avancé por él despacio, intentando captar todos los sonidos, pero sin oír nada. El picaporte del despacho de Jackie también cedió cuando lo giré. No había ninguna luz encendida, pero las luces del aparcamiento iluminaban la habitación con suficiente claridad como para que pudiese distinguir los muebles. La puerta del despacho de Humphries rozaba el suelo; no podía decir si había alguien dentro o no.
Conteniendo la respiración, giré despacio el picaporte y empujé lo suficiente como para que la puerta se abriera un poco. No veía nada, pero podía oír. Una voz ronca hablaba.
– Lo que quiero saber, tío, es lo que le vas a contar a la policía. Me importa un carajo tu amigo el médico y lo que dijo. Pero mi informante dice, tío, que me estás acusando. Cuéntame.
Era Sergio. Hubiese reconocido su voz en cualquier parte. Debí haber llamado a la policía, pero iba a ser difícil que me hicieran caso, y más aún conseguir que vinieran sin armar escándalo. Con la otra mitad de mi mente intentaba averiguar por qué Humphries había venido al hospital a hablar con Sergio, en lugar de encontrarse con él en alguna carretera desierta. Y si era Sergio el del Buick, ¿por qué no me mató mientras estaba durmiendo sobre el volante de mi coche?
Humphries le contestaba.
– No sé quién es tú informante, ni por qué iba él a estar enterado del asunto. Pero puedo asegurarte de que a la policía no les he dicho nada. Me han soltado, como puedes ver.
– No he nacido ayer, tío. No te sueltan con una acusación de asesinato encima. Te sueltan si les dices a los polis lo que quieren oír. Y les encantaría oír que hay un hispano que va a cargar con la acusación, y además sueltan a un hombre de negocios blanco, rico. ¿Lo coges?
– Creo que hablaríamos mejor si me quitases ese cuchillo de la garganta.
Tuve que reconocérselo a Humphries: se mantenía muy sereno bajo semejante presión.
– Tenemos un problemilla, ¿sabes? -continuó-. Después de todo, fuiste tú el que mató a Malcolm Tregiere, no yo.
– Puede que lo hiciéramos, puede que no. Pero si lo hicimos, tío, fuiste tú el que nos lo encargaste. Y eso es conspiración de asesinato. Te echan un montón de años con un cargo así, tío. Y créeme, te vamos a arrastrar con nosotros si nos cogen. Además, está el asuntillo ese de mi amigo Fabiano. Oh, sí, ya sé que te lo cepillaste. Es el tipo de gilipollez que haría un blanco como tú. Así que antes de que hables de nada con la poli, más vale que te enteres que no vamos a tirarnos al suelo y hacernos los muertos por ti.
Humphries no dijo nada. Luego dio un respingo.
– ¿Qué coño quieres?
– Vaya, tío, ahora empezamos a hablar. Lo que yo quiero. Lo que quiero es oírte decir las palabras mágicas: yo maté a Fabiano Hernández.
Silencio, y luego otro respingo.
– Venga, tío. Que tenemos toda la noche. Nadie va a oírte si chillas.
Finalmente, Humphries dijo con voz estrangulada:
– Vale, yo maté al chaval, pero era un canalla, un perdedor, un inútil. Si habéis venido aquí a vengar su muerte, estáis arriesgando vuestras vidas por un pedazo de mierda.
Yo hice una inspiración profunda, saqué el revólver, empujé la puerta y me metí en la habitación.
– ¡Quieto! -grité, apuntando a Sergio.
Estaba de pie ante Humphries, con el cuchillo en la mano. Tatuaje estaba detrás de Humphries, sujetándole los brazos. Otros dos Leones se encontraban a los lados, empuñando revólveres. La gran ventana de detrás del escritorio de Humphries estaba rota. Debían haberla roto y sorprendido a Humphries cuando apareció por allí.
– ¡Soltad los revólveres! -ladré.
En lugar de obedecer, me apuntaron a mí. Yo disparé. Uno cayó al suelo, pero le fallé al otro. Me tiré al suelo cuando me disparó, y la bala se incrustó en el lugar donde acababa de estar. Sergio dejó a Humphries. Por el rabillo del ojo, vi cómo lanzaba el brazo hacia atrás para tirar el cuchillo. Se oyó un revólver y él se derrumbó sobre el cuero del escritorio. Le disparé de nuevo al otro pistolero. Dejó caer su revólver al ver caer a Sergio.
– ¡No dispare! ¡No dispare! -chilló con voz de falsete.
Rawlings cruzó el cristal roto de la ventana y entró en la habitación.
– ¡Maldita sea, Warshawski! ¿Por qué irrumpió usted así en la habitación?
Me volví a poner en pie, con los brazos temblando.
– ¡Rawlings! ¿Era usted el que iba en el Buick? Creí… creí que era Sergio. ¿No conducía usted un Chevy esta mañana?
El oro brilló un instante.
– El Buick es mi coche. No pensé que usted lo fuese a reconocer. Ya sabía que iba a hacer algo y decidí venir para ver por dónde salía esta vez. ¿Cómo cree que pudo atravesar la autopista a ochenta? Porque llevaba escolta policial… Bueno, Humphries. Perdón, señor Humphries. Creo que esta vez ya tenemos bastante como para empapelarle. Como ya le dije hace unas horas, tiene usted derecho a permanecer callado. Pero si no quiere hacer uso de ese derecho…
Humphries sacudió la cabeza. Le salía sangre de los cortes que le había hecho Sergio en el cuello.
– Ya me sé la retahíla. Déjelo. Si ha estado fuera todo este tiempo, ¿por qué no entró cuando el hispano este me estaba amenazando con cortarme el cuello?
– No se preocupe, Humphries. Por mucho que me hubiese gustado no le habría dejado matarle. Creo que me pasa lo mismo que a él. Quería oírle decir las palabras mágicas. Que mató usted a Fabiano Hernández. La señora W. también lo ha oído. Así que creo que tenemos material suficiente como para complacer al juez.
Me acerqué a Sergio. Rawlings le había dado en el hombro. Una bala del treinta y ocho hace bastante pupa en el hombro, pero el chico viviría. El León al que yo disparé yacía en la alfombra persa, gimiendo patéticamente y ensuciando la lana. Tatuaje y el otro permanecían huraños a un lado.
– No sé, Humphries -decía Rawlings-. Puede que sea mejor que vaya usted a la cárcel. Tener que ver todos los días estas manchas de sangre en la alfombra y el escritorio le partiría el corazón. Y ahora, ¿hay algún médico por aquí?