XXXV

El último baño del verano

El sol de finales de verano resplandecía glorioso, calentando la arena, bailando sobre el agua. Los niños gritaban como locos, conscientes de que era el último día de sus vacaciones de verano. Los maridos y las esposas compartían las cestas de picnic y disfrutaban del último fin de semana en la playa. Se oían al fondo varias radios sintonizadas con el partido de los Cubs, otras, con la emisora de rock local. Harry Caray y Prince luchaban entre sí por el control de las ondas. Yo miraba al frente sin fijar la vista.

– ¿Qué pasa, muñeca? ¿Por qué no te vas al agua? Puede que sea la última oportunidad antes de que cambie el tiempo.

El señor Contreras descansaba en una tumbona de plástico, bajo una gran sombrilla. Había venido conmigo a Pentwater, una pequeña ciudad junto al lago, en Michigan, con la condición de que se mantuviese todo el tiempo a la sombra. Esperaba que se hubiera dormido. Como convaleciente, era más agotador que cuando estaba sano.

– No te estarás comiendo el coco todavía con lo de ese médico, ¿verdad? Créeme, no merecía la pena.

Volví la cara hacia él y le hice un gesto con la mano derecha, pero no dije nada. No podía expresar mis sentimientos. No había conocido a Peter lo suficiente como para comerme el coco por él. Sus huesos y su cerebro sobre el escritorio me vinieron a la mente. Horroroso, sí. Pero no era responsabilidad mía.

Debería encontrarme en la gloria. Humphries y Sergio estaban los dos detenidos sin fianza. Sergio en el hospital penitenciario hasta que se le curase el hombro. El Herald Star del fin de semana había dedicado un artículo a Dick, mostrándole en su lado más pomposo. Había llamado para ponerme verde cuando llevamos a Humphries a la Veintiséis y California por segunda vez en veinticuatro horas. Tal vez, como dijo Lotty, mi reacción hacia él había sido infantil, pero me lo pasé muy bien. Andaba de cabeza con las leyes criminales y no quería admitir que no se las conocía tan bien como yo.

Tessa vino a visitarme el sábado por la mañana, antes de que me fuese al campo, para agradecerme que hubiese agarrado a los asesinos de Malcolm y arrepentida por haber dudado alguna vez de mí. Llegó a la vez que Rawlings, que quería hablar conmigo de la declaración. Me hubiese gustado recordarle su ofrecimiento de invitarme a cenar, pero Tessa y él se marcharon juntos a comer. Aquello no me preocupaba mucho. Rawlings era divertido, pero no es bueno que un detective intime demasiado con uno de la policía. Así que, ¿por qué me sentía como envuelta en un capullo de letargo, apenas capaz de mantenerme despierta?

El señor Contreras me miraba preocupado.

– La vida sigue, muñeca. Cuando Clara murió, yo pensé, chico, ya está. Y habíamos estado casados durante cincuenta y un años. Sí. Nos hicimos novios en el colegio. Claro, yo lo dejé, pero ella quiso terminar y esperamos a casarnos hasta que ella acabó. Y tuvimos nuestras peleas, cielo, peleas como no habrás visto nunca. Pero también lo pasamos muy bien.

»Eso es lo que necesitas, muñeca. Necesitas a alguien con quien te puedas pelear, pero lo bastante bueno como para hacértelo pasar bien. No como ese ex tuyo. No entiendo cómo te fuiste a casar con un tipo semejante. No, ni ese médico tampoco. Te dije que era una insignificancia. Te lo dije la primera vez que le eché la vista encima…

Yo me tensé. Si creía que para mí era un problema no tener un marido… Puede que estuviese agotada. Demasiada ciudad, demasiado tiempo perdido en las cloacas con gente como Sergio y Alan Humphries. Puede que tuviese que retirarme del negocio detectivesco: vender mi licencia, retirarme a Pentwater… Intenté imaginarme a mí misma en esta diminuta ciudad, con doce mil habitantes que conocen todos los asuntos de los demás. Un cuarto de Black Label al día lo haría soportable. La idea me hizo soltar una carcajada.

– Muy bien, muñeca. Tienes que saber reírte de ti misma. Quiero decir que si yo me hubiese puesto a llorar por cada error que cometí, ahora mismo estaría ahogado. Y mira el lado bueno. Tenemos un perro. Al menos, tú tienes un perro, pero ¿quién lo va a sacar y le dará de comer mientras tú estás fuera todo el día? Me hará compañía. Mientras no se haga pis en mis tomates, ¿eh, chica?

Cuando Peppy se dio cuenta de que le hablaba a ella, dejó caer el palo que llevaba en la boca para ir a lamerle la mano. Luego dio un salto para volver a coger el palo, y lo dejó caer junto a mí, haciendo un gran círculo dorado con su cola contra el sol. Me empujó con su hocico húmedo, golpeándome con la cola para asegurarse de que yo me estaba enterando. Me levanté. Mientras la perra danzaba en éxtasis, yo recogí el palo y lo lancé hacia el sol poniente.

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