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Pasamos del avión espacial a la nave lunar, un arácnido metálico diseñado sólo para ser utilizado en el vacío. Yo tenía mi propio compartimento para dormir… parecido a uno de esos hoteles-ataúd de Tokyo. Cuando salí, disfruté de la ingravidez, aunque Quentin seguía parloteando sobre los lunabuses y otras cosas que le interesaban. Si al menos hubiera sido aficionado al béisbol…

—Ahora recuerden, amigos —dijo uno de los miembros del personal de Inmortex la tercera mañana de nuestro vuelo—, la base lunar en la que estamos a punto de aterrizar no es Alto Edén, sino unas instalaciones de descanso multinacionales pertenecientes al sector privado. No fueron construidas para turistas, ni para el lujo… así que no se sientan decepcionados. Les prometo que estarán encantados cuando lleguemos a Alto Edén.

Escuché, pensando que sería mejor que Alto Edén fuera bueno. Naturalmente, había hecho la visita virtual y había leído todos los folletos. Pero echaría de menos (demonios, las echaba de menos ya) a Clambead, y a Rebecca, y a mi madre, y…

Y, sí, incluso a mi padre. Lo había considerado una carga, pensaba que sería un alivio pasarle a mi otro yo la preocupación por él, pero me sentía muy triste ante las perspectiva de no volver a verlo de nuevo.

Las lágrimas flotan en gravedad cero. Es sorprendente.


Fui a ver al doctor Porter por el problema de los pensamientos que quería guardarme y no podía dejar de decir en voz alta.

—Ah, sí —dijo él, asintiendo—. Lo he visto antes. Puedo hacer algunos ajustes, pero es un problema difícil de la interacción mente-cuerpo.

—Tiene que arreglarlo. A menos que decida explícitamente hacer algo, no debería suceder por su cuenta.

—Ah —dijo Porter, uniendo las cejas con alegría—, pero no es así como trabajan los humanos… ni siquiera los biológicos. Ninguno de nosotros inicia conscientemente nuestras acciones.

Negué con la cabeza.

—He estudiado filosofía, doctor. No estoy preparado para renunciar a la idea del libre albedrío. Me niego a creer que vivimos en un universo determinista.

—Oh, bueno, no quería decir eso. Pongamos que entra en una habitación, ve a alguien conocido y decide tender la mano para saludarlo. Naturalmente, su mano no se dispara automáticamente; primero tiene que pasar algo en su cerebro, ¿de acuerdo? Y eso, el cambio eléctrico en el cerebro que precede a la acción voluntaria, se llama potencial de disposición. Bueno, en un cerebro biológico ese potencial comienza 550 milisegundos (poco más de la mitad de un segundo) antes de que su mano empiece a moverse. En realidad no importa cuál es el acto voluntario: el potencial de disposición sucede en el cerebro 550 milisegundos antes de que comience el acto motor. ¿Vale?

—Vale.

—¡Ah, pero no vale! Veamos, si le pregunta a alguien que le indique exactamente cuándo decidió hacer algo, dice que la idea se le ocurrió unos 350 milisegundos antes del comienzo del acto motor. Un tipo llamado Benjamin Libert lo demostró hace años.

—Pero… pero eso debe de ser un error de medida —dije yo—. Quiero decir, estamos hablando de milisegundos.

—No, en realidad no. La diferencia entre 550 milisegundos y 350 milisegundos es un quinto de segundo: es una cantidad de tiempo bastante significativa, y resulta bastante fácil de medir con precisión. Esta prueba básica se ha repetido una y otra vez desde los años ochenta del siglo XX, y los datos son sólidos como una roca.

—Pero eso no tiene sentido. Está usted diciendo…

—Estoy diciendo que lo que nuestra intuición nos dice de lo que debería ser la secuencia de acontecimientos y lo que la secuencia es en realidad, no casan. Intuitivamente, pensamos en cómo debe ser la secuencia: primero, decide estrecharle la mano a su viejo amigo Bob; segundo, su cerebro, en respuesta a esa decisión, empieza a enviar señales al brazo que quiere que estreche la mano, y tercero, su brazo empieza a levantarse para dar el apretón. ¿De acuerdo? Pero lo que sucede realmente es esto: primero, su cerebro empieza a enviar señales para estrechar la mano; segundo, usted decide conscientemente estrecharle la mano a su viejo amigo, y tercero, su brazo empieza a levantarse. El cerebro ha iniciado el camino de estrechar la mano antes de que usted haya tomado conscientemente ninguna decisión. Su cerebro consciente se apropia de la acción y se engaña pensando que la inició, pero en realidad es sólo un espectador que ve lo que su cuerpo está haciendo.

—Entonces me está diciendo que no existe el libre albedrío.

—No del todo. Nuestras mentes conscientes tienen libre albedrío para vetar la acción. ¿Ve? La acción empieza 550 milisegundos antes del primer movimiento físico. Doscientos milisegundos más tarde, la acción que ya se ha iniciado llama la atención de su yo consciente… y su yo consciente tiene 350 milisegundos para pisar el freno antes de que suceda nada. El cerebro consciente no inicia los llamados actos voluntarios, aunque sí puede intervenir y detenerlos.

—¿De verdad?

Porter asintió vigorosamente.

—Por supuesto. Todo el mundo ha experimentado esto, si se para a pensarlo: está acostado en la cama, muy tranquilo, y mira el reloj. Piensa para sí: debería levantarme, es hora de levantarme, tengo que trabajar. Puede que lo piense una docena de veces o más, y entonces, de repente, se está levantando: la acción ha empezado sin que usted sea realmente consciente de que por fin ha tomado la decisión de levantarse de la cama. Y eso es porque no ha tomado conscientemente la decisión; su inconsciente la ha tomado por usted. Eso, y no su yo consciente, ha concluido de una vez por todas que es hora de levantarse.

—Pero yo no tenía este problema cuando era biológico.

—No, eso es cierto. Y se debía a la lenta velocidad de las reacciones químicas. Pero su nuevo cuerpo y su nuevo cerebro operan con velocidades eléctricas, no químicas, y los mecanismos de veto a veces intervienen demasiado tarde para hacer lo que se supone que tienen que hacer. Pero, como decía, puedo hacer unos cuantos ajustes. Perdóneme, voy a tener que retirarle la piel de la cabeza y abrirle el cráneo…


Finalmente, llegó el momento de volver a mi hogar. Y cuando llegué a la casa de North York, no pude esperar a ver a mi querida setter.

—¡Clamhead! —llamé cuando pasaba la puerta—. ¡Eh, chica! ¡Estoy en casa!

Clambead bajó corriendo las escaleras, pero se detuvo en seco cuando me vio. Yo esperaba que saltara y me lamiera la cara, pero eso no sucedió. De hecho, bajó las patas delanteras, aplanó las orejas, retrocedió y me ladró amenazadora.

—¡Clamhead, soy yo! Sólo soy yo.

La perra volvió a ladrar, y luego gruñó.

—¡Clammy, soy yo, en serio!

El gruñido se convirtió en un rugido. La puerta estaba todavía abierta y pensé en echar a correr. Pero no, maldición, no. Ésa era mi casa.

—Vamos, chica, sólo soy yo. Sólo soy Jake.

Clamhead saltó. Conseguí retroceder medio paso, pero ella apoyó las patas contra mi pecho y ladró con fuerza, una y otra vez.

—¡Clammy, Clammy! —dije—. ¡Sit, chica! ¡Sit!

No sabía que Clamhead hubiera mordido nunca a nadie, pero me mordió a mí. Llevaba una camisa de manga corta; cerró sus mandíbulas sobre mi antebrazo desnudo y tiró hacia atrás, desgarrando un trozo de plastipiel, revelando nervios de fibra óptica, músculos de cordón y un armazón de metal azul interno. Cayó sobre sus cuartos traseros y olisqueó el pedazo de plástico, luego se dio media vuelta y volvió a subir las escaleras, gimiendo.

Mi corazón no latía rápido… porque no tenía corazón. Mi respiración no era entrecortada… porque no respiraba. Los ojos no me ardían… porque no podía llorar. Me quedé allí de pie, dejando pasar el tiempo, sacudiendo lentamente la cabeza a derecha e izquierda, sintiéndome rechazado y solitario.


La nave lunar en forma de araña aterrizó junto a un grupito de cúpulas de espejo, cerca del cráter Aristarco. Después de tres días de gravedad cero, tener peso resultaba opresivo. Pero, en realidad, fue un tirón suave, sólo una sexta parte de lo normal en la Tierra.

El personal de Inmortex nos lo había advertido: la base lunar era sólo utilitaria, parecía el interior de un submarino. Por desgracia tuvimos que pasar tres días allí, sometidos a los procedimientos de descontaminación. Con cientos de puntos potenciales de partida de la Tierra y sólo un posible punto de llegada lunar, tenía sentido que las complicadas instalaciones descontaminadoras estuvieran allá arriba, no allí abajo.

Ésa había sido la primera base permanente establecida en la Luna. La habían construido los chinos, y muchas de las indicaciones estaban todavía en ese idioma, pero la administraba un consorcio internacional. Su nombre oficial era LS Uno (Asentamiento Lunar Uno), pero en honor a los inmigrantes que llegaban, alguien había puesto un gran cartel que decía «LS Island», un chiste que tardé unos momentos en pillar.*

Y, en efecto, yo era un inmigrante: ese mundo, esa esfera polvorienta y sin aire, iba a ser mi hogar para el resto de mi vida… por larga que fuera. Naturalmente, en la Luna las venas de mi cerebro estarían sometidas a menos tensión, así que tal vez durara más que si me hubiera quedado en la Tierra.

Tal vez. En cualquier caso, los médicos de Alto Edén sabrían qué hacer exactamente si tenía un… incidente. La directiva que yo había firmado por adelantado era un contrato, y los contratos debían ser cumplidos.

—Todos los pasajeros de Inmortex, por favor preséntense en descontaminación —dijo una voz por un intercomunicador.

Me encaminé pasillo abajo con un brinco que no noté en el paso.

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