4

Contemplé mi salón por última vez.

Naturalmente, una versión de mí regresaría a este lugar. Pero para la otra (el original biológico) ésta sería su última oportunidad de verlo.

Vivía solo esos días, con Clamhead, mi setter irlandés. Unas cuantas mujeres (bueno, dos) habían entrado y salido de mi vida, y de mis diversas casas, a lo largo de los años. Pero nadie compartía esa casa en concreto. El dormitorio de invitados no había sido utilizado nunca.

Pero era mi casa, y mi reflejo. Mi madre, en las raras ocasiones en las que venía de visita, siempre sacudía la cabeza por la falta de estanterías. Me encantaba leer, pero lo hacía con e-books. De todas formas, no tener estanterías implicaba no tener espacio en los estantes delante de los libros para poner adornitos, lo cual me parecía bien, porque no podía perder el tiempo en quitarles el polvo y, sin embargo (sí, sí, soy anal, lo sé), cada vez que las doncellas venían a limpiar, siempre me molestaba que todas las cositas que tenían que ser limpiadas tuvieran que ser recolocadas en el proceso.

Sin estanterías tenía muchas paredes desnudas que en el salón estaban cubiertas por camisetas de béisbol, montadas tras un cristal. Yo era un demonio en las subastas electrónicas, y coleccionaba recuerdos del béisbol. Tenía todos los modelos de la camiseta de los Toronto Blue Jays… incluyendo las lamentables de los ceros, cuando quitaron temporalmente el «Blue» de su nombre; el azul era uno de los pocos colores que yo veía, y me gustaba el hecho de que el resto del mundo y yo aparentemente estuviéramos de acuerdo en lo que significaba el nombre del equipo.

Sin embargo, mi orgullo y alegría era una camiseta original de los Birmingham Barons que llevó Michael Jordan en su breve carrera en el béisbol; había fichado por los White Sox, pero lo rebajaron a su equipo de la liga menor como número 45. Jordán había firmado la camiseta en la manga derecha, entre dos de las rayas.

Tenía una maleta abierta sobre el sofá, con alguna ropa dentro. Se suponía que tenía que llenarla de las cosas que quería llevarme a la Luna, pero me sentí desolado. Sí, este yo biológico iba a marcharse al día siguiente a la Luna, para no regresar jamás. Pero otro yo (la versión Mindscan) volvería aquí dentro de unos cuantos días; esta casa sería su (mi) casa. Todo lo que el viejo yo se llevara de aquí sería añorado por el nuevo yo… y el nuevo yo tendría décadas (seguía sin poder pensar en «siglos» o «milenios») para disfrutarlo, mientras que el viejo yo…

Sólo había una cosa que había guardado para llevarme. No era una solución perfecta, puesto que si acababa tetrapléjico o en estado vegetativo no podría administrármela. Pero el frasquito con fármacos que llevaba en una cajita sin etiquetar acabaría conmigo si era necesario.

La gente a veces se preguntaba por qué no me marchaba de Canadá y me mudaba a Estados Unidos, una tierra con menos impuestos para los ricos. La respuesta era sencilla: el suicidio asistido por los médicos era legal en Canadá y mi testamento especificaba las condiciones bajo las que había que acabar conmigo. En Estados Unidos, desde la administración Buchanan (Pat, no James) los médicos estaban obligados por ley a mantenerme con vida aunque yo tuviera un severo daño cerebral o no pudiera moverme: me mantendrían vivo a pesar de mis deseos.

Pero, naturalmente, en la Luna no había ninguna ley nacional de la que preocuparse; sólo había unas cuantas avanzadillas científicas e instalaciones de empresas privadas. Inmortex haría lo que yo quisiera. Hacían que cada cliente redactara un protocolo por anticipado, describiendo qué hacer exactamente en caso de quedar incapacitado o en estado vegetativo irreversible. Si yo podía hacerlo por mi cuenta, lo haría, y la maletita que había guardado, una maletita que había estado durante años en el cajón de mi mesilla de noche, me serviría bien.

Era el único artículo que sabía que el yo artificial nunca echaría de menos.

Conecté la robococina para que se encargara de dar de comer a mi perra mientras… Bueno, estaba a punto de decir «mientras estuviera fuera», pero eso no era correcto del todo. Pero le daría de comer durante el cambio de guardia…

—Bien, Clambead —dije, rascándole vigorosamente tras las orejas—. Supongo que eso es todo. Ahora tienes que ser una buena chica.

Ella ladró mostrando su acuerdo, y yo me dirigí a la puerta.


Las instalaciones de Inmortex estaban en Markham, un refugio de alta tecnología en la zona norte de Toronto. Acudí en coche a mi cita, siguiendo la 407, un poco irritado por tener que conducir. ¿Dónde demonios estaba el coche autoconductor? Entendía que los coches voladores probablemente no fueran a existir nunca: demasiado potencial para producir graves daños cuando uno se estrellara al caer del cielo. Pero cuando era niño habían prometido que pronto habría coches que se conducirían solos. Lástima, tantas de las cosas que se predijeron se basaban en la escuela de pensamiento conocida como IA fuerte: la idea de que pronto se desarrollaría una inteligencia artificial tan poderosa, intuitiva y efectiva como la inteligencia humana. El completo fracaso de la IA fuerte había pillado por sorpresa a un montón de gente.

La técnica de Inmortex se desviaba de ese callejón sin salida. En vez de replicar la conciencia (lo que requería comprender exactamente su funcionamiento), los científicos de Inmortex simplemente la copiaban. La copia era tan inteligente, y tan consciente, como el original. Pero una IA de Novo, programada desde cero, como HAL 9000, el ordenador de esa tediosa película cuyo título era el año en que yo nací, seguía siendo una fantasía incumplida.

Las instalaciones de Inmortex no eran grandes, pero claro, no era una empresa con un gran volumen de negocio. Todavía. Advertí que toda la primera fila de espacios de aparcamiento estaba diseñada para visitantes discapacitados, muchos más de los que requería la ley de Ontario, pero claro, una vez más, Inmortex se dedicaba a un grupo inusitado. Aparqué en la segunda fila y bajé del coche.

El muro de calor me golpeó como si fuera algo físico. El sur de Ontario en agosto era supuestamente caluroso y bochornoso hace incluso un siglo. Los pequeños aumentos de temperatura, año tras año, habían desterrado la nieve de los inviernos de Toronto y habían hecho que el pleno verano resultara casi insoportable. A pesar de todo, no podía quejarme demasiado: los que vivían en el Sur de Estados Unidos lo tenían mucho peor. Sin duda ése era uno de los motivos por los que Karen se había mudado del Sur a Detroit.

Recogí del asiento trasero mi bolsa con las cosas que necesitaba para mi estancia en Inmortex. Luego me dirigí rápidamente a la puerta principal, pero acabé sudando mientras lo hacía. Ésa sería otra ventaja de mi cuerpo artificial, sin duda: se acabó sudar como un cerdo. Pero bien podría haber estado sudando de todas formas ese día aunque no hubiera hecho un calor infernal: estaba nervioso. Atravesé la puerta giratoria, e inspiré el aire fresco del interior. Luego me presenté a la recepcionista, que estaba sentada tras un largo mostrador de granito.

—Hola —dije, sorprendido por lo seca que tenía la boca—. Soy Jacob Sullivan.

La recepcionista era una joven blanca y bonita. Yo estaba acostumbrado a ver a hombres en ese puesto, pero los clientes de Inmortex habían crecido en el siglo pasado: esperaban una mirada cándida al otro lado del mostrador. Consultó en una pantalla aérea los datos holográficos que flotaban ante ella.

—Ah, sí. Me temo que llega un poco pronto: todavía están calibrando el equipo Mindscan. —Miró mi bolsa; luego dijo—. ¿Ha traído también el equipaje para la Luna?

Palabras que nunca pensé que oiría en la vida.

—Está en el maletero de mi coche —contesté.

—¿Comprende los límites de masa? Naturalmente, puede llevarse más cosas, pero tendremos que cobrarle un suplemento, y puede que no vayan en el vuelo de hoy.

—No, no hay problema. Al final no he traído muchas cosas. Sólo unas cuantas mudas de ropa.

—No echará de menos sus cosas viejas —dijo la mujer—. Alto Edén es fabuloso, y tienen todo lo que pueda desear.

—¿Ha estado usted allí?

—¿Yo? No, todavía no. Pero, sabe, dentro de unas cuantas décadas…

—¿De veras? ¿Tiene pensado hacerse una descarga?

—Oh, claro. Inmortex tiene un gran plan para los empleados. Te ayuda a ahorrar para el proceso Mindscan y los gastos de mantener a tu original vivo en la Luna.

—Bueno… humm, la veré dentro de…

La mujer se echó a reír.

—Tengo veintidós años, señor Sullivan. No se lo tome como algo personal, pero me sentiré decepcionada si vuelvo a verlo dentro de menos de sesenta años.

Sonreí.

—Es una cita.

Ella indicó una lujosa sala de espera.

—¿No quiere sentarse? Traeremos su equipaje más tarde. La furgoneta del aeropuerto no aparece hasta después de medianoche.

Sonreí de nuevo y me acerqué.

—¡Vaya, mira quién está aquí! —dijo una voz con acento sureño.

—¡Karen! —exclamé al ver a la anciana de pelo gris—. ¿Cómo está?

—Esperando verme doble pronto.

Me eché a reír. Había tenido mariposas en el estómago, pero sentí que se dispersaban.

—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Karen. Me senté frente a ella.

—Yo… oh. No llegué a decírselo, ¿verdad? Tengo una enfermedad… La llaman malformación arteriovenosa: venas defectuosas en el cerebro. Yo… esa noche, estaba estudiando el proceso.

—Eso pensaba —dijo Karen—. Y obviamente ha decidido someterse a él.

Asentí.

—Bien, buena…

—Disculpen —dijo la recepcionista, que se había acercado a nosotros—. Señor Sullivan, ¿quiere beber algo?

—Humm, claro. ¿Café? Doble-doble.

—Sólo podemos ofrecerle descafeinado antes del escáner. ¿Le parece bien?

—Vale.

—Y, señora Bessarian —preguntó la recepcionista—, ¿desea algo más?

—Estoy bien, gracias.

La recepcionista se marchó.

—¿Bessarian? —repetí, el corazón acelerado—. ¿Karen Bessarian?

Karen sonrió con una mueca torcida.

—Ésa soy yo.

—¿La autora de MundoDino?

—Sí.

—MundoDino. Retorno a MundoDino. MundoDino Renacido. ¿Escribió usted todos esos libros?

—Sí, eso hice.

—Caray. —Me callé, intentando encontrar algo mejor que decir, pero no pude—. Caray.

—Gracias.

—Me encantaban esos libros.

—Gracias.

—Quiero decir que me encantaban de verdad. Pero supongo que lo oye decir mucho.

Su rostro arrugado se arrugó aún más cuando volvió a sonreír.

—Nunca me canso del todo.

—No, no. Por supuesto que no. Lo cierto es que tengo ejemplares en papel de esos libros… fíjese cuánto me gustan. ¿Pensó alguna vez que iban a tener tanto éxito?

—Ni siquiera pensé que fueran a ser publicados. Me sorprendí más que nadie cuando se convirtieron en un éxito tan grande.

—¿Qué cree que los convirtió en un éxito tan enorme?

Ella se encogió de hombros.

—No soy nadie para decirlo.

—Creo que es que los niños podían disfrutarlos y los adultos también —dije—. Como los libros de Harry Potter.

—Bueno, no cabe duda de que le debo mucho de mi éxito a J. K. Rawling.

—No es que sus libros se parezcan a los de ella, pero tienen el mismo tipo de atractivo.

—«Buscando a Nemo se cruza con Harry Potter camino de Parque Jurásico»: eso fue lo que dijo el New York Times cuando se publicó mi primer libro. Animales antropomórficos: mis dinosaurios inteligentes parecieron atraer a la gente igual que aquellos peces parlantes.

—¿Qué le parecieron las películas que se hicieron de sus libros?

—Oh, me encantaron —dijo Karen—. Eran fabulosas. Afortunadamente, hicieron mis películas después de las de Harry Potter y El señor de los anillos. Los estudios solían comprar las novelas sólo para cargárselas; el producto final no se parecía en nada al libro original. Pero después de las películas de Harry Potter y los libros de Tolkien, se dieron cuenta de que había un mercado aún más grande para las adaptaciones fieles. De hecho, el público se enfadaba cuando faltaba una de las escenas favoritas o se cambiaba una línea de diálogo memorable.

—No puedo creer que esté aquí sentado con la creadora del príncipe Escamas.

Ella volvió a sonreír con aquella mueca torcida.

—Todo el mundo tiene que estar en alguna parte.

—El príncipe Escamas… ¡qué personaje tan vivido! ¿En quién está basado?

—En nadie —contestó Karen—. Me lo inventé.

Sacudí la cabeza.

—No, no… quiero decir, ¿quién fue la inspiración?

—Nadie. Es producto de mi imaginación.

Asentí sabiamente.

—Ah, de acuerdo. No quiere decirlo. Tiene miedo de que la demanden, ¿eh?

La anciana frunció el ceño.

—No, nada de eso. El príncipe Escamas no existe, no es real, no está basado en nadie real, no es un retrato ni una parodia. Me lo inventé sin más.

La miré, pero no dije nada.

—No me cree, ¿no?

—Yo no diría eso, pero…

Ella sacudió la cabeza.

—La gente se desespera creyendo que los escritores basamos nuestros personajes en personas reales, que las cosas que pasan en nuestras novelas sucedieron de verdad, disfrazadas de alguna forma.

—Ah —dije—. Lo siento. Yo… supongo que es cosa de ego. No puedo imaginar crear una historia publicable, así que no quiero creer que haya otros que tengan esa capacidad. Talentos como ése hacen que el resto de nosotros nos sintamos inadecuados.

—No —respondió Karen—. No, si no le importa que lo diga, es algo más profundo, creo. ¿No lo ve? La idea de que pueden crearse personas falsas va justo al corazón de nuestras creencias religiosas. Cuando digo que el príncipe Escamas no existe de verdad, y que usted solo se ha engañado al creer que sí, planteo la posibilidad de que Moisés no existiera… de que algún escritor lo inventara. O de que Mahoma realmente no dijera ni hiciera las cosas que se le atribuyen. O que Jesucristo sea también un personaje ficticio. Toda nuestra existencia espiritual se basa en la asunción no expresada de que los escritores registran, pero no fabrican… y que, aunque lo hagan, podríamos notar la diferencia.

Contemplé la sala de espera, en este lugar donde encajaban cuerpos androides con copias escaneadas de cerebros.

—Me alegro de ser ateo —dije.

Загрузка...