22

Al entrar en el restaurante estilo americano de Alto Edén, localicé a Malcolm Draper sentado, solo, leyendo algo en un datapad. Me acerqué a él con aquel curioso paso-salto lunar.

—Hola, Malcolm.

Alzó la mirada.

—¡Jake! Siéntate.

Retiré la silla que había frente a él y me senté. —¿Qué lees?

Levantó el datapad para que pudiera ver la pantalla.

—MundoDino. —Se encogió de hombros—. A mi hijo le encantaba, pero yo no le di una oportunidad nunca. He de decir que es encantador.

Sacudí la cabeza.

—¿No lo es siempre? Nada impulsa más las ventas de un autor que la muerte.

Él pulsó el botón de apagado del datapad.

—Sólo que, naturalmente, Karen Bessarian no está muerta —dijo—. La Karen Mindscan cobrará los derechos.

Hice una mueca.

—Como si se los mereciera.

A Malcolm ya le habían servido un vaso de vino blanco. Tomó un sorbo.

—Sí que se los merece. Lo sabes.

Hice otra mueca y Malcolm se encogió amablemente de hombros. Debía de haber un camarero a mis espaldas, porque hizo un gesto de llamada con la mano, el anillo Tafford brillando a la luz. Y, en efecto, un instante después apareció una camarera: blanca, de unos veinticinco años, pelo rizado, curvas en todo lo demás.

—Buenas noches, caballeros —dijo—. ¿En qué puedo servirlos?

—Una ensalada César de entrante —pidió Malcolm—. Nada de pan frito, por favor. Luego un filet mignon envuelto en bacón, en su punto. Puré de patatas con ajo. Guisantes, zanahorias. ¿Es posible?

—Por supuesto, señor Draper. Lo que usted desee. ¿Y usted, señor Sullivan?

La miré y parpadeé. ¿Cómo sabía mi nombre? Quiero decir, claro, me había servido una o dos veces antes, pero…

Había sido un día largo y me estaba empezando a doler de nuevo la cabeza; tal vez era debido a aquel aire seco. No quise mirar el menú, de todas formas.

—Tomaré lo mismo, pero tráigame yemas de espárrago en vez de guisantes y zanahorias. Y yo sí que quiero pan frito.

—¿También en su punto, el filete?

—No, un poco menos. Y… ternera Alberta.

—Por supuesto. ¿De beber?

Decidí dar el coñazo.

—Tráigame una Oíd Sully's Premium Dark.

—Muy bien, señor. Le…

—¿La tienen? —dije—. ¿Tienen la Oíd Sully's?

—Por supuesto, señor. La traemos sólo para usted. Tenemos dosieres completos de todos los que se mudan aquí.

Asentí, y ella se fue.

—¿Ves? —dijo Malcolm, como si fuera necesario recalcar algo—. Es un sitio magnífico.

—Sí —respondí—. Bueno.

Contemplé la sala. Había comido allí varias veces, pero nunca había examinado atentamente el lugar. La decoración, claro, era magnífica: pandado oscuro, como los mejores asadores (probablemente de ese material nuevo, el regolito), manteles blancos, lámparas estilo Tiffany, de todo.

—¿Te gusta de verdad estar aquí? —le pregunté a Malcolm.

—¿Qué podría no gustarme?

—La falta de libertad. Y…

—¿Qué?

Me froté la cabeza.

—Nada. Vuelve a tu libro.

El frunció el ceño.

—Hoy no pareces tú, Jake.

Fue un comentario inocente… a menos que él estuviera conchabado también. Le repliqué bruscamente.

—No soy yo ningún día. Esa… esa cosa que está en la Tierra es yo. Al menos, eso es lo que dicen.

Malcolm alzó las cejas.

—Jake, ¿te encuentras bien?

Inspiré profundamente, tratando de controlarme.

—Lo siento. Me duele la cabeza.

—¿Otra vez?

No recordaba haberle contado a Malcolm la última vez que había sentido aquel martilleo en la parte superior del cráneo. Entorné los ojos.

—Sí, otra vez.

—Deberías ver a un médico.

—Qué sabrán ellos. No son de fiar.

Él sonrió.

—Un comentario extraño para tratarse de un hombre a quien un médico acaba de salvarle la vida.

La camarera apareció con mi cerveza en una jarra de cerámica trabajada. Se marchó, tomé un sorbo y…

Una puñalada de dolor, un picahielos en la cabeza. Malcolm debió de verme dar un respingo.

—¿Jake? Jake, ¿estás bien?

—Sí —respondí—. La cerveza está muy fría.

El dolor se disipaba. Tomé otro sorbo.

—Te sentirás mejor después de haber comido —dijo Malcolm.

Pensé en ello. Pensé en la comida que había sido preparada especialmente para mí. Pensé en la solución más fácil para el problema que tenía Inmortex con mi deseo de querer volver a la Tierra. Sentí otro retortijón, un recuerdo del dolor de un momento antes.

—Lo cierto es que creo que voy a pasar de cenar —dije, poniéndome en pie—. Voy a acostarme.

El rostro de Malcolm mostró su preocupación. Pero, al cabo de un momento, se frotó la barriga.

—Bueno, afortunado de mí. ¡Dos filetes!

Forcé una sonrisa y me encaminé a la puerta. Pero sabía que él dejaría intacto el filete con los espárragos. Fuera lo que fuese, Malcolm Draper no era ningún tonto.


—Por favor, diga y deletree su nombre para que conste en acta —dijo el secretario del juzgado, un negro delgado con un bigotito fino como un lápiz.

Un hombre de piel más oscura que la mía pero más clara que la del secretario colocó la mano sobre un ejemplar encuadernado de uno de los diversos libros sagrados preparados para ese propósito.

—Nombre: Pandit, P-A-N-D-I-T. Apellido: Chandragupta, C-H-A-N-D-R-A-G-U-P-T-A.

—Siéntese —dijo el secretario.

Chandragupta se sentó mientras Deshawn se levantaba.

—Doctor Chandragupta —dijo Deshawn—. Usted firmó el certificado de defunción en este caso, ¿correcto?

—Sí.

—¿Es el médico personal de Karen Bessarian?

—No.

—¿Lo ha sido alguna vez?

—No.

—¿La ha tratado alguna vez de alguna enfermedad, achaque o indisposición?

—No.

—¿Sabe si tiene médico personal?

—Sí. Es decir, sé quién la trataba antes de morir.

—¿Y quién es?

—Se llama Donald Kohl.

—¿Y el doctor Kohl es colega suyo?

—No.

—¿Dónde trabaja usted, doctor Chandragupta?

—En el hospital John Hopkins de Baltimore.

—¿Y es ahí donde dice que murió Karen?

—No.

—¿Dónde tiene usted licencia para practicar la medicina?

—En Maryland. También en Connecticut.

—¿Murió Karen en Maryland?

—No.

—¿Murió en Connecticut?

—No.

—¿Tiene usted licencia de forense?

—No, soy…

—Sólo conteste a las preguntas que le hago, doctor —dijo Deshawn, con firmeza pero amablemente—. ¿Tiene licencia de forense?

—No.

—¿Es juez de instrucción del condado o del estado?

—No.

—Y, sin embargo, firmó usted este certificado de defunción, ¿no es así?

—Sí.

—¿Dónde firmó este certificado de defunción? No le pregunto dónde dice usted que murió Karen, sino dónde tramitó el papeleo.

—En Baltimore.

—Pero ¿lo hizo por propia voluntad?

—Sí.

—Vamos a ver, doctor Chandragupta, intentemos hacer la pregunta de otra manera: ¿firmó usted el supuesto certificado de defunción por propia voluntad, o lo hizo a petición de alguien?

—Bueno, si lo expresa así… lo segundo. A petición de alguien.

—¿De quién?

—De Tyler Horowitz.

—¿El demandado en este caso?

—Sí.

—¿Le pidió que firmara un certificado de defunción?

—Sí.

—¿Inició el contacto con usted, o lo inició usted?

—Yo me puse en contacto con él primero —dijo Chandragupta.

—¿Era consciente de que Tyler podía heredar docenas de miles de millones de dólares cuando se puso en contacto con él?

—No, como un hecho cierto no.

—¿Pero lo sospechaba?

—Parecía lógico, sí.

—¿Le cobró algo por firmar ese certificado?

—Naturalmente, hay una tarifa por ese servicio.

—Naturalmente —dijo Deshawn, destilando veneno. Miró significativamente al banco del jurado. Los miembros del jurado le devolvieron la mirada, pero no supe qué estaban pensando.

—Señor Draper, por favor —dijo Chandragupta, extendiendo las manos—, sé que Canadá está al otro lado del río y que hay algunos canadienses en la sala. Pero, sinceramente, no hay nada inmoral ni extraño en que un médico gane dinero por los servicios prestados.

—No, estoy seguro de que no —dijo Deshawn. Se acercó al banco del jurado y se colocó a su lado, como si de pronto se hubiera convertido en el octavo miembro—. Pero cuéntenos, exactamente, qué tarifa cobró.

—Admito que el señor Horowitz fue muy generoso, pero…

—La cantidad en dólares, por favor.

—Me pagó ciento veinticinco mil dólares por este servicio.

Deshawn miró a los miembros del jurado, casi invitándolos a silbar. Uno de ellos lo hizo.

—Gracias, doctor Chandragupta. Su testigo, señora López.

—Doctor Chandragupta —dijo ella, levantándose del asiento junto a Tyler—, ¿ha dicho usted que es doctor en medicina?

—Lo soy.

—¿Y cuál es su especialidad médica?

—Soy cirujano, especializado en casos circulatorios cerebroespinales.

Me agité en mi asiento. Me pregunté qué sabría del síndrome de Katerinsky, si es que sabía algo.

—¿Dónde murió la señora Bessarian?

Deshawn se puso en pie.

—Protesto, señoría. Está dando por hecho algo que no está probado. No hemos determinado aún que la señora Bessarian esté muerta. De hecho, nosotros mantenemos justo lo contrario.

El juez Herrington hizo su gesto peculiar con la boca.

—Señor Draper, Detroit no es su territorio. La mayoría de los abogados de esta ciudad saben que odio las distinciones semánticas puntillosas. —El alma se me cayó a los pies, pero Herrington continuó—: Sin embargo, concedo que en este caso tiene usted un buen argumento. Aceptado.

López asintió graciosamente.

—Muy bien, doctor Chandragupta, ¿cree usted personalmente que Karen Bessarian está muerta?

—Lo creo, sí.

—¿Y dónde cree usted personalmente que murió Karen Bessarian?

—En el cráter de Heaviside, en la cara oculta de la Luna.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque estuve allí.

Pude ver a varios miembros del jurado enderezarse en sus asientos al oír esto.

—¿Qué estaba haciendo usted en la Luna? —preguntó López.

—Volé hasta allí para realizar una operación… Requirieron mi experiencia.

Supongo que era una idea reconfortante. Era bueno saber que Inmortex cuidaba de sus protegidos.

—Entonces, ¿no hay otros médicos en Heaviside? —continuó López.

—Oh, no, no. Hay varios… tal vez una docena. Y buenos médicos, debo añadir.

—¿Pero carecían de sus habilidades particulares?

—Correcto.

—El paciente al que fue a tratar a la Luna no era la señora Bessarian, ¿no?

—No.

—Entonces, ¿qué contacto tuvo con la señora Bessarian allí?

—Estuve atendiendo en su muerte.

—¿En qué circunstancias se produjo?

—Yo estaba en las instalaciones médicas de Heaviside cuando sonó un Código Azul.

—¿Código Azul?

—Un código hospitalario estándar que indica paro cardiaco. Recuerde que soy especialista circulatorio. Cuando lo escuché, salí corriendo por el pasillo, vi a otros médicos y enfermeras corriendo… bueno, más bien rebotando por las paredes con la baja gravedad lunar. Me uní a ellos, llegué a la sala donde estaba la señora Bessarian al mismo tiempo que su médico personal.

—¿Se refiere a ese doctor Donald Kohl que ha mencionado antes? —preguntó López.

—Así es.

—¿Qué sucedió entonces?

—El doctor Kohl intentó desfibrilar a la señora Bessarian.

—¿Y el resultado?

—Los resultados fueron negativos. La señora Bessarian murió allí y entonces. He de decir que el doctor Kohl actuó admirablemente, haciendo todo lo que debía. Y parecía sinceramente entristecido por la muerte de Karen Bessarian.

—Estoy segura de que así fue —dijo López. Miró significativamente al jurado—. Como lo estamos todos. —Su voz no transmitía demasiado bien la compasión, pero lo intentaba—. En todo caso, ¿no habría sido normalmente el doctor Kohl quien tendría que haber firmado el certificado de defunción?

—«Normalmente» es la palabra clave, sí.

—¿Qué quiere decir?

—Me dijo que no iba a firmar ninguno.

—¿Cómo salió a colación el tema?

—Lo pregunté —dijo Chandragupta—. Cuando la señora Bessarian murió, sentí curiosidad por los procedimientos. Dada la situación tan poco habitual… Quiero decir, es la Luna. Le pregunté al doctor Kohl cómo se tramitaba el papeleo por defunción.

—¿Y qué le contestó él?

—Dijo que no había ningún papeleo. Dijo que precisamente la gente como la señora Bessarian estaba en la Luna para poder estar fuera de la jurisdicción de nadie.

—Para que así no hubiera ningún requerimiento de un certificado de defunción, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Y la notificación a los parientes?

—Kohl dijo que tampoco iban a hacer eso.

—¿Por qué no?

—Dijo que era parte de su acuerdo con sus clientes.

López miró significativamente al jurado, como si Chandragupta acabara de revelar una conspiración horrible. Luego se volvió lentamente hacia él.

—¿Cómo se sintió al respecto?

Chandragupta tenía al parecer la costumbre de acariciarse la barba; lo estaba haciendo en aquel preciso instante.

—Me molestó. No me pareció bien.

—¿Qué hizo al respecto cuando regresó a la Tierra?

—Contacté con Tyler Horowitz en Detroit.

—¿Por qué?

—Es el pariente más cercano de la señora Bessarian… Es su hijo.

—Retrocedamos un paso. ¿Cómo supo usted que la mujer que falleció en la Luna era Karen Bessarian?

—Primero, naturalmente, porque los otros médicos se referían a ella por ese nombre.

—¿Por algún otro motivo?

—Sí. La reconocí.

López tenía cejas delicadas. Las alzó. También se había hecho mechas en las puntas externas.

—¿La conocía personalmente?

Chandragupta volvió a acariciarse la barba.

—Antes de esto no. Pero les he leído sus libros a mis hijos una docena de veces. Y la he visto muchas veces en televisión.

—¿No tiene pues ninguna duda sobre la identidad de la mujer que murió en la Luna?

Por fin Chandragupta se apartó la mano de la cara, pero sólo para hacer un gesto enfático, la palma extendida.

—Ninguna en absoluto. Era Karen Bessarian.

—Muy bien. Y sabiendo esto, se puso usted en contacto con su hijo, ¿no es así?

—Sí.

López volvió a alzar las cejas.

—¿Por qué?

—Consideré que debía saberlo. Quiero decir, ¡su madre había muerto! Un hijo se merece saber eso.

—¿Y por eso lo llamó?

—Sí. Fue un triste deber, pero desde luego no fue la primera vez que he tenido que hacer algo así.

—¿Y le pidió Tyler que hiciera algo?

—Sí. Solicitó un certificado de defunción.

—¿Por qué?

—Dijo que sabía que los médicos de la Luna no proporcionarían uno. Dijo que quería poner fin a los asuntos de su madre.

—¿Y usted estuvo de acuerdo?

—Sí. —Otra vez la mano en la barba—. Es un deber que he cumplido antes. Tengo cargado el impreso electrónico. Rellené una copia y se la mandé al señor Horowitz por e-mail, con mi firma digital.

—Una vez más, ¿hasta qué punto está usted seguro de que la mujer fallecida era Karen Bessarian?

—Al ciento por ciento.

—¿Y hasta qué punto está convencido de que estaba, en efecto, muerta?

—También al ciento por ciento. La vi dejar de respirar. Vi su ECG plano. Vi su EEG plano. Observé personalmente que sus pupilas habían explotado.

—¿Explotado?

—Las tenía dilatadas al máximo, dejando sólo un anillo minúsculo de iris visible alrededor. Es un signo claro de muerte cerebral. López sonrió levemente.

—Gracias, doctor Chandragupta. Oh, una pregunta más… Su tarifa. El señor Draper ha insistido mucho en cuánto le pagaron por este servicio. ¿Le gustaría comentar algo al respecto?

—Sí, me gustaría. La tarifa fue idea del señor Horowitz; dijo que la merecía. Lo llamó dinero del «buen samaritano»… Su manera de dar las gracias.

—¿Ofreció esa larga suma antes o después de que usted accediera a proporcionarle un certificado de defunción?

—Después. Fue después, naturalmente.

—Gracias —dijo López—. No hay más preguntas.

Deshawn se puso en pie.

—¿Puedo interrogar al testigo, señoría?

Herrington asintió.

—Doctor Chandragupta —dijo Deshawn—, ¿cuál es la tarifa normal en Maryland por extender un certificado de defunción?

—Tendría que mirarlo.

—Sólo una cifra aproximada, señor. Redondee hasta los mil más cercanos.

—Bueno, ejem, redondeando hasta los mil más cercanos, sería de mil.

—Mil dólares, ¿correcto?

—Eso es.

—De hecho, ¿hay algún certificado por el que los médicos de Maryland cobren más de mil dólares?

—No que yo sepa.

—¿Y está usted seguro de que su discusión con el demandado por la tarifa de ciento veinticinco mil dólares por proporcionarle un certificado de defunción tuvo lugar después de que accediera a proporcionarle uno?

—Sí. —Chandragupta miró retador a Deshawn—. Así es como lo recuerdo.


Me pareció extraño que Deshawn Draper hubiera empezado llamando a declarar a Chandragupta, ya que el médico parecía estar totalmente de parte de Tyler. Pero pronto entendí por qué: en cuanto el testimonio de Chandragupta se acabó, Deshawn pidió una sentencia sumaria, basándose en la invalidez del certificado de defunción. El juez Herrington despidió al jurado mientras discutían mociones y contramociones. Deshawn quería anular el certificado porque Chandragupta lo había firmado fuera de la jurisdicción geográfica en la que tenía licencia para practicar la medicina, y dada la posibilidad de que hubiera sido sobornado para hacerlo.

López argumentó con antiguos estatutos marítimos de Maryland, donde Chandragupta sí que tenía licencia, según los cuales cualquier médico podía firmar un certificado de defunción en aguas internacionales cuando era poco práctico, imposible o iba contra los deseos del finado que llevaran el cadáver a la orilla; eso último permitía que el personal marítimo fuera enterrado en el mar si moría estando de servicio. También argumentó vehementemente que las insinuaciones no constituían hechos. Se debatieron muchos detallitos de las leyes de Michigan y Maryland, pero al final el juez Herrington declaró que el certificado de defunción era válido para el único propósito de determinar la muerte de la Karen Bessarian original y biológica.

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