18

Karen y yo pasamos cuatro días en Georgia, haciendo turismo, y luego volamos a Detroit, al norte, para que Karen pudiera encargarse de unas cuantas cosas.

Detroit. Difícilmente un sitio donde una novelista adinerada pudiera tener su casa. En el siglo pasado, la mayoría de los canadienses vivían lo más cerca posible de la frontera estadounidense… pero no por aprecio a nuestros vecinos. Más bien, nos dirigíamos lo más al sur posible en busca del calor sin abandonar nuestro propio país. Y ahora se cumplía lo contrario. Tratando de escapar del calor, los estadounidenses llegaban al norte cuanto era posible sin dejar atrás la tierra de la libertad y el hogar de los valientes: por eso Karen vivía allí.

Naturalmente, tenía una mansión fabulosa, llena de trofeos por sus escritos, ejemplares de sus libros en más de treinta idiomas e incluso algunas maquetas y piezas de atrezzo de las películas que habían hecho de ellos.

También estaba llena de cosas que recordaban a su último esposo, Ryan, que había muerto hacía dos años. Ryan coleccionaba fósiles. Contrariamente a la mayoría de las aficiones basadas en la naturaleza, ésa se había vuelto más fácil con el tiempo: todo el desgaste añadido y la erosión causada por la reducción de los casquetes polares al parecer habían dejado al descubierto gran cantidad de material nuevo. O eso me dijo Karen. Sea como fuere, Ryan tenía estantes llenos de trilobites (el único fósil invertebrado que yo podía identificar) y muchas otras cosas maravillosas.

El motivo más importante para detenernos en Detroit era que Karen pudiera ver a su hijo Tyler, que también vivía en esta ciudad. Había hablado con él varias veces por teléfono desde que se había sometido al proceso de Mindscan, pero había optado por hacerlo sólo con llamadas de voz. Le había dicho que quería que viese su nuevo rostro directamente, no por medio de un sistema que podía hacer que pareciera aún más frío y remoto.

A eso de las seis de la tarde sonó el timbre. El monitor de pared del salón inmediatamente cambió para mostrar la imagen de la mirilla.

—Es Tyler —dijo Karen, asintiendo. Yo sabía que él tenía cuarenta y seis años. Su pelo era castaño claro y empezaban a notársele las entradas. Karen se levantó del sofá y se acercó a la puerta. La seguí. La luz era tenue. Karen abrió la puerta y…

—Hola —dijo Tyler, con aspecto sorprendido—. Me llamo Tyler Horowitz. Venía a ver…

—Tyler, soy yo —dijo Karen.

Él se quedó de piedra, boquiabierto. Hice unos cuantos cálculos rápidos: Tyler nació en 1999; el nuevo rostro de Karen estaba basado en el aspecto que tenía a los treinta años, en 1990. Ni siquiera de niño Tyler había visto a su madre así.

—¿Mamá? —dijo en voz baja, incrédulo.

—Pasa, hijo, pasa. —Ella se hizo a un lado, y él entró en la casa.

Karen se volvió hacia mí.

—Jake —dijo—. Me gustaría que conocieras a mi hijo Tyler. Tyler, éste es el nuevo amigo del que te hablaba.

Incluso con la poca luz, Tyler debió de ver que mi cuerpo era artificial: miró mi mano tendida como si se tratara de alguna horrible garra metálica. Finalmente la aceptó, pero la estrechó sin entusiasmo.

—Hola, Tyler —dije, poniendo todo el calor posible en mi voz electrónica.

Era claramente el hijo de Karen, aunque parecía casi veinte años más viejo de lo que ella era ahora. Pero su estructura facial básica era muy similar a la suya: ancha, con una nariz pequeña y ojos verdes muy separados.

—Hola —dijo, y su voz irónicamente sonó átona y mecánica.

Sonreí y él desvió la mirada. Sabía que mi sonrisa parecía levemente equivocada… pero, por el amor de Dios, la antigua sonrisa de su madre era la sonrisa torcida de la víctima de una embolia.

—Me alegro de conocerte —dije—. Karen me ha hablado mucho de ti.

Un breve respingo; tal vez no le gustaba que yo llamara a su madre por su nombre de pila.

Karen nos condujo al salón y yo me senté en el sofá y crucé las piernas. Tyler continuó de pie.

—Tu madre me ha contado que eres catedrático de historia.

Él asintió.

—En la Universidad de Michigan.

—¿Cuál es tu especialidad?

—Historia americana. Siglo XX.

—¿Sí? —Yo quería caerle bien, y la gente normalmente agradecía hablar de su trabajo—. ¿Qué temas cubres?

Él me miró, tratando de decidir, supongo, si aceptar ese ramo de olivo. Finalmente, se encogió de hombros.

—Todo tipo de cosas. El juicio de los Scopes. La Gran Depresión. La Segunda Guerra Mundial. JFK. La crisis de los misiles cubanos. Vietnam. El proyecto Apolo. Watergate. Irán-Contra.

El proyecto Apolo había llevado el hombre a la Luna, y la Segunda Guerra Mundial y Vietnam eran conflictos armados… pero no tenía ni idea de qué era lo demás. Jesucristo, el siglo XX. El siglo de Karen.

—Espero que me hables de todo eso algún día —dije, todavía intentando caerle en gracia—. Parece fascinante.

Me miró.

—Debe de recordar algunas cosas —dijo—. Quiero decir, sé que ha elegido parecer joven ahora, pero…

Karen me miró, y me encogí de hombros. Tenía que salir tarde a temprano.

—Este nuevo rostro es sólo un poco más joven que mi original. —Hice una pausa—. Tengo cuarenta y cuatro años.

Tyler parpadeó.

—¿Cuarenta y cuatro? ¡Dios, es más joven que yo!

—Sí. Nací en 2001… el uno de enero, por cierto. Fui el…

—Es más joven que yo —repitió Tyler—, y está saliendo con mi madre.

—Tyler, por favor —dijo Karen. Se sentó junto a mí en el sofá.

Sus ojos la taladraron, láseres esmeralda.

—Bueno, eso es lo que dijiste por teléfono… Querías que conociera al hombre con el que estás saliendo. Mamá, tienes ochenta y cinco años, y él apenas la mitad.

—Pero no me siento como si tuviera ochenta y cinco años —respondió Karen—. Y ya no los aparento.

—Todo es falso —dijo Tyler.

—No, no lo es —replicó Karen con firmeza—. Es real. Soy real, y soy humana, y estoy viva… más viva de lo que he estado en años. Y Jake es mi amigo y estar con él me hace feliz. Tú quieres que yo sea feliz, ¿no, Tyler?

—Sí, pero… —Miró a su madre—. Pero, por el amor de Dios…

Karen frunció el ceño, cosa que rara vez hacía. Al hacerlo se produjo un extraño abultamiento de plastipiel entre su labio inferior y su barbilla; tendría que acudir al doctor Porter para que lo arreglara.

—«Por el amor de Dios» —repitió Karen, y sacudió la cabeza—. ¿Quieres que salga con alguien de mi edad… alguien que esté a punto de morir? ¿O preferirías que no saliera con nadie?

—A papá le…

—Sabes que amé a tu padre. Amé a Ryan Horowitz total y completamente. Esto no tiene nada que ver con él.

—Sólo lleva dos años muerto —dijo Tyler.

—En noviembre hará tres. Y además…

—¿Sí? —dijo Tyler, como retándola a continuar. Yo sabía lo que Karen no decía: que Ryan había padecido Alzheimer durante años antes de que su cuerpo se rindiera por fin, que Karen había estado esencialmente sola mucho más tiempo del transcurrido desde su muerte. Pero Karen no iba a caer en la trampa. En cambio, como era su costumbre, su don, su razón de ser, contó una historia.

—Cuando yo tenía diecinueve años, Tyler, me enamoré de Daron Bessarian, un guapo muchacho gentil. Ahora bien, estoy segura de que apenas recuerdas a tu abuelo, pero fue superviviente del Holocausto y no quería que yo saliera con alguien que no fuese judío. No paraba de decirme: «Si vienen otra vez por nosotros, este chico, ¿te escondería? Cuando intenten quitarte tu casa, ¿te defendería?» Y yo respondía: «Por supuesto que Daron haría cualquier cosa por mí.» Pero mi padre no lo creía, y cuando Daron y yo nos casamos, no asistió a la boda. Cierto, Daron y yo acabamos por divorciarnos, aunque por nuestros propios motivos. Pero no dejé que mi padre dictara con quién debía estar entonces, y no voy a dejar que mi hijo lo dicte ahora. Así que cuida tus modales, Tyler, siéntate y disfruta de la velada.

Tyler tomó aire y lo dejó escapar ruidosamente.

—Muy bien.

Miró alrededor, encontró el asiento más alejado de mí y se desplomó en él.

—¿Cuándo comemos?

Yo bajé la mirada al suelo.

—Oh, es verdad —dijo Tyler—. ¿Cuándo como?

—Cuando quieras, querido —respondió Karen—. Había pensado en pedir una pizza. A ti…

Estuve seguro de que iba a decir: «A ti siempre te ha gustado la pizza», pero al parecer se lo pensó mejor. Hubiese parecido demasiado una madre mayor lamentándose de que su hijito hubiera crecido.

Un instante después, Tyler asintió.

—Pizza está bien. ¿Hay por aquí un buen restaurante? ¿Un sitio íntimo?

Pensé que podría aprovecharme de eso.

—No te gustan las grandes cadenas, ¿eh?

Tyler me miró. Pareció casi ofendido de que yo intentara encontrar algo en común entre ambos. Pero al cabo de un momento, dijo:

—Sí. Las odio. ¿Dirigían sus padres un negocio pequeño?

—Bueno, era un negocio familiar…

Tyler entornó los ojos, receloso.

—¿Y eso significa?

—Se dedicaban al negocio de la cerveza.

—¿Ah, sí? ¿Tenían una pequeña cervecera?

También eso tenía que salir tarde o temprano.

—No. Una pequeña cervecera no. Me apellido Sullivan y…

—¿Sullivan? —preguntó Tyler—. ¿Como la Sullivan's Select?

—Sí. Mi padre era vicepresidente y…

Tyler asintió como si acabara de entregarle una orden de desahucio.

—Nepotismo —dijo—. Un viejo ricachón.

Yo iba a dejarlo pasar, pero Karen ya había tenido bastante.

—Lo cierto es que el padre de Jake sufrió una grave lesión cerebral cuando tenía treinta y nueve años. Lleva ya treinta años en estado vegetativo.

—Oh —repuso Tyler en voz baja—. Lo siento.

—Yo también —dije.

—Así que… Ah. —Tyler estaba quizá pensando en todos los absurdos cronológicos presentes. Él más viejo que yo, mi padre incapacitado a una edad similar a la nuestra, un hombre de cuarenta y pico saliendo con una octogenaria, una mujer que había crecido en el último milenio con un hombre crecido en éste.

—Mire —dije—. Sé que esto es embarazoso. Pero el hecho es que Karen y yo estamos juntos. Y debería hacernos felices a ambos que usted y yo pudiéramos llevarnos bien.

—¿Quién ha dicho nada de no llevarnos bien? —replicó Tyler a la defensiva.

—Bueno, nadie, pero… —Me detuve, busqué otra táctica—. Empecemos de nuevo, ¿de acuerdo?

Me levanté, me acerqué a donde él estaba sentado y le tendí de nuevo la mano.

—Soy Jake Sullivan. Encantado de conocerle.

Tyler pareció pensarse si llevar a cabo o no ese nuevo comienzo. Pero al cabo de un momento aceptó mi mano y la estrechó. Aunque no continuó con la charada hasta el punto de volver a presentarse.

—Bien, ¿por qué no pides esa pizza? —dijo Karen—. Prueba en Pappa Luigi's. No he podido comer pizza estos últimos años, pero la gente decía que eran buenas.

—Teléfono —dijo Tyler al aire—, llama a Pappa Luigi's.

El teléfono obedeció y Tyler hizo su pedido.

Volví a sentarme, esta vez en la silla de madera de respaldo recto que me habría parecido incómoda si mi cuerpo hubiera estado sometido a la fatiga. Todos charlamos tensos durante un rato. Tyler tenía un montón de preguntas sobre el proceso Mindscan, y Karen las respondió.

Se suponía que la pizza llegaría en treinta minutos o sería gratis: yo habría pagado mucho más para que llegara antes y poner fin a aquella conversación forzada, pero por fin el timbre volvió a sonar. Karen insistió en pagar, a pesar de las protestas de Tyler. («No vas a comerla después de todo.» «Pero te he invitado a cenar.») Ella se llevó la caja a la cocina y la colocó sobre el hornillo. Luego le dio a Tyler un plato y él se sirvió una humeante porción. El queso quedó colgando en hilachas que tuvo que cortar con los dedos. Los ingredientes {pepperoni, cebolla y bacón) tenían un aspecto perfectamente decadente: los discos de pepperoni quemados por los bordes, creando pequeños lagos artificiales de aceite; las crujientes tiras de bacón adornando la Tierra plana de queso; los semicírculos concéntricos de cebolla casi negros por las puntas.

Parecía fabulosa pero…

Pero no podía olería. Los sensores olfativos con los que me habían dotado detectaban las cosas cruciales para la seguridad: el olor de las filtraciones de gas, de la madera quemada. La carne, las cebollas, la salsa de tomate, el pan caliente de la masa… nada de eso lo notaba.

Pero Tyler sí que lo hacía. Estoy seguro de que no pretendía ser cruel, pero pude verlo inhalar profundamente, aspirando los maravillosos (debían de ser maravillosos, sabía que lo eran) olores. Una expresión de expectación creció en su rostro y mordió su porción, haciendo esa mueca gloriosa que sugería que se estaba quemando el paladar.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Mmmmm… —Hizo una pausa, tragó—. No está nada mal.

Era realmente decadente; pero claro, con fármacos legales que disolvían la placa arterial y otros que impedían que se acumulara la grasa, no es que fuera a pasarse mucho… él. Para mí, era algo que nunca volvería a disfrutar.

No, nunca no. Sugiyama había dicho que esa versión del cuerpo era sólo la tecnología punta del momento. Era infinitamente mejorable. Con el tiempo…

Con el tiempo.

Vi comer a Tyler.


Cuando se hubo marchado, Karen y yo nos sentamos a charlar en el sofá del salón.

—Bueno, ¿qué te parece Tyler? —preguntó Karen.

—No le caigo bien.

—¿A qué chico le cae bien el hombre que sale con su madre?

—Supongo, pero… —Guardé silencio y continué un momento más tarde—. No, no debería quejarme. Quiero decir, al menos parece aceptarte más ahora que te has descargado que mi madre a mí… O que mis amigos, ya puestos.

Ella preguntó a qué me refería y le conté mi desastrosa visita a la casa de mi madre. Karen se mostró magníficamente cálida y comprensiva, sosteniéndome la mano mientras hablaba. Pero supongo que yo estaba de mal humor, porque antes de darme cuenta estábamos discutiendo… y yo odio, odio, odio discutir con nadie. Pero Karen había dicho:

—En realidad no importa lo que piense tu madre.

—Pues claro que sí —repliqué—. ¿Puedes imaginar lo difícil que es para ella? Me llevó en su vientre. Me dio a luz. Me amamantó. Excepto que ninguna de esas cosas le sucedió a este yo.

—Yo también soy madre, e hice todas esas cosas con Tyler.

—No, tú no. La otra Karen lo hizo.

—Bueno, sí, técnicamente, pero…

—No es sólo un asunto técnico. No es algo nimio. Joder, estoy tan cansado de todo esto… de que me miren, de que la gente me trate como si fuera una especie de cosa. Y tal vez tengan razón. Demonios, mi perra ni siquiera me reconoce.

—Tu perra es tonta. Todos los perros lo son. Y tus amigos y tu madre se equivocan. Son sólo estúpidos.

—No son estúpidos. No los llames así.

—Bueno, pues la actitud que tienen sí que lo es. Supongo que toda esa gente que has mencionado es más joven que yo. Si yo puedo aceptar todo esto, ellos deberían poder hacerlo también y…

—¿Por qué ? ¿Porque tú lo dices ? —Cielos, sí que estaba de mal humor—. ¿Porque la gran novelista escribiría la historia para que tenga final feliz?

Karen me soltó la mano, pero al cabo de un momento volvió a hablar.

—No es eso. Es que la gente debería ser más comprensiva. Quiero decir, piensa en todo el dinero que hemos gastado. Si ellos…

—¿Qué importancia tiene lo mucho que cuesta? No se puede comprar la aceptación.

—No, por supuesto que no, pero…

—Y no puedes obligar a la gente a que sienta por ti lo que tú quieres que sientan.

Estaba seguro de que Karen se estaba enfadando, aunque los habituales signos fisiológicos (el enrojecimiento del rostro, el cambio del timbre vocal) no aparecieran.

—Te equivocas —dijo—. Tenemos derecho a…

—No tenemos derecho a nada. Podemos esperar todo lo que queramos, pero no podemos exigir.

—Sí que podemos. Si…

—Eso no son más que deseos.

—No, no es así, maldición. —Se cruzó de brazos—. Tenemos derecho, y tenemos que hacer que los demás lo vean de esa forma.

—Estás soñando.

Y ahora su voz sí que se distorsionó, y las palabras sonaron cargadas.

—No estoy soñando. Tenemos que ser firmes en esto. Yo también estaba cabreándome de veras.

—Yo no… —Me interrumpí. Sentía una enorme ansiedad, como siempre cuando me metía en una discusión. Aparté la mirada—. Vale.

—¿Qué? —dijo Karen.

—Tienes razón. Lo reconozco. Tú ganas.

—No puedes plegarte así.

—No merece la pena pelear por eso.

—Claro que sí.

Yo todavía me sentía ansioso; de hecho, lo mío parecía más bien pánico.

—No quiero discutir.

—Las parejas discuten, Jake. Es sano. Es como llegarnos al fondo de las cosas. No podemos dejar el asunto sin resolver.

Experimenté una sensación que debió de ser el equivalente mental a un corazón redoblando.

—Discutir nunca resuelve nada —dije, incapaz de mirarla.

—Maldita sea, Jake. Tenemos que poder estar en desacuerdo sin… Oh. —Se calló—. Oh, ya veo. Entiendo.

—¿Qué?

—Jake, no soy frágil. No voy a desplomarme delante de ti.

—¿Qué? Oh…

Mi padre. Jesús, sí que era lista; yo mismo no lo había visto. Me volví hacia ella.

—Tienes razón. Dios, no tenía ni idea. —Hice una pausa y luego dije en voz alta—: ¡Maldita sea, Karen, no estás diciendo más que chorradas!

Ella sonrió de oreja a oreja.

—¡Así me gusta! ¡Y, no, eres tú quien dice chorradas! Y por eso…

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