27

Ahora que estaba curado, me dediqué a hacer ejercicios más vigorosos: podía hacerlo y no quería perder la fuerza de las piernas; la necesitaría cuando regresara a la Tierra. Todos los días Malcolm y yo nos reuníamos en la cancha de baloncesto de Alto Edén.

Cuando llegué aquel día, él ya estaba allí, haciendo canastas. Las cestas estaban colocadas muy altas (a unos buenos diez metros), así que hacía falta mucha coordinación mano-ojo para meter la pelota, pero lo estaba haciendo bastante bien.

—Eh, Malcolm —dije, entrando en la cancha. Mi voz resonó como suele pasar en estos sitios.

—Jacob —contestó él, volviéndose a mirarme. Su voz sonaba un poco cauta.

—¿Qué?

—Sólo espero que no me arranquen la cabeza —dijo Malcolm.

—¿Eh? Oh, ayer. Mira, lo siento… no sé qué me pasó. Pero escucha, ¿has visto la televisión de la Tierra?

Malcolm lanzó la pelota, que pasó por el aro y luego cayó a cámara lenta.

—Un poco.

—¿Has visto las noticias?

—No. Y ha sido un placer no hacerlo.

—Bueno, tu hijo aparece en los titulares.

Malcolm recogió la pelota y se volvió hacia mí.

—¿De veras?

—Aja. Está representando a Karen Bessarian (la Karen descargada) en un caso en el que su personalidad legal ha sido cuestionada por su hijo.

Malcolm dribló un poco con la pelota.

—¡Ése es mi chico!

—Odio decirlo, pero espero que pierda. Espero que la otra Karen pierda. —Alcé las manos y Malcolm me lanzó la pelota.

—¿Por qué?

—Bueno, ahora que estoy curado, quiero irme a casa. Brian Hades dice que no puedo porque mi otro yo es la persona legal. Pero si eso es rebatido… —regateé con la pelota mientras me movía por la cancha, y luego salté elevándome más y más alto, muy por encima de la cabeza de Malcolm, y la colé en la canasta.

Mientras flotaba de vuelta al suelo, Malcolm dijo:

—¿Cuánto queda de juicio?

—Dicen que sólo durará otro par de días. —Doblé un poco las piernas para absorber el impacto del aterrizaje, que tampoco fue gran cosa.

—¿Y crees que pronto habrá una decisión que cambie tus circunstancias? —preguntó Malcolm, que se agachaba para recoger la pelota.

—Bueno, sí. Claro. ¿Por qué no?

Se dio media vuelta y suavemente hizo botar la pelota un par de veces.

—Porque con la ley no hay nada que sea rápido. Supongamos que Deshawn gana… y es un abogado cojonudo: probablemente lo hará. —Midió la distancia y lanzó la pelota, que se elevo más y más, y luego, al caer, encestó—. Pero ganar la primera ronda no cuenta. —Echó a correr, dando grandes zancadas voladoras, y atrapó la pelota antes de que golpeara el suelo—. La otra parte apelará, y tendrán que empezar de nuevo.

Lanzó otra vez la pelota, pero creo que deliberadamente, como para ilustrar su argumento.

—Y supongamos que Deshawn pierde —dijo—. Bueno, entonces será su parte quien apele.

Me agaché para recoger la pelota.

—Sí, pero…

—Y entonces la apelación será apelada; un caso como éste acabará en el Tribunal Supremo.

Yo tenía la pelota, pero la conservé en las manos.

—Oh, no creo que sea tan importante.

—¿Bromeas? —dijo Malcolm—. ¡Es trascendental!

Dejó que la palabra hiciera eco durante unos segundos antes de continuar.

—Estamos hablando del final de los impuestos sobre la herencia. Los inmortales nunca renunciarán a sus posesiones, después de todo. Si no lo ha hecho ya, estoy seguro de que Hacienda se unirá al caso. Esto se arrastrará durante años… y, de todas formas, todo tiene lugar en Estados Unidos. Tú eres canadiense: la ley estadounidense no se te aplica.

—Sí, pero sin duda se juzgarán casos similares en Canadá.

—Mira, si no vas a lanzar la maldita pelota…

Se la lancé a él.

—Gracias. —Empezó a regatear—. Inmortex puede que esté localizada en Canadá debido a las leyes liberales que hay allá arriba. —Hizo una pausa, miró al suelo—. Quiero decir, allá abajo. Pero ¿cuántos canadienses se han descargado hasta ahora? La mayoría de los clientes de Inmortex son ricos estadounidenses o europeos.

Saltó, ganó altura e hizo un mate. Mientras caía, dijo:

—Y tú no tienes hijos, ¿no?

Negué con la cabeza.

—Entonces no es probable que haya ninguna batalla por tus posesiones —dijo, de vuelta al suelo.

El alma se me cayó a los pies.

—Tal vez sea cierto, pero…

Él se disponía a recoger la pelota.

—Además, aunque Estados Unidos rechace la transferencia de personalidad, puede que Canadá no lo haga… Vosotros reaccionáis de manera distinta en muchas cosas. Cristo, un charco podría casarse legalmente con una tostadora para cuatro rebanadas en Canadá. ¿Te imaginas de verdad a tu país cerrando la puerta a las conciencias descargadas?

—Tal vez.

Él tenía ya la pelota en las manos.

—Tal vez. Pero harán falta años. Años. Tú y yo llevaremos tiempo muertos cuando todo esto se resuelva.

Me lanzó la pelota, pero no la atrapé. Pasó botando y el sonido que hacía iba acompasado con el golpeteo que empezaba a resonar de nuevo en mi cabeza.

Al levantarnos, cuando el juez Herrington entró en la sala al día siguiente, advertí que parecía no haber dormido mucho la noche anterior. Naturalmente, yo no había dormido nada, y la charla mecánica de Porter sobre descargas y sueño me estaba aburriendo. Lo siento, ¿he dicho mecánica? Quería decir técnica, por supuesto. Cristo, todo eso de que no fuéramos reales me estaba afectando, supongo.

Todos se sentaron. Malcolm a mi derecha; a mi izquierda se hallaban la esposa y las hijas de Tyler.

—Señora López —dijo el juez, asintiendo con su largo rostro—, puede presentar el caso del demandado.

María López iba aquel día vestida de naranja y, por algún motivo, las mechas rubias habían desaparecido de su pelo y sus cejas. Se levantó e inclinó la cabeza hacia el estrado.

—Gracias, señoría. Llamamos al profesor Caleb Poe.

—Caleb Poe —llamó el secretario.

Un hombre blanco de mediana edad, acicalado, se adelantó y prestó juramento.

—Profesor Poe —dijo López—, ¿a qué se dedica usted?

—Soy catedrático de filosofía en la Universidad de Michigan. —Tenía una voz suave y agradable.

—Y en condición de tal, ¿ha reflexionado mucho sobre lo que significa ser consciente?

—En efecto, sí. De hecho, uno de mis libros se llama Conciencia.

Pasó algún tiempo repasando sus otras credenciales.

—En su opinión —dijo López cuando terminó—, ¿el objeto que está ahí sentado diciendo ser Karen Bessarian es de verdad ella?

Poe sacudió enfáticamente la cabeza.

—En absoluto.

—¿Y por qué dice usted eso?

Poe obviamente lo había ensayado muy bien: se lanzó de inmediato a su discurso, sin vacilación.

—Hay un concepto en filosofía que llamamos «zombi». Es una expresión desafortunada, porque el zombi filosófico no tiene nada que ver con el muerto reanimado de la tradición vudú. Más bien, el zombi filosófico es el clásico humano que tiene las luces encendidas sin que haya nadie en casa. Parece despierto e inteligente, y ejecuta conductas complejas, pero no hay en él ninguna conciencia. Un zombi no es una persona y, sin embargo, se comporta de manera indistinguible de una.

Miré a los jurados. A ellos, al menos, se los veía bien descansados, y parecían estar siguiéndolo todo con interés.

—De hecho —continuó Poe—, mantengo que todos los seres humanos son, en primer lugar y principalmente, zombis, pero con el elemento añadido de la conciencia que los acompaña en esencia como pasajera. Permítame dejar clara la distinción: un zombi es consciente en el sentido de que responde a su entorno… pero eso es todo. La verdadera conciencia (que, como argumentaré más tarde, es a lo que realmente nos referimos cuando hablamos de personalidad) reconoce que hay algo que es como ser consciente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó López.

Poe era un tipo nervioso. Se agitó de un lado a otro en el estrado.

—Bueno, un ejemplo clásico se deriva del famoso argumento de John Searle contra la inteligencia artificial fuerte. Imaginen a un hombre en una habitación, con una puerta que tiene una ranura… como esas ranuras que tenían las puertas antiguas para que echaran el correo. ¿Lo tienen? Ahora, imaginen a un hombre sentado en esa habitación. El hombre tiene un libro enorme y un puñado de tarjetas con extraños garabatos. Muy bien. Alguien mete entonces desde fuera un papel por la ranura, y en ese papel hay una serie de garabatos. El trabajo del hombre es mirar esos garabatos, encontrar una secuencia similar de garabatos en su libro, copiar la siguiente serie de garabatos que aparecen en ese libro en el papel que ha entrado por la rendija y luego volver a meter el papel por la rendija. —Imitó el gesto—. Sin que el hombre lo sepa —continuó Poe—, los garabatos son en realidad ideogramas chinos, y el libro es una lista de respuestas a preguntas en chino. Así, cuando la pregunta «¿cómo está usted?» entra por la rendija en chino, el hombre busca «¿cómo está usted?» en chino en el libro de respuestas y encuentra la contestación adecuada en chino: «Estoy bien.»

»Bueno pues, desde la perspectiva de la persona que está fuera de la habitación (la que hizo la pregunta original en chino), parece que la persona de dentro de la habitación entiende el chino. Pero en realidad no lo entiende: ni siquiera sabe lo que está haciendo realmente. Y desde luego no tiene la sensación que ustedes o yo tendríamos cuando decimos que sabemos chino, o entendemos de música clásica. La persona de esa habitación es un zombi. Se comporta como si fuera conscientemente consciente, pero en realidad no lo es. —Volvió a agitarse en su asiento—. Esa metáfora se concreta en una experiencia que todos hemos tenido: vamos en coche a alguna parte y nuestra mente divaga mientras conducimos. Cuando llegamos a nuestro destino, no recordamos haber hecho el viaje. ¿Quién era el conductor entonces? ¡El zombi! Hizo de chofer mientras la conciencia (un mero pasajero) hacía otra cosa.

López asintió y Poe continuó.

—Piénselo. Con qué frecuencia tiene que detenerse y preguntarse: «¿Qué he almorzado hoy?» A menudo comemos comidas enteras sin prestar ninguna atención al hecho de que estamos comiendo. Pero si puede imaginar comer o conducir sin prestar atención, con la conciencia distraída por otra cosa, si puede imaginar hacer esas cosas al menos temporalmente sin implicación consciente, entonces es posible imaginarlas permanentemente. El zombi es quien hace, quien actúa, la cosa que ejecuta todos los movimientos sin que ninguna persona real esté presente.

—Pero se trata de conductas muy complejas —dijo López.

—Oh, sí, en efecto. Ese zombi conductor manejaba un vehículo de motor, obedecía las señales de tráfico, miraba por encima del hombro para comprobar el punto ciego antes de salir del aparcamiento. —Iba realizando las acciones que describía—. Intercambiaba señales de mano con otros conductores, quizás incluso escuchaba los informes de tráfico y alteraba su ruta basándose en ellos. Todo eso puede suceder, y de hecho sucede, sin una atención consciente.

María López salió de detrás de la mesa y se dirigió al pozo.

—Pero no puede ser, profesor Poe. Oh, reconozco que tenemos algunas acciones tan asimiladas que se vuelven automáticas, pero escuchar un informe de tráfico y tomar una decisión basándose en él… eso sin duda requiere conciencia, ¿no?

—Estoy en desacuerdo… y creo que usted también lo estará, señora, si lo piensa un momento. —Extendió los brazos, abarcándonos a todos—. Sin duda todo el mundo en esta sala ha tenido esta experiencia: estás leyendo una novela y, en un punto determinado, te das cuenta de que no tienes ni idea de lo que decía la última página. ¿Por qué ? Porque la atención consciente se ha desviado para pensar en otra cosa. Pero no hay ninguna duda de que has leído la página de la que no tienes ninguna conciencia: de hecho, es probable que hayas pulsado las teclas de tu datapad para ir bajando las páginas mientras leías. Tus ojos han seguido docenas o centenares de palabras de texto, aunque conscientemente no las asimilaras.

»Bueno, ¿quién estaba leyendo entonces? ¡El zombi! Afortunadamente, los zombis no tienen sentimientos, así que cuando el yo consciente se da cuenta de que se ha perdido una página o más de texto, te dices, espera, espera, vuelve atrás, y vuelves a releer el fragmento que el zombi ya ha leído.

»Al zombi no le importa releerlo, porque nunca se aburre: el aburrimiento es un estado consciente. Y luego los dos yoes (el yo consciente y el yo zombi) siguen leyendo nuevo material juntos, al unísono. Pero el zombi está en primer plano: el yo consciente está en segundo plano. Es como si el yo consciente estuviera mirando por encima del hombro del zombi, siguiendo mientras el zombi lee.

—¿Algún otro ejemplo? —preguntó López, apoyando ahora el culo en la mesa del demandado.

Poe asintió.

—Ciertamente. ¿Le ha pasado esto alguna vez? Está acostada en la cama y suena el teléfono. —Hizo ademán de descolgar un anticuado auricular—. Responde, mantiene una conversación, y luego, cuando se acaba, no tiene ni idea de lo que ha dicho. O su cónyuge le dice que charlaron sobre algo anoche tarde, cuando los dos estaban supuestamente despiertos, pero por la mañana no recuerda nada. Esto sucede constantemente. Si el yo consciente no responde al teléfono o cuando le hablan, el zombi se encarga del trabajo.

—Pero sin duda sólo será capaz de las respuestas más mecánicas, ¿no? —dijo López.

Poe sacudió la cabeza y se agitó de nuevo en su asiento.

—En absoluto. De hecho, el zombi es responsable de casi todo lo que decimos. ¿Cómo podría ser de otro modo? Uno puede empezar una frase que acabará teniendo veinte o treinta palabras. ¿De verdad cree que se construye toda la frase en el cerebro antes de empezar a decirla? Párese un momento y piense esto: «Cuando hoy vuelva a casa del tribunal, será mejor que compre pan y leche.» Ha tardado cierto tiempo en pensar eso y, sin embargo, podemos hablar largamente, sin pausas para elaborar los pensamientos que queremos expresar. No, en la mayor parte del habla descubrimos lo que vamos a decir mientras lo decimos… igual que quienes nos escuchan. —Poe miró al jurado, luego a López—. ¿No se ha sorprendido nunca de lo que decía? Naturalmente… Pero eso sería imposible si supiera por adelantado lo que iba a decir. Y, de hecho, la validez que pueda tener la terapia conversacional se basa en este principio: el terapeuta te obliga a escuchar atentamente las palabras que tu zombi está diciendo y, en un momento determinado exclamas: «¡Dios mío! ¡Eso es lo que realmente está pasando en mi cabeza!»

—Sí, de acuerdo, tal vez —dijo López. Hacía bien de abogado del diablo—. Pero hablar es bastante sencillo, igual que conducir un coche… hasta que algo sale mal. Entonces, sin duda, la conciencia se hace cargo de la situación… ocupa el asiento del conductor, como si dijéramos.

—No, en absoluto —respondió Poe—. De hecho, sería desastroso si lo hiciera. Considere otro ejemplo: jugar al tenis. —Imitó a un hombre blandiendo una raqueta—. El tenis es al ciento por ciento un deporte de espectadores, desde el punto de vista de la conciencia. La pelota va de un lado a otro demasiado rápido para procesar conscientemente su trayectoria, velocidad y todo eso.

»De hecho, hay un truco. Si quiere derrotar a un viejo profesional del tenis, debe hacer lo siguiente: dejar que le dé una paliza en un partido de práctica y luego alabarlo por su técnica. Pídale que le muestre exactamente qué está haciendo mejor que usted; pídale que razone el movimiento y lo muestre a cámara lenta. Luego desafíele a un nuevo partido. Su conciencia todavía estará centrada en cómo se juega al tenis, en lo que se supone que hay que hacer… y eso interferirá con su zombi. Sólo cuando su conciencia se retire y el zombi empiece a jugar el juego por su cuenta volverá a estar en plena forma.

Poe abrió los brazos como si todo eso fuera obvio.

—Lo mismo sucede con la conducción. Si estás a punto de chocar contra otro coche, no puedes dejar de pensar en pisar los frenos, o en dar un volantazo para evitar la colisión, o lo que sea. La conciencia te matará: hay que dejar que tu zombi reaccione sin los retrasos causados por el pensamiento consciente.

—Pero ¿no puede llevar todo esto un paso más allá, profesor Poe? —dijo López, mirando a los miembros del jurado, no a él, como si hablara por ellos—. Quiero decir, yo sé que soy consciente; sé que no soy un zombi. Pero si creemos lo que dice, usted podría ser un zombi que ejecuta los movimientos de dar testimonio experto sin ninguna conciencia real. ¿No nos lleva todo esto al solipsismo… a la postura de que yo soy lo único que realmente existe?

Poe asintió.

—Hasta hace un año o dos habría estado de acuerdo con usted. El solipsismo es la arrogancia amplificada, y no hay ninguna base racional para creer que usted, María López, es la elegida, la única ser humano consciente y real que ha existido jamás. Pero Inmortex ha cambiado eso. —Alzó un par de dedos—. Ahora hay dos tipos de actores en el escenario. Unos son humanos que evolucionaron a partir de un largo linaje de homínidos y primates y mamíferos primitivos y reptiles y anfibios y peces, y así hasta los primeros organismos unicelulares… cosas muy parecidas a los paramecios de los que habló el doctor Porter.

»Y otros son lo que Inmortex llama Mindscans, conciencias descargadas. Una persona razonable puede, extrapolando su propia vida interior, reconocer que los demás son conscientes también… o, más exactamente, que los demás tienen un jinete consciente en su cuerpo zombi. Pero por lo que a mí respecta, todo lo que Inmortex ha demostrado es que puede recrear la parte zombi: no se ha presentado ninguna prueba ante este tribunal de que la conciencia que una vez habitó la Karen Bessarian biológica haya sido duplicada. Sí, las luces están encendidas en esa… esa cosa que vemos sentada allí, pero no hay ningún motivo para pensar que haya nadie en casa. El hecho de que los Mindscans no sueñen es una prueba clarísima de que eso es cierto. —Miró a la galería de espectadores, más allá de donde yo estaba, hacia el doctor Porter, y señaló con un dedo acusador—. De hecho, el propio Andrew Porter dijo que no sabe qué es la conciencia, y esa charla que dio sobre los microtúbulos es muy confusa. Sea lo que sea realmente la conciencia, no hay ninguna prueba fehaciente de que se transfiera en el proceso Mindscan. —Se cruzó de brazos—. La carga recae plenamente sobre Inmortex para que demuestre que la han transferido y, como digo, no hay ninguna prueba de que ése sea el caso.

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