33

Había cámaras dentro del lunabús, naturalmente. En teoría, estaban desconectadas.

Claro. Ya.

Tomé un tubo de pasta reparatrajes y lo rocié sobre cada una de las lentes. Se endureció rápidamente y se volvió mate. La única unidad que dejé sin cubrir fue la del videófono, junto a la compuerta…, y pronto empezó a sonar, indicando una llamada. Pulsé el botón de respuesta y apareció el rostro florido de Gabriel Smythe.

—Sí, Gabe —dije—. ¿Han contactado con mi yo artificial?

—Sí, Jake, lo hemos hecho. Está en Toronto, naturalmente, pero está dispuesto a hablar con usted.

—Póngame con él.

Y entonces él (yo) apareció allí. Había visto el cuerpo artificial antes de descargarme, pero no desde que estaba ocupado. Era una visión levemente simplificada de mí, con un rostro algo más joven que parecía un poco plástico.

—Hola —dije.

Él tardó un momento en responder, y estuve a punto de protestar porque algo iba mal, pero entonces dijo:

—Hola, hermano.

Naturalmente. El lapso temporal: un segundo y un tercio para que le llegaran mis palabras; otro segundo y otro tercio para que su respuesta me alcanzara. Con todo, me mostré cauto.

—¿Cómo sé que eres realmente tú?

Ciento uno. Ciento do…

—Soy yo —respondió el androide.

—No —repliqué—. En todo caso eres uno de nosotros. Pero tengo que asegurarme.

El lapso temporal.

—Entonces hazme una pregunta.

Nadie podía saber aquello… al menos no por mí, aunque supuse que ella podría habérselo dicho a alguien. Pero puesto que estaba saliendo con mi mejor amigo en aquella época, sospechaba que sus labios quedaron sellados… después del hecho, naturalmente.

—La primera chica que nos hizo una mamada.

—Carrie —dijo mi otro yo—. En la piscina, detrás del instituto. Después de la fiesta, tras aquella representación de Julio César.

Sonreí.

—Bien. Vale. Una pregunta más, sólo para asegurarme. Habíamos decidido antes de someternos al proceso Mindscan no revelar un pequeño secreto a la gente de Inmortex. Algo sobre, ah, humm, semáforos.

—¿Semáforos? Oh… Somos daltónicos. No distinguimos el rojo del verde. O, al menos, no lo hacíamos: ahora yo puedo.

—¿Y?

—Es… humm…

—Venga, hazme verlo.

—Es… es., bueno, el rojo es cálido, ¿sabes? Sobre todo los tonos más oscuros, como el marrón. Y el verde… no se parece a nada que pueda describir. No es frío, como el azul. Agudo, tal vez. Parece agudo. Y… no sé. Me gusta… Es mi color favorito.

—¿De qué color es un campo de hierba?

—Es, ah…

La voz de Smythe nos interrumpió.

—Perdóneme, Jake, pero sin duda tenemos asuntos más acuciantes que discutir.

Yo seguía fascinado, pero Smythe tenía razón. Lo último que quería era implicarme emocionalmente con ese yo falso.

—Cierto, vale. Ahora escucha, copia mía. Sabes exactamente por qué estuvimos de acuerdo en este proceso de copia. Creíamos que el yo biológico iba a morir pronto, o acabar siendo un vegetal. Y ahora no es así: tengo décadas por delante.

Lapso temporal.

—¿De veras?

—Sí. Descubrieron una cura para lo que me afectaba, y me han curado. El destino de papá no va a ser mi destino.

Lapso temporal.

—Eso… eso es magnífico. Estoy encantado.

—Yo mismo no me lo creo. Pero mira, los dos sabemos que soy la persona real, ¿no?

Un interminable par de segundos.

—Oh, vamos —dijo mi otro yo—. Aceptaste plenamente las condiciones de lo que estábamos haciendo. Entendiste que yo, no tú, yo, iba a ser el real a partir de ahora.

—Pero tienes que haber visto las noticias. Tienes que saber que se está celebrando el juicio de Karen Bessarian, en el que se plantea que una descarga no es realmente una persona.

Lapso temporal.

—No, no lo sabía. Y además…

—¿Cómo puedes no saberlo? Nunca nos perdemos las noticias.

—… no importa lo que estén haciendo en Mich…

—¿Cómo les va a los Blue Jays?

—… igan. No se trata de lo que digan los abogados, se trata de lo que acordamos hacer nosotros.

Esperé a que pasaran los dos segundos y pico. Pero mi yo androide se quedó allí plantado, mirando más allá de la cámara. Presumiblemente estaría en Toronto, así que había una buena posibilidad de que la persona que no se veía fuera el doctor Andrew Porten Pero Porter había dicho que no seguía el béisbol.

—Te he preguntado cómo les va a los Blue Jays —repetí, y esperé.

—Humm, les va bien. Acaban de derrotar a los Devil Rays.

—No, no lo han hecho. Les va fatal. No han ganado un partido en dos semanas.

—Humm, bueno, no he estado siguiendo…

—¿Qué ex presidente acaba de morir? —pregunté.

—Humm, ¿te refieres a un presidente estadounidense?

—No lo sabes, ¿verdad? Hillary Clinton acaba de morir.

—Oh, eso…

—No ha sido Clinton, hijo de puta mentiroso. Ha sido Buchanan.

Pues claro que Smythe le había impedido responder cuando le había preguntado cómo era un campo de hierba. Aquel androide nunca había visto uno.

—Jesucristo —dije—. Tú no eres el yo que anda suelto por el mundo. Eres una… una copia.

—Yo…

—Calla. Cállate, joder. ¡Smythe!

—Sí. Lo siento. Ha sido una tontería.

—Ha estado a punto de ser una fatalidad. Traiga mi copia que está en la Tierra. Quiero verlo, cara a cara. Y que traiga un ejemplar… —¿Qué maldito periódico vendía todavía copias en papel?—. Un ejemplar del New York Times, de la fecha en que salió de la Tierra… Eso al menos demostraría que ha venido de allí. Pero tendría que demostrar de todas formas que es él quien tiene los derechos legales de personalidad.

—No podemos hacer eso —dijo Smythe.

Me dolía la cabeza. Me froté las sienes.

—No me diga lo que puede y lo que no puede hacer —dije—. Tendrá que venir aquí tarde o temprano de todas formas. Ya ha oído lo que quiero, y voy a conseguirlo. Que venga aquí… Tráigalo a la Luna.

Smythe extendió los brazos.

—Aunque accediera a pedírselo, y él accediera a venir, tardaría tres días en llegar a la Luna, y casi otro día más en venir vía lunabús desde LS Uno.

Por el rabillo del ojo, vi que Hades empezaba a levantarse del asiento. Lo apunté con la pistola de pitones.

—Ni se le ocurra pensarlo —dije. Entonces me volví hacia la imagen de Smythe—. Envíenlo en un cohete de carga. Alta aceleración durante la primera hora. No necesita soporte vital, ¿no? Y estoy seguro de que puede soportar montones de ges.

—Eso costará…

—Muchísimo menos que si hago volar este lunabús y me llevo por delante medio Alto Edén.

—Necesito conseguir la autorización.

—¡No lo haga!

Me di la vuelta. Hades estaba gritando.

—Gabe, ¿me oye? ¡Le ordeno que no lo haga!

Gabe parecía azorado, pero consiguió decir:

—Veré qué puedo hacer.

—¡Maldición, Gabe! —gritó Hades—. Soy el jefe de Inmortex en la Luna y le estoy diciendo que no lo haga.

—Cállese —le dije a Hades.

—No —respondió Gabe—. No, tranquilo, Jake. Lo siento, Brian… de verdad. Pero no puedo aceptar órdenes suyas ahora. Tenemos consejeros de la Tierra en contacto, como puede imaginar, y estoy atado a diversos recursos. Y todos dicen lo mismo. Las órdenes de un retenido no deben seguirse, sea cual sea su cargo, puesto que son órdenes dadas bajo presión. Va a tener que fiarse usted de mi juicio.

—Maldición, Smythe —dijo Hades—. ¡Queda despedido!

—Cuando lo saque de este lío, señor, si sigue queriendo hacerlo, podrá hacerlo. Pero ahora mismo, simplemente no está en situación de despedir a nadie. Señor Sullivan, Jake… haré lo que pueda. Pero necesitaré tiempo.

—Nunca he sido paciente —dije—. Tal vez se deba a que he vivido con una sentencia de muerte y que todavía no me he acostumbrado al cambio de circunstancias. En cualquier caso, no pretendo esperar. Un cohete de carga puede llegar en doce horas; le doy otras doce para encargarse de la logística y llevar a mi otro yo al punto de lanzamiento. Pero eso es todo. Si no hablo cara a cara con el androide que me ha usurpado dentro de veinticuatro horas, empezará a morir gente.

Smythe resopló.

—Jake, sabe que soy psicólogo y, bueno, he estado repasando su perfil. Éste no es usted. No es usted en absoluto.

—Es mi nuevo yo —dije—. ¿No trata todo de eso? Hay un nuevo Jake Sullivan.

—Jake, veo aquí una nota que dice que recientemente ha sufrido una intervención quirúrgica… nanoquirúrgica, en el cerebro, pero…

—Sí. ¿Y qué?

—Y que tiene problemas para equilibrar los niveles de neurotransmisores desde entonces. ¿Sigue tomando la toraplaxina? Porque si no, podemos…

—Ya. Como si fuera a tomarme las píldoras que me fueran a ofrecer.

—Jake, tiene usted un desequilibrio quími…

Descargué el puño contra el interruptor que cortaba la conexión.


El juez Herrington dio por concluida la sesión, y Karen y yo nos fuimos a casa. Yo todavía hervía por dentro por la manera en que López había atacado a Karen en el estrado. El hecho de que Karen no estuviera trastornada ayudaba, pero no demasiado. Aunque mi plastipiel no podía adquirir tonalidades distintas, me sentía lívido… y la sensación no se disipaba sola.

Cuando estaba enfadado, antes, caminaba. Salía y paseaba por la manzana un par de minutos. Pero ahora podría caminar durante kilómetros sin notar el más leve cambio en mi estado de ánimo.

Igualmente, cuando estaba deprimido, abría una bolsa de patatas fritas y algo para picar, y me atiborraba. O, si sentía que no podía más, me metía en la cama y me echaba una siesta. Y, naturalmente, nada era mejor para relajarse que una buena Sullivan's Select bien fría.

Pero ya no podía comer. No podía beber. No podía dormir. No había forma fácil de modificar mis estados de ánimo.

Y tenía cambios de ánimo. De hecho, recuerdo haber leído que ésa era una de las definiciones de la conciencia humana: una sensación, un tono, un sabor (elijan su metáfora) asociada con la autoconciencia del momento.

Pero hora estaba jodido perdido; «jodido perdido», eso le gustaba decir a uno de mis amigos cuando estaba enfadado: le gustaba cómo sonaba. Y desde luego tenía suficiente aspereza para hacerle justicia a mis sentimientos.

Entonces ¿qué podía hacer? Tal vez debiera aprender meditación… Después de todo, se supone que hay técnicas para conseguir la paz interior sin recurrir a los estimulantes químicos.

Aparte, naturalmente, del hecho de que todo lo que afecta a nuestros sentimientos, al menos en nuestra forma biológica, es un estimulante químico: dopamina, acetilcolina, serotonina, testosterona. Pero si te vuelves una máquina eléctrica en vez de química, ¿cómo imitas los efectos de esas sustancias? Nosotros éramos la primera generación de conciencias transferidas; todavía había escollos que ir sorteando.

Llovía fuera, una lluvia fría e implacable. Pero eso no iba a tener ningún efecto sobre mí: sólo sería consciente de la frialdad como dato abstracto, y la lluvia seguiría cayendo. Salí a la puerta y empecé a caminar por el paseo que conducía a la calle. El sonido de las gotas golpeando mi cabeza marcaba un tatuaje irritante.

Naturalmente, no había nadie más paseando por el barrio, aunque pasaron unos cuantos coches. Había lombrices en la acera. Recordé aquel claro olor de mi infancia (es curioso lo que hace caminar bajo la lluvia cuando nos hacemos viejos), pero mis nuevos sensores olfativos no respondieron a ninguna clave molecular concreta.

Continué mi camino, tratando de hallar alguna perspectiva en lo que había sucedido, tratando de dominar mi ira. Tenía que haber algún modo de deshacerme de ella. Pensar en cosas agradables: ¿no era eso lo que había que hacer? Pensé en una vieja serie de chistes que siempre me divertían, en mujeres desnudas, en el perfecto crack del bate cuando golpeas bien la pelota y…

Y la ira desapareció.

Desapareció.

Como si hubiera pulsado un interruptor. De algún modo, había descartado los malos sentimientos. Sorprendente. Me pregunté qué pensamiento, qué configuración mental había producido este efecto, y si podría reproducirlo.

Mientras, continuaba paseando, mis pasos eran los mismos que antes: perfectos, medidos. Pero sentía como si hubiera un muelle en mis pies… metafóricamente, aparte de los muelles absorbedores de impacto que tenía en las piernas.

Con todo, si había alguna combinación que podía desconectar la ira a voluntad, ¿había otra para conectar la felicidad, apagar la tristeza, apagar el mareo, apagar…?

La idea me golpeó como un puñetazo.

Apagar el amor.

No es que quisiera apagar mis sentimientos por Karen…, ¡en absoluto! Pero en alguna parte, en las pautas que habían sido copiadas de mi antiguo yo, seguía habiendo sentimientos por Rebecca, y todavía dolían porque ella no los correspondía.

Si al menos hubiese podido encontrar el interruptor que apagaba esas emociones, para poner fin a ese dolor.

Si hubiese podido…

La lluvia siguió cayendo.

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