6

De repente estuve en otro sitio.

Fue una transferencia instantánea, como cambiar de canales en la televisión. Al instante estuve en otro sitio… en una habitación diferente.

Al principio me sentí abrumado por las extrañas sensaciones físicas. Notaba los miembros entumecidos, como si me hubiera quedado dormido sobre ellos. Pero no había estado durmiendo…

Y entonces fui consciente de las cosas que no sentía: no me dolía el tobillo izquierdo. Por primera vez en dos años, desde que me había roto los ligamentos al caerme por las escaleras, no sentía ningún dolor.

Pero recordaba el dolor, y…

¡Recordaba!

Seguía siendo yo.

Recordaba mi infancia en Port Credit.

Recordaba la paliza que me dio Colin Hagey camino del colegio.

Recordaba la primera vez que leí MundoDino de Karen Bessarian.

Recordaba haber repartido el Toronto Star… en la época en que todavía se repartían los periódicos en papel.

Recordaba el gran apagón de 2015, y el cielo más oscuro que había visto jamás.

Y recordaba a mi padre desplomándose ante mis ojos.

Lo recordaba todo.

—¿Señor Sullivan? Señor Sullivan, soy yo, el doctor Porter. Puede que al principio tenga algún problema para hablar. ¿Quiere intentarlo?

—Ho-la.

La palabra sonó extraña, así que la repetí varias veces.

—Ho-la. Ho-la. Ho-la.

Mi voz no parecía la adecuada. Pero claro, la oía igual que lo hacía Porter, a través de mis micrófonos externos (¡oídos, oídos, oídos!), en vez de resonando a través de los huesos y las cavidades nasales de una cabeza biológica.

—¡Muy bien! —dijo Porter; era una voz sin cuerpo, en algún lugar situado más allá de mi campo de visión, pero yo no la localizaba aún adecuadamente—. No hay asperezas respiratorias —continuó diciendo—, pero aprenderá a hacerlo. Ahora puede que tenga un montón de sensaciones inusitadas, pero no debería sentir ningún dolor. ¿Lo siente?

—No.

Yo estaba tendido de espaldas, presumiblemente en la camilla que había visto antes, mirando el techo blanco. Experimentaba una sensación general, una especie de aturdimiento… aunque notaba una suave presión en el cuerpo debida, suponía, al batín de felpa que supuestamente vestía.

—Bien. Si el dolor comienza en algún momento, hágamelo saber. Su mente puede tardar un poco en aprender a interpretar las señales que está recibiendo: podemos arreglar cualquier incomodidad que pueda surgir, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Bien. Ahora, antes de que intentemos movernos, vamos a aseguraros de que puede comunicarse plenamente. ¿Puede contar hacia atrás a partir de diez, por favor?

—Diez. Nueve. Osho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

—Muy bien. Probemos una vez más con el ocho.

—Osho. Osho. Oo-sho.

—Siga intentándolo.

—Osho. Osso.

—Sigue siendo un problema de aspiración, pero lo conseguirá.

—Osso. Ooso. O-cho. ¡Ocho!

Oí a Porter dar una palmada.

—¡Perfecto!

—¡Ocho! ¡Ocho! ¡Ocho!

—¡Por Júpiter, creo que lo ha conseguido!

—Ocho. Bizcocho. Coche. Noche. Techo. ¡Ocho!

—Excelente. ¿Sigue sintiéndose bien?

—Todavía… oh.

—¿Qué? —preguntó Porter.

—Se me ha ido la visión por un instante, pero ha vuelto.

—¿De verdad? No debería…

—Oh, ha vuelto a suceder…

—¿Señor Sullivan? ¿Señor Sullivan?

—Yo… parece… oh…

—¿Señor Sullivan? ¡Señor Sulli…!

Nada. Durante cuánto tiempo, no tuve ni idea. Sólo la nada absoluta. Cuando me recuperé, hablé.

—¡Doctor! ¡Doctor! ¿Sigue ahí?

—¡Jake! —La voz de Porter. Dejó escapar aire ruidosamente, como si dijera «¡qué alivio!».

—¿Va algo mal, doctor? ¿Qué ha sido eso?

—Nada. Nada en absoluto. Uh, ah, ¿cómo se siente ahora?

—Es extraño —dije—. Me siento diferente… de un puñado de formas que no puedo describir.

Porter guardó silencio un momento, posiblemente distraído con algo. Pero entonces dijo:

—Puñado.

—¿Qué?

—Ha dicho usted puñado, no puñado. Intente pronunciar el sonido «ñ».

—Puñado. Puñado. Pun-yado. Puñado.

—Bien —dijo Porter—. Es normal que haya algunas diferencias en las sensaciones, pero mientras se sienta básicamente bien…

—Sí —repetí—, me siento bien.

Y supe, en ese instante, que estaba bien. Estaba relajado. Por primera vez en años, me sentía tranquilo, a salvo. No iba a sufrir de pronto una hemorragia cerebral masiva. Más bien iba a vivir una vida normal y plena. Recibiría mi ciento por uno bíblico; entraría en las estadísticas de los varones de ochenta y ocho años nacidos en 2001; conseguiría todo eso y más. Iba a vivir. Todo lo demás era secundario. Iba a vivir una vida larga y buena, sin parálisis, sin convertirme en un vegetal. Las dificultades que pudiera encontrarme por el camino merecerían la pena. Lo supe de inmediato.

—Muy bien —dijo Porter—. Ahora, intentemos algo sencillo. A ver si puede girar la cabeza hacia mí.

Lo hice… y no sucedió nada.

—No funciona, doctor.

—No se preocupe. Ya lo conseguirá. Inténtelo de nuevo.

Lo hice, y esta vez mi cabeza giró a la izquierda, y…

Y… y… y…

¡Oh, Dios mío!¡Oh, Dios mío!¡Oh, Dios mío!

—Esa silla de ahí —dije—. ¿De qué color es?

Porter se volvió, sorprendido.

—Humm, verde.

—¡Verde! ¡De modo que así es el verde! Es… bonito, ¿no? Relajante. ¿Y su camisa, doctor? ¿De qué color es su camisa?

—Amarilla.

—¡Amarilla! ¡Caray!

—Señor Sullivan, ¿es usted… es usted daltónico?

—¡Ya no!

—Santo Dios. ¿Por qué no nos lo dijo?

¿Por qué no se lo había dicho?

—Porque no me lo preguntaron.

Era una respuesta auténtica, pero sabía que había otras. Sobre todo tenía miedo de que, si se lo decía, insistieran en duplicar ese aspecto de quien yo había sido.

—¿Qué clase de daltonismo tiene… tenía?

—De-algo.

—¿Era deutanope? —dijo Porter—. ¿Tiene deficiencia de un co-no-M?

—Eso es, sí.

Casi nadie es daltónico completo; es decir, casi nadie ve solamente en blanco y negro. Los deutanopes vemos el mundo en tonos de azul, naranja y gris, de modo que muchos colores que contrastan claramente para la gente que tiene visión normal nos parecen iguales. Específicamente, vemos el rojo y el amarillo verdoso como beige; el magenta y el verde como gris; el naranja y anaranjado como lo que nos han dicho que es color ladrillo; el verdiazul y el púrpura como malva; y el índigo y el azul ciánico como azul aciano. Sólo el azul medio y el naranja medio nos parecen iguales que a la gente que tiene la visión normal.

—¿Pero ahora ve en color? —preguntó Porter—. Sorprendente.

—Eso es —dije yo, encantado— Todo es tan… chillón. Creo que nunca antes había entendido esa palabra. ¡Qué abrumadora variedad de tonos!

Giré la cabeza hacia el otro lado, esta vez sin pensarlo. Me encontré ante una ventana.

—La hierba… ¡Dios mío, mírela! ¡Y el cielo! ¡Qué diferentes son la una del otro!

—Le mostraremos algo lleno de colorido en vid más tarde, y…

—Buscando a Nemo —dije de inmediato—. De niño era mi película favorita… y todo el mundo decía que estaba llena de color.

Porter se echó a reír.

—Si quiere.

—Magnífico —dije—. ¡La aleta de la suerte! —Traté de mover mi brazo derecho imitando la aleta lisiada de Nemo, pero no se levantó. Ah, bien… haría falta tiempo: me lo habían advertido.

Con todo, era maravilloso estar vivo, ser libre.

—Inténtelo de nuevo, Jake —dijo Porter. Me sorprendió alzando su propio brazo en el gesto de la «aleta de la suerte».

Hice otro intento, y esta vez lo conseguí.

—Ahí lo tiene —dijo Porter, moviendo las cejas como de costumbre—. Se sentirá bien. Ahora, vamos a levantarlo de esta cama.

Me sujetó del brazo derecho (pude sentirlo como una matriz de un millar de puntos de presión, en vez de un contacto liso) y me ayudó a sentarme. Yo solía sufrir de mareos ocasionales, y a veces se me nublaba la vista cuando me incorporaba de la horizontal, pero nada de eso sucedió ahora.

Me hallaba en un extraño estado sensorial. En cierto sentido, estaba subestimulado: no era consciente de ningún olor, y aunque notaba que estaba sentado, lo que significaba que tenía alguna noción de equilibrio, no sentía ninguna gran presión abajo, en la parte posterior de los muslos ni en el culo. Pero mi capacidad visual estaba sobreestimulada, asaltada por colores que nunca había visto. Y si miraba algo sin rasgos (como la pared) distinguía el entramado de píxeles que componían mi visión.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien. ¡Maravilloso!

—Bien. Tal vez ahora sea el momento de hablarle de las misiones secretas a las que vamos a enviarle.

—¿Qué?

—Ya sabe, miembros biónicos. Espionaje. Cosas de cyborgs agentes secretos.

—Doctor Porter, yo…

Las cejas de Porter bailaban de placer.

—Lo siento. Supongo que acabaré cansándome de hacerlo, pero es que resulta muy divertido siempre. La única misión que tenemos es sacarlo de aquí y devolverlo a la vida normal. Y eso significa ponerlo en pie. ¿Lo intentamos?

Asentí, y noté su brazo bajo mi codo. De nuevo la sensación no fue igual que la presión normal contra la piel, pero fui claramente consciente de dónde me estaba tocando exactamente. Me ayudó a girar el cuerpo hasta que mis piernas quedaron colgando a un lado de la camilla, y entonces me ayudó a adoptar una postura vertical. Esperó hasta que asentí indicando que estaba bien, y entonces me soltó con cuidado, permitiéndome quedarme de pie por mi cuenta.

—¿Cómo se siente? —preguntó Porter.

—Bien.

—¿Algún mareo? ¿Vértigo?

—No. Nada de eso. Pero es extraño no respirar.

Porter asintió.

—Se acostumbrará… Aunque puede que tenga ataques de pánico momentáneos: ocasiones en que su cerebro gritará: «¡Eh, no estamos respirando!» —Sonrió con amabilidad—. Le diría que inspirara profundamente para calmarse en esas circunstancias, pero naturalmente, no puede hacerlo. Así que combata la sensación, o espere a que se pase. ¿Siente pánico porque no respira?

Me lo pensé.

—No. No, está bien. Algo extraño.

—Tómese su tiempo. No tenemos ninguna prisa.

—Lo sé.

—¿Quiere intentar dar un paso?

—Claro —contesté. Pero pasaron unos momentos antes de que pasara del dicho al hecho. Porter estaba preparado para actuar, dispuesto a sostenerme si me tambaleaba. Alcé mi pierna derecha, flexionando la rodilla, levantando el muslo y dejando que mi peso se desplazara hacia delante. Fue un primer paso vacilante, pero funcionó. Luego intenté alzar la pierna izquierda, pero vaciló y…

¡Maldición!

Me encontré cayéndome de boca, completamente perdido el equilibro, hacia las losas, cuyo color era nuevo para mí y no podía nombrar todavía.

Porter me agarró por el brazo y me sujetó.

—Parece que tenemos un buen trabajo por delante —dijo.


—Por aquí, por favor, señor Sullivan —dijo la doctora Killian.

Pensé en echar a correr. Quiero decir, ¿qué podrían haber hecho? Yo había querido vivir para siempre, sin un destino peor que la muerte colgando sobre mi cabeza, pero eso no iba a cumplirse. No para este yo, al menos. Yo y mi sombra: divergíamos rápidamente. Pero las reglas eran que nunca podía encontrarme con él. No era tanto en mi beneficio como en el suyo; se suponía que él se consideraba el único Jacob Sullivan, y verme todavía por ahí (carne donde él era plástico, hueso donde él era acero), haría más difícil la hazaña del autoengaño.

Ésas eran las reglas.

¿Reglas? Sólo los términos de un contrato que había firmado.

Así que, si lo rompía…

Si corría hacia el exterior, hacia el sofocante calor de agosto, y subía a mi coche, y regresaba a mi casa, ¿qué sanción podrían emprender contra mí?

Naturalmente, el otro yo aparecería por allí tarde o temprano, y querría reclamar el lugar como suyo propio.

Tal vez pudiéramos vivir juntos. Como gemelos. Guisantes en una vaina.

Pero no, eso no funcionaría. Imagino que hay que nacer para eso. Vivir con otro yo… Quiero decir, Cristo, soy tan particular a la hora de exigir dónde están las cosas, y además, él estaría despierto toda la noche, haciendo Dios sabe qué, mientras yo intentaría dormir.

No, no había vuelta atrás.

—¿Señor Sullivan? —dijo de nuevo Killian con su acento jamaicano—. Por aquí, por favor.

Asentí, y dejé que me guiara por un pasillo que no había visto antes. Caminamos un corto trecho y luego llegamos a unas puertas deslizantes de cristal esmerilado. Killian acercó el pulgar a una placa escaneadora, y las puertas se abrieron.

—Ahí tiene —dijo—. Cuando hayamos terminado de escanear a todo el mundo, el conductor los llevará al aeropuerto. Asentí.

—Sabe, le envidio —dijo ella—. Dejar atrás… todo. No se sentirá decepcionado, señor Sullivan. Alto Edén es maravilloso. —¿Ha estado allí?

—Oh, sí. No se inauguran unas instalaciones así de la noche a la mañana. Tuvimos dos semanas de prueba, con personal mayor de Inmortex haciendo de residentes, para asegurarnos de que el servicio era perfecto.

—¿Y?

—Es perfecto. Le encantará.

—Sí —dije, apartando la mirada. No parecía haber ninguna ruta de escape posible—. Estoy seguro de que así será.

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