Karen y yo charlamos durante horas. Me escuchaba con tanta atención y compasión que me encontré compartiendo cosas con ella que no había compartido con nadie. Incluso le conté la bronca que había tenido con mi padre y cómo se había desplomado justo delante de mis ojos.
Pero sólo se puede hablar durante un tiempo determinado antes de quedarte sin cosas que decir, al menos temporalmente, así que nos relajamos, tendidos en la cama de la suite de Karen en el Fairmont Royal York. Karen leía un libro (un volumen físico, encuadernado, real) mientras yo contemplaba el techo. Sin embargo, no estaba aburrido. Me gustaba mirar el techo, el espacio en blanco.
Karen probablemente había tenido una reacción diferente, al principio de su carrera, al contemplar un folio en blanco en su máquina de escribir, o como se llamaran aquellas cosas. Sospechaba que la blancura vacía era aterradora para un autor cuyo oficio es llenarla; pero para mí, la expansión sin rasgos del techo, en el dormitorio, sin que la interrumpiera siquiera una luz, ya que toda la iluminación procedía del suelo o de las lámparas de mesa, era relajante, libre de distracciones. Era perfecto, como dice el refrán, para oírme a mí mismo pensar.
No puedo acordarme…
¿Eh?
No puedo acordarme de eso tampoco. ¿Estás seguro?
¿Qué no podía recordar? Bueno, por supuesto, si hubiese podido recordarlo (fuera lo que fuese) entonces no me habría preocupado mi incapacidad para recordarlo…
No. No, no tengo ningún recuerdo de…
¿De qué? ¿De qué no tengo ningún recuerdo?
Bueno, si tú lo dices. Pero esto es muy extraño…
Sacudí la cabeza, tratando de despejarme. Aunque era un tópico, solía funcionar. Pero esta vez las ideas no se me aclararon.
Estoy seguro de que recordaría algo así…
No es que oyera una voz; no había ningún sonido, ningún timbre, ninguna cadencia. Sólo palabras, cosquilleando en la periferia de mi percepción, palabras articuladas pero sin pronunciar, idénticas a todo lo demás que había pensado siempre.
Excepto que…
No, tengo una memoria excelente. Datos triviales, hechos, cifras… Excepto que ésos no parecían mis pensamientos.
¿Quién dices que eres, por cierto?
Sacudí la cabeza más violentamente y mi visión pasó de las puertas de espejo del armario a mi izquierda a un reflejo más espectral de mí mismo a la derecha.
Bueno, vale. Me llamo Jake Sullivan.
Extraño. Muy extraño.
Karen me miró.
—¿Pasa algo, querido?
—No —dije automáticamente—. No, estoy bien.
El cráter Heaviside estaba situado a 10,4 grados de latitud sur, y 167,1 grados de longitud este, bastante cerca del centro del otro lado de la Luna. Eso significaba que la Tierra estaba justo debajo, separada de nosotros por tres mil quinientos kilómetros de roca, además de casi cien veces esa cantidad de espacio vacío.
Heaviside medía 165 kilómetros de diámetro. El habitat de Alto Edén sólo ocupaba quinientos metros, así que había espacio de sobra para crecer. Inmortex proyectaba que para el año 2060 habría un millón de personas descargándose al año, y todos los pellejos descartados tendrían que alojarse en otro sitio. Naturalmente, no se esperaba que los pellejos se quedaran mucho tiempo en Alto Edén: sólo un año o dos antes de morir. A pesar de que Inmortex sostenía que su proceso Mindscan copiaba estructuras con total fidelidad, la tecnología mejoraba continuamente y nadie quería transferirse antes de que fuera necesario.
Alto Edén consistía en un gran hogar de retiro de ayuda a los vivos, un hospital de cuidados paliativos y una colección de lujosos apartamentos para el puñado de nosotros que se había alojado allí pero no necesitaba ayuda las veinticuatro horas. No, no nos habíamos alojado. Nos habíamos mudado. Y no habría vuelta atrás.
En Alto Edén todas las salas y los pasillos tenían el techo muy alto: era demasiado fácil echar a volar por accidente. Incluso así, los techos estaban acolchados, sólo por seguridad: los apliques de luz estaban dentro del relleno. Y había plantas por todas partes: no sólo eran hermosas, sino que también ayudaban a limpiar el dióxido de carbono del aire.
Yo siempre había recelado de las corporaciones, pero hasta el momento Inmortex había sido fiel a su palabra. Mi apartamento era todo lo que podría haber pedido, y tal como lo habían mostrado en aquella presentación. Los muebles parecían de madera auténtica (pino natural, mi favorito), pero naturalmente no lo eran. Aunque el lema de la compañía era que podías tener cualquier lujo que pudieras pagarte, no había podido traerme mis viejos muebles de Toronto (tuve que dejarlos atrás, para mi… sustituto), y habría resultado escandalosamente caro traer muebles nuevos de la Tierra.
Así que, como me informó amablemente el ordenador de la casa en respuesta a mis preguntas, los muebles estaban hechos de algo llamado regolito (roca pulverizada y aireada, transformada en un material que parecía basalto poroso), recubierto con una capa plástica microfina impresa con una imagen de ultra-alta-resolución de pino nudoso. Un exterior que remedaba lo natural sobre un interior manufacturado. No era demasiado inquietante si no lo pensabas mucho.
Al principio, pensé que habían sido un poco rácanos en el tapizado de los muebles, pero después de sentarme, comprendí que no hace falta mucho tapizado para sentirte cómodo en la Luna. Mis ochenta y cinco kilos parecían ahora catorce; era tan liviano como un bebé de la Tierra.
Una pared era una ventana inteligente, y de primer orden además. No se podían distinguir los píxeles individuales, aunque le pegaras la cara. La imagen que mostraba era el lago Louise, cerca de Banff, Alberta, mucho antes de que el glaciar se derritiera e inundara casi toda la zona. Yo sospechaba que era una imagen generada por ordenador: no creo que nadie pudiera haber hecho entonces un escaneo de resolución tan alta para producir aquella imagen. Suaves olas recorrían la superficie del lago y el cielo azul se reflejaba en las aguas.
En conjunto, era un cruce entre una suite de hotel de cinco estrellas y un apartamento de lujo para ejecutivos; muy bien acondicionado, muy cómodo.
Nada de lo que quejarse.
Nada en absoluto.
Es un mito moderno que la mayor parte de la comunicación humana es no verbal, que se genera mucha más información con la expresión facial y el lenguaje corporal (e incluso algunos dirían que con las feromonas) que con las palabras. Pero como todo adolescente sabe, eso es ridículo: pueden pasarse horas hablando por un teléfono sólo-de-voz, oyendo nada más que las palabras que está diciendo la otra persona, e interactuar a la perfección. Y por eso, aunque mi nuevo cuerpo artificial era en cierto modo menos expresivo en formas no verbales, seguía sin tener ningún problema para hacer comprender incluso mis matices más sutiles.
O eso quería creer. Pero, a la mañana siguiente, todavía en la suite del hotel de Karen, mientras miraba de nuevo su rostro de plastipiel, las cámaras de sus ojos, sentí desesperación por saber qué estaba pensando. Y si no podía distinguir qué pasaba dentro de su cabeza, sin duda los demás no podrían saber qué pasaba dentro de la mía. Y por eso recurrí a la técnica que ha honrado el tiempo. Pregunté:
—¿Qué estás pensando?
Todavía estábamos acostados. Karen volvió la cabeza para mirarme.
—Estoy pensando que soy lo bastante mayor para ser tu madre.
Sentí algo que no pude cuantificar del todo… algo que no se parecía a ninguna otra cosa. Sin embargo, al cabo de un segundo, reconocí a qué se parecía: a mi estómago haciéndose un nudo. Al menos no había dicho que era lo bastante mayor para ser mi abuela… aunque eso era también técnicamente cierto.
—Estoy pensando —continuó— que tengo un hijo dos años mayor que tú.
Asentí lentamente.
—Es ridículo, ¿verdad?
—¿Una mujer de mi edad con un hombre de tu edad? La gente se escandalizaría. Dirían…
Le dije a mi caja de voz que se riera, y lo hizo… de manera bastante poco convincente, me pareció.
—Dirían que voy detrás de tu dinero.
—Pero eso es una locura, naturalmente. Tienes una fortuna propia… ¿no? Quiero decir, después de los gastos del procedimiento, todavía te queda mucho, ¿verdad?
—Oh, sí.
—¿De veras?
Le dije cuánto tenía en mis cuentas; le dije también cuántos bienes raíces tenía.
Ella volvió a girar la cabeza y me miró, sonriendo.
—No está mal para un joven como tú.
—No es mucho —dije—. No soy apestosamente rico.
—No —respondió ella, riendo—. Sólo un poco apestoso.
—A pesar de todo… —dije, y dejé la frase en suspenso.
—Lo sé —dijo Karen—. Esto es una locura. Casi te doblo en edad. ¿Qué podemos tener en común? Crecimos en países distintos. En milenios distintos.
Era tan cierto que no hacía falta ningún comentario.
—Pero —dijo Karen, apartando la mirada— supongo que la vida no trata de la parte del viaje que ya se ha hecho, sino del camino que queda por delante. —Hizo una pausa—. Además, puede que ahora tenga el doscientos por ciento de tu edad, pero dentro de mil años, sólo será menos del ciento cinco por ciento. Y los dos esperamos estar aquí dentro de mil años, ¿no?
Reflexioné sobre aquello antes de contestar.
—Sigo teniendo problemas para asimilar la idea de lo que significa realmente «inmortalidad». Pero supongo que tienes razón. Supongo que la diferencia de edad no es gran cosa cuando lo ves desde esa óptica.
—¿De verdad piensas eso?
Tardé un momento. Si quería salir de allí, ésa era la oportunidad perfecta, la excusa perfecta. Pero si no quería salir, necesitábamos dejar zanjado aquel tema, de una vez y para siempre.
—Sí —respondí—. Eso pienso.
Karen se giró hacia mí. Sonreía.
—Me sorprende que conozcas a Alanis Morissette. —¿A quién?
—Oh —dijo Karen, y pude ver que sus rasgos de plástico se distendían—. Era cantante, muy popular. —Imitó una voz ronca que yo nunca había oído antes—. «Sí, eso pienso» era un verso de una de sus canciones llamada Ironic.
—Ah.
Karen suspiró.
—Pero no la conoces. No conoces la mitad de las cosas que yo conozco… porque sólo has vivido la mitad que yo.
—Entonces enséñame.
—¿Qué?
—Enséñame la parte de tu vida que me he perdido. Ponme al día.
Ella apartó la mirada.
—No sabría por dónde empezar.
—Empieza por los momentos culminantes.
—Hay muchos.
Le acaricié suavemente el brazo.
—Inténtalo.
—Biennnn —dijo Karen, y su acento atenuó la palabra—. Salimos al espacio. Libramos una estúpida guerra en Vietnam. Expulsamos a un presidente corrupto. La Unión Soviética cayó. Nació la Unión Europea. Aparecieron los hornos microondas, los ordenadores personales, los teléfonos móviles, e internet. —Se encogió de hombros—. Esa es la versión del Reader's Digest.
—¿La qué? —Pero entonces sonreí—. No, sólo te estaba tomando el pelo. Mi madre se suscribió cuando yo era niño.
Pero noté que la broma la había molestado.
—No es la historia lo que nos separa: es la cultura. Crecimos leyendo revistas distintas, libros distintos. Vimos programas de televisión diferentes. Escuchamos música diferente.
—¿Y qué? —dije yo—. Todo está online. —Sonreí, recordando nuestra anterior discusión—. Incluso el material con copyright… y los propietarios reciben micropagas automáticamente cuando accedemos a él, ¿no? Así que podemos descargar tus libros favoritos y todo eso, y tú puedes presentármelos. Después de todo, tú misma dijiste que tenemos todo el tiempo del mundo.
Karen parecía intrigada.
—Sí, pero bueno, ¿por dónde empezaríamos?
—Me encantaría conocer qué programas de televisión veías de joven.
—No querrías ver un material viejo como ése. Bidimensional, de baja resolución… algunos incluso en blanco y negro.
—Claro que querría. Será divertido. —Indiqué la gigantesca pantalla de pared—. De hecho, ¿por qué no escoges algo ahora mismo? Empecemos.
—¿Eso piensas?
—Sí —dije, tratando de copiar su imitación de la voz de aquella tal Alanis—. Eso pienso.
Los labios de Karen se movieron extrañamente (tal vez estaba intentando fruncirlos mientras pensaba). Luego le habló al ordenador de la suite, para acceder a algún depósito online de viejas series de televisión. Y, unos momentos más tarde, aparecieron unas letras blancas en la pantalla mural, una a una, deletreando palabras, mientras sonaba una percusión al fondo: EL…
Karen parecía bastante excitada. Se sentó en la cama.
—Muy bien, he adelantado hasta los títulos de crédito para que conozcas el trasfondo. Luego volveremos atrás y veremos el avance.
… HOMBRE DE LOS…
—Muy bien —dijo ella—. ¿Ves ese tipo de la cabina? Ése es Lee Majors.
… SEIS MILLONES DE DÓLARES.
Karen continuó.
—Interpreta a Steve Austin, astronauta y piloto de pruebas.
—¿De cuándo es este programa? —pregunté, sentándome también.
—Este episodio es de 1974.
Eso fue… Cristo, eso había sido tantos años antes de que yo naciera como… como del colapso de papá hasta aquel día.
—¿Eran mucho dinero seis millones entonces?
—Era una fortuna.
—Aja.
Había una charla entre pilotos y el control de tierra sobre las imágenes de la pantalla.
—Parece que todo va bien en NASA Uno.
—Muy bien, Víctor.
—El brazo del cohete está listo. Aquí viene el impulso…
—Verás, está probando una nave experimental, pero está a punto de estrellarse. Va a perder un brazo, ambas piernas y un ojo.
—Conozco algunos restaurantes donde no podría comer —dije. Hice la perfecta pausa cómica—. Cuestan un ojo de la cara.
Karen me dio un golpecito en el antebrazo mientras el pequeño avión de pruebas se soltaba del ala de un avión gigantesco. El aparato parecía una bañera: no era extraño que fuese a estrellarse.
—Pero van y sustituyen sus miembros perdidos por duplicados superfuertes impulsados por energía nuclear, y le ponen un ojo nuevo con un zoom de veinte aumentos y la habilidad de ver el espectro infrarrojo.
Más charla en la pantalla:
—Tengo problemas, eco tres…
—Reduce a cero.
—¡Reducido! ¡No puedo mantenerla altitud!
—Corrección: la banda Alfa está fuera. ¡Emergencia!
—Mando de vuelo, no puedo mantenerlo. ¡Voy a estrellarme! ¡Voy a…!
La bañera dio una voltereta en la pantalla, en una imagen muy granulosa.
—Son tomas reales de archivo —informó Karen—. Ese accidente fue real.
Algo que supuse que eran gráficos de ordenador apareció en la pantalla: al parecer abrían un agujero en la nuca de Steve Austin para colocarle un ojo artificial y pronto el humano reconstruido corría por una pista de pruebas. Leí los números que aparecían debajo.
—¿Sesenta kilómetros por hora? —dije, incrédulo.
—Mejor aún —respondió Karen, sonriendo—. Sesenta millas por hora.
—¿Y se le quedaban pegados los insectos a la cara, como en los parabrisas de los coches?
Karen se echó a reír.
—No, y tampoco se despeinaba nunca. Tenía carteles suyos en mi cuarto cuando era adolescente. Era guapísimo.
—Creí que te gustaba ese Superman y… ¿cómo se llamaba? ¿Tom algo?
—Tom Selleck. Ellos también. Tenía más de una pared, ¿sabes?
—¿Así que esta introducción a tu cultura va a ser un amorcito adolescente tras otro?
Karen se rió.
—No te preocupes. También veía Los ángeles de Charlie: a los diecisiete años tenía el pelo igual que Farrah Fawcett. Te mostraré un episodio la próxima vez; te gustará. Fue el primer programa de tetitas bamboleantes.
—¿Tetitas?
Ella se apretujó contra mí.
—Ya verás.