Capítulo 8

Antoine entró en el restaurante con un gran cartón con dibujos bajo el brazo. McKenzie lo seguía, llevando un caballete de madera que colocó en medio de la sala.

Invitaron a Yvonne a sentarse en una mesa para conocer el proyecto de renovación de la sala y del bar. El jefe de agencia instaló los planos sobre el caballete, y Antoine empezó a explicarlos.

Feliz por haber al fin hallado el medio de captar la atención de Yvonne, McKenzie iba pasando las hojas, y en cuanto se le presentaba la oportunidad, corría a sentarse a su lado para mostrarle unas veces los catálogos de luces, y otras los abanicos de gamas de colores.

Yvonne estaba maravillada y, aunque Antoine evitaba hablar del coste, ya adivinaba que la empresa estaba fuera de sus posibilidades. Cuando acabó la presentación, les agradeció las molestias que se habían tomado y le pidió al inefable McKenzie que la dejara sola con Antoine. Necesitaba hablar con él cara a cara. McKenzie, que a menudo perdía el sentido de la realidad, llegó a la conclusión de que Yvonne, trastornada por su creatividad, quería comentar con su jefe la turbación que se había adueñado de ella.

Sabiendo que compartía con Antoine una complicidad indefectible y desprovista de toda ambigüedad, recogió el caballete, la cartulina con dibujos y se fue, no sin golpear una primera vez la esquina de la barra, y una segunda, el marco de la puerta. La calma volvió a la sala. Yvonne posó sus manos sobre las de Antoine. McKenzie espiaba la escena desde detrás de los cristales, levantado sobre la punta de los dedos, y tuvo que agacharse bruscamente cuando reparó en la emoción que traslucía la mirada de Yvonne. Todo iba por buen camino.

– Es maravilloso lo que habéis hecho, ni siquiera sé qué decir.

– Basta con que me digas el fin de semana que te iría bien -respondió Antoine-. Lo he dispuesto todo para que no tengas que cerrar el restaurante entre semana. Los obreros llegarán un sábado por la mañana y el domingo por la tarde habrán acabado.

– Mi querido Antoine, no puedo pagar ni la pintura de las paredes -dijo ella con voz frágil.

Antoine cambió de silla para ir a sentarse más cerca de Yvonne. Le explicó que el sótano de sus oficinas estaba lleno de botes de pintura y de objetos recuperados de las obras. McKenzie había concebido el proyecto de renovación del restaurante partiendo de esos excedentes que les molestaban. También le daría un pequeño toque barroco y moderno a su establecimiento. Y cuando le preguntó si no se daba cuenta del enorme favor que le haría al poder deshacerse de todos esos trastos, los ojos de Yvonne se llenaron de lágrimas. Antoine la cogió entre sus brazos.

– Para, Yvonne, vas a hacer que yo también me ponga a llorar. Además, el dinero aquí no pinta nada, sólo me importa que seamos felices, tú y nosotros. Seremos los primeros en disfrutar de tu nueva decoración, pues almorzamos aquí a diario.

Ella se secó las mejillas y lo reprendió por hacerla llorar como a una chiquilla.

– También vas a pretender convencerme de que los rutilantes apliques que me ha enseñado McKenzie en el catálogo de novedades son materiales reciclados.

– ¡Son muestras que nos regalan los proveedores! -respondió Antoine.

– ¡Qué mal mientes!

Yvonne prometió pensárselo; Antoine insistió, ya lo había pensado todo por ella. Empezaría las obras dentro de algunas semanas.

– Antoine, ¿por qué haces todo esto?

– Porque me hace feliz.

Yvonne lo miró a los ojos y suspiró.

– ¿No estás harto de ocuparte de todo el mundo? ¿Cuándo te vas a decidir a cuidar de ti mismo?

– Cuando haya acabado con lo demás.

Yvonne se acercó y tomó sus manos en las suyas.

– ¿Qué crees, Antoine, que la gente te aprecia porque les haces favores? No te voy a querer menos porque me hagas pagar las obras.

– Sé de personas que se van a la otra punta del mundo para hacer el bien; yo, por mi parte, intento hacer tanto bien como pueda a las personas que quiero.

– Eres una buena persona, Antoine, deja de castigarte porque Karine se fuera.

Yvonne se levantó.

– Entonces, si acepto tu proyecto, ¡quiero un presupuesto! ¿Está claro?

Al salir a la calle para vaciar un jarrón de agua en la alcantarilla, Sophie se quedó estupefacta al ver a McKenzie arrodillado delante del cristal del restaurante de Yvonne, y le preguntó si necesitaba ayuda. El hombre se sobresaltó y la tranquilizó de inmediato: los cordones de los zapatos estaban un poco flojos, pero ya lo había arreglado. Sophie miró el par de mocasines viejos que llevaba, se encogió de hombros y dio media vuelta.

McKenzie entró en la sala. Tenía una pequeña duda sobre los apliques que le había enseñado a Yvonne, y eso lo tenía verdaderamente preocupado. Ella puso los ojos en blanco y se volvió a meter en la cocina.

El hombre tenía las uñas negras, y su aliento apestaba al aceite rancio del fish and chips del que se iba alimentando a lo largo del día. Detrás del mostrador del aquel sórdido hotel, con mirada libidinosa, devoraba la segunda página del Sun. Una pin-up anónima se exponía allí como cada día, casi desnuda, en una posición que no dejaba dudas.

Enya empujó la puerta y avanzó hasta él. No levantó los ojos de su lectura y se contentó con preguntar, con voz anodina, durante cuántas horas quería ella disponer de la habitación. La joven preguntó el precio del alquiler semanal, no tenía suficiente dinero, pero prometió ir pagando su deuda cada día. El hombre soltó su periódico y la miró. Era bonita. Frunciendo la boca, le explicó que su establecimiento no ofrecía ese tipo de servicio, pero que podía pagar de una manera u otra, siempre había formas de arreglarlo. Cuando le puso la mano en el cuello, ella lo abofeteó.

Enya caminaba, con los hombros caídos, y sentía odio por aquella ciudad en la que carecía de todo. Aquella mañana, su casero la había echado después de no pagar el alquiler un mes.

Las noches de soledad, que eran numerosas, Enya recordaba la textura de la arena caliente deslizándose entre sus dedos cuando era niña.

La ironía había marcado el destino de Enya; durante toda su adolescencia, ella, que había carecido de todo, soñaba con conocer, aunque sólo fuera un día, una sola vez, el significado de la palabra «demasiado», y, aquel día, era demasiado.

Caminaba por el borde de la acera y se fijó en el autobús que subía a gran velocidad por la avenida; la calzada estaba húmeda, le bastaba con dar un paso, un pasito. Inspiró profundamente y se lanzó hacia delante.

Una mano sólida la agarró por el hombro y le hizo dar marcha atrás. El hombre que la sujetaba en sus brazos tenía el aspecto de un caballero. Todo el cuerpo le temblaba, como si tuviera fiebre alta. El se quitó su abrigo y se lo pasó por los hombros. El autobús paró; el conductor no había visto nada. El hombre subió a bordo con ella. Atravesaron la ciudad sin decir nada. El la invitó a compartir un té y una comida. Sentado junto a una chimenea en un viejo pub inglés, se tomó todo el tiempo necesario para escuchar su historia.

Cuando se separaron, no le dejó que se lo agradeciera; era costumbre en esa ciudad vigilar a los peatones que cruzaban la calle. El sentido de la circulación difería del resto de Europa, y muchos accidentes se evitaban gracias a un poco de civismo. Enya había vuelto a sonreír. Le preguntó su nombre, y él respondió que podría encontrar su tarjeta en el bolsillo del abrigo que le dejaba gustoso. Ella lo rechazó, pero él le juró que le hacía un gran favor. Le confesó que detestaba ese abrigo, su compañera lo adoraba, así que si se lo olvidaba tontamente en un perchero, ella lo perdonaría rápidamente. Le hizo prometer que guardaría el secreto. El hombre desapareció con tanta discreción como había aparecido. Un poco más tarde, cuando se metió las manos en los bolsillos del abrigo, no encontró ninguna tarjeta de visita, sino algunos billetes que le permitirían dormir caliente durante el tiempo necesario para encontrar una solución a sus problemas.

Mathias estaba atendiendo a un cliente y se puso a correr a su mostrador para descolgar el teléfono.

– French Bookshop, ¿dígame?

Mathias le pidió a su interlocutor que le hablara más lentamente, ya que le costaba muchísimo entender lo que decía. El hombre se irritó un poco y repitió sus palabras vocalizando lo mejor que podía. Quería encargar diecisiete colecciones completas de la enciclopedia Larousse. Su deseo era regalárselas a cada uno de sus niños para que aprendieran francés.

Mathias lo felicitó. Era una bella y generosa idea. El cliente preguntó si podía hacer el encargo, y esa misma tarde arreglaría el pago. Mathias, loco de alegría, cogió un bolígrafo y una libreta y empezó a escribir los datos del que sería, sin ninguna duda, el mayor cliente del año. Desde luego, la venta tenía que ser importante para que se esforzara tanto en descifrar una algarabía tan incomprensible. Mathias comprendía como mucho una frase de cada dos que pronunciaba su interlocutor, y era incapaz de identificar un acento tan extraño.

– ¿Y dónde quiere usted que le envíe las colecciones? -preguntó con voz engolada para honrar a un cliente tan importante.

– ¡En tu culo! -respondió Antoine muñéndose de risa.

Doblado en dos en la ventana de su despacho, Antoine tenía dificultades para ocultar a sus colaboradores los espasmos por la risa que lo sacudían y las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Todo su equipo lo miraba. Al otro lado de la calle, agachado tras su mostrador, Mathias, del que se había apoderado la misma risa loca, intentaba recuperar un poco de aire.

– ¿Llevamos esta noche a los niños al restaurante? -preguntó Antoine con hipo.

Mathias se levantó y se secó los ojos.

– Tengo mucho trabajo, pensaba llegar tarde.

– Déjalo ya, te veo desde mi despacho, no hay ni un alma en la librería. Bueno, voy a buscar a los niños a la escuela, esta noche haré croquetas y después veremos una película.

La puerta de la librería se abrió, y Mathias reconoció enseguida al señor Glover. Colgó el teléfono y fue a darle la bienvenida. El propietario miró a su alrededor. Los estantes estaban perfectamente ordenados; la madera de la vieja escalera, barnizada.

– Bravo, Popinot -dijo él saludándolo-. Sólo pasaba a ver cómo le iba, en ningún caso quería molestarle, ahora ésta es su casa. Estaba en la ciudad para arreglar unos asuntos. Me he visto sorprendido por un ataque de nostalgia, así que he venido a hacerle una visita.

– Señor Glover -insistió Mathias-, ¡deje de llamarme Popinot!

El viejo librero miró el paragüero que estaba junto a la entrada desesperadamente vacío. Con un gesto perfectamente calculado, lanzó el suyo.

– Se lo regalo. Que tenga un buen día, Popinot.

El señor Glover abandonó la librería. Había visto suficiente. El sol acababa de salir entre las nubes, y las aceras de Bute Street brillaban bajo sus rayos: era un bonito día.

Mathias oyó la voz de Antoine que gritaba desde el teléfono. Volvió a coger el aparato.

– Ocúpate de las croquetas, que yo me las apañaré. Ve a buscar a los niños y os veré en casa.

Mathias colgó y miró su reloj; volvió a coger el teléfono y marcó el número de una periodista que ya debía de estar esperándolo.

Audrey esperaba delante de la puerta del Royal Albert Hall. Aquella tarde, había un concierto de góspel. Había podido conseguir dos entradas, los sitios estaban en platea, en el lugar más caro del gran hemiciclo. Bajo su impermeable, ajustado en la cintura, llevaba un vestido negro escotado, simple y elegante.

Antoine pasaba por delante del escaparate con los dos niños. Mathias fingió estar absorto en su libro de contabilidad, esperó a que hubieran subido la calle, avanzó hasta el umbral para verificar que había vía libre y giró el rótulo. Cerró con llave y corrió en dirección opuesta. Saltó dentro de un taxi que estaba parado frente a la entrada del metro de South Kensington y le dio el papel en el que había escrito la dirección donde había quedado. Llamó a Audrey en vano, pues su móvil no daba señal.

La circulación era tan densa en Kensington High Street que los coches iban casi parados desde Queen's Gate. El conductor del taxi informó amablemente a su pasajero de que había un concierto en el Royal Albert Hall, y que seguramente semejante atasco se debía a ello. Mathias le respondió que lo dudaba un poco, porque precisamente él iba allí. Como no aguantaba más, Mathias pagó la carrera y decidió hacer el resto del camino a pie. Se puso a correr lo más rápido que pudo y llegó sin aliento a la entrada principal. El vestíbulo del gran teatro estaba desierto. Sólo quedaban unos cuantos agentes de seguridad. Uno de ellos le informó de que el espectáculo había empezado. Valiéndose de la mímica, Mathias intentó explicarle que la persona que lo acompañaba estaba allí. Fue en vano. No podían dejarlo pasar sin entrada.

Una vendedora de programas que hablaba francés fue en su ayuda. Enya estaba haciendo una sustitución. Le dijo que el telón volvería a caer alrededor de la medianoche. Él le compró un programa y le dio las gracias.

Impotente, Mathias decidió entrar. En la calle, reconoció el taxi que lo había llevado, levantó la mano, pero el coche siguió su camino. Dejó un mensaje en el móvil de Audrey, balbuceando algunas torpes palabras de disculpa, y perdió la poca sangre fría que le quedaba cuando empezó a llover. Empapado y tarde, llegó a su casa.

Emily se levantó del sofá para ir a darle un beso a su padre.

– ¡Haz el favor de quitarte el impermeable, estás chorreando sobre el parqué! -dijo Antoine desde la cocina.

– Buenas noches -respondió Mathias toscamente.

Cogió un trapo y se secó el pelo. Antoine puso los ojos en blanco. Sin ganas de tener una escena, Mathias fue a reunirse con los niños.

– ¡A la mesa! -dijo Antoine.

Todo el mundo se instaló alrededor de la cena. Mathias miró la cacerola de arroz blanco.

– ¿No habíamos quedado en croquetas?

– Sí, a las ocho y cuarto habíamos quedado en croquetas, pero a las nueve y cuarto se han quemado.


Louis se inclinó hacia él para preguntarle si no podía llegar tarde más a menudo cuando su padre hiciera croquetas, pues las odiaba. Mathias tuvo que aguantarse la risa.

– ¿Qué más hay en el frigorífico?

– Un salmón entero, pero hay que cocinarlo.

Mathias abrió la nevera silbando.

– ¿Tienes bolsas de congelado?

Perplejo, Antoine señaló el estante de arriba. Mathias colocó el salmón en la tabla de trabajo, lo sazonó, lo metió en una bolsa de plástico y cerró el cierre hermético. Abrió el lavavajillas, colocó el pescado envuelto de esa guisa en medio de la bandeja de los vasos y cerró la puerta. Giró el programador y fue a lavarse las manos al fregadero.

– Programa corto, ¡estará listo en diez minutos!

Y diez minutos más tarde, ante la mirada atónita de Antoine, volvió a abrir el lavavajillas y sacó, en medio de una nube de vapor, un salmón perfectamente hecho.

TV5 volvía a emitir La Grande Vadrouille. Mathias giró su silla para mejorar su ángulo de visión. Antoine cogió el mando a distancia y apagó el televisor.

– ¡Cuando estamos en la mesa, no se ve la tele, porque si no, no hablamos!

Mathias se cruzó de brazos y miró fijamente a su amigo.

– ¡Te escucho!

Se quedaron en silencio durante algunos minutos. Con una satisfacción que no intentó ocultar, Mathias volvió a coger el mando y a encender la televisión. Cuando terminaron de cenar, todos se instalaron en el sofá, a excepción de Antoine, que se dedicó a poner orden en la cocina.

– ¿Vas a acostar a los niños? -preguntó él mientras secaba un plato.

– Vemos el final y me los subo -respondió Mathias.

– He visto esa película treinta y dos veces, y queda todavía una hora; es tarde, podrías haber llegado antes. Haz lo que quieras, pero Louis se va a la cama.

Emily, que a menudo daba muestras de una madurez mayor que los dos adultos que llevaban picándose desde el inicio de la noche, decidió que la tensión del ambiente justificaba plenamente que se subiera a acostar a la misma hora que Louis. Obligada por la solidaridad, cogió a su compañero de la mano y subió la escalera.

– ¡Mira que eres pesado! -dijo Mathias mientras los veía desaparecer en sus habitaciones.

El mismo también subió, dejando a Antoine con la palabra en la boca.

Mathias volvió a bajar diez minutos más tarde.

– Se han cepillado los dientes y las manos, he dejado las orejas, pero esperaremos a la próxima revisión.

Antoine fue hacia él.

– Es importante que nos mostremos unidos ante los niños -dijo él con un tono conciliador.

Mathias no respondió, cogió un puro del bolsillo de su chaqueta y encendió un mechero.

– ¿Qué haces? -preguntó Antoine.

– Monte Cristo Especial n.° 2; lo siento, pero sólo tengo uno.

Antoine se lo quitó de los labios.

– ¡Regla n.° 4, no fumes en casa! -dijo Antoine a la vez que lo olisqueaba.

Mathias volvió a coger el puro de las manos de Antoine y salió, exasperado, al jardín. Antoine tomó la dirección opuesta y fue a sentarse detrás de su mesa, encendió el ordenador, suspiró y fue a reunirse con Mathias. Cuando se sentó en el pequeño banco a su lado, Mathias estuvo a punto de decirle que entendía por qué la madre de Louis se había ido a vivir tan lejos como a África, pero la amistad que unía a los dos hombres protegía a uno y a otro de los golpes bajos.

– Tienes razón, soy pesado -dijo Antoine-, pero es más fuerte que yo.

– Me pediste que te volviera a enseñar a vivir, ¿lo recuerdas? Entonces, empieza por tranquilizarte. Das demasiada importancia a cosas que no la tienen. ¿Qué problema había en que Louis se acostara más tarde hoy?

– Pues que mañana en la escuela habría estado rendido.

– ¿Y qué? ¿No te parece que a veces el recuerdo de una bonita noche de infancia vale todas las clases de historia del mundo?

Antoine miró a Mathias, que parecía relajado. Le cogió el puro de las manos, lo encendió y le dio una larga calada.

– ¿Tienes las llaves del coche? -preguntó Mathias.

– ¿Por qué?

– Está mal aparcado, te van a poner una multa.

– Me voy muy pronto mañana.

– Dámelas, le buscaré un buen sitio.

– Pero si ya te he dicho que por la noche no hay problema…

– Y yo te digo que ya has agotado tu cuota de noes de hoy.

Antoine le ofreció las llaves a su amigo. Mathias le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.

En cuanto se quedó solo, Antoine volvió a darle una nueva calada, y cuando la punta enrojecida se apagó, un chaparrón tan violento como repentino empezó a caer.

Las filas de sillones ya estaban casi vacías. Audrey fue hacia la salida principal y se presentó ante el guardia de seguridad que guardaba el acceso a las bambalinas. Le enseñó su carné de prensa; el hombre verificó su identidad en un registro y comprobó que la esperaban, tras lo cual se apartó para dejarla pasar.

Los limpiaparabrisas del Austin Healy apartaban la lluvia fina. Recordando el camino recorrido por el taxi, Mathias subió por Queen's Gate, siguiendo a los otros automóviles para no equivocarse en el sentido de la circulación. Aparcó en la acera del Royal Albert Hall y subió las escaleras corriendo.

Antoine miró por la ventana. En la calle, había dos sitios para aparcar libres, uno enfrente de la casa, y otro un poco más lejos. Incrédulo, apagó la luz y se fue a acostar.

Los alrededores del teatro estaban desiertos, la multitud se había dispersado. Una pareja le confirmó a Mathias que el espectáculo había acabado hacía media hora. Se volvió hacia el Austin Healey y descubrió una multa en el parabrisas. Oyó la voz de Audrey y se dio la vuelta.

Estaba sublime con su vestido de noche; el hombre que la acompañaba tenía unos cincuenta años y una buena percha. Le presentó a Alfred y le dijo que ambos estarían encantados de que fuera a cenar con ellos. Iban a ir al restaurante Aubaine, cuya cocina estaba abierta hasta tarde. Como Audrey tenía ganas de pasear, le sugirió a Mathias que se adelantara en el coche, y que empezara a hacer cola, pues las mesas del último turno estaban muy solicitadas. Ahora le tocaba a él. Ella ya la había hecho para recoger las entradas.

Al fin de la velada, Mathias probablemente sabía más sobre góspel y sobre la carrera de Alfred que su propio representante. El cantante le agradeció a Mathias la invitación. Audrey respondió por él que era lo mínimo, pues había disfrutado muchísimo durante el concierto. Alfred se despidió, debía irse, ya que al día siguiente, cantaba en Dublín.

Mathias esperó a que el taxi hubiera girado en la esquina. Miró a Audrey, que permanecía en silencio.


– Estoy cansada, Mathias, todavía tengo que cruzar todo Londres. Gracias por la cena.

– ¿Puedo al menos llevarte?

– ¿A Brick Lane… en coche?

Durante todo el trayecto, la conversación se limitó a las indicaciones que le daba Audrey. A bordo del viejo coche, sus silencios sólo se rompían por las palabras «derecha», «izquierda», «todo recto», y a veces, «conduces por el lado equivocado». La dejó frente a una pequeña casa, construida por completo con ladrillos rojos.

– Siento mucho lo que ha pasado, estuve atrapado en un atasco -dijo Mathias, apagando el motor.

– No te he reprochado nada -dijo Audrey.

– De todos modos -repuso Mathias sonriendo-, excepto en contadas ocasiones, apenas me has dirigido la palabra durante toda la cena. Si la vida de ese tenor narcisista hubiera sido la de Moisés, no te habrías mostrado más interesada por lo que estaba contando; te deleitabas con sus palabras. En cuanto a mí, me ha dado la impresión de tener catorce años y estar en la picota toda la noche.

– ¿Estás celoso? -dijo Audrey divertida.

Se miraron fijamente,-sus rostros empezaron poco a poco a acercarse y, cuando estaban a punto de besarse en los labios, ella inclinó la cabeza y la posó sobre el hombro de Mathias. Él le acarició la mejilla y la abrazó.

– ¿Sabrás volver? -preguntó ella con voz aterciopelada.

– Prométeme que vendrás a verme.

– Vete, mañana te llamo.

– No puedo irme, todavía estás en el coche -respondió Mathias, que todavía sujetaba la mano de Audrey con la suya.

Ella abrió la puerta y se alejó con una sonrisa. Su silueta desapareció en el jardín que rodeaba la casa. Mathias retomó el camino hacia el centro de la ciudad; la lluvia volvía a caer. Después de haber cruzado Londres de este a oeste, de norte a sur, fue a parar dos veces a Piccadilly Circus, dio media vuelta frente a Marble Arch y se preguntó un poco más tarde cómo podía haber vuelto a llegar a orillas del Támesis. A las dos y media pasadas, acabó prometiéndole veinte libras esterlinas a un taxista si éste aceptaba indicarle el camino hasta South Kensington. Con esa buena escolta, llegó por fin a su destino, hacia las tres de la mañana.

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