Reinaba un silencio insólito en la casa. Los niños revisaban sus deberes; Mathias ponía la mesa, y Antoine arreglaba la cocina. Emily dejó su libro en la mesa y recitó en voz baja la página de historia que acababa de aprenderse de memoria. Al dudar en un párrafo, le dio un golpecito en el hombro a Louis, que estaba haciendo sin ganas su ejercicio.
– ¿Quién venía justo después de Enrique IV? -susurró ella.
– Ravaillac -respondió Antoine mientras abría el frigorífico.
– ¡Ah, en absoluto! -dijo Louis con seguridad.
– Pregúntale a Mathias y verás.
Los dos niños intercambiaron una mirada cómplice y volvieron a concentrarse enseguida en sus cuadernos. Mathias dejó la botella de vino que acababa de descorchar y se acercó a Antoine.
– ¿Qué delicia nos has preparado para cenar? -preguntó con voz dulzona.
Empezaron a caer truenos, y una lluvia pesada empezó a golpear los cristales de la casa.
– ¡Menudo chaparrón! -dijo Antoine.
Más tarde, Emily le confiaría a su diario íntimo que el plato que más detestaba su padre en el mundo entero era el gratinado de calabacín, y Louis añadiría al margen que, aquella tarde, su papá había preparado, gratinado de calabacín.
Llamaron a la puerta. Mathias revisó por última vez su aspecto en el pequeño espejo de la entrada y le abrió la puerta a Audrey.
– Entra rápido, estás empapada.
Ella se quitó el abrigo y se lo dio a Mathias. Antoine se ajustó el delantal y fue a recibirla también. Ella estaba irresistible con su vestido negro.
Habían colocado elegantemente cubiertos para tres. Mathias sirvió el gratinado, y empezaron una animada conversación. Por deformación profesional, Audrey tenía la costumbre de dirigir los debates; para no hablar de sí misma, lo mejor era hacer muchas preguntas a los demás; esta estrategia resultaba mucho más eficaz si tu interlocutor no reparaba en ella. Al final de la comida, Audrey se había enterado de muchas cosas sobre la arquitectura; Antoine, por su parte, habría tenido dificultades para definir el oficio de periodista reportero independiente.
Cuando Audrey le preguntó sobre sus vacaciones en Escocia, Antoine se deleitó enseñándole las fotos. Se levantó y cogió hasta tres álbumes de la biblioteca antes de volver a sentarse tras acercar su silla.
Cada vez que pasaba una página, las anécdotas que contaba terminaban todas con una mirada a su mejor amigo y con un invariable: «¡Eh, Mathias!».
Este último luchaba por reprimir su irritación, pues prefería permanecer en un segundo plano y no perturbar la complicidad que se había establecido entre Antoine y Audrey.
Al final de la cena, Emily y Louis bajaron en pijama para dar las buenas noches. Fue imposible evitar que se quedaran en la mesa. Emily se sentó junto a Audrey y enseguida tomó el relevo de Antoine. Así, se aplicó en el comentario de todas las fotos, en este caso de las que habían tomado haciendo deportes de invierno el año anterior. En aquella época, explicaron Emily y Louis por turnos, papá y papá no vivían todavía juntos; pero todos pasaban juntos las vacaciones, excepto las de Navidad, en las que se veían cada dos años, tal y como dijo la pequeña.
Audrey hojeaba el tercer álbum; desde la cocina, Mathias no le quitaba ojo. Cuando su hija puso una mano sobre el brazo de Audrey, una sonrisa había iluminado su rostro. Estaba seguro de ello.
– La cena era deliciosa -le dijo ella a Antoine.
Él le dio las gracias y enseguida señaló una fotografía.
– Ésta de aquí, la tomamos justo antes de que bajaran a Mathias de la pista en camilla. Ése de ahí, el de debajo de la capucha roja, soy yo. Los niños no salen. De hecho, Mathias no tenía nada en absoluto, sólo fue una gran caída.
Y como Mathias empezaba a morderse las uñas, aprovechó para darle un ligero toque en la mano.
– Bueno, espero que no nos remontemos a las vacaciones de la guardería -dijo Mathias exasperado, y volviendo a morderse las uñas.
Entonces, Antoine le tiró de la manga.
– Espuma de tres chocolates con corteza de naranja -anunció Antoine a media voz-. Normalmente, me piden la receta; pero hoy no sé qué ha pasado, se ha chafado -añadió él mientras la removía con el cucharón.
Miraba tan contrariado su preparación, que Audrey intervino.
– ¿Tenéis hielo picado? -preguntó.
Mathias se levantó de nuevo y llenó un cuenco de cubitos de hielo.
– Esto es todo lo que tenemos.
Audrey envolvió los cubitos en su servilleta y le dio unos fuertes golpes sobre la mesa. Cuando la desplegó, vieron una nieve espesa que enseguida incorporó a la espuma. Con algunas vueltas de espátula, el postre había recobrado su consistencia.
– Y ya está -dijo sirviendo a los niños, bajo la mirada estupefacta de Antoine.
– ¡El postre y a la cama! -dijo Mathias a Emily.
– ¡Les habías prometido una película! -se interpuso Antoine.
Emily y Louis se habían dirigido ya hacia el sofá del salón mientras Audrey continuaba sirviendo la espuma de chocolate.
– Para él, no demasiada -dijo Antoine-; no digiere bien por la noche.
Antoine no prestaba ninguna atención a Mathias, que le lanzaba una mirada sombría. Echó hacia atrás su silla para dejar pasar a Audrey.
– Déjenme ayudarlos -insistió cuando Antoine quiso quitarle los platos de las manos.
– Entonces, ¿siempre has sido periodista? -prosiguió, afable, mientras abría el grifo del fregadero.
– Desde los cinco años -respondió Audrey, riendo.
Mathias se levantó, cogió el paño de cocina de las manos de Audrey y le sugirió que fuera al salón. Ella se reunió con los niños en el sofá. Cuando se alejó, Mathias se inclinó sobre Antoine.
– Y tú, cretino, ¿has sido siempre arquitecto?
Mientras seguía sin hacerle caso, Antoine se volvió para observar a Audrey. Emily y Louis se habían acurrucado contra ella; la inclinación de sus cabezas anunciaba la llegada del sueño. Antoine y Mathias abandonaron enseguida la vajilla y el paño de cocina para ir a acostarlos.
Audrey los miró subir la escalera, llevando cada uno en sus brazos a su angelito de cara adormilada. Cuando llegaron al descansillo, ningún adulto vio el guiño cómplice que acababan de intercambiar Louis y Emily.
Los dos padres volvieron a bajar unos minutos más tarde. Audrey ya se había vuelto a poner su impermeable y esperaba de pie en medio del salón.
– Me voy a casa, es tarde -dijo-. Muchas gracias por la velada.
Mathias descolgó su gabardina del perchero y anunció a Antoine que la acompañaría.
– Estaré encantada de que un día me des la receta de la espuma -prosiguió Audrey, besando a Antoine en la mejilla.
Bajó los peldaños de la escalinata del brazo de Mathias, y Antoine volvió a cerrar la puerta de la casa.
– Habrá algún taxi en Oíd Brompton -dijo Mathias-. Te va bien, ¿no?
Audrey callaba y escuchaba sus pasos resonar en la calle desierta.
– Emily te adora.
Audrey asintió con un ligero movimiento de la cabeza.
– Lo que quiero decir -añadió Mathias- es que si tú y yo…
– He comprendido lo que quieres decir -lo interrumpió Audrey.
Se paró para mirarlo a la cara.
– He tenido una llamada de mi redacción esta tarde. Me han hecho de plantilla.
– ¿Y es una buena noticia? -preguntó Mathias.
– ¡Mucho! Al fin voy a tener mi emisión semanal… en París -añadió, bajando los ojos.
Mathias la miró enternecido.
– E imagino que luchas por eso hace mucho tiempo.
– Desde los cinco años -respondió Audrey, con una frágil sonrisa.
– La vida es complicada, ¿eh? -prosiguió Mathias.
– Elegir es lo complicado -respondió Audrey-. ¿Volverías a vivir en Francia?
– ¿Va en serio?
– Hace cinco minutos, allá abajo en la acera, ibas a decirme que me querías. ¿Iba en serio?
– Puedes estar segura de que hablo en serio, pero está Emily…
– No deseo otra cosa que querer a Emily…, pero en París.
Audrey levantó la mano, y un taxi aparcó al lado.
– Y luego está la librería… -murmuró Mathias.
Ella puso la mano en su mejilla y retrocedió hacia la calzada.
– Lo que habéis construido Antoine y tú es maravilloso; tienes mucha suerte, has encontrado tu equilibrio.
Subió al coche y volvió a cerrar la puerta enseguida. Inclinada sobre la ventanilla, miraba a Mathias; tenía un aspecto tan perdido en aquella acera.
– No llames, ya es bastante difícil así -dijo ella con voz triste-. Tengo tu voz en mi contestador, todavía la escucharé algunos días y después, lo prometo, la borraré.
Mathias avanzó hacia ella, tomó su mano y la besó.
– Entonces, ¿ya no tendré derecho a verte?
– Sí -respondió Audrey-, me verás en televisión.
Hizo una señal al conductor, y Mathias vio cómo el taxi desaparecía en la noche.
Volvió sobre sus pasos en la calle desierta. Le parecía ver todavía las huellas de las pisadas de Audrey en la acera mojada. Se apoyó en un árbol, cogió su cabeza entre sus manos y se dejó deslizar a lo largo del tronco del árbol.
El salón estaba iluminado por una sola y pequeña lámpara puesta sobre el velador. Antoine esperaba, sentado en la butaca de cuero. Mathias acababa de entrar.
– Reconozco que antes estaba en contra, pero esto… -exclamó Antoine.
– Ah, sí, esto -respondió Mathias, dejándose caer en la butaca de enfrente.
– Ah, no, porque esto, realmente… ¡Ella es formidable!
– Bueno, si estás convencido de ello, ¡mejor! -respondió Mathias, apretando las mandíbulas.
Se levantó y se dirigió hacia la escalera.
– Me pregunto si no le ha dado un poco de miedo -planteó Antoine.
– ¡No te lo preguntes!
– ¿No ha saltado la chispa, sin embargo?
– Qué va, ¿por qué? -preguntó Mathias, alzando el tono.
Se acercó a Antoine y le cogió la mano.
– ¡De ningún modo! Y luego, sobre todo, tú no has hecho nada por… ¿Esto es saltar la chispa? -dijo, asestándole un golpe en la palma-. Dime, esto no es saltar la chispa -repitió golpeando de nuevo-. ¡Es tan formidable que acaba de dejarme!
– Espera, no me cargues con toda la culpa, los niños también han puesto toda la carne en el asador.
– ¡Cállate, Antoine! -dijo Mathias, alejándose hacia la entrada.
Antonio lo alcanzó y lo retuvo por el brazo.
– Pero ¿qué te creías? ¿Que para ella esto no sería difícil? ¿Cuándo vas a dejar de ver la vida nada más que a través de tus pequeñas pupilas?
Y mientras le hablaba de sus ojos, los vio llenarse de lágrimas. Su cólera desapareció instantáneamente. Antoine cogió a Mathias por el hombro y le dejó desahogar su pena.
– Lo siento, tío, va, cálmate -dijo, estrechándolo contra él-. Quizá no esté perdido.
– Sí, está acabado -dijo Mathias, volviendo a salir de la casa.
Antoine lo dejó alejarse en la calle. Mathias tenía necesidad de estar solo.
Se detuvo en el cruce de Oíd Brompton. Allí era donde había cogido un taxi la última vez con Audrey. Un poco más lejos, pasó ante el taller de un fabricante de pianos. Audrey le había confiado que tocaba de vez en cuando y que fantaseaba con retomar los cursos. Pero, en el reflejo de la vitrina, era su propia imagen lo que detestaba.
Sus pasos lo guiaron hasta Bute Street. Vio el rayo de luz que pasaba bajo la persiana del restaurante de Yvonne, entró en el callejón y golpeó la puerta de servicio.
Yvonne dejó sus cartas y se levantó.
– Excusadme un minuto -dijo a sus tres amigas.
Daniéle, Colette y Martine gruñeron concertadamente. Si Yvonne abandonaba la mesa, perdía su turno.
– ¿Tienes gente? -dijo Mathias a la vez que entraba en la cocina.
– Puedes jugar con nosotras si quieres. Ya conoces a Daniéle, es tacaña pero farolea todo el rato. Colette está un poco achispada, y Martine es fácil de ganar.
Mathias abrió el refrigerador.
– ¿Tienes algo para picar?
– Los restos del asado de esta noche -respondió Yvonne mientras observaba a Mathias.
– Pensaba más bien en un dulce. Me sentaría bien. Pero, va, no te preocupes por mí, voy a encontrar mi felicidad allá dentro.
– ¡Viéndote la cara, dudo que la encuentres en mi frigorífico!
Yvonne volvió a la sala a reunirse con sus amigas.
– Has perdido la vez -dijo Daniéle, amontonando las cartas.
– Ha hecho trampas -anunció Colette, sirviéndose otro vaso de vino blanco.
– ¿Y yo? -dijo Martine, acercando su vaso-. ¿Quién te ha dicho que no tengo sed?
Colette miró tranquilizada la botella: todavía había para servir a Martine.
Yvonne cogió las cartas de las manos de Daniéle. Mientras las barajaba, sus tres compañeras volvieron la cabeza hacia la cocina. Y como la señora de la casa no chistaba, se encogieron de hombros y volvieron a su partida.
Colette tosió suavemente. Mathias acababa de entrar, se sentó a su mesa y las saludó. Daniéle le sirvió una baza sin preguntarle.
– ¿A cuánto la apuesta? -preguntó Mathias, inquieto al ver la suma amontonada en la mesa.
– ¡Cien y a callar! -respondió Daniéle con viveza.
– Paso -anunció enseguida Mathias, arrojando sus cartas.
Las tres colegas, que no habían tenido tiempo ni siquiera de mirar las suyas, le lanzaron una mirada incendiaria antes de tirarlas a su vez. Daniéle reagrupó las cartas del mazo, hizo cortar a Martine y repartió de nuevo. Una vez más, Mathias desplegó su baza y anunció a continuación que pasaba.
– ¿Quieres hablar quizá? -sugirió Yvonne.
– ¡Ah, no! -respondió al punto Daniéle-. Por una vez que no cotorreas entre partida y partida, ¡a callar!
– No se dirigía a Martine, ¡sino a él! -replicó Colette, señalando a Mathias con el dedo.
– ¡Pues bien, tampoco él habla! -respondió Martine-. Tan pronto como digo una palabra, se me echa la bronca. ¡Hace tres turnos seguidos que pasa, en tal caso que hable con su apuesta y que se calle!
Mathias tomó el mazo y repartió las cartas.
– Mira que envejeces mal, amiga mía -replicó Daniéle a Martine-. ¡No se está diciendo nada de hablar durante la partida, sino de dejarlo hablar! ¿No ves que está hecho polvo?
Martine reordenó sus cartas y cabeceó.
– Ah, vale, esto es diferente. Si debe hablar, entonces que hable. ¡Qué quieres que te diga!
Desplegó un trío de ases y recogió la apuesta. Mathias cogió su vaso y lo bebió de un trago.
– ¡Hay gente que hace dos horas de transporte público todos los días para ir a trabajar! -dijo hablando solo.
Las cuatro amigas se miraron sin decir una palabra.
– París sólo está a dos horas cuarenta -añadió Mathias.
– ¿Vamos a calcular el tiempo del trayecto a todas las capitales europeas, o vamos a jugar al póquer? -se quejó Colette.
Daniéle le dio un codazo para que se callara.
Mathias las miró alternativamente antes de retomar su letanía.
– Sin embargo, es complicado cambiar de ciudad y volver a vivir en París.
– Es menos complicado que inmigrar de Polonia en 1934, si quieres mi opinión -rezongó Colette a la vez que tiraba una carta.
Esta vez fue Martine la que dio un codazo.
Yvonne reprendió a Mathias con la mirada.
– ¡No parecía serlo tanto a comienzos de la primavera! -respondió vivamente.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Mathias.
– ¡Me has entendido muy bien!
– En todo caso, nosotras no hemos entendido nada -prosiguieron a coro las tres colegas.
– No es la distancia física lo que echa a perder a una pareja, sino lo que se instala en su vida. Por eso has perdido a Valentine, no porque la hayas engañado. Ella te quería demasiado como para no acabar por perdonarte un día. Pero tú estabas muy lejos de ella. Va siendo hora de que te decidas a crecer un poco, ¡intenta hacerlo al menos antes de que tu hija sea más madura que tú! ¡Ahora cállate, te toca jugar!
– Me parece que voy a abrir otra botella -anunció Colette, dejando la mesa.
Mathias había ahogado su tristeza en compañía de las cuatro hermanas Dalton. Aquella noche, volviendo a subir la escalera de la casa, tuvo un verdadero sentimiento de vértigo.
Al día siguiente, Antoine trajo a los niños de la escuela antes de irse enseguida. Tenía mucho trabajo en la agencia por culpa de la obra de Yvonne. Y puesto que Mathias corría en el parque para cambiar de idea, Sophie acabó por cuidarlos durante dos horas. Emily se dijo que si su padre quería cambiar de idea, debería haber elegido una mejor; ir a correr al parque no era muy astuto en su estado. Desde que su papá había comido gratinado de calabacines, tenía un aspecto espantoso y su vértigo empeoraba. Y como esto duraba ya dos días, debía de estar incubando algo.
Convino con Louis en no hacer comentario alguno. Con un poco de suerte, Sophie se quedaría a cenar, y cuando ella estaba allí, siempre era una buena noticia: delante de la tele con la cena en una bandeja, y acostarse tarde.
Precisamente aquella noche, Emily confió a su diario íntimo que había notado que algo no iba bien. En el momento en el que había oído el ruido de la caída en la escalera, le había dicho a Louis que había que pedir enseguida ayuda, y Louis añadió al margen que la ayuda en cuestión era su papá.
Antoine esperaba yendo arriba y abajo por el pasillo del centro médico. La sala de espera estaba llena a reventar. Cada cual esperaba su turno, hojeando las revistas descantilladas y apiladas en una mesa baja. Inquieto como estaba, no tenía ganas de leer.
Al fin, el médico salió de la sala de reconocimiento y fue a su encuentro. Le rogó que hiciera el favor de seguirlo y lo llevó aparte.
– No hay ninguna contusión cerebral, sólo un grueso hematoma en la frente, y las radiografías son completamente tranquilizadoras. Por prevención, hemos hecho una ecografía. No se ve gran cosa, pero la mejor noticia que puedo darle es que el bebé está bien.