Capítulo 12

Yvonne cerró la puerta de su estudio y miró el reloj. Mientras avanzaba por el pasillo, oyó los pasos de Enya, que salía de su habitación.

– Estás muy guapa esta mañana -dijo ella volviéndose.

Enya la besó en la mejilla.

– Tengo una buena noticia.

– ¿Me vas a contar algo más?

– Ayer me llamaron de inmigración.

– ¿Sí? ¿Y eso es una buena noticia? -preguntó Yvonne con inquietud.

Se fijó en el permiso de trabajo que Enya le enseñaba con orgullo. La abrazó y la agarró con fuerza.

– Esto hay que celebrarlo frente a una taza de café -dijo Yvonne.

Bajaron por la escalera que llevaba al local. Cuando llegó abajo, Yvonne la miró atentamente.

– ¿Dónde te has comprado ese abrigo? -preguntó ella perpleja.

– ¿Por qué? -preguntó Enya.

– Porque un amigo mío tenía una igual. Era su abrigo preferido. Cuando me dijo que lo había perdido, intenté comprarle uno nuevo, pero este modelo hace años que no se hace.

Enya sonrió, se quitó el abrigo y se lo ofreció a Yvonne. Su patrona le preguntó cuánto quería por él; Enya respondió que era un regalo que le hacía de buena gana. Se lo había encontrado en un perchero un día que le había sonreído la suerte.

Yvonne entró en su cocina y abrió la puerta del armario.

– Se va a alegrar muchísimo -dijo Yvonne, contenta, mientras colgaba el abrigo-. No se lo quitaba nunca.

Cogió dos grandes cuencos del estante que había encima del fregadero, echó dos dosis de café en la parte alta de la cafetera italiana y encendió una cerilla. La llama de gas se encendió.

– ¿Notas ese olor maravilloso? -dijo Yvonne a la vez que aspiraba el aroma que invadía la habitación.

Después del golpe emocional que le había ocasionado la cámara de fotos, Emily había propuesto una idea. Cada miércoles, Louis y ella almorzarían cara a cara con sus respectivos progenitores. Como Louis adoraba los nems, los chicos irían al restaurante tailandés situado al lado par de Bute Street; ella y su padre irían al local de Yvonne, que estaba en el otro lado, ya que ella tenía antojo de su crema de caramelo.

Tras el mostrador, Yvonne secaba los vasos, sin dejar de vigilar a Mathias por el rabillo del ojo. Emily se inclinó por encima de su plato para atraer la atención de su papá.

– En Escocia sería mejor dormir en tiendas. Podríamos acampar en ruinas, así tendríamos más posibilidades de ver fantasmas.

– Muy bien -murmuró Mathias mientras se esforzaba en tapar el mensaje que estaba escribiendo con su móvil.

– Por la noche, encenderemos hogueras y tú harás guardia.

– Sí, sí -dijo Mathias con la mirada puesta en la pantalla de su teléfono.

– Allí los mosquitos pesan dos kilos -repuso Emily, dando golpes en la mesa-, y con lo que les gustas, ¡en dos picaduras te dejarán seco!

Yvonne llegó a la mesa para servirles.

– Como quieras, querida -respondió Mathias.

Y mientras la patrona volvía a la cocina sin decir una palabra, Emily continuó con su conversación muy seria.

– Y después, haré mi primer salto a una cama elástica desde lo alto de una torre.

– Dame dos segundos, corazón, respondo a este mensaje y estoy contigo.

Los dedos de Mathias saltaban de una tecla a otra.

– Es estupendo, nos lanzan y después cortan la cuerda -repuso Emily.

– ¿Cuál es el plato del día? -preguntó Mathias, absorto en la lectura del mensaje que acababa de llegarle al móvil.

– Una ensalada de lombrices.

Mathias dejó por fin su móvil encima de la mesa.

– Discúlpame un segundo, voy a lavarme las manos -dijo ella, levantándose.

Mathias besó a su hija en la frente y se dirigió al fondo de la sala. Desde la barra, a Yvonne no se le había escapado ni un detalle de la escena. Se acercó a Emily y miró acusadora el plato de puré de patatas que Mathias no había ni siquiera tocado todavía. Echó una ojeada al exterior y le sonrió. Emily comprendió lo que le estaba sugiriendo y le devolvió la sonrisa. La pequeña se levantó, cogió su plato y, bajo la vigilancia de Yvonne, cruzó la calle.

Mathias se miraba en el espejo colgado encima del lavabo. No le preocupaba que Audrey hubiera puesto fin a su intercambio de mensajes, pues ella estaba en la sala de montaje y comprendía muy bien que tenía trabajo… «Yo también estoy ocupado, estoy comiendo con mi hija, todos estamos muy ocupados… De todas maneras, como está trabajando en las imágenes de Londres, forzosamente tiene que estar pensando en mí… Ha debido de ser su técnico el que la ha llamado al orden, conozco bien a este tipo de hombre, malencarado y celoso… Tengo un aspecto horrible hoy… Está bien que haya escrito que tenía ganas de verme, no es su estilo decir cosas que no piensa… Tal vez debería ir a cortarme el pelo…»

Sentados a una mesa, Antoine y Louis atacaban su segundo plato de nems. La puerca del restaurante se abrió. Emily entró y fue a sentarse con ellos. Louis no hizo comentario alguno y se contentó con saborear el puré de su mejor amiga.

– ¿Todavía está con el teléfono? -preguntó Antoine.

Y, como era su costumbre, Emily respondió que sí con la cabeza.

– Ya sabes, está contrariado, no te preocupes. Son cosas que nos pasan a los mayores, es algo normal -dijo Antoine con voz tranquilizadora.

– ¿Te crees que nosotros no estamos preocupados nunca? -repuso Emily mientras pinchaba un nem del plato.

Mathias salió de los lavabos silbando. Emily ya no estaba en su sitio. Frente a él, en la mesa, su teléfono móvil había acabado en medio de su plato de puré. Sin salir de su asombro, se volvió y se cruzó con la mirada acusadora de Yvonne, que le señalaba el restaurante tailandés que había enfrente.

De camino al conservatorio de música, Emily caminaba a grandes pasos, sin dirigirle una palabra a su padre, quien, no obstante, hacía lo que podía para disculparse. Reconocía que no había estado muy atento durante la comida y prometía que no volvería a pasar. Y además, también a él le había pasado lo de hablar a su hija y que ésta no le respondiera, por ejemplo, cuando dibujaba. La tierra entera podía derrumbarse sin que ella levantara la cabeza de la hoja. Frente a la mirada incendiaria que Emily le lanzó, Mathias admitió que su comparación no había sido acertada. Para hacerse perdonar, aquella noche se quedaría en su habitación hasta que se durmiera. Antes de entrar a su clase de guitarra, Emily se puso de puntillas y besó a su padre. Le preguntó si su madre iría a verla pronto y cerró la puerta.

De vuelta a la librería, tras haberse ocupado de dos clientes, Mathias se instaló tras su ordenador y se metió en el sitio de internet del Eurostar.

A la mañana siguiente, cuando Antoine llegó a su despacho, McKenzie le presentó el proyecto de renovación del restaurante en el que había estado trabajando durante toda la noche. Antoine desplegó el juego de planos y los colocó frente a él. Examinó los dibujos del proyecto y se sorprendió agradablemente por el trabajo de su colaborador. El restaurante modernizado quedaría muy elegante, sin perder su identidad. No obstante, cuando consultó el cuaderno de las cargas técnicas y el presupuesto, escondido en el fondo del bolsillo, Antoine estuvo a punto de atragantarse. Llamó enseguida a su jefe de agencia. McKenzie, apenado, reconoció que tal vez se le había ido la mano.

– ¿Cree usted de verdad que si transformamos su restaurante en un palacio, Yvonne creerá que hemos utilizado materiales sobrantes? -gritó Antoine.

Según McKenzie, nada era suficientemente bueno para Yvonne.

– ¿Y recuerda usted que su obra maestra debe hacerse en dos días?

– Lo tengo todo previsto -respondió McKenzie con entusiasmo.

Los elementos se fabricarían en el taller, y un equipo de doce obreros, pintores y electricistas estaría a pie de obra el sábado para que todo estuviera acabado el domingo.

– Y la agencia también estará acabada el domingo -concluyó abatido Antoine.

El coste de semejante empresa era enorme. Los dos hombres no se dirigieron la palabra el resto del día. Antoine había clavado los planos del restaurante en la pared de su despacho. Lápiz en mano, iba de un lado a otro, yendo de la ventana a sus croquis, y de los croquis al ordenador. Cuando no dibujaba, intentaba rebajar el presupuesto de las obras. McKenzie, por su parte, estaba sentado en su sitio y lanzaba miradas rencorosas a Antoine, como si éste hubiera insultado a la propia reina de Inglaterra.

Al final de la tarde, Antoine llamó a Mathias. Iba a volver muy tarde, así que Mathias tendría que ir a buscar a los niños a la escuela y ocuparse de ellos esa noche.

– ¿Cenarás, o quieres que te prepare algo cuando vuelvas?

– La misma cena fría que la última vez sería fantástica.

– ¿Has visto que la vida en pareja a veces tiene cosas buenas? -concluyó Mathias antes de colgar.

En mitad de la noche, Antoine acababa los bocetos de un proyecto más realista. Sólo le quedaba convencer al gerente de la carpintería con la que trabajaba para que aceptara todas las modificaciones, y esperar que quisiera respaldarlo en esa aventura. La reforma debía empezar en dos semanas, tres como mucho; aquel sábado, cogería su coche a primera hora e iría a hacerle una visita con los planos. El taller estaba a tres horas de Londres, así que estaría de vuelta a medianoche. Mathias cuidaría de Louis y Emily. Feliz por haber encontrado una solución, Antoine dejó la oficina y volvió a su casa.

Demasiado cansado como para comer nada, entró en su habitación y se hundió en la cama. El sueño se apoderó de él antes de que pudiera desvestirse.

Aquella mañana hacía un frío glacial, y los árboles se doblaban bajo el ímpetu del viento. Habían vuelto a sacar los abrigos que habían guardado ante los aires primaverales, y Mathias, a la vez que calculaba la recaudación de la semana, pensaba en la temperatura que haría en Escocia. Las vacaciones se acercaban, y la impaciencia de los niños se hacía cada día más patente. Una cliente entró, hojeó tres obras que había cogido de los estantes y volvió a salir dejándolas en una mesa. «¿Por qué me fui de París para venir a instalarme a este barrio francés?», se dijo Mathias mientras volvía a poner los libros en su sitio.

Antoine necesitaba un buen café, algo que le permitiera mantener los ojos abiertos. La noche había sido muy corta, y el trabajo que le esperaba en la agencia apenas le dejaba tiempo para descansar.

Cuando volvía a subir por Bute Street a pie, entró rápidamente en la librería de Mathias y le informó de que debería hacer una visita fuera de la ciudad y que tendría que ocuparse de Louis. «¡Imposible!», había respondido Mathias, no podía cerrar su tienda.

– Pues te toca, los niños no tienen día de cierre -respondió agotado Antoine mientras se iba.

Se encontró con Sophie en la Coffee Shop.

– ¿Cómo va la vida entre vosotros dos? -preguntó Sophie.

– Tiene altos y bajos, como pasa en todas las parejas.

– Te recuerdo que no sois una pareja.

– Vivimos bajo el mismo techo, cada uno acaba por encontrar su sitio.

– Creo que por frases como ésa prefiero ser soltera -replicó Sophie.

– Sí, pero no lo eres.

– Tienes mal aspecto, Antoine.

– He estado toda la noche trabajando en el proyecto de Yvonne.

– ¿Y avanza?

– Empezaré las obras el fin de semana siguiente a regresar de Escocia.

– Los niños sólo me hablan de vuestras vacaciones. Esto se va a quedar muy vacío cuando os vayáis.

– Tienes al hombre de las cartas. El tiempo pasará más rápido.

Sophie esbozó una sonrisa.

– Se diría que te molesta que me vaya -dijo ella mientras soplaba sobre su té, que hervía.

– No, ¿por qué piensas una cosa así? Si tú estás feliz, yo estoy feliz.

El móvil de Sophie vibraba sobre la mesa; ella cogió el aparato y reconoció el número de la librería que aparecía en la pantalla.

– ¿Te molesto? -preguntó la voz de Mathias.

– Nunca…

– Tengo que pedirte un favor enorme, pero debes prometerme que no le dirás nada a Antoine.

– Pues claro.

– Te noto rara.

– Desde luego, estoy encantada.

– ¿De qué estás encantada?

– Cogeré el tren de las nueve y llegaré para almorzar.

– ¿Lo tienes delante? -preguntó Mathias.

– ¡Exactamente!

– Ah, mierda…

– No hace falta que lo digas, yo también.

Intrigado, Antoine miraba a Sophie.

– ¿Puedes cuidar de los niños este sábado? -continuó Mathias-. Antoine tiene que salir de la ciudad, y yo tengo que hacer algo de vital importancia.

– Lo siento, pero me resulta imposible; no obstante, cualquier otro día lo haré gustosa.

– ¿Te vas este fin de semana?

– Exactamente.

– Bueno, veo que te estorbo, te dejo -susurró Antoine a la vez que se levantaba.

Sophie lo cogió de la muñeca e hizo que volviera a sentarse. Cubrió el aparato con la mano y le prometió que colgaba en un minuto.

– Veo que te molesto -gruñó Mathias-. Ya me las apañaré para encontrar alguna solución; no digas nada, ¿prometido?

– Te lo juro. Mira en casa de tu vecina, nunca se sabe.

Mathias colgó, pero Sophie mantuvo algunos segundos más el aparato pegado a su oreja.

– Yo también te envío un beso bien grande. Hasta pronto.

– ¿Era el hombre de las cartas? -preguntó Antoine.

– ¿Quieres otro café?

– No entiendo por qué no me lo dices, era evidente que era él.

– ¿Y qué importa?

Antoine se hizo el ofendido.

– Nada, pero antes nos lo contábamos todo…

– ¿Eres consciente de que le hiciste la misma observación a tu compañero de piso?

– ¿Qué observación?

– «Antes nos lo contábamos todo»… Es ridículo.

– ¿Él te habla de nosotros? Menuda cara tiene.

– Creí que querías que te lo dijera todo.

Sophie lo besó en la mejilla y volvió a trabajar. En el momento de franquear la puerta de su agencia, Antoine vio que Mathias se precipitaba al local de Yvonne.

– ¡Te necesito!

– Si tienes hambre, es un poco pronto -respondió la patrona saliendo de su cocina.

– Esto es serio.

– Te escucho -dijo ella mientras se quitaba el delantal.

– ¿Puedes cuidar a los niños el sábado? Dime que sí, te lo suplico.

– Lo siento, pero tengo planes.

– ¿Cierras el restaurante?

– No, tengo cosas que hacer y le voy a pedir a la chica a la que le alquilo una habitación que se ocupe del local. No digas nada, es una sorpresa. Primero, quiero ponerla a prueba esta tarde y mañana.

– Debe de ser importante para que abandones tu cocina. ¿Dónde vas?

– ¿Acaso te he preguntado yo por qué quieres que me ocupe de los niños?

– Lo mío es mala suerte: Sophie se va; Antoine sale de la ciudad; tú, no sé adonde; y yo le doy igual a todo el mundo.

– Me alegra ver que ahora aprecias tu vida londinense.

– No entiendo a qué viene eso.

– Pues bien, antes, te pasabas los fines de semana solo y no te quejabas como ahora, así que constato con placer que cuando nos ausentamos, nos echas de menos. Es todo un cambio.

– Yvonne, tienes que ayudarme, es cuestión de vida o muerte.

– Pensar que puedes encontrar un jueves a una canguro que esté libre el sábado demuestra que eres un optimista… Bueno, déjame ahora que tengo trabajo, veré si te puedo buscar alguna solución.

Mathias besó a Yvonne.

– No le digas nada a Antoine… Cuento contigo.

– ¿Necesitas que te cuide a los niños para volver a una subasta de libros antiguos?

– Algo así, sí.

– Entonces tal vez me haya equivocado… No has cambiado tanto.

Al final de la tarde, Mathias recibió una llamada de Yvonne; tal vez había conseguido hallar su salvación. Daniéle era la antigua directora de una escuela y, aunque tenía sus rarezas, era de toda confianza. Por otra parte, deseaba conocer al padre antes de aceptar cuidar a los niños. Al día siguiente, iría a visitarlo a la librería y, si se entendían, ella le aseguraría el cuidado de los niños aquel fin de semana. Mathias le preguntó si Daniéle era discreta. Yvonne no se dignó a responder. Daniéle era una de sus tres mejores amigas.

– ¿Crees que sabe cosas de fantasmas? -preguntó Mathias

– No, nada, algo que se me ha ocurrido.

Frente a las verjas de la escuela, Mathias estaba tan alegre que tuvo que esforzarse por adquirir un semblante serio cuando sonó la campana.

De vuelta a la librería, Emily fue la primera en notar que había algo que no marchaba bien. En primer lugar, su padre no había soltado palabra desde que habían vuelto, y además, aunque él parecía estar absorto en su lectura, ella sabía perfectamente que fingía; la prueba estaba en que llevaba diez minutos leyendo las mismas diez páginas. Mientras Louis hojeaba un cómic, sentado en un taburete, ella rodeó la caja y se sentó en sus rodillas.

– ¿Estás preocupado?

Mathias dejó su libro y miró a su hija con aire de desamparo.

– No sé muy bien cómo deciros esto.

Louis abandonó su lectura para prestar atención.

– Creo que tendremos que renunciar a Escocia -anunció con gravedad Mathias.

– Pero ¿por qué? -preguntaron con tristeza y al unísono los niños.

– Es un poco culpa mía. Cuando reservé las excursiones, no precisé que llevaríamos niños.

– ¿Y? No es ningún crimen -replicó Emily escandalizada-. ¿Por qué no nos quieren?

– Hay ciertas reglas en las que no había caído -dijo gimiendo Mathias.

– ¿Cuáles? -preguntó Louis.

– Aceptan niños, pero con la condición de que tengan conocimientos en fantasmalogía, porque si no, no se cumplen las condiciones de seguridad requeridas. Los organizadores no quieren correr riesgos.

– Bien, pues sólo tenemos que leer unos cuantos libros -respondió Emily-. Aquí debes de tener, ¿no?

– Nos vamos en tres días, temo que no tengáis tiempo de alcanzar el nivel.

– Papá, ¡tienes que encontrar una solución! -espetó la niña.

– Pero qué te piensas, llevo pensando en ello desde esta mañana. ¿Crees que no he movido ni un dedo? Me he pasado la mañana entera intentando encontrar tu solución.

– Bueno, pero la has encontrado, ¿no? -preguntó Louis, que ya no podía consigo mismo.

– Tal vez tenga una, pero no sé…

– ¡Dilo ya!

– Si consiguiera encontrar un profesor de fantasmas, ¿aceptaríais seguir un programa intensivo durante todo el sábado?

La respuesta fue un sí unánime. Louis y Emily corrieron a buscar sus cuadernos, el modelo con cuadrícula pequeña, y lápices de colores por si había trabajos prácticos.

– Ah, una última cosa -dijo Mathias con un tono solemne-. Antoine os quiere tanto que se inquieta por cualquier cosa, así que no debe enterarse de nada. Operación «En boca cerrada no entran moscas». Si llega a enterarse de que los organizadores tienen reservas sobre la seguridad, lo anulará todo. Esto debe quedar estrictamente entre nosotros.

– Pero ¿estás seguro de que después de las clases de fantasmas nos dejarán ir? -dijo Louis inquieto.

– Pregunta a mi hija acerca de lo eficaz que resulté cuando fuimos a ver dinosaurios.

– Estamos en buenas manos, te lo juro -dijo Emily en tono seguro-. Después del golpe del planetario, todo el mundo quiere que sea la delegada de la clase.

Aquella tarde, Antoine no reparó en los guiños cómplices que se intercambiaban Mathias y los niños. Se habían ocupado de todas las tareas de la casa. Antoine pensaba que la vida en familia era cada vez más agradable.

Mathias, por su parte, no escuchó ni uno de los cumplidos que le hizo Antoine. Sus pensamientos estaban en otra parte. Le quedaba todavía arreglar un detalle importante con la amiga de Yvonne. Entonces, podría organizarse su sábado.

Sentada en el mostrador, Enya revisaba, bolígrafo en mano, las páginas de las ofertas de empleo. Yvonne le sirvió un café y le pidió que le prestara atención durante un momento. La joven cerró su diario. Yvonne necesitaba que Enya le hiciera un favor.

– ¿Me echarás una mano hoy en el restaurante? Te pagaré, por supuesto.

Enya se dirigió al vestidor.

– Eres tú la que me hace un favor -dijo ella.

Enya, que sabía dónde estaba el vestidor, fue enseguida a ponerse un delantal y se dispuso a poner los cubiertos en la sala. Por primera vez en muchos años, Yvonne pudo al fin pasarse toda la mañana en su cocina. En cuanto se abrió la puerta del establecimiento, abandonó los fogones para descubrir que Enya había tomado, si no servido, los pedidos. La joven manejaba la cafetera con destreza, abría y cerraba rápidamente la nevera como una verdadera profesional. Al final del servicio, Yvonne había tomado su decisión. Enya tenía todas las aptitudes requeridas para reemplazarla el sábado. Era amable con los clientes, sabía poner en su lugar, sin armar un escándalo, a los que carecían de cortesía y, para colmo, incluso había conseguido desviar la atención de McKenzie, que, por otra parte, tampoco parecía estar en su mejor forma. Mathias, que había ido a tomarse un café, había hablado con la joven camarera. Estaba seguro de haberla conocido ya en otra ocasión. Yvonne le dijo en un aparte que, si intentaba seducirla, estaba un poco anticuado, porque ya en sus tiempos los hombres abusaban de unas excusas tan tontas como ésas para entablar conversación. Mathias " juró por su honor” que ése no era su caso, estaba seguro de haber conocido a Enya.

Ella lo interrumpió para mostrarle la hora que señalaban las agujas del reloj. Había quedado dentro de muy poco con Daniéle. Mathias se volvió a la librería.

De su pasado como directora, Daniéle había conservado un aspecto autoritario y una distinción incontestable. Entró en la librería, sacudió su paraguas, cogió una revista del estante de los periódicos y decidió observar a Mathias antes de presentarse. Era el método que había aplicado durante toda su carrera. Al inicio de curso, estudiaba las actitudes de los padres en el patio de su escuela y, a menudo, aprendía más sobre ellos así que escuchándolos en las reuniones de padres de alumnos. Como ella siempre decía: «La vida no ofrece nunca una segunda oportunidad de formarse una primera opinión». Cuando consideró que era suficiente, se presentó a Mathias y le anunció que la había enviado Yvonne. Éste llevó a Daniéle a la trastienda para responder a todas las preguntas que ella quería hacerle.

Sí, Emily y Louis eran adorables y muy educados… No, ninguno tenía problemas con la autoridad parental. Sí, era la primera vez que llamaba a una canguro… Antoine era contrario a ello… ¿Quién era Antoine? ¡Su mejor amigo!, y el padrino de Emily. Sí, mamá trabajaba en París… Y sí, era lamentable que estuvieran separados, por los niños, desde luego; pero lo importante era que no estuvieran faltos de amor… No, tampoco estaban muy mimados… Sí, eran buenos alumnos, muy estudiosos. La profesora de Emily creía que era, sobre todo, buena en matemáticas… ¿La de Louis? Por desgracia, se había perdido la última reunión en la escuela… No, no había llegado tarde, pero un niño se había subido a un árbol y él había tenido que socorrerlo… Sí, extraña historia, pero nadie había salido herido y eso era lo esencial… No, los niños no seguían ningún régimen particular; sí, comían dulces, pero en cantidades razonables. Emily iba a clases de guitarra… No había de qué preocuparse… No ensayaba los sábados.

Al ver que Mathias se mordía las uñas, a Daniéle le resultó difícil conservar su seriedad. Ya lo había torturado suficiente, tenía material para bromear con Yvonne durante un buen rato cuando le contara esa entrevista, tal y como se habían prometido.

– ¿Por qué se ríe usted? -preguntó Mathias.

– Pues no sé si me río por su intento de justificar lo de las golosinas o por su historia del árbol. Bueno, basta de bobadas; como Louis es el pequeño de Antoine, me imagino que su hija es Emily. ¿Me equivoco?

– ¿Conoce usted a Antoine? -preguntó Mathias aterrorizado.

– Soy una de las tres mejores amigas de Yvonne, y de vez en cuando hablamos de ustedes; así que sí, conozco a Antoine, pero estése tranquilo, ¡soy una tumba!

Mathias abordó la cuestión de los honorarios, pero el placer de pasar el día con Emily y Louis era bastante para Daniéle. Para la antigua directora de escuela, no tener nietos pequeños era algo que estaba dispuesta a perdonarle a su hijo.

Mathias podría aprovechar su sábado con toda tranquilidad.

Daniéle sabría qué hacer con ese día tan emocionante. ¿Emocionante?… Tal vez Mathias tenía una idea para hacerlo inolvidable.

A la antigua directora de escuela le pareció una idea extraordinaria. Inculcar a los niños algunas nociones de historia sobre los sitios que iban a visitar durante sus vacaciones le parecía muy juicioso. Conocía bien Gran Bretaña y había visitado varias veces las Highlands, pero ¿qué entendía exactamente Mathias por clases de fantasmas? Mathias se dirigió a un estante para coger varios libros de tapa dura: Leyendas de los Tártanos, Los lagos encantados, Tiny MacTimid, Los pequeños fantasmas viajan a Escocia.

– Con todo esto, usted lo sabrá todo -dijo al dejar la pila frente a ella.

La acompañó hasta la puerta de la librería.

– ¡Regalo de la casa! Y sobre todo, no se olvide del pequeño control escrito al final del día.

Daniéle salió a la calle hasta arriba de paquetes y se cruzó con Antoine.

– ¡Has tenido una buena venta! -gritó Antoine al entrar en la librería.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó Antoine en un tono inocente.

– Mañana me voy al amanecer. ¿Tienes programado el día con los niños?

– Todo está en orden -respondió Mathias.

Por la tarde, a Mathias le costó quedarse quieto en su sitio a la hora de cenar. Bajo el pretexto de coger un jersey -«Hace frío en esta casa, ¿no?»-, fue a leer un mensaje de texto de Audrey: «Tengo trabajo todo el fin de semana en la sala de montaje». Más tarde, al volver a su habitación -«¿No es su despertador lo que se oye arriba?»-, supo que debía volver a montar todas las secuencias de su escapada londinense: «Mi técnico se está tirando de los pelos, todas las tomas están mal encuadradas». Y diez minutos después, encerrado en el baño, hizo partícipe a Audrey de su asombro: «¡Te juro que en el visor de la cámara todo estaba bien!».

El servicio de la tarde se acababa. Yvonne soltó un gran suspiro al cerrar la puerta tras la salida de los últimos clientes. Detrás de la barra, Enya lavaba los vasos.

– Hemos tenido una buena tarde, ¿no? -preguntó la joven camarera.

– Treinta cubiertos, no está mal para un viernes por la tarde. ¿Queda algo de los platos del día?

– Se ha acabado todo.

– Entonces ha sido una buena tarde. Te las arreglarás muy bien mañana -dijo Yvonne mientras recogía los cubiertos de la sala.

– ¿Mañana?

– Me tomo el día libre, te confío el restaurante.

– ¿De verdad?

– No pongas los vasos de pie en este estante, vibran cuando la cafetera está en marcha. Encontrarás cambio en el cajón de la caja registradora. Mañana por la tarde, súbete la recaudación a tu habitación; no me gusta dejarla aquí, nunca se sabe.

– ¿Por qué confía tanto en mí?

– ¿Por qué no habría de hacerlo? -dijo Yvonne mientras barría el suelo.

La joven se acercó para quitarle la escoba de las manos.

– Los interruptores están detrás de ti. Voy a acostarme.

Yvonne subió las escaleras y entró en su habitación. Se aseó rápidamente y se acomodó en la cama. Bajo las sábanas, escuchaba los ruidos de la sala. Enya acababa de romper un vaso. Yvonne sonrió y apagó la luz.

Antoine se metió en la cama a la misma hora que los niños. La noche sería corta. Mathias, por su parte, se encerró en su habitación y continuó intercambiando mensajes con Audrey. Hacia las once, ella le avisó de que bajaba a la cafetería. El local estaba en el sótano, así que no tendría cobertura. Le dijo también que tenía unas ganas locas de estar entre sus brazos. Mathias abrió el armario y dejó todas sus camisas sobre la cama. Después de varias pruebas, escogió una blanca de cuello italiano, la que mejor le quedaba.

Sophie volvió a cerrar la pequeña maleta que había dejado en la silla. Cogió su billete de tren, verificó la hora de salida y entró en el baño. Se acercó al espejo para estudiar la piel de su rostro, sacó la lengua e hizo una mueca. Se puso la camiseta que estaba colgada detrás de la puerta y volvió a su habitación. Después de poner el despertador, se tumbó en la cama, apagó la luz y pidió que el sueño no tardara en llegar. Al día siguiente, quería tener buen aspecto y, sobre todo, no quería tener ojeras.

Con las gafas en la punta de la nariz, Daniéle está inclinada sobre su gran cuaderno de espiral. Cogió la regla y subrayó con marcador amarillo el título del capítulo que acababa de copiar. El segundo tomo de Leyendas de Escocia estaba sobre su mesa, y recitó en voz alta el tercer párrafo de la página que estaba abierta ante ella.

Emily abrió suavemente la puerta. Cruzó el rellano de puntillas y llamó a la habitación de Louis. El pequeño apareció en pijama. Con pasos sigilosos, ella lo llevó por la escalera. Una vez en la cocina, Louis entreabrió la puerta de la nevera para tener un poco de luz. Tomando unas precauciones extremas, los niños prepararon la mesa del desayuno. Mientras Emily se llenaba un vaso de zumo de naranja y alineaba las cajas de cereales frente al cubierto, Louis se instaló en la mesa de su padre y puso los dedos sobre el teclado. El momento más peligroso de la misión había llegado. Cerró los ojos y apretó la tecla de impresión, a la vez que rogaba con todas sus fuerzas para que la impresora no despertara a sus padres. Esperó durante algunos segundos y cogió la hoja de la bandeja de recepción. El texto le parecía perfecto. Dobló el papel en dos para que se mantuviera bien derecho sobre la mesa y se lo dio a Emily. Tras echar una última ojeada para verificar que todo estaba en su lugar, los dos niños subieron a toda prisa a acostarse.

Загрузка...