Yvonne aprovechaba la calma de las primeras horas de la tarde para arreglar un poco su bodega. Miró la caja que había frente a ella. El cháteau la Begorce era su vino preferido, y guardaba con celo las botellas más raras que poseía para las grandes ocasiones, pero no había habido ninguna desde hacía muchos años. Pasó la mano sobre la fina capa de polvo que recubría la madera, rememorando con emoción la tarde de mayo en la que el Manchester United se hizo con la copa de Inglaterra. Un dolor en la parte inferior del seno la sacudió sin avisar. Yvonne se contrajo intentando conseguir algo de aire, que de repente le faltaba. Se apoyó en la escalera que subía a la sala y buscó sus medicamentos en el bolsillo del delantal. A sus dedos rechonchos les costaba agarrar el frasco. Con dificultad, consiguió quitar la tapa, se puso tres comprimidos en la palma de la mano y se los echó a la boca, inclinando la cabeza hacia atrás para tragar mejor.
Extenuada por el dolor, se sentó en el suelo y esperó a que la química hiciera su efecto. Se dijo a sí misma que si Dios no quería nada de ella ese día, su corazón se apaciguaría en unos minutos y todo iría bien; todavía le quedaban cosas por hacer. Se prometió aceptar la siguiente invitación de John a Kent, en el caso de que se la volviera a hacer, pues ya eran muchas las veces que la había rechazado. A pesar de su pudor, de su rechazo, añoraba a aquel hombre con locura. ¿Era necesario que las personas se alejaran para que uno se diera cuenta del lugar que éstas ocupaban en su vida? Cada mediodía, John se instalaba en la sala. Se habría dado cuenta de que su plato era diferente del de los demás clientes?
Seguro que había reparado en ello; John era un hombre discreto, tan pudoroso como ella, pero era intuitivo. Yvonne se alegraba de que Mathias se hubiera hecho cargo de su librería. Cuando le anunció que se retiraba, fue ella la que le mencionó la posibilidad de buscar un sucesor para que el trabajo de toda una vida no desapareciera. Y además, había visto en ello una ocasión perfecta para que Mathias se reencontrara con los suyos; entonces le sugirió la idea a Antoine para que fuera calando en él, de manera que se la apropiara hasta creer que había sido suya. Cuando Valentine le confesó sus deseos de volver a París, ella se dio cuenta inmediatamente de las consecuencias que tendría para Emily. Detestaba meterse en asuntos ajenos, pero en esa ocasión había obrado bien al intervenir un poquito en el destino de aquellos que amaba. Todo aquello, no obstante, no era óbice para que sin John todo fuera diferente. Un día, con toda seguridad, se lo explicaría.
Levantó la cabeza. La bombilla que colgaba del techo se puso a girar, llevándose con ella todos los objetos de la habitación, como en un ballet. Las paredes parecían ondularse, y se sintió aplastada por una fuerza terrible que la empujaba hacia atrás. No conseguía alcanzar la escalera, respiró profundamente y cerró los ojos antes de que su cuerpo cayera de lado. Su cabeza se posó lentamente sobre el suelo. Oyó los latidos de su corazón resonar en sus tímpanos, y después, nada.
Llevaba una faldita de flores y una blusa de algodón. Era el día de su séptimo cumpleaños, y su padre la llevaba de la mano. Para contentarla, le había comprado dos entradas en la taquilla de la gran noria de madera, y cuando la barra de seguridad se bajó, se sintió más feliz que nunca. Al llegar a lo más alto, su padre había señalado con el dedo el horizonte. Sus manos eran magníficas. Acariciando de un solo gesto los tejados de la ciudad, le había dicho unas palabras mágicas: «A partir de ahora, la vida te pertenece; nada te resultará imposible, si lo deseas verdaderamente». Ella era su orgullo, su razón de vivir, la cosa más bella que había hecho en su vida. Y le hizo prometer que no le diría todo eso a su madre, porque podía ponerse un poco celosa. Se había reído porque sabía que su padre quería a su mamá tanto como a ella. En la primavera siguiente, una mañana de invierno, había corrido tras él en la calle. Dos hombres de traje oscuro habían ido a buscarlo a casa. Hasta que cumplió diez años, su madre no le confesó la verdad. Su padre no se había ido en viaje de negocios, sino que había sido detenido por la milicia francesa, y no había vuelto nunca.
Durante los años de la Ocupación, en el camaranchón que le hacía las veces de habitación, la niña se había imaginado que su papá había huido. Cuando sus guardianes le hubieran dado la espalda, él se habría librado de sus ligaduras y habría roto la silla en la que lo torturaban. Tras hacer acopio de todas sus fuerzas, se habría escapado por los sótanos del comisariado y habría desaparecido por una puerta que hubieran dejado abierta. Después de unirse a la Resistencia, habría conseguido llegar a Inglaterra. Así, mientras ella y su madre se las apañaban como podían en aquella Francia triste, él servía a las órdenes de un general que no se había rendido. Todas las mañanas, al levantarse, se imaginaba que su padre deseaba llamarla, pero en el reducto donde se escondía con su madre no había teléfono.
Al cumplir los veinte, un oficial de policía llamó a su puerta. En aquella época, Yvonne vivía en un estudio encima de la lavandería en la que trabajaba. Se habían hallado los restos de su padre en una fosa en medio del bosque de Rambouillet. El joven estaba realmente azorado por ser portador de una noticia tan triste, y más todavía porque el informe de la autopsia confirmaba que las balas que le habían reventado el cráneo habían salido del cañón de un arma francesa. Yvonne, sonriente, había intentando tranquilizarlo. Tenía que ser un error, su padre debía de estar muerto porque no había sabido nada de él después de acabar la guerra, pero estaba enterrado en algún lugar de Inglaterra. Tras ser arrestado por el ejército, había conseguido escapar y se había ido a Londres. El policía se armó de valor: habían encontrado unos papeles en el bolsillo que permitían constatar sin ninguna duda su identidad.
Yvonne cogió la cartera que el inspector le ofrecía. Sacó un carné de identidad amarillento, manchado de sangre, y acarició la foto, sin desprenderse en ningún momento de su sonrisa. Cuando cerró la puerta, se contentó con decir en voz suave que su padre había debido de abandonarlas en el transcurso de su evasión. Alguien había debido de robarlas, así de sencillo.
Esperó a la noche para desdoblar la carta oculta en la cartera de cuero. La leyó y cogió la llavecita de una consigna que su padre había adjuntado.
Al morir su primer marido, Yvonne vendió la lavandería, que había conseguido comprar haciendo tantas horas a la semana que ningún miembro de la sección sindical a la que pertenecía habría creído posibles. Se embarcó rumbo a Calais en un transbordador que cruzaba el canal de La Mancha, y llegó a Londres una tarde de verano, con una maleta como todo equipaje.
Se plantó frente a la fachada blanca de un gran edificio en el barrio de South Kensington. Arrodillada al pie de un árbol que daba sombra en una placeta, hizo un agujero en la tierra con sus manos. En él dejó un carné de identidad amarillento, manchado de sangre seca, y murmuró: «Ya hemos llegado».
Cuando un policía le preguntó lo que estaba haciendo, se puso de pie y respondió llorando:
– He venido a devolverle a mi padre sus papeles. No nos habíamos visto desde la guerra.
Yvonne recobró el conocimiento y se levantó lentamente. Su corazón había recobrado un ritmo normal. Subió la escalera y, al llegar a la sala, decidió cambiarse de delantal. Mientras se lo anudaba a la espalda, una joven mujer entró y fue a instalarse en la barra. Pidió la bebida alcohólica de más alta graduación que tuvieran. Yvonne la miró de arriba a abajo, le sirvió un vaso de agua mineral y fue a sentarse a su lado.
Enya había emigrado el año anterior. Había encontrado trabajo en un bar del Soho. La vida allí era tan cara que tenía que compartir un estudio con tres estudiantes que, como ella, hacían pequeños trabajos por aquí y por allá. Enya no estudiaba desde hacía mucho tiempo.
El restaurador norteafricano que la empleaba, al echar de menos su país, había cerrado el negocio. Después, un empleo de mañanas en una panadería, otro como cajera en un local de comida rápida a la hora del almuerzo y un último como repartidora de publicidad al final de la jornada le habían permitido ir tirando. Sin papeles, sólo le quedaba la precariedad. En dos semanas, había perdido todo sus empleos. Le preguntó a Yvonne si no tenía algo para ella, se le daba bien servir mesas y no tenía miedo del trabajo duro.
– ¿Así es como quieres encontrar trabajo? ¿Bebiendo alcohol en la barra de un bar? -preguntó la patrona.
Yvonne no tenía los medios para contratar a nadie, pero le prometió a la muchacha preguntar a los comerciantes de la calle. Si se presentaba alguna oportunidad, se lo haría saber. Enya sólo tenía que ir pasándose de vez en cuando. Con la intención de completar la lista de sus cualidades, Enya añadió que también había trabajado en una lavandería. Yvonne se volvió para mirarla de frente. Se quedó unos minutos en silencio y le dijo que, hasta que llegaran tiempos mejores, podía ir a comer allí de vez en cuando; no le cobraría con la condición de que no se lo dijera a nadie. La chica no sabía cómo agradecérselo; Yvonne le dijo que no lo hiciera en absoluto y se volvió a sus quehaceres.
Al inicio de la velada, Antoine estaba sentado a la mesa en compañía de McKenzie, que devoraba a Yvonne con la mirada. Cogió su móvil para enviarle un mensaje de texto a Mathias: «Gracias por ocuparte de los niños. ¿Va todo bien?».
Enseguida recibió una respuesta: «Todo va bien. Los niños han cenado, cepillado de dientes en curso, en la cama en 10 minutos».
Al poco, Antoine recibió un segundo mensaje: «Trabaja hasta tan tarde como quieras, yo me ocupo de todo».
La luz acababa de apagarse en la sala del cine de Fulhamm, y la película empezaba. Mathias apagó su móvil y hundió la mano en la bolsa de palomitas que Audrey le ofrecía.
Sophie abrió la puerta de la nevera para examinar su contenido. En la bandeja de arriba, encontró unos tomates muy rojos, alineados en un orden tan perfecto que parecían un batallón de soldados de un ejército del Imperio. Había unas lonchas de viandas frías colocadas ordenadamente en un papel de celofán junto a un plato con quesos, un tarro de pepinillos y un bote de mahonesa.
Los niños dormían en el piso superior. Cada uno había tenido derecho a su propia historia y a sus mimos.
A las once, la llave giró en la cerradura. Sophie se volvió y vio a Mathias en el umbral de la puerta con una sonrisa de felicidad en la cara.
– Tienes suerte, Antoine todavía no ha llegado -dijo Sophie para recibirlo.
Mathias dejó su cartera en el estante que había en la entrada de la casa. Fue a sentarse junto a ella, la besó en la mejilla y le preguntó qué tal había ido la noche.
– La extinción del fuego se ha llevado a cabo con media hora de retraso respecto al horario habitual, pero es el derecho de las canguros que actúan de incógnito. Louis tiene algún problema, está muy contrariado, pero no he podido sacarle nada.
– Yo me encargo -dijo Mathias.
Sophie cogió su fular colgado en el perchero, lo enrolló alrededor de su cuello y señaló la cocina.
– He preparado algo de comer para Antoine. Lo conozco, seguro que llega con el estómago vacío.
Mathias se acercó y agarró un pepinillo. Sophie le dio una palmada en la mano.
– ¡He dicho que era para Antoine! ¿Es que no has cenado?
– No he tenido tiempo -respondió Mathias-, he vuelto corriendo después del cine, no sabía que la película era tan larga.
– Espero que haya merecido la pena -dijo Sophie en un tono burlón.
Mathias miró el plato de viandas frías.
– ¡Algunos tienen suerte!
– ¿Tienes hambre?
– No, vete, prefiero que no estés cuando llegue; si no, se olerá algo.
Mathias cogió la tabla de quesos, eligió un trozo de gruyer y se lo comió sin demasiadas ganas.
– ¿Has visto el primer piso? Antoine ha rehecho mi lado por completo. ¿Qué te parece la decoración? -preguntó él con la boca llena.
– ¡Simétrica! -respondió Sophie.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Quiero decir que vuestras habitaciones son iguales, incluso las lamparitas de noche son idénticas, es ridículo.
– ¡No veo por qué! -dijo Mathias humillado.
– Estaría bien que, en alguna parte de este edificio, «tu casa» signifique «tu casa», y no «vivo en casa de un amigo».
Sophie se puso el abrigo y salió a la calle. Notó enseguida el frío de la noche, se estremeció y se puso en marcha. El viento soplaba en Oíd Brompton Road. Un zorro (hay muchos en la ciudad) la acompañó durante algunos metros, protegido por las verjas del parque de Onslow Gardens. En Bute Street, Sophie vio el Austin Healey de Antoine aparcado frente a sus oficinas. Lo rozó con su mano, levantó la cabeza y miró durante unos instantes las ventanas iluminadas. Se ajustó el fular y continuó su camino.
Al entrar en el estudio en el que vivía unas cuantas calles más allá, no encendió la luz. Sus vaqueros se deslizaron por sus piernas, los dejó enrollados en el suelo, lanzó su jersey a lo lejos y se metió enseguida bajo las sábanas; las hojas del platanero que veía por la pequeña ventana que estaba sobre su cama habían adquirido un color plateado bajo la luz de la luna. Se volvió de lado, apretando su almohada contra ella, y esperó a que le llegara el sueño.
Mathias subió los escalones y apretó la oreja contra la puerta de la habitación de Louis.
– ¿Estás dormido? -susurró él.
– ¡Sí! -respondió el pequeño.
Mathias giró el pomo de la puerta, y un rayo de luz llegó hasta la cama. Entró de puntillas y se sentó junto a él.
– ¿Quieres que hablemos? -preguntó él.
Louis no respondió. Mathias intentó levantar una esquina del cubrecama, pero el niño, que se escondía debajo, la cogía con fuerza.
– No siempre eres divertido, ¿sabes? A veces eres un poco tonto.
– Tendrías que explicarme un poco más, amigo mío -repuso Mathias con voz suave.
– Me han castigado por tu culpa.
– ¿Qué he hecho?
– ¿Tú qué crees?
– ¿Es por la nota a la señora Morel?
– ¿Has escrito a muchas maestras?. ¿Puedes decirme por qué le has dicho a la mía que su boca te vuelve loco?
– ¿Te la ha leído? ¡Eso es muy feo!
– Ella es la fea.
– ¡Ah no, no digas eso! -dijo Mathias.
– ¡Ah, vale! ¿Me estás diciendo que Séverine la pingüina no es fea?
– Pero ¿quien es esa Séverine? -preguntó inquieto Mathias.
– ¿Estás amnésico o qué? -dijo Louis furioso y asomando la cabeza por debajo de las sábanas-. ¡Es mi maestra! -gritó.
– No, se llama Audrey -replicó Mathias convencido.
– ¡Como mínimo, aceptarás que sepa mejor que tú cómo se llama mi maestra!
Mathias se quedó muerto, y Louis se preguntó quién era esa famosa Audrey.
Su padrino le describió entonces con todo lujo de detalles a la joven mujer con un tono de voz atractivamente cascado. Louis lo miró perplejo.
– Estás desvariando, porque me has descrito a la periodista que está haciendo un reportaje sobre la escuela.
Como Louis ya no dijo nada más, Mathias añadió:
– ¡Vaya mierda!
– ¡Sí, y debo señalarte que tú nos ha metido en ella! -añadió Louis.
Mathias aceptó copiar él mismo cien veces la frase «No enviaré cartas groseras a mi maestra», y falsificar la firma de Antoine en la parte de abajo de la hoja de castigo, a cambio de que Louis guardara en secreto aquel incidente. Después de pensárselo, el niño llegó a la conclusión de que el trato no era demasiado ventajoso, pero si su padrino añadía los dos últimos libros de Calvin y Hobbes, estaría eventualmente dispuesto a reconsiderar su oferta. Llegaron a un acuerdo a las once y treinta y cinco, y Mathias salió de la habitación.
Tuvo el tiempo justo de meterse en la cama. Antoine acababa de llegar y subía por la escalera. Al ver la luz que se colaba por debajo de la puerta, llamó y entró enseguida,
– Gracias por la comida -dijo Antoine visiblemente emocionado.
– De nada -respondió Mathias a la vez que dejaba escapar un bostezo.
– No era necesario que te molestaras, te había dicho que iba a cenar con McKenzie.
– Lo olvidé.
– ¿Todo bien? -preguntó Antoine, escrutando a su amigo.
– ¡Formidable!
– Te noto algo raro.
– Sólo estoy cansado. Luchaba contra el sueño para esperarte.
Antoine le preguntó si todo había ido bien con los niños. Mathias le dijo que Sophie había ido a verlo y que habían pasado la velada juntos.
– ¿Ah, sí? -preguntó Antoine.
– ¿No te molestará?
– No, ¿por qué iba a molestarme?
– No sé, te noto raro.
– Entonces, ¿todo ha ido bien? -insistió Antoine.
Mathias le sugirió que hablara en voz más baja, porque los niños estaban durmiendo. Antoine le dio las buenas noches y se fue. Treinta segundos más tarde, volvió a abrir la puerta y le aconsejó a su amigo que se quitara el impermeable antes de dormir, porque esa noche ya no iba a llover más. Ante el asombro de Mathias, añadió que las solapas le sobresalían de las sábanas y volvió a cerrar la puerta sin hacer ningún otro comentario.