Capítulo 9

En la mesa estaban ya los cereales y los tarros de mermelada para el desayuno. Imitando los gestos de su padre, Louis leía el periódico, mientras Emily revisaba su lección de historia. Aquella mañana tenía un control. Levantó la mirada de su libro y vio que Louis se había puesto las gafas que a veces utilizaba Mathias. Ella le tiró una bolita de pan. Una puerta se abrió en el primer piso. Emily saltó de su silla, abrió el frigorífico y cogió la botella de zumo de naranja. Sirvió un gran vaso que puso en el sitio de Antoine, inmediatamente después, cogió la cafetera y llenó la taza. Louis dejó su revista para echarle una mano, metió dos rebanadas de pan en la tostadora, la puso en marcha y ambos volvieron a sentarse como si nada.

Antoine bajaba por la escalera, con cara somnolienta; miró a su alrededor y le agradeció a los niños que hubieran preparado el desayuno.

– No hemos sido nosotros -dijo Emily-, ha sido papá, ha subido a ducharse.

Sorprendido, Antoine cogió las tostadas y se instaló en su sitio. Mathias bajó diez minutos más tarde y le aconsejó a Emily que se diera prisa. La niña besó a Antoine y cogió su mochila de la entrada.

– ¿Quieres que lleve a Louis? -preguntó Mathias.

– Si quieres. ¡No tengo ni la menor idea del país en el que está aparcado mi coche!

Mathias buscó en su bolsillo y dejó las llaves y una multa en la mesa.

– ¡Lo siento, ayer llegué demasiado tarde, ya te habían multado!

Le hizo una señal a Louis para que se apresurara, y salió con los niños. Antoine cogió la multa y la estudió atentamente. La infracción por aparcar en una zona reservada para los bomberos se había producido en Kensington High Street a las doce y veinticinco de la noche.

Se levantó para servirse otra taza de café, miró la hora en el reloj y subió corriendo a prepararse.

– ¿Estás nerviosa por tu control? -preguntó Mathias a su hija al entrar en el patio.

– ¿Ella o tú? -intervino Louis, malintencionado.

Emily tranquilizó a su padre con un gesto de cabeza. Ella se paró en la línea que delimitaba el suelo el campo de baloncesto. La raya roja no señalaba el área de las canastas, sino la frontera a partir de la cual su padre debía devolverle la libertad. Sus compañeros de clase la esperaban bajo el porche. Mathias vio a la verdadera señora Morel apoyada en un árbol.

– Ha estado bien que estudiaras este fin de semana, así has conseguido la pole position -dijo Mathias para intentar darle ánimos.

Emily se plantó frente a su padre.

– ¡Esto no es una carrera de Fórmula 1, papá!

– Lo sé, pero ¿tan malo es imaginar un pequeño podium?

La niña se alejó en compañía de Louis, dejando a su padre solo en medio del patio. Él la vio desaparecer detrás de la puerta de la clase y volvió a irse, algo inquieto.

Cuando entró en Bute Street, se dio cuenta de que Antoine estaba instalado en la terraza del Coffee Shop, así que fue a sentarse a su lado.

– ¿Crees que ella debe presentarse a las elecciones de representante de la clase? -preguntó Mathias tras degustar el capuchino de Antoine.

– Eso depende de si piensas inscribirla en la lista del consejo municipal, no estoy al tanto del límite de mandatos.

– Veo que no esperáis a las vacaciones para discutir -dijo Sophie, de buen ánimo, al reunirse con ellos.

– Pero si nadie está discutiendo -repuso enseguida Antoine.

Bute Street volvía a la vida, y los tres aprovechaban la situación plenamente para saborear su desayuno de comentarios burlones sobre las personas que pasaban, y de algunas jugarretas.

Sophie tuvo que abandonarlos, pues dos clientes esperaban ante la puerta de su tienda.

– Yo también me voy, es hora de abrir la librería -dijo Mathias, levantándose. No toques la cuenta, invito yo.

– ¿Tienes a alguien más? -preguntó Antoine.

– ¿Puedes precisar qué quieres decir exactamente con «alguien más»? Porque te aseguro que me has inquietado.

Antoine cogió la cuenta de las manos de Mathias y la reemplazó por la multa que le había dado en la cocina.

– Nada, olvídalo, era algo ridículo -dijo Antoine con voz triste.

– Ayer por la noche necesitaba tomar el aire, el ambiente en casa era un poco agobiante. ¿Qué pasa, Antoine? Desde ayer llevas una cara muy larga.

– He recibido un correo electrónico de Karine. No puede hacerse cargo de su hijo en Semana Santa. Lo peor es que quiere que le explique a Louis por qué no tiene opción, y yo ni siquiera sé cómo anunciarle la noticia.

– ¿Y a ella qué le has dicho?

– Karine está salvando el mundo, ¿qué quieres que le diga? Louis va a hundirse, y me va a tocar a mí cargar con ello -continuó Antoine con voz temblorosa.

Mathias volvió a sentarse junto a Antoine. Apoyó su brazo en el hombro de su amigo y lo apretó contra él.

– Tengo una idea -dijo él-, ¿y si durante las vacaciones de Semana Santa nos llevamos a los niños a cazar fantasmas a Escocia? He leído un artículo sobre un circuito organizado que incluye visitas a viejos castillos encantados.

– ¿No crees que son un poco jóvenes? Tal vez se asusten, ¿no?

– Eres tú el que va a pasar el mal rato de su vida.

– ¿Y ya estarás libre tú, con la librería y demás?

– La clientela escasea cuando no hay colegio, así que cerraré cinco días. No será el fin del mundo.

– ¿Cómo sabes tanto de tu clientela si nunca has estado aquí en ese período del año?

– Lo sé, pero da igual. Me ocupo de los billetes y de la reserva de hotel. Y esta noche, díselo tú a los niños.

Miró a Antoine el tiempo suficiente para asegurarse de que su amigo había recuperado la sonrisa.

– ¡Ah! Olvidaba un detalle importante. Si nos cruzamos de verdad con un fantasma, tendrás que ocuparte tú de él, porque todavía no domino el inglés lo suficiente. ¡Hasta luego!

Mathias volvió a dejar la multa en la mesa y se fue finalmente a la librería.

Cuando Antoine reveló durante la cena, ante la mirada cómplice de Mathias, el destino que habían elegido para sus vacaciones, Emily y Louis se alegraron tanto que empezaron a hacer enseguida el inventario de los equipos que deberían llevarse para enfrentarse a todos los peligros posibles. El apogeo de ese momento de felicidad tuvo lugar cuando Antoine les dio dos máquinas de fotos desechables, equipadas cada una con un filtro especial para iluminar los sudarios.

Cuando los niños ya estaban acostados, Antoine entró en la habitación de su hijo y fue a sentarse en la cama junto a él.

Antoine estaba inquieto, tenía que compartir con Louis un problema que le preocupaba: su mamá no podría ir con ellos a Escocia. Él había jurado no decir nada, pero daba igual: la verdad es que tenía un miedo terrible a los fantasmas. Así que no sería muy amable imponerle ese viaje. Louis pensó en ello un momento y estuvo de acuerdo en que no sería muy educado. Entonces, juntos, prometieron que, para que les perdonara que la abandonaran esa vez, Louis pasaría todo el mes de agosto con ella a la orilla del mar. Antoine le contó el cuento de esa noche, y, cuando la respiración apacible del niño le indujo a creer que se había dormido, su papá volvió a salir de puntillas.

Cuando Antoine estaba cerrando suavemente la puerta, oyó que su hijo le preguntaba con una voz apenas audible si, en agosto, su mamá vendría de verdad de África.

La semana de Mathias y de Antoine pasó a toda velocidad; la de los dos niños, que contaban los días que los separaban todavía de los castillos escoceses, mucho más lentamente. Por otro lado, en casa habían llegado a cierto equilibrio, e incluso cuando Mathias salía a menudo por la noche, a tomar el aire al jardín con su móvil pegado a la oreja, Antoine se guardaba mucho de hacerle la menor pregunta.

El sábado fue un verdadero día de primavera, y todos decidieron irse de paseo al lago de Hyde Park. Sophie, que se había unido a ellos, intentó sin éxito alimentar a una garza. Para gran regocijo de los niños, el ave se alejaba en cuanto ella se acercaba, y volvía cuando se alejaba.

Mientras Emily repartía sin pensárselo su paquete de galletas, desmigadas por una buena causa, entre las ocas de Canadá, Louis se encargaba de salvar a los patos mandarínes de una indigestión segura, corriendo tras ellos. Durante todo el paseo, Sophie y Antoine caminaron uno junto al otro; Mathias los seguía unos pasos por detrás.

– Entonces, ¿qué siente el hombre de letras? -preguntó Antoine.

– Es complicado -respondió Sophie.

– ¿Conoces historias de amor sencillas? Me lo puedes contar, eres mi mejor amiga, no te juzgaré. ¿Está casado?

– ¡Divorciado!

– Entonces, ¿qué lo retiene?

– Sus recuerdos, me imagino.

– Es una muestra de cobardía como otra cualquiera. Un paso atrás, un paso adelante, se confunden las excusas con los pretextos, y uno se da buenas razones para vivir el presente.

– Viniendo de ti -replicó Sophie-, es una opinión un poco dura, ¿no te parece?

– Me parece que eres injusta. Tengo una profesión que me gusta, crío a mi hijo, su madre se fue hace cinco años; creo que he hecho lo que había que hacer para darle la espalda al pasado.

– ¿Te refieres a vivir con tu mejor amigo, o a enamorarte de una esponja? -repuso Sophie riéndose.

– Déjalo ya, eso es una leyenda.

– Eres mi mejor amigo, así que tengo derecho a decírtelo todo. Mírame a los ojos y atrévete a decirme que puedes dormir tranquilo sin que tu cocina esté ordenada.

Antoine desordenó los cabellos de Sophie.

– ¡Eres una verdadera perra!

– No, pero tú sí que estás hecho un maniático.

Mathias aminoró el paso. Cuando consideró que estaba a una distancia adecuada, escondió el móvil en la palma de la mano y escribió un mensaje que envió enseguida.

Sophie se cogió del brazo de Antoine.

– Seguro que en treinta segundos Mathias dice algo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Se pone celoso?

– ¿De nuestra amistad? Desde luego -repuso Sophie-. ¿No te habías dado cuenta? Cuando él estaba en París y me llamaba por la noche para que le contara las novedades…

– ¿Te llamaba por la noche para enterarse de las novedades? -preguntó Antoine, interrumpiéndola.

– Sí, dos o tres veces a la semana; te decía entonces que cuando me llamaba para enterarse de las novedades…

– ¿De verdad te llamaba cada dos días? -la interrumpió de nuevo Antoine.

– ¿Puedo terminar mi frase?

Antoine asintió con un gesto de la cabeza. Sophie continuó:

– Si le decía que no podía hablar con él, porque ya estaba hablando contigo, volvía a llamar cada diez minutos para saber si habíamos colgado.

– Pero eso es absurdo, ¿estás segura de lo que dices?

– ¿No me crees? Si apoyo la cabeza en tu hombro, te aseguro que nos alcanzará en menos de dos segundos.

– Pero si es ridículo -susurró Antoine-, ¿por qué iba a estar celoso de nuestra amistad?

– Porque los amigos también pueden ser exclusivos, y tienes toda la razón, es completamente ridículo.

Antoine rascó el suelo con la punta del zapato.

– ¿Crees que ve a alguien en Londres? -preguntó él.

– ¿Te refieres a un psicólogo?

– No, ¡a una mujer!

– ¿No te ha dicho nada, o es que no me quieres confesar que te ha dicho algo?

– De todas maneras, si ha conocido a alguien, sería una buena noticia, ¿no?

– ¡Desde luego! Estaría loco de alegría por él -concluyó Antoine.

Sophie lo miró consternada. Se pararon frente a un pequeño puesto ambulante. Louis y Emily eligieron unos helados; Antoine, una crepé, y Sophie pidió un gofre. Antoine buscó a Mathias, que se había quedado atrás, con los ojos fijos en la pantalla del teléfono.

– Apoya la cabeza en mi hombro para verlo -le dijo a Sophie volviéndose.

Ella sonrió e hizo lo que Antoine le había pedido.

Mathias se plantó frente a ellos.

– Bueno, ya que veo que a todo el mundo le da completamente igual que yo esté aquí o no, mejor os voy a dejar a los dos solos. Si los niños os molestan, no dudéis en tirarlos al lago. Me voy a trabajar, al menos así tendré la impresión de que existo.

– ¿Te vas a trabajar un sábado por la tarde? Tu librería está cerrada -repuso Antoine.

– Hay una subasta de libros antiguos. Lo he leído en el periódico esta mañana.

– ¿Ahora vendes libros antiguos?

– Bueno, escúchame, Antoine, si un día Christie's pone en venta escuadras antiguas o compases, ¡te haré un dibujo! Y si por casualidad os dierais cuenta de que esta noche no estoy en la mesa, será que me he quedado a dormir.

Mathias besó a su hija, le hizo una señal a Louis y se esfumó sin ni siquiera saludar a Sophie.

– ¿Nos habíamos apostado algo? -preguntó ella con aire triunfal.

Mathias cruzó el parque corriendo. Salió por Hyde Park Córner, llamó a un taxi y con muchos esfuerzos pronunció en inglés la dirección a la que se dirigía. El relevo de la guardia había tenido lugar en el patio de Buckingham Palace. Como cada fin de semana, numerosos paseantes, que iban a observar el desfile de soldados de la reina, entorpecían la circulación en los alrededores del palacio.

Una fila de caballeros subía al trote por Birdcage Walk. Impaciente, Mathias, sacando el brazo por la ventana, golpeó la puerta con la mano.

– Esto es un taxi, señor, no un caballo -dijo el chofer a la vez que lanzaba una mirada de enfado por el retrovisor.

A lo lejos, la silueta del Parlamento se recortaba en el cielo. Teniendo en cuenta la longitud de la fila de coches que se extendía hasta el puente de Westminster, jamás llegaría a tiempo.

Cuando Audrey había respondido a su mensaje invitándolo a verse con ella al pie del Big Ben, había precisado que lo esperaría una media hora, no más.

– ¿Es el único camino? -suplicó Mathias.

– Es de lejos el más bonito -respondió el conductor, señalando con el dedo las avenidas llenas de flores de Saint James Park.

Ya que estaban hablando de flores, Mathias le confió que tenía una cita amorosa, que cada segundo contaba y que si llegaba tarde, todo se habría perdido para él.

El chófer dio enseguida media vuelta. Deslizándose por entre las pequeñas callejuelas del barrio de los ministerios, el taxi llegó a buen puerto. El Big Ben daba las tres. Mathias sólo llegaba cinco minutos tarde. Le dio al chófer una generosa propina en señal de agradecimiento y bajó de cuatro en cuatro los escalones que conducían al muelle. Audrey lo esperaba en un banco, se levantó y él se precipitó a sus brazos. Una pareja que paseaba sonrió al ver cómo se abrazaban.

– ¿No ibas a pasar el día con tus amigos?

– Sí, pero no podía más, quería verte, me he comportado como un quinceañero durante toda la tarde.

– Es una edad que te pega bastante -dijo ella besándolo.

– ¿Y tú? ¿No tenías que trabajar hoy?

– Sí, por desgracia… Sólo tenemos una media hora para nosotros.

Aprovechando que estaba en Londres, la cadena de televisión en la que trabajaba le había pedido que llevara a cabo un segundo reportaje sobre los principales centros de interés turístico de la ciudad.

– Mi cámara se ha ido urgentemente a la futura sede de los Juegos Olímpicos, y debo apañármelas sola. Tengo que filmar al menos diez planos, ni siquiera sé por dónde empezar y debemos enviarlo todo a París el lunes por la mañana.

Mathias le susurró al oído la idea genial que acababa de tener. Cogió la cámara que tenía a sus pies y cogió a Audrey de la mano.

– ¿Me juras que de verdad sabes hacer encuadres?

– Si vieras las películas que hago en vacaciones, te quedarías con la boca abierta.

– ¿Y conoces lo suficiente la ciudad?

– ¡Ya llevo un tiempo viviendo aquí!

Convencido de que podría en parte contar con la competencia de los black cabs londinenses, Mathias no temía desempeñar durante el resto de la tarde el papel de guía-reportero-cámara.

Obligados por la proximidad, había que empezar por filmar los majestuosos meandros del Támesis y los paisajes coloristas de los puentes que lo presidían. Resultaba fascinante ver cómo, a lo largo del río, los inmensos edificios, fruto de la arquitectura moderna, habían sabido integrarse perfectamente en el paisaje urbano. Mucho más que otras ciudades europeas más nuevas, Londres había reencontrado una indiscutible juventud en menos de dos decenios. Audrey quería hacer algunos planos del palacio de la reina, pero Mathias insistió en que se fiara de su experiencia: el sábado, los alrededores de Buckingham se ponían impracticables. No lejos de ellos, algunos turistas franceses dudaban entre ir a la nueva Tate Gallery o visitar los accesos de la central eléctrica de Battersea, cuyas cuatro chimeneas aparecían en la portada de un álbum emblemático de los Pink Floyd.

El mayor de ellos abrió su guía para detallar en voz alta los atractivos que ofrecía el sitio. Mathias aguzó el oído y se acercó discretamente al grupo. Audrey se había apartado para llamar por teléfono con su productor; los turistas se inquietaron ante la presencia de aquel hombre extraño que se pegaba a ellos. El miedo a los carteristas les hizo alejarse en el mismo momento en que Audrey se guardaba el móvil en el bolsillo.

– Tengo una pregunta importante que hacerte sobre nuestro futuro -anunció Mathias-. ¿Te gusta Pink Floyd?

– Sí -respondió Audrey-. ¿Y por qué eso es importante para nuestro futuro?

Mathias volvió a coger la cámara y le informó de que su próxima etapa se situaba un poco más arriba del río.

Cuando llegaron al edificio, repitiendo palabra por palabra lo que había oído, Mathias le dijo a Audrey que sir Gilbert Scott, el arquitecto que había concebido aquel edificio, era también el diseñador de las famosas cabinas telefónicas rojas.

Con la cámara al hombro, Mathias le explicó que la construcción de la Power Station de Battersea había empezado en 1929 y que se había acabado diez años más tarde. Audrey estaba impresionada por los conocimientos de Mathias, y él le prometió que le iba a gustar todavía más la nueva parada que había escogido.

Cuando cruzaban la explanada, saludó al grupo de turistas franceses que caminaban en su dirección, y le hizo un guiño al de mayor edad. Unos minutos más tarde, un taxi los llevaba a la Tate Modern.

Mathias había hecho una muy buena elección, era la quinta vez que Audrey visitaba el museo que albergaba la mayor colección de arte moderno de Gran Bretaña, y no se iba a cansar nunca. Conocía casi todos los rincones. En la entrada, el guardia les pidió que dejaran sus equipos de vídeo en el guardarropa. Abandonando durante unos instantes su reportaje, Audrey cogió a Mathias de la mano y lo llevó hacia los pisos superiores. Una escalera mecánica los conducía al espacio en el que se exponía una retrospectiva de la obra del fotógrafo canadiense Jeff Wall. Audrey se dirigió directamente a la sala número 7 y se paró frente a una foto de cerca de tres metros por cuatro.


– Mira -le dijo maravillada a Mathias.

En la monumental fotografía, un hombre miraba cómo giraban a su alrededor hojas de papel arrancadas por el viento de las manos de un caminante. Las páginas de un manuscrito perdido parecían dibujar la figura de una banda de pájaros.

Audrey vio la mirada emocionada de Mathias y se sintió feliz por poder compartir con él ese instante. Sin embargo, no era la fotografía lo que lo emocionaba, sino la forma en la que ella lo miraba.

Se había prometido no entretenerse, pero, cuando volvieron a salir del museo, el día casi llegaba a su fin. Siguieron su camino, caminando cogidos de la mano a lo largo del río en dirección a la torre Oxo.

– ¿Te quedas a cenar? -preguntó Antoine en la puerta de su casa.

– Estoy cansada y es tarde -respondió Sophie.

– ¿Tú también tienes que ir a una subasta de flores secas?

– Sí, es mi manera de no tener que aguantar tu mal humor, puedo incluso ir a abrir mi tienda de noche.

Antoine bajó la mirada y entró en el salón.

– ¿Qué te pasa? No has dejado de apretar los dientes desde que nos hemos ido del parque.

– ¿Puedo pedirte un favor? -susurró Antoine-. ¿Podrías no dejarme solo con los niños esta noche?

Sophie se sorprendió por la tristeza que veía en sus ojos.

– Con una condición -dijo ella-, que no pises la cocina y que me dejes llevaros a un restaurante.

– ¿Vamos al de Yvonne?

– ¡Desde luego que no! Vas a salir un poco de la rutina; conozco un sitio en Chinatown, con una decoración infame, pero en el que se hace el mejor pato laqueado del mundo.

– ¿Y está limpio ese sitio del que hablas?

Sophie no respondió, llamó a los niños y les informó de que el aburrido plan de la noche acababa de cambiar radicalmente ante una iniciativa suya. Antes de que acabara la frase, Louis y Emily ya habían vuelto a ocupar su lugar en la parte trasera del Austin Healey.

Cuando volvía a bajar las escaleras, susurró imitando a Antoine: «¿Y está limpio ese sitio tuyo?».

Cuando el coche iba por Oíd Brompton, Antoine frenó bruscamente.

– Deberíamos haberle dejado una nota a Mathias para decirle dónde íbamos a estar, él no nos ha dicho si iba a hacer algo por la noche.

– Resulta curioso -murmuró Sophie-; cuando hablaste del proyecto de hacerlo venir a Londres, tenías miedo de que se te pegara, y ahora, ¿crees que vas a ser capaz de pasar toda una noche sin él?

– Eso es un poco dudoso -respondieron al unísono Louis y Emily.

La explanada que rodeaba el complejo Oxo se extendía hasta el río. A uno y otro lado de la gran torre de cristal, una retahíla de pequeños comercios mostraba en sus vitrinas sus últimas colecciones de tejidos, cerámica, muebles y accesorios de decoración. De espaldas a Audrey, Mathias cogió su móvil y marcó el número sin pensarlo.

– Mathias, te lo suplico, coge esta cámara y fílmame, va a anochecer enseguida.

Él se guardó el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia ella mostrando su mejor sonrisa.

– ¿Va todo bien? -dijo ella.

– Sí, sí, todo va bien. Entonces, ¿dónde estábamos?

– Empiezas grabando la orilla opuesta, y en cuanto empiece a hablar, cierras el encuadre en mí. Asegúrate de que, antes de hacerme un primer plano, me haces un plano de cuerpo entero.

Mathias apretó el botón de grabación. El motor de la cámara se puso en marcha. Audrey recitaba su texto, su voz era diferente y sus frases parecían adoptar ese ritmo entrecortado que parecía imponer la televisión a aquellos que se expresaban a través de ella. Se interrumpió bruscamente.

– ¿Estás seguro de que sabes filmar?

– ¡Desde luego que sé! -respondió Mathias, apartando su ojo del visor-. ¿Por qué me preguntas una cosa así?

– Porque intentas hacer un zum accionando la arandela del parasol.

Mathias miró el objetivo y volvió a echarse la cámara al hombro.

– Bueno, quédate conmigo, retomamos la última frase.

Pero esa vez, Mathias interrumpió la toma.

– Me molesta tu fular, con el viento te tapa la cara.

El se acercó a Audrey, volvió a atarle el pañuelo al cuello, la besó y volvió a su sitio. Audrey levantó la cabeza. La luz de la tarde se había vuelto anaranjada; más al oeste, el cielo enrojecía.

– Déjalo estar, es demasiado tarde -dijo ella desolada.

– ¡Todavía veo muy bien por el objetivo!

Audrey caminó hacia él y le quitó los equipos que lo cubrían.

– Tal vez, pero frente al televisor sólo verías una gran mancha oscura.

Ella lo llevó a un banco, cerca del camino. Audrey organizó su material, volvió a ponerse en pie y se excusó ante Mathias.

– Has sido un guía perfecto -dijo ella-. ¿Va todo bien?

– Sí -respondió él a media voz.

Ella posó la cabeza en su hombro, y ambos miraron silenciosos pasar un barco que subía lentamente por el río.

– A mí también me da por pensar, ¿sabes? -murmuró Mathias.

– ¿Y en qué piensas?

Tenían las manos entrelazadas y jugueteaban con sus dedos.

– Yo también tengo miedo -repuso Mathias-, pero no es nada grave. Esta noche, dormiremos juntos y será un fiasco; al menos, ahora sabemos que el otro lo sabe; por otro lado, ahora que sé que tú lo sabes…

Audrey lo besó en los labios para hacerle callar.

– Me parece que tengo hambre -dijo ella, levantándose.

Se colgó de su brazo y lo guió hacia la torre. En el último piso, había un restaurante con amplios ventanales de cristal que ofrecían una vista impagable de la ciudad.

Audrey apretó un botón, y la cabina se elevó. El ascensor de cristal estaba metido en una jaula transparente. Ella le enseñó la gran noria a lo lejos; a aquella distancia, uno casi tenía la impresión de estar más alto. Y cuando Audrey se volvió, descubrió el rostro de Mathias, pálido como un lienzo.

– ¿Estás bien? -preguntó ella inquieta.

– ¡En absoluto! -respondió él con una voz apenas audible.

Petrificado, dejó la cámara y se dejó caer a lo largo de la pared. Para evitar que se desmayara, Audrey se apretó a él y le puso la cara en su hombro, evitando que viera el vacío. Finalmente, lo rodeó con sus brazos protectores.

El timbre sonó y se abrieron las puertas en el último piso, frente a la recepción del restaurante. Un elegante mayordomo miró, bastante asombrado, a aquella pareja que estaba besándose de una forma tan apasionada y tierna a la vez y que tenía asegurados muchos bellos despertares. El maitre frunció el ceño, el timbre volvió a sonar y la cabina del ascensor volvió a bajar. Algunos instantes después, un taxi se dirigía a Brick Lane llevando a bordo a dos amantes, que todavía no se habían soltado.

La sábana la cubría hasta las caderas. Mathias jugaba con sus cabellos. Ella reposaba la cabeza sobre su torso. -¿Tienes cigarrillos? -preguntó Audrey.

– No fumo.

Ella se inclinó, lo besó en la nuca y abrió el cajón de la mesita de noche. Tras hundir en él la mano, cogió con la punta de los dedos un viejo paquete arrugado y un mechero.

– Estaba segura de que ese mentiroso fumaba.

– ¿Quién es el mentiroso?

– Un compañero fotógrafo a quien la cadena alquila este apartamento. Se ha ido durante seis meses a hacer un reportaje en Asia.

– Y cuando no está en Asia, ¿lo ves a menudo?

– ¡Es un compañero, Mathias! -dijo ella, saliendo de la cama.

Audrey se levantó. Su larga silueta avanzó hasta la ventana. Se llevó el cigarrillo a los labios, y la llama del mechero tembló.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó ella con el rostro pegado al cristal.

– Las volutas de humo.

– ¿Porqué?

– Por nada -respondió Mathias.

Audrey se volvió a la cama, se acomodó junto a Mathias y empezó a acariciarle con el pulgar el contorno de los labios.

– Hay una lágrima en el borde de tu párpado -dijo ella a la vez que la recogía con la punta de la lengua.

– Eres tan bella -murmuró Mathias.

Antoine temblaba, tiró de la cubierta y dejó al descubierto los pies. Abrió los ojos tiritando. El salón estaba en la penumbra; Sophie ya no estaba allí. Se llevó la cubierta; al llegar al descansillo, entreabrió la puerta de Mathias y vio que la cama de Mathias no estaba deshecha. Entró en la habitación de su hijo. Se deslizó bajo la manta y posó la cabeza en la almohada. Louis se volvió y, sin abrir los ojos, abrazó a su padre. La noche pasó.

La luz del día llenaba la habitación. Mathias abrió los ojos y se estiró. Su mano buscó a ciegas en la cama. Se encontró una nota sobre la almohada, se recostó y desplegó la hoja de papel.

Me he ido a buscar cintas nuevas. Dormías como un ángel. Vuelvo lo más rápido que pueda. Con amor, Audrey.

P.S.: La cama sólo está a cincuenta centímetros del suelo, ¡es segura!.


Dejó la nota en la mesita y bostezó largamente. Tras haber recuperado su pantalón, que estaba a los pies de la cama, se encontró su camisa en la entrada, su calzoncillo en una silla no lejos de allí, y se puso a buscar el resto de sus cosas. En el cuarto de baño, miró con desconfianza el montón de cepillos de dientes que se entrecruzaban en un vaso. Cogió el dentífrico, dejó que la primera nuez de pasta cayera al lavabo y se puso la siguiente en la punta del dedo índice.

Después de buscar por toda la cocina, sólo encontró dos cajas de té a medias en un estante, un viejo paquete de tostadas en la esquina de una estantería, algo de mantequilla pasada en la nevera y sus zapatos bajo la mesa.

Con prisas por llegar a un sitio donde le sirvieran un desayuno digno de su nombre, acabó por vestirse a toda prisa.

Audrey había dejado a la vista un manojo de llaves sobre el velador.

A juzgar por su tamaño, no todas entraban en la cerradura de aquel apartamento. Debían abrir el estudio que Audrey tenía en París y que le había descrito aquella noche.

Acarició con sus dedos las cuerdecitas de la borla que iba atada al llavero. Y mientras la miraba, se puso a pensar en la suerte que tenía ese objeto. Lo imaginaba en la mano de Audrey o en el bolso, pensó en todas las veces que ella jugaría con él, mientras hablaba por teléfono, o mientras escuchaba las confidencias que le hacía a una amiga. Cuando tomó conciencia de que estaba a punto de sentir celos de un llavero, se contuvo. Ciertamente era hora de ir a comer algo.

Las aceras estaban bordeadas por casitas de ladrillo rojo. Con las manos en los bolsillos y silbando, Mathias se dirigió a la bifurcación que había un poco más arriba de la calle. Unos cuantos cruces más allá, se alegró por haber tenido suerte al fin.

Como todos los domingos por la mañana, la actividad del mercado de Spitafields alcanzaba su máximo apogeo; había puestos repletos de frutos secos y de especias llegadas de todas las provincias de la India. Un poco más lejos, mercaderes de tapices exponían sus tejidos importados de Madras, de Cachemira o de Pashmina. Mathias se sentó en la terraza del primer café que encontró y recibió con los brazos abiertos al camarero que se le presentó.

El muchacho, originario de la región de Calcuta, identificó enseguida el acento de Mathias y le dijo hasta qué punto amaba Francia. A lo largo de sus estudios, había escogido el francés como primera lengua extranjera. Seguía un curso universitario de economía internacional en la British School Academy. Le habría gustado estudiar en París, pero la vida no siempre te permitía elegir. Mathias lo felicitó por un vocabulario que le parecía notable. Aprovechando la oportunidad de expresarse por fin sin dificultad, pidió un desayuno completo y un periódico si, por casualidad, rondaba alguno cerca de la caja.

El muchacho se inclinó para agradecerle ese pedido que lo honraba y desapareció. Tras calmar su apetito, Mathias se frotó las manos, feliz por aquellos momentos imprevisibles que la vida le ofrecía, feliz por estar sentado en aquella terraza soleada, feliz por volver a ver a Audrey pronto, y finalmente, aunque no fuera consciente del todo, feliz por estar feliz.

Tendría que avisar a Antoine de que no volvería a casa hasta avanzada la tarde, y mientras pensaba la excusa con la que justificaría su ausencia, buscó en su bolsillo el móvil. Debía de haberlo dejado en su abrigo. Lo veía perfectamente hecho una bola en el sofá del apartamento de Audrey. Le enviaría un mensaje más tarde, pues el camarero volvía ya, llevando una inmensa bandeja. Dejó en su mesa una serie de comidas, así como un ejemplar del día anterior del Calcuta Express y otro del día anterior a aquél del Times of India; estaban escritos en bengalí e hindi.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mathias, estupefacto, a la vez que señalaba con el dedo la sopa de lentejas que humeaba ante él.

Dhal-respondió el camarero-, y halwa suri. ¡Está muy bueno! El vaso de yogur salado es lassi -añadió él-. Un verdadero desayuno completo… indio. Va usted a quedar encantado.

El camarero volvió al interior del local, contento por haber satisfecho a su cliente.

Ellas habían tenido la misma idea sin haberse puesto de acuerdo. Hacía un día radiante, y atraía a numerosos turistas a Bute Street. Mientras una abría la terraza de su restaurante, la otra organizaba su escaparate.

– ¿Tú también trabajas en domingo? -le dijo Yvonne a Sophie.

– ¡Prefiero estar aquí que dando vueltas en casa!

– Yo he pensado lo mismo.

Yvonne se acercó a ella.

– ¿A qué viene esta mala cara? -dijo ella al tiempo que acariciaba la mejilla de Sophie.

– Una mala noche, debía de haber luna llena.

– A menos que esa luna tuya haya decidido estar llena dos veces en una semana, tendrás que encontrar otra explicación.

– Entonces, digamos que he dormido mal.

– ¿Hoy no vas a ver a los chicos?

– Pasan el día en familia.

Sophie levantó un gran jarrón, Yvonne la ayudó a llevarlo al interior de la tienda. Una vez estuvo colocado en un buen sitio, la cogió del brazo y la condujo fuera.

– Venga, deja tus flores por un momento, no se mustiarán, y ven a tomarte un café a mi terraza. Tengo la impresión de que tú y yo tenemos cosas que contarnos.

– Corto este rosal y me reúno contigo enseguida -respondió Sophie, que había vuelto a sonreír.

La tijera de podar seccionó el tallo. John Glover miró atentamente la flor. La corola tenía casi el tamaño de la de una peonía; los pétalos que la formaban estaban delicadamente arrugados y le daban a su flor el aspecto salvaje con el que había soñado. Había que reconocerlo, el resultado del injerto que había llevado a cabo el año anterior sobrepasaba todas sus expectativas. Cuando presentara esa rosa en la próxima gran exposición floral de Chelsea, probablemente se llevaría el premio a la excelencia. Para John Glover, no era sólo una simple rosa, sino que se había convertido en la mayor paradoja a la que se había enfrentado. En casa de aquel hombre, nacido en una gran familia inglesa, la humildad era casi una religión. Tras haber heredado de su padre, muerto honorablemente en la guerra, había delegado la gestión de su patrimonio. Jamás uno de sus clientes de la pequeña librería en la que había trabajado durante años habría podido imaginar que aquel hombre solitario, que además vivía en la parte más pequeña de una casa de la que era propietario, tenía semejante fortuna.

Cuántos pabellones hospitalarios habrían podido tener su nombre grabado en sus frontispicios, cuántas fundaciones habrían podido honrarlo, si no hubiera impuesto como una condición a su generosidad permanecer en el anonimato. Y sin embargo, a los sesenta y dos años, ante una simple flor, no podía resistirse a bautizarla con su nombre.

La rosa pálida se llamaría Glover. La única excusa que se le ocurría era que no tenía descendencia. Así que, finalmente, sería el único modo de que su nombre perviviera.

John puso la flor en un jarrón y la llevó al invernadero. Miró la fachada blanca de su casa de campo, feliz por vivir allí un retiro merecido después de años de trabajo. El gran jardín acogía la primavera en todo su esplendor. No obstante, en medio de tanta belleza, añoraba a la única mujer a la que había amado, con la misma discreción con la que había vivido. Algún día, Yvonne se reuniría con él en Kent.


Los niños despertaron a Antoine. Apoyado en la barandilla de la escalera, miró al salón del piso de abajo. Louis y Emily se habían preparado un desayuno que devoraban de buena gana, sentados a los pies del sofá. Los dibujos animados acababan de empezar, lo que le proporcionaba a Antoine unos cuantos minutos de tranquilidad. Intentando que no se dieran cuenta de su presencia, dio un paso atrás, disfrutando ya del suplemento de sueño que se le ofrecía. Antes de abandonarse de nuevo en su cama, entró en la habitación de Mathias y vio que la cama estaba intacta. La risa de Emily llegaba desde el salón. Antoine deshizo la cama, cogió el pijama colgado en la percha del baño y lo puso a la vista en una silla. Volvió a cerrar discretamente la puerta y regresó a sus habitaciones.

Sin su abrigo, no llevaba encima ni la cartera, ni el teléfono; inquieto, Mathias empezó a rebuscar en los bolsillos de su pantalón dinero con el que pagar la cuenta. Notó un billete con la punta de los dedos. Aliviado, le entregó el billete de veinte libras esterlinas al camarero y esperó su cambio.

El joven le devolvió quince monedas y recuperó el diario, no sin preguntarle a Mathias si había buenas noticias. Mathias, al tiempo que se levantaba, le dijo que sólo leía tamul, y que el hindi todavía se le resistía.

Era hora de volver, Audrey debía de estar esperándolo en su casa. Volvió a hacer el camino por el que había venido, hasta que comprendió, en la primera intersección, que estaba totalmente perdido. Girando sobre sí mismo mientras buscaba la placa con el nombre de la calle o un edificio que pudiera reconocer, llegó a la conclusión de que, al haber llegado de noche, una vez guiado por Audrey y otra en taxi, no tenía forma alguna de volver a encontrar su dirección.

Sintió que el pánico se apoderaba de él y le pidió ayuda a un peatón. El hombre, elegante, llevaba una barba blanca y un turbante muy bien anudado sobre la frente. Si el Peter Sellers de El Guateque hubiera tenido un hermano, estaría justo delante de él.

Mathias buscó una casa de tres pisos, cuya fachada era de ladrillos rojos; el hombre lo invitó a mirar a su alrededor. Las calles vecinas estaban bordeadas por casas de ladrillos rojos, y como en muchas ciudades inglesas, todas eran perfectamente idénticas.

I am so lost -anunció Mathias con aire desamparado.

Oh yes, sir -respondió el hombre, remarcando las «r»-, don't worry too much, we are all lost in this big world…

Le dio una palmadita amistosa en el hombro y siguió su camino.

Antoine dormía apaciblemente hasta que dos balas de cañón cayeron en su cama: Louis le tiraba del brazo izquierdo, y Emily, del derecho.

– ¿Papá no está en su habitación? -preguntó la pequeña.

– No -respondió Antoine al tiempo que se erguía-, se ha ido a trabajar muy pronto esta mañana. Hoy me ocupo yo de los monstruos.

– Lo sé -repuso Emily-, he ido a su habitación, y ni siquiera se ha hecho la cama.

Emily y Louis pidieron permiso para ir en bicicleta por la acera, después de jurar que no bajarían a la calzada y que serían muy prudentes. Los coches sólo pasaban muy raramente por aquella callejuela, así que Antoine les dio su permiso. Y mientras bajaban la escalera corriendo, él se puso el pijama y fue a prepararse el desayuno. Podía vigilarlos por la ventana de la cocina.

Solo, en medio del barrio de Brick Lane, con el poco dinero que le quedaba en el fondo de su bolsillo, Mathias se sentía verdaderamente perdido. En la esquina de la calle, una cabina telefónica lo esperaba con los brazos abiertos. Se precipitó a su interior, dejó las monedas sobre el aparato antes de introducir una febrilmente en la ranura. Desesperado, marcó el único número londinense que se había aprendido de memoria.

– Perdona un segundo, ¿puedes explicarme qué haces exactamente en Brick Lane? -preguntó Antoine mientras se servía una taza de café.

– Vamos, escucha, amigo mío, no es el mejor momento para hacer ese tipo de preguntas, te llamo desde una cabina que no se ha limpiado en seis meses y que acaba de tragarse tres monedas de golpe sólo para decirte buenos días, y no me queda demasiado.

– No me has dado los buenos días, me has dicho: «Te necesito» -repuso Antoine, al tiempo que ponía mantequilla en su tostada-. Está bien, te escucho…

Sin saber qué decir, Mathias le preguntó resignado si podía pasarle a su hija.

– No, no puedo, está fuera yendo en bici con Louis. ¿Sabes dónde hemos puesto la mermelada de cerezas?

– Estoy bien jodido, Antoine -confesó Mathias.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

Mathias se dio la vuelta en la cabina el tiempo suficiente para constatar que una verdadera fila india se había formado frente a la puerta.

– Nada, no puedes hacer nada -murmuró él tras darse cuenta de la situación en que se hallaba.

– Entonces, ¿por qué me llamas?

– Por nada, ha sido un acto reflejo… Dile a Emily que me he entretenido en el trabajo y dale un beso de mi parte.

Mathias colgó.

Sentada en la acera, Emily se agarraba su rodilla despellejada, y grandes lágrimas rodaban ya por sus mejillas. Una mujer cruzaba la calle para ayudarla. Louis corrió a la casa. Se lanzó sobre su padre y tiró con todas sus fuerzas de su pantalón de pijama.

– ¡Ven, Emily se ha caído, rápido!

Antoine se precipitó tras su hijo y volvió a subir corriendo por la calle.

Un poco más lejos, la mujer, junto a Emily, agitaba los brazos, a la vez que gritaba escandalizada a quien quisiera escucharla:

– Pero ¿dónde se ha metido mamá?

– Aquí está mamá -dijo Antoine, llegando hasta ella.

La mujer miró perpleja el pijama de cuadros escoceses de Antoine, puso los ojos en blanco y se fue sin decir nada.

– ¡Dentro de quince días nos vamos a cazar fantasmas! -gritó Antoine mientras ella se alejaba-. Tengo derecho a tener un traje apropiado, ¿no?.

Mathias se había sentado en un banco. Una mano se posó en su nuca.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Audrey-. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

– No, estaba dando un paseo -respondió Mathias.

– ¿Tú solo?

– Pues sí, yo solo, ¿por qué?

– Al volver al apartamento, no respondías, y no llevaba las llaves para poder entrar, así que me he preocupado.

– No veo muy bien por qué. Ese reportero compañero tuyo puede irse solo a Tadjikistán, pero yo no puedo pasear por Brick Lane sin que alguien llame a Europe Assistance.

Audrey lo miró sonriendo.

– ¿Cuánto hace que estás perdido?

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