Cinco y media. El cielo de South Kensington era rosa pálido, estaba amaneciendo. Enya cerró la ventana y volvió a acostarse.
El despertador marcaba las cinco y cuarenta y cinco. Antoine cogió un grueso jersey de su armario y se lo pasó por los hombros. Cogió su bolsa y la abrió para verificar que su informe estaba completo. Los planes de ejecución estaban en su lugar; el juego de bocetos, también. La volvió a cerrar y bajó las escaleras. Al llegar a la cocina, descubrió que lo esperaba un desayuno. Desdobló la hoja que estaba delicadamente dispuesta delante del plato y leyó la nota: «Sé muy prudente y no sobrepases el límite de velocidad, ponte el cinturón (aunque te sientes detrás). Te he preparado unos termos para el camino. Te esperaremos para cenar, y acuérdate de traer un regalo para los niños, siempre les gusta cuando te vas de viaje. Un beso. Mathias». Muy conmovido, Antoine cogió los termos, recuperó sus llaves de la cesta de la entrada y salió de casa. El Austin Healey estaba aparcado al final de la calle. El ambiente era primaveral, el cielo estaba despejado, el viaje sería agradable.
Sophie se desperezó al entrar en la cocina de su pequeño apartamento. Se preparó una taza de café y miró la hora en el reloj del horno microondas. Eran las seis, tenía que darse prisa si no quería perder el tren. Dudó sobre qué ponerse mientras miraba la ropa colgada en el armario y decidió que unos pantalones téjanos y una camisa servirían.
Las seis y media. Yvonne cerró la puerta que daba al patio trasero. Con una pequeña maleta en la mano, se puso sus gafas de sol y subió por Bute Street en dirección a la estación de metro de South Kensington. Había luz en la ventana de la habitación de Enya. La joven estaba despierta; podía irse tranquila, pues aquella pequeña sabía manejarse, y además, de todas maneras, era mejor que cerrar todo el día.
Daniéle miró su reloj. Eran las siete en punto. Le gustaba la precisión. Llamó al timbre. Mathias la hizo entrar y le ofreció una taza de café. La cafetera estaba sobre la mesa; las tazas, en el escurridor; y el azúcar, encima de la pica. Los niños seguían dormidos. Los sábados se despertaban, por lo general, a las nueve, así que tenía dos horas por delante. Se puso el abrigo, se ajustó el cuello de la camisa frente al espejo de la entrada, puso un poco de orden en su cabello y le dio las gracias mil veces. Estaría de vuelta como muy tarde hacia las siete. El contestador estaba conectado. Le dijo que, sobre todo, no respondiera si llamaba Antoine; si necesitaba hablar con ella, él dejaría que sonara dos veces, colgaría y volvería a llamar. Mathias se fue de la casa, subió por la calle corriendo y llamó a un taxi en Oíd Brompton.
Sola en el gran salón, Daniéle abrió su mochila y sacó dos cuadernos de Clairefontaine; había dibujado un pequeño fantasma azul en la tapa de uno, y uno rojo, en la del otro.
Cuando cruzó Sloane Square, todavía desierta a esa hora de la mañana, Mathias miró su reloj; llegaría a la hora a Waterloo.
La salida de metro estaba frente a la entrada del puente de Waterloo. Yvonne cogió las escaleras mecánicas. Cruzó la calle y miró las grandes ventanas del Saint Vincent Hospital. Eran las siete y media, todavía le quedaba un poco de tiempo. En la calzada, un taxi negro iba a toda velocidad hacia la estación.
Eran las ocho. Con la pequeña maleta en la mano, Sophie llamó a un taxi que pasaba a su lado. «Waterloo International», dijo ella a la vez que cerraba de nuevo la puerta. El black cab subió por Sloane Avenue. La ciudad estaba resplandeciente; alrededor de Eaton Square, los magnolios, almendros y cerezos estaban en flor. La gran explanada del palacio de la reina estaba llena de turistas que miraban el relevo de la guardia. La parte más bonita del trayecto empezaba en el momento en que el coche entraba en el Birdcage Walk. Bastaba entonces con girar la cabeza para ver a algunos metros a unas garzas grises picoteando los cuidados céspedes de Saint James Park. Una joven pareja caminaba ya por un sendero, y cada uno agarraba de una mano a una niña, a la que llevaban dando saltos. Sophie se inclinó hacia el vidrio de separación para darle unas instrucciones al conductor; en el semáforo siguiente, el coche cambió de dirección.
– ¿Y tu partido de críquet? ¿No era hoy la final? -preguntó Yvonne.
– No te pedí permiso para acompañarte porque me lo habrías negado -respondió John a la vez que se levantaba.
– No veo qué interés tienes en pasarte la mañana esperando. Los pacientes no tienen derecho a ir acompañados.
– En cuanto recojamos tus resultados, y no tengo duda alguna de que serán satisfactorios, te llevaré a almorzar al parque, y después, si todavía estamos a tiempo, asistiremos al partido que se juega esta tarde.
Eran las ocho y cuarto. Yvonne presentó su hoja de cita en la taquilla de admisiones diarias. Una enfermera acudió a su encuentro, empujando una silla de ruedas.
– Si ustedes ponen todo de su parte para que uno tenga la impresión de estar enfermo, ¿cómo quieren que mejoremos? -espetó Yvonne, quien se negaba a sentarse en la silla.
La enfermera dijo que lo sentía, pero el hospital no toleraba que se quebrantaran las reglas. Las compañías de seguros exigían que todos los pacientes circularan así. Furiosa, Yvonne cedió.
– ¿Por qué sonríes? -le preguntó ella a John.
– Porque me doy cuenta de que, por primera vez en tu vida, estás obligada a hacer lo que te digan… Y ver una cosa así bien vale todas las finales de críquet.
– ¿Sabes que me pagarás ese chascarillo cien veces?
– Aunque fuera multiplicado por mil, seguiría siendo un buen negocio -dijo John riendo.
La enfermera se llevó a Yvonne. Cuando John se quedó solo, su sonrisa desapareció. Respiró hondo y se dirigió hacia los bancos de la sala de espera. El reloj de la pared marcaba las nueve. La mañana iba a ser muy larga.
Cuando volvió a su casa, Sophie abrió su maleta y colocó sus cosas en el armario. Se puso su blusa blanca y se fue de la habitación.
Mientras caminaba hacia su tienda, escribió un mensaje en su móvil: «Imposible ir este fin de semana, dales un beso a papá y mamá por mí, tu hermana que te quiere». Le dio a la tecla de envío.
Nueve y media. Sentado junto a la ventana, Mathias veía desfilar la campiña inglesa. En el altavoz una voz anunciaba la entrada inmediata en el túnel.
– ¿No le molestan los oídos cuando pasamos bajo el mar? -preguntó Mathias a la pasajera que iba sentada delante de él.
– Sí, noto un pequeño zumbido. Voy y vuelvo una vez por semana y conozco a algunas personas a quienes les causa unos efectos secundarios más serios -respondió la anciana dama, retomando inmediatamente el curso de su lectura.
Antoine le dio al intermitente y salió de la MI. La carretera que bordeaba la costa era la parte del viaje que prefería. A ese paso, llegaría al taller con media hora de adelanto. Cogió el termo de café que había dejado en el asiento del pasajero, se lo puso entre las piernas y desenroscó el tapón con una mano, mientras agarraba el volante con la otra. Se lo llevó hasta los labios y suspiró.
– ¡Qué idiota, es zumo de naranja!
Un Eurostar corría en la lejanía. En menos de un minuto, desaparecería en un túnel que pasaba por debajo de la Mancha.
Bute Street seguía en calma. Sophie abrió las rejas de su escaparate. A algunos metros de ella, Enya instalaba la terraza del restaurante. Sophie le dirigió una sonrisa. Enya desapareció en la sala y volvió a salir unos minutos más tarde con una taza en la mano.
– Ten cuidado, quema -dijo ella, ofreciéndole un capuchino a Sophie.
– Gracias, eres muy amable. ¿Yvonne no está aquí?
– Se ha tomado el día libre -respondió Enya.
– Sí, me lo había dicho, no sé dónde tengo la cabeza. No le digas que me has visto hoy, no vale la pena.
– No le he puesto azúcar, no sabía si tomabas -dijo Enya mientras volvía al trabajo.
En su tienda, Sophie pasó la mano por la mesa de trabajo en la que cortaba sus flores. La rodeó y bajó para coger la caja que contenía las cartas. Escogió una del montón y volvió a poner la cajita en su lugar. Sentada en el suelo, oculta tras el mostrador, leía en voz baja, y sus ojos se humedecieron. Qué idiota era, tenía que gustarle hacerse daño. Decir que sólo estábamos el sábado. El domingo era habitualmente su peor día. La soledad que la embargaba pesaba tanto que, paradójicamente, no tenía fuerzas ni coraje para ir a buscar el consuelo de los suyos. Desde luego, podría haber aceptado la invitación de su hermano, no renunciar esa vez de nuevo. El habría ido a buscarla a la estación, como estaba previsto.
Su cuñada y su sobrina le habrían hecho mil preguntas durante el trayecto. Y al llegar a casa de sus padres, cuando su padre o su madre le hubieran preguntado cómo le iba la vida, probablemente se hubiera puesto a llorar. ¿Cómo iba a explicarles que no había dormido en brazos de un hombre desde hacía tres años? ¿Cómo decirles que, por la mañana al desayunar, sentía que se ahogaba mirando la taza de café? ¿Cómo podía describirles el peso de sus pasos cuando volvía por la noche a su casa? El único momento de felicidad eran las vacaciones, cuando veía a sus amigos; pero las vacaciones siempre se acababan y la soledad recuperaba sus dominios. Así que, como iba a llorar de todos modos, al menos de esa forma nadie la veía.
Y aunque aquella vocecilla le decía que todavía estaba a tiempo de coger el tren, no le veía el sentido. Al día siguiente por la tarde, sería todavía peor. Por eso había preferido deshacer su maleta, y era mejor así.
La fila de pasajeros que esperaban en el andén de la Gare du Nord no tenía fin. Tres cuartos de hora después de bajar del Eurostar, Mathias subía por fin a bordo de un taxi. Desde que los alrededores de la estación estaban en obras, le explicó el chófer, sus colegas no querían ir. Acceder a ella, igual que salir, era un periplo surrealista. Estuvieron de acuerdo en que el autor del plan de circulación de la ciudad no debía de vivir en París, o que, si no, tenía que ser un personaje salido de una novela de Orwell. El conductor se mostró interesado por la evolución del tránsito en el centro de Londres desde que habían instalado un peaje, pero a Mathias sólo le importaba la hora que veía en el salpicadero. A juzgar por el embotellamiento del bulevar Magenta, no llegaría pronto a la explanada de la torre de Montparnasse.
La enfermera detuvo la silla frente a la marca del suelo. Yvonne ponía buena cara.
– Ya está, ¿puedo levantarme ahora?
John pensaba que el personal del hospital no la echaría de menos, pero se equivocaba, la joven besó a Yvonne en las dos mejillas y confesó que no se había reído tanto en años. El momento en que Yvonne había abroncado al jefe de servicio Gisbert permanecería grabado en su memoria y en la de sus colegas para siempre. Incluso cuando estuviera jubilada, se reiría al pensar en la cara de su jefe cuando Yvonne le había preguntado si era doctor en medicina o en tontería.
– ¿Qué te han dicho? -preguntó John en voz baja.
– Que me tendrás que soportar aún unos cuantos años más.
Yvonne se puso las gafas para estudiar la factura que el agente hospitalario acababa de deslizar le por debajo del cristal de la ventanilla.
– Tranquilíceme en un aspecto: ¿esta suma no irá al bolsillo del inútil que se ha ocupado de mí?
El cajero le aseguró que no y rechazó el cheque que ella le ofrecía. Su honestidad le impedía cobrar una segunda vez el coste de sus pruebas. El señor que estaba detrás de ella había pagado ya la suma debida.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó Yvonne al salir del edificio.
– No tienes seguro, y estos chequeos son una ruina. Hago lo que puedo, y tú no me lo pones fácil, mi querida Yvonne, por ocuparme de ti, así que por una vez que te he pillado desprevenida, he aprovechado la oportunidad con cobardía.
Ella se puso de puntillas para besar a John tiernamente en la frente.
– Bueno, pues sigue un poco, y llévame a almorzar, tengo un hambre de lobo.
Los primeros clientes de Enya se instalaron en la terraza. La pareja consultó el menú del día y preguntó si el plato que habían tomado la semana anterior estaba todavía en la carta. Se referían a un delicioso salmón cocido al vapor, servido sobre un lecho de ensalada.
A doscientos kilómetros de allí, un Austin Healey pasaba bajo el porche de ladrillos de un gran taller de carpintería. Antoine aparcó en el patio y llegó a pie a la recepción. El patrón lo recibió con los brazos abiertos y lo acompañó a su despacho.
Decididamente, los dioses no estaban de su parte. Después de haberse enfrentado a los sinsabores de la circulación, Mathias estaba perdido en medio de la inmensa explanada de la estación de Montparnasse. Un vigilante de la torre le indicó el camino a tomar. Los estudios de televisión estaban en el lado opuesto en que se encontraba él. Tenía que subir la calle de l'Arrivée y el bulevar de Vaugirard, girar a la izquierda en el bulevar Pasteur y tomar la avenida de la segunda división blindada que encontraría igualmente a su izquierda. Si corría, llegaría en diez minutos. Mathias hizo una breve parada para comprar un ramo de rosas a un vendedor ambulante y llegó al fin a la entrada de los estudios. Un agente de seguridad le pidió que se identificara y buscó en su cuaderno el número de extensión del Departamento de Imagen. Tras establecer la comunicación, informó a un técnico de que estaban esperando a Audrey en la entrada.
Ella llevaba unos téjanos y una chambra que realzaba con simpatía la curva de sus senos. Sus mejillas enrojecieron en cuanto vio a Mathias.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Estaba dando un paseo.
– Es una bonita sorpresa; pero te lo suplico, esconde esas flores. Aquí no, todo el mundo nos está mirando -susurró ella.
– Sólo veo a dos o tres tipos allá, detrás del cristal.
– Los dos o tres tipos en cuestión son el director de la redacción, el jefe del informativo y una periodista que es la mayor portera de la empresa; así que te lo ruego, sé discreto. Si no, me tendré que aguantar los cotilleos durante quince días.
– ¿Tienes un momento libre? -preguntó Mathias a la vez que escondía el ramo detrás de su espalda.
– Voy a avisarles de que me voy una horita. Espérame en el café, ahora mismo voy.
Mathias la miró cruzar la puerta. Detrás de la mampara, se podía ver el plato de televisión donde se desarrollaba en directo la edición del telediario de la una. Se acercó un poco, el rostro del presentador le resultaba familiar. Audrey se volvió asombrada y le señaló con el dedo el camino de salida. Resignado, Mathias obedeció y dio media vuelta.
Ella lo alcanzó al final del camino; él la esperaba en un banco; a su espalda, se estaban jugando tres partidas de tenis en un campo municipal. Audrey cogió las rosas y se sentó a su lado.
– Son muy bonitas -dijo ella antes de besarlo.
– Estate alerta, tenemos tres agentes del SDEC detrás de nosotros que están disputando un partido con otros tres agentes de la D.G.S.E.
– Siento lo de antes, pero no tienes idea de qué hay allí.
– ¿Un plato de televisión, por ejemplo?
– No quiero mezclar mi vida privada con mi trabajo.
– Lo entiendo -dijo refunfuñando Mathias, con la mirada fija en las flores que Audrey había dejado sobre las rodillas.
– ¿Vas a estar de morros?
– No, pero es que he cogido el tren esta mañana, y no sé si te das cuenta de hasta qué punto estoy contento de verte.
– Yo estoy igual de contenta que tú -dijo ella, besándolo de nuevo.
– No me gustan las historias de amor en que uno debe esconderse. Si siento algo por ti, quiero poder decírselo a todo el mundo, quiero que las personas que me rodeen compartan mi felicidad.
– ¿Y ése es el caso? -preguntó Audrey sonriendo.
– No todavía…, pero ya llegaría. Y además, no le veo la gracia. ¿Por qué te ríes?
– Porque has dicho «historia de amor», y eso me gusta de verdad.
– Entonces, después de todo, ¿estás un poco contenta de verme?
– ¡Imbécil! Vamos, aunque trabajo para una cadena libre de televisión, como tú dices, no puedo disponer tan libremente de mi tiempo.
Mathias cogió a Audrey de la mano y la llevó hacia la terraza de un café.
– ¡Nos hemos dejado tus flores en el banco! -dijo Audrey a la vez que aminoraba el paso.
– Déjalas, están mustias. Las compré en la plaza de la torre. Me habría gustado comprarte un ramo verdaderamente bonito, pero me he ido antes de que Sophie abriera.
Y como Audrey no decía nada, Mathias añadió:
– Una amiga, florista en Bute Street, ¡mira cómo tú te pones también un poco celosa!
Un cliente acababa de entrar en la tienda. Sophie se ajustó la blusa.
– Buenos días, vengo por la habitación -dijo el hombre dándole la mano.
– ¿Qué habitación? -preguntó Sophie intrigada.
Tenía aspecto de explorador, y parecía algo perdido. Explicó que acababa de llegar aquella mañana de Australia, y hacía escala en Londres antes de partir hacia la costa Este de México. Había hecho la reserva por internet, e incluso había pagado un anticipo, y estaba sin duda alguna en la dirección que figuraba en su bono de reserva, como Sophie podía constatar por sí misma.
– Tengo rosas salvajes, girasoles, peonías; además, la estación acaba de empezar y están perfectas. Sin embargo, no tengo habitaciones de huéspedes -dijo, riéndose con ganas-. Me temo que le han timado.
Desconcertado, el hombre dejó su maleta junto a una funda que, a juzgar por la forma, protegía una plancha de surf.
– ¿Conoce usted algún sitio asequible en el que pueda dormir esta noche? -preguntó él con un acento que dejaba en evidencia sus orígenes australianos.
– Hay un hotel muy mono cerca de aquí. Subiendo, lo encontrará al otro lado de Oíd Brompton Road. Está en el número 16.
El hombre se lo agradeció calurosamente y volvió a coger sus cosas.
– Es cierto que sus peonías son magníficas -dijo él al salir.
El patrón de la carpintería estudiaba los planos. De todas maneras, el proyecto de McKenzie habría sido difícil de realizar en los plazos establecidos. Los bocetos de Antoine simplificaban considerablemente el trabajo del taller; las maderas todavía no habían sido servidas, y, por tanto, no habría problemas en cambiar el pedido. Cerraron el acuerdo con un apretón de manos. Antoine podía irse a visitar Escocia con total tranquilidad. El sábado siguiente a su regreso, un camión conduciría los muebles hacia el restaurante de Yvonne. Los obreros irían a la vez y se pondrían a trabajar; el martes por la tarde, todo habría terminado. Era el momento de hablar de otros proyectos en curso; dos cubiertos los esperaban en un albergue, situado apenas a diez kilómetros de allí.
Mathias miró su reloj: ¡ya eran las dos de la tarde!
– ¿Y si nos quedáramos un poco más en esta terraza? -dijo él con alegría.
– Tengo una idea mejor -respondió Audrey, llevándolo de la mano.
Ella vivía en un pequeño estudio ubicado en una torre frente al puerto de Javel. Si cogían el metro, no tardarían ni un cuarto de hora en llegar. Mientras ella llamaba a su redacción para anunciar el retraso y Mathias llamaba por teléfono para cambiar el horario de regreso de su tren, el metro volaba sobre los raíles. El tren se paró en la estación de Bir-Hakeim. Bajaron corriendo por las grandes escaleras metálicas y se apresuraron más al llegar al andén de Grenelle. Cuando llegaron a la explanada que rodeaba la torre, Mathias, sin aliento, se inclinó hacia delante, con las manos en la rodillas. Se volvió a levantar para contemplar el edificio.
– ¿Qué piso? -preguntó él con voz entrecortada.
El ascensor subía hacia el vigésimo séptimo piso. La cabina era opaca, y Mathias sólo prestaba atención a Audrey. Al entrar en el estudio, avanzó hasta la ventana con vistas al Sena. Ella echó las cortinas para que no tuviera vértigo, y él hizo lo propio quitándole la parte de arriba; ella dejó que su pantalón se deslizara por sus piernas.
La terraza no se vaciaba. Enya corría de mesa en mesa. Cobró la cuenta de un surfero australiano y aceptó de buena gana guardarle la tabla. Sólo tenía que apoyarla contra una pared de la oficina. El restaurante estaba abierto aquella noche, así que podría pasar a buscarla hasta las diez. Ella le indicó el camino que tenía que tomar y volvió enseguida al trabajo.
John besó la mano de Yvonne.
– ¿Cuánto tiempo? -dijo él mientras le acariciaba la mejilla.
– Te lo he dicho, me haré centenaria.
– ¿Y qué te han dicho los médicos?
– Las mismas tonterías que de costumbre.
– ¿Que te tienes que cuidar, tal vez?
– Sí, algo así. Ya sabes que es difícil entenderlos con su acento.
– Jubílate y vente conmigo a Kent.
– Vamos, si te escuchara, acortaría considerablemente la duración de mi vida. Sabes perfectamente que no puedo dejar mi restaurante.
– Hoy lo has hecho.
– John, si mi restaurante tuviera que cerrar después de mi muerte, sería como morir dos veces. Y además, tú me quieres como soy, y por eso te quiero yo.
– ¿Sólo por eso? -preguntó John con un tono ingenuo.
– No, también por tus grandes orejas. Vamos al parque, nos vamos a perder tu final.
Aquel día, no obstante, a John no le importaba nada el críquet. Cogió un poco de pan de la cesta, pagó la cuenta y cogió a Yvonne del brazo. El la condujo hasta el lago. Juntos darían de comer a las ocas que corrían ya a su encuentro.
Antoine le dio las gracias a su anfitrión. Ambos volvían al taller. Antoine tenía que detallar sus bocetos al jefe del mismo. En dos horas como máximo, podría volver a casa. De todas maneras, no había razón para apresurarse porque Mathias estaba con los niños.
Audrey encendió un cigarrillo y volvió a acostarse con Mathias.
– Me gusta el sabor de tu piel -dijo ella, acariciándole el torso.
– ¿Cuándo vendrás? -preguntó él al tiempo que daba una calada.
– ¿Fumas?
– Lo he dejado -dijo él tosiendo.
– Vas a perder el tren.
– ¿Eso quiere decir que tienes que volverte al estudio?
– Si quieres que vaya a verte a Londres, tengo que terminar de montar este reportaje, que está a años luz de estar acabado.
– ¿Tan malas eran las imágenes?
– Todavía peores, me veo obligada a recurrir a los archivos; no dejo de preguntarme por qué mis rodillas te obsesionan tanto, prácticamente sólo has filmado eso.
– Es culpa del visor ese, no mía -respondió Mathias mientras se vestía.
Audrey le dijo que no la esperara, iba a aprovechar que estaba en su casa para cambiarse y coger algo para picar. Para compensar el tiempo perdido, trabajaría durante toda la noche.
– ¿De verdad has perdido el tiempo? -preguntó Mathias.
– No, pero tú eres verdaderamente imbécil -respondió ella, y lo besó.
Mathias ya estaba en el rellano. Audrey lo observó durante un buen rato.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó él, al tiempo que llamaba al ascensor.
– ¿No hay nadie más en tu vida?
– Sí, mi hija.
– ¡Vete entonces!
Y la puerta del estudio se cerró tras el beso que le acababa de enviar.
– ¿A qué hora es tu tren? -preguntó Yvonne.
– Ya que no quieres que vayamos a tu casa, y que Kent te queda demasiado lejos, ¿qué te parecería dormir en un palacio?
– ¿Tú y yo en un hotel? John, ¿no eres consciente de nuestra edad?
– A mis ojos no tienes edad, y cuando estoy contigo, yo tampoco la tengo. Nunca te veré de forma diferente que con el rostro de aquella joven que entró un día en mi librería.
– ¡Eres único! ¿Te acuerdas de nuestra primera noche?
– Recuerdo que lloraste como una magdalena.
– Me eché a llorar porque no me habías tocado.
– No lo hice porque tenías miedo.
– Justamente lloré porque tú te habías dado cuenta de eso, imbécil.
– He reservado una suite.
– Vamos a cenar a tu palacio, después ya veremos.
– ¿Podré intentar embriagarte?.
– Creo que llevas haciéndolo desde que te conocí -dijo Yvonne, tomando su mano en la suya.
Las cinco y media. El Austin Healey iba por carreteras comarcales. Sussex era una región magnífica. Antoine sonrió; a lo lejos, un Eurostar estaba parado en medio del campo. Los pasajeros que iban a bordo no podrían llegar a tiempo a su destino, mientras que él estaría en Londres en unas dos horas.
Las cinco y treinta y dos. El controlador había anunciado que llegarían con una hora de retraso sobre el horario previsto. A Mathias le habría gustado poder llamar a Daniéle para avisarla. No había razón alguna para que Antoine llegara antes que él, pero era preferible preparar una buena coartada. El campo era magnífico, pero por desgracia para él, su móvil no tenía cobertura.
– Odio las vacas -dijo él mientras miraba por la ventana.
La jornada llegaba a su fin. Sophie guardó los pétalos en el cajón previsto para ello. Siempre tiraba unos cuantos en sus ramos. Bajó la persiana metálica de la tienda, se quitó la blusa y salió por la trastienda. Había refrescado, pero había una luz demasiado bonita como para volver de inmediato a su casa. Enya la invitó a elegir una mesa entre las que estaban libres, y había muchas. En la sala del restaurante, un hombre con aspecto de explorador perdido estaba cenando solo. Ella respondió a su sonrisa, dudó un momento, pero después le hizo una señal a Enya para decirle que iba a cenar junto al muchacho. Siempre había soñado con visitar Australia, tenía mil preguntas que hacerle.
Las ocho. El tren llegaba por fin a la estación de Waterloo. Mathias se precipitó por el andén y corrió por la cinta transportadora, esquivando a todos aquellos que le estorbaban el paso. Llegó el primero a la parada de taxis, y le prometió al chófer una propina sustancial si lo dejaba en South Kensington en media hora.
El reloj dio las ocho y diez; Antoine dudó y giró por Bute Street. Evidentemente, la tienda de flores estaba cerrada, ya que aquel fin de semana Sophie estaba de viaje. Con el brazo apoyado en el sillón vacío del pasajero, dio marcha atrás y retomó el camino de Clareville Grove. Había un sitio justo delante de la casa. Aparcó y cogió del maletero las dos miniaturas que el jefe del taller le había hecho: un pájaro de madera para Emily, y el avión para Louis. Mathias no podría reprocharle haberse olvidado de llevar algún regalo para los niños.
Cuando entró en el salón, Louis le saltó a los brazos. Emily, que estaba a punto de acabar un dibujo con la tía Daniéle, apenas levantó la cabeza.
Sophie se había comido el primer plato en Sydney, había cortado el filete en Perth, y saboreado una crema de caramelo mientras visitaba Brisbane. Estaba decidido, algún día viajaría a Australia. Por desgracia, Bob Walley no podría hacerle de guía en mucho tiempo. Su vuelta al mundo lo llevaría al día siguiente a México. Un complejo vacacional a la orilla del mar le había prometido un empleo de monitor de vela durante seis meses. ¿Después? No sabía nada, la vida guiaba sus pasos. Soñaba con Argentina, después, dependiendo de sus medios, iría a Brasil y a Panamá. La costa Oeste de los Estados Unidos sería la primera etapa del periplo que haría al año siguiente. Tenía una cita en primavera con los amigos para perseguir la gran ola.
– ¿Dónde exactamente de la costa Oeste? -preguntó Sophie.
– En algún lugar entre San Diego y Los Ángeles.
– Vaya, eso es precisión -dijo Sophie, riendo con ganas-. ¿Cómo consigues encontrarte con tus amigos?
– Por el boca a boca, al final siempre acabamos sabiendo dónde encontrarnos. El mundo de los surferos es una pequeña familia.
– ¿Y después?
– San Francisco, pues no podemos dejar de pasar por debajo del Goleen Gate con la vela. Después buscaré un barco que me acepte a bordo y me iré a las islas de Hawai.
Bob Walley contaba con quedarse al menos dos años en el Pacífico, pues había muchos atolones por descubrir. En el momento de pedir la cuenta, Enya le recordó al joven surfero que no se olvidara la tabla que le había confiado. Lo esperaba apoyada en la pared, en la entrada de la oficina.
– ¿No han querido guardársela en el hotel? -preguntó Sophie.
– Había mencionado que la habitación había de tener un precio asequible… -respondió Bob.
Para continuar con su viaje, tenía que vigilar su presupuesto. No podía gastar en una noche lo que le permitiría vivir casi durante un mes en América del Sur. Pero Sophie no debía inquietarse.
El tiempo era bueno; los parques de Londres, magníficos; y le gustaba dormir bajo las estrellas. Solía hacerlo.
Sophie pidió dos cafés. Un explorador australiano que se iba a México y no volvería hasta el siglo siguiente… ¿Que no se inquietara porque pasara la noche fuera? Eso era que no la conocía. Ella se sentía de repente culpable por haberle aconsejado mal por la mañana; si aquel guapo surfero no había podido encontrar una habitación a precio asequible, era un poco culpa suya… Qué mono era el hoyuelo de su mentón… Sólo para dejar de sentirse culpable, sólo para eso… Era una monada cómo se le marcaba al sonreír… Qué manos tan bonitas tenía… Ojalá sonriera una sola vez más, sólo una mísera vez más… Sólo había que encontrar el valor… Después de todo no debía de ser tan difícil decirlo…
– No conoce usted la región, pero en Londres puede llover a cualquier hora, sobre todo por la noche, y cuando llueve, llueve de verdad.
Sophie cogió discretamente la cuenta, la arrugó y la tiró discretamente bajo la mesa. Le indicó a Enya que iría a pagar al día siguiente.
Un poco más tarde, Bob Walley le cedía el paso a Sophie para entrar en su apartamento, John hacía lo mismo con Yvonne en el umbral de la suite que había reservado en el Carlton, y cuando Mathias introdujo su llave en la cerradura de la puerta, fue Antoine quien le abrió la puerta. Acababa de acompañar a Daniéle a un taxi…
Las imágenes desfilaban a toda velocidad. Audrey apretó una tecla de la mesa de montaje para parar la cinta. En la pantalla, reconoció la antigua planta eléctrica, con sus cuatro chimeneas gigantescas. En la plaza, micro en mano, sonreía; su rostro estaba completamente desenfocado, pero recordaba perfectamente que sonreía. Abandonó su mesa y decidió que era el momento de bajar a buscarse un café bien caliente a la cafetería. La noche iba a ser muy larga.
De pie, frente al fregadero, Mathias secaba la vajilla. Junto a él, Antoine, con el delantal atado a la cintura y guantes de goma, limpiaba enérgicamente un cucharón a esponjazos.
– Vas a rayar la madera con el lado del estropajo.
Antoine lo ignoró. Durante toda la noche, no había pronunciado palabra. Después de cenar, Emily y Louis, que habían notado que amenazaba tormenta en casa, habían preferido mantenerse a distancia para revisar las clases del día; antes de irse, Daniéle les había dejado deberes que hacer.
– ¡Eres un cabezón! -dijo Mathias a la vez que dejaba un plato a secar.
Antoine abrió la basura y tiró el cucharón y la esponja. Después se agachó para coger una nueva de un armario.
– ¡De acuerdo, he incumplido tu sacrosanta regla! -continuó Mathias enfadado-. He tenido que ausentarme dos horas al final del día, apenas dos horas, y me he permitido hacer una llamada a una amiga de Yvonne para que cuidara a los niños. ¿Dónde está el problema? Y además, ellos la adoran.
– ¡Una canguro! -gruñó Antoine.
– ¡Estás limpiando un vaso de plástico! -gritó Mathias.
Antoine se quitó el delantal y lo tiró de cualquier manera al suelo.
– Te recuerdo que habíamos dicho…
– Habíamos dicho que nos íbamos a divertir, no que íbamos a hacerle la competencia a la caseta de Don Limpio en la Feria de París.
– ¡No respetas nada! -respondió Antoine-. Nos habíamos fijado tres reglas, sólo tres míseras reglas.
– ¡Cuatro! -replicó Mathias en el mismo tono-. Y no he encendido ni un cigarrillo en casa, ¡así que vigila lo que dices! Me agotas, yo me voy a acostar. ¡Ah, qué bien nos lo vamos a pasar en las vacaciones!
– Esto no tiene nada que ver con las vacaciones.
Mathias subió las escaleras y se detuvo en el último peldaño.
– Escúchame bien, Antoine, a partir de mañana, cambio la regla. Nos comportaremos como una pareja normal; si necesitamos a una canguro, la llamaremos -concluyó él antes de entrar en su habitación.
Solo junto a la barra, Antoine se quitó los guantes y miró a los niños, que estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Emily estaba utilizando unas tijeras; Louis cogió la barra de pegamento. Minuciosamente pegaron las fotos recortadas y compararon los colages que habían hecho en sus cuadernos.
– ¿Qué estáis haciendo exactamente? -preguntó Antoine.
– ¡Una exposición sobre la vida familiar! -respondieron Emily y Louis al tiempo que escondían su trabajo.
Antoine dudó durante un momento.
– Es hora de ir a acostarse, mañana hay que despertarse al alba para irnos a Escocia. Vamos, todo el mundo a la cama.
Emily y Louis no se hicieron de rogar y recogieron sus cosas. Después de acostar a su hijo, Antoine apagó la luz y esperó algunos instantes en la penumbra.
– Supongo que me daréis vuestra exposición sobre la vida familiar para que la lea antes de dársela a la maestra.
Cuando entró en el cuarto de baño, se topó de frente con Mathias, ya en pijama, que se estaba cepillando los dientes.
– ¡Y además, me gustaría hacerte notar que he pagado yo a la canguro! -dijo él a la vez que dejaba el vaso sobre la mesita.
Mathias se despidió de Antoine y salió de la habitación. Cinco segundos más tarde, Antoine volvía a abrir la puerta para gritar:
– ¡La próxima vez, mejor págate unas clases de francés, porque tu nota de esta mañana estaba llena de faltas de ortografía! Pero Mathias ya estaba en su habitación.
Los últimos clientes se habían ido. Enya cerró la puerta y apagó el neón de la parte delantera. Limpió la sala, se aseguró de que las sillas estaban colocadas correctamente en las mesas y volvió a la oficina.
Verificó una última vez que todo estaba en orden, y tras el mostrador repasó y vació la caja tal y como Yvonne le había pedido; separó las propinas de la recaudación y metió los billetes en un sobre. Lo escondería bajo su colchón y se lo daría a Yvonne cuando volviera. Quiso volver a cerrar la caja registradora, pero estaba bloqueada; metió la mano y notó algo que estorbaba al fondo. Era una cartera muy vieja de cuero. Picada por la curiosidad, Enya la abrió y halló una hoja de papel amarillento que desdobló.
7 de agosto de 1943
Hija mía, mi tierno amor:
Esta es la última carta que te escribo. Dentro de una hora me van a fusilar. Me iré con la cabeza alta, orgulloso de no haber hablado. No te inquietes por esta gran desgracia que nos toca vivir; yo sólo moriré una vez, pero los cerdos que me van a disparar morirán siempre que la historia los mencione. Te dejo como herencia un apellido del que estar orgullosa.
Quería alcanzar Inglaterra, y voy a desangrarme en el patio de una prisión de Francia; pero tanto por ti, como por ella, vuestra libertad bien vale mi vida. He luchado por una humanidad mejor y confío plenamente en que cumplirás los sueños que yo no pude realizar.
Nunca renuncies a lo que empieces, la libertad de los hombres tiene este precio.
Mi pequeña Yvonne, pienso en el día en que te llevé a la gran noria de Ternes. Estabas muy guapa con tu vestido de flores. Señalabas con el dedo los tejados de París. Recuerdo la promesa que hiciste. Además, antes de que me arrestaran, escondí para ti en una consigna un poco de dinero que conseguí ahorrar; te ayudará. Ahora sé que los sueños no tienen precio, pero tal vez te sirva para realizar el tuyo, cuando yo ya no esté. Dejo la llave en esta cartera. Tu madre sabrá guiarte donde sea necesario.
Oigo los pasos que se acercan. No tengo miedo por mí, sólo por ti.
Ya ves, oigo la llave girar en la cerradura de mi celda y sonrío pensando en ti, hija mía. Abajo en el patio, atado al palo, diré tu nombre.
Aunque muera, nunca te abandonaré. En mi eternidad, serás mi razón de ser.
Cumple tus sueños, eres mi gloria y mi orgullo.
Tu papá que te quiere
Confusa, Enya volvió a doblar la carta y la volvió a poner en su lugar en la cartera, cerró la caja registradora y apagó las luces de la sala. Cuando subió la escalera, le pareció que detrás de ella, los peldaños de madera crujían bajo los pasos de un padre que nunca había llegado a abandonar a su hija.