Capítulo 6

A la euforia del domingo, le sucedió la primera semana de vida en común. Empezó con un desayuno inglés preparado por Antoine. Antes de que la familia al completo bajara, deslizó discretamente una nota bajo la taza de Mathias, se secó las manos en el delantal, y gritó a quienes quisieran escucharlo que los huevos iban a enfriarse.

– ¿Por qué hablas tan alto?

Antoine se sobresaltó, pues no había oído llegar a Mathias.

– Nunca había visto a nadie tan concentrado en la preparación de dos tostadas.

– ¡La próxima vez te las tostarás tú! -le respondió Antoine a la vez que le tendía su plato.

Mathias se levantó para servirse una taza de café y vio la nota de Antoine.

– ¿Qué es esto? -preguntó él.

– Enseguida lo leerás, siéntate y come mientras esté caliente.

Los niños llegaron en tromba y pusieron fin a su conversación. Emily señaló con un dedo acusador el reloj, iban a llegar tarde a la escuela.

Con la boca llena, Mathias se levantó de un bote, se puso el abrigo, cogió a su hija de la mano y la llevó hacia la puerta. Emily apenas tuvo tiempo de coger la barra de cereales que Antoine le lanzó desde la cocina y, cuando se quiso dar cuenta, se vio, con la cintera a la espalda, corriendo por la acera de Clareville Grove.

Mientras atravesaban Oíd Brompton Road, Mathias leyó la nota que se había llevado y se detuvo de golpe. Cogió enseguida su portátil y marcó el número de casa.

– ¿A qué viene esta historia de volver a casa como muy tarde a medianoche?

– Bueno, vuelvo a empezar: regla número 1, nada de canguros; regla número 2, no se pueden llevar mujeres a casa; y regla número 3, podemos quedar en las doce y media de la noche, pero es lo máximo que voy a ceder.

– ¿Acaso tengo cara de Cenicienta?

– Las escaleras crujen, y no tengo ganas de que nos despiertes todas las noches.

– Pues me quitaré los zapatos.

– Bueno, de cualquier forma, preferiría que te los quitases al entrar.

Y Antoine colgó.

– ¿Qué quería? -preguntó Emily, tirándole vigorosamente del brazo.

– Nada -farfulló Mathias-. Y a ti, ¿cómo te prueba la vida en pareja? -preguntó a su hija mientras cruzaban la calle.

El lunes, Mathias fue a buscar a los niños a la escuela. El martes, fue el turno de Antoine. El miércoles, a la hora del desayuno, Mathias cerró la librería para ir, como padre acompañante, con la clase de Emily a visitar el museo de Historia Natural. La niña necesitó la ayuda de dos amigas para sacarlo de la sala donde se exponían las reproducciones a tamaño real de los animales de la era jurásica. Su padre se negaba a moverse hasta que el tiranosaurio mecánico no hubiera soltado al tiranodon que sacudía con sus mandíbulas. A pesar de la oposición de la maestra, Mathias consiguió que cada niño probara con él el simulador de terremotos. Un poco más tarde, como sabía que la señora Wallace se negaría también a que asistieran al nacimiento del universo, proyectado en la bóveda del planetario a las doce y cuarto, se las ingenió para librarse de ella a las doce y once minutos, aprovechando el momento en que se fue al lavabo. Cuando el jefe de seguridad le preguntó cómo había podido perder a veinticuatro niños de golpe, la señora Wallace supo de repente dónde estaban sus alumnos. Al salir del museo, Mathias los invitó a todos a gofres para hacerse perdonar. La maestra de su hija aceptó comer uno, y Mathias le insistió para que se comiera un segundo, cubierto con crema de castañas. El jueves, Antoine se encargaba de las compras, mientras que Mathias lo hacía el viernes. En el supermercado, los tenderos no entendieron ni una palabra de lo que él se esforzaba en pedirles; así, se fue a buscar la ayuda de una cajera que resultó ser española; una clienta quiso echarle una mano, pero debía de ser sueca o danesa, cosa que Mathias no llegó a saber nunca, aunque eso tampoco cambiaba nada su situación. Cuando ya no pudo más, cogió su teléfono móvil y llamó a Sophie en las secciones pares, y a Yvonne en las impares. Finalmente, decidió que la palabra «costillas», apuntada en la lista, podía leerse perfectamente; mientras que s«pollo», después de todo, Antoine podía haberlo escrito mejor.

El sábado fue un día lluvioso, y todos se quedaron en casa a estudiar. El domingo por la tarde, una tremenda risa alocada estalló en el salón donde Mathias y los niños jugaban. Antoine levantó la mirada de sus bosquejos y vio el rostro relajado de su mejor amigo, y en ese momento pensó que la felicidad se había instalado en su vida.

El lunes por la mañana, Autrey se presentó ante la verja del Liceo francés. Mientras ella se entrevistaba con el director, su operario de cámara filmaba el patio del recreo.

– Detrás de esa ventana el general De Gaulle lanzó el llamamiento del 18 de junio -dijo el señor Bécherand, a la vez que señalaba la fachada blanca del edificio principal.

La escuela francesa Charles-de-Gaulle proporcionaba una enseñanza de renombre a más de dos mil alumnos, desde primaria hasta el bachillerato. El director le hizo visitar varias clases y la invitó, si ella lo deseaba, a participar en la reunión de profesores que tendría lugar esa misma tarde. Autrey aceptó con entusiasmo. Para su reportaje, el testimonio de los profesores sería muy valioso, así que pidió poder entrevistar a algunos profesores, y el señor Bécherand le respondió que sólo tenía que ponerse de acuerdo directamente con cada uno de ellos.

Como todas las mañanas, Bute Street era un hervidero. Sus camionetas de reparto llegaban una detrás de otra para aprovisionar a los numerosos comercios de la calle. En la terraza del Coffee Shop, que estaba junto a la librería, Mathias disfrutaba de un capuchino mientras leía el periódico, y destacaba un poco en medio de todas las mamas que estaban allí después de haber dejado a sus niños en la escuela. En el otro lado de la calle, Antoine estaba en su oficina. Sólo le quedaban unas horas para acabar un estudio que tenía que presentar a última hora de la tarde a uno de los clientes más importantes de la agencia, y además, le había prometido a Sophie redactarle una nueva carta.

Después de una mañana sin descanso, y entrada ya la tarde, invitó a su jefe de agencia a hacer una pausa muy merecida para el almuerzo. Cruzaron la calle para ir al local de Yvonne.

No se entretuvieron mucho en comer. Los clientes no tardarían en llegar, y todavía había que imprimir los planos. Tras dar cuenta del último bocado, McKenzie se escabulló.

En la puerta, le susurró: «Hasta la vista, Yvonne», a lo que ella respondió, sin levantar la mirada del libro donde llevaba la contabilidad: «Sí, sí, eso es, hasta la vista McKenzie».

– ¿No le puedes pedir a tu jefe que me dé un respiro?

– Está enamorado de ti. ¿Qué quieres que haga?

– ¿Sabes cuántos años tengo?

– Sí, pero es británico.

– Eso no lo justifica todo.

Ella cerró el registro y suspiró.

– Voy a abrir un buen Burdeos, ¿te apetece una copa?

– No, pero me encantaría que vinieras a bebértelo conmigo.

– Prefiero quedarme aquí, da mejor impresión a los clientes.

La mirada de Antoine recorrió la sala desierta; dándose por vencida, Yvonne descorchó la botella y se unió a él con la copa en la mano.

– ¿Qué va mal? -le preguntó él.

– No voy a poder seguir así por mucho más tiempo, estoy demasiado cansada.

– Contrata a alguien para ayudarte.

– No obtengo suficientes beneficios; si contrato a alguien, tendré que cerrar, y te puedo asegurar que no me falta mucho para hacerlo.

– Habría que remozar este local.

– Más bien habría que remozar a la propietaria -suspiró Yvonne-. Y además, ¿con qué dinero?

Antoine sacó un lápiz de minas del bolsillo de su abrigo y empezó a dibujar un esbozo en el mantelito de papel.

– Mira, llevo pensándolo un tiempo, creo que podemos encontrar una solución.

Yvonne se ajustó las gafas, y sus ojos se iluminaron con una sonrisa llena de ternura.

– ¿Llevas mucho tiempo pensando en la sala de mi restaurante?

Antoine llamó a McKenzie desde el teléfono de la barra para pedirle que empezaran la reunión sin él, pues iba a llegar un poco tarde. Colgó y volvió junto a Yvonne.

– Bueno, ¿te lo puedo explicar ahora?

Aprovechando un momento de calma de la tarde, Sophie fue a visitar a Mathias para llevarle un ramo de rosas de jardín.

– Un pequeño toque femenino no hará ningún daño -dijo ella, poniendo el jarrón cerca de la caja.

– ¿Por qué? ¿Te parece demasiado masculino este sitio?

El teléfono sonó. Mathias se excusó con Sophie y descolgó.

– Desde luego que puedo ir a la reunión de padres de alumnos… Sí, esperaré a que vuelvas para acostarme… ¿Vas tú a buscar a los niños, entonces?… ¡Sí, yo también, un beso!

Mathias colgó. Sophie lo miró fijamente y se volvió a trabajar.

– ¡Olvídate de todo lo que acabo de decir! -añadió ella, riendo, y cerró la puerta de la librería.

Mathias llegó tarde. A su favor podía decirse que había tenido mucho trabajo en la librería. Cuando entró en la escuela, el patio de recreo estaba desierto. Tres profesores que hablaban en el porche acababan de volver a sus respectivas clases. Mathias rodeó el muro y se puso de puntillas para mirar por una ventana. El espectáculo era bastante extraño. Tras los pupitres, los adultos habían ocupado el lugar de los niños. En la primera fila, una mamá estaba levantando la mano para hacer una pregunta y un padre agitaba la suya para llamar la atención de la maestra. Decididamente los que fueron los empollones de la clase lo serían toda su vida.

Mathias no tenía ni idea del lugar al que tenía que ir; si no cumplía su promesa de reemplazar a Antoine en la reunión de padres de alumnos de Louis, tendría que oír sus quejas durante meses. Para gran alivio suyo, una joven mujer estaba cruzando el patio. Mathias corrió hacia ella.

– Señorita, ¿dónde están las CM2A, por favor?

– Llega demasiado tarde, la reunión acaba de terminar, salgo de ella en este mismo instante.

De repente, reconoció a su interlocutora. Mathias se felicitó por la suerte que acababa de tener. Audrey estrechó la mano que él le tendía, gesto que la cogió desprevenida.

– ¿Le ha gustado el libro?

– ¿El Lagarde y Michard?

– Necesito que me haga usted un favor enorme. Yo soy CM2B, pero el padre de Louis está ocupado en su oficina, así que me pidió que…

Audrey tenía un encanto indiscutible, y Mathias, ciertas dificultades para ir al grano.

– ¿Tiene un buen nivel la clase? -murmuró él.

– Sí, eso creo.

Sin embargo, la campana de la escuela interrumpió la conversación. Los niños enseguida invadieron el patio. Audrey le dijo a Mathias que había sido un placer volver a verlo; ya se iba, cuando al pie de un platanero se formó una multitud. Ambos levantaron la cabeza: un niño había trepado por un árbol y ahora estaba agarrado a una de las ramas más altas. El pequeño estaba en un equilibrio precario; Mathias se lanzó y, sin dudar, se agarró al tronco y desapareció entre las hojas.

Audrey oyó la voz del librero, que intentaba ser tranquilizadora.

– ¡Todo va bien, ya lo tengo!

Con el rostro pálido, y agarrado en lo alto del árbol, Mathias no dejaba de mirar al niño que estaba sentado en una rama frente a él.

– Bueno, vaya, ahora estamos aquí como dos tontos -le dijo al niño.

– ¿Me van a regañar? -preguntó el niño.

– Si quieres mi opinión, te lo merecerías.

Unos segundos más tarde, las hojas empezaron a moverse y un vigilante apareció subido a una escalera.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre.

– Mathias.

– Se lo preguntaba al niño.

El niño se llamaba Víctor, y el vigilante lo cogió en brazos.

– Entonces escúchame bien, Víctor. Hay cuarenta y siete peldaños; vamos a contarlos juntos, sin mirar abajo, ¿de acuerdo?

Mathias vio a los dos desaparecer por aquella frondosidad. Las voces se amortiguaron. Solo y petrificado, se quedó mirando fijamente el horizonte.

Cuando el vigilante lo invitó a bajar, Mathias se lo agradeció sinceramente. Después de haber subido tan alto, iba a disfrutar un poco más de la vista. No obstante, le preguntó a aquél si había algún inconveniente en dejarle la escalera.

La reunión acababa de terminar. McKenzie acompañó a los clientes hasta la entrada. Antoine cruzó la agencia y abrió la puerta de su despacho. Se reunió con Emily y Louis, que lo esperaban en el canapé de la recepción. Su calvario llegaba a su fin. Había llegado el momento de volver a casa. Esa noche, el Cluedo y las patatas fritas compensarían la hora perdida. Emily aceptó el trato y metió sus cosas en la mochila; Louis corría ya hacia los ascensores, zigzagueando entre las mesas de dibujo. El pequeño pulsó todos los botones de la cabina y, después de una visita inesperada al sótano, salieron por fin al vestíbulo del inmueble.

Tras el escaparate, Sophie los veía subir por Bute Street. Los dos niños tiraban de las mangas del abrigo de Antoine. El le envió un beso desde la acera de enfrente.

– ¿Dónde está papá? -preguntó Emily al ver la librería cerrada.

– En mi reunión de padres de alumnos -respondió Louis, encogiéndose de hombros.

El rostro de Audrey apareció entre el follaje. -¿Empezamos como la última vez? -Estamos mucho más altos, ¿no?.

– El método es el mismo, un pie después del otro y no mire jamás abajo, ¿prometido?.

En ese momento de su vida, Mathias le habría prometido la luna a quien la hubiera querido. Audrey añadió:

– La próxima vez que quiera que nos veamos, no es necesario que pase por todo esto.

Hicieron una pausa en el vigésimo peldaño, después otra en el décimo. Cuando sus pies tocaron por fin el suelo, el patio había quedado vacío. Eran casi las ocho de la tarde.

Audrey le propuso a Mathias acompañarlo hasta la placita. El guardián cerró la verja tras ellos.

– Esta vez, me he puesto verdaderamente en ridículo, ¿no es así?

– No, ha tenido usted coraje.

– Cuando tenía cinco años, me caí de un tejado.

– ¿De verdad? -preguntó Audrey.

– No… No es verdad.

Sus mejillas se sonrojaron. Ella lo miró fijamente durante un buen rato, sin decir nada.

– Ni siquiera sé cómo agradecérselo.

– Acaba de hacerlo -respondió ella.

El viento le hizo estremecerse.

– Vuelva adentro, va usted a coger frío -murmuró Mathias.

– Usted también -respondió ella.

Audrey se alejó. Mathias habría querido que el tiempo se detuviera. En mitad de aquella acera desierta, sin que supiera por qué, ya la echaba de menos. Cuando la llamó, ella había dado doce pasos; no se lo confesaría nunca, pero ella había contado todos y cada uno de ellos.

– ¡Me parece que tengo una edición del diecinueve del Lagarde y Michard!

Audrey se volvió.

– Y yo creo que tengo hambre -respondió ella.


Aunque aseguraban estar hambrientos, cuando Yvonne llegó a recoger la mesa, se preocupó al ver que casi no habían tocado sus platos. Desde el mostrador, al captar la mirada que Mathias le echaba a los labios de Audrey, comprendió que su cocina no tenía nada que ver. A lo largo de la tarde, se confiaron sus respectivas pasiones, la que Audrey sentía por la fotografía, y la que Mathias sentía por los manuscritos antiguos. El año anterior había adquirido una carta de Saint-Exupéry escrita de su puño y letra. No era más que un pequeño papel garabateado por el piloto antes de un vuelo, pero para él, que era un coleccionista, tenerlo entre sus manos le procuraba un placer indescriptible. Confesó que a veces, por la noche, en su soledad parisina, sacaba la nota del sobre, desplegaba el papel con una precaución infinita, después cerraba los ojos, y su imaginación lo transportaba a una pista de tierra de África. Oía la voz del mecánico gritar «contacto», mientras hacía girar la hélice y encendía el motor. Los pistones se ponían a retumbar, y le bastaba inclinar la cabeza hacia atrás para notar el viento contra las mejillas. Audrey comprendía lo que sentía Mathias. Cuando se ponía a mirar antiguas fotografías, se hundía en ellas, y llegaba a encontrarse en los años veinte, caminando por las callejuelas de Chicago. En el rincón de un bar, bebía alcohol en compañía de un joven trompetista, músico genial, al que sus compañeros llamaban Satchmo.

Y en la calma de la noche, escuchaba un disco, y Satchmo la llevaba a pasear por las líneas de algunas partituras. Otras noches, otras fotografías la conducían a la fiebre de los clubs de jazz; bailaba al ritmo de los endiablados ragtimes, y se escondía cuando la policía llevaba a cabo redadas.

Inclinada durante horas sobre una foto tomada por William Claxton, había dado con la historia de un músico tan bello y apasionado que se había enamorado de él. Al notar algo de celos en la voz de Mathias, añadió que Chet Baker había muerto al caer desde un segundo piso de su habitación de hotel en Amsterdam, en 1988, a la edad de cincuenta y nueve años.

Yvonne carraspeó en el mostrador; el restaurante iba a cerrar ya. El salón estaba vacío. Mathias pagó la cuenta, y los dos se volvieron a encontrar en Bute Street. Tras ellos, acababan de echar la persiana. El propuso ir a pasear por la orilla del río, pero era tarde y ella tenía que irse. Por la mañana la esperaba una montaña de trabajo. Los dos se dieron cuenta de que durante la velada no habían hablado ni de su vida, ni de su pasado, ni tampoco de su oficio, pero habían compartido sus sueños e ilusiones; después de todo, había sido una bella conversación para ser la primera. Intercambiaron sus números de teléfono. Cuando la acompañó hasta South Kensington, Mathias se dedicó a alabar el oficio de profesor y afirmó que dedicar la vida a los niños era signo de una increíble generosidad, y, en cuanto a la reunión de padres, ya vería cómo se las arreglaba. Sólo tendría que ir inventándoselo sobre la marcha conforme Antoine le preguntara. Audrey no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, pero era un momento tierno, y ella se limitó a asentir. Él le tendió torpemente una mano, y ella lo besó en la boca; un taxi la llevaba ya hacia el barrio de Brick Lane. Con la conciencia tranquila, Mathias subió por Oíd Brompton.

Cuando entró en Clareville Grove, habría jurado que los árboles que se inclinaban bajo el viento lo saludaban. A pesar de parecer tonto, frágil y feliz a la vez, les devolvió la señal con la cabeza. Subió los peldaños de su escalera sin hacer el menor ruido, hizo girar lentamente la llave en la cerradura y, tras un leve crujido de la puerta, entró en el salón.

La pantalla del ordenador iluminaba la mesa donde estaba trabajando Antoine. Mathias se levantó la gabardina con mil precauciones. Con los zapatos en la mano, Mathias empezó a avanzar hacia la escalera cuando la voz de su compañero lo sobresaltó.

– ¿Tienes idea de la hora que es?

Antoine le lanzó una mirada inquisitoria. Mathias dio media vuelta y avanzó hasta la mesa de trabajo. Cogió una botella de agua mineral que estaba allí, se la bebió de un trago y la volvió a dejar a la vez que se forzaba a bostezar.

– Bueno, me voy -dijo Mathias mientras estiraba los brazos-. Estoy muy cansado.

– ¿Adonde vas exactamente? -preguntó Antoine.

– Pues a mi casa -respondió Mathias, señalándole el primer piso.

Volvió a coger su gabardina y se dirigió a la escalera, y, de nuevo, Antoine lo llamó.

– ¿Cómo te ha ido?

– Bien, al menos eso creo -respondió él sin saber muy bien de qué le estaban hablando.

– ¿Has visto a la señora Morel?

Con expresión tensa, Mathias se cerró el cuello de la gabardina.


– ¿Cómo lo sabes?

– Habrás estado, por supuesto, en la reunión de padres de alumnos, ¿sí o no?

– ¡Evidentemente! -dijo él con seguridad.

– Entonces, ¿has visto a la señora Morel?

– ¡Por supuesto que he visto a la señora Morel!

– ¡Perfecto! Y ya que te lo preguntabas, lo sé porque soy yo quien te pidió que fueras a verla -repuso Antoine con un tono voluntariamente falso.

– ¡Eso es! Exactamente, ¡tú me lo pediste! -exclamó Mathias, aliviado por percibir algo de luz al final de un túnel oscuro.

Antoine se levantó y empezó a andar de un lado a otro; las manos cruzadas en la espalda le daban un aire de profesor que no dejaba indiferente a su amigo.

– Así, has visto a la profesora de mi hijo, eso está bien. Ahora, concentrémonos; intenta hacer otro pequeño esfuerzo… ¿Me podrías hacer un pequeño resumen de la reunión de padres?

– Ah… ¿Por eso me esperabas? -preguntó Mathias con pretendida inocencia.

Por la mirada que le acababa de lanzar Antoine, Mathias comprendió que su margen de improvisación se reducía a cada secundo que pasaba. Antoine no guardaría la calma por mucho más tiempo, así que el ataque era la única defensa posible.

– Yo he ido como un mandando, no me pidas demasiado.,!Qué quieres que te cuente?

– Sería un buen comienzo empezar explicándome qué te ha contado la maestra…, e incluso un buen final, teniendo en cuenta la hora que es.

– ¡Todo va perfecto! Tu hijo es absolutamente perfecto en todos los aspectos. Su maestra incluso temió a principio de curso que fuera superdotado. Puede resultar halagador para los padres, pero muy difícil de sobrellevar; no obstante, puedes estar tranquilo, ya que Louis sólo es un alumno excelente. Pues ya está, ya te lo he dicho todo, sabes tanto como yo. Me he sentido tan orgulloso de él que incluso le he dejado creer que era su tío. ¿Estás contento?

– ¡Estoy en éxtasis! -dijo Antoine al tiempo que volvía a sentarse furioso.

– ¡Eres increíble! Te digo que tu hijo está en la cumbre de su carrera escolar, y a ti te importa un bledo. No eres nada fácil de satisfacer, viejo amigo.

Antoine abrió un cajón para sacar una hoja de papel, que empezó a agitar en el aire.

– ¡Estoy loco de alegría! Dado que soy padre de un niño que no llega al mínimo en historia y geografía, que tiene apenas un 11 en francés, y un 10 pelado en cálculo, me siento verdaderamente sorprendido y alabado por el comentario de su maestra.

Antoine dejó el boletín de notas de Louis sobre la mesa y lo empujó hacia la dirección de Mathias, que, dubitativo, se acercó, lo leyó y lo volvió a dejar enseguida.

– Pues es un error administrativo, no entiendo cómo ha podido pasárseles -comentó él con una mala fe que frisaba en la indecencia-. Bueno, me voy a acostar, te veo tenso y no me gusta cuando te pones así. ¡Que duermas bien!

Entonces, Mathias volvió a dirigirse con paso decidido a la escalera. Antoine volvió a llamarlo por tercera vez. Alzó la mirada al techo y se volvió de mala gana.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Cómo se llama ella?

– ¿Quién?

– Eso me lo tienes que decir tú… La que te ha hecho faltar a la reunión de padres de alumnos, por ejemplo. ¿Es guapa al menos?

– ¡Mucho! -acabó por admitir Mathias, avergonzado.

– ¡Ya estamos! ¿Cómo se llama? -insistió Antoine.

– Audrey.

– Es bonito… ¿Audrey qué más?

– Morel -susurró Mathias con una voz apenas audible.

Antoine aguzó el oído con una pequeña esperanza de no haber oído bien el nombre que Mathias acababa de pronunciar. La preocupación se leía ya en sus rasgos.

– ¿Morel? ¿Algo así como señora Morel?

– Sí, algo así-dijo Mathias, terriblemente avergonzado esta vez.

Antoine se levantó y miró a su amigo, acogiendo con sarcasmo la noticia.

– Veo que cuando te pedí que fueras a la reunión, te lo tomaste muy a pecho.

– Bueno, ya sabía yo, no debería haberte dicho nada -dijo Mathias mientras se alejaba.

– ¿Perdón? -gritó Antoine-. ¿Has dicho algo? Aclárame una duda, ¿en la lista de tonterías posibles, crees que todavía podrías encontrar alguna que no hayas hecho, o ya las has agotado?

– Oye, Antoine, no exageremos, ¡he vuelto solo, e incluso antes de medianoche!

– Ah, ¿encima te jactas de no haber traído a la maestra de mi hijo a casa? ¡Formidable! Gracias, así no la verá demasiado ligera de ropa a la hora del desayuno.

Al no hallar otra opción que la huida, Mathias subió al primer piso. Cada uno de sus pasos parecía querer contestar a las reprimendas que le hacía Antoine.

– ¡Eres patético! -gritó él a su espalda.

Mathias levantó la mano en señal de rendición.

– Está bien, para. Alguna solución habrá.

Cuando Mathias entró en su habitación, escuchó a Antoine que, en la planta baja, todavía lo acusaba de tener muy mal gusto. Cerró la puerta, se acomodó en su cama y suspiró mientras se desabrochaba el cuello de su gabardina.

En su mesa, Antoine hundió una tecla de su ordenador. En la pantalla, un coche de Fórmula 1 quemaba el asfalto de la pista.

A las tres de la mañana, Mathias seguía dando vueltas en su habitación. A las cuatro, en calzoncillos, se sentó tras su escritorio colocado cerca de la ventana y empezó a mordisquear su bolígrafo. Un poco más tarde, redactó las primeras palabras de una carta que iba dirigida a la atención de la señora Morel. A las seis, la papelera recibía el undécimo borrador que Mathias desechaba. A las siete, con el cabello enredado, releyó una última vez su texto y lo metió en un sobre. Los peldaños de la escalera crujían; Emily y Louis bajaban ya a la cocina. Con la oreja pegada a la puerta, alcanzó a oír los ruidos del desayuno, y cuando oyó a Antoine llamar a los niños para ir a la escuela, se puso un albornoz y se precipitó a la planta baja. Mathias atrapó a Louis en el portal. Le dio la carta, pero antes de tener tiempo de explicar de qué se trataba, Antoine cogió la carta y les pidió a Emily a Louis que fueran a esperarlo un poco lejos.

– ¿Qué es esto? -le preguntó a Mathias a la vez que agitaba el sobre.

– Una carta de ruptura. Es lo que querías, ¿no?

– ¿No puedes encargarte tú mismo de tus líos? ¿Tienes que mezclar a los niños en esto? -susurró Antoine, llevándose a Mathias un poco más lejos.

– Me pareció que era mejor así-acertó a balbucear este último.

– ¡Y encima cobarde! -dijo indignado Antoine, antes de reunirse con los niños.

No obstante, cuando se montó en el coche, puso la nota en la mochila de su hijo. Después de que el coche desapareciera, Mathias cerró la puerta de la casa y subió a arreglarse. Cuando entró en el baño, sonreía divertido.

La puerta de la tienda acababa de abrirse. Desde la trastienda, Sophie reconoció los pasos de Antoine.

– ¿Te llevo a tomar un café? -dijo él.

– Vaya, pones cara de haber tenido una mala racha -respondió ella a la vez que se secaba las manos en su blusa.

– ¿Qué te has hecho? -preguntó Antoine al fijarse en la gasa manchada de sangre negruzca del dedo de Sophie.

– Nada, un corte, pero no acaba de cicatrizar, es imposible con toda esta agua.

Antoine le cogió la mano, le quitó el esparadrapo e hizo una mueca. Sin darle tiempo de rechistar a Sophie, la condujo hasta el botiquín, limpió la herida y le hizo un nuevo vendaje.

– Si no se te ha curado en dos días, te llevo a ver a un médico -farfulló él.

– Vale, vamos a tomar ese café -respondió Sophie, agitando el dedo índice vendado-. Y ¿me harás el favor de contarme lo que te fastidia?

Puso el cerrojo, se guardó la llave en el bolsillo y se llevó a su amigo del brazo.

Un cliente esperaba impaciente frente a la librería. Mathias subía por Bute Street a pie, y se encontró a Antoine y Sophie, que iban en su dirección; su mejor amigo, sin ni siquiera mirarlo, entró en el bistró de Yvonne.

– ¿Qué ha pasado entre vosotros dos? -preguntó Sophie tras dejar su taza de café con leche sobre la mesa.

– ¡Te ha salido bigote!

– Muchas gracias, ¡qué amable!

Antoine cogió su servilleta y le secó los labios a Sophie.

– Hemos discutido un poco esta mañana.

– ¡La vida de pareja, amigo mío, no puede ser perfecta todos los días!

– ¿Te ríes de mí? -preguntó Antoine con la mirada fija en Sophie, que tenía dificultades para contener su risa.

– ¿Cuál era el motivo de vuestra disputa?

– Nada, déjalo estar.

– Tú eres el que debería dejarlo estar, si vieras la cara que llevas… ¿De verdad no quieres decirme de qué se trata? Un consejo femenino siempre puede ayudar, ¿no?

Antoine miró a su amiga y se rindió ante la sonrisa que ella le brindaba sin maldad. Buscó en los bolsillos de su chaqueta y le ofreció un sobre.

– Toma, espero que sea de tu agrado.

– Siempre me gustan.

– Lo único que hago es reescribir lo que tú me pides -repuso Antoine mientras volvía a leer el texto.

– Sí, pero lo haces con tus propias palabras y, gracias a ti, las mías adquieren un sentido que yo no consigo darles.

– ¿Estás segura de que este tipo te merece de verdad? Una cosa puedo asegurarte, si yo recibiera unas cartas como ésas, y no es porque yo las escriba, fueran cuales fuesen mis obligaciones personales o profesionales, ya habría venido a llevarte conmigo.

Sophie apartó la mirada.

– No era eso lo que quería decir -repuso Antoine apesadumbrado, tomándola en sus brazos.

– Ves, de vez en cuando deberías fijarte en lo que dices. No se cuál es el motivo de la riña, pero necesariamente será una pérdida de tiempo, así que coge tu teléfono y llámalo.

Antoine dejó su taza de café.

– ¿Por qué debería dar yo el primer paso? -gruñó él.

– Porque si los dos os hacéis la misma pregunta, vais a arruinaros el día sin motivo.

– Tal vez, pero en esta ocasión, él ha sido el que ha metido la pata.

– ¿Qué es eso tan grave que ha hecho?

– Puedo decirte que ha hecho una tontería, pero no lo voy a denunciar.

– ¡Como dos críos! ¿Se ha disculpado?

– En cierta manera, sí -respondió Antoine, volviendo a pensar en la notita que Mathias le había entregado a Louis.

Sophie descolgó el teléfono de la barra y lo llevó hasta la mesa.

– ¡Llámalo!

Antoine volvió a dejarlo en su lugar.

– Mejor iré a verlo -dijo él levantándose.

Pagó los cafés, y ambos volvieron a salir a Bute Street. Sophie se negó a volver a su tienda antes de ver a Antoine franquear la puerta de la librería.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó Mathias, levantando la mirada de su lectura.

– Nada, pasaba sin más, a ver si todo iba bien.

– Todo va bien, te lo agradezco -dijo él al tiempo que pasaba una página del libro.

– ¿Tienes clientes?

– Ni un alma, ¿por qué?

– Me aburro -susurró Antoine.

Antoine giró el cartelito colgado en la puerta de vidrio del lado de Cerrado.

– Ven, te llevo a dar una vuelta.

– Creía que tenías una montaña de trabajo.

– ¡Deja de discutir todo el tiempo!

Antoine salió de la librería, se subió a su coche, que estaba aparcado frente al escaparte, e hizo sonar dos veces el claxon. Mathias dejó su libro protestando y se encontró con él en la calle.

– ¿Dónde vamos? -preguntó al subir al coche.

– ¡A hacer novillos!

El Austin Healey cogió Queen's Gate, atravesó Hyde Park y se dirigió a Notting Hill. Mathias encontró sitio en la entrada del mercado de Portobello. Las aceras estaban invadidas por tenderetes. Bajaron esa calle, parándose en cada puesto. En el de un ropavejero, Mathias se probó una chaqueta con grandes rayas y un sombrero de dibujos variados; cuando se dio la vuelta para pedirle la opinión a Antoine, éste se había alejado ya, demasiado avergonzado para quedarse junto a él. Mathias devolvió la prenda al colgador y le confió a la vendedora que Antoine no tenía gusto alguno. Dos bonitas mujeres bajaban por la calle vestidas de verano. Sus miradas se cruzaron; ellas les sonrieron al pasar por su lado.

– Lo he olvidado -dijo Antoine.

– Si te refieres a tu billetero, no te preocupes, yo te invito -dijo Mathias a la vez que cogía la cuenta.

– Hace seis años que me limito a ser padre, y me doy cuenta de que ya ni siquiera sé cómo abordar a una mujer. Un día, mi hijo me pedirá que le enseñe a ligar, y yo no sabré qué decir. Te necesito, tendrás que volver a enseñármelo todo desde el principio.

Mathias se bebió su zumo de tomate de un trago y volvió a dejar el vaso sobre la mesa.

– Tendrás que aclararte respecto a lo que quieres, ¡si te niegas a que una mujer entre en nuestra casa!

– Eso no tiene nada que ver, ¡estaba hablando de seducción! ¡Va, déjalo estar!

– ¿Te digo la verdad? Yo también lo he olvidado, amigo mío.

– En el fondo, ¡creo que nunca lo he sabido! -suspiró Antoine.

– Con Karine supiste qué hacer, ¿no?

– Karine me hizo padre y después se fue a ocuparse de los hijos de otros. Hay mejores experiencias sentimentales, ¿no es cierto? Venga, vamos a trabajar.

Dejaron la terraza y volvieron a subir por la calle, caminando uno junto al otro.

– Espero que no te moleste que vuelva a probarme la chaqueta, y esta vez, ¡dame tu opinión de verdad!

– Si me juras que la llevarás delante de nuestros hijos, yo mismo te la regalo.

De vuelta a South Kensington, Antoine aparcó el Austin Healey frente a su despacho. Apagó el motor y esperó unos instantes antes de salir del coche.

– Me siento fatal por lo de ayer noche, tal vez llegué un poco demasiado lejos.

– No, no, tranquilízate, comprendo tu reacción -dijo Mathias con un tono forzado.

– ¡No estás siendo sincero!

– ¡Pues no, no lo estoy siendo!

– Eso es lo que yo pensaba, ¡todavía me guardas rencor!

– ¡Está bien, escucha Antoine, si tienes algo que decir sobre el tema, dilo ya, de verdad que tengo trabajo!

– Yo también -repuso Antoine mientras salía del coche.

Y al entrar en sus oficinas, oyó la voz de Mathias a su espalda.

– Gracias por haberte pasado, lo aprecio de veras.

– No me gusta cuando nos enfadamos, ya lo sabes -respondió Antoine al tiempo que se daba la vuelta.

– A mí tampoco.

– No hablemos más entonces, ya está olvidado.

– Sí, está olvidado -contestó Mathias.

– ¿Vuelves tarde esta noche?

– ¿Por qué?

– Le prometí a McKenzie que iríamos a cenar juntos al local de Yvonne para agradecerle que viniera a ayudarnos con la casa, así que sería genial si pudieras hacerte cargo de los niños.

De vuelta a la librería, Mathias descolgó el teléfono y llamó a Sophie.

El teléfono sonaba. Sophie se excusó ante su cliente.

– Claro que puedo -dijo Sophie.

– ¿No te molesta? -insistió Mathias al otro lado del hilo telefónico.

– No te voy a ocultar que me disgusta la idea de mentir a Antoine.

– No te pido que mientas, sólo que no le digas nada.

La frontera entre la mentira y la omisión era mínima; pero, de todos modos, aceptó hacerle a Mathias el favor que le pedía. Cerraría la tienda un poco antes y se reuniría con él hacia las siete, tal y como había prometido. Mathias colgó.

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