Capítulo 15

En el despacho del director de información, aquel viernes por la mañana, Audrey recibió una noticia que la volvió loca de alegría. La redacción de la cadena, satisfecha por su trabajo, había decidido otorgar más importancia a su tema. Para completar su reportaje, debería ir a la ciudad de Ashford, donde se había instalado una parte de la comunidad francesa. Lo mejor para realizar las entrevistas sería encontrarse con las familias el sábado al mediodía a la salida de la escuela. Audrey aprovecharía también para volver a grabar algunas imágenes inutilizables a causa de una historia que el director de información no entendía en absoluto. Durante toda su carrera, nunca había oído hablar de «un visor de cámara que no encuadraba los planos», pero siempre había una primera vez para todo. Un cámara profesional se reuniría con ella en Londres. Apenas tenía tiempo de ir a casa a hacer la maleta, ya que su tren salía en tres horas.

La puerta se había abierto, pero Mathias no había salido de la trastienda; a aquella hora de la mañana, muchas personas que esperaban que llegara la hora del final de la jornada escolar entraban en su local a hojear una revista y volvían a irse unos minutos más tarde sin comprar nada. No obstante, al oír una voz ligeramente ronca que preguntaba si tenía el Lagarde y Michard, dejó caer su libro y se precipitó hacia la librería.

Se miraban, los dos sorprendidos por la felicidad de verse; para Mathias, la sorpresa era total. La cogió entre sus brazos, y esa vez fue ella la que casi sintió vértigo. ¿Durante cuánto tiempo iba a estar allí?… ¿Para qué hablar de su partida si acababa de llegar?… Porque el tiempo sin verla le había parecido muy largo… Cuatro días allí, iba a ser muy corto… Tenía la piel suave, tenía ganas de ella… Ella tenía en el bolsillo de su impermeable la llave del apartamento de Brick Lane… Sí, encontraría un modo para dejar a su hija a buen cuidado. Antoine se ocuparía de ello… ¿Antoine?… Un amigo con el que se había ido de vacaciones. Pero ya habían hablado bastante. Estaba tan contento de verla, tenía tantas ganas de oír su voz… Ella tenía que confesarle algo, sentía un poco de vergüenza; pero como le había costado tanto contactar con él cuando estaba en Escocia… Le costaba decirlo… Había acabado por creer que estaba casado, que le mentía. Todos aquellos mensajes que llegaban antes de la cena, y después, los silencios durante las noches. Lo sentía. muchísimo, pero eso le pasaba por cicatrices que tenía del pasado… Desde luego que no estaba enfadado, al contrario, ahora estaba todo claro, era mucho mejor que las cosas se hubieran aclarado. Evidentemente, Antoine sabía lo suyo con ella, en Escocia no había dejado de hablarle de ella. Y se moría de ganas de conocerla, tal vez no aquel fin de semana, porque tenían poco tiempo y sólo quería estar con ella… Ella volvería a última hora de la noche, ahora tenía una cita en Pimlico con un cámara que se llevaba a Ashford. Por desgracia, sí, estaría fuera al día siguiente, tal vez también el domingo; era verdad, al final sólo les quedarían dos días… Tenía que irse de verdad, llegaba tarde. No, no podía acompañarla a Ashford, la cadena había exigido que la filmara un profesional… No tenía razón alguna para poner esa mala cara, su colega estaba casado y esperaba un niño… Tenía que dejarla irse, iba a perderse su cita… También quería besarlo de nuevo. Se verían en el bar de Yvonne hacia las ocho.

Audrey se subió a un taxi, y Mathias se precipitó al teléfono. Antoine estaba reunido, pero se conformó con que McKenzie le avisara de que les diera la cena a los niños y de que no lo esperara. No pasaba nada grave; un amigo parisino, de paso por Londres, le había dado una sorpresa al entrar en su librería. Su mujer acababa de abandonarlo y le pedía la custodia de los hijos. Su amigo estaba hecho polvo, e iba a intentar animarlo aquella noche. Había pensado llevarlo a casa, pero no era una buena idea… por los niños. McKenzie estaba de acuerdo en todo con Mathias, habría sido una muy mala idea. Sentía sinceramente lo del amigo de Mathias, qué tristeza… Y, a propósito de los niños, ¿cómo lo llevaban los de su amigo?

– Bueno, escuche, McKenzie, se lo preguntaré esta noche y le llamo mañana para contárselo.

McKenzie carraspeó y prometió pasar el mensaje. Mathias fue el primero en colgar.

Audrey llegó tarde a su cita. El cámara escuchó lo que se esperaba de él y preguntó si había esperanzas de poder acabar el mismo día.

Audrey tampoco tenía ganas de dormir en Ashford, pero el trabajo estaba antes que lo demás. Se citaron para la mañana siguiente en el andén de la estación para coger el primer tren.

De vuelta al barrio, fue a buscar a Mathias. Había tres clientes en su librería; desde la calle le indicó que lo esperaría en el local de Yvonne.

Audrey se instaló en la barra.

– ¿Le guardo una mesa? -preguntó la patrona.

Audrey no sabía si cenaría allí. Prefería esperar en el bar. Pidió una bebida. El restaurante estaba desierto, e Yvonne se acercó para conversar con ella y matar el tiempo.

– ¿Usted es la periodista que investigaba sobre nosotros? -dijo Yvonne, levantándose-. ¿Cuánto tiempo se va a quedar esta vez?

– Tan sólo unos días.

– Entonces, este fin de semana, sobre todo no se pierda la gran fiesta de las flores de Chelsea -dijo Sophie, que fue a sentarse a su lado.

El acontecimiento, que sólo tenía lugar una vez al año, presentaba las creaciones de los mejores horticultores del país. Se podían ver y comprar nuevas variedades de rosas y orquídeas.

– La vida parece muy dulce a este lado de la Mancha -dijo Audrey.

– Depende de para quién -respondió Ivonne-. Sin embargo, debo confesar que cuando uno encuentra su lugar en el barrio, ya no tiene ganas de salir.

Yvonne añadió, para gran alegría de Sophie, que al cabo del tiempo, las personas de Bute Street se habían convertido en una familia.

– En todo caso, parece que han hecho una bonita panda de amigos -repuso Audrey, mirando a Sophie-. ¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?

– A mi edad, ya no se cuenta. Antoine abrió su agencia aquí un año después del nacimiento de su hijo, y Sophie se instaló un poco después, si mi memoria no me falla.

– ¡Ocho años! -repuso Sophie mientras sorbía por la pajita de su vaso-. Y Mathias ha sido el último en llegar.

Parecía que Yvonne casi lo había olvidado.

– Es verdad que él lleva aquí poco tiempo -dijo Sophie.

Audrey enrojeció.

– Pone usted una cara rara. ¿He dicho algo inoportuno? -preguntó Yvonne.

– No, nada en particular. De hecho, también tuve la ocasión de entrevistarlo, y parecía que había vivido en Inglaterra desde siempre.

– Exactamente, desembarcó el 2 de febrero -afirmó Yvonne.

Nunca podría olvidar esa fecha, pues aquel día, John se había jubilado.

– El tiempo es relativo -añadió ella-. Mathias debe de tener la impresión de que se mudó hace más tiempo. Ha sufrido varios inconvenientes desde que se instaló aquí.

– ¿Cuáles? -preguntó discretamente Audrey.

– Me mataría si hablara de ello. Ah, y de todas maneras, él es el único que ignora lo que todo el mundo sabe.

– Creo que tienes razón, Yvonne, ¡Mathias te mataría! -lo interrumpió Sophie.

– Tal vez, pero todos estos secretos me reconcomen, y además, hoy tengo ganas de hablar -repuso la dueña mientras se servía un nuevo vaso de vino-. Mathias nunca ha llegado a reponerse de su separación de Valentine, la madre de su hija. Y aunque esté dispuesto a jurar lo contrario, en buena parte, ha venido aquí para reconquistarla. Pero no ha tenido suerte, porque ella se mudó a París en cuanto él llegó a la ciudad. Y todavía se enfadaría más conmigo por decir esto, pero creo que la vida le ha hecho un gran favor. Valentine no volverá.

– Ahora, creo que definitivamente se va a enfadar contigo -repitió Sophie para cortar a Yvonne-. Todas estas historias no deben de interesar en absoluto a la señorita.

Yvonne miró a las dos mujeres sentadas en su bar y se encogió de hombros.

– Es probable que tengas razón, y además, tengo cosas que hacer.

Cogió su vaso y volvió a la oficina.

– Al zumo de tomate invita la casa -dijo al irse.

– Lo siento -dijo Sophie turbada-. Normalmente Yvonne no es muy chismosa, excepto cuando está triste. Y, a juzgar por la sala, no se anuncia una buena noche.

Audrey se quedó en silencio. Dejó el vaso en el mostrador.

– ¿Le pasa algo? -preguntó Sophie-. Está usted pálida.

– Soy yo la que lo siente. Es por el tren. Me he sentido mal durante todo el viaje -dijo Audrey.

Audrey tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para no dar muestras del peso que le oprimía el pecho. No se debía a que Yvonne hubiera revelado el motivo por el que Mathias había abandonado París; pero, al oír el nombre de Valentine, se sentía inmersa en una intimidad que no le pertenecía, y la herida había sido dolorosa.

– Debo de tener una pinta horrorosa -comentó Audrey.

– No, ya ha recuperado el buen color -replicó Sophie-. Venga conmigo, vamos a caminar un poco.

Ella la invitó a refrescarse en su trastienda.

– Muy bien, ahora está mucho mejor -dijo Sophie-. Debe de haber un virus en el aire, yo también he sentido náuseas esta mañana.

Audrey no sabía cómo darle las gracias. En ese momento, Mathias entró en la tienda.

– ¿Estás aquí? Te he buscado por todas partes.

– Deberías haber empezado por aquí, donde siempre estoy -respondió Sophie.

Pero Mathias estaba mirando a Audrey.

– Había venido a admirar las flores mientras te esperaba -repuso esta última.

– ¿Vamos? -preguntó Mathias-. Ya he cerrado la librería.

Sophie se calló. Su mirada pasaba de Audrey a Mathias y de Mathias a Audrey. Y cuando los dos se fueron, no pudo evitar pensar que Yvonne había dado en el clavo.

Si un día Mathias se llegaba a enterar de su conversación, tendría ganas de matarla.

El taxi subía por Oíd Brompton Road. En el cruce de Clareville Grove, Mathias señaló su casa con un dedo.

– Parece grande -dijo Audrey.

– Tiene encanto.

– ¿Me llevarás un día de visita?

– Sí, algún día -respondió Mathias.

Ella apoyó la cabeza en el cristal. Mathias le acariciaba la mano; Audrey permanecía silenciosa.

– ¿Estás segura de que no quieres ir a cenar? -preguntó él-. Estás rara.

– Me encuentro mal, ya se me pasará.

Mathias propuso dar un paseo, el aire de la noche le iría bien. El taxi los dejó junto al Támesis. Se sentaron en un banco, junto al malecón. Frente a ellos, las luces de la torre Oxo se reflejaban | en el río.

– ¿Por qué has querido venir aquí? -preguntó Audrey.

– Porque desde nuestro fin de semana, he vuelto varias veces. Es un poco nuestro sitio.

– No era lo que te preguntaba, pero no importa.

– ¿Qué pasa?

– Nada, te lo aseguro, idioteces que me han fastidiado el ánimo; pero intento olvidarlas.

– Entonces, ¿te ha vuelto el apetito?

Audrey sonrió.

– ¿Crees que algún día podrás subir allá arriba? -preguntó! ella, levantando la cabeza.

En el último piso, las ventanas del restaurante estaban iluminadas.

– Algún día, tal vez -respondió Mathias con aire soñador.

Condujo a Audrey al paseo que bordeaba el río.

– ¿Qué era lo que me querías preguntar?

– Me preguntaba por qué habías venido a vivir a Londres.

– Me imagino que es para conocerte -respondió Mathias.

Al entrar en el apartamento de Brick Lane, Audrey llevó a Mathias hacia su habitación. Se pasaron el resto de la noche abrazados en la cama; conforme pasaba el tiempo, el recuerdo del mal momento que había pasado en el bar de Yvonne se esfumaba. A medianoche, Audrey tenía hambre, pero el frigorífico estaba vacío. Se vistieron a toda velocidad y bajaron corriendo a Spitafields. Entraron en uno de esos restaurantes que permanece abierto toda la noche. La clientela era heterogénea. Como estaban sentados junto a una mesa de músicos, se mezclaron en su conversación. Y, mientras Audrey se exaltaba al sostener, contra la opinión de los demás, que Chet Baker había sido mejor trompetista que Miles Davis, Mathias la devoraba con los ojos.

Las callejuelas de Londres resultaban bonitas cuando ella caminaba agarrada de su brazo. Escuchaban el ruido de sus pasos, jugaban con su sombra que se alargaba bajo la luz de una farola. Mathias volvió a acompañar a Audrey hasta la casa de ladrillos rojos, se dejó de nuevo arrastrar al interior y volvió a irse cuando ella lo echó avanzada la noche. Ella cogía el tren en unas horas, y la esperaba una larga jornada de trabajo. No sabía cuándo volvería de Ashford; pero lo llamaría mañana, eso se lo prometía.

De regreso a casa, Mathias se encontró a Antoine trabajando en su mesa.

– ¿Qué haces todavía levantado?

– Emily ha tenido una pesadilla, me he levantado para calmarla y no he podido volver a dormir, así que intento aprovechar el tiempo.

– ¿Ella está bien? -preguntó Mathias, inquieto.

– No te he dicho que estuviera enferma, sino que había tenido una pesadilla, y es por culpa vuestra, por todas esas historias de fantasmas.

– ¿Es que has olvidado por qué nos fuimos a Escocia?

– El fin de semana que viene empiezo las obras en el local de Yvonne.

– ¿Estabas trabajando en eso?

– Entre otras cosas.

– ¿Me lo enseñas? -dijo Mathias mientras se quitaba el abrigo.

Antoine abrió la carpeta de dibujo y expuso los bocetos ante su amigo. Mathias se quedó extasiado.

– Va a quedar formidable. ¡Qué contenta se pondrá Yvonne!

– Ya podrá.

– ¿Y sigues siendo tú quien costea las obras?

– No quiero que ella se entere, ¿está claro?

– ¿Y saldrá muy caro el proyecto?

– Si no cuento los honorarios de la agencia, digamos que invertiré los beneficios de otras dos reformas.

– ¿Y tienes los medios?

– No.

– Entonces, ¿por qué lo haces?

Antoine miró durante un rato a Mathias.

– Está muy bien lo que has hecho esta noche, consolar a un amigo al que ha dejado su mujer, y más ahora que sufres tanto por tu separación.

Mathias no respondió nada, se inclinó sobre los dibujos de Antoine y miró una última vez cuál sería el nuevo aspecto de la sala.

– ¿Cuántos asientos habrá en total? -preguntó él.

– Los mismos que cubiertos, setenta y seis.

– ¿Y cuánto valen las sillas?

– ¿Por qué? -preguntó Antoine.

– Porque quiero regalárselas.

– ¿Te apetece ir a fumar un puro al jardín? -dijo Antoine, cogiendo a Mathias por el hombro.

– ¿Has visto qué hora es?

– No te pongas a repetir mis réplicas. Es la mejor hora de todas, va a amanecer. ¿Vamos?

Sentado en el suelo, Antoine sacó dos Monte Cristo de su bolsillo. Olisqueó las capas antes de acercar uno a la llama de una cerilla. Cuando consideró que el cigarro de Mathias estaba listo, lo cortó, se lo ofreció y se ocupó de preparar el suyo.

– ¿Quién era ese amigo tuyo con problemas?

– Un tal David.

– No me suena -respondió Antoine.

– ¿Estás seguro? Me asombras. ¿Nunca te he hablado de David?

– ¡Tienes brillo en los labios, Mathias! Sigue riéndote en mi cara y vuelvo a construir la pared que separaba la casa.


Audrey durmió durante todo el trayecto. Al llegar a Ashford, el cámara tuvo que sacudirla para despertarla antes de que el tren entrara en la estación. No tuvieron ni un respiro en todo el día, pero la relación entre ellos fue cordial. Cuando le pidió que se quitara su echarpe porque le molestaba para enfocar, sintió unas ganas locas de lanzarse a su móvil; pero el teléfono de la librería estaba siempre ocupado. Louis había pasado gran parte del día en la trastienda, sentado delante del ordenador. Enviaba correos electrónicos a África, y Emily corregía las faltas de ortografía. Para ella, era una buena forma de calmar la impaciencia con la que se enfrentaba a cada hora, a causa de…

Por la tarde, en la mesa, anunció la noticia. Su mamá la había llamado, llegaría avanzada la noche y se alojaría en el hotel que estaba al otro lado de Bute Street. Iría a buscarla mañana por la mañana. Sería un domingo genial, y lo pasarían las dos solas.

Cuando acabaron de cenar, Sophie se llevó aparte a Antoine y le propuso llevar a Louis a la fiesta de las flores de Chelsea. Su hijo tenía una gran necesidad de un momento de complicidad femenina. Cuando su padre estaba presente, se abría menos. Para Sophie, Louis era un libro abierto.

Conmovido, Antoine se lo agradeció. Y además, le convenía, así aprovecharía para pasar el día en la agencia y sacar adelante el trabajo atrasado. Mathias no decía nada. Después de todo, cada uno se había organizado su propio programa sin tenerlo en cuenta. ¡Él también tenía el suyo! A condición, no obstante, de que Audrey regresara de Ashford. Su último mensaje decía: «A lo peor, mañana a media tarde».

Antoine se había ido de casa en cuanto había amanecido. Bute Street dormía todavía cuando entró en la agencia. Puso la cafetera en marcha, abrió de par en par las ventanas y se puso manos a la obra.

Tal y como había prometido, Sophie pasó a buscar a Louis a las ocho. El pequeño había insistido en llevar su americana, y Mathias, que todavía estaba medio dormido, había tenido que esforzarse para hacer bien el nudo de la pequeña corbata. En la fiesta de las flores de Chelsea, había ciertas costumbres, y era común ir muy elegante. Sophie había hecho reír a Emily a carcajadas cuando había entrado en el salón con su gran sombrero. En cuanto Louis y Sophie se hubieron ido, Emily subió a prepararse. Ella también quería estar guapa. Se iba a poner un mono azul, zapatillas y su camiseta rosa; siempre que iba vestida así, su madre decía que iba muy mona. Llamaron a la puerta, todavía le quedaba peinarse, así que no le importó hacer esperar a su madre; después de todo, ella llevaba dos meses esperándola.

Mathias, con el pelo alborotado, recibió a Valentine en pijama.

– ¡Qué sexy! -dijo ella al entrar.

– Pensaba que llegarías más tarde.

– Estaba de pie a las seis, y desde entonces, he estado dando vueltas en la habitación del hotel. ¿Está Emily despierta?

– Está poniéndose sus mejores galas, pero no te he dicho nada; debe de haberse cambiado por décima vez, no te imaginas cómo está el cuarto de baño.

– Después de todo, ha heredado dos o tres cosas de su padre -dijo riendo Valentine-. ¿Me preparas un café?

Mathias se dirigió a la cocina y pasó detrás del mostrador.

– Es bonita vuestra casa -exclamó Valentine mientras miraba a su alrededor.

– Antoine tiene buen gusto. ¿Por qué te ríes?

– Porque es lo que decías de mí a los amigos que venían a cenar a nuestra casa -dijo Valentine, sentándose en un taburete.

Mathias llenó la taza y la colocó delante de Valentine.

– ¿Tienes azúcar? -preguntó ella.

– No tomas -respondió Mathias.

Valentine recorrió la cocina con la mirada. Todo estaba bien ordenado en los estantes.

– Es formidable lo que habéis construido juntos.

– ¿Te estás burlando? -preguntó Mathias a la vez que se servía un café.

– No, estoy sinceramente impresionada.

– Ya te lo he dicho, Antoine se ocupa de todo.

– Tal vez, pero aquí se respira felicidad, y tú debes de ser el responsable de ello.

– Digamos que hago lo que puedo.

– Tranquilízame, ¿al menos discutís alguna vez?

– ¿Antoine y yo? Jamás.

– Te he pedido que me tranquilizaras.

– Bueno, vale, un poco todos los días.

– ¿Crees que a Emily le queda mucho para estar lista?

– ¿Qué quieres que te diga? ¡Después de todo, esta niña ha heredado dos o tres cosas de su madre!

– No te puedes imaginar cuánto la echo de menos.

– Sí puedo, la he echado de menos durante tres años.

– ¿Ella es feliz?

– Lo sabes bien, la llamas todos los días.

Valentine se desperezó a la vez que bostezaba.

– ¿Quieres otra taza? -preguntó Mathias, volviéndose hacia la cafetera eléctrica.

– La necesitaría, no he descansado mucho esta noche.

– ¿Llegaste tarde ayer?

– Razonablemente, pero he dormido muy poco. Estaba impaciente por ver a mi hija. ¿Estás seguro de que no puedo subir a darle un beso? Es una tortura.

– Si quieres fastidiarle la sorpresa, ve; si no, aguántate y deja que baje. Ayer por la noche ya estaba preparando lo que se iba a poner.

– En todo caso, te veo en forma, incluso en albornoz -dijo Valentine a la vez que le acariciaba la mejilla a Mathias.

– Estoy bien.

Valentine jugueteaba con un azucarillo.

– He retomado la guitarra, ¿sabes?

– Muy bien, siempre te dije que no deberías haberlo dejado

– Pensaba que ayer vendrías a verme al hotel. Sabías en que habitación estaba.

– Eso no lo haré más, Valentine.

– ¿Has conocido a alguien?

Mathias asintió con la cabeza.

– ¿Y es tan serio como para serle fiel? Entonces has cambiado de verdad. Tiene suerte.

Emily bajó por la escalera, cruzó el salón y saltó a los brazos de su madre. Ambas se unieron en un torbellino de besos y abrazos. Mathias las miraba, y la sonrisa que se dibujó en la cara demostró que los años que pasan no siempre borran los momentos escritos en pareja.

Valentine cogió a su hija de la mano. Mathias las acompañó. Abrió la puerta de la casa, pero Emily había olvidado su bolso en la habitación. Mientras ella subía a buscarlo, Valentine la esperó en el rellano.

– Te la traigo a eso de las seis, ¿te parece bien?

– Organiza la excursión con tu hija como quieras, pero yo le corto los bordes al pan de molde; bueno, ahora que estás con ella, haz lo que te parezca mejor, pero ella lo prefiere sin corteza.

Valentine pasó la mano por la mejilla de Mathias con ternura.

– Tranquilo, tanto ella como yo nos las apañaremos.

Y, aupándose por encima de su hombro, gritó a Emily que se diera prisa.

– Apresúrate, querida, estamos perdiendo tiempo.

Pero la pequeña ya la cogía de la mano y se la llevaba a la calle.

Valentine volvió con Mathias y se acercó a su oreja.

– Me alegro por ti, te lo mereces, eres un hombre formidable.

Mathias se quedó unos instantes en el rellano, mirando cómo se alejaban Emily y Valentine por Clareville Grove.

Cuando volvió a entrar en la casa, su teléfono móvil sonaba. Lo buscó por todas partes, sin encontrarlo. Finalmente, lo vio en el alféizar de la ventana, descolgó justo a tiempo y reconoció inmediatamente la voz de Audrey.

– De día -dijo ella con voz triste-, la fachada es todavía más bella, y tu mujer es verdaderamente preciosa.

La joven periodista que se había ido de Ashford al alba para darle una bonita sorpresa al hombre del que se había enamorado cerró su teléfono y dejó Clareville Grove.

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