Londres, algunos meses más tarde
La primavera había llegado. Y, aunque en aquellos primeros días de abril el sol se escondía todavía detrás de las nubes, la temperatura no permitía duda alguna sobre la llegada de la estación. El barrio de South Kensington estaba en plena efervescencia. Los puestos de los vendedores rebosaban de frutas y verduras, bellamente colocadas; la tienda de flores de Sophie también estaba llena, y la terraza del restaurante de Yvonne estaba a punto de abrir. A Antoine se le amontonaba el trabajo. Después de comer, había atrasado dos citas para seguir el avance en las tareas de pintura de una preciosa pequeña librería en la esquina de Bute Street.
Las estanterías de la French Bookshop estaban protegidas por plásticos, y los pintores estaban dando los últimos retoques. Antoine miró su reloj con inquietud y se volvió hacia su socio.
– ¡Es imposible que acaben esta tarde!
Sophie entró en la librería.
– Volveré a venir esta tarde para entregarte el ramo. La pintura ama las flores, pero no es recíproco.
– Al paso que van las cosas, mejor vuelve mañana -respondió Antoine.
Sophie se acercó a él.
– Va a dar saltos de alegría, que falte una escalera o una aquí y allá no es grave.
– Hasta que esté acabado del todo, no estará bien.
– Eres un maniático. Bueno, cierro la tienda y vengo a echaros una mano. ¿A qué hora llega?
– Ni idea; ya sabes cómo es, ha cambiado cuatro veces de horario.
Sentado en la parte trasera de un taxi, con la maleta a sus pies y un paquete bajo el brazo, Mathias no comprendía nada de lo que le decía el chófer. Por educación, le respondía con un sí o con un no tímido, al tiempo que intentaba interpretar su mirada en el retrovisor. Al subir, había escrito la dirección a la que iba en el dorso de su billete de tren, y se había puesto en manos de aquel hombre que, a pesar de un problema de comunicación flagrante y de un volante colocado en el lado erróneo, le parecía, no obstante, de toda confianza.
El sol aparecía al fin por entre las nubes, y sus rayos iluminaban el Támesis, convirtiendo las aguas del río en un largo lazo plateado. Al atravesar el puente de Westminster, Mathias descubrió el contorno de la abadía en la orilla opuesta. En la acera, una joven pegada al parapeto, con un micrófono en la mano, recitaba su texto frente a una cámara.
– Cerca de cuatrocientos mil compatriotas nuestros habrían cruzado La Mancha para venir a instalarse a Inglaterra.
El taxi dejó atrás a la periodista y se adentró en el corazón de la ciudad.
Tras su mostrador, un viejo señor inglés ordenaba algunos papeles en una plegadera de cuero estropeada por el paso del tiempo. Miró a su alrededor e inspiró profundamente antes de volver a su trabajo. Accionó con cuidado el mecanismo de apertura de la caja registradora y escuchó el tintineo delicado de la pequeña campanilla cuando se abrió el carro de monedas.
– Cielos, cómo voy a echar de menos este ruido -dijo.
Pasó la mano por debajo de la antigua máquina y accionó un resorte que liberó de sus raíles el carro de la caja. Lo colocó sobre un taburete que no estaba lejos de él. Se inclinó para coger un librito con tapas rojas y gastadas del fondo del enclave. La novela estaba firmada por P. G. Wodehouse. El viejo señor inglés, que respondía al nombre de John Glover, olisqueó el libro y lo apretó contra él. Se puso a hojearlo con una atención que rayaba en la ternura. Después, lo colocó bien a la vista en el único estante que no estaba envuelto, y volvió detrás del mostrador. Cerró de nuevo su portafolio y se puso a esperar con los brazos cruzados.
– ¿Todo va bien, señor Glover? -preguntó Antoine a la vez que miraba su reloj.
– Si fuera mejor, sería casi indecente -respondió el viejo librero.
– No debería tardar mucho más.
– A mi edad, los retrasos en una cita inevitable sólo suponen buenas noticias -repuso Glover en un tono forzado.
Un taxi se paró frente a la acera. La puerta de la librería se abrió, y Mathias se lanzó a los brazos de su amigo. Antoine carraspeó y señaló con la mirada al anciano señor que lo esperaba al fondo de la librería, a diez pasos de él.
– Ah, sí, ahora comprendo mejor lo que significa para ti «pequeño» -susurró Mathias a la vez que miraba a su alrededor.
El viejo librero se levantó y le tendió una mano franca a Mathias.
– El señor Popinot, supongo -dijo él en un francés casi perfecto.
– Llámeme Mathias.
– Me hace muy feliz recibirle aquí, señor Popinot. Probablemente, al principio, le costará acostumbrarse al sitio; el lugar puede parecer pequeño, pero el alma de esta librería es inmensa.
– Señor Glover, no me llamo Popinot.
John Glover le tendió el viejo portafolio a Mathias y lo abrió ante él.
– En el bolsillo central encontrará todos los documentos firmados por el notario. Tenga cuidado con el cierre, después de setenta años, es extrañamente caprichoso.
Mathias cogió la carpeta y le dio las gracias a su anfitrión.
– Señor Popinot, ¿puedo pedirle un favor, un favorcillo de nada, que me llenaría de alegría?
– Con gran placer, señor Glover -respondió Mathias dubitativo-, pero permítame insistir, no me llamo Popinot.
– Como usted quiera -repuso el librero en tono condescendiente-. ¿Podría preguntarme si, por alguna remota casualidad, dispongo en mis estantes de un ejemplar de Inimitable Jeeves?
Mathias se volvió hacia Antoine para buscar en los ojos de su amigo alguna explicación. Antoine se limitó a encogerse de hombros. Mathias carraspeó y miró a John Glover de la manera más seria del mundo.
– ¿Señor Glover, tendría usted por alguna remota casualidad un libro cuyo título es Inimitable Jeeves, por favor?
El librero se dirigió con paso decidido hacia el estante que no estaba envuelto, cogió el único ejemplar que había sobre él y se lo ofreció con orgullo a Mathias.
– Como usted constatará, el precio indicado en la cubierta es de media corona; dado que ya no es moneda de curso legal, y para que ésta sea una transacción entre caballeros, he calculado que la suma a la que correspondería sería la de cincuenta peniques, si usted está de acuerdo, desde luego.
Desconcertado, Mathias aceptó la propuesta, y Glover le entregó el libro. Antoine le dio a su amigo los cincuenta peniques, y el librero decidió que había llegado el momento de mostrar el local al nuevo gerente.
Aunque la librería apenas ocupaba sesenta y dos metros cuadrados, contando la superficie ocupada por las bibliotecas y la minúscula trastienda, la visita duró sus treinta buenos minutos. Durante todo ese tiempo, Antoine tuvo que soplarle a su mejor amigo las respuestas a las preguntas que continuamente le planteaba el señor Glover cuando abandonaba el francés para retomar su lengua natal. Después de enseñarle el buen uso de la caja registradora, y sobre todo cómo desbloquear el tirador de la caja cuando el resorte hacía de la suyas, el viejo librero le pidió a Mathias que lo acompañara para cumplir con una tradición, lo que él hizo de buena gana.
Bajo el umbral de la puerta, y no sin demostrar una cierta emoción, pues una sola vez no hacía un hábito, el señor Glover abrazó a Mathias y lo apretó contra él.
– He pasado toda mi vida en este lugar -dijo él.
– Lo cuidaré bien, tiene usted mi palabra de honor -respondió Mathias con solemnidad y sinceridad.
El viejo librero se acercó a su oreja.
– Acababa de cumplir veinticinco años y no pude celebrarlos, puesto que mi padre tuvo la lamentable idea de morir el día de mi cumpleaños. Debo confesarle que nunca acabé de entender su sentido del humor. A la mañana siguiente, tuve que hacerme cargo de su librería, que, en la época, era inglesa. El libro que usted tiene en las manos es el primero que vendí. Teníamos dos ejemplares, y conservé éste tras jurarme que no me separaría de él hasta que me jubilara. ¡Cómo he amado mi profesión! Estar rodeado de libros y acompañado todos los días por los personajes que viven en sus páginas… Cuide bien de ellos.
El señor Glover miró por última vez la obra de tapas rojas que Mathias tenía en sus manos y le dijo con una sonrisa en los labios:
– Estoy seguro de que Jeeves velará por usted.
Saludó a Mathias y se fue.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias-. ¿Puedes vigilar la tienda un segundo?
Y antes de que Antoine respondiera, Mathias se precipitó a la calle tras los pasos del señor Glover. Alcanzó al viejo librero al final de Bute Street.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó este último.
– ¿Por qué me habéis llamado Popinot?
Glover miró a Mathias con ternura.
– Debería adoptar el hábito de no salir jamás en esta época sin paraguas. El tiempo no es tan malo como se dice, pero en esta ciudad la lluvia empieza a caer sin avisar.
El señor Glover abrió su paraguas y se alejó.
– Me habría encantado conocerlo, señor Glover. Estoy orgulloso de ser su sucesor -gritó Mathias.
El hombre del paraguas se volvió y sonrió a su interlocutor.
– Si hay algún problema, encontrará en el fondo de la caja registradora el número de teléfono de la casita de Kent donde me voy retirar.
La elegante silueta del viejo librero desapareció al volver la esquina. La lluvia empezó a caer. Mathias levantó la mirada y observó el cielo encapotado. Oyó a su espalda los pasos de Antoine.
– ¿Qué querías de él? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias, a la vez que cogía su paraguas.
Mathias volvió a su librería, y Antoine, a su despacho; y los dos amigos se volvieron a encontrar después de comer delante de la escuela.
Sentados al pie del gran árbol que oscurecía la placita, Antoine y Mathias miraban la campana que anunciaría el final de las clases.
– Valentine me ha pedido que recoja a Emily, ella está ocupada en el consulado -dijo Antoine.
– ¿Por qué mi ex mujer llama a mi mejor amigo para pedirle que recoja a mi hija?
– Porque nadie sabía a qué hora llegarías.
– ¿Ella llega tarde a menudo a recoger a Emily a la escuela?
– ¡Te recuerdo que cuando vivíais juntos, no llegabas a casa ningún día antes de las ocho de la tarde!
– ¿Tú eres mi mejor amigo o el suyo?
– Cuando dices cosas como ésa, consigues que dude sobre si es a ti a quien vengo a buscar a la escuela.
Mathias ya no escuchaba a Antoine. Desde el patio de recreo, una niña le brindaba la sonrisa más bella del mundo. Con el corazón saliéndosele del pecho, él se levantó y su rostro se iluminó con la misma sonrisa. Al mirarlos, Antoine se dijo que sólo la naturaleza había podido imaginar una semejanza tan bella.
– ¿De verdad te vas a quedar? -preguntó la niña mientras su padre se la comía a besos.
– ¿Te he mentido alguna vez? -No, pero siempre hay una primera vez. -¿Y tú estás segura de que no mientes sobre tu edad? Antoine y Louis los habían dejado solos. Emily estaba decidida a descubrirle su barrio a su padre. Cuando entraron de la mano en el restaurante de Yvonne, Valentine los esperaba sentada en el mostrador. Mathias se acercó a ella y la besó en la mejilla, mientras Emily se instalaba en la mesa donde solía hacer sus deberes. -¿Estás cansada? -preguntó Mathias, a la vez que se sentaba en un taburete.
– No -respondió Valentine. -Sí, estoy seguro, tienes aspecto de estar cansada. -No lo estaba antes de que me preguntaras, pero puedo llegar a estarlo si quieres. -¡Ves cómo lo estás! -Emily está deseando dormir en tu casa esta noche.
– Pues ni siquiera he tenido tiempo de echarle una ojeada. Mis muebles llegan mañana.
– ¿No has visto tu piso antes de mudarte?
– No he tenido tiempo, todo se precipitó. Tenía muchas cosas que arreglar en París antes de venir aquí. ¿Por qué sonríes?
– Por nada -respondió Valentine
– Me gusta cuando sonríes así por nada.
Valentine pestañeó.
– Yo adoro cuando tus labios se mueven así.
– Ya vale -dijo Valentine con voz dulce-. ¿Necesitas que yo te eche una mano para instalarte?
– No, ya me las arreglaré. ¿Quieres que desayunemos juntos mañana? Vamos, si tienes tiempo.
Valentine respiró hondo y le pidió a Yvonne un diabolo frío.
– Puede que no estés cansada, pero en todo caso, estás contrariada. ¿No será porque voy a instalarme en Londres? -repuso Mathias.
– Pues claro que no -dijo Valentine mientras acariciaba con la mano la mejilla de Mathias-, al contrario.
El rostro de Mathias se iluminó.
– ¿Cómo que al contrario? -preguntó él con un hilo de voz.
– Tengo que decirte una cosa -susurró Valentine-, y Emily todavía no está al corriente de la misma.
Inquieto, Mathias acercó su taburete.
– Me vuelvo a París, Mathias. El cónsul acaba de proponerme la dirección de un servicio. Es la tercera vez que me ofrecen un puesto importante en el Quay d'Orsay. Siempre he dicho que no, porque no quería cambiar de escuela a Emily. Se ha construido una vida aquí, y Louis se ha convertido en un hermano para ella. Ella ya piensa que le quité a su padre, así que no quiero que me reproche también haberle quitado a sus amigos. Si no hubieras venido a instalarte a Londres, probablemente lo hubiera rechazado de nuevo; pero ahora que tú estás aquí, todo cuadra.
– ¿Has aceptado?
– No se puede rechazar cuatro veces una promoción.
– ¡Ésta habría sido la tercera vez, si las cuentas no me fallan-repuso Mathias.
– Creía que lo comprenderías -dijo Valentine con calma.
– Lo que entiendo es que ahora que llego, tú te vas.
– Vas a hacer tu sueño realidad, vas a vivir con tu hija -dijo Valentine sin apartar la mirada de Emily, que estaba dibujando en su cuaderno-. La voy a echar muchísimo de menos.
– Es tu hija. ¿Qué crees que va a pensar ella?
– Te quiere más que a nada en el mundo, y además, la custodia compartida no tiene por qué ser obligatoriamente una semana cada uno.
– ¿Insinúas que es mejor si vive tres años con cada uno?
– Simplemente vamos a cambiar los papeles, tú me la enviarás durante las vacaciones.
Yvonne salió de la cocina.
– ¿Todo va bien? -preguntó ella, tras dejar el vaso de diabolo frío ante Valentine.
– ¡Formidable! -respondió Mathias vivamente.
Yvonne, dudando, los miró alternativamente y se volvió a sus cazuelas.
– Seréis felices juntos, ¿no crees? -preguntó Valentine tras sorber por la pajita.
Mathias estaba haciendo trizas un trozo de madera que salía del mostrador.
– ¡Si me lo hubieras dicho hace un mes, todos podríamos haber sido felices… en París!
– Venga, ¿no crees que todo irá bien? -preguntó Valentine.
– ¡Todo irá formidablemente bien! -dijo gruñendo Mathias, que acabó de arrancar el trozo de mostrador-. Ya adoro el barrio. ¿Y cuándo piensas hablar con tu hija?
– Esta tarde.
– ¡Formidable! ¿Y cuándo te vas?
– A finales de semana.
– ¡Formidable!
Valentine posó su mano sobre los labios de Mathias.
– Todo saldrá bien, ya verás.
Antoine entró en el restaurante y se dio cuenta enseguida de la cara de circunstancias de su amigo.
– ¿Estás bien? -preguntó él.
– ¡Formidable!
– Me voy -dijo inmediatamente Valentine, a la vez que abandonaba su taburete-. Tengo un montón de cosas que hacer. ¿Vienes, Emily?
La niña se levantó, besó a su padre y después a Antoine, y se reunió con su madre. La puerta del establecimiento se cerró tras ellas.
Antoine y Mathias estaban sentados uno al lado del otro. Yvonne rompió el silencio al dejar un vaso de coñac sobre el mostrador.
– Toma, bébetelo, es un remedio… formidable.
Mathias miró a Antoine y a Yvonne por turno.
– ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabíais?
Yvonne se excusó diciendo que tenía mucho trabajo en la cocina.
– ¡Tan sólo unos días! -respondió Antoine-. Y además, no me mires así, no me correspondía a mí decírtelo… Y no era algo seguro…
– ¡Bueno, pues ahora lo es! -dijo Mathias, bebiéndose el coñac de un trago.
– ¿Quieres que te lleve a ver tu nueva casa?
– Me parece que por ahora no hay gran cosa que visitar -repuso Mathias.
– Hasta que recibas tus muebles, te he instalado una cama en tu habitación. Ven a cenar con nosotros -propuso Antoine-. Louis estará encantado.
– Quiero a Mathias para mí-dijo Yvonne, interrumpiendo su conversación-; hace meses que no lo veo, tenemos muchas cosas que contarnos. Venga, Antoine, tu hijo se impacienta.
Antoine dudaba en abandonar a su amigo, pero como Yvonne lo presionaba, se resignó y, al irse, le murmuró al oído que todo iba a ir…
– … ¡Formidable! -concluyó Mathias.
Cuando subía por Bute Street con su hijo, Antoine llamó al escaparate de Sophie. Ella se reunió fuera con él enseguida.
– ¿Quieres venir a cenar a casa? -preguntó Antoine.
– No, eres un cielo, pero aún no he terminado todos los ramos.
– ¿Necesitas ayuda?
El codazo que Louis asestó a su padre no le pasó desapercibido a la joven florista. Ella le pasó la mano por el cabello.
– Iros, es tarde, y me sé de uno que debe de tener más ganas de ver dibujos animados que de jugar a ser florista.
Sophie se acercó para besar a Antoine, y él le deslizó una carta en la mano.
– He puesto todo lo que me has pedido, sólo tienes que copiarla con tu letra.
– Gracias, Antoine.
– ¿Y algún día nos presentarás a ese tipo al que escribo…?
– Algún día, te lo prometo.
Al final de la calle, Louis tiró a su padre del brazo.
– ¡Oye, papá, si te aburre cenar solo conmigo, me lo podrías decir sin más!
Y mientras su hijo aceleraba el paso para dejarlo atrás, Antoine le soltó:
– He preparado para los dos una cena que te va a encantar: croquetas caseras y un suflé de chocolate, todo cocinado por tu padre.
– Ya, ya… -dijo Louis entre dientes, mientras subía al Austin Healey.
– Mira que tienes mal carácter -repuso Antoine mientras le colocaba el cinturón de seguridad.
– ¡Pues igual lo tengo!
– Igual que tu madre, no te creas…
– Mamá me envió ayer un correo electrónico -dijo Louis mientras el coche se alejaba por Brompton Road.
– ¿Está bien?
– Por lo que me ha dicho, son las personas de su alrededor las que no están muy bien. Ahora está en Darfur. ¿Dónde está eso exactamente, papá?
– Sigue estando en África.
Sophie recogió las hojas que había barrido de las antiguas jardineras de la tienda. Arregló el ramo de rosas blancas del gran jarrón de la vitrina y puso un poco de orden en las ramas de rafia suspendidas por encima del mostrador. Se quitó su blusa blanca y la colgó en la percha de hierro forjado. Tres hojas sobresalían de su bolsillo. Cogió la carta escrita por Antoine, se sentó en el taburete de detrás de la caja y comenzó a copiar las primeras líneas.
Algunos clientes acababan de cenar en la sala. Mathias cenaba solo en el mostrador. El turno llegaba a su fin. Yvonne se hizo un café y fue a sentarse a un taburete cerca de él.
– ¿Estaba bueno? Si me respondes que «formidable», te doy una bofetada.
– ¿Conoces a un tal Popinot?
– Nunca he oído hablar de él, ¿por qué?
– Por nada -dijo Mathias mientras tamborileaba con los dedos sobre el mostrador.
– ¿Has conocido a Glover?
– Es una celebridad del barrio. Un hombre discreto y elegante, inconformista, un enamorado de la literatura francesa. No sé qué mosca le ha picado.
– ¿Una mujer, tal vez?
– Siempre lo he visto solo -respondió Yvonne secamente-, y además, ya me conoces, jamás hago preguntas.
– Entonces, ¿cómo lo haces para saber todas las respuestas?
– Me dedico a escuchar más que a hablar.
Yvonne posó su mano sobre la de Mathias y la agarró con ternura.
– Te adaptarás, no te preocupes.
– Me parece que eres optimista. ¡En cuanto pronuncio dos palabras en inglés, mi hija se echa a reír!
– Te aseguro que nadie habla en inglés en este barrio.
– Así pues, ¿Valentine te había contado sus planes? -preguntó Mathias mientras apuraba el último trago de su vaso de vino.
– ¡Has venido aquí por tu hija! ¿No contarías con recuperar también a Valentine cuando te viniste a instalar aquí?
– Cuando se ama, no se cuenta con nada, me lo has repetido cien veces.
– Todavía no te has recuperado, ¿verdad?
– No lo sé, Yvonne; a menudo la echo de menos, eso es todo.
– Entonces, ¿por qué la engañaste?
– Fue hace mucho tiempo, cometí una estupidez.
– Pues sí, tal vez, pero ese tipo de estupideces uno las paga toda la vida. Aprovecha esta aventura londinense para pasar página. Eres un hombre más bien guapo; si yo tuviera treinta años menos, te tiraría los tejos. Si la felicidad llama a tu puerta, no la dejes pasar.
– No estoy seguro de que esa felicidad tuya tenga mi nueva dirección…
– ¿Cuántas citas has estropeado los últimos tres años porque en el amor vivías a caballo entre el presente y el pasado?
– ¿Y tú qué sabes?
– No te he pedido que respondieras a mi pregunta, sólo te pido que reflexiones. Y además, respecto a lo que sé o dejo de saber, acabo de decírtelo, tengo treinta años más que tú. ¿Quieres un café?
– No, es tarde, me voy a acostar.
– ¿Sabrás llegar? -preguntó Yvonne.
– Es la casa de al lado de la de Antoine, no es la primera vez que vengo.
Mathias insistió en pagar su cuenta, recogió sus cosas, saludó a Yvonne y salió a la calle.
La noche había caído tras los cristales sin que ella se hubiera dado cuenta. Sophie volvió a doblar la carta, abrió el armario que había debajo de la caja y la colocó encima de la pila de cartas redactadas por Antoine. Lanzó la que acababa de reescribir dentro de la gran bolsa de plástico negra, entre las hojas y los tallos cortados. Cuando se fue de la tienda, la dejó en el pasillo con el resto de la basura.
Algunos cirros tapaban el cielo. Mathias, con la maleta en la mano y su paquete bajo el brazo, subía Brompton Road a pie. Se paró un momento preguntándose si se había pasado de casa.
– ¡Formidable! -murmuró a la vez que volvía a ponerse en marcha.
En el cruce, reconoció la vitrina de una agencia inmobiliaria y giró por Clareville Grove. Casas de todos los colores bordeaban la callejuela. En las aceras, los almendros y cerezos se balanceaban por el viento. En Londres, los árboles crecen sin orden, como les parece, y no es algo extraño ver por aquí o por allá a peatones obligados a bajar a la calzada para rodear una rama enorme que entorpecía el paso.
Sus pisadas resonaban en la calma de la noche. Se paró ante el número 4.
La casa se había dividido a principios del siglo pasado en dos partes desiguales, pero había conservado todo su encanto. Los ladrillos rojos de la fachada estaban recubiertos de abundante glicinia que llegaba hasta el techo. Al final de un tramo de escalera, había dos puertas una junto a la otra. Cuatro ventanas repartían la luz por las habitaciones; una en los pocos metros en los que vivía hace una semana el señor Glover, y tres en el resto, donde vivía Antoine.
Antoine miró su reloj y apagó la luz de la cocina. Una vieja mesa de madera blanca servía para separarla del salón, amueblado con dos sillones crudos y una mesita de centro.
Un poco más lejos, detrás de una placa de vidrio, Antoine había montado un pequeño estudio que compartía con su hijo cuando éste hacía los deberes, y donde Louis también solía jugar a escondidas con el ordenador de su padre. Toda la planta baja daba por la parte trasera a un jardín.
Antoine subió las escaleras, entró en la habitación de su hijo, que dormía desde hacía tiempo. Lo arropó, le dio un beso lleno de ternura en la frente, acercó su nariz al cuello del niño para notar su olor infantil y volvió a salir de la habitación cerrando la puerta con suavidad.
La luz de las ventanas de Antoine acababa de apagarse. Mathias subió algunos peldaños de la escalera, introdujo la llave en la cerradura de su puerta y entró en su casa.
La planta baja estaba totalmente vacía. Colgada del techo, una bombilla se balanceaba al final de un cable retorcido y proporcionaba una luz triste. Dejó el paquete en el suelo y subió a ver el piso de arriba. Había dos habitaciones que se comunicaban con un cuarto de baño. Dejó la maleta sobre la cama turca que le había instalado Antoine. Sobre una caja, que hacía las veces de mesita de noche, encontró una nota de bienvenida a su nueva casa de su amigo Antoine. Se acercó a la ventana; en la parte de abajo, la parcela de jardín tenía una extensión de varios metros cubiertos de césped. Una lluvia fina empezó a golpear el cristal de la ventana. Mathias arrugó en su mano la nota de Antoine y la dejó caer al suelo.
Los peldaños de la escalera crujían de nuevo bajo sus pies.
Recogió el paquete que había dejado en la entrada, volvió a salir y recorrió la calle en sentido inverso. Tras él, una cortina se cerraba en la ventana de Antoine.
De regreso en Bute Street, Mathias entreabrió la puerta de la librería, que olía todavía a pintura. Empezó a quitar una a una las fundas que protegían los estantes. Ciertamente, el sitio no era muy grande, pero las estanterías conseguían aprovechar plenamente la altura que había hasta el techo. Mathias vio la escalera antigua que se deslizaba por su raíl de cobre. Dado que estaba aquejado desde la adolescencia de un vértigo acusado e incurable, decidió que toda aquella obra que no estuviera al alcance de la mano, es decir, más arriba del tercer estante, no estaría disponible, sino que sería parte de la decoración. Volvió a salir y se arrodilló en la acera para desenvolver su paquete. Contempló la placa de esmalte que contenía y, ayudándose del dedo, dejó a la vista la inscripción Libraire Francaise. El hueco de la puerta tenía las medidas adecuadas para colocarla en él. Cogió de su bolsillo cuatro largos tornillos, tan viejos como el rótulo, y desplegó su navaja suiza. Una mano se posó sobre su hombro.
– Toma -dijo Antoine, ofreciéndole un destornillador-. Vas a necesitar uno más grande.
Así, mientras Antoine sujetaba la placa, Mathias se esforzaba para que los tornillos se clavaran en la madera.
– Mi abuelo tenía una librería en Esmirna. El día que la ciudad fue pasto de las llamas, esta placa fue lo único que pudo llevarse con él. Cuando era niño, la sacaba de vez en cuando de un cajón de su alacena, la dejaba en la mesa del comedor y me contaba cómo había conocido a mi abuela, cómo se había enamorado de ella y que, a pesar de la guerra, nunca habían dejado de amarse. Nunca conocí a mi abuela, no volvió de los campos.
Tras colocar la placa, los dos amigos se sentaron en la puerta de la librería. Bajo la pálida luz de un farol de Bute Street, cada uno escuchó el silencio del otro.