8. John

Se paró en el borde del arcén y esperó a que el tráfico fuera menos intenso. Empezaron a caer gotas de lluvia enormes y congeladas, que le calaron todo el pelo, y le entró un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Metió la mano en el bolsillo buscando la navaja puntiaguda, una de metal con el mango afilado que Leslie le había dado por si se tenía que defender. Encontró el extremo y lo rascó, apretándolo un poco, presionando las púas en la palma de la mano para tranquilizarse. El mango afilado estaba agujereándole el abrigo nuevo pero le gustaba llevarlo encima.

El edificio se levantaba en plena calle. En el tejado había varios reflectores brillantes enfocados hacia el cielo, alertando a los helicópteros que sobrevolaban la zona y cegando a los peatones con sólo un rayo de luz. Maureen no podía recordar si alguna vez había oído alguna historia sobre ese edificio. Los edificios como aquel habían creado una mitología, historias de violaciones y crucifixiones, de pandillas y familias de pandilleros violentas y de vecinos muertos durante meses detrás de la puerta de su casa. Los buenos edificios, como las buenas familias, no tenían historia. Una pareja que debía de rondar los cuarenta se paró junto a la carretera, un poco más abajo. La mujer llevaba un vestido muy fino y la chaqueta del hombre echada sobre los hombros, como si hubiera salido a tomar algo en junio y la hubiera sorprendido el cambio de estación. El tráfico disminuyó y Maureen cruzó la calle.

Había un tramo de escaleras descendientes y una losa de cemento antes de la puerta de entrada. En la planta baja del edificio había una hilera de tiendas vacías y cerradas con tablas. El abogado y un estanco con tabaco a mitad de precio eran los únicos que sacaban algún beneficio. Maureen emprendió su camino a través de las losas irregulares del pavimento, sorteando los charcos traicioneros y abrió la puerta que llevaba a un vestíbulo con baldosas blancas. Alguien había quemado con un mechero el botón del ascensor. Lo apretó y una luz roja lejana le hizo señales desde el fondo del plástico ennegrecido y deformado.

Miró la dirección en el pedazo de papel. Leslie había garabateado «gracias» al final, como si Maureen fuera una amiga del pasado que le estuviera haciendo un favor. Un recuerdo poco agradable de los oscuros tiempos anteriores a Cammy y a la brisa vigorizante en su escote. Llegó el ascensor, entró y apretó el botón del segundo piso. Cuando las puertas se cerraron, se vio envuelta por una nube de orina amoníaca seca. Alguien había querido conseguir un arco muy ambicioso mientras meaba, intentando alcanzar, sin éxito, un eslogan del IRA escrito con rotulador en la pared. Se hubiera podido limpiar con un paño húmedo pero posiblemente el chico no tenía uno a mano en los pantalones. Se abrieron las puertas en el segundo piso y Maureen salió deprisa, ansiosa por alejarse de aquel asqueroso olor.

Delante del ascensor había un pasillo de cemento gris, unos pisos que daban a la calle principal. En el largo pasillo, las puertas de los pisos se intercalaban con las ventanas con cristales grabados de los baños. Había una o dos puertas que los propietarios habían decidido cambiar, las habían pintado y habían colocado timbres nuevos y alarmas, para que los vecinos supieran que aquellos pisos eran decentes. El número ochenta y dos no se había arreglado. La puerta hacía mucho que la habían pintado con una capa de esmalte rojo. Los años y el tiempo la habían secado, levantando la pintura y arrancándola de la madera. Habían arrancado el timbre del marco de la puerta, dejando un hueco en la viga.

Maureen golpeó la puerta suavemente y miró al final del pasillo para asegurarse de dónde estaba la salida de emergencia. La puerta se entreabrió y apareció un hombre alto y delgado que la miraba. Tenían los ojos abiertos, quizá demasiado, y subrayados por unas ojeras de color violeta oscuro que lo hacían parecer una paloma asustada. Leslie tenía razón: no era el hombre robusto de la Polaroid, era la sombra sin vida de un hombre. Parpadeó y miró detrás de ella a ver si venía sola.

– ¿Sí? -dijo, retirándose el cabello de la cara, indeciso, esperando algún problema.

Maureen sonrió.

– ¿Está Ann?

– Ya no vive aquí.

– ¿Sabe dónde podría localizarla?

Se escuchó el ruido de algo pesado que había caído al suelo en el interior del piso y, a continuación, un niño empezó a llorar. El hombre gris respiró hondo, se fue para adentro y dejó la puerta completamente abierta. El salón estaba desnudo y el mugriento suelo de madera, cubierto con retales de alfombras. Habían arrancado el papel de la pared, dejando trozos de papel enganchados en el yeso gris, y en lugar de sofá había un taburete infantil de plástico y un sillón marrón viejo. El piso era el testamento para una pobreza a largo plazo. Maureen pensó en Ann y se preguntó cuántos planes se habían tramado y abandonado allí, cuántas peleas por el dinero, cuántos parientes lejanos y amigos circunstanciales se habían barajado para pedirles dinero. Le llamó la atención una bolsa de deportes azul que estaba apoyada en la pared. La pegatina verde y blanca en el asa le era familiar y, de algún modo, le olía a problemas. Maureen, intrigada, entró en el vestíbulo, cerrando la puerta tras de sí.

El hombre estaba junto a dos niños pequeños que tenían la misma combinación de piel rosada y suave pelo rubio que Ann. Eran bebés, mucho más pequeños que el niño de la Polaroid, y estaban delgados, se les marcaban las costillas bajo la piel, la grasa infantil roída por la necesidad. El hombre les estaba poniendo el pijama cuando llegó Maureen. Estaban el uno al lado del otro, mascando su chupete con fuerza y mirando nerviosos por la habitación con esos ojos de botón. El mayor tenía, como mucho, tres años y sabía que se había metido en un lío. Había un recipiente de plástico de color carne en el suelo, y el suelo manchado con un zumo rojo. El hombre cogió a los niños y les pegó en el culo, siguiendo el ritmo mientras gritaba: «Todo el día me has estado tomando el pelo».

Los niños miraron al techo y gritaron, manteniendo el chupete en la boca abierta de manera bastante precaria hasta que se encontraron y se cogieron fuerte el uno al otro. Maureen estaba en la puerta, dubitativa.

– ¿Cuida usted solo de los niños? -le preguntó.

Él se giró y le gritó, exasperado.

– ¡Lo hago lo mejor que puedo! -dijo-. Su madre no está, ¿no lo ve?

– ¿Sabe que hay una guardería un poco más abajo?

El hombre hizo una pausa. No sabía por qué le estaba diciendo aquello.

– Si no trabaja -continuó ella- y los cuida usted solo, tiene muchas posibilidades de que se los acepten.

Poco acostumbrado a las buenas noticias, el hombre parecía preocupado.

– Tendría algo de tiempo para usted -añadió ella, intrigada por la bolsa de deporte azul, recelosa de mirarla directamente.

– ¿Sí? -dijo, mirando a los niños mientras ellos se olvidaban de por qué lloraban y empezaron a estirar un periódico que había en el suelo-. ¿Cómo se llama?

– Maureen. ¿Y usted?

– Jimmy.

Intentó sonreírle, estirando los labios, pero tenía la cara demasiado cansada como para estirarla. Tenía los dientes amenazadoramente afilados, inclinados hacia el interior de la boca. Eran como los de un pequeño carnívoro cruel, superviviente en la selección natural porque se hundían con fuerza en la carne de la víctima cuando esta se resistía.

– Joder, aquí me estoy volviendo loco. -Recogió del suelo frío un viejo pijama de las tortugas ninja-. ¿Para qué quiere ver a Ann?

– Le debo dinero -dijo.

– ¿Me está tomando el pelo? -dijo él como si todo el mundo lo hiciera y ya no le importara.

– No.

– ¿Le debe dinero? ¿A ella?

Maureen asintió insegura. Jimmy se arrodilló y empezó a ponerle el pijama al más pequeño, metiéndolo dentro del pantalón y la camiseta. El niño masticaba el chupete, sujetándose en el jersey de su padre.

– En serio, ¿por qué busca a Ann? -dijo.

– ¿Qué le hace pensar que miento?

Jimmy volvió a enseñar los dientes afilados.

– Ann le debe dinero a todo el mundo en este edificio. Si me lo pregunta, por eso se marchó. Lo último que supe fue que estaba viviendo en las Casas de Acogida Hogar Seguro.

– ¿Hogar Seguro?

– Sí. -Su voz se convirtió en un susurro-. Les dijo que yo le pegaba.

Era penoso ver a un hombre tan predispuesto a recibir un puñetazo.

– ¿Le pegaba? -preguntó ella.

– No -dijo categóricamente, y Maureen se sintió aliviada-. Nunca le pegué. Ni a ella ni a nadie.

Maureen se lo imaginó pegando a los niños, pero entonces recordó que los niños no cuentan como personas. Se apoyó en la pared y sintió la sensación de la textura arenosa del yeso rozando su espalda. Retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta.

– ¿Por qué iba Ann a decir que le pegaba si usted no lo hacía? -Se dio cuenta de que había cambiado la entonación para hablar con él, hablando más despacio, como si Jimmy fuera tan idiota que no la entendiera cuando hablaba normal. Se odiaba a sí misma.

– No lo sé -dijo Jimmy, metiendo al niño en un par de pantalones de pijama que le iban pequeños-. La policía dijo que tenía un trabajo. Quizá quería esconderse.

– ¿Le envió una tarjeta de Navidad?

– ¿Una tarjeta?

– Sí.

Jimmy parecía no saber de qué le estaba hablando y Maureen supuso que no tenía una lista de destinatarios de tarjetas de Navidad demasiado larga.

– ¿Por qué me está preguntando todo eso? ¿Quién es?

Si la cosa se iba a poner fea, era ahora o nunca. Maureen se alegraba de estar cerca de la puerta y le sacaría una ventaja de unos dos metros. Recorrió mentalmente el camino desde la puerta hasta la calle, corriendo por el pasillo hasta la escalera.

– Trabajo en Hogar Seguro -dijo Maureen con calma.

Jimmy la miró y asintió lentamente.

– Hemos tenido malas épocas -dijo-. Pero… Ann sabe… No puedo creerme que vaya por ahí diciendo eso de mí. Nunca podría pegarle. No me creerá.

Se dio la vuelta y se alejó, le dio un golpecito a su hijo en el culo para que supiera que ya había terminado de cambiarlo y extendió la mano para el próximo, el más mayor. Los niños se intercambiaron el sitio en el trozo de alfombra.

– Sí que le creo, Jimmy -dijo Maureen, y lo decía en serio.

– ¡Ja! -dijo, como si nunca se riera-. Hay muchos que no lo harían, ¿no cree?

La miró, esperando sinceramente una respuesta a un cliché poco apropiado. Maureen no podía imaginar una respuesta neutra adecuada.

– Si no le pegó a Ann -dijo-, ¿puede imaginarse quién pudo haberlo hecho?

– Elija usted misma. Cada noche vienen tipos duros a mi puerta preguntando por ella. Yo me quedo aquí pagando sus deudas mientras ella está por ahí vagabundeando con el dinero de la prestación social de los niños. Incluso han llegado a amenazar a los niños en el parque -dijo, metiendo el cuerpecito rosado de su hijo en el pijama desgastado-. Lo único que sé es que se fue sin un moretón.

– ¿Cuándo se fue?

Jimmy se lo pensó. Tardó bastante rato en responder. Recordó que el cumpleaños de uno de los niños era el quince de noviembre y para entonces Ann ya no estaba en casa. Sin embargo, Jimmy tenía dinero para regalos, así que posiblemente aquella semana todavía tenía el dinero de la prestación social. Ann se había ido de Finnestone sobre el diez o el once de noviembre.

– De eso ya hace bastante -dijo Maureen-. ¿Y se fue directamente a las Casas de Acogida Hogar Seguro?

– No sé adonde fue. -Les puso a los niños sudaderas viejas por encima de los pijamas. Debía de hacer frío en el suelo de cemento por la noche-. Volvió a principios de diciembre para el cumpleaños de Alan. Yo estaba de compras y cuando volví ya había estado aquí y se había marchado. Le contó al niño que no había aparecido antes porque estaba todo el día yendo y viniendo de Londres. Podía ser mentira, pero… -Tocó la cabeza del más pequeño-. Mucha gente del edificio me dice que tengo suerte porque sólo está metida en la bebida.

Maureen echó un vistazo a la desolada habitación, al mugriento suelo, a los niños helados y al hombre enclenque abrazándolos. Jimmy tenía cualquier cosa menos suerte.

– Jimmy, ¿quiere que le prepare una taza de té?

Hacía mucho que nadie era amable con él y casi no sabía lo que significaba. La miró, tratando de entender por qué lo hacía.

– No hay nada de valor que pueda llevarse -dijo.

– Sólo le estoy ofreciendo una taza de té.

La miró de arriba abajo, se limpió la saliva seca del extremo de los labios y reprimió una sonrisa lasciva. Pensó que a ella le gustaba.

– Vale. Una taza de té. Acostaré a los niños. -Se alejó corriendo con los niños, llevando al pequeño apoyado en la cadera y al otro de la mano, hacia el recibidor. La llamó desde la puerta-. No utilice la leche. La necesitaré para dársela a ellos por la noche.

Escuchaba a Jimmy en el recibidor animando a los niños a que subieran las escaleras. Miró los juguetes rotos y la ropa desgastada tirada por el suelo. Se fue a la cocina, que estaba hecha un asco. La bombilla estaba fundida. La luz de la calle reflejaba un resplandor naranja pálido en la encimera. No había ni tetera ni cocina, sólo un fogón portátil destartalado con un único fuego eléctrico. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio un cazo descascarillado en el fregadero. Lo llenó con agua del grifo mientras el fuego se avivaba, rojo en la oscuridad.

Cuando volvió al salón, se quedó con los brazos cruzados. No había televisión, ni fotos familiares, ni libros, ni objetos de decoración ni recuerdos, nada que no fuera lo esencial y de segunda mano. No tenían ni una radio. Junto al sillón había un montón de periódicos locales gratuitos. Jimmy los había estado rompiendo en tiras para usarlos como papel higiénico. Lo oía por el techo, obligando a los niños a acostarse, cuando de repente se acordó de la bolsa de deporte azul con esa pegatina tan intrigante. Era verde y blanca y estaba alrededor del asa. La miró. Era una pegatina de las que la British Airways pone en el equipaje. Liam las solía llevar siempre en las maletas cuando traficaba. Se agachó junto a la bolsa. El trayecto había sido de Londres a Glasgow y el nombre, en una letra de imprenta pequeña en la etiqueta, era harris. Había hecho el viaje hacía menos de una semana. Retrocedió y la miró, intentando darle sentido a esa incongruencia. Alguien debía de haberle dado la bolsa a Jimmy, alguien que lo conociera, quizás alguien de la familia, pero parecía que la habían vaciado hacía poco porque tenía la base plana en el suelo y los latera-les abiertos. Aquello no tenía sentido, Jimmy había cogido un avión hacia Londres con una compañía de las caras cuando eran tan pobres que no tenían ni una tetera.

El agua estaba hirviendo pero sólo encontró una taza, con marcas negras de té en el interior. Hizo el té, lo llevó al salón, se sentó en el sillón y encendió un cigarro. Oyó a Jimmy bajando las escaleras, dejando a los niños inquietos llamándole, respondiéndoles con un rotundo «Callaos». Entró despacio en el salón. Se había mojado el pelo. Maureen se levantó y le ofreció un cigarro. Lo cogió y se inclinó para que ella se lo encendiera.

– Siéntese -dijo Maureen.

Jimmy cogió la taza y bebió, mirándola mientras se sentaba.

– Jimmy, ¿por qué Ann debe tanto dinero?

– Venga -sonrió-. Venga, no hablemos de ella.

Jimmy no quería hablar de los niños, ni de Ann, ni de dinero. Quería echar un polvo rápido en la penumbra con cualquiera que también quisiera y descansar diez minutos de sus continuas preocupaciones. Le ofreció su mano y enseñó los dientes afilados de cazador. Maureen se cerró el abrigo.

– Quiero hablar de ella -dijo pausadamente-. He venido por eso.

Jimmy, que ya estaba aclimatado a las desilusiones, dejó caer la mano que tenía estirada encima del brazo de la silla.

– Pedía dinero para bebida -dijo finalmente-. Luego pedía dinero para pagar el préstamo y la cosa iba cada vez a peor. Ann no es una mala mujer. Es la bebida. Cuando no bebe es distinta. Cuando bebe sólo es un coño.

– Usted no cree que esté muerta, ¿verdad?

– Sé que no lo está. Cobró el dinero de la prestación social el jueves.

– ¿En Glasgow?

– No lo sé. -Jimmy sorbió un poco de té, abatido-. En la oficina de correos no me lo dicen, solamente que ya lo han cobrado y que no pueden dármelo.

– ¿Cree que volverá aquí?

Jimmy apoyó la cabeza en el pecho.

– No va a volver.

Bebió, bajó la taza e hizo una mueca.

– ¿Sabe dónde está?

– Tiene una hermana en Londres. Puede que ella lo sepa.

– ¿La puedo llamar?

– No sé si tiene teléfono.

– ¿Cómo se llama?

– Moe Akitza.

Maureen escribió el nombre de la hermana en un recibo que llevaba en el bolsillo y se lo enseñó a Jimmy para ver si estaba bien escrito.

– Creo que se escribe así -dijo, sonriendo-. Un nombre raro, ¿no? Se casó con un negro.

Maureen sabía que si le insistía, admitiría no tener prejuicios en contra de nadie, a excepción de aquellos pakistaníes avariciosos, claro. Y de los indios gorrones. Y de los ingleses arrogantes. Y de los irlandeses borrachos. Y de los negros desconfiados.

– Bueno, Jimmy, muchas gracias. Ha sido muy amable por hablar conmigo.

– Sí -dijo-. Bueno, como ve no tengo demasiado tiempo.

Se sonrieron para pasar el rato. Maureen rompió el silencio.

– Es verdad que no sabe dónde está, ¿no?

Miró la taza vacía y movió la cabeza.

– ¿La echa de menos? -preguntó ella. Jimmy no necesitaba tiempo para pensarse la respuesta.

– No -dijo, muy seguro y muy triste.

La puerta se abrió detrás de ella y dejó entrar una ráfaga de aire frío de la noche en el salón. Dos niños pequeños con el pelo mojado y la cara sucia entraron en el salón, con los brazos apoyados en la cintura, caminando como dos tipos duros en miniatura. La ropa que llevaban era vieja, incluso para unos niños de ese edificio. Todo lo que llevaban era de un color gris pálido, que era el resultado de lavar la ropa demasiadas veces con jabón barato. Jimmy se calentó las manos y sonrió cuando los vio y ellos le devolvieron la sonrisa.

– ¿Todo va bien, papá? -dijo el mayor-. ¿Dónde está nuestro té?

Jimmy acarició la cabeza del mayor y se lo llevó a la cocina. El más pequeño se quedó en el salón y miró a Maureen. Era el niño de la Polaroid, el que cogía la mano del hombre grande con el abrigo de piel de camello, pero de cerca parecía distinto: tenía un pequeño remolino en el pelo y las pestañas largas y gruesas.

Miró el abrigo caro de Maureen.

– ¿Eres una asistenta social? -preguntó, con una voz muy dulce.

– No, soy una amiga de mamá.

Se le iluminó la cara.

– ¿Mamá? ¿Va a venir mamá?

– No, John -gritó Jimmy-. Esta señora sólo pregunta por ella.

Maureen miró a la cocina. Jimmy estaba de pie en medio de la oscuridad de la cocina con su hijo, untando pan blanco con mantequilla. Se puso de espaldas a la puerta de la cocina, con la esperanza de que Jimmy no la oyera.

– Chico, ¿te hiciste una foto con un hombre en el colegio hace poco? ¿En el patio, con un señor grande y con el pelo corto?

El niño asintió.

– ¿Quién era ese hombre?

El niño se pasó la lengua hábilmente por los mocos que tenía en el labio superior.

– Era una foto para mamá -dijo, en voz baja, como si tampoco quisiera que Jimmy le oyera.

– ¿Estaba ahí tu mamá?

– No.

– ¿Quién hizo la foto?

– Otro hombre.

– ¿Lo conocías?

– No.

– ¿Has visto a mamá desde el cumpleaños de tu hermano?

– No.

– Gracias, chico -dijo Maureen.

Le impresionó lo pequeño que era, lo fina que era su piel, que eran las diez menos cuarto y tenía seis años y acababa de llegar de jugar en la calle con su hermano. Quería envolverlo en su abrigo bueno, y calentarlo, y darle comida sana, y leerle, y darle una oportunidad para vivir. Quería ponerse a llorar. El niño notó su lástima, que le daba pena, por cómo estaba y por su futuro. El niño frunció el ceño. Maureen se odiaba.

– Eres un buen chico -dijo, y se levantó, alborotándose el pelo como una de aquellas idiotas de los anuncios. Se aclaró la garganta y gritó hacia la cocina-. Bueno, Jimmy, me voy

Jimmy no se giró.

– Vale -dijo.

– Volveré a verlo si la encuentro.

– No lo haga -dijo Jimmy rotundo, doblando una rebanada de pan a modo de bocadillo-. No vuelva.


Un mensaje pintado en la pared avisaba a todo el mundo de que AMcG era un chupapollas. Maureen se alegraba de alejarse de aquel vestíbulo maloliente, de alejarse de Jimmy y de sus desnutridos niños, estaba ansiosa por olvidar todo lo que había visto. Era duro encontrarse con una pobreza tan exagerada que incluso se extendía al lenguaje. Repasó las justificaciones que normalizarían la situación: quizá Jimmy era un vago y se lo merecía; quizás le gustaba, había mucha gente más pobre que él; sin embargo, ella tenía ocho mil libras en el banco y él tenía cuatro crios y no tenía ni una tetera; Maureen era incapaz de encontrar una razón que hiciera que aquello fuera normal. Sintió que su padre la seguía desde la salida hasta la calle, sus ojos vidriosos mirándola desde cada esquina oscura. Sus músculos se tensaron de golpe y empezó a correr. Jimmy tenía razón. Donde quiera que Ann estuviera, no iba a regresar allí.

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